Comentario a Derechos o resistencias: ¿Los a-normales, monstruos o humanos? de Rosario Aquim Chávez.
El poder como normalización y normatización
Comentario a Derechos o resistencias: ¿Los a-normales, monstruos o humanos? de Rosario Aquim Chávez.
Raúl Prada Alcoreza
El poder es una palabra, también un concepto, se remite al juego
polémico, beligerante, también pactante, de las fuerzas. Sin embargo,
de todas maneras, a pesar de su inteligibilidad, se corre el peligro de
englobar todas las formas de poder, si se quiere de dominación, en una
condición más o menos homogénea. Hay que decirlo, siendo
consecuentes con la arqueología del concepto, el poder es plural.
Señala una gama de formas de poder distinto, variado, hasta diferente,
que, sin embargo, comparten un efecto sobre los cuerpos; son
dominaciones. El poder no es abstracto, es, mas bien, concreto. Se lo
encuentra entonces en las tecnologías y mecanismo que lo ejercen,
que lo efectúan. De lo que se trata es estudiar estas mecánicas y estas
economías políticas del poder en sus especificidades logradas. Por esto
mismo es problemático hablar de poder en general, como si fuese una
entidad única, así como es problemático hablar del poder de modo
abstracto, como si fuese una maldición inoculada desde tiempos
pretéritos olvidados. El poder no es una entidad única, tampoco una
maldición histórica. El poder no es nada más ni nada menos que la
efectuación de las dominaciones múltiples.
Lo que Michel Foucault encuentra son múltiples formas de relaciones
de poder, de relaciones de fuerza; formas conformadas dependiendo
del perfil de las resistencias que hay que enfrentar. No olvidemos lo
que dice Foucault; hay poder porque hay resistencias que enfrentar.
En este sentido, las resistencias son anteriores. Entonces el poder tiene
una perspectiva, la perspectiva del que quiere dominar, del que quiere
capturar fuerzas, subordinarlas a las estrategias de dominación. Esto
parece contradecir a Foucault, para quien el poder se ejerce como una
maquinaria abstracta; no es una propiedad, es una herramienta que
atraviesa a ambos, dominados y dominantes. Sin embargo, no
olvidemos que la genealogía del poder es también una teoría de las
subjetividades. Cuando decimos perspectiva de alguien, no nos
remontamos, de ninguna manera, a la teoría de la conspiración; no es
un alguien que conspira, y aunque lo haga, su conspiración no explica
la dominación. En todo caso, forma parte, como interpretación, de una
maquinaria, de un engranaje, que funciona como mecánica de fuerzas.
Cuando decimos perspectiva, decimos voluntad de dominio, que no hay
que confundir con la voluntad de potencia1
. El poder no deja de tener
una perspectiva, la perspectiva de los que ejercen poder, sea esta
perspectiva la de los dominadores, sea esta perspectiva la de los
dominados, pues también ellos usan el poder, a su manera.
Es esta perspectiva la que le da sentido al poder, pues esta perspectiva
expresa lo que quiere del poder, para qué quiere usarlo, aunque sus
objetivos no se cumplan y los resultados resulten inesperados o
aleatorios. De lo contrario, no podríamos hablar de racionalidad en el
ejercicio del poder, de economía política del poder, pues no podría
1 Una traducción discutible de la tesis de Friedrich Nietzsche es la de voluntad de poder, también, en el
mismo sentido, de voluntad de dominio; nosotros preferimos, siendo consecuentes con su postulado
estético, la traducción de voluntad de potencia.
2 Término propuesto por Michel Foucault.
interpretarse este ejercicio sino a través de lo que quieren los que
ejercen poder.
¿Quiénes se enfrentan a las resistencias? ¿El poder en abstracto, como
abstracción, o, mas bien, quienes lo usan? En un caso, unos para
dominar, otros, los que sufren las dominaciones, para emanciparse de
las dominaciones. Sin embargo, el poder es una herramienta
complicada; compromete a los que la usan. Los envuelve a tal punto
en su propia mecánica, que termina convirtiéndolos en parte de sus
engranajes. Aunque el poder no sea un sujeto, supone sujetos
involucrados, aunque el poder no tenga vida propia, supone vidas que
participan, las involucradas, los participantes, terminan enredados en
los tejidos de la trama del poder.
