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La esperanza de renovación democrática-comunista de Praga del 68, los tanques soviéticos y las discusiones de la izquierda que hoy se repiten tontamente en la defensa de la dictadura de Ortega en Nicaragua

Salvador López Arnal :: 20.08.18

Para los y las sandinistas que apuestan y luchan actualmente por la esperanza socialista transformadora junto a su pueblo, así como los compañeros venezolanos y bolivianos que son tratados de imperialistas como aquellos gloriosos checos que fueron masacrado por los tanques soviéticos. La estupidez no tiene fronteras ni cronología.

20-08-2018
Praga, agosto de 1968
La aniquilación de una esperanza de renovación democrático-comunista

Salvador López Arnal
Rebelión

Para los y las comunistas que apostaron y lucharon por aquella esperanza socialista transformadora.
Para György Lukács (1885-1971), in memoriam y ad homorem.

Estimado camarada Aczél:
Considero mi deber comunista informarle de que no puedo estar de acuerdo con la solución de la cuestión checa y dentro de esta con la posición del MXZMP [Comité Central del Partido húngaro]. Como consecuencia de esto debo retirarme de mi participación en la vida pública húngara de los últimos tiempos.
Espero que el desarrollo húngaro no conduzca a una situación tal que el estatuto de la organización marxista húngara nuevamente me obligue a la reclusión intelectual de las últimas décadas.
Ruego informar sobre el contenido de esta carta al camarada Kádár.
Con saludos comunistas, György Lukács [Budapest, 24 de agosto de 1968 ]

En una conferencia impartida en Barcelona en 1991 en el marco de unas jornadas sobre “Las razones del socialismo”, Kiva Lvóvich Maidánik (1929-2006), un “guevarista genuino y convencido” ha escrito de él Néstor Kohan, señaló que la tragedia que entonces se estaba viviendo, la caída del mal llamado “socialismo (ir)real” y la desintegración de la URSS, era “la vuelta al revés”, consecuencia histórica de un revés mucho más profundo y real que le había sobrevenido a la Revolución de Octubre a finales de los años veinte, y “de ese fracaso y vergüenza eterna para nosotros que fue el pisotear, aplastar con nuestros tanques, la revolución más prometedora y socialista de la segunda mitad de siglo en la Praga del 68”.

No le faltaban razones ni, por supuesto, indignación al intelectual latinoamericanista, al gran revolucionario moscovita expulsado del PCUS.

La conocida como “Primavera de Praga” fue una potente luz que irrumpió en oscuras y estancadas tinieblas, una verdadera y muy real esperanza de renovación democrático-comunista para la ciudadanía de los países de Europa del Este (Rumania, Polonia, Bulgaria, República Democrática Alemana, Hungría, la URSS, la propia Checoslovaquia) y para importantes sectores de las clases trabajadoras y populares y los partidos comunistas y socialistas de Europa Occidental y de muchos otros países del mundo en aquel rebelde, irreverente y esperanzador 1968.

La historia es conocida, un breve resumen [1].

A finales de diciembre de 1967, se reunió el Pleno del Comité Central [CC] del Partido Comunista checoslovaco [PCCH]. Se produjo allí una confrontación abierta entre la dirección oficial representada por Antonin Novotny y el colectivo encabezado por el secretario general del Partido en Eslovaquia, Alexander Dubcek, la primera gran disputa que desde los años ‘20 se declaraba en el seno del CC del PCCH. Un profundo enfrentamiento político sobre temas en absoluto secundarios.

El Pleno no llegó a acuerdos en aquel primer encuentro. Se convocó otra reunión extraordinaria para el 3 de enero de 1968. Tras un prolongado y profundo debate, una nueva dirección encabezada por Dubcek tomó democráticamente las riendas del partido ese día. La primavera -y con ella las finalidades democrático-socialistas, renovadas y reforzadas- adelantaba su presencia en Praga.

