“El consenso es la censura cuando todo puede decir”. Ésa fue la primera frase que me atreví a proponer en una pancarta, la primera vez que abrí la boca en una asamblea. Era en una reunión de diversos colectivos para organizar una acción reivindicativa en la Plaza Catalunya. Cuando hablé, me temblaba la voz y se hizo un silencio terrible. En un primer momento, nadie entendió la frase. Me quería morir.
13-08-2018
Un retrato personal del yo y del “nosotros”
Marina Garcés
La Marea
“No sé hasta qué punto hemos luchado realmente. Tampoco sé hasta qué punto hemos perdido del todo”, se pregunta Marina Garcés en su último ensayo, Ciudad Princesa
La filósofa Marina Garcés (Barcelona, 1973) relata en primera persona sus vivencias políticas y, al hacerlo, retrata un ciclo de movilizaciones que abarca dos décadas, entre octubre de 1996 y octubre de 2017, desde el desalojo del Cine Princesa de Barcelona hasta el referéndum del 1 de octubre en Cataluña. A continuación publicamos algunos fragmentos seleccionados.
EL CONSENSO ES LA CENSURA
“El consenso es la censura cuando todo puede decir”. Ésa fue la primera frase que me atreví a proponer en una pancarta, la primera vez que abrí la boca en una asamblea. Era en una reunión de diversos colectivos para organizar una acción reivindicativa en la Plaza Catalunya. Cuando hablé, me temblaba la voz y se hizo un silencio terrible. En un primer momento, nadie entendió la frase. Me quería morir.
Ya hacía algún tiempo que yo circulaba por los colectivos que se habían activado tras el desalojo del Cine Princesa y nunca conseguía hablar. Ni en los círculos más pequeños, ni en las reuniones más grandes. Tengo la sensación de que estuve así, con la palabra bloqueada, por lo menos tres años. Me parecieron una eternidad. Para alguien como yo, que había hecho del don de palabra la principal arma del éxito escolar, perder toda capacidad de articular el discurso en público fue como realizar una larga estancia en el desierto. Como si se tratara de purgar un uso del lenguaje que ya funcionaba por sí mismo, tuve que olvidar las palabras y renunciar a mi presencia anterior antes de conquistar otra. Perder las palabras produce dolor en todo el cuerpo.
Recuerdo la tensión de noches y noches en silencio, escuchando y pensando lo que se decía con cada fibra de mis tejidos. Recuerdo el nudo en la garganta. El temblor de las manos y la imposibilidad de arrancar una intervención a tiempo. Cuando por fin tenía algo que decir, ya había pasado el momento. Recuerdo también la facilidad de algunos y la banalidad autocomplaciente de muchos… Fue una cura de humildad, dura de pasar. Pero también fueron horas y horas de observación de cómo se despliega la palabra colectiva. Bajo la apariencia de espontaneidad y de horizontalidad, hay aprendizajes acumulados, jerarquías no dichas, roles de género, formas de distinción y, también, verdaderas sorpresas y ejemplos de brillantez. En las empresas se aprende a conducir grupos y reuniones. Hay metodologías para todo. En los colectivos, se aprende de otra manera: por imitación, por adecuación y por distinción. Hay quien consigue parecer un viejo militante en dos días y hay quien mantiene una posición lo bastante singular como para seguir siendo siempre un elemento extraño.
La gente de mi generación que se politizó con el Cine Princesa no teníamos experiencias previas, como mucho en el movimiento estudiantil más bien escaso de la década anterior y en los grupos de apoyo a diversas causas internacionales. Y, por debajo, de todo ello, la cultura de esplai 1. ¿De dónde podía venir, entonces, la capacidad de funcionar en esos entornos? ¿Cómo habían aprendido a hablar, a decidir, a organizar acciones, escritos, coordinadoras…? La pregunta de fondo es cómo se transmite la experiencia apolítica en tiempos de despolitización. En una sociedad amnésica como la nuestra en los años ochenta y noventa, la ideología se podía reencontrar a través de la lectura. Pero ¿y las prácticas? ¿De dónde venían?