Por eso, es indispensable una crítica del poder, no sólo como denuncia,
sino de sus racionalidades, de sus sistemas de funcionamiento; no
como maldad, pues el poder no es un sujeto del mal, tampoco una
condena moral, sino como economía política de los cuerpos. Las
investigaciones y estudios de Foucault sobre el poder nos ayudan a
ingresar en esta crítica materialista del poder. Ahora nos interesa
detenernos en el análisis de los sistemas de normalización y
normatización2 conformados en las sociedades modernas. Estas son
formas de poder cuyas especificidades son características,
distinguiéndolas de otros diagramas de poder, vinculados al castigo, a
la vigilancia, a la disciplina, al control.
En lo que respecta a las tecnologías y técnicas de normalización y
normatización, éstas suponen la diferencia entre el normal y el
anormal; pero, ¿cuál es la idea del normal? ¿Es un modelo, un perfil,
acabado? No parece ocurrir esto; lo que se observa, en la historia del
surgimiento, la implementación y la consolidación de estas tecnologías,
es que se trata de una diferenciación constante que construye al
normal a partir del despojamiento del a-normal. Pero, ¿cómo se llega
a esta economía política, a esta diferenciación, a esta bifurcación, entre
el normal y el a-normal? ¿Qué lleva a esta economía política, a esta
racionalidad, a estos saberes, que hacen inteligible la llamada anormalidad?
Por más paradójico que parezca, primero se enfrenta la anormalidad,
no a partir de un presupuesto acabado de normalidad; el
perfil de la normalidad se construye enfrentando precisamente a lo que
se identifica y detecta como anormalidad. ¿Cómo puede ocurrir esto?
Los que usan el poder para dominar se enfrentan a las transgresiones
a las leyes, a las normas, a las reglas, impuestas por el uso
institucionalizado del poder. Son estas transgresiones la pesadilla de
quienes dominan; estas transgresiones son tan pesadilla que adquieren
formas delirantes imaginarias. Para simbolizar su pesadilla, los
dominantes encuentran una figura aterradora, de acuerdo a su moral
constituida; esta figura es la del monstruo. Fenómeno perverso
cosmológico que atenta contra las leyes de la naturaleza. La figura del
monstruo es la figura de la mezcla grotesca y atroz. Mezcla de humano
y de bestia, mezcla de hombre y mujer, alguien que nace con los dos
sexos incorporados. Por lo tanto, atentado contra la naturaleza, de
este modo, atentado contra Dios.
El monstruo imaginario de la dominación, exuberante,
desproporcionado, desmesurado, tiene que ser encontrado en la
“realidad”; la alucinación del poder tiene que ser verificada a toda
costa. Esta verificación es forzada, el monstruo exuberante es
identificado en las mezclas nada exuberantes ni desproporcionadas de
la vida. El monstruo exuberante del poder es encontrado en las
víctimas, en los hermafroditas, a quienes se condena, se persigue, se
asesina y se quema. La dominación hace exorcismo. De por sí esta
mezcla natural es considerada, con antelación, crimen antes de todo
crimen. La dominación descarga sus furias y sus miedos en sus
víctimas, buscando así liberarse de sus pesadillas. Pesadilla que no es
otra cosa que símbolo del terror de la dominación a la desmesura
social.
La figura del monstruo es el substrato que sostiene lo que viene, las
otras figuras del exorcismo de las dominaciones. Viene la figura de los
y las incorregibles, del niño masturbador. De una marca contra-natura
se pasa a una descalificación de las inconductas, de la lectura de un
desorden cosmológico se pasa a una lectura de un desorden moral. El
y la incorregible, el niño masturbador, no es que sean monstruos, en
el mismo sentido que lo eran los hermafroditas; no lo son, son, mas
bien, a-normales, en el sentido de que expresan un desorden moral,
una inconsistencia estructural en la constitución de su personalidad,
una inclinación precipitada a la violencia y a la agresión, una inclinación
temprana a autosatisfacerse sexualmente. Hay pues un cambio de
tratamiento de los temas en cuestión; si bien el monstruo tenía que
ser condenado, perseguido y asesinado, para después ser quemado,
no ocurre lo mismo con los a-normales, quienes tienen que ser
corregidos, normalizados, normatizados. Para tal efecto se comienza a
atender las causas de esas inconductas, sus racionalidades oscuras;
por lo tanto, una especie de saber sobre los a-normales. En esta
clasificación ingresan las “desviaciones” sexuales, la homosexualidad y
el lesbianismo; sin embargo, estas categorías, se las acerca a la
imagen de monstruosidad por las analogías prácticas con las
posibilidades inherentes a los hermafroditas. Entonces homosexuales
y lesbianas van a sufrir un intervalo de violencias, que vienen desde la
condena a la figurada monstruosidad hasta la descalificación moral por
sus inconductas sexuales. De todas maneras, se construye también un
saber sobre la homosexualidad y el lesbianismo, un saber
pretendidamente médico, un saber psicológico, un saber psiquiátrico,
que va encontrar, en parte, la explicación de estas inclinaciones, en
historias de vida dramáticas, en rupturas y diseminaciones familiares,
en violencias sexuales sufridas tempranamente. Las llamadas
“desviaciones” sexuales van a ser castigadas y penadas, también
internadas para su corrección.
Al respecto de este enfrentamiento del poder con los monstruos, los y
las incorregibles, el niño masturbador, los homosexuales y las
lesbianas, la pregunta pertinente es: ¿Eran y son peligrosos para el
poder? Si tomamos al poder en la figura de Estado, no parece ser este
el caso. Entonces, ¿por qué se ensaña el poder con los anormales? Si
consideramos el Estado moderno, administración pública
comprometida con garantizar la producción, ¿son peligrosos los anormales
para la producción? Tampoco parece ser este el caso.
¿Entonces por qué el Estado moderno, en su etapa inicial y en los
periodos de su consolidación, se encarga de crear instituciones de
encierro, correccionales, psiquiatrías, encargadas de encerrar,
internar, corregir, normalizar y normatizar a los a-normales? La prueba
de lo que decimos se encuentra en la contemporaneidad de los estados
liberales; el pluralismo liberal reconoce derechos especiales de las
llamadas subjetividades diversas, por lo menos en los regímenes
jurídicos más consecuentes con los postulados liberales. ¿Entonces, por
qué en una etapa inicial y posterior del Estado liberal esta macroinstitución
se ensaña con los a-normales?
Habíamos lanzado una hipótesis de interpretación en lo que respecta
a los hermafroditas; esta hipótesis alude al imaginario descomunal del
poder, que simboliza su miedo a la desmesura social en la figura de la
monstruosidad. ¿Ocurre lo mismo con los a-normales? En parte sí, en
la medida que la monstruosidad es el substrato de los anormales. En
parte no, pues los a-normales no tienen que ver tanto con la desmesura
monstruosa de las mezclas atroces de la naturaleza, sino con
inclinaciones visibles por las desviaciones, las inconductas, las
depravaciones, las desestructuraciones morales. Los a-normales no
son tanto la simbolización del miedo de las dominaciones a la
desmesura social como signos de anomalías inherentes a la sociedad,
constataciones de existencias no controladas, no funcionales a los
sistemas institucionales. Más que miedo a lo desconocido hay obsesión
por la normalización y la normatización. ¿Cómo puede ocurrir eso si no
se tiene un perfil claro del normal? Es que precisamente se lo está
construyendo, se está construyendo el modelo del y la normal.
Asistimos a la homogeneización generalizada de los perfiles subjetivos.
Homogeneización que adquiere sus rasgos negativamente, por
oposición, descartando lo que no se quiere, lo que perturba, lo que
molesta, lo que afecta, lo que suena a crimen, aunque no lo sea, lo que
se presiente como delito, aunque no lo sea del todo, para una sociedad
reconocida en sus derechos universales, en los derechos del hombre.
No se puede entender esta preocupación institucional por los
anormales sin tomar en cuenta el acontecimiento político de la
revolución francesa. La sociedad entera es asumida como soberana, la
soberanía se transfiere del rey al pueblo. Los a-normales atentan
contra la moral pública de la misma manera que el delincuente atenta
contra el bien común. Ya no se trata de atentados contra el rey sino
contra la sociedad. La a-normalidad es una categoría de la república,
no de la monarquía. En el límite de ésta y en el umbral de aquella se
dan como categorías mezcladas, como categorías puentes, que todavía
conservan los prejuicios del régimen de la soberanía depositada en el
cuerpo del rey, empero, se desplazan al régimen de la soberanía
popular. Todo crimen, todo acto criminal, era interpretado como
cometido contra el rey, que encarnaba la ley; si bien, esto deja de ser
así en la monarquía absoluta, cuando se pasa al sistema jurídico de las
penas, de todas maneras el regicidio asistía como una nube a estos
desplazamientos en la concepción jurídica penal. El bien común
adquiere pleno cuerpo, materialidad jurídica, referencia social, cuando
la revolución política otorga potestad, reconoce la cualidad de gobierno
a toda la sociedad, a todo el pueblo, por lo menos en términos de
representación. Es entonces la sociedad o a nombre de la sociedad que
se procede a su defensa. Defensa contra los delitos al bien común,
defensa contra los atentados a la moral pública. Es a nombre de la
sociedad que se actúa contra los delincuentes y contra los a-normales.