De este trasfondo surgió, y amplió sus fuerzas, un fuerte movimiento ciudadano partidario de un nuevo estilo político, de nuevos contenidos programáticos, un movimiento que apostaba por una mayor proximidad entre el decir y el hacer, entre nuevas palabras y acciones creíbles. Las reuniones del CC del PCCH entre octubre y diciembre de 1967 habían sido el preludio. La crisis había tenido previamente tres grandes momentos: un congreso de intelectuales que exigió la puesta en práctica de las libertades políticas que (por supuesto) reconocía la propia Constitución socialista del país; las manifestaciones estudiantiles del campus de Strahov y, finalmente, el tenaz e inteligente enfrentamiento de los comunistas reformadores con los sectores más inmovilistas, inflexibles, cerrados y escasamente receptivos del partido.

El comunicado de la sesión extraordinaria del Comité Central de 5 de enero no era extenso en explicaciones pero apostaba con claridad por la democratización popular del país.

Poco después se levantó la censura, se garantizaron los derechos políticos y la libertad de expresión y asociación. Las luces y los focos democráticos iluminaron también otros ámbitos. Se produjeron importantes transformaciones en el funcionamiento interno de la propia organización del PCCH. Se restableció el voto secreto, se situó a un representativo CC por encima del secretariado y del politburó, y se acordó que el Presídium, el máximo órgano de la organización, debía estar formado por miembros del partido que no desempeñaran cargos gubernamentales de carácter general.

El Parlamento volvió a adquirir funciones de control y vigilancia de los órganos del poder ejecutivo y la administración. La policía política fue disuelta. Las fuerzas policiales vieron limitadas sus funciones a la defensa del Estado y a la persecución, controlada institucionalmente, de los grupos y ciudadanos que atentaran contra su seguridad.

¿Cómo concebían Dubcek y sus seguidores ese sistema político alternativo que debía responder a la nueva situación? La sustancia de la democracia socialista, ésta era la noción empleada, el punto nodal de su Programa de Acción “enteramente recorrido por el esfuerzo de expresar lo mejor posible la relación entre democracia y socialismo, dándoles contenidos plenos y concretos”, residía en el hecho de ser patrimonio inmediato y directo de toda la ciudadanía, en que el poder político y las tomas de decisiones estuvieran situados no sólo en las instituciones y organismos políticos sino también “articulándose y desarrollándose en todos los campos de la vida social”. La democracia socialista, una real democracia de base diríamos tal vez en estos momentos, debía ser un sistema político en el que cada trabajador-ciudadano tuviera una determinada posición, con sus garantías y derechos, un sistema que debía ofrecerle la posibilidad plena de determinar autónomamente y sin restricciones su futuro. En síntesis, una libertad republicana de orientación y práctica socialistas. “La victoria de la verdad, que es la causa del socialismo”, era una afirmación esencial (esta vez en serio) del Programa de Acción. El cantautor comunista alemán Wolf Biermann lo expresó así (“En Praga está la Comuna de París”):

El comunismo vuelve a tomar en sus brazos/ a la libertad y le hace un hijo que ríe. / Sin los elefantes de la burocracia, la vida/ se libera de la explotación y del poder de los déspotas. / Volemos a respirar, camaradas. Nos reímos/ desterrando la podrida tristeza de nuestro pecho. / ¡Amigos, somos más fuertes que las ratas y los dragones!/ Y lo habíamos olvidado y lo supimos siempre.

El programa de renovación no fue aceptado por la dirección política de la URSS, aunque, como el propio Dubcek no dejó nunca de señalar, lo que se pretendía básicamente era introducir reformas para reforzar el socialismo en el interior del país, sin alterar las relaciones con Moscú ni cuestionar la pertenencia y adhesión de Checoslovaquia a organizaciones del bloque socialista como el Pacto de Varsovia. Todo ello, además, bajo la dirección de un Partido que nunca pensó romper o alterar sus relaciones con otras organizaciones comunistas afines, fueran cuales fueran sus diferencias políticas, históricas y analíticas.

Sin apenas tiempo para desarrollarse, la “Primavera de Praga” fue vista con aprensión y rechazo en Moscú [2]. Cuando Leónidas Brézhnev, el entonces máximo dirigente de la URSS, visitó Praga en febrero de 1968, forzó a Dubcek a que cambiara uno de sus discursos. Las presiones sobre la dirección política checoslovaca fueron múltiples, fuertes y crecientes. El Kremlin intentó que fueran los propios dirigentes del partido quienes frenaran o anularan el proceso de transformación.

En mayo de 1968, mientras se celebraban en la propia Checoslovaquia maniobras militares del Pacto de Varsovia, se diseñó un primer plan de agresión. Dos meses más tarde, 14 y 15 de julio de 1968, l os partidos comunistas de la URSS, Polonia, Bulgaria, Hungría y la RDA, los cinco países del Pacto que más tarde formaron parte de la invasión, se reunían en Varsovia. Del encuentro, surgió una larga carta de nueve folios dirigida “Al comité central del Partido Comunista Checoslovaco” en la que “los cinco partidos hermanos” manifestaban su preocupación por el desarrollo de la situación y apelaban a los peligros que el camino emprendido podía significar para el conjunto del bloque socialista. Añadían, en clamorosa e irresponsable inconsistencia, que no era su propósito intervenir en asuntos que interesaban exclusivamente a Checoslovaquia y al PCCH, ni pretendían violar los principios de independencia e igualdad de los países socialistas. Pero advertían con amenazas que los países de Europa del Este, incluyendo Checoslovaquia, estaban vinculados por tratados y acuerdos que no debían ni podían alterarse, propósito que, como se señaló, nunca pretendieron los dirigentes checoslovacos.

La dirección del PCCH intentó que se le escuchara. Querían conversar sobre las medidas que permitieran seguir consolidando la colaboración amistosa entre los pueblos respectivos, deseaban manifestar nuevamente su voluntad de asegurar y desarrollar las relaciones mutuas en el interés común de proseguir la lucha contra “el imperialismo, por la paz y la seguridad de las naciones, por la democracia y el socialismo”. Pero no fueron oídos, no pudieron convencerles.

A pesar de la inesperada reunión del Buró Político del PCUS y el Presídium del PCCH en la frontera checo-soviética, y de que la breve declaración de 1 de agosto de 1968 anunciaba que la entrevista entre ambas delegaciones se había realizado en una atmósfera de “camaradería, franca amistad, respeto mutuo y comprensión fraternal”; a pesar del posterior encuentro en Bratislava dos días más tarde de los dirigentes checoslovacos con representes de los cinco países del Pacto y de que en la “Declaración de los Partidos Comunistas y Obreros de los países socialistas” se afirmaba sin subterfugios que cada país debía construir el socialismo según sus peculiaridades nacionales, a pesar del mitin conjunto de Dubcek y Brézhnev en la plaza central de la capital eslovaca, y de los confiados “hurras” de decenas de miles de asistentes que creían que la ansiada reconciliación era un hecho, o que cuanto menos se había llegado a un compromiso por el que poder transitar autónomamente y sin riesgos, a pesar de todo ello, en contra de las apariencias y falsas declaraciones, la suerte y la condena ya estaban echadas hacía tiempo.

En agosto de 1968, los dirigentes renovadores del PCCH y el propio Dubcek, quien hacía poco había declarado a la televisión checoslovaca que los resultados de la cumbre socialista recientemente celebrada permitían sentirse confiados sobre la marcha “hacia el logro de nuestros objetivos socialistas y humanistas”, dieron otro paso adelante publicando en la prensa ciudadana los nuevos estatutos del partido que incluían conceptos nuevos como socialismo humanitario y democrático. Para los conservadores y temerosos dirigentes del PCUS y de partidos comunistas afines, e incluso para un sector del propio partido checoslovaco, las nuevas categorías, el nuevo lenguaje, eran indicio de traición, de claudicación, de abandono de principios, de inadmisible restauración de la cultura y los valores burgueses. De ahí, probablemente, la carta de 17 de agosto de 1968 (acaso forzada, probablemente un mero procedimiento de justificación), un texto escrito en ruso y firmada por cuarenta miembros de la dirección del partido y del estado checoslovaco, entre ellos Alois Indra, Drahomir Kolder, Oldrich Svestka, Antonin Kapek y Vasil Bilak, dirigida a la dirección del PCUS, y en la que se pedía “ayuda internacionalista” (¡ayuda internacionalista!) ante el rumbo que estaban tomando los acontecimientos.