A esta situación de discontinuidad histórica hay que añadir la situación discursiva de aquel tiempo, dominada por un consenso despolitizador que fagocitaba la crítica y neutralizaba el antagonismo. La ciudad de Barcelona era uno de los principales laboratorios de este uso de consenso ciudadano. En aquellos años, el discurso oficial y el discurso de la crítica se confundían y se mezclaban en una pasta dentro de la cual se hacía muy difícil distinguir entre un ellos y un nosotros. La cohesión social a la que aspiraba el modelo Barcelona, que había promovido acciones urbanas y de descentralización interesantes en la ciudad, tenía como su otra cara una gestión de los valores ciudadanos en la que se entrecruzaban dosis de democracia formal (participación, consultas, etc.) con elementos cada vez más claros de marketing y de estetización de la vida colectiva (por ejemplo con la campaña de renovación de fachadas Barcelona posa’t guapa). Eran tiempos de pensamiento único.
Pero lo que aprendimos muy bien en Barcelona es que el pensamiento único no se imponía como un dogma unilateral y represivo, sino bajo la forma de un consenso envolvente. Aún más incuestionable que el dogma, el consenso se impone como aquella obviedad de la que resulta imposible escapar porque no deja puntos de ruptura. Como pasaría con el Fórum de las Culturas más adelante, ¿quién podía estar en contra de sus supuestos valores, que eran la promoción de la paz, la sostenibilidad y la diversidad?
“El consenso es la censura cuando todo se puede decir” colgó, finalmente, durante unas horas en la balconada de la Plaza Catalunya y unos meses después, para sorpresa nuestra, se convirtió en el estribillo de una canción llena de rabia y de fuerza del grupo musical madrileño Hechos contra el Decoro. Era una frase que nos alertaba acerca de una censura que podía pasar desapercibida. A nosotros, a diferencia de nuestros padres y abuelos, no nos tachaban las palabras, no nos cortaban las películas ni nos prohibían libros ni canciones. Por lo menos en ese momento. Teníamos otro tipo de jaula […].
ESPACIOS DE VIDA
“Hay cosas que, si llegan, cambian del todo la relación con la vida colectiva: el trabajo, la enfermedad y los hijos. En mi caso, las tres llegaron una tras otra entre los años 2000 y 2007. El cáncer de mi madre, que murió en 2002 tras dos años de tratamiento, el inicio de mi trabajo en la Universidad de Zaragoza en 2003 y la llegada de mis hijos mellizos en 2007. Fueron tres oleadas que alteraron profundamente el compás de mi implicación con los colectivos, con el día a día de los acontecimientos y con la ciudad.
El idilio durante el cual había podido compaginar a pleno rendimiento el activismo y mi vida de estudiante de doctorado con beca se cerró de golpe. La simbiosis perfecta entre el estudio y la acción, entre la soledad de día y las reuniones y encuentros por la noche, entre mi habitación y el local de la calle Aurora, entre los libros y la calle, entre el amor y la amistad, entre el yo y el nosotros pasó a tener el tiempo pautado y limitado.
Empezaba la disociación de tiempos y espacios de vida. Por un lado, sabía que la beca de doctorado era una tregua de cuatro años que difícilmente podría prolongar, porque el tipo de filosofía a la que me empezaba a dedicar no estaba entre los temas prioritarios que obtenían financiación extra a través de los programas de investigación competitivos. Contaba, pues, con que a partir de 2002 tendría que trabajar. Lo que no podía imaginar es que la vida laboral me llevaría hasta Aragón, primero a Teruel, durante dos cursos, y después a Zaragoza. Por otro lado, lo que aún podía imaginar menos es que con cincuenta y cuatro años mi madre enfermaría y que dos años después, nos dejaría.