¿Los a-normales son un problema político? No se podría decir esto,
pues no son calificados de este modo; son, en primer lugar, un
problema moral; son en segundo lugar, un problema jurídico; son en
tercer lugar, un problema médico, un problema psicológico, un
problema psiquiátrico. La revolución política los convierte en problema.
La revolución, que declara los derechos universales del hombre,
paradójicamente, los margina, los discrimina, los exila fuera del ámbito
de los derechos. ¿Por qué ocurre tal cosa, cuando se esperaría todo lo
contrario?
En el límite y umbral del que hablamos, entre la monarquía y la
república, aparece la figura del monstruo político, el déspota, el
criminal político, que atenta contra sociedad, aprovechando el
monopolio de la violencia y la representación de la ley, representación
que conlleva, a pesar de ser el único que no suscribe el pacto social.
Desde la perspectiva popular, el rey es un criminal político, de la misma
manera que lo es el criminal ordinario; entre ambos se genera un
puente, una conexión; ambos atentan contra el bien común. Desde la
perspectiva de la nobleza en decadencia, también se interpreta la
figura del monstruo político; se encuentra a esta deformación en los
sublevados, en los insubordinados, en los insurrectos. El monstruo
político es multitudinario, es un monstruo de miles de cabezas. Para la
nobleza crepuscular la multitud sublevada se coloca fuera de la ley y
de la moral; de la misma manera que el rey atentó contra la ley y la
moral. Comete crímenes violentos con la revolución. El rey es un
monstruo político porque, además, es un incestuoso; la multitud
sublevada es monstruosa porque es antropófaga2
. Como se puede ver
la figura del monstruo político es compartida por el pueblo sublevado
y por los nobles aterrados, cada quien a su manera; es una figura que
circula en unos y en otros, ambos la usan para descalificar al enemigo.
Es sugerente esta recurrencia al imaginario exuberante del monstruo
en los momentos de intensidad de la crisis política, en la emergencia y
desenlace de la revolución. Se trata de descalificar al enemigo, de
demonizarlo, de convertirlo en una perversión aterradora, recurriendo
al símbolo de la monstruosidad, como queriendo convocar contra el
mal absoluto, contra una desmesura contra-natural, contra-moral,
contra-Dios, para defender a la sociedad o para defender privilegios.
¿No son estas unas muestras patéticas de conservadurismo
recalcitrantes tanto del lado del pueblo como del lado de la nobleza? Si
bien, en este último caso se explica por la cosmovisión aristocrática,
llama la atención que se de en el imaginario de los sublevados, de
quienes se esperaría imaginarios de vanguardia.
Los imaginarios no son compartimentados; no se puede decir que hay
imaginarios que sólo se dan en la nobleza e imaginarios que sólo se
dan en el pueblo. Los imaginarios circulan, se comparten, forman parte
de los habitus. Los prejuicios de una época acercan a todos, a
dominantes y dominados, más que alejarlos. Son estos prejuicios los
que van a adquirir distinta tonalidad en unos y en otros. No es pues
extraño que la revolución política haya remozado los prejuicios
simbolizados en la monstruosidad, en la ventilación de prejuicios
significados en la a-normalidad. El pueblo emancipado encuentra otros
fantasmas que atentan contra la soberanía, esta vez popular.
Los saberes, las tecnologías, las técnicas, los procedimientos de
normalización y normatización son republicanos. Los y las
incorregibles, los onanistas, los homosexuales y las lesbianas, los que
practican desviaciones sexuales, van a ser los fantasmas perseguidos
2 Ver de Michel Foucault Los Anormales. Siglo XXI; Buenos Aires.
en esta transición de la monarquía a la república, adquiriendo
tonalidades fuertes, institucionalizadas, en las primeras etapas de la
república, incluso arrastrando estos prejuicios hasta la
contemporaneidad. ¿Por qué la revolución burguesa identifica como
peligro social a los que califica como a-normales? No es fácil responder
a esta pregunta, incluso si consideramos la hipótesis de la
homogeneización generalizada, dada en la modernidad, sacando como
conclusión que esta homogeneización universal choca con las
resistencias singulares, con las subjetividades alterativas, con los
espesores y porosidades diversas. No es fácil responder si no
consideramos el enfrentamiento de la sociedad moderna naciente, el
enfrentamiento de la sociedad capitalista, contra las mujeres, contra la
libertad tolerada, hasta entonces, de las mujeres. Tres siglos de
persecuciones y quema de brujas hablan de ello. El género se inscribe
a sangre y fuego, construyendo el perfil subordinado de mujer, dócil,
domesticado y funcional a las estructuras patriarcales consolidadas.
Esta inscripción se realiza en este transcurso de luchas, resistencias,
levantamientos y rebeliones de multitudes, de comunidades, de
mujeres, contra las dominaciones feudales, aristocráticas,
patrimoniales, que devienen dominaciones concomitantes con la
burguesía, el clero y la nobleza feudal3
. Contra el mito moderno de la
emancipación de las mujeres en la modernidad, en el contexto del
sistema-mundo capitalista, Silvia Federici devela lo contrario, que el
capitalismo se impone aplastando el levantamiento popular y
comunitario anti-feudal, sobre todo aplastando el papel protagónico de
las mujeres, tejedoras de los entramados comunitarios.
Desde esta perspectiva el Estado patriarcal se consolida en la
modernidad y el capitalismo expandido mundialmente. Que se haya
larvado largamente es una cosa; lo que importa es su consolidación
moderna, capitalista, su institucionalización global en la malla
corporativa, en el campo político, en el campo burocrático, en el campo
escolar, en el campo cultural; es decir, lo que importa es su articulación
concomitante y estratégica en el Estado moderno, en el Estado-nación.
Se trata entonces de las dominaciones masculinas, de las dominaciones
cómplices de las fraternidades coaligadas, de la masculinización de la
dominación y la feminización de los y las dominadas.
La instauración del género no sólo responde al constructo cultural
sexual de hombre y mujer, de varón y fémina, sino también, en su
generalización, a la diferenciación del masculino respecto todas las
formas femeninas, de todas las formas feminizadas, formas que
devienen dominadas; hablamos del proletariado, de los subordinados,
3 Ver de Silvia Federici Calibán y la bruja; Mujeres, cuerpos y acumulación originaria. Tinta Limón;
Buenos Aires 2010.
de los subalternos, de los indígenas, de las subjetividades que escapan
al género. En este sentido, una clave para comprender el
enfrentamiento del régimen liberal con los a-normales es pues la
dominación patriarcal. Dominación, en principio, simbolizada en el
patriarca, dueño de cuerpos y territorios; después en el déspota,
soberano, al margen de la ley y fuera del pacto social; para devenir
signo abstracto del Estado moderno. La anomia sexual atenta contra
esta dominación masculina, contra estas fraternidades coaligadas,
contra estas iglesias manejadas jerárquicamente por machos célibes.
Los y las incorregibles desafían este orden patriarcal; los niños que
develan su temprana sexualidad cuestionan la moral victoriana. Para
entender entonces estos diagramas de poder del castigo, de la
disciplina, del control, de la normalización y normatización, es
indispensable situarlos en la genealogía del diagrama de poder
patriarcal y colonial.
Resistencias, contra-poder y de-colonialidad
Todos estos temas y problemas son tratados por Rosario Aquim Chávez
en Derechos o resistencias: ¿Los a-normales, monstruos o humanos4?
El texto comienza situando al derecho, al saber, al sistema jurídico, a
la administración, a la aplicación, del derecho en su relación con el
poder; el derecho es un dispositivo de poder. El derecho corresponde
a las normas, las leyes, las regulaciones, que codifican, interpretan y
orientan las conductas y los comportamientos, calificándolos y
descalificándolos. El análisis sigue con la detección de la ruptura
epistemológica entre derecho positivo y “realidad social”. El derecho
norma, es decir, normatiza las conductas y los comportamientos; tiene
por objeto de poder, como objeto de normalización y normatización, a
la “realidad social”. Esta “realidad” le aparece como caos y desorden,
ámbito heteróclito que debe adquirir orden, jerarquía y funcionalidad.
Un tercer tópico radica en el contraste entre el derecho positivo y el
derecho vivo; el derecho que norma y el derecho que interpreta las
prácticas diversas y proliferantes de la alteridad social. Al respecto
Rosario Aquim Chávez escribe:
Es, gracias a las prácticas y a la participación real de las multitudes
excluidas (indígenas, mujeres, subjetividades queer, homobilesbo
transintersexual, etc.), que se produce el derecho vivo como fenómeno
4 Rosario Aquim Chávez: Derechos o resistencias: ¿Los A-normales, monstruos o humanos? Rincón
Ediciones; La Paz 2014.
social, conformado por los derechos tanto subjetivos como objetivos
de las diversas subjetividades, así como, por sus ideas, aspiraciones y
concreciones de justicia, que no tienen como referente al sistema
jurídico legal occidental, en vigor. De ahí que, el reapropiamiento por
parte de los sospechosos de su poder normativo, como dijo Jesús de la
Torre Rangel, tiene una “historia real, paralela, que no se desarrolla
como sistema conceptual, sino como un sistema particular de
relaciones5”.
El cuarto tópico tiene que ver con el núcleo del texto; la pregunta de
fondo es: ¿tienen derecho a tener derecho los llamados a-normales?
La crítica a la razón intrínseca a los derechos humanos devela que:
Existen ciudadanos de primera: los hombres; ciudadanos de segunda,
las mujeres, los indígenas, etc.; y los no-ciudadanos: los a-normales.
El denominado Estado de Derecho, como se puede ver, otorga el
privilegio de los “derechos”, de manera selectiva6
.
El quinto tópico tiene que ver con la posibilidad de ensanchar los
derechos humanos, reconociendo los derechos de los llamados
anormales, el ejercicio pleno de sus derechos y la garantía de su
cumplimiento. Esta posibilidad parte del principio de igualdad, es decir
con el principio de reconocer iguales condiciones de partida, combinada
con el ejercicio de esta igualdad en la diferencia práctica de relaciones
y subjetividades. Sin embargo, Rosario Aquim Chávez plantea el dilema
de este reconocimiento, pues se caería en un círculo vicioso; al lograr
la incorporación de derechos especiales se termina reforzando el
sistema de la normalización y la normatización. Por esta razón, la
autora se inclina por la libertad radical, que es el quinto tópico tratado
en el texto. La teórica y activista escribe:
Esta segunda vía de análisis, reconoce que los “a-normales” han sido
constituidos en procesos de maximización de los efectos de poder; y
por ende, a partir de una mecánica grotesca del ejercicio de ese poder,
sobre el cuerpo vivo y su sexualidad. Desde esta perspectiva, no hay
espacio para la demanda de derechos, ni de reconocimiento7
.
Una válida consigna, recogida en las movilizaciones de mayo de 1968
de París, retomada de un enunciado de José Julián Martí Pérez, se
resume a la convocatoria: Los derechos no se los mendiga se los toma;
en otras palabras, se los ejerce. La vida no tiene que pedir permiso a
ninguna institución, no tiene por qué institucionalizarse. Las
5 Rosario Aquim Chávez: Ob. Cit.; Pág. 11.
6
Ibídem: Pág. 22.
7
Ibídem: Pág. 38.
instituciones son solamente instrumentos provisionales para la
sobrevivencia; nada más. Deben estar subordinadas a los
requerimientos de los ciclos vitales. En este sentido:
La libertad radical de los homobilesbo transintersexuales, tiene que
ver, en primer lugar, con la re-posesión de su ser-cuerpo-vivo, cuyo
desposesionamiento total de sí, cuyo vaciamiento, lo ha encerrado en
una ontologización identitaria en estado de naturaleza. Esta
reposesión, implica, en palabras de Deleuze/Guattari, un proceso de
desterritorialización del cuerpo, o como dice Preciado, “una resistencia
a los procesos de llegar a ser normal8”. El ser-cuerpo-vivo, no se reduce
al territorio de la piel, el ser-cuerpo y sus placeres constituyen
dispositivos de resistencia contra el ser-poder. El ser-cuerpo, es capaz
de “intervenir en los dispositivos biotecnológicos de producción de
subjetividad sexual10” y transformarlos; ese es el sentido de su acción
política.
Coincidiendo con Beatriz preciado, Rosario Aquim concluye que el
cuerpo no es materia pasiva entregada al biopoder; al contrario, es
potencia. Se opta activamente por la bio-política, por la sexo-política,
como acontecimiento creativo. Las minorías sexuales se convierten en
multitudes. El monstruo sexual se vuelve queer.
8 Beatriz preciado, Multitudes Queer: Notas para una política de los a-normales. Revista Multitudes, Nro.
132. París, 2003. 10 Ibídem.