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Cambiar el mundo sin tomar el poder. El significado de la revolución hoy II

John holloway :: 28.08.18

Segunda parte del libro de Holloway escrito con la inspiración de la lucha zapatista en México.

Capítulo 6 Anti-fetichismo y crítica

I
La teoría es, simplemente, parte de la lucha cotidiana por vivir con dignidad. La dignidad es la lucha por emancipar el hacer y liberar lo que existe en la forma de ser negado. Teóricamente, esto significa pelear por medio de la crítica para recuperar el hacer. Esto es lo que Marx entiende por ciencia.

II
La crítica es un ataque a la identidad. El grito contra las cosas tal corno son se convierte en interrogante. ¿Por qué existe tanta desigualdad en el mundo? ¿Por qué existen tantas personas desempleadas cuando hay tantas sobre empleadas? ¿Por qué existe tanta hambre en un mundo de tanta abundancia? ¿Por qué hay tantos niños viviendo en las calles?
Atacamos el mundo con la curiosidad obstinada de una niña de tres años pero con la diferencia, quizás, de que nuestros por qué son iracundos. Nuestro por qué demanda una razón. Nuestro por qué somete a aquello que existe al juicio de la razón. ¿Por qué tantos niños mueren a causa de enfermedades que tienen cura? ¿Por qué existe tanta violencia? Nuestro por qué va en contra de lo que es y le pide a lo que es que se justifique a sí mismo. Al comienzo, al menos, nuestro por qué ataca a la identidad y pregunta por qué lo que es ha llegado a ser asÍ. “Al comienzo, al menos”, porque pronto nuestro por qué se enfrenta al mismo problema que encuentra cualquiera que intenta satisfacer la curiosidad de una niña de tres años: el del regreso al infinito.
El problema del regreso al infinito reside en el corazón del pensamiento identitario. Es un problema inherente a la identidad. En un mundo compuesto por identidades particulares, ¿qué nos permite conceptualizarlas? Como hemos visto, la respuesta reside en la clasificación, en el agrupar las identidades particulares en clases. El problema está en que los conceptos clasificatorios son arbitrarios a menos que puedan ser validados por un discurso de tercer orden y éste, a su vez, por un’ discurso de cuarto orden, etcétera; por lo que, potencialmente, en la fundamentación teórica existe un regreso al infinito.
Resulta irónico que el pensamiento identitario, tan cimentado en la perspectiva del sentido común que sostiene que, por supuesto, X es X (como algo definitivamente verdadero), es incapaz de darse a sí mismo una base firme. Una y otra vez, contra la imposibilidad de brindar tales fundamentos firmes, han surgido intentos de mostrar que un sistema de clasificación puede tener una base racional. La búsqueda de una fundamentación racional para el pensamiento identitario conduce, inevitablemente, a algo dado irracional, a una cosa en sí que no puede ser explicada (Kant), a una “mano invisible” detrás del funcionamiento de la economía (Smith), a un espacio que está “oscuro y vacío” (Fichte). Cadel demostró que el intento promovido por Hilbert a comienzos del siglo veinte para probar que la matemática es un sistema coherente y no-contradictorio era imposible de cumplir. El resultado es, por supuesto, que, en general, el pensamiento identitario ha preferido no preocuparse por la racionalidad de su propio fundamento, dedicándose en cambio a incrementar la “exactitud” de sus propias disciplinas fragmentadas. “[…] Toda ciencia especial obtiene su ‘exactitud’ precisamente de esa fuente. La ciencia especializada deja en sí el sustrato material que le subyace en última instancia, lo deja CA en intacta irracionalidad (’improducido’, ‘dado’), con el objeto de poder operar sin obstáculos en el mundo así producido, cerrado y metódicamente puro, con categorías del entendimiento que son problemáticas en su aplicación, porque se aplican a una materia ‘inteligible’, y no al sustrato material real (ni siquiera el de la ciencia especial)”.212
Éste es el problema que revela nuestro por qué. Ante nuestro por qué, la identidad siempre intenta limitar el daño, recuperar, dar vuelta el interrogante en su propio beneficio, encerrar el ataque dentro de un marco identitario. Todos estamos familiarizados con esto. Es probable que un persistente “¿por qué hay tantos niños viviendo en las calles?” finalmente se enfrente con la repuesta en términos de “la ‘propiedad privada”, dada con la certeza de que es inmutable; o posiblemente con la respuesta de que” dios así lo dispuso”, dada con la certeza de que dios es quien es. Hasta es posible que se encuentre con otra más simple, más directa: “así son las cosas” o “lo que es, así debe ser”.
A menudo aceptamos esos límites. Aceptamos que la lucha implícita en nuestro por qué tiene límites. Peleamos por mejores condiciones dentro de la universidad pero no cuestionamos la existencia de esa institución. Peleamos por mejores condiciones de vivienda pero no necesariamente cuestionamos la existencia de la propiedad privada, algo tan fundamental para las condiciones de vivienda. Nuestra lucha tiene lugar dentro de un marco aceptado de que así-son-las-cosas. Sabemos que este marco limita o invalida parcialmente cualquier cosa que pudiéramos alcanzar, pero lo aceptamos a fin de obtener resultados concretos.
Aceptamos los límites de la identidad y, contradictoriamente, al hacerlo así los reforzamos. Pero supongamos que no aceptamos esos límites. Supongamos que persistimos en nuestro por qué de la misma manera en la que lo hace una obstinada niña de tres años. Una solución al problema del regreso al infinito aparece sólo cuando el ser se reconvierte en hacer. Decir que dios lo hizo así no es una verdadera transición del ser al hacer porque dios está inmutable y eternamente confinado dentro del ser: “Soy el que soy”. La única respuesta que puede sacamos del círculo de la identidad es la que señala a una creadora o un creador que cambia, que se crea a sí mismo en el proceso de creación. Esa respuesta es espantosa pero es la única base de la esperanza: existen tantos niños viviendo en las calles porque nosotros, los seres humanos, así lo hemos hecho. Somos los únicos creadores, los únicos dioses. Dioses culpables, dioses negados, dañados, esquizofrénicos, pero sobre todo dioses que pueden cambiarse a sí mismos. Y esa respuesta pone de cabeza todo el mundo. Nuestro hacer se convierte en el centro de toda comprensión.
En las primeras páginas de El capital, Marx aborda muy rápidamente este movimiento inicial del por qué, el movimiento del análisis crítico, de ese tratar de ir más allá de las apariencias. Partiendo de la mercancía y de su carácter contradictorio como un bien útil (valor de uso) y como objeto producido para el intercambio (valor de cambio), descubre que detrás de esta contradicción reside el carácter bifacético del trabajo alienado como trabajo útil o concreto (que crea valor de uso) y trabajo abstracto (que produce valor, el que aparece como valor de cambio en el intercambio). “Esa naturaleza bifacética del trabajo contenido en la mercancía […] es el eje en tomo al cual gira la comprensión de la economía política”. Devuelve rápidamente el ser de la mercancía al hacer y a su existencia como trabajo concreto y abstracto. La mercancía es tal porque la hemos hecho así. El eje es el hacer humano y la manera en la que está organizado. Pero entonces, nuestro por qué sufre un giro. Si somos los únicos creadores, ¿por qué estamos tan despojados de poder? Si somos tan poderosos, ¿por qué esas cosas que Son nuestros productos adquieren una vida independiente y nos dominan? ¿Por qué producimos nuestra propia esclavitud? ¿Por qué (nos sentimos tentados a responder “por dios”, aunque no hay dios sino que sólo somos nosotros) hicimos la sociedad de manera tal que millones de niños se ven forzados a vivir en las calles?
El por qué, que inicialmente intenta ir más allá de la apariencia de las cosas y descubrir su origen, ahora intenta recomponer esas apariencias y ver cómo su origen (el hacer humano) ocasiona su propia negación. La crítica adquiere un doble movimiento: un movimiento analítico y uno genético, un movimiento de ir más allá de las apariencias y un movimiento de trazar el origen o génesis del fenómeno criticado.
La idea de que la comprensión implica una crítica genética no comienza con Marx. Desde la época de Hobbes los filósofos han sostenido que comprender implica seguir el proceso de construcción de un fenómeno y que para el desarrollo de las matemáticas es básico que se “construya” una prueba. El filósofo del siglo diecioc1lo Giambattista Vico, formuló el vínculo entre conocer y hacer con particular fuerza cuando convirtió en su principio central la idea de que verum et factum convertuntur: la verdad y el hecho convergen, por lo tanto, sólo podemos conocer con certeza lo que hemos creado.
Un objeto de conocimiento sólo puede ser completamente conocido en la medida en que es la creación de un sujeto cognoscente. El vínculo entre conocimiento y creación es central para Hegel, para quien el sujeto-objeto del conocimiento-creación es el movimiento del espíritu absoluto, pero es con Marx que el principio verun factum adquiere toda su fuerza crítica. El conocimiento, en este sentido, es la reapropiación del objeto por parte del sujeto, la recuperación del poder-hacer. El objeto se nos enfrenta como algo separado de nosotros, algo que está afuera. El proceso del conocimiento es, por lo tanto, crítico: negamos la exterioridad del objeto y buscamos mostrar cómo nosotros, es decir, el sujeto, lo hemos creado. Vemos el dinero, por ejemplo, que nos enfrenta como una fuerza externa: para poder comprenderlo, criticamos su externalidad y tratamos de mostrar cómo, en realidad, el dinero es nuestro propio producto. Este tipo de crítica no necesariamente implica denuncia sino que va mucho más profundo. Cuestiona la existencia misma del objeto como tal. Estremece la objetividad en sus cimientos. La crítica, en este sentido, es el movimiento del anti-poder, el comienzo de la reunificación del sujeto y el objeto.
La crítica es central para todo el planteo de Marx. En su temprana Introducción a En torno a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel establece el punto claramente: “El fundamento de la crítica irreligiosa es: el hombre hace la religión; la religión no hace al hombre”. La crítica de la religión no es la crítica de sus acciones nocivas o de sus efectos perversos, sino de su existencia misma como religión. Es una crítica que emana de la exclusiva subjetividad de la humanidad. El objetivo de la crítica es recuperar la subjetividad perdida, recobrar lo negado. En la religión dios no se presenta a sí mismo como nuestra creación sino como un sujeto independiente que nos ha creado (como objeto). El objetivo de la crítica es invertir la subjetividad, restaurar la subjetividad donde debería estar, diciendo “nosotros somos el sujeto, somos nosotros los que hemos creado a dios”. La subjetividad de dios entonces se revela como el autoextrañamiento de la subjetividad humana. La crítica es un acto de acercar sujeto y objeto, es la afirmación de la centralidad de la creatividad humana. “La crítica de la religión desengaña al hombre para que piense, para que actúe y organice su realidad como un hombre desengañado y que ha entrado en razón, para que gire en torno a sí mismo y a su sol real. La religión es solamente el sol ilusorio en torno al hombre mientras éste no gira en torno a sí mismo”. El propósito de la crítica es restituir a los seres humanos a nuestro propio lugar como nuestro propio sol. Para el joven Marx es esencial desplazarse desde la “forma de santidad” del autoextrañamiento para “desenmascarar la autoenajenación en sus formas no santas. La crítica del cielo se convierte con ello en la crítica de la tierra, la crítica de la religión en la crítica del derecho, la crítica de la teología en la crítica de la política”.
Marx permaneció fiel a su propio proyecto. Para él, la “ciencia” no es conocimiento objetivo, correcto, sino más bien el movimiento de la crítica y, en consecuencia, el movimiento del anti-poder. La crítica no sólo trata de penetrar un fenómeno y analizarlo sino que trata, sobre todo, de ver cómo ha sido construido. “Parece justo comenzar por lo real y lo concreto, por el supuesto efectivo; así por ejemplo, en la economía, por la población que es la base y el sujeto del acto social de producción en su conjunto. Sin embargo, si se examina con mayor atención, esto se revela [como] falso. La población es una abstracción, si dejo de lado, por ejemplo, las clases de que se compone. Estas clases son, a su vez, una palabra vacía si desconozco los elementos sobre los cuales reposan, por ejemplo, el trabajo asalariado, el capital, etcétera. Estos últimos Suponen el cambio, la división del trabajo, los precios, etcétera. El capital, por ejemplo, no es nada sin trabajo asalariado, sin valor, dinero, precios, etcétera. Si comenzara, pues, por la población, tendría una representación [Vorstellung] caótica del conjunto y, precisando cada vez más, llegaría analíticamente a conceptos [Begriff] cada vez más simples; de lo concreto representado llegaría a abstracciones cada vez más sutiles hasta alcanzar las determinaciones más simples. Llegado este punto, habría que volver a reemprender el viaje de retorno, hasta dar de nuevo con la población, pero esta vez no tendría una representación caótica de un conjunto sino una rica totalidad con múltiples determinaciones y relaciones […] Este último es, manifiestamente, el método científico correcto. Lo concreto es concreto porque es la síntesis de múltiples determinaciones, por lo tanto, unidad de lo diverso. Aparece en el pensamiento como un proceso de síntesis, como resultado, no como punto de partida, aunque sea el efectivo punto de partida y, en consecuencia, el punto de partida de la intuición [Anschauung] y de la representación. En el primer camino, la representación plena es volatilizada en una determinación abstracta; en el segundo, las determinaciones abstractas conducen a la reproducción de lo concreto por el camino del pensamiento […] Pero esto no es de ningún modo el proceso de formación de lo concreto mismo.” “Las determinaciones más simples” sólo pueden entenderse como hacer (o la existencia bifacética del trabajo alienado): éste es ciertamente el eje, el punto de cambio que da sentido al hecho de volver a andar el camino.
El mismo punto es planteado repetidamente en El capital como, por ejemplo, en un conciso comentario en una nota a pie de página en la que Marx parte de la crítica de la tecnología y se desplaza hacia la crítica de la religión: “Es, en realidad, mucho más fácil hallar por el análisis el núcleo terrenal de las brumosas apariencias de la religión que, a la inversa, partiendo de las condiciones reales de vida imperantes en cada época, desarrollar las formas divinizadas correspondientes a esas condiciones. Este último es el único método materialista, y por consiguiente científico”.218 ¿Por qué Marx insiste en que este es el único método científico? Resulta claro que es teóricamente más exigente, pero ¿por qué importa? Además ¿cómo vamos a entender la conexión genética? El comentario sobre la crítica de la religión sugiere una respuesta. La referencia a descubrir “por el análisis el núcleo terrenal de las brumosas apariencias de la religión” es una referencia a Feuerbach y su argumento de que creer en la existencia de un dios es una expresión de la autoenajenación humana, que la autoenajenación humana, en otras palabras, es el “núcleo terrenal” de la religión. La segunda parte de la afirmación de Marx, “partiendo de las condiciones reales de vida imperantes en cada época, desarrollar las formas divinizadas correspondientes a esas condiciones”, se refiere a la propia crítica de Marx a Feuerbach, al hecho de que la autoenajenación no debe ser comprendida en un sentido abstracto sino práctico (y por lo tanto histórico). Feuerbach está en lo cierto cuando señala que dios es una creación humana (y no viceversa), pero el proceso de creación debe ser entendido prácticamente, sensorialmente. El concepto de “dios” debe entenderse como un producto del pensamiento humano y este pensamiento, a su vez, no es un acto individual ahistórico, sino un aspecto de la práctica social en ciertas condiciones históricas.
La crítica de Feuerbach tiene importantes consecuencias políticas. La religión presenta a los seres humanos como objetos, como seres creados por dios, el creador universal, la génesis de todas las cosas, la fuente de todo poder, el único Sujeto. La crítica de Feuerbach a la religión pone a los seres humanos en el centro del mundo, pero el ser humano de Feuerbach está atrapado en una autoenajenación atemporal. Los seres humanos son a la vez divinizados y presentados como seres impotentes. Una vez que se comprende la producción de dioses como una práctica social, histórica humana, los seres humanos ya no están más atrapados en un vacío atemporal de impotencia: se vuelve posible pensar en un tiempo de no enajenación, de condiciones histórico-sociales diferentes en las que estos ya no producirían dioses, ya no producirían su propia objetivación.
La crítica de Marx a los economistas políticos sigue el mismo patrón que su crítica a Feuerbach. En El capital, su atención se ha desplazado hacia un dios mucho más poderoso que el de la religión, el dios llamado Dinero (valor). El dinero, en el pensamiento cotidiano, se proclama a sí mismo como el dominador del mundo, como la única fuente de poder. Ricardo (tomando el lugar de Feuerbach) ha mostrado que esto no es así: ha descubierto “por el análisis” que el “núcleo terrenal de las brumosas apariencias” de la economía (la religión del dinero) es el trabajo humano como sustancia del valor. Sin embargo, Ricardo trata al valor de la misma manera en la que Feuerbach trata a dios: como una característica de la condición humana a temporal y ahistórica. “[…] Es indudable que la economía política ha analizado, aunque de manera incompleta, el valor y la magnitud de valor y descubierto el contenido oculto en esas formas. Sólo que nunca llegó siquiera a plantear la pregunta de por qué ese contenido adopta dicha forma; de por qué, pues, el trabajo se representa en el valor, de a qué se debe que la medida del trabajo conforme a su duración se represente en la magnitud del valor alcanzada por el producto del trabajo. A formas que llevan escrita en la frente su pertenencia a una formación social donde el proceso de producción domina al hombre, en vez de dominar el hombre a ese proceso, la conciencia burguesa de esa economía las tiene por una necesidad natural tan manifiestamente evidente como el trabajo productivo mismo”. El resultado es que Ricardo, como Feuerbach, pone a los seres humanos en el centro del mundo, pero deja a la humanidad atrapada en un vacío de impotencia atemporal e inalterable. Sólo vinculando la producción de valor y de dinero con la práctica humana histórica y social la crítica al Poder del Dinero (y a la impotencia de los seres humanos) se vuelve una teoría del anti-poder humano, de la práctica humana del anti-poder.
La crítica genética es, por lo tanto, crucial para la comprensión de los fenómenos existentes como fenómenos históricamente específicos y, en consecuencia, como fenómenos cambiables, como formas de las relaciones sociales. En una nota a pie de página incluida en el pasaje recién citado en el que Marx se refiere a la economía política afirma: “Precisamente en el caso de sus mejores expositores, como Adam Smith y Ricardo, trata la forma del valor como cosa completamente indiferente, o incluso exterior a la naturaleza de la mercancía. Ello no sólo se debe a que el análisis centrado en la magnitud del valor absorba por entero su atención. Obedece a una razón más profunda. La forma valor asumida por el producto del trabajo es la forma más abstracta, pero también la más general, del modo de producción burgués, que de tal manera queda caracterizado como el tipo particular de producción social y con esto, a la vez, como algo histórico. Si nos confundimos y la tomamos por la forma natural eterna de la producción social, pasaremos también por alto, necesariamente, lo que hay de específico en la forma de valor, y por lo tanto en la forma de la mercancía desarrollada luego en la forma de dinero, la de capital, etcétera”. La crítica genética posibilita la pregunta por la forma, nos ayuda a comprender que nuestro poder-hacer existe en la forma de la negación, nos señala la importancia fundamental de la cuestión de la fuerza y de la realidad de lo que existe en la forma de ser negado.
Estos ejemplos ponen de manifiesto que el método genético no es sólo cuestión de aplicar una lógica superior. A veces, se describe el método de Marx como si estuviera basado en la “derivación” lógica de las categorías (la categoría dinero de la categoría valor, la categoría capital de la categoría dinero, etc.). Esto es correcto pero, en la medida que se entienda la derivación o el vínculo genético puramente en términos lógicos, el núcleo del enfoque marxista es mal interpretado. La pretensión de que el método de Marx es científico no es la pretensión de que su lógica sea superior o más rigurosa, sino que sigue en el pensamiento (y, por lo tanto, forma parte conscientemente en) el movimiento del proceso del hacer. La génesis sólo puede ser entendida como génesis humana, como poder-hacer humano. El método de Marx es, sobre todo, importante políticamente.