Mi generación no fue todavía la del consumismo desaforado y de los viajes low cost. Gran parte de nosotros no fuimos de Erasmus, como mucho hicimos un Inter Rail, y disfrutamos de un ocio bastante austero. Habíamos nacido durante la primera mitad de los años setenta y nuestros padres habían sufrido la crudeza de la posguerra. No teníamos de todo. Pero sí que crecimos con la idea de la disponibilidad total del tiempo de nuestras vidas. Quizá éste fue el sentido de la libertad que nos transmitieron los padres de la posguerra: que la vida era para vivirla plenamente. No atarnos era nuestra consigna. No nos inquietaba el empleo y menospreciábamos a los que habían estudiado pensando en “las salidas”, el dinero, la seguridad y el éxito. No pensábamos aún en tener hijos. Teníamos recursos para tirar adelante con muchos proyectos, que siempre aparecían de alguna manera. No teníamos grandes necesidades pero sí mucho tiempo y mucho margen. Las primeras experiencias laborales y el encuentro inesperado con las ataduras de los cuidados fueron, pues, por lo menos para mí, experiencias inesperadas y contradictorias.
Leí las primeras noticias sobre la cumbre de Seattle contra la Organización Mundial del Comercio desde el hospital, donde realizaban las pruebas iniciales a mi madre. Eran los primeros días de diciembre de 1999. Esa Navidad sabríamos ya qué teníamos entre manos, pero mientras tanto las dos leíamos con entusiasmo y sorpresa lo que llegaba de esa extraña y utópica ciudad norteamericana de la que ni siquiera sabíamos pronunciar bien el nombre. Con Seattle, los colores de sus manifestaciones y el contrapunto negro de su black block, se abrió una conexión con el mundo que ampliaba y a la vez relacionaba entre sí fenómenos, realidades y colectivos que poco tiempo antes ni siquiera se conocían. Desde el sofá verde del hospital, veíamos como mil cuatrocientas organizaciones diversas convocaban aquellas movilizaciones que bloquearon la ciudad durante días.
[…] Los dos años clave del movimiento antiglobalización los pasé yendo y viniendo del hospital a las asambleas, de casa de mi madre al local de la calle Aurora, de los despachos de los médicos a las okupaciones de calles y de universidades. No podía alargar los tiempos tras las asambleas y reuniones, ni pude sumarme a ninguna de las caravanas que en esos meses salieron hacia Praga, hacia Florencia o hacia las fronteras europeas. A pesar de la insatisfacción y la rabia por no poder vivir del todo lo que estaba ocurriendo, me llevé de esa contradictoria situación un aprendizaje personal y político fundamental: que no siempre se puede estar presente ni disponible y que por lo tanto hay que aprender a compartir y a confiar en los demás desde la distancia. Lo colectivo no es solamente aquello que directamente hacemos con otros, sino la posibilidad de que lo que otros hacen y deciden sea expresión de un nosotros capaz de acoger nuestras ausencias. Aprendí, pues, a no estar sin dejar de estar. Y a saber estar en la retaguardia sin desvincularme.
[…] El trabajo y los hijos hacen desaparecer de la vida colectiva a muchos compañeros y compañeras, quizá porque no encuentran cómo conjugar el dentro-fuera, la intermitencia, la complicidad en la interrupción, la disociación de mundos, el vínculo intermitente pero persistente. “O una cosa o la otra”: parece que a veces sólo quede rendirse a esta evidencia. Pero es una falsa evidencia. La vida es conjugable, siempre que no se pretenda hacerlo todo a la vez y mal. Frente a la frustración del “no llego a todo”, prefiero la perseverancia del “no pretendo vivirlo todo a cada momento”. Suena a autoayuda, pero es todo lo contrario, porque no se trata de una receta de gestión del propio yo, sino de una condición para no dejar de mantenernos juntos como podemos estarlo todo el rato. Y esta condición es irrenunciable si no queremos entregar la vida política a los profesionales, ya sea a los profesionales de la política, ya sea a los intelectuales profesionales.