No es improbable que, a pesar de las promesas y manifestaciones públicas, la dirección del PCCH temiera algún acontecimiento inesperado. Jugaron sus bazas, las pocas bazas que tenían a su alcance. Entre el 15 y el 17 de agosto una delegación rumana del más alto nivel (Rumanía se opuso a la invasión) visitó Checoslovaquia, firmando un nuevo acuerdo que ponía de manifiesto el esfuerzo del PCCH por “contrarrestar la tendencia a una retracción de la Comunidad que había aflorado a partir del encuentro de Dresde”. Al día siguiente, 18 de agosto, llegaba a Checoslovaquia el presidente Tito con una delegación de la Liga de los Comunistas yugoslavos. Quería defenderse la necesidad de independencia política de los países soberanos, las alianzas libres con partidos comunistas afines, la búsqueda de caminos de renovación no trillados, el apoyo a la comunidad de países socialistas y, seguramente, llamadas implícitas de atención por las amenazas entrevistas.

Mientras tanto, los tanques del Tratado de Varsovia cargaban sus depósitos. Danubio era el nombre en clave del plan de ocupación, el nombre del ataque militar diseñado, planeado y realizado en nombre del “socialismo y el internacionalismo”.

El 21 de agosto de 1968, TASS anunciaba la invasión: “ Los ejércitos del Tratado de Varsovia han entrado en territorio de la República Socialista checoslovaca de acuerdo con un grupo de miembros del Comité Central del PCCh, de la Asamblea Nacional y del Gobierno de esta misma República”. La carta anteriormente citada era la excusa. El modelo de los tanques de la invasión era el mismo que el usado, doce años antes, en la invasión de Budapest. “José Stalin”, JS-3, era el nombre con el que eran conocidos.

Tras la invasión, los ciudadanos praguenses llenaron las paredes de su ciudad con consignas que mostraban su indignación y sus posiciones político-ideológicas de fondo: “¡Lenin, despierta, Brézhnev se ha vuelto loco!”, “¡Socialismo, sí! ¡Ocupación, no! ¡Provocación, no!”, “¡Americanos, abandonad Vietnam; soviéticos, abandonad Checoslovaquia!”, “Vosotros tenéis los tanques, camaradas, nosotros tenemos las manos vacías, pero el derecho está de nuestra puerta”, “¿Por qué estáis aquí hermanos? ¡Os han engañado! ¡Somos nosotros, nuestro pueblo entero! ¡Nosotros somos la revolución!”

Entrevistado por Renzo Foa para L’Unità en 1988, veinte años después de aquella primavera que quiso asaltar los cielos de la equidad y la libertad, Alexander Dubcek comentó: “La distancia que nos separa del 68 y todo lo que ha ocurrido en la URSS y en los demás países socialistas en estos veinte años confirman que el socialismo ya no puede soportar los estereotipos, los modelos, la fosilización, el dogmatismo, el sectarismo”. Dubcek estaba convencido que el socialismo podía y debía ser un ordenamiento socio-político, económico y cultural capaz de comprender del modo más completo y total las necesidades y los intereses de las clases trabajadoras y de satisfacerlos. En su centro, añadía el jardinero y exdirigente comunista represaliado, “debe haber el máximo de humanismo, de ética y de moralidad. Socialismo, paz, igualdad de derechos, autorrealización del hombre y de las naciones, son conceptos que pertenecen a mi credo desde siempre. Y atribuyo una extraordinaria importancia universal a estos valores”.

La importancia universal de esos valores no ha perdido vigencia para muchos ciudadanos del mundo. Tampoco el dolor por la aniquilación manu militari de aquel hermoso sueño no quimérico, de aquel verdadero, necesario y real intento de renovación.

Uno de los defensores de aquella primavera, el filósofo, profesor y luchador antifascista español Manuel Sacristán (1925-1985), en aquel entonces expulsado de la universidad barcelonesa, lo expresó con claridad cuatro días después de la invasión, el mismo día que Lukács escribió la nota que encabeza este escrito, en una carta [3] que envió a su compañero de militancia en el PSUC, Xavier Folch:

[…] Tal vez porque yo, a diferencia de lo que dices de ti, no esperaba los acontecimientos, la palabra “indignación” me dice poco. El asunto me parece lo más grave ocurrido en muchos años, tanto por su significación hacia el futuro cuanto por la que tiene respecto de cosas pasadas. Por lo que hace al futuro, me parece síntoma de incapacidad de aprender. Por lo que hace al pasado, me parece confirmación de las peores hipótesis acerca de esa gentuza, confirmación de las hipótesis que siempre me resistí a considerar.

La cosa, en suma, le parecía al traductor de Dubcek (y amigo del novelista Alberto Méndez que también le tradujo) final de acto si no ya final de tragedia. Vendrían tiempos peores afirmaría un año después en una célebre entrevista publicada en Cuadernos para el diálogo.

Acertó plenamente. Llegaron veinte años más tarde. Una civilización alternativa que durante décadas fue una esperanza viva y real para millones de trabajadores y trabajadoras de todo el mundo se vino abajo, se desplomó completamente. Todo lo que no es sólido se desvanece en el aire.

A comienzos de los años noventa, señaló Michael Heinrich [4], tras el gran colapso soviético, “parecía que el capitalismo se había impuesto definitivamente a escala mundial como modelo económico y social sin alternativa posible”. Aunque siempre había habido, recordado el gran lector de Marx, muchas posiciones de izquierda que no veían en el mal llamado socialismo real soviético “la alternativa deseable al capitalismo, en ese momento tales diferencias ya no parecían importar”. Casi todo el mundo considerada que una sociedad más allá de la economía de mercado capitalista y la civilización del “color del dinero” era una absurda y criminal distopía completamente ajena a la realidad. En lugar de la protesta, recuerda Heinrich, se impusieron el conformismo y la resignación.

Pero los tiempos, de nuevo, han cambiado.

Hemos podido comprobar en estos últimos 25 años las dimensiones inconmensurables de aquel enorme error. La civilización del capital era y es contraria a la vida (y, por supuesto, a una vida buena) y al tiempo para el ocio y estudio, a la libertad ciudadana sustantiva, a la paz entre pueblos y estados, al necesario equilibrio con la Naturaleza, a la lucha contra injustas discriminaciones, a la eliminación de las apuestas fáusticas e incluso (y de manera creciente) a la misma existencia de la especie humana.

Necesitamos, debemos construir entre todas y todas, nuevas esperanzas, nuevas primaveras socialistas. Nos va la vida en ello.

Notas:

1) Para mayor detalle e información, Salvador López Arnal, La destrucción de una esperanza. Manuel Sacristán y la Primavera de Praga, Madrid, Akal, 2010. Prólogo de Santiago Alba Rico.

2) Una interesante y muy informada aproximación a las miradas y análisis historiográficos actuales en torno a la historia de la Unión Soviética, Sheila Fitzpatrick, “La Unión Soviética en el siglo XXI”. Sinpermiso, n º 16, 2018, pp. 75-98 (traducción de Lucas Antón).

3) Puede consultarse en Biblioteca de la Facultad de Economía y Empresa de la Universidad de Barcelona.

4) Michael Heinrich, Crítica de la economía política. Una introducción a El capital de Marx, Madrid, Guillermo Escolar, 2017, p. 11 (edición de César Ruiz Sanjuán)


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