III
La crítica, entendida como un movimiento analítico y genético, es el movimiento de desfetichización, la voz teórica del grito. La crítica es tanto destructiva como regenerativa. Es destructiva porque está dirigida implacablemente contra todo lo que es. Destruye la eseidad misma. Ninguna afirmación identitaria, ningún reclamo (ya sea de “izquierda”, de “derecha” o de “centro”) de que algo es algo, puede ser inmune a la fuerza destructiva de la crítica. Sin embargo, la crítica no es únicamente destructiva: la destrucción del ser es, al mismo tiempo, la recuperación del hacer, la restauración del poder-hacer humano. En la medida en que la crítica destruye aquello que niega, es también la emancipación de aquello que es negado. La crítica es emancipatoria en la medida en que es destructiva.
La recuperación del hacer es, por supuesto, sólo teórica. El ser que criticamos, la objetividad que criticamos, no es una mera ilusión, es una ilusión real. Existe una separación real entre el hacer y lo hecho, entre el sujeto y el objeto. Los objetos que creamos realmente nos enfrentan como algo ajeno, como cosas que son. La crítica genética implica la recuperación de nuestra subjetividad perdida, la comprensión de que aquellos objetos extraños son el producto de nuestra propia subjetividad autoalienada, pero los objetos no dejan de ser extraños sólo por nuestra crítica. Su objetividad no es el resultado de nuestra falta de comprensión sino del proceso autoalienado de trabajo que los produjo. Decir esto no es en absoluto minimizar la importancia de la teoría, sino remarcar lo obvio: la teoría sólo tiene sentido si se la comprende como parte de la lucha más general por la recuperación real del hacer.
En el contexto de esta lucha es importante enfatizar que el hacer que se recupera no es un hacer individual sino social. A fin de comprender la génesis del fenómeno, a fin de comprender el origen de las apariencias fetichizadas, siempre somos llevados de vuelta al hacer social y a la forma en la que existe. Comprender el origen del dinero, por ejemplo, no es cuestión de decir “x lo hizo”, sino de ver que el dinero es generado por la organización del hacer humano como trabajo alienado que produce mercancías. El dinero, así corno el valor, el Estado o el capital son, como señala Marx, formas de relaciones sociales, pero es crucial comprender que las relaciones sociales son relaciones entre hacedores, entre sujetos activos. El hacer recuperado por medio de la crítica genética es hacer social, es lo que hemos llamado “el flujo social del hacer”.
Este hacer social no es sólo algo en el pasado, es sustrato presente. Esto es de suma importancia para comprender la fuerza de nuestro grito. Lo que es negado, el hacer social, no sólo es el origen histórico del ser que niega ese hacer, es su sustrato presente del cual no puede escapar. La crítica genética del dinero (en el primer capítulo de El capital) no sólo señala su origen histórico: más bien revela la regeneración continua del dinero por medio de la existencia del hacer social como un trabajo alienado que produce mercancías. El dinero no podría existir si el hacer no existiera como trabajo abstracto.
La comprensión del fetichismo como fetichización vuelve claro el hecho de que esa génesis no sólo debe ser entendida como histórica sino sobre todo como presente. No preguntamos simplemente: “¿cómo surgieron el valor, el dinero o el Estado como formas de relaciones sociales?” sino más bien: “¿cómo surgen el valor, el dinero o el Estado como formas de relaciones sociales? ¿Cómo se quiebran y se recrean esas formas cada día? ¿Cómo creamos y recreamos esas formas cada día?”. Procediendo de nuestro grito, nos enfrentamos a un mundo que está fijo, un mundo de eseidad. La crítica quiebra esa fijeza primero mostrando que todos los fenómenos son formas, modos históricos de existencia de las relaciones sociales, y ahora mostrando que esas formas son altamente volátiles, inestables, que son constantemente desafiadas, quebradas, reformadas y desafiadas nuevamente.
El hacer revelado por la crítica genética no es una subjetividad pura. Es una subjetividad dañada, la única clase de subjetividad que conocemos. La crítica busca comprender los fenómenos sociales en términos de creatividad humana y las formas en las que esa creatividad existe. El hombre que hace la religión no es un hombre completo. Es un hombre enfermo, dañado, auto-alienado. “La religión es la auto conciencia y el autoconsentimiento del hombre que aún no se ha encontrado a sí mismo o ha vuelto a perderse… la religión es el suspiro de la criatura agobiada, el corazón de un mundo sin corazón, el espíritu de las condiciones carentes de espíritu.”223 De manera similar, en El capital Marx no deriva todas las categorías de la economía política de la creatividad humana sino más bien a partir de la existencia dual, auto-antagónica, auto-dividida de la creatividad humana en trabajo concreto y trabajo abstracto.
La crítica genética señala la exclusiva subjetividad de la humanidad. En ese sentido, es un grito grande y poderoso del poder-hacer: “Somos nosotros los que creamos la sociedad, no dios, no el capital, no el destino: por lo tanto nosotros podemos cambiarla”. Nuestro grito inicial de frustración comienza aquí a convertirse en un grito de anti-poder. Por otro lado, si nosotros creamos la sociedad de manera tal que nos enfrenta como algo extraño, si nosotros en tanto sujetos creamos una objetividad que no reconocemos como expresión de nuestra propia subjetividad, es porque entonces nosotros mismos estamos auto-enajenados, auto-alienados, vueltos contra nosotros mismos.
Existe una tendencia, quizás, en las críticas izquierdistas al capitalismo, a adoptar una moral altiva, a colocarnos por encima de la sociedad. La sociedad está enferma, pero nosotros estamos sanos. Sabemos lo que está mal en la sociedad, pero la sociedad está tan enferma que los otros no lo ven. Nosotros estamos en lo correcto, tenemos conciencia verdadera: aquellos que no ven que estamos en lo correcto son engañados por la sociedad enferma, están envueltos en falsa conciencia. El grito de enojo a partir del que comenzamos se convierte muy fácilmente en una denuncia santurrona de la sociedad, en un elitismo moralista.
Quizás deberíamos escuchar a los defensores de la realidad cuando vuelven nuestro grito en nuestra contra y nos dicen que estamos enfermos, que somos irrazonables, inmaduros, esquizofrénicos. ¿Cómo es posible que digamos que la sociedad está enferma y nosotros no? ¡Qué arrogancia! ¡Y qué sin sentido! Si la sociedad está enferma entonces por supuesto que nosotros también lo estamos, dado que no podemos permanecer por fuera de ella. Nuestro grito es un grito contra nuestra propia enfermedad que es la enfermedad de la sociedad, es un grito contra la enfermedad de la sociedad que es nuestra propia enfermedad. Nuestro grito no es contra una sociedad que está “allí afuera”: es igualmente un grito contra nosotros mismos, porque estamos conformados por la exterioridad de la sociedad, por el hecho de que la realidad está por fuera de nosotros y contra nosotros. Para el sujeto no tiene sentido criticar el objeto de manera santurrona cuando el sujeto es (y no es) parte del objeto criticado y, en cualquier caso, está constituido por su separación (y su no separación) respecto del objeto. Tal crítica santurrona supone y por lo tanto refuerza la separación entre objeto y sujeto que es, en primer lugar, la fuente de la enfermedad tanto del sujeto como del objeto. Es mejor, por lo tanto, suponer desde el comienzo que la crítica de la sociedad debe ser también lucha contra el “nosotros”, que no sólo estamos en contra del sino en el capitalismo. Criticar es reconocer que somos seres divididos. Criticar la sociedad es criticar nuestra propia complicidad en la reproducción de tal sociedad.
Comprender esto no debilita nuestro grito de ninguna manera. Por el contrario, lo intensifica, lo hace más urgente.

Capítulo 7 La tradición del marxismo científico

I

El concepto de fetichismo implica un concepto negativo de ciencia. Si las relaciones entre las personas existen como relaciones entre cosas, entonces el intento de comprender las relaciones sociales sólo puede proceder de manera negativa, yendo en contra y más allá de la forma en la que aparecen (y en la que realmente existen) esas relaciones sociales. La ciencia es crítica.
El concepto de fetichismo implica, por lo tanto, que existe una distinción radical entre la ciencia “burguesa” y la ciencia crítica o revolucionaria. La primera supone la permanencia de las relaciones sociales capitalistas y toma a la identidad como algo dado, en tanto que trata a la contradicción como una señal de inconsistencia lógica. La ciencia, desde esta perspectiva, es el intento por comprender la realidad. En el otro caso, la ciencia sólo puede ser negativa, sólo puede ser una crítica de la falsedad de la realidad existente. El objetivo no es comprender la realidad sino comprender (y por medio de la comprensión, intensificar) sus contradicciones como parte de la lucha por cambiar el mundo. Cuanto más comprendemos el carácter penetrante de la reificación, más absolutamente negativa de viene la ciencia. Si todo está impregnado de reificación, entonces absolutamente todo es lugar de lucha entre la imposición de la ruptura del hacer y la lucha crítico-práctica por la recuperación del hacer. Ninguna categoría es neutral. Para Marx, la ciencia es negativa. La verdad de la ciencia es la negación de la no verdad de las falsas apariencias. En la tradición marxista posterior a Marx, sin embargo, el concepto de ciencia pasa de negativo a positivo. La tradición marxista principal olvida casi por completo la categoría de fetichismo, tan importante para Marx. De ser la lucha contra la falsedad del fetichismo, la ciencia pasa a ser entendida como conocimiento de la realidad. Con la positivización de la ciencia el poder-sobre penetra en la teoría revolucionaria y la socava de manera mucho más efectiva de lo que lo hacen los agentes gubernamentales encubiertos que se infiltran en una organización revolucionaria.

II

Es conveniente ver la positivización de la ciencia como la contribución de Engels a la tradición marxista, aunque ciertamente resulta peligroso enfatizar de manera excesiva la diferencia entre Marx y Engels: el intento de adjudicar toda la culpa a Engels distrae la atención de las contradicciones que, indudablemente, estaban presentes en el propio trabajo de Marx.
El clásico alegato del carácter científico del marxismo en la tradición de su corriente principal está en El socialismo utópico y el socialismo científico de Engels, que probablemente hizo más que cualquier otro trabajo por definir el “marxismo”. En la tradición marxista la crítica al cientificismo a menudo toma la forma de una crítica a Engels pero, de hecho, la tradición “científica” está mucho más arraigada de lo que esa crítica sugeriría.
Ciertamente, ésta se encuentra expresada en algunos escritos del propio Marx (de manera más destacada en el Prefacio de 1859 a su Contribución a la crítica de la economía política) y se desarrolla en la era “clásica” del marxismo con escritores tan diversos como Kautsky, Lenin, Luxemburg y Pannekoek. Aunque es probable que los escritos de Engels tengan relativamente pocos defensores explícitos en la actualidad, la tradición que éste representa continúa proveyendo los supuestos implícitos e incuestionables sobre los que se basa gran parte de la discusión marxista. En las páginas que siguen nuestro interés principal no será determinar quién dijo qué sino poner de relieve los principales componentes de la tradición científica.
Al decir que el marxismo es “científico”, Engels quiere decir que se basa en una comprensión del desarrollo social tan exacta como la comprensión científica del desarrollo natural. El curso tanto del desarrollo humano como el del desarrollo natural se caracteriza por el mismo movimiento constante: “Si nos detenemos a pensar sobre la naturaleza, o sobre la historia humana, o sobre nuestra propia actividad espiritual, nos encontramos de primera intención con la imagen de una trama infinita de concatenaciones y mutuas influencias, en la que nada permanece siendo lo que era, ni cómo y en dónde era, sino que todo se mueve y cambia, nace y caduca. Esta concepción del mundo, primitiva, ingenua, pero en esencia acertada, es la de los antiguos filósofos griegos, y aparece expresada claramente, por vez primera, en Heráclito: todo es y no es, pues todo fluye, se halla en constante transformación, en incesan te nacimiento y caducidad”.225
La dialéctica es la conceptualización de la naturaleza y de la sociedad como existiendo en constante movimiento: “Concibe las cosas y sus imágenes conceptuales, esencialmente, en sus conexiones, en su concatenación, en su dinámica, en su proceso de génesis y caducidad […]. La naturaleza es la piedra de toque de la dialéctica, y las moderas ciencias naturales nos brindan como prueba de esto un nuevo acervo de datos extraordinariamente copioso y enriquecido cada día que pasa, demostrando con ello que en la naturaleza, en última instancia, todo sucede de un modo dialéctico y no metafísicamente”. A través de la dialéctica podemos alcanzar un entendimiento exacto del desarrollo natural y social: “Sólo siguiendo la senda dialéctica, sin perder jamás de vista las acciones y reacciones generales de la génesis y de la caducidad, los cambios de avance y retroceso, llegamos pues, a una concepción exacta del universo, de su desarrollo y del desarrollo de la humanidad, así como de la imagen por él proyectada en las cabezas de los hombres”. Para Engels, la dialéctica comprende el movimiento objetivo de la naturaleza y de la sociedad, un movimiento independiente del sujeto.
La tarea de la ciencia, entonces, es comprender las leyes del movimiento de la naturaleza y de la sociedad. El materialismo moderno, a diferencia del materialismo mecanicista del siglo dieciocho, es dialéctico: “El materialismo moderno ve en la historia el proceso de desarrollo de la humanidad, cuyas leyes dinámicas es misión suya descubrir. […] el materialismo moderno resume y compendia los nuevos progresos de las ciencias naturales, según las cuales la naturaleza tiene también su historia en el tiempo, y los mundos, así como las especies orgánicas que en condiciones propicias los habitan, nacen y caducan […]. Tanto en uno como en otro caso, el materialismo es esencialmente dialéctico”.228
Casi no es necesario destacar que la comprensión que tiene Engels del método dialéctico es extremadamente débil. Lukács atrajo sobre sí la cólera del partido al señalar esto en Historia y conciencia de clase: “Engels describe […] que la dialéctica es un constante proceso de fluyente transición de una determinación a otra […] y que, por lo tanto, hay que sustituir la causalidad unilateral y rígida por la interacción: pero la relación dialéctica del sujeto y del objeto en el proceso histórico no es aludida siquiera, y mucho menos, por tanto, situada en el centro de la consideración metodológica, como le correspondería. Mas sin esa determinación el método dialéctico -a pesar de toda la conservación, sólo aparente, por supuesto, en última instancia- de los conceptos ‘fluyentes’, etcétera, deja de ser un método revolucionario. La diferenciación respecto de la ‘metafísica’ no se busca ya en el hecho de que toda consideración metafísica del objeto, la cosa de la consideración, la deja necesariamente intacta, inmutada, y que, por lo tanto, la consideración misma es siempre y sólo contemplativa, no se hace práctica, mientras que para el método dialéctico el problema central es la transformación de la realidad”. La dialéctica, para Engels, se convierte en una ley natural, no en la razón de la revuelta, no en el “sentido consistente de la no identidad”, en el sentido de la fuerza explosiva de lo negado. No hay duda de que ésta es la razón por la que algunos autores, en su crítica a la tradición marxista ortodoxa, han estado preocupados por criticar la idea del método dialéctico en su totalidad.
Engels argumenta que el marxismo es científico porque ha comprendido las leyes de movimiento de la sociedad. Esta comprensión se basa en dos elementos claves: “Estos dos grandes descubrimientos: la concepción materialista de la historia y la revelación del secreto de la producción capitalista, mediante la plusvalía, se los debemos a Marx. Con esto, el socialismo se convierte en una ciencia, que sólo nos queda por desarrollar en todos sus detalles y concatenaciones”.231
En la tradición engelsiana que llegó a ser conocida como “marxismo”, la ciencia es entendida como la exclusión de la subjetividad: “científico” se identifica con “objetivo”. El alegato de que el marxismo es científico se hace para significar que la lucha subjetiva (la lucha de los socialistas hoy) encuentra apoyo en el movimiento objetivo de la historia. La analogía con la ciencia natural no es importante por la concepción de la naturaleza que le sirve de base sino por lo que dice acerca del movimiento de la historia humana. Tanto la naturaleza como la historia se ven como estando gobernadas por fuerzas “independientes de la voluntad humana”, fuerzas que pueden, por ende, ser estudiadas de manera objetiva.
La idea del marxismo como socialismo científico tiene dos aspectos. En la descripción de Engels existe una doble objetividad. El marxismo es el conocimiento objetivo, cierto, “científico”, de un proceso objetivo e inevitable. El marxismo es entendido como científico en el sentido de que ha comprendido correctamente las leyes del movimiento de un proceso histórico que tiene lugar de manera independiente de la voluntad humana. Todo lo que a los marxistas les queda por hacer es completar los detalles, aplicar la comprensión científica de la historia.
Resulta obvio el atractivo que tiene la concepción del marxismo como una teoría de la revolución científicamente objetiva para aquellos que han dedicado sus vidas a la lucha contra el capitalismo. No sólo proveyó una concepción coherente del movimiento histórico sino también un enorme apoyo moral: sin importar cuáles fueran los reveses sufridos, la historia estaba de nuestro lado. La enorme fuerza de la concepción engelsiana y la importancia de su papel en las luchas de aquel tiempo no deberían ser ignoradas. Al mismo tiempo, sin embargo, los dos aspectos del concepto de socialismo científico (conocimiento objetivo y proceso objetivo) plantean enormes problemas para el desarrollo del marxismo como una teoría de la lucha.
r- Si se entiende al marxismo como el conocimiento científico, correcto, objetivo, de la historia, entonces surge la pregunta: ¿quién lo dice así? ¿Quién tiene el conocimiento correcto y cómo lo obtuvo? ¿Quién es el sujeto de conocimiento? La idea del marxismo como “ciencia” implica una distinción entre aquellos que conocen y aquellos que no conocen, entre aquellos que tienen conciencia verdadera y aquellos que tienen falsa conciencia.
Esta distinción plantea inmediatamente problemas tanto epistemológicos como organizativos. El debate político comienza a estar concentrado en la cuestión de la “corrección” y de la “línea correcta”. Pero, ¿cómo sabemos nosotros (y cómo saben ellos) que el conocimiento de “los que saben” es correcto? ¿Cómo puede decirse que los conocedores (el partido, los intelectuales o quienes sean) han trascendido las condiciones de su espacio social y de su tiempo social de manera tal de haber obtenido un conocimiento privilegiado del movimiento histórico? Y lo que quizás es todavía más importante políticamente: si se va a plantear una distinción entre aquellos que conocen y aquellos que no, y si se considera que la comprensión o el conocimiento son importantes para la guía de la lucha política, entonces ¿cuál ha de ser la relación organizativa entre los conocedores y los otros (las masas)? ¿Están aquellos que poseen el conocimiento para liderar y educar a las masas (como en el concepto de partido de vanguardia) o una revolución comunista es necesariamente el trabajo de las masas mismas (tal como han sostenido los “comunistas de izquierda” como Pannekoek)?
El otro lado del concepto de marxismo científico, la idea de que la sociedad se desarrolla de acuerdo a leyes objetivas, también presenta obvios problemas para una teoría de la lucha. Si existe un movimiento objetivo de la historia que es independiente de la voluntad humana, entonces, ¿cuál es el papel de la lucha? ¿Están los que luchan simplemente cumpliendo con un destino humano que no controlan? ¿O es que la lucha es importante simplemente en los intersticios de los movimientos objetivos, al completar los espacios vacíos más pequeños o más grandes que deja abiertos el choque entre las fuerzas y las relaciones de producción? La idea de leyes objetivas abre una separación entre estructura y lucha. Mientras que la noción de fetichismo sugiere que todo es lucha, que no existe nada que esté separado del antagonismo de las relaciones sociales, la de “leyes objetivas” sugiere una dualidad entre, por un lado, un movimiento estructural objetivo de la historia independiente de la voluntad de las personas y, por el otro, las luchas subjetivas por un mundo mejor. La concepción de Engels nos dice que ambos momentos coinciden, que el primero apoya al segundo, pero no dejan de estar separados. Esta dualidad es la fuente de problemas teóricos y políticos sin fin en la tradición marxista.
La idea de Engels de que existe un movimiento objetivo de la historia hacia un fin otorga un papel secundario a la lucha. Ya sea que simplemente se considere que la lucha apoya al movimiento de la historia o que se le atribuya un papel más activo, en cualquier caso su significado deriva de su relación con el desarrollo de las leyes objetivas. Sin importar las diferencias de énfasis, desde esta perspectiva la lucha no puede ser vista como auto-emancipatoria: sólo adquiere significado en relación con la comprensión del fin. Entonces, el concepto de lucha en su totalidad es instrumental: es una lucha por alcanzar un fin, por llegar a alguna parte. La positivización del concepto de ciencia implica una positivización del concepto de lucha. La lucha como lucha-contra se metamorfosea en luchapor. La lucha-por es la lucha por crear una sociedad comunista, pero desde la perspectiva instrumentalista que implica el enfoque científico-positivo, la lucha se concibe como un paso a paso en el que la “conquista del poder” es el paso decisivo, el punto de apoyo de la revolución. La idea de la “conquista del poder”, entonces, lejos de ser un objetivo particular independiente, se encuentra en el centro de un enfoque completo de la teoría y de la lucha.

III

La consecuencia del análisis de Engels, que señala que la transición hacia el comunismo llegaría inevitablemente como resultado del conflicto entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción, no satisfizo a los teóricos-activistas revolucionarios de la primera parte del siglo veinte. Ellos insistieron en la importancia de la lucha activa por el comunismo, aunque conservaron buena parte del dualismo de la presentación engelsiana del marxismo.
Los problemas planteados por la separación dualista entre sujeto y objeto se pusieron en discusión en la turbulencia revolucionaria de comienzos del siglo pasado. De hecho todos los debates del período” clásico” del marxismo (el primer cuarto del siglo veinte, aproximadamente) tuvieron lugar sobre la base presupuesta de la interpretación” científica” del marxismo. A pesar de sus muy importantes diferencias políticas y teóricas, todos los teóricos principales del período compartieron ciertos supuestos comunes acerca del significado del marxismo: supuestos asociados con conceptos clave como “materialismo histórico”, “socialismo científico”, “leyes objetivas” o “economía marxista”.
Esto no quiere decir que no hubo desarrollo teórico. Quizás lo más importante es que la atención en este período de levantamientos se centró en la importancia de la acción subjetiva. Contra las interpretaciones que proponían “esperar y ver”, interpretaciones quietistas de la necesidad histórica favorecidas por el cuerpo principal de la Segunda Internacional, todos los teóricos revolucionarios de ese período (Luxemburg, Lenin, Trotsky, Pannekoek, etc.) enfatizaron la necesidad de una intervención revolucionaria activa. Pero en todos los casos este énfasis en lo subjetivo se consideró complementario (si no subordinado) al movimiento objetivo del capitalismo. Ahora que la crítica teórica a Engels como el “deformador” de Marx ha ganado tan amplia difusión, debiera enfatizarse que los supuestos del marxismo científico no sólo fueron aceptados por los reformistas de la Segunda Internacional sino por la mayoría, cuando no por todos, de los principales teóricos revolucionarios.
El concepto dualista del marxismo como ciencia tiene, como hemos visto, dos ejes: la idea de un proceso histórico objetivo y la de un conocimiento objetivo. Los problemas teórico-políticos conectados con estos dos ejes proveyeron la materia prima del debate teórico de este período.
El primero de estos ejes, el concepto de historia como un proceso objetivo independiente de la voluntad humana, fue el tema principal de la clásica defensa del marxismo de Rosa Luxemburg contra el revisionismo de Bernstein, en Reforma o revolución, publicado por primera vez en 1900, donde realiza sobre todo una defensa del socialismo científico. Para ella, comprender el socialismo como una necesidad histórica objetiva tenía una importancia central para el movimiento revolucionario. “La conquista más grande de la lucha obrera de clases durante el curso de su desarrollo, fue descubrir que la realización del socialismo nace de las relaciones económicas de la sociedad capitalista. He aquí por qué el socialismo, que para la humanidad fue durante miles de años ‘ideal’ irrealizable, ha llegado a constituir una necesidad histórica”.
Reflejando la distinción hecha por Engels entre socialismo científico y utópico, Luxemburg considera que la noción de necesidad histórica o económica es esencial para evitar la vacuidad de los eternos reclamos de justicia. Criticando a Bernstein, ella escribe: “‘¿Por qué derivar el socialismo de la necesidad económica? -pregunta [Bernstein]-. ¿Para qué degradar el raciocinio, la idea de la justicia, la voluntad de los hombres?’ (Vorwärts, 26 de marzo de 1899). La partición más justa que proclama Bernstein, ha de realizarse, pues, por voluntad activa y espontánea de los hombres, no forzada por la necesidad económica; o mejor aún, como quiera que la voluntad misma es un simple instrumento, por la fuerza de la discriminación de lo justo, es decir, por la idea de justicia. Y ya aquí hemos llegado, felizmente al principio de Justicia, a ese viejo corcel que vienen cabalgando, hace miles de años, todos los redentores de la humanidad, por falta de un medio de locomoción histórico más seguro. A este Rocinante maltrecho sobre el cual todos los Quijotes de la historia cabalgaron hacia una transformación del mundo, para finalmente no conseguir más que puñetazos y palos”.
De este modo, el carácter científico del marxismo es visto como su rasgo definitorio. Se dice que la base científica del socialismo descansa “principalmente y en forma harto conocida, en tres resultados del desarrollo capitalista, que son: el primero y principal, la anarquía creciente de su economía, la cual lo lleva a declinar irremediablemente; el segundo, en la progresiva socialización del proceso de producción, que marca los comienzos positivos del régimen social futuro, y el tercero, en la mayor conciencia de clase del proletariado y en su organización creciente [que constituye el factor activo] en la revolución que se avecina”.236
Para Luxemburg, el tercer elemento, el “factor activo” es importante: “El socialismo no surge espontáneamente de las luchas diarias de la clase trabajadora y bajo cualquier circunstancia. Es el resultado sólo de las contradicciones, mayores cada vez, de la economía capitalista, y del convencimiento, por parte de la clase obrera, de la necesidad de que estas contradicciones desaparezcan por una transformación social”. Así, al igual que todos los teóricos revolucionarios, aunque Luxemburg rechaza la interpretación quietista de la inevitabilidad del socialismo sostenida por muchos en el Partido Socialdemócrata Alemán, pone énfasis en la importancia de la acción subjetiva, pero sin cuestionar el trasfondo de la necesidad histórica y objetiva del socialismo. El socialismo será la consecuencia de: 1) tendencias objetivas y de 2) la comprensión subjetiva y la práctica. A la comprensión del marxismo como una teoría de la necesidad histórica del socialismo se le agrega la subjetividad; o, quizás de manera más precisa, el marxismo como teoría de la necesidad objetiva complementa y fortifica la lucha de clases subjetiva. Sin importar cómo se lo diga, existe la misma separación dualista entre lo objetivo y lo subjetivo: “el clásico dualismo de la ley económica y el factor subjetivo”.
El principal debate que se suscitó a partir de este dualismo fue el de la relación entre sus dos polos: entre la necesidad histórica y el “factor activo”. Los términos de la pregunta planteada por el socialismo científico ya sugieren un debate sin fin entre determinismo y voluntarismo, entre aquellos que atribuyen poca importancia a la intervención subjetiva y aquellos que la ven como crucia! La discusión, sin embargo, gira en torno al espacio a ser concedido al sujeto dentro de un marco objetivamente determinado. El espacio es esencialmente un espacio de intersticios y la discusión pasa por alto la naturaleza de dichos intersticios.
Sin importar cuál sea el peso atribuido al “factor activo”, el debate gira entorno a cómo alcanzar “el objetivo final” objetivamente determinado. Luxemburg abre su discusión contra Bernstein en Reforma o revolución acusándolo de abandonar el “objetivo final” del movimiento socialista. Luxemburg cita a Bernstein diciendo: “Para mí, el fin, sea cual sea, no es nada; el movimiento lo es todo”. A esto ella objeta: “El objetivo final es precisamente lo único concreto que establece diferencia entre el movimiento socialdemócrata, por un lado, y la democracia burguesa y el radicalismo burgués, por el otro; y como ello es lo que hace que todo el movimiento obrero, de una cómoda tarea de remendón encaminada a la salvación del orden capitalista, se convierta en una lucha de clases contra ese orden, buscando la anulación de este orden. Y, ¿cuál es el objetivo final para Luxemburg? “La conquista del poder político, la abolición del sistema de salario”.241
Según Luxemburg el objetivo, entonces, es realizar la revolución social por medio de la conquista del poder político. “Desde que existen las sociedades de clase, y las luchas de clases forman el contenido esencial de la historia social, la conquista del poder fue siempre el fin principal de todas las clases”. “Hay que mondar el fruto de la sociedad, quitándole la cáscara contradictoria que lo cubre, será una razón más para que sean necesarias, tanto la conquista del poder político por el proletariado, como la abolición total del sistema capitalista”. La lucha de clases es instrumental, siendo el objetivo “mondar el fruto de la sociedad, quitándole la cáscara contradictoria que lo cubre”. La lucha no es un proceso de autoemancipación que crearía una sociedad socialista (cualquiera que resulte ser) sino exactamente lo opuesto: la lucha es un instrumento para alcanzar un fin preconcebido que entonces proporcionaría libertad para todos.
En los debates clásicos del marxismo, el tema de la relación entre el “factor activo” y la “necesidad histórica” fue enfocado de manera más clara en las discusiones en torno al colapso del capitalismo. Esas discusiones tuvieron consecuencias políticas importantes pues se centraron en la transición del capitalismo al socialismo y, por lo tanto, en la revolución y en la organización revolucionaria (aunque las diferentes posiciones no siguieron una separación simple entre izquierda y derecha).
En un extremo estaba la posición habitualmente identificada con la Segunda Internacional y formulada más claramente por Cunow a fines de la década de 1890: dado que el colapso del capitalismo era el resultado inevitable del desarrollo de sus propias contradicciones, no había necesidad de una organización revolucionaria. Sin embargo, no todos los que sostenían que el colapso del capitalismo era inevitable llegaron a las mismas conclusiones. Para Luxemburg, como hemos visto, el colapso inevitable del capitalismo (que ella atribuía al agotamiento de las posibilidades de expansión capitalista en el mundo no-capitalista) era considerado como algo que brindaba apoyo a la lucha anticapitalista en lugar de ser algo que le restaba importancia a la necesidad de una organización revolucionaria.
La visión opuesta, la de que el colapso no era inevitable, también condujo a diversas conclusiones políticas. Para algunos (como Bernstein, por ejemplo), llevó al abandono de la perspectiva revolucionaria y a la aceptación del capitalismo como un marco dentro del cual podían obtenerse mejoras sociales. Para otros, como por ejemplo Pannekoek, el rechazo de la idea del carácter inevitable del colapso capitalista fue parte del énfasis puesto en la importancia de la organización revolucionaria: él sostuvo que el movimiento objetivo de las contradicciones capitalistas no conduciría al colapso sino a crisis cada vez más intensas, las que debían entenderse como oportunidades para que la acción subjetiva derrocara al capitalismo. Resulta interesante el hecho de que Pannekoek (el principal teórico del comunismo de izquierda o de los consejos, atacado por Lenin en El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo) aceptó, a pesar de todo el énfasis que puso en la importancia de desarrollar el “lado activo”, el marco del “materialismo económico” marxista como el análisis del movimiento objetivo del capitalismo. Su énfasis en el activismo no tomó la forma de un desafío a la interpretación objetivista de Marx, sino la de la afirmación de que era necesario complementar el desarrollo objetivo con la acción subjetiva.
El segundo eje del marxismo científico, la cuestión del conocimiento científico y de sus consecuencias organizativas, constituyó el núcleo de la discusión entre Lenin y sus críticos.
En la teoría leninista del partido de vanguardia, las consecuencias organizativas de la idea positiva de conocimiento científico se desarrollan al punto de crear una severa distinción organizativa entre los que conocen (aquellos que tienen conciencia verdadera) y los que no conocen (las masas, que tienen falsa conciencia). En el ¿Qué hacer?, donde expone la teoría del partido de vanguardia, Lenin plantea la cuestión de manera muy explícita. Después de discutir las limitaciones del movimiento huelguístico de la década de 1890, plantea su idea central acerca de la conciencia de clase y el socialismo: “Hemos dicho que los obreros no podían tener conciencia socialdemócrata. Ésta sólo podía ser introducida desde afuera. La historia de todos los países atestigua que la clase obrera, exclusivamente con sus propias fuerzas, sólo está en condiciones de elaborar una conciencia tradeunionista, es decir, la convicción de que es necesario agruparse en sindicatos, luchas contra los patronos, reclamar del gobierno la promulgación de tales o cuales leyes necesarias para los obreros, etcétera. En cambio, la doctrina del socialismo ha surgido de teorías filosóficas, históricas y económicas que han sido elaboradas por representantes instruidos de las clases poseedoras, por los intelectuales. Por su posición social, también los fundadores del socialismo científico contemporáneo, Marx y Engels, pertenecían a la intelectualidad burguesa. Exactamente del mismo modo, la doctrina teórica de la socialdemocracia ha surgido en Rusia independientemente en absoluto del crecimiento espontáneo del movimiento obrero, ha surgido como resultado natural e inevitable del desarrollo del pensamiento entre los intelectuales revolucionarios socialistas”.
Se ha sugerido (del Barco, 1980) que la clara separación entre teoría (desarrollada por los intelectuales burgueses) y experiencia (de los trabajadores) fue un reflejo de la historia particular del movimiento revolucionario ruso. Las propias referencias de Lenin, sin embargo, sugieren que sus ideas tienen una base más amplia dentro de la tradición marxista. Lenin cita tanto a Engels como a Kautsky in extenso. Particularmente significativo resulta el pasaje de un artículo de Kautsky, citado con evidente aprobación: “Por cierto, el socialismo como doctrina, tiene sus raíces en las relaciones económicas actuales, exactamente igual que la lucha de clases del proletariado, y lo mismo que ésta, se deriva aquél de la lucha contra la miseria y la pobreza de las masas, miseria y pobreza que el capitalismo engendra; pero el socialismo y la lucha de clases surgen paralelamente y no se deriva el uno de la otra; surgen de premisas diferentes. La conciencia socialista moderna puede surgir únicamente sobre la base de un profundo conocimiento científico. En efecto, la ciencia económica contemporánea constituye una premisa de la producción socialista lo mismo que, pongamos por caso, la técnica moderna, y el proletariado, por mucho que lo desee, no puede crear la una ni la otra; ambas surgen del proceso social contemporáneo. Pero no es el proletariado el portador de la ciencia sino la intelectualidad burguesa [subrayado por K.K.]: es del cerebro de algunos miembros aislados de esta capa de donde ha surgido el socialismo moderno, y han sido ellos los que lo han transmitido a los proletarios destacados por su desarrollo intelectual, los cuales lo introducen luego en la lucha de clases del proletariado, allí donde las condiciones lo permiten. De modo que la conciencia socialista es algo introducido desde afuera (von aussen Hineingetragenes) en la lucha de clases del proletariado y no algo que ha surgido espontáneamente (urwüchsig) de ella. De acuerdo con esto, ya el viejo programa de Hainfeld decía, con toda razón, que es tarea de la socialdemocracia el infundir al proletariado la conciencia de su situación (literalmente: llenar al proletariado de ella) y de su misión. No habría necesidad de hacerlo, si esta conciencia derivara automáticamente de la lucha de clases”.
La cita de Kautsky aclara que el problema central no radica en las particularidades de la tradición revolucionaria rusa: dejando de lado cuán importantes pudieran haber sido dichas peculiaridades, adjudicar a ellas los problemas del leninismo libera de la responsabilidad a la corriente principal del marxismo. El tema central es más bien el concepto de ciencia o de teoría que fue aceptado por la corriente principal del movimiento marxista. Si se entiende la ciencia como un conocimiento de la sociedad objetivamente “correcto”, entonces se infiere que aquellos que tienen más probabilidad de alcanzar un conocimiento tal serán los que tengan mayor acceso a la educación (entendida como por lo menos potencialmente científica). Dada la organización de la educación en la sociedad capitalista, éstos serán miembros de la burguesía. La ciencia, consecuentemente, sólo puede llegar al proletariado desde afuera. Si el movimiento hacia el socialismo se basa en la comprensión científica de la sociedad, entonces debe ser conducido por los intelectuales burgueses y por aquellos “proletarios destacados por su desarrollo intelectual”, a quienes ellos han transmitido su conocimiento científico. Entendido de esta manera, el socialismo científico es la teoría de la emancipación del proletariado pero, ciertamente, no de su auto-emancipación. La lucha de clases se entiende instrumentalmente, no como un proceso de auto-emancipación sino como la lucha para crear una sociedad en la que el proletariado sería emancipado: he aquí papel central de “conquistar el poder”. Todo el sentido que tiene la conquista del poder es el de ser un medio para liberar a los otros. Es el medio por el cual los revolucionarios con conciencia de clase, organizados en el partido, pueden liberar al proletariado. En una teoría en la que la clase trabajadora es un ellos distinto de un nosotros que somos conscientes de la necesidad de la revolución, la idea de “tomar el poder” es simplemente la articulación que une el ellos al nosotros.
La genialidad de la teoría leninista del partido de vanguardia, entonces, fue que desarrolló hasta su conclusión lógica las consecuencias organizativas del concepto engelsiano de socialismo científico. De ser un concepto negativo en Marx (la ciencia como la negación de las apariencias fetichizadas), en Engels la ciencia pasa a ser algo positivo (el conocimiento objetivo de un proceso objetivo), de manera tal que entonces “lo no científico” denota la ausencia de algo: ausencia de conocimiento, ausencia de conciencia de clase. La pregunta que Marx nos deja (¿cómo podemos, quienes vivimos contra y en relaciones sociales fetichizadas, negar ese fetichismo?) se invierte para convertirse en “¿cómo pueden los trabajadores adquirir conciencia de clase?”. “Es simple -responde Lenin-, dado que su conciencia está limitada a conciencia sindical, la conciencia verdadera sólo puede provenir desde afuera, desde [nosotros] los intelectuales burgueses”. Se pierde la inconveniente pregunta acerca de la fuente material de la conciencia intelectual burguesa, dado que sólo se la ve como la adquisición del conocimiento científico.
La práctica marxista entonces se convierte en una práctica de llevar conciencia a los trabajadores, de explicarles, de decirles dónde residen sus intereses, de iluminarlos y educarlos. Esta práctica, tan ampliamente establecida en los movimientos revolucionarios de todo el mundo, no sólo tiene sus raíces en la tradición autoritaria del leninismo sino también en el concepto positivo de ciencia establecido por Engels. El conocimiento acerca-de es poder-sobre. Si se entiende la ciencia como el conocimientoacerca-de, entonces inevitablemente existe una relación jerárquica entre aquellos que tienen este conocimiento (y que por lo tanto acceden a la “línea correcta”) y aquellos (las masas) que no lo tienen. La tarea de aquel1os-que-están-en-el-conocimiento es conducir y educar a las masas. No se trata de que el marxismo científico simplemente reproduce la teoría burguesa: es claro que la perspectiva es la del cambio revolucionario, que el punto de referencia es una sociedad comunista. El marxismo científico introduce nuevas categorías de pensamiento, pero las entiende de manera positiva. El carácter revolucionario de la teoría es entendido en términos de contenido y no en términos de método; en términos de qué, no en términos de cómo. Así, por ejemplo, “clase trabajadora” es una categoría central, pero se la toma para hacer referencia, a la manera de la sociología burguesa, a un grupo definible de personas en lugar de al polo de una relación antagónica. De manera similar, al Estado se lo ve como el instrumento de la clase dominante en lugar de vérselo como un momento en la fetichización general de las relaciones sociales; y categorías tales como “Rusia”, “Gran Bretaña”, etcétera, no son cuestionadas en absoluto. El concepto de teoría revolucionaria es demasiado tímido. La ciencia revolucionaria es entendida como la prolongación de la ciencia burguesa en lugar de ser considerada como un quiebre radical con ella.
El concepto engelsiano de ciencia implica una práctica política monológica. El movimiento del pensamiento es un monólogo, la transmisión unidireccional de conciencia del partido hacia las masas. Un concepto que comprende la ciencia como crítica del fetichismo, en cambio, conduce (o debería conducir) a un concepto más dialógico de la política, simplemente porque todos estamos sujetos al fetichismo y porque la ciencia es sólo parte de la lucha contra la ruptura entre el hacer y lo hecho, una lucha en la que todos estamos involucrados de maneras diferentes. La comprensión de la ciencia como crítica conduce más fácilmente a una política de diálogo, a una política de hablar-escuchar en lugar de sólo hablar.
El gran atractivo del leninismo está, por supuesto, en que abre camino en lo que hemos llamado el dilema trágico de la revolución. Lenin solucionó el problema de cómo podían hacer una revolución aquellos a los que les faltaba conciencia de clase: por medio del liderazgo del partido. El único problema es que ésta no era la revolución que nosotros (o ellos) queríamos. La segunda parte de la oración “tomaremos el poder y liberaremos al proletariado” no fue, y no podía ser, ejecutada.

IV

El concepto de socialismo científico ha dejado una impronta que se extiende más allá de aquellos que se identifican con Engels, Kautsky o Lenin. La separación entre sujeto y objeto que este concepto implica continúa dando forma a la manera en la que se entiende el capitalismo en buena parte del debate marxista moderno. En esta forma moderna, a veces se habla del socialismo científico como de “estructuralismo”, pero el impacto de la posición “científica” no se limita a aquellos que se reconocerían a sí mismos como estructuralistas. Más bien, la separación” científica” entre sujeto y objeto es expresada en toda una serie de categorías y campos de estudio especializados que son desarrollados por personas que no se sienten afectadas en ningún sentido por la crítica a Engels o al estructuralismo moderno. Es importante, por lo tanto, tener alguna idea de cuánto el marxismo moderno ha sido marcado por los supuestos del socialismo científico.
La característica básica del socialismo científico es su supuesto de que la ciencia puede identificarse con la objetividad, con la exclusión de la subjetividad. Esta objetividad científica, como hemos visto, tiene dos ejes o puntos de referencia. Se entiende la objetividad como haciendo referencia al curso del desarrollo social: hay un movimiento histórico que es independiente de la voluntad de las personas. También se la toma para hacer referencia al conocimiento que nosotros (los marxistas) tenemos de este movimiento histórico: el marxismo es el descubrimiento” correcto” de las leyes objetivas del movimiento que gobiernan el desarrollo social. En cada uno de esos dos ejes, la objetividad da forma a la comprensión tanto del objeto como del sujeto.
Aunque el concepto de marxismo científico tiene consecuencias para la comprensión tanto del sujeto como del objeto, en la medida en que se identifica la ciencia con la objetividad, se privilegia el objeto. El marxismo, en esta concepción, se transforma en el estudio de las leyes objetivas del movimiento de la historia en general y del capitalismo en particular. El papel del marxismo en relación con la lucha de la clase trabajadora es proporcionar una comprensión del marco dentro del cual la lucha tiene lugar. De manera típica, los marxistas ciertamente no toman como punto de partida una negación de la importancia de la lucha de clases sino su suposición, lo que virtualmente viene a ser lo mismo: la lucha de clases deviene un “por supuesto” , un elemento tan obvio que, simplemente, se lo puede considerar dado y la atención se dirige al análisis del capitalismo. En el análisis de la historia y, especialmente, del capitalismo, a la “economía marxista” le corresponde un papel especial. Dado que se considera que la fuerza conductora del desarrollo histórico se encuentra situada en la estructura económica de la sociedad, dado que (como planteó Engels) la clave del cambio social se encuentra en la economía y no en la filosofía, el estudio marxista de la economía es central para entender el capitalismo y su desarrollo.
Desde esta perspectiva, El capital de Marx es el texto clave de la economía marxista. Se lo entiende como el análisis de las leyes de movimiento del capitalismo, basado en el desarrollo de las categorías centrales de valor, plusvalía, capital, ganancia, tendencia decreciente de la tasa de ganancia, etcétera. AsÍ, las recientes discusiones en la economía marxista se han concentrado en la validez de la categoría valor, en el “problema de la transformación” (concerniente a la transformación marxiana del valor en precio), en la validez de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia y en las distintas teorías de la crisis económica. Como en la discusión que se desarrolla en la corriente principal de pensamiento económico, se dedica mucha atención a la definición de términos, al establecimiento de definiciones precisas para “capital constante”, “capital variable”, etcétera. Ciertamente, la comprensión de El capital como un libro de economía es apoyada por algunos de los comentarios del propio Marx, pero debe mucho a la influencia de Engels. Éste, responsable de la edición y la publicación de los volúmenes II y 11I de esa obra después de la muerte de Marx, fomentó a través de su edición y de sus comentarios una cierta interpretación del trabajo marxiano como un texto de economía. En los diez años que se-” pararon la publicación del volumen II (1884) de la del volumen III (1894), por ejemplo, promovió la llamada “competencia premiada de ensayos” para ver si otros autores podían anticipar la solución marxiana al “problema de la transformación”, el problema de la relación cuantitativa entre valor y precio, centrando así la atención en la comprensión cuantitativa del valor. En un apéndice que escribió al volumen III sobre la “La ley del valor y la tasa de ganancia”, no presenta al valor como una forma de las relaciones sociales específicas de la sociedad capitalista sino como una ley” que tiene vigencia económica general por un período que se extiende desde el comienzo del intercambio que transforma los productos en mercancías […] un período de cinco a siete milenios”. Fue a través de la interpretación de Engels que se presentaron al mundo los últimos volúmenes de El capital. Como Howard y King plantearon: “Él condicionó la manera en la que las sucesivas generaciones de socialistas vieron la economía marxista, tanto en sus ediciones de los escritos de Marx como en lo que dejó sin publicar”.
Para los marxistas de la primera parte del siglo veinte, la economía marxista fue la piedra angular de toda la estructura del marxismo científico, la que proporcionó la certeza que fuera el apoyo moral crucial para sus luchas. En tiempos más cercanos ha continuado desempeñando un papel central en el debate marxista y ha adquirido recientemente la importante dimensión de ajustarse también a la estructura de las disciplinas universitarias: muchos académicos han llegado a ver a la economía marxista como una escuela particular (aunque desviada) dentro de la más amplia disciplina de la economía.
La característica distintiva de la economía marxista es la idea de que el capitalismo puede entenderse en términos de ciertas regularidades (las llamadas leyes del movimiento del desarrollo capitalista). Estas últimas hacen referencia al regular (pero contradictorio) modelo de reproducción del capital, y la economía marxista se centra en el estudio del capital y de su reproducción contradictoria. La naturaleza contradictoria de esta reproducción (variadamente entendida en términos de tendencia decreciente de la tasa de ganancia, sub consumo o desproporcionalidad entre los diferentes sectores de la producción) se expresa en crisis periódicas y en una tendencia a largo plazo a la intensificación de dichas crisis (o al colapso del capitalismo). En este análisis del capitalismo, la lucha de clases no desempeña una parte directa. Generalmente, se supone que el papel de la economía marxista es explicar el marco dentro del cual esta lucha tiene lugar. La lucha de clases es intersticial: completa los espacios vacíos que deja el análisis económico, no determina la reproducción o la crisis del capitalismo sino que afecta las condiciones bajo las cuales la reproducción y la crisis tienen lugar. Así, por ejemplo, los marxistas de izquierda de la primera parte del siglo veinte, como ya hemos visto, sostuvieron que la lucha de clases era esencial para convertir la crisis del capitalismo en revolución: se veía a la lucha de clases como un ingrediente que debía agregarse a la comprensión del movimiento objetivo del capital.
La comprensión de la economía marxista como un enfoque alternativo a una disciplina particular (la economía) sugiere la posibilidad de complementarla con otras disciplinas marxistas como, por ejemplo, la sociología y la ciencia política marxistas.256 La sociología marxista ha sido desarrollada en años recientes, en parte en respuesta a los pedidos de cursos marxistas dentro de las estructuras disciplinarias de las universidades. Esta disciplina se centra principalmente en el tema de la clase y en el análisis de las estructuras de clase, en tanto que la ciencia política marxista tiene al Estado como su interés principal. Ninguno de estos enfoques disciplinarios está tan bien desarrollado como la economía marxista, pero ambos parten de la misma comprensión básica de la obra de Marx y de la tradición marxista, según la cual El capital es un estudio de economía que ahora necesita ser complementado (dado que Marx no tuvo tiempo de hacerlo) con estudios similares de la política, la sociedad, etcétera.
Lo que todas estas modernas ramas disciplinarias del marxismo tienen en común y lo que las une con el concepto subyacente de marxismo científico es el supuesto de que el marxismo es una teoría de la sociedad. En una teoría de la sociedad, el teórico busca observar a la sociedad de manera objetiva y comprender su funcionamiento. La idea de una “teoría de” sugiere una distancia entre el teórico y el objeto de la teoría. La idea de una teoría de la sociedad se basa en la supresión del sujeto o (lo que nos lleva al mismo resultado) en la idea de que el sujeto cognoscente puede situarse por fuera del objeto de estudio, de que puede observar a la sociedad humana desde una posición ventajosa en la Luna, por decirlo así. Sólo sobre la base de este posicionamiento del sujeto cognoscente como algo externo a la sociedad estudiada puede plantearse el conocimiento de la ciencia como objetividad.
Una vez que se entiende al marxismo como una teoría de la sociedad se lo puede ubicar junto con otras teorías de la sociedad, se lo puede comparar con otros enfoques teóricos que tratan de comprender a la sociedad. Por medio de esta comparación, el énfasis recae en la continuidad entre el marxismo y las teorías de la corriente principal de la ciencia social en lugar de recaer en la discontinuidad. AsÍ, se ve a Marx, el economista, como un discípulo crítico de Ricardo o a Marx, el filósofo, como un discípulo crítico de Hegel y Feuerbach; en la sociología marxista han habido discusiones con respecto a la necesidad de enriquecer al marxismo con los aportes de Weber; en la ciencia política marxista, especialmente en los escritos de algunos (que alegan que su inspiración deriva de Gramsci), se supone que el propósito de una teoría del Estado es comprender la reproducción de la sociedad capitalista.
La comprensión del marxismo en términos de disciplina o como una teoría de la sociedad conduce de manera casi inevitable a la adopción de las preguntas planteadas por las disciplinas de la corriente principal de pensamiento o por otras teorías de la sociedad. La pregunta central planteada por la corriente principal de la ciencia social es: ¿cómo entendemos el funcionamiento de la sociedad y la manera en que las estructuras sociales se reproducen a sí mismas? El marxismo, en tanto se entiende como una teoría de la sociedad, busca dar respuestas alternativas a esas preguntas. Aquellos autores que buscan en Gramsci una manera de procurar un camino para salir de las crudas ortodoxias de la tradición leninista han sido particularmente activos en tratar de desarrollar el marxismo como teoría de la reproducción capitalista, poniendo énfasis en la categoría de “hegemonía” como explicación de cómo se mantiene el orden capitalista.
Sin embargo, los intentos de usar las propias categorías de Marx para desarrollar una teoría de la reproducción capitalista son siempre problemáticos en la medida en que las categorías del marxismo derivan de una pregunta bastante diferente, que no se basa en la reproducción del capitalismo sino en su destrucción, que no se basa en la positividad sino en la negatividad. El uso de las categorías marxistas para responder las preguntas de la ciencia social inevitablemente implica una nueva interpretación de esas categorías: por ejemplo, una nueva interpretación, del valor como categoría económica o de clase como categoría sociológica. El intento de utilizar las categorías marxistas para construir una economía o una sociología alternativas siempre es problemático, no porque implique una desviación respecto del “verdadero significado” o del “verdadero marxismo”, sino porque las categorías no siempre se prestan a tal reinterpretación. Así, con frecuencia esas reinterpretaciones han dado origen a un considerable debate y a un cuestionamiento de la validez de las categorías mismas. Por ejemplo, una vez que el valor se reinterpreta como la base para una teoría del precio pueden surgir dudas (y han surgido) acerca de su relevancia; una vez que se entiende” clase trabajadora” como una categoría sociológica que describe a un grupo identificable de personas, pueden surgir dudas acerca de la importancia de la categoría “lucha de clases” para entender la dinámica del desarrollo social contemporáneo. La integración del marxismo en la ciencia social, lejos de proporcionarle un hogar seguro, en realidad socava la base de las categorías que los marxistas utilizan.
La comprensión del marxismo como una teoría de la sociedad da origen a un tipo particular de teoría social que puede describirse como funcionalista. En la medida en que el marxismo enfatiza las regularidades del desarrollo social y las interconexiones entre los fenómenos como partes de una totalidad social, se presta con mucha facilidad a una visión del capitalismo como una sociedad relativamente plácida que se autorreproduce, en la que cualquier cosa necesaria para la reproducción capitalista automáticamente sucede. Por un giro extraño, el marxismo, una teoría de la destrucción de la sociedad capitalista, deviene una teoría de su reproducción. La separación de la lucha de clases respecto de las leyes de movimiento del capitalismo conduce a una separación entre la revolución y la reproducción de la sociedad capitalista. Esto no necesariamente significa que se abandona la idea de revolución: efectivamente, se la puede desechar (en nombre del realismo), pero a menudo simplemente se la da por sentada (de la misma manera que la lucha de clases se da por sentada en muchos análisis marxistas) o se la relega al futuro. Así, en el futuro habrá revolución, pero entre tanto funcionan las leyes de la reproducción capitalista. En el futuro habrá una ruptura radical, pero entre tanto podemos tratar al capitalismo como una sociedad que se autorreproduce. En el futuro la clase trabajadora será el sujeto del desarrollo social, pero entre tanto el capital domina. En el futuro las cosas serán diferentes, pero entre tanto podemos tratar al marxismo como una teoría funcionalista, en la que las “exigencias del capital”, frase que aparece frecuentemente en las discusiones marxistas, pueden ser tomadas como una explicación adecuada de lo que sucede o de lo que no sucede. El énfasis en la reproducción, combinado con un análisis de la reproducción como dominación de clase, conduce a una visión de la sociedad en la que rigen las reglas del capital y prevalece su voluntad (o sus exigencias). La ruptura, entonces, si es que la idea se mantiene, sólo puede ser vista como algo externo, como algo que es incorporado desde afuera.
El funcionalismo, o el supuesto de que la sociedad debería entenderse en términos de su reproducción, inevitablemente impone un cierre al pensamiento. Impone límites a los horizontes dentro de los que puede conceptualizarse una sociedad. En el funcionalismo marxista no se excluye la posibilidad de un tipo diferente de sociedad sino que se la relega a una esfera diferente, a un futuro. El capitalismo es un sistema cerrado hasta: hasta que llegue el gran momento del cambio revolucionario. Consecuentemente la actividad social se interpreta dentro de los límites impuestos por este encierro. La relegación de la revolución a una esfera distinta conforma el modo en el que se entienden todos los aspectos de la existencia social. Las categorías se entienden como cerradas en lugar de entendérselas como categorías que estallan con la fuerza explosiva de sus propias contradicciones, como categorías que contienen lo incontenible. Aquello que podría ser (el subjuntivo, lo negado) está subordinado a lo que es (el indicativo, lo positivo que niega)… por lo menos hasta.
Por más vueltas que se le dé, el concepto de marxismo científico basado en la idea de una comprensión objetiva de un curso objetivo de la historia se enfrenta a objeciones teóricas y políticas insuperables. Teóricamente, la exclusión de la subjetividad del teórico es una imposibilidad: los teóricos, ya sean Marx, Engels, Lenin o Mao, no pueden ver la sociedad desde fuera, no pueden parase en la Luna. Incluso algo más perjudicial: la subordinación teórica de la subjetividad conduce a la subordinación política del sujeto respecto del curso objetivo de la historia y de aquellos que alegan tener una comprensión privilegiada de ese curso.

V

La tradición del “marxismo científico” es ciega al tema del fetichismo. Si se toma al fetichismo como punto de partida, entonces el concepto de ciencia sólo puede ser negativo, crítico y autocrítico. Si las relaciones sociales existen en la forma de relaciones entre cosas, es imposible decir “tengo conocimiento de la realidad”, simplemente porque las categorías por medio de las cuales uno la aprehende, son categorías históricamente específicas que son parte de esa realidad. Sólo podemos proceder por medio de la crítica, criticando la realidad y las categorías por medio de las cuales aprehendemos la realidad. La crítica inevitablemente significa auto crítica.
En la tradición del marxismo científico la crítica no desempeña un papel central. Ciertamente existe crítica en el sentido de denuncia de los males del capitalismo; pero no existe crítica en el sentido de la crítica genética de la identidad. Estar ciego al fetichismo es tomar las categorías fetichizadas como son, tomar las categorías fetichizadas sin cuestionar el pensamiento propio.
En ninguna parte de la tradición del marxismo ortodoxo esta ceguera ha sido más desastrosa que en el supuesto de que podía verse al Estado como el punto central del poder social. Un marxismo ciego al problema del fetichismo es inevitablemente un marxismo fetichizado.
El núcleo del marxismo ortodoxo es el intento de poner la certeza de nuestro lado. Este intento implica un malentendido fundamental: la certeza sólo puede estar del otro lado, del lado de la dominación. Nuestra lucha es inherente y profundamente incierta. Esto es así porque la certeza sólo es concebible sobre la base de la reificación de las relaciones sociales. Sólo en la medida en que las relaciones sociales toman la forma de relaciones entre cosas es posible hablar de las “leyes del movimiento” de la sociedad. Las relaciones sociales no fetichizadas, auto-determinadas no estarían limitadas por las leyes. La comprensión de la sociedad capitalista como determinada por las leyes es válida en la medida en que, pero sólo en la medida en que, esas relaciones entre las personas estén realmente cosificadas. Si sostenemos que el capitalismo puede entenderse completamente por medio del análisis de sus leyes de movimiento, entonces al mismo tiempo decimos que las relaciones sociales están completamente fetichizadas. Pero si las relaciones sociales están completamente fetichizadas, ¿cómo podemos concebir la revolución? El cambio revolucionario no puede concebirse como siguiendo un camino de certeza porque la certeza es la negación misma del cambio revolucionario. Nuestra lucha es una lucha contra la reificación y por lo tanto contra la certeza.
El gran atractivo del marxismo ortodoxo sigue siendo su sencillez. Proporcionó una respuesta al dilema revolucionario: una respuesta equivocada, pero por lo menos fue una respuesta. Guió al movimiento revolucionario hacia grandes conquistas que, al final, no fueron conquistas en absoluto sino derrotas espantosas. Si, en cambio, abandonamos las confortables certezas de la ortodoxia, ¿con qué nos quedamos? ¿No queda entonces nuestro grito reducido a un recurso auto-decepcionante e infantilmente inocente de la idea de justicia? ¿No volvemos, como Luxemburg nos advirtió de manera burlona “a este Rocinante maltrecho sobre el cual todos los Quijotes de la historia cabalgaron hacia una transformación del mundo, para finalmente no conseguir más que puñetazos y palos”?
No. Volvemos más bien al concepto de revolución como una pregunta, no como una respuesta.

Capítulo 8

El sujeto crítico-revolucionario

I
¿Quiénes somos nosotros, los que criticamos?
En el curso del debate hemos pasado de una primera descripción del nosotros como un compuesto dispar del autor y los lectores de este libro, a hablar del nosotros como el sujeto crítico. Pero entonces, ¿quiénes somos nosotros, el sujeto crítico?
No somos dios. No somos un Sujeto trascendente, transhistórico, que se sienta a juzgar el curso de la historia. No somos omniscientes. Somos personas cuya subjetividad es parte del barro de la sociedad en que vivimos, somos moscas atrapadas en una telaraña
¿Quiénes somos, pues, y cómo podemos criticar? La respuesta más obvia es que nuestra crítica y nuestro grito surgen de nuestra experiencia negativa de la sociedad capitalista, del hecho de que estamos oprimidos, de que somos explotados. Nuestro grito proviene de la experiencia de la diariamente repetida separación entre el hacer y lo hecho, una separación experimentada más intensamente en el proceso de la explotación pero que impregna cada aspecto de la vida.

II
Nosotros, entonces, somos la clase trabajadora: aquellos que creamos y cuya creación (tanto el objeto creado como el proceso de creación) nos es arrebatada. ¿O no lo somos?
La mayor parte de las discusiones sobre la clase trabajadora se basan en la suposición de que las formas fetichizadas están pre-constituidas. Se considera que la relación entre el capital y el trabajo (o entre el capitalista y la clase trabajadora) es una relación de subordinación. Sobre esta base, comprender la lucha de clases implica, en primer lugar, definir la clase trabajadora y, en segundo lugar, estudiar si lucha y cómo.
Desde este enfoque, la clase trabajadora, en cualquiera de las definiciones, está definida sobre la base de su subordinación al capital: porque está subordinada al capital (como el conjunto de trabajadores asalariados o de productores de plusvalía) se la define como clase trabajadora. En verdad, sólo porque se supone a la clase trabajadora como pre-subordinada puede llegar a plantearse la cuestión de la definición. La definición simplemente pone cerrojos a un mundo que se supone cerrado. Una vez definida, la clase trabajadora es identificada como un grupo particular de personas. Los socialistas, entonces, tratan a la “clase trabajadora” como un concepto positivo y a la identidad de la clase trabajadora como algo apreciado, en tanto la consolidación de esa identidad es parte de la lucha de clase contra el capital. Existe, por supuesto, el problema de qué hacer con aquellas personas que no caen dentro de las definiciones de clase trabajadora o de clase capitalista, pero esto se trata por medio de una discusión suplementaria acerca de cómo definir a estas otras personas, si como nuevos pequeños burgueses, como “salariat”, como clase media o lo que sea. Este proceso de definición o clasificación es la base de infinitas discusiones sobre movimientos de clase y de no-clase, sobre lucha de clases y “otras formas” de lucha, sobre “alianzas” entre la clase trabajadora y otros grupos, etcétera.
A partir este enfoque definicional de la clase surgen todo tipo de problemas. En primer lugar, está la cuestión de la “pertenencia”. ¿Nosotros, que trabajamos en las universidades, “pertenecemos” a la clase trabajadora? ¿”Pertenecían” Marx y Lenin a esa clase? ¿Los rebeldes de Chiapas son parte de la clase trabajadora? ¿Y las feministas? ¿Pertenecen a esta clase los activistas del movimiento homosexual? ¿Y la policía? En cada caso existe un concepto de una clase trabajadora pre-definida, a la que estas personas pueden pertenecer o no.
Una segunda consecuencia resultante de definir la clase es la definición de las luchas que se sigue. A partir de la clasificación de las personas implicadas se derivan ciertas conclusiones acerca de las luchas en las cuales ellas están involucradas. Aquellos que definen a los rebeldes zapatistas como no formando parte de la clase trabajadora extraen de allí ciertas conclusiones sobre la naturaleza y las limitaciones del levantamiento. A partir de la definición de la posición de clase de los participantes se sigue una definición de sus luchas: la definición de clase define el antagonismo que quien define percibe o acepta como válido. Esto conduce a un estrechamiento de miras en la percepción del antagonismo social. En algunos casos, por ejemplo, la definición de la clase trabajadora como el proletariado urbano directamente explotado en las fábricas, combinada con la evidencia de la proporción decreciente de la población que cae dentro de esta definición, ha llevado a las personas a la conclusión de que la lucha de clases ya no es relevante para comprender el cambio social. En otros, la definición de la clase trabajadora y por ende de su lucha, ha llevado, de alguna manera, a una incapacidad para relacionarse con el desarrollo de nuevas formas de lucha (el movimiento estudiantil, el feminismo, el ecologismo, etc.)
Al definir a la clase trabajadora se constituye a sus integrantes como un ellos. Aun si decimos que somos parte de la clase trabajadora, lo hacemos tomando distancia de nosotros mismos y clasificándonos a nosotros o al grupo al cual “pertenecemos” (estudiantes, profesores universitarios, etc.).
El nosotros gritamos a partir del cual comenzamos se convierte en un ellos luchan.
El marco para el enfoque definicional de la clase es la idea de que el capitalismo es un mundo que es; desde una perspectiva de izquierda resulta claro que no debería ser y que puede ser que no siempre sea, pero por el momento es. Esta perspectiva ciertamente brinda un medio para describir los conflictos que existen entre las dos clases (conflictos sobre salarios, sobre condiciones de trabajo, sobre derechos sindicales, etc.). Sin embargo, si el marco es el de un mundo identitario, el de un mundo que es, entonces no hay posibilidad de una perspectiva que trascienda este mundo. O la idea de revolución debe ser abandonada o el elemento trascendente, revolucionario debe ser importado bajo la forma de un deus ex machina, habitualmente un partido. Volvemos a la distinción de Lenin entre conciencia sindical y conciencia revolucionaria, con la diferencia de que ahora vemos que la atribución de conciencia sindical a la clase trabajadora se infiere de la perspectiva teórica identitaria (que Lenin compartía) más que del mundo que es y no es. Lo que en este caso se ve está más configurado por los anteojos utilizados que por el supuesto objeto en observación.

III
Sin embargo, si no partimos del supuesto del carácter fetichizado de las relaciones sociales, si más bien suponemos que la fetichización es un proceso y que la existencia es inseparable de la constitución, entonces ¿cómo cambia nuestra visión de la clase?
La clase, como el Estado, el dinero o el capital, debe ser entendida como proceso. El capitalismo es la siempre renovada generación de la clase, la siempre renovada clasificación de las personas. Marx puso muy en claro este punto en su discusión acerca de la acumulación en El capital: “El proceso capitalista de producción, considerado en su interdependencia o como proceso de reproducción, pues, no sólo produce mercancías, no sólo produce plus valor, sino que produce y reproduce la relación capitalista misma: por un lado el capitalista, por la otra el asalariado”. En otras palabras, la existencia de las clases y su constitución no pueden ser separadas: decir que las clases existen es decir que están en proceso de ser constituidas.
La constitución de la clase puede verse como la separación ” entre sujeto y objeto. El capitalismo es la separación violenta, cotidianamente repetida, del objeto respecto del sujeto, el cotidiano arrebatamiento del objeto-creación-producto respecto del sujeto-creador-productor, la diaria incautación a la hacedora y al hacedor no sólo de su creación sino también de su acto de creación, de su creatividad, de su subjetividad, de su humanidad. La violencia de esta separación no sólo es característica del período temprano del capitalismo: es la esencia del capitalismo. Para decirlo en otras palabras, la “acumulación primitiva” no es sólo una característica de un período pasado, es central para la existencia del capitalismo.
La violencia con la que se lleva a cabo la separación entre sujeto y objeto, o la clasificación de la humanidad, sugiere que “reproducción” es una palabra engañosa en la medida en que conjura una imagen de un proceso suavemente repetido, de algo que gira y gira, mientras que la violencia del capitalismo indica que la repetición de la producción de relaciones sociales capitalistas es siempre muy conflictiva.
La lucha de clases, entonces, es la lucha por clasificar y en contra de ser clasificado, al mismo tiempo que es, indistinguiblemente, la lucha entre las clases constituidas.
Discusiones más ortodoxas sobre la lucha de clases tienden a suponer que las clases están pre-constituidas, que la clase trabajadora está efectivamente subordinada, y tienden a comenzar desde allí el análisis de la lucha de clases. Sin embargo, el conflicto no comienza después de que la subordinación ha sido establecida, después de que las formas fetichizadas de las relaciones sociales han sido constituidas: se trata más bien de un conflicto acerca de la subordinación de la práctica social, acerca de la fetichización de las relaciones sociales. La lucha de clases no tiene lugar dentro de las formas constituidas de las relaciones sociales capitalistas: antes bien, la constitución de esas formas es en sí misma lucha de clases. Toda práctica social es un antagonismo incesante entre la sujeción de la práctica a las formas definidoras, fetichizadas, pervertidas del capitalismo y el intento de vivir en-contra-y-más-allá de esas formas. De este modo, no se puede admitir la existencia de formas de lucha no-clasistas. La lucha de clases es, pues, el incesante antagonismo cotidiano (se lo perciba o no) entre la alienación y la des-alienación, entre la definición y la antidefinición, entre la fetichización y la des-fetichización.
No luchamos como clase trabajadora, luchamos en contra de ser clase trabajadora, en contra de ser clasificados. Nuestra lucha no es la del trabajo alienado: es la lucha contra el trabajo alienado. La unidad del proceso de clasificación (la unidad de la acumulación del capital) es lo que da unidad a nuestra lucha, no nuestra unidad como miembros de una clase común. Así, por ejemplo, el significado de la lucha zapatista en contra de la clasificación capitalista es lo que le da importancia para la lucha de clases, no la cuestión de si los habitantes indígenas de la Selva Lacandona son miembros o no de la clase trabajadora. Nada bueno hay en ser miembros de la clase trabajadora, en ser ordenados, comandados, separados de nuestro producto y de nuestro proceso de producción. La lucha no surge del hecho de que somos la clase trabajadora, sino de que somos-y-no-somos clase trabajadora, de que existimos en-contra-de-y-más-allá-de ser clase trabajadora; de que ellos tratan de ordenarnos y comandarnos pero nosotros no queremos ser ordenados ni comandados; de que ellos tratan de separamos de nuestro producto y de nuestro producir y de nuestra humanidad y de nosotros mismos y de que nosotros no queremos ser separados. En este sentido la identidad de la clase trabajadora no es algo “bueno” que deba atesorarse, sino algo “malo”, algo que debe ser combatido, algo que es combatido, algo que está constantemente cuestionado. O más bien, la identidad de la clase trabajadora debería verse como una no-identidad: la comunión de la lucha por no ser clase trabajadora.
Somos y no somos la clase trabajadora (ya seamos profesores universitarios u obreros en una fábrica automotriz). Decir que la clase debería entenderse como clasificación significa que la lucha de clases (la lucha por clasificamos y nuestra lucha en contra de ser clasificados) es algo que nos atraviesa, individual y colectivamente. Sólo si estuviéramos completamente clasificados podríamos decir sin contradicción “nosotros somos la clase trabajadora” (pero entonces la lucha de clases sería imposible).
Participamos en la lucha de clases de ambos lados. Nos clasificamos en la medida en que producimos capital, en la medida en que respetamos el dinero, en la medida en que participamos, por medio de nuestra práctica, nuestra teoría, nuestro lenguaje (nuestro definir la clase trabajadora), en la separación entre el sujeto y el objeto. Simultáneamente luchamos en contra de nuestra clasificación en la medida en que somos humanos. Existimos en-contra-de-en-y-más-allá-de el capital, y en-contra-de-en-y-más-allá-de nosotros mismos. La humanidad, tal como existe, es esquizoide, volcánica: todos estamos destrozados por- el antagonismo de clase.
¿Significa esto que las distinciones de clase pueden reducirse a una afirmación general acerca del carácter esquizoide de la humanidad? No, porque claramente existen diferencias en la manera en que el antagonismo de clase nos atraviesa, diferencias en el grado en que nos es posible reprimir ese antagonismo. Para aquellos que se benefician materialmente con el proceso de clasificación (acumulación), es relativamente fácil reprimir todo lo que apunte en contra o más allá de ella, vivir dentro de los límites del fetichismo. Es en aquellos cuyas vidas están trastornadas por la acumulación (los indígenas de Chiapas, los profesores universitarios, los mineros del carbón, casi todo el mundo) en quienes el elemento de contrariedad estará mucho más presente. Es en aquellos que son más brutalmente de-subjetivizados, ya sea por medio del embrutecimiento de la repetición infinita en empleos sin sentido o por medio de la pobreza que excluye todo lo que no sea la pelea por la supervivencia, en quienes la tensión de la contrariedad estará más estrechamente enroscada. Sigue siendo cierto, sin embargo, que nadie existe puramente en contra o en-contra-y-más-allá: todos participamos en la separación entre sujeto y objeto, en la clasificación de los humanos.
Sólo en la medida en que somos y no somos la clase trabajadora se vuelve concebible la revolución como la auto-emancipación de la clase trabajadora. La clase trabajadora no puede emanciparse a sí misma en tanto que es clase trabajadora. Tan sólo en cuanto no somos la clase trabajadora es que puede plantearse la cuestión de la emancipación. Y sin embargo, sólo en cuanto somos la clase trabajadora (sujetos arrancados de sus objetos) es que surge la necesidad de la emancipación. Volvemos al resultado contradictorio ya establecido: nosotros, el sujeto crítico, somos y no somos la clase trabajadora.
La conclusión alcanzada es un sin sentido únicamente para el pensamiento identitario, sólo si pensamos que es y no es son mutuamente excluyentes. La contradicción entre es y no es, no es una contradicción lógica sino real. Señala el hecho de que realmente estamos y no estamos reificados, de que realmente estamos y no estamos identificados, de que realmente estamos y no estamos clasificados, de que realmente estamos y no estamos desubjetivizados, en resumen, de que realmente somos y no somos. Solamente si entendemos nuestra subjetividad como una subjetividad dividida y nuestro ser como un ser dividido, podemos dar sentido a nuestro grito, a nuestra crítica.
El concepto de fetichismo, como hemos visto, es incompatible con una creencia en el sujeto inocente. El poder-sobre nos penetra, volviéndonos en contra de nosotros mismos. La clase trabajadora no se encuentra fuera del capital: por el contrario es el capital el que la define (nos define) como clase trabajadora. El trabajo se opone al capital, pero se trata de una oposición interna. Sólo en la medida en que el trabajo es algo más que trabajo alienado, y el trabajador es más que un vendedor de fuerza de trabajo, puede siquiera plantearse la cuestión de la revolución. El concepto de fetichismo implica inevitablemente que estamos auto-divididos, que estamos divididos en contra de nosotros mismos. La clase/anti-clase trabajadora/anti-trabajadora está auto-dividida: oprimida y sin embargo existiendo no sólo en sino también en contra-y-más-allá-de esa opresión, y no sólo en-contra-y-más-allá de sino también en esa opresión. La lucha entre el fetichismo y el anti-fetichismo existe dentro de todos nosotros, colectiva e individualmente. No puede haber, por consiguiente, una vanguardia no-fetichizada que conduzca a las masas fetichizadas. En virtud del hecho de vivir en una sociedad antagónica, todos estamos tanto fetichizados como en lucha contra ese fetichismo.
Estamos auto-divididos, auto-alienados, somos esquizoides.
Nosotros-los-que-gritamos somos también nosotros-los-que consentimos. Nosotros los que luchamos por la reunificación de sujeto y objeto somos también los que producimos su separación. En lugar de mirar al héroe con verdadera conciencia de clase, un concepto de revolución debe partir de las confusiones y contradicciones que nos despedazan a todos.
Esto es totalmente coherente con el enfoque de Marx. Su comprensión del capitalismo no estaba basada en el antagonismo entre dos grupos de personas sino en el antagonismo en la manera en que se organiza la práctica social humana. La existencia en la sociedad capitalista es una existencia conflictiva, una existencia antagónica. Aunque este antagonismo aparece como una vasta multiplicidad de conflictos, hemos sostenido (y esto fue argumentado por Marx) que la clave para comprender este antagonismo y su desarrollo es el hecho de que la sociedad actual se construye sobre un antagonismo en el modo en que se organiza el carácter distintivo de la humanidad, es decir el hacer. En la sociedad capitalista, el hacer es vuelto en contra de sí mismo, es alienado de sí mismo; perdemos el control sobre nuestra actividad creativa. Esta negación de la creatividad humana tiene lugar por medio de la sujeción de la actividad humana al mercado. Esta sujeción al mercado, a su vez, tiene lugar completamente cuando la capacidad de trabajar de manera creativa (la fuerza de trabajo) se vuelve una mercancía a ser vendida en el mercado a aquellos que tienen el capital para comprarla. El antagonismo entre la creatividad humana y su negación pasa de este modo a centrarse en el antagonismo entre aquellos que tienen que vender su creatividad y aquellos que se la apropian y la explotan (y, al hacerlo, transforman esa creatividad en trabajo alienado). En resumen, puede decirse que el antagonismo entre la creatividad y su negación es el conflicto entre trabajo y capital, pero este conflicto (como Marx dejó en claro) no se da entre dos fuerzas externas sino que es un conflicto interno entre el hacer (la creatividad humana) y el hacer alienado.
De este modo, el antagonismo social no es en primer lugar un conflicto entre dos grupos de personas: es un conflicto entre la práctica social creativa y su negación o, en otras palabras, entre la humanidad y su negación, entre la trascendencia de los límites (creación) y la imposición de límites (definición). El conflicto no tiene lugar luego de que se ha establecido la subordinación, luego de que las formas fetichizadas de las relaciones sociales se han constituido: se trata más bien de un conflicto acerca de la subordinación de la práctica social, acerca de la fetichización de las relaciones sociales. Toda práctica social es un antagonismo incesante entre la sujeción de la práctica a las formas definidoras, fetichizadas y pervertidas del capitalismo y el intento de vivir en-contra-y-más-allá-de esas formas.
La lucha de clases es un conflicto que impregna toda la existencia humana. Todos existimos dentro de ese conflicto así como el conflicto existe dentro de todos nosotros. Es un antagonismo polar del que no podemos escapar. No “pertenecemos” a una clase o a otra: más bien, el antagonismo de las clases existe en nosotros, despedazándonos. El antagonismo (la división de clases) nos atraviesa a todos. No obstante, claramente lo hace en sentidos muy diversos. Algunos, una minoría muy pequeña, participan directamente en y/o se benefician directamente de la apropiación y la explotación del trabajo de otros. Otros, la gran mayoría de nosotros, somos directa o indirectamente los objetos de esa apropiación y explotación. La naturaleza polar del antagonismo se refleja así en una polarización de dos clases , pero el antagonismo es anterior a (y no consecutivo a) las clases: las clases se constituyen por medio del antagonismo.

IV
¿Qué hay de los trabajadores en las fábricas, del proletariado industrial? ¿No son acaso centrales para el concepto de lucha de clases? ¿No es central el trabajo para la comprensión total del antagonismo de la sociedad capitalista?
El lugar central de la separación del hacer y lo hecho es la producción. La producción de la mercancía es la producción de la separación de objeto y sujeto. La producción capitalista es la producción de plusvalía por parte de los trabajadores, un excedente que, aunque producido por los trabajadores, es apropiado por el capitalista. Al producir un excedente como plusvalía, los trabajadores están produciendo su propia separación respecto del objeto producido. Están, en otras palabras, produciendo clases, produciendo su propia clasificación como trabajo asalariado. “¿El obrero de una fábrica algodonera, sólo produce géneros de algodón? No, produce capital. Produce valores que sirven de nuevo para que se pueda disponer de su trabajo y, por medio del mismo, crear nuevos valores”.269
En la producción, entonces, cuando la trabajadora y el trabajador producen un objeto, producen al mismo tiempo su propia alienación respecto de tal objeto y, de ese modo, se producen a sí mismos como trabajadores asalariados, como sujetos desubjetivados. La producción capitalista implica la separación siempre renovada de sujeto y objeto. Implica también la siempre renovada reunión de sujeto y objeto pero en tanto sujeto y objeto alienados. La relación entre sujeto y objeto es desquiciada, con el valor como su (des)quicio. La categoría de valor reviste ambos sentidos. Por un lado, el hecho de que el valor es el producto del trabajo abstracto señala la absoluta dependencia del capital respecto del trabajo y su abstracción. Por otro lado, el valor conceptualiza la separación de la mercancía respecto del trabajo, el hecho de que ésta adquiere una existencia autónoma totalmente independiente del productor. El valor, entonces, es el proceso de subordinación de la fuerza de la trabajadora y el trabajador a la dominación de su producto autonomizado.
Pero la separación de estos trabajadores respecto de los medios de producción es sólo una parte (aunque una parte central) de una separación más general entre sujeto y objeto, un distanciamiento más general de las personas respecto de la posibilidad de determinar su propia actividad. La idea de la separación entre estos trabajadores y los medios de producción conduce nuestra mente hacia un tipo particular de actividad creativa, pero de hecho esta misma distinción entre producción y hacer en general es parte de la fragmentación del hacer que resulta de la separación entre el hacer y lo hecho. El hecho de que la desubjetivación del sujeto aparezca simplemente como la separación de los trabajadores respecto de los medios de producción ya es una expresión de la fetichización de las relaciones sociales. La separación del trabajador respecto de los medios de producción (en el sentido clásico) es parte de un proceso más general de desubjetivación del sujeto, una abstracción más general del trabajo: genera esa desubjetivación y está sustentada por ella. De aquí que la producción de valor, la producción de plusvalor (la explotación) no puede ser el punto de partida del análisis de la lucha de clases, simplemente porque la explotación implica una lucha, lógicamente previa, por convertir la creatividad en trabajo alienado, por definir ciertas actividades como productoras de valor.
La explotación no es sólo la explotación del trabajo alienado, sino la transformación simultánea del hacer en trabajo alienado, la desubjetivación simultánea del sujeto, la deshumanización de la humanidad. Esto no quiere decir que la creatividad, el sujeto, la humanidad existan en alguna esfera pura esperando ser metamorfoseados en sus formas capitalistas. La forma capitalista (trabajo alienado) es el modo de existencia del hacer/creatividad/subjetividad/humanidad, pero ese modo de existencia es contradictorio. Decir que el hacer existe como trabajo alienado significa que existe también como anti-trabajo alienado. Decir que la humanidad existe como subordinación significa que también existe como insubordinación. La producción de la clase es la supresión (-yreproducción) de la insubordinación. La explotación es la supresión (-yreproducción) de la creatividad insubordinada. La supresión de la creatividad no sólo tiene lugar en el proceso de producción, como se entiende habitualmente, sino en la separación total del hacer y lo hecho que constituye la sociedad capitalista. .
De este modo, el trabajo alienado produce la clase pero el trabajo alienado presupone una clasificación previa. De manera similar, la producción es la esfera de la constitución de clase, pero la existencia de una esfera de la producción, que es la separación de la producción respecto del hacer humano en general, también presupone una previa clasificación.
La respuesta a nuestra pregunta sobre la centralidad del trabajo es, entonces, seguramente que lo central no es el trabajo alienado sino el hacer, que existe en-contra-y-más-allá del trabajo alienado. Comenzar acríticamente a partir del trabajo alienado es encerrarse uno mismo desde el principio dentro de un mundo fetichizado, de modo tal que cualquier proyección de un mundo alternativo debe aparecer como una pura quimera, como algo traído desde afuera. Comenzar a partir del trabajo alienado es reducir el propio concepto de lucha de clases, excluir de la vista todo el mundo de práctica antagónica que entra en la constitución del hacer como trabajo alienado.
Pero aun si uno adopta el concepto amplio de lucha de clases aquí propuesto, ¿no existe acaso un cierto sentido en el que la producción de plusvalía sea central, un cierto sentido en el que las luchas alrededor de la producción sean el núcleo de la lucha por la emancipación? Podría quizá existir un argumento para establecer tal jerarquía si pudiese demostrarse que los productores directos de plusvalía desempeñan un papel particular en el ataque contra el capital. A veces se argumenta que existen secciones clave de los trabajadores que son capaces de infligir un daño particular al capital (como por ejemplo las trabajadoras y los trabajadores de las grandes fábricas o del sector del transporte). Estos trabajadores son capaces de imponer con particular claridad la dependencia del capital con respecto al trabajo alienado. Sin embargo, tales grupos de trabajadores no son necesariamente productores directos de plusvalía (los bancarios, por ejemplo), y el impacto del levantamiento zapatista sobre el capital (por medio de la devaluación del peso mexicano y la convulsión financiera mundial de 1994-1995, por ejemplo) deja en claro que la capacidad para interrumpir la acumulación del capital no depende necesariamente del lugar que se ocupa en el proceso de producción.

V
No es posible definir el sujeto crítico-revolucionario porque es indefinible. El sujeto crítico-revolucionario no es un quién definido sino un qué indefinido, indefinible y anti-definicional. La definición implica subordinación. Sólo es posible definir un sujeto sobre la base de una subordinación supuesta. La definición de un sujeto crítico-revolucionario es una imposibilidad, puesto que” crítico-revolucionario” significa que el sujeto no está subordinado, está en rebeldía contra la subordinación. Un enfoque que no comience a partir de la subordinación sino de la lucha es necesariamente anti-definicional. La insubordinación es de manera inevitable un movimiento en contra de la definición, un desbordamiento. Una negación, un rechazo, un grito.
No hay razón para restringir el grito a un grupo limitado de personas. Sin embargo el grito es un grito-en-contra. Cuanto más fuerte la represión, más fuerte el grito. Constantemente cambiante, cualquier intento de definir el grito es inmediatamente superado por la forma cambiante del grito mismo.
Nuestro punto de partida y constante punto de retorno es nuestro grito. Aquí es donde debe comenzar la cuestión del sujeto crítico-revolucionario. El grito no es un grito en abstracto. Es un grito en contra: un grito en contra de la opresión, en contra de la explotación, en contra de la deshumanización. Es un grito-en-contra que existe en todos nosotros en la medida en que todos estamos oprimidos por el capitalismo, pero la intensidad y la fuerza del grito-en-contra depende de la intensidad y la fuerza de aquello en contra de lo que se grita. El grito no es el grito de algunos pero no de otros: es el grito de todos, con diferentes grados de intensidad.
El grito-en-contra es en primer lugar negativo. Es un rechazo, una negación, una negación de la subordinación. Es el grito de la insubordinación, el murmullo de la no-subordinación. La insubordinación es una parte central de la experiencia cotidiana, desde la desobediencia de los niños, hasta la maldición del reloj despertador que nos dice que nos levantemos y vayamos a trabajar, hasta todas las formas de ausentismo, de sabotaje y de la simulación en el trabajo, hasta la rebelión abierta, como en el grito abierto y organizado del 11 ¡Ya basta!” . Aun en las sociedades aparentemente más disciplinadas y subordinadas la insubordinación nunca está ausente: siempre está ahí, siempre presente como una oculta cultura de la resistencia.
Con frecuencia, nuestro grito es silencioso, es el “desangrarse interno de volcanes sofocados”. A lo sumo, el grito de la insubordinación se escucha como un tenue murmullo de descontento, como un ruido sordo de no-subordinación. La no-subordinación es la lucha simple y no espectacular por configurar la propia vida. Es la oposición de las personas a renunciar a los placeres simples de la vida, su resistencia a volverse máquinas, la determinación de fraguar y mantener algún grado de poder hacer. Este tipo de no-subordinación no es necesariamente abierto o una oposición consciente, pero se mantiene como un obstáculo poderoso a la expansión e intensificación voraces del poder-sobre que la existencia del capital supone.
El grito de la insubordinación es el grito de la no-identidad. “Ustedes son”, nos dice permanentemente el capital, clasificándonos, definiéndonos, negando nuestra subjetividad, excluyendo todo futuro que no sea una prolongación del presente indicativo. “Nosotros no somos”, respondemos. “El mundo es así”, dice el capital. “No es así”, respondemos. No necesitamos ser explícitos. Nuestra existencia misma es negación. Negación en su mayor sencillez y oscuridad: no un “a nosotros no nos gusta esto, o aquello”, sino simplemente un “nosotros no somos, nosotros negamos, rebasamos los límites de cualquier concepto”. Parece que somos, pero no somos. Ésa, en su aspecto más fundamental, es la fuerza impulsara de la esperanza, la fuerza que corroe y transforma lo que es. Somos la fuerza de la no-identidad que existe bajo el aspecto fetichizado de la identidad. “La contradicción es lo no-idéntico bajo el aspecto de la identidad”.275 ¿Qué es aquello que está en el núcleo de la teoría rebelde? ¿Cuál es la sustancia de la esperanza? “La clase trabajadora -dicen algunos- podemos verla, podemos estudiada, podemos organizada, ésa es la sustancia de la esperanza, aquí es donde podemos comenzar a trabajar políticamente”. “Llámala clase trabajadora -respondemos nosotros-, pero no podemos verla, estudiada u organizada, pues la clase trabajadora como clase revolucionaria no es: es la no-identidad”. Parece una respuesta vacía. Nuestro entrenamiento nos dice que busquemos una fuerza positiva como sustancia de la esperanza, pero lo que hemos encontrado es más bien el “oscuro vacío” de Fichte: la no-identidad, un dios que no dice “Soy el que soy”, sino “No somos lo que somos y somos lo que no somos”. Eso es lo que resulta molesto en todo este argumento: queremos una fuerza positiva a la que aferramos y todo lo que parece ofrecer es el vacío negativo de la no-identidad.
No hay ninguna fuerza positiva a la que aferrarse, ninguna seguridad, ninguna garantía. Todas las fuerzas positivas son quimeras que se desintegran cuando las tocamos. Nuestro dios es el único dios: nosotros mismos. Nosotros somos el sol alrededor del cual gira el mundo, el único dios, un dios de la negación. Somos Mefistófeles, “el espíritu que siempre niega”.
Aquí todavía hay un problema. El hecho de que el grito sea un grito-encontra significa que nunca puede ser un grito puro. Siempre está viciado de aquello contra lo que grita. La negación siempre implica una subsunción de lo negado. Eso puede verse en cualquier lucha contra el poder: una respuesta al poder sólo negativa reproduce el poder dentro de sí misma simplemente porque reproduce, de manera negativa, los términos en los que el poder ha planteado el conflicto. El dragón que asoma su cabeza para amenazamos en casi todos los párrafos de este libro irrumpe otra vez: parecemos estar atrapados en un círculo infinitamente recurrente.
Existe efectivamente una infinitud en la negación, pero no es la de un círculo. Es más bien la infinidad de la lucha por el comunismo: aun cuando se creen las condiciones para una sociedad libre del poder, siempre será necesario luchar contra el recrudecimiento del poder-sobre. No puede haber ninguna dialéctica positiva, ninguna síntesis final en la cual se resuelvan todas las contradicciones. Si ha de comprenderse el capitalismo como un proceso, en lugar de como un estado, incluso cuando el potencial humano está tan obstaculizado, cuánto más cierto deberá ser esto para una sociedad en la que el poder-para humano esté liberado.
Pero hay más para decir sobre esto. No estamos atrapados en un círculo infinitamente recurrente simplemente porque nuestra existencia no es recurrente o circular. Nuestro grito contra es un grito-contra-la-opresión, y en este sentido es configurado por la opresión; pero hay más que eso, pues el grito-contra-la-opresión es un grito contra la negación de nosotros mismos, de nuestra humanidad, de nuestro poder-crear. La no-identidad es el núcleo de nuestro grito, pero decir “no somos” no es sólo un oscuro vacío. Negar la eseidad es afirmar el devenir, el movimiento, la creación, la emancipación del poder-hacer. Nosotros no somos, devenimos.
El “nosotros no somos” se torna, por lo tanto, en “no somos todavía”, pero sólo si no se entiende el “todavía-no” como un futuro cierto o como un seguro regreso a casa sino como posibilidad, como un devenir sin garantías, sin seguridad. Si todavía no somos, entonces nuestro no-ser-todavía ya existe como proyecto, como desbordamiento, como empuje hacia más allá. Se rompe el reino del presente del indicativo positivo y se ve el mundo como lleno de un subjuntivo negativo en el que se disuelve la distinción entre presente y futuro. La existencia humana no es sólo una existencia de la negación sino una existencia de no-ser-todavía en la que la negación, por ser negación de la negación de nuestra humanidad, es al mismo tiempo una proyección hacia esa humanidad. No una humanidad perdida, tampoco una humanidad existente, sino una humanidad a ser creada. Este todavía no sólo puede verse en la militancia política abierta sino en las luchas de la vida cotidiana, en nuestros sueños, en nuestros proyectos contra la negación de nuestros proyectos, en nuestras fantasías, desde los más simples sueños de placer hasta las creaciones artísticas más rupturistas. El todavía-no es un constante impulso en contra de una realidad eseificada, la revuelta del principio de placer reprimido contra el principio de realidad. El todavía-no es la lucha por descongestionar el tiempo, por emancipar el poder-hacer. ¿Es nuestro grito de no-identidad simplemente una afirmación de humanismo? ¿Es el “oscuro vacío” de la no-identidad simplemente una afirmación de la naturaleza humana? El problema con el humanismo no es que tenga un concepto de humanidad sino que los humanistas habitualmente piensan la humanidad de manera positiva, como algo ya existente en lugar de empezar a partir de la comprensión de que la humanidad sólo existe en la forma de ser negada, como un sueño, como una lucha, como la negación de la inhumanidad. Si en nuestro argumento subyace un concepto de humanidad es el de una humanidad como negación negada, como poder-hacer encadenado. Luchar por la humanidad es luchar por la liberación de la negación, por la emancipación del potencial.
El movimiento del poder-hacer, la lucha por emancipar el potencial humano, es el que brinda la perspectiva de la ruptura del círculo de la dominación. Sólo por medio de la práctica de la emancipación del poderhacer puede superarse el poder-sobre. El trabajo, entonces, sigue siendo central para cualquier discusión de la revolución, pero solamente si se comprende que el punto de partida no es el trabajo alienado, el trabajo fetichizado, sino más bien el trabajo como hacer, como creatividad o poderhacer que existe como pero también contra-y-más-allá del trabajo alienado. A menos que se entienda el trabajo en este sentido, la trascendencia es una imposibilidad, salvo por la intervención divina de una fuerza externa.
El grito-contra y el movimiento del poder-hacer (los dos ejes de este libro) están inextricablemente entrelazados. En el proceso de luchar-contra se forman relaciones que no son la imagen especular de las relaciones de poder contra las que se dirige la lucha: relaciones de compañerismo, de solidaridad, de amor, relaciones que prefiguran el tipo de sociedad por el que estamos luchando. De la misma manera, el intento de desarrollar el potencial humano (de emancipar el poder-hacer) es siempre una lucha-contra, puesto que debe entrar en conflicto abierto o encubierto con la constante expansión del poder-sobre que es el capital. El grito-contra y la lucha por la emancipación no pueden estar separados, aun cuando los que luchan no sean conscientes del vínculo. Las luchas más liberador as, no obstante, son seguramente aquellas en las que ambos están ligados de manera consciente, como aquellas que son conscientemente prefigurativas, en las que la lucha no apunta, en su forma, a reproducir las estructuras y las prácticas de aquello contra lo que se lucha sino más bien a crear el tipo de relaciones sociales deseadas.
A la unidad del grito-contra y del poder-hacer podemos llamada “dignidad” , siguiendo el lenguaje del levantamiento zapatista. La dignidad es el rechazo a aceptar la humillación, la opresión, la explotación, la deshumanización. Es un rechazo que niega la negación de la humanidad, un rechazo imbuido, por consiguiente, del proyecto de la humanidad actualmente negada. Esto significa una política que proyecta en tanto rechaza y rechaza en tanto proyecta: una política imbuida del sueño de crear un mundo de respeto mutuo y de dignidad, imbuida del conocimiento de que este sueño implica la destrucción del capitalismo y de todo lo que nos deshumaniza o desubjetiva.

Capítulo 9
La realidad material del anti-poder

I

“Romántico”. “Noble, pero no muy realista”. “Tenemos que ocupamos de la realidad de la lucha de clases, no de abstracciones sobre el anti-poder”.
¿Cómo podemos cambiar el mundo sin tornar el poder?
La idea es un sueño atractivo y a todos nos gustan los sueños atractivos, pero, ¿cuál es su realidad? ¿Cómo podemos soñar luego de la experiencia del siglo veinte, cuando tantos sueños han fracasado, y otros tantos terminaron en miseria y desastres?
¿Dónde está el anti-poder que es la esperanza de la humanidad? ¿Cuál es la realidad material del anti-poder? Porque si no tiene realidad material, entonces nos estamos engañando. Todos queremos soñar que es posible una sociedad diferente pero, ¿lo es realmente? Los revolucionarios de la primera parte del siglo veinte construyeron sus sueños sobre las organizaciones de masas del proletariado, pero esas organizaciones ya no existen, y si existen, no son corno en los sueños.
Nos hemos desecho de mucho. ¿Y cuántas cosas importantes hemos perdido? Un sujeto definido ha sido reemplazado por una subjetividad indefinible. El poder del proletariado ha sido reemplazado por un antipoder indefinido. Esta clase de movimiento teórico a menudo se asocia con la desilusión, con el abandono de la idea de revolución en favor de la sofisticación teórica. Esta no es nuestra intención. Pero entonces, ¿dónde está el anti-poder?
Yo grito. Pero, ¿estoy sólo? Entre los lectores, algunos también gritan. Nosotros gritamos. Pero, ¿qué indicio hay de la fuerza material del grito?

II

El primer punto es que el anti-poder es ubicuo.
La televisión, los periódicos, los discursos de los políticos, dan poco indicio de la existencia del anti-poder. Para ellos, la política es la política del poder, el conflicto político tiene que ver con ganar el poder, la realidad política es la realidad del poder. Para ellos, el anti-poder es invisible.
Sin embargo, mira más de cerca. Mira el mundo que nos rodea, observa más allá de los periódicos, de los partidos políticos y de las instituciones del movimiento laboral y podrás ver un mundo de lucha: las municipalidades autónomas en Chiapas, los estudiantes en la UNAM, los estibadores de Liverpool, la ola de demostraciones internacionales contra el poder del capital dinero, las asambleas barria1es y los piqueteros en Argentina, las luchas de los trabajadores migrantes, las de los trabajadores en todo el mundo contra la privatización. Los lectores pueden redactar su propia lista: siempre hay nuevas luchas. Existe todo un mundo de lucha que no apunta de ningún modo a ganar el poder, todo un mundo de lucha contra el poder-sobre. Existe todo un mundo de lucha que a veces no va más allá de decir “¡No!” (el sabotaje, por ejemplo) pero que, a menudo, en el transcurso de ese decir, desarrolla formas de autodeterminación y articula concepciones alternativas de cómo debería ser el mundo. Si los principales medios de comunicación informan acerca de tales luchas lo hacen filtrándo1as a través de los anteojos del poder: esas luchas sólo son visibles en la medida en que se considera que afectan al poder político.
El primer problema al hablar del anti-poder es su invisibilidad. No es invisible porque sea imaginario sino porque nuestros conceptos para mirar el mundo son conceptos de poder (de identidad, del indicativo). Para ver el anti-poder necesitamos conceptos diferentes (de no-identidad, de todavíano, del subjuntivo).
Todos los movimientos rebeldes son movimientos contra la invisibilidad. Quizás, el ejemplo más claro sea el del movimiento feminista, en el que gran parte de la lucha ha consistido en tornar visible aquello que era invisible: tornar visible la explotación y la opresión de las mujeres pero, principalmente, tornar visible la presencia de las mujeres en este mundo, volver a escribir una historia en la que su presencia había sido ampliamente eliminada. La lucha por la visibilidad es también central para el actual movimiento indígena, expresada más enérgicamente en el uso zapatista del pasamontañas: nos cubrimos el rostro para poder ser vistos, nuestra lucha es la lucha de los sin rostro.
Sin embargo, hay que plantear aquí una distinción importante. El problema del anti-poder no es emancipar una identidad oprimida (las mujeres, los indígenas) sino emancipar una no-identidad oprimida, el no ordinario, cotidiano e invisible, los murmullos de subversión mientras caminamos por la calle, el silencioso volcán mientras estamos sentados. Al dar al descontento una identidad, al decir “somos mujeres”, “somos indígenas”, ya le estamos imponiendo una nueva limitación, ya 10 estamos definiendo. He ahí la importancia del pasamontañas zapatista que no sólo dice “somos indígenas luchando porque nuestra identidad sea reconocida”, sino algo más profundo: “nuestra lucha es la lucha de la no-identidad, es la lucha de lo invisible, la de los sin voz y sin rostro”.
El primer paso en la lucha contra la invisibilidad es poner el mundo del revés, pensar desde la perspectiva de la lucha, tomar partido. El trabajo de los sociólogos, los historiadores, los antropólogos sociales radicales, etcétera, nos ha hecho conscientes de la ubicuidad de la oposición al poder, en el lugar de trabajo, en el hogar, en las calles. En el mejor de los casos, tal trabajo abre una nueva sensibilidad, a menudo asociada a las luchas contra la in visibilidad y comenzando conscientemente a partir de esas luchas (el movimiento feminista, el homosexual, el indígena, etc.).
La cuestión de la sensibilidad se encuentra bien planteada en el proverbio etíope citado por Scott: “Cuando el gran señor pasa, el campesino sabio hace una reverencia profunda y se tira un pedo silencioso”. A los ojos, los oídos y la nariz del señor, el pedo del campesino es completamente imperceptible. Para el campesino mismo, para los otros campesinos y para los que comienzan a partir del antagonismo del campesino contra el señor, el pedo es, sin embargo, demasiado evidente. Es parte del mundo oculto de la insubordinación: oculto, en cambio, sólo a los que ejercen el poder y a los que, por entrenamiento o conveniencia, aceptan las anteojeras del poder.
Lo que es oprimido y resiste no es sólo un quién sino un qué.
Los oprimidos no son sólo grupos particulares de personas (mujeres, indígenas, campesinos, trabajadores fabriles, etc.) sino también (y quizás especialmente) aspectos particulares de la personalidad de todos nosotros: nuestra confianza, nuestra sexualidad, nuestra naturaleza juguetona, nuestra creatividad. El desafío teórico es ser capaz de mirar a la persona que camina por la calle junto a nosotros o que está sentada a nuestro lado en el ómnibus y ver el volcán silencioso en su interior. Vivir en una sociedad capitalista no nos convierte necesariamente en un insubordinado pero, de manera inevitable, significa que nuestra existencia está desgarrada por el antagonismo entre subordinación e insubordinación. Vivir en el capitalismo significa que estamos auto-divididos, no sólo que permanecemos de un lado del antagonismo entre clases, sino que el antagonismo entre clases nos despedaza. Puede ser que no seamos rebeldes, pero inevitablemente la rebelión existe dentro de nosotros, como un volcán silencioso, como proyección hacia un futuro posible, como la existencia presente de aquello que todavía-no existe, como frustración, como neurosis, como principio de placer reprimido, como la no identidad que, frente a la repetida insistencia del capital de que somos trabajadores, estudiantes, maridos, esposas, mexicanos, irlandeses, franceses dice: “no somos, no somos, no somos, no somos lo que somos y somos lo que no somos (o lo que todavía no somos)”. Seguramente esto es lo que los zapatistas quieren decir cuando afirman que son “personas comunes, es decir, rebeldes” ; eso es, seguramente, lo que ellos entienden por dignidad: la rebelión que está en todos nosotros, la lucha por una humanidad que es un nosotros negado, la lucha contra la mutilación de la humanidad que somos. La dignidad es una lucha intensamente vivida que ocupa cada detalle de nuestra vida cotidiana. A menudo la lucha por la dignidad es no-subordinada en lugar de ser abiertamente insubordinada, a menudo se la considera privada en lugar de considerada política o anticapitalista en todo sentido. Sin embargo, la lucha no-subordinada por la dignidad es el sus trato material de la esperanza. Este es el punto de partida, política y teóricamente.
Probablemente nadie ha sido tan perceptivo a la fuerza y a la ubicuidad de los sueños contenidos como Ernst Bloch, quien en los tres volúmenes de Principio esperanza delinea las múltiples formas de proyección hacia un futuro mejor, la existencia presente del todavía-no en sueños, cuentos de hadas, música, pintura, utopías políticas y sociales, arquitectura, religión: testimonios todos de la presencia en nosotros de una negación del presente, un empujón hacia un mundo radicalmente diferente, una lucha por caminar erectos.
El anti-poder no sólo existe en las luchas abiertas y visibles de los insubordinados, el mundo de la “izquierda”. Existe también -de manera problemática, contradictoria (aunque el mundo de la izquierda no es menos problemático o contradictorio) en nuestras frustraciones diarias, en la lucha cotidiana por mantener nuestra dignidad frente al poder, en la lucha diaria por retener o recuperar el control sobre nuestras vidas. El anti-poder está en la dignidad de la existencia cotidiana. El anti-poder está en las relaciones que establecemos todo el tiempo: relaciones de amor, amistad, camaradería, comunidad, cooperación. Obviamente tales relaciones están atravesadas por el poder a causa de la naturaleza de la sociedad en la que vivimos, pero el amor, la amistad y la camaradería residen en la lucha constante que libramos contra el poder para establecer esas relaciones sobre la base del reconocimiento mutuo de la dignidad del otro.
La invisibilidad de la resistencia es un aspecto que no se puede erradicar de la dominación. La dominación no implica que se ha superado la resistencia sino que esa resistencia (o por lo menos parte de ella) está sumergida, invisible. La opresión siempre implica la invisibilidad del oprimido. Por el hecho de que un grupo se vuelva visible no se supera el problema general de la visibilidad. En la medida en que lo invisible se vuelve visible, que el volcán silencioso se convierte en militancia manifiesta, ya se está enfrentado con sus propios límites y con la necesidad de superarlos. Pensar la oposición al capitalismo simplemente en términos de militancia manifiesta es ver sólo el humo que se eleva desde el volcán.
La dignidad (el anti-poder) existe donde sea que los seres humanos vivan. La opresión implica lo opuesto, la lucha es por vivir como humanos. En todo lo que vivimos cada día, la enfermedad, el sistema educativo, el sexo, los hijos, la amistad, la pobreza o cualquier otra cosa, existe una lucha por hacer las cosas con dignidad, por hacerlas correctamente. Por supuesto que nuestras ideas acerca de lo correcto están impregnadas por el poder, pero esto es contradictorio; por supuesto que somos subjetividades dañadas, pero no destruidas. La lucha por hacer lo correcto, por vivir moralmente, preocupa durante gran parte del tiempo a la mayoría de las personas. Por supuesto, la moralidad es una moralidad privatizada, una moralidad inmoral, que generalmente evade cuestiones tales como la propiedad privada y, por consiguiente, la naturaleza de las relaciones entre las personas; es una moralidad que se define a sí misma como “hacer lo correcto con quienes nos son cercanos y dejar al resto del mundo librado a su propia suerte”; es una moralidad que, por ser privada, identifica, distingue entre” aquellos que nos son cercanos” (la familia, la nación, las mujeres, los hombres, los blancos, los negros, los decentes, la “gente como uno”) y el resto del mundo, los que viven más allá del margen de nuestra moral particular. Y sin embargo, en la lucha cotidiana por “hacer lo correcto” existe una lucha por reconocer y ser reconocido y no sólo por identificar, por emancipar el poder-hacer y no simplemente ceder ante el poder-sobre, una furia contra lo que deshumaniza, una resistencia compartida (aunque fragmentada), por lo menos una no-subordinación. Se puede objetar que es totalmente erróneo ver esto como anti-poder ya que, en tanto fragmentada y privatizada, tal “moralidad” reproduce funcional mente el poder-sobre. Puede argumentarse que, a menos que se tenga conciencia de las interconexiones, a menos que se tenga conciencia política (de clase), tal moralidad privada está totalmente desarmada contra el capital o que de hecho contribuye activamente a su reproducción proporcionando la base para el orden y el buen comportamiento. Así es, y sin embargo, cualquier forma de no-subordinación, cualquier proceso de decir “somos más que las máquinas objetivadas que el capital requiere”, deja un residuo. Las ideas acerca de lo correcto, aunque estén privatizadas, son parte de la “transcripción oculta” de la oposición, del sustrato de la resistencia que existe en cualquier sociedad opresiva. Ciertamente, el pedo del campesino etíope no hace caer de su caballo al señor que pasa pero, sin embargo, es parte del substrato de la negatividad que, aunque generalmente invisible, puede explotar en momentos de aguda tensión social. Este sustrato de negatividad es la materia de los volcanes sociales. Este estrato de no subordinación inarticulada, sin rostro, sin voz, tantas veces despreciado por la “izquierda”, es la materialidad del anti-poder, la base de la esperanza.

III

El segundo punto es que el anti-poder no sólo es ubicuo: también es la fuerza motora del poder. Este no ha sido el énfasis predominante ni en la tradición marxista ni en el pensamiento de izquierda en general. En ese sentido, el marxismo ha concentrado su análisis en el capital y su desarrollo, y el pensamiento de izquierda habitualmente prefiere destacar la opresión y fomentar la indignación contra los males del capitalismo. Existe una tendencia a tratar a los oprimidos simplemente como eso, como víctimas de la opresión. Este énfasis puede fomentar nuestra acción indignada pero tiende a dejar completamente abierta la pregunta de cómo es posible que las víctimas oprimidas puedan liberarse a sí mismas: de alguna otra manera, por supuesto, que no sea por medio de la iluminada intervención de salvadores como nosotros.
Dentro de la tradición marxista, la atención puesta en la dominación en lugar de en la lucha ha sido atacada de manera más articulada por la corriente que el “marxismo autonomista” u operaismo desarrolló, en primer lugar en Italia desde la década del sesenta en adelante. El ataque fue agudamente formulado en un artículo de Mario Tronti publicado por primera vez en 1964, “Lenin en Inglaterra”, que tuvo mucho que ver con la formación del enfoque del marxismo “autonomista”:
“Nosotros también hemos trabajado con un concepto que pone al desarrollo del capitalismo en primer lugar y a los trabajadores en segundo lugar. Esto es un error. Y ahora tenemos que invertir el problema completamente, revertir la polaridad y comenzar otra vez desde el principio: y el principio es la lucha de clases de la clase trabajadora”.
Tronti inmediatamente lleva la reversión de la polaridad un paso más adelante. Comenzar a partir de la lucha de clases de la clase trabajadora no significa simplemente adoptar una perspectiva de clase trabajadora sino, invirtiendo completamente el enfoque marxista tradicional, significa ver la lucha de la clase trabajadora como determinante del desarrollo capitalista. “En el nivel del capital socialmente desarrollado, el desarrollo capitalista se subordina a las luchas de la clase trabajadora; va detrás de ellas y son ellas las que marcan el paso al cual deben ajustarse los mecanismos políticos de la propia reproducción del capital”.
Este es el núcleo de aquello a lo que Moulier se refiere con “la revolución copernicana del marxismo por parte del operaismo”. Éste, según Asor Rosa “puede resumirse en una fórmula que hace de la clase trabajadora el motor dinámico del capital y que hace del capital una función de la clase trabajadora […] una fórmula que en sí misma da idea de la magnitud de la inversión de las perspectivas que tal posición implica políticamente”. El atractivo que tiene la inversión del enfoque tradicional es obvio, pero ¿cómo debe entenderse a la clase trabajadora en tanto el “motor dinámico” del capitalismo? Como Tronti mismo afirma en su artículo: “Ésta no es una proposición retórica. Tampoco se propone sólo con el fin de restablecer nuestra confianza […] una necesidad práctica urgente nunca es base suficiente para una tesis científica”.
La reinterpretación autonomista del marxismo tiene sus raíces en el repunte de la lucha fabril en Italia en los años sesenta, que condujo a la re lectura de El capital poniendo particular énfasis en una parte que, generalmente, los” economistas marxistas” habían descuidado, a saber, el extenso análisis incluido en el volumen I sobre el desarrollo del proceso de trabajo en las fábricas. En esta discusión, Marx muestra que el capital está constantemente obligado a luchar contra la “rebelde mano del trabajo” y que “es esta lucha la que determina los cambios en la organización fabril y en la innovación técnica. Así, para Marx, la automatización “está animada pues por la tendencia a constreñir a la mínima resistencia las barreras naturales humanas, renuentes pero elásticas”.289 Consecuentemente, “se podría escribir una historia entera de los inventos que surgieron, desde 1830, como medios bélicos del capital contra los amotinamientos obreros”.
Al tomar como su centro las luchas en las fábricas, los análisis autonomistas muestran cómo las innovaciones organizativas y técnicas introducidas por la gerencia pueden entenderse como una respuesta diseñada para superar la fuerza de la insubordinación de los trabajadores. La insubordinación del trabajo puede verse así como la fuerza conductora del capital.
Esto proporciona una manera de analizar la historia de la lucha. Los trabajadores desarrollan una forma de lucha; la gerencia introduce un nuevo tipo de organización o nueva maquinaria a fin de volver a imponer el orden; esto, a su, vez origina nuevas formas de insubordinación, nuevas formas de lucha, y así sucesivamente. Se puede decir de la lucha que tiene una cierta composición. Planteando una analogía con la idea de Marx de que el capital en cualquier punto se caracteriza por una cierta composición técnica y de valor, dependiendo de su relación entre capital constante (la parte del capital representada por la maquinaria y las materias primas) y el capital variable (la que corresponde a los salarios), los autonomistas desarrollaron el concepto de composición de clase para denotar la relación entre trabajo y capital en cualquier momento dado. Así el movimiento de lucha puede verse como un movimiento de composición de clase. Las formas de lucha en cualquier momento dado son expresiones de la composición de la clase trabajadora; cuando la gerencia introduce cambios para volver a establecer el orden, apunta a provocar una descomposición de la clase; esta descomposición da lugar, a su vez, al desarrollo de nuevas formas de lucha o a una recomposición de la clase. De esta manera la historia de la lucha puede describirse en términos de los movimientos de composición, descomposición y recomposición.
El concepto no sólo es desarrollado en relación con las luchas en las fábricas o en industrias en particular sino como una manera de comprender la dinámica de la lucha en el capitalismo en su conjunto. Así, se sostiene, la lucha de la clase trabajadora en el período que se extiende hasta la primera guerra mundial estaba caracterizada por el lugar particular que el trabajador calificado tenía en la producción. Esto proporcionó al movimiento de la clase trabajadora una forma específica de organización (un sindicalismo basado en la calificación) y una ideología particular (basada en la idea de la dignidad del trabajo). La respuesta de descomposición por parte de la gerencia fue la introducción del taylorismo, diseñado para descalificar al trabajador calificado y privado del control del proceso de trabajo. Esto dio lugar, a su vez, a la recomposición de la clase trabajadora como obrero masa, con nuevas formas de lucha, nuevas formas de organización (los sindicatos por industria) y una nueva ideología (el rechazo del trabajo). Algunos teóricos autonomistas (Negri, en particular) ven la respuesta de descomposición por parte del capital como algo que no provino entonces del nivel de la gerencia de la fábrica sino del nivel del Estado, con el desarrollo del keynesianismo y el Estado de Bienestar (a veces llamado fordismo) como una manera de reconocer tanto la creciente fuerza del trabajo como, al mismo tiempo, de integrada en el mantenimiento del orden (por medio de la socialdemocracia) y en la dinámica del capitalismo (por medio de la gestión de la demanda). Esto da lugar, en el análisis de Negri, a la socialización del capital, a la transformación de la sociedad en una “fábrica social” y a la emergencia de una nueva composición de clase, el “obrero social” (operaio sociale). La fuerza de esta nueva composición se expresa en las luchas mantenidas a finales de la década de los sesenta y en la de los setenta que van más allá de la fábrica para combatir todos los aspectos del gerenciamiento de la sociedad por parte del capital. La fuerza de estas luchas es lo que obliga al capital a abandonar la forma keynesiano-fordista de gerenciamiento y a desarrollar nuevas formas de ataque (el neoliberalismo o aquello a lo que Hardt y Negri denominan “imperio”).
Así, la composición de clase nos lleva más allá del análisis de las luchas fabriles para convertirse en el concepto clave para comprender el desarrollo capitalista. Moulier caracteriza la idea en términos amplios: “Debemos recordar que el concepto ‘composición de clase’ apunta a reemplazar el concepto’ clases sociales’ que es demasiado estático, académico y, en general, reaccionario. La composición de clase comprende simultáneamente la composición técnica tanto del capital como la del trabajo asalariado, que se refiere al estado de desarrollo de las fuerzas productivas, al grado de cooperación social y de división del trabajo. Pero este nivel de análisis no es separable de la composición política, que es su razón última. Podemos encontrar en él todo lo que caracteriza la subjetividad colectiva de necesidades, deseos, el imaginario y su traducción objetiva en formas de organización política, cultural y comunitaria”. La idea de composición de clase nos lleva significativamente más allá de la mera observación de que la resistencia al capitalismo es ubicua. Sugiere una base para hablar de la fuerza creciente de esta resistencia, una base para intentar comprender la especificidad y la fuerza de las formas actuales de lucha. Presupone una manera en la que podemos ver nuestro grito no sólo como un aspecto siempre presente de la opresión sino como un grito que tiene una resonancia histórica particular.
Sin embargo, ya aquí existe un problema que sugiere una divergencia entre el enfoque autonomista que hemos descrito y el desarrollado en este libro. Ciertamente, el impulso inicial es casi el mismo: la insistencia de Tronti en que el comienzo es la lucha de la clase trabajadora y la insistencia aquí en que el punto de partida es el grito. Pero existe una diferencia que se torna clara cuando el concepto de “composición de clase” no sólo se utiliza como una categoría para analizar el movimiento de la lucha sino también para caracterizar un período del capitalismo.
La primera señal de divergencia es la inversión de signos. Al comenzar a partir del grito hemos sostenido que la teoría anti-capitalista debe entenderse como una negativa, que el movimiento de lucha es un movimiento de negación. La mayor parte de la teoría autonomista, sin embargo, presenta el movimiento de lucha como positivo. La inversión de la polaridad llevada a cabo transfiere lo positivo del lado del capital al lado de la lucha contra el capital. En la teoría ortodoxa marxista el capital es el sujeto positivo del desarrollo capitalista. En la teoría autonomista la clase trabajadora se convierte en el sujeto positivo: por eso los conceptos positivos de composición y recomposición de clase se encuentran del lado de la clase trabajadora, mientras que el concepto negativo de descomposición se encuentra del lado del capital. Al invertir la polaridad, la identidad se desplaza del lado del capital hacia el lado del trabajo, pero no se la hace explotar ni se la desafía. Esto es un error. En el capitalismo la subjetividad es en primer lugar negativa, es el movimiento contra la negación de la subjetividad. Una inversión de la polaridad verdaderamente radical no sólo implica la transferencia de la subjetividad del capital a la clase trabajadora sino también la comprensión de que la subjetividad es negativa y no positiva, como la subjetividad negativa de la anti-clase antitrabajadora. En el comienzo es el grito, no porque se agote a sí mismo en la negatividad sino porque la única manera en la que podemos construir relaciones de dignidad es negando esas relaciones que niegan la dignidad. Nuestro movimiento, entonces, es en primer lugar un movimiento negativo, un movimiento contra la identidad. Nosotros somos los que descomponemos, nosotros somos los demoledores. Es el capital el que constantemente busca componer, crear identidades, estabilidad (siempre ilusoria, pero esencial para su existencia), el que busca contener y negar nuestra negatividad. Somos la fuente de movimiento, somos el sujeto: en esto, la teoría autonomista está en lo correcto. Pero nuestro movimiento es negativo, desafía la clasificación. Lo que une al levantamiento zapatista de Chiapas o al movimiento de los sin tierra en Brasil (MST) con la lucha de los trabajadores de Internet en Seattle, por ejemplo, no es una composición de clase común positiva sino más bien la comunidad de su lucha negativa contra el capitalismo.
La conceptualización de “composición de clase” como positiva proporciona la base para pasar de ver el concepto como un medio de comprensión del movimiento de lucha, a utilizado como una manera de clasificar períodos de desarrollo, de describir cómo “es” el capitalismo. En lugar de analizar las luchas particulares en términos del movimiento total de la dependencia del capital respecto del trabajo (no la perspectiva de totalidad de Lukács pero ciertamente su aspiración hacia la totalidad), existe una tendencia a proyectar a partir de las luchas particulares (por ejemplo, las que tuvieron lugar en la Fiat en la década de los setenta) y vedas como típicas de cierto estadio del desarrollo capitalista. En esos casos, el concepto de “composición de clase” se utiliza para construir un tipo ideal o un paradigma, un encabezamiento bajo el que se clasifican todas las luchas. Las luchas en las fábricas automotrices italianas, entonces, se convierten en una medida de otras luchas en vez de ser entendidas en términos del lugar que ocupan en el movimiento general de la dependencia del capital respecto del trabajo. Este procedimiento conduce fácilmente (aunque no de manera necesaria) a generalizaciones groseras, a la construcción de categorías como lechos de Procrusto en las que se fuerzan a encajar las luchas que surgen a partir de condiciones muy diferentes.
Puede plantearse lo mismo en términos diferentes. El gran mérito del enfoque autonomista es que insiste en ver al movimiento del dominio capitalista como conducido por la fuerza de la lucha de la clase trabajadora, en ver el capital como “una función de la clase trabajadora”. Existen, sin embargo, dos maneras posibles de entender esta afirmación. La versión más débil sería decir que el capital puede entenderse como una función de la clase trabajadora porque su historia es la historia de la reacción a la lucha de la clase trabajadora, de manera similar a como uno podría ver, digamos así, que los movimientos de un ejército de defensa en una guerra son una función de los movimientos del ejército de ataque o, quizás, que el desarrollo de la policía es una función de las actividades de los criminales. La versión más fuerte sería que el capital es una función de la clase trabajadora por la simple razón de que el capital no es más que el producto de la clase trabajadora y, por 10 tanto, a cada minuto depende de la clase trabajadora para su reproducción. En el primer caso, la relación entre la clase trabajadora y el capital se ve como una relación de oposición, como una relación externa; en el segundo, la relación se ve en términos de la generación de uno de los polos de la oposición por el otro, como una relación interna.
Si la relación entre la clase trabajadora y el capital se ve como interna, entonces la lucha es necesariamente negativa: es la lucha contra lo que nos encierra, una lucha dentro y por lo tanto contra, una lucha que también proyecta más allá, pero desde una posición de negación. No sólo es una lucha contra un enemigo externo (el capital) sino también contra nosotros mismos, simplemente porque nuestra existencia en el capital significa que el capital está dentro nuestro. Si, en cambio, la relación entre la clase trabajadora y el capital se ve como externa, entonces nuestra lucha será vista como positiva. Si nos paramos fuera del capital, entonces el tema es cómo incrementar nuestra fuerza positiva, nuestra autonomía. Pero eso implica que el sujeto de la lucha también es positivo y que el enemigo es externo. Así, aunque parece haber una posición más radical, este enfoque de hecho restringe el significado de la lucha revolucionaria. La lucha es para transformar lo que está fuera de nosotros, mientras que en el enfoque negativo, la lucha es para transformar todo, incluso a nosotros mismos. Ambos elementos (la interpretación externa y la interna) están presentes en la tradición autonomista. En muchos casos, sin embargo, la que predomina es la interpretación externa, la de la “reacción”. Así, la dinámica del desarrollo capitalista se entiende como una reacción, o como una respuesta, al poder del movimiento de la clase trabajadora. El desarrollo del capital se entiende entonces corno una reacción defensiva del capital a la fuerza del movimiento de la clase trabajadora revelado en los momentos de revuelta abierta. Por ejemplo, en el análisis de Negri, el keynesianismo es una respuesta a la revolución de 1917, la que dejó en claro que el capital sólo podía sobrevivir reconociendo e integrando al movimiento de la clase trabajadora. Tales análisis a menudo son inmensamente sugerentes, pero el punto planteado allí es que el desarrollo capitalista es entendido como proceso de reacción, que la relación entre trabajo y capital es una relación externa.
La reversión de la polaridad entre capital y trabajo, esencial aunque sea como punto de partida, culmina en estos casos reproduciendo la polaridad en una forma diferente. El análisis tradicional marxista enfatiza el desarrollo lógico del capital y relega la lucha de clases a un papel de “pero también”; la teoría autonomista libera a la lucha de clases de su papel subordinado, pero, en la medida en que ve a la relación como reacción, todavía la deja enfrentando una lógica externa del capital. La diferencia está entonces en que la lógica del capital no es entendida en términos de leyes y tendencias” económicas” sino en términos de lucha política para vencer al enemigo. Resulta fácil ver cómo en los análisis de algunos autonomistas (como Negri, por ejemplo) la ley del valor, categoría clave en la interpretación económica marxista del desarrollo del capitalismo, se ve como algo redundante. Frente al poder del movimiento de la clase trabajadora el capital se desarrolla en un Capitalismo Mundial Integrado, y su única lógica es la del mantenimiento del poder. Como es quizás inevitable, la comprensión de la relación capital-trabajo en términos de “reacción” conduce a una imagen especular del capitalismo: cuanto mayor es el poder del movimiento de la clase trabajadora, más monolítica y totalitaria es la respuesta de la clase capitalista. La teoría autonomista ha tenido una importancia crucial para la reafirmación de la naturaleza de la teoría marxista como una teoría de la lucha, pero la fuerza real de la teoría de la lucha de Marx no reside en la reversión de la polaridad entre capital y trabajo sino en su disolución. Corno afirma Bonefeld: “La dificultad inherente a los enfoques ‘autonomistas’ no es que el ‘trabajo’ se ve como lo primario sino que esta idea no es desarrollada hasta su solución radical”. La positivización de la teoría autonomista ha sido desarrollada de manera más sistemática por Negri. En Anomalía salvaje, Negri se vuelca al estudio de Spinoza a fin de proporcionar un fundamento positivo para una teoría de la lucha. En este trabajo, insiste, por medio de su interpretación de Spinoza, que el desarrollo social, o más precisamente, la “genealogía de las formas sociales”, “no es un proceso dialéctico: implica negatividad sólo en el sentido de que la negatividad se entiende como el enemigo, como un objeto que se debe destruir, un espacio que se debe ocupar, no como el motor del proceso”. El motor del proceso es positivo: “la continua presión del ser hacia la liberación”.300 Su preocupación es desarrollar el concepto de poder revolucionario (la potentia de la multitud) como un concepto positivo, no dialéctico, ontológico. La autonomía es implícitamente entendida como la tendencia existente y positiva de la multitud que impulsa la potestas (el poder de los dominadores) hacia terrenos siempre nuevos.
Tratar al sujeto como algo positivo resulta atractivo pero inevitablemente es una ficción. En un mundo que nos deshumaniza, sólo podemos existir como seres humanos de manera negativa, luchando contra nuestra deshumanización. Comprender el sujeto como positivamente autónomo (en lugar de potencialmente autónomo) es muy parecido a ser una prisionera o un prisionero en una celda que imagina que ya es libre: una idea atractiva y estimulante, pero una ficción, una ficción que fácilmente conduce a otras ficciones, a la construcción de todo un mundo de ficción.
Las consecuencias de la positivización del concepto de lucha están desarrolladas de manera más clara en el último importante trabajo de Negri, Empire (escrito en colaboración con Michael Hardt). En esta obra ellos analizan el terreno actual hacia el que la potentia de la multitud ha empujado al capital. El nuevo paradigma de dominio es el Imperio: “En contraste con el imperialismo, el Imperio no establece un centro territorial de poder y no depende de límites o barreras fijos. Es un aparato de dominio descentrado y desterritorializado que de manera progresiva incorpora el reino global entero en sus fronteras abiertas, que se expanden. El Imperio opera con identidades híbridas, con jerarquías flexibles y con intercambios plurales por medio de la regulación de redes de comando. Los colores nacionales distintivos del mapa imperialista del mundo se han fundido y combinado en un arco iris global imperial”. Hay un cambio en la soberanía, “un pasaje general del paradigma de soberanía moderna hacia el paradigma de la soberanía imperial”. En esta última ya no es posible ubicar la soberanía territorialmente en el Estado nación, ni siquiera en un lugar en particular. Incluso aunque Estados Unidos desempeña un papel particularmente importante en la red de poder, no es el lugar de poder como lo fueron los poderes imperialistas de la época pasada. Una consecuencia de esto parecería ser que ya no tiene sentido pensar la transformación revolucionaria en términos de la toma del poder del Estado.
En este nuevo paradigma ya no hay ningún espacio de dominio y, en consecuencia ya no hay ningún afuera ni adentro, ya no hay ningún espacio exterior en el que sea posible ubicarse. El imperio es un sistema de dominio que todo lo abarca, la más reciente reformulación de lo que Negri antes había caracterizado como la “fábrica social” o el “capitalismo mundial integrado” (CMI). Esto no significa que haya sido destruida toda posibilidad de resistencia o de cambio. Por el contrario, Hardt y Negri insisten en que debe entenderse el imperio como una reacción a las luchas de la multitud. “La historia de las formas capitalistas siempre es necesariamente una historia reactiva”. Así, “la multitud es la fuerza productiva real de nuestro mundo social, mientras que el Imperio es un mero aparato de captura que sólo vive de la vitalidad de la multitud: como diría Marx, un régimen vampiresco de trabajo muerto acumulado que sobrevive sólo succionando la sangre de los vivos”.307
Dentro del Imperio, la fuerza conductora continua siendo la multitud. La base material del desarrollo del Imperio es el “trabajo inmaterial”, el trabajo intelectual, comunicativo y afectivo característico sobre todo del desarrollo del sector de servicios de la economía informacional. Lo importante de este trabajo inmaterial es su grado inmanente e inmediatamente cooperativo, lo que crea así una nueva subjetividad. “La dimensión inmediatamente social de la explotación del trabajo inmaterial vivo sumerge al trabajo en todos los elementos relacionales que definen lo social pero también, al mismo tiempo, activa los elementos críticos que desarrollan el potencial de insubordinación y de revuelta por medio de todo un conjunto de prácticas laborales”. La naturaleza inherentemente cooperativa de este tipo de trabajo “anula el título de propiedad” y crea las bases para una democracia absoluta, para una sociedad comunista.
Resulta claro que el argumento de Negri y Hardt se extiende en una dirección similar al que se sostiene en este libro en dos sentidos cruciales. En primer lugar, ellos enfatizan en la centralidad de la lucha oposicional (ya sea que la llamemos poder de la multitud o anti-poder) como la fuerza que da forma al desarrollo social; y en segundo lugar, sostienen que es importante concentrarse en la revolución, pero que esa revolución no puede concebirse en términos de tomar el poder del Estado.
Su argumento es inmensamente rico y sugerente, aunque su enfoque es muy diferente, efectivamente, del que se ha adoptado aquí. Esto nos deja con un dilema. ¿Tendremos que decir que el método no importa, que existen varias maneras diferentes de llegar a la misma conclusión? Pero si adoptamos esa posición, se desmorona gran parte de lo que hemos sostenido anteriormente con respecto al fetichismo y a la crítica. Si, en cambio, decimos que el método si importa precisamente porque es parte de la lucha contra la dominación capitalista, entonces, ¿qué podemos decir acerca del argumento de Hardt y Negri?
Analicemos el asunto más de cerca.
La diferencia en el enfoque está centrada en el tema del paradigma. El concepto positivo de Negri de lucha de clases y de composición de clase se centra en el concepto de “paradigma”. El argumento de Hardt y Negri gira alrededor del cambio de un paradigma de dominación por otro. Este proceso se caracteriza primariamente por un cambio del imperialismo al Imperio, pero también se lo describe de diversas maneras, como un movimiento de la modernidad a la posmodernidad, de la disciplina al control, del fordismo al posfordismo, de una economía industrial a una informacional. Lo que nos interesa no es el nombre sino el supuesto de que el capitalismo puede entenderse en términos del reemplazo de un paradigma de dominio por otro, de un sistema de orden por otro. “La policía mundial norteamericana no actúa en interés imperialista sino en interés imperial. En este sentido la Guerra del Golfo de hecho anunció, como proclamó George Bush, el nacimiento de un nuevo orden mundial”.310
Hardt y Negri no están solos, por supuesto, en este enfoque paradigmático. Otro punto de vista que descansa fuertemente en el concepto de un cambio de paradigma y que ha tenido gran influencia en los últimos años es el de la escuela regulacionista, que analiza el capitalismo en términos del cambio de un modo de regulación fordista a otro posfordista. El enfoque paradigmático tiene atractivos obvios como método para intentar comprender los cambios actuales en el mundo. Permite unir varios fenómenos aparentemente dispersos en un todo coherente. Permite esbozar un panorama extremadamente rico y satisfactorio en el que encajan los millones de piezas del rompecabezas. Esto resulta inmensamente estimulante porque sugiere una serie completa de correspondencias que antes no eran obvias. También a los académicos les resulta muy atractivo porque sugiere un mundo completo de proyectos de investigación que pueden completarse sin dejar cabos sueltos.
Sin embargo, el problema con el criterio paradigmático es que separa existencia de constitución. Descansa sobre la idea de duración. Presenta a la sociedad como algo que es relativamente estable durante un cierto período de tiempo y en este período podemos reconocer ciertos parámetros sólidos. Un paradigma crea un espacio en el que podemos decir que el mundo es así. Un paradigma identifica. Puede sostenerse que la identificación es necesaria para el pensamiento: así es, pero, a menos que la identificación conlleve su propia negación, es decir, que no hay más que el reconocimiento de un momento frágil y evanescente perturbado por sus propias contradicciones (nosotros), entonces se crea un mundo de orden, una estabilidad que reifica. Un paradigma presenta un mundo ordenado de correspondencia. El impulso negativo que es el punto de partida se convierte en una ciencia positiva. El rechazo proletario está integrado dentro de un mundo de orden. Aunque Hardt y Negri insisten en que debe comprenderse el orden como la respuesta al desorden, de hecho les resulta difícil evitar el predominio del orden que es consecuencia de un enfoque paradigmático. Como implica el título del libro, su relato es un recuento del orden, no del desorden. Aunque ellos insisten en que el rechazo es la fuerza conductora de la dominación, de hecho lo relegan a un lugar subordinado: sólo en las páginas finales del libro los autores dicen: “Ahora que hemos estado ocupándonos extensamente del imperio, deberíamos concentramos directamente en la multitud y en su poder político potencial”.
El enfoque paradigmático lleva la clasificación a sus extremos. Existe un anhelo por capturar lo nuevo, por clasificarlo, etiquetarlo, hacerla encajar en el orden paradigmático. Existe casi una prisa indecente por declarar muerto al antiguo orden y proclamar el nuevo. “¡El rey ha muerto! ¡Viva el rey!”. Tan pronto como un sistema de dominio se encuentra en crisis, se proclama el nuevo sistema de dominio. “En este punto el sistema disciplinario se ha vuelto completamente obsoleto y debe ser dejado atrás. El capital debe llevar [a] realizar un reflejo negativo y una inversión de la nueva cualidad de la fuerza de trabajo: debe ajustarse a fin de ser capaz de comandar otra vez”. El ajuste al nuevo comando se supone como realidad, no se lo ve como proyecto: esta es la sustancia del nuevo paradigma, esto es el Imperio.
El deseo de hacer que todo encaje, de ver ya establecido el nuevo paradigma, conduce con facilidad a una exageración que, a menudo, parece bastante irreal. Así, “el movimiento autónomo es lo que define el lugar adecuado a la multitud. Cada vez menos los pasaportes o los documentos legales serán capaces de regular nuestros movimientos a través de las fronteras”.314 O también: “No hay que chequear el reloj en el terreno de la producción biopolítica; el proletariado produce en toda su generalidad en cualquier parte a lo largo de todo el día”.
El enfoque paradigmático se convierte gradualmente al funcionalismo. En un mundo de correspondencias todo es funcional, todo contribuye al mantenimiento de un conjunto coherente. AsÍ, para Hardt y Negri (como antes para Negri), la crisis no es tanto un momento de ruptura como una fuerza de regeneración en el capitalismo, una “destrucción creativa”. Así, “como lo es para la modernidad en su conjunto, la crisis es para el capital una condición normal que no indica su fin sino su tendencia y su modo de operación”.317 Es decir: “la crisis de la soberanía moderna no fue temporaria o excepcional (como uno podría decir que el derrumbe de la bolsa en 1929 fue una crisis), sino más bien la norma de la modernidad. De manera similar, la corrupción no es una aberración de la soberanía imperial sino su esencia misma y su forma de funcionamiento”. Aunque el proyecto del libro es claramente el de una ruptura, el método adoptado parece absorber la posibilidad de ruptura, parece integrar el movimiento dentro de una fotografía. Un enfoque paradigmático inevitablemente implica un congelamiento del tiempo.
El funcionalismo se extiende a la comprensión de la soberanía y del Estado. Los autores interpretan la visión de Marx del Estado como funcionalista. Haciendo referencia a la caracterización del Estado que hacen Marx y Engels como el ejecutivo que gerencia los intereses de los capitalistas, ellos comentan: “por esto ellos quieren decir que aunque la acción del Estado a veces contradirá los intereses inmediatos de los capitalistas individuales, siempre será en el interés a largo plazo del capitalista colectivo, es decir, del sujeto colectivo del capital social en su conjunto”. Así, el sistema de estados modernos logró” garantizar el interés del capital social total contra las crisis” mientras en la era posmoderna del Imperio “el gobierno y la política vienen a estar completamente integrados en el sistema de comando trasnacional”.321 Lo político y lo económico vienen a formar un sistema cerrado, un “capitalismo integrado mundial”.
Es completamente consistente con este enfoque paradigmático que Hardt y Negri sean muy explícitamente anti-dialécticos y anti-humanistas. En repetidas oportunidades desestiman a Hegel como el filósofo del orden en lugar de considerarlo también como el filósofo que hizo del movimiento subversivo el centro de su pensamiento. Entienden la dialéctica como la lógica de la síntesis en lugar de entenderla como el movimiento de negación. Es consistente con esto que los autores insistan en la continuidad entre animales, seres humanos y máquinas. Ellos se ven a sí mismos como sostenedores de “el antihumanismo que fue un proyecto tan importante para Foucault y Althusser en la década de los sesenta” y citan con aprobación la insistencia de Haraway en “derribar las barreras que ponemos entre los seres humanos, los animales y las máquinas”.323 El posmodernismo nos da la oportunidad de “reconocer nuestros cuerpos y nuestras mentes poshumanos, [de] juzgarnos por los simios y ciborgs que somos”. En el nuevo paradigma “las máquinas interactivas y cibernéticas se convierten en nuevas prótesis integradas en nuestros cuerpos y mentes y en una lente por medio de la cual se redefinen nuestros cuerpos y nuestras mentes mismos. La antropología del ciberespacio es realmente un reconocimiento de la nueva condición humana”.325 El problema con esta visión, seguramente, es que ni las hormigas ni las máquinas se rebelan. Una teoría que está basada en la rebelión tiene poca opción: tiene que reconocer el carácter distintivo de la humanidad.
Resulta sorprendente, quizás, que dado su proyecto general, Hardt y Negri no conciban el capital como lucha de clases. No se trata de que no otorguen importancia a la lucha de clases, sino más bien de que no comprenden al capital como lucha de clases. Existe una tendencia a tratar al capital como una categoría económica, reproduciendo con esto (como con otros puntos) los supuestos de la ortodoxia marxista que están tan acertados en atacar. El capital no parece ser entendido como la lucha por apropiarse de lo hecho y volverlo contra el hacer. Así, en aparente contradicción con su insistencia en la comprensión del cambio de paradigma como respuesta a la lucha de clases, ellos afirman que “además de prestar atención al desarrollo del capitalismo mismo, debemos también comprender la genealogía desde la perspectiva de la lucha de clases”, implicando así que el desarrollo del capital y la lucha de clases son dos procesos separados. El análisis actual de “el desarrollo del capital mismo” se plantea en términos de sub-consumo en lugar de planteárselo en términos del antagonismo entre capital y trabajo. Todas las barreras al desarrollo capitalista “fluyen de una única barrera definida por una relación desigual entre el trabajador como productor y el trabajador como consumidor”. A fin de explicar el movimiento de imperialismo a Imperio, siguen la teoría del subconsumo de Rosa Luxemburg de que el capitalismo sólo puede sobrevivir por medio de la colonización de las esferas no capitalistas. “En este punto podemos reconocer la contradicción fundamental de la expansión capitalista: la dependencia del capital respecto del exterior, del medio no capitalista, que satisface la necesidad de realizar el plusvalor, entra en conflicto con la internalización del medio no capitalista, que satisface la necesidad de capitalizar ese plusvalor realizado”. De acuerdo con los autores, el capital encuentra una solución al agotamiento del mundo no capitalista pasando de la subsunción formal de la esfera no capitalista a la subsunción real del mundo capitalista. Luego de esta explicación del pasaje de imperialismo a Imperio se señala que” debemos también comprender la
genealogía desde la perspectiva de la lucha de clases”.
La consecuencia de comprender la lucha de clases y el capital como separados y de ver la “contradicción fundamental de la expansión capitalista” como algo distinto de la dependencia del capital respecto de la subordinación del trabajo, es que no hay comprensión de la manera en que la insubordinación del trabajo constituye la debilidad del capital (especialmente en la crisis capitalista). En este libro, como en todos los análisis de Negri, existe una lucha de titanes: un capital poderoso y monolítico (el “Imperio”) enfrenta a una “multitud” poderosa y monolítica. El poder de cada lado no parece penetrar en el otro. La relación entre los dos polos del antagonismo capitalista se trata como externa, como lo indica, incluso, la elección de los autores de la palabra “multitud” para describir la oposición al capital, un término que presenta la grave desventaja de perder todo rastro de la relación de dependencia del capital respecto del trabajo.
Sería muy equivocado tomar a Negri como el representante de todos los autores autonomistas (o incluso intentar clasificar al autonomismo como una “escuela” homogénea). Lo que Negri saca como conclusión y lleva a su extremo es la comprensión positiva de la lucha de clases que está presente en varios de los escritos autonomistas y, al hacerlo, pone de manifiesto su problema. Esta positivización del impulso autonomista inicial es lo que impide que ese impulso sea llevado a sus conclusiones radicales (a pesar de las apariencias).
Políticamente, el énfasis puesto en el poder del movimiento de la clase trabajadora tiene un atractivo obvio. Sin embargo, la comprensión del trabajo y del capital en términos de una relación externa conduce a la magnificación paradójica (y romántica) del poder de ambos. La falta de comprensión de la naturaleza interna de la relación entre trabajo y capital conduce al análisis autonomista a subestimar el grado en el que el trabajo existe dentro de las formas capitalistas. La existencia del trabajo dentro de formas capitalistas, como se discutirá con más detalle en las páginas siguientes, implica tanto la subordinación del trabajo al capital como la fragilidad interna del capital. Pasar por alto la naturaleza interna de la relación entre trabajo y capital significa así tanto subestimar la contención del trabajo dentro del capital (y por eso sobreestimar el poder del trabajo contra el capital) como subestimar el poder del trabajo como una contradicción interna al capital (y por 10 tanto, sobreestimar el poder del capital contra el trabajo). Si se ignora la mutua penetración del poder y el anti-poder, si se olvida el tema del fetichismo, entonces nos quedamos con dos sujetos puros enfrentados; nos quedamos con el sujeto como un “yo fuerte que controla racionalmente todos sus impulsos, según lo enseñó la tradición entera del racionalismo, especialmente Spinoza y Leibniz, que al menos en este punto se hallan de acuerdo”. Del lado del capital se encuentra el Imperio, el sujeto perfecto, y del lado de la clase trabajadora se encuentra… el militante. El autonomismo -y en esto reside tanto su atractivo como su debilidad- es una teorización del mundo desde la perspectiva no mediada del militante. De manera apropiada, la discusión de Hardt y Negri acerca del Imperio finaliza con un himno de gloria al militante: “el militante es el que mejor expresa la vida de la multitud: el agente de la producción biopolítica y la resistencia contra el imperio”. Y el ejemplo de militancia comunista que proponen en el párrafo final del libro332 es la corporización perfecta del Sujeto Puro: ¡San Francisco de Asís! Una imagen atractiva, quizás, para el militante dedicado, pero desesperanzadamente fuera de tono con la experiencia de aquellos de nosotros que vivimos enlodados en las impurezas inmundas de la fetichización cotidiana y quienes, a pesar de y precisamente por eso, luchamos por la revolución.
Para comprender la fuerza del anti-poder debemos ir más allá de la figura del militante. El grito con el que comenzamos el libro no es el grito de un militante sino el de todos los oprimidos. Es necesario ir más allá de la fuerza de la militancia abierta y preguntar por la fuerza de todos aquellos que rechazan subordinarse, por la fuerza de aquellos que rehúsan convertirse en máquinas capitalistas. Sólo cuando nos basamos en la ubicuidad de la resistencia, la revolución se vuelve posible.

Capílulo10

La realidad material del anti-poder y la crisis del capital

I

En el capítulo anterior hemos sostenido que el anti-poder es ubicuo y que es la fuerza conductora del poder. Ahora debemos avanzar un paso más en la comprensión de la materialidad del anti-poder.
El tercer punto en la comprensión de la realidad del antipoder es que el capital depende de manera absoluta del trabajo alienado para su existencia, es decir, que depende de la transformación del hacer humano en trabajo productor de valor.
Ésta, seguramente, es la contribución específica de Marx al pensamiento oposicional, la que lleva al marxismo más allá de otras formas de pensamiento radical. La negación radical de la sociedad habitualmente comienza como una negación externa, como un nosotros-contra-ellos: mujeres contra hombres, blancos contra negros, pobres contra ricos, multitud contra Imperio. Nuestra negatividad se encuentra con la positividad de ellos en una confrontación externa y potencialmente eterna. Resulta claro que los ricos nos oprimen, que los odiamos y que luchamos contra ellos, pero este enfoque no nos dice nada de nuestro poder y de la vulnerabilidad de ellos. En general, la teoría radical tiende a concentrarse en la opresión y en la lucha contra la opresión en lugar de concentrarse en su fragilidad. La teoría feminista, por ejemplo, ha sido extremadamente enérgica en arrojar luz sobre la naturaleza de la opresión de género en la sociedad: lo que no ha desarrollado es una teoría de la vulnerabilidad o de la historicidad de tal opresión.
En oposición a este “nosotros-contra-ellos” de la teoría radical, Marx pregona: “Pero no hay un ellos, sólo hay un nosotros.
Nosotros somos la única realidad, la única fuerza creativa. No hay nada excepto nosotros, nada excepto nuestra negatividad”.
El alegato esencial del marxismo, que lo distingue de otras variedades de teoría radical, es el de disolver toda externalidad. El núcleo de su ataque contra ellos es mostrar que ellos dependen de nosotros porque nosotros continuamente los creamos a ellos. Nosotros, los sin poder, somos todopoderosos.
La crítica de la externalidad del “ellos-contra-nosotros” de la teoría radical no es un punto teórico abstruso sino el núcleo de la comprensión marxista de la posibilidad de la transformación revolucionaria de la sociedad. Comprendiendo que ellos no son externos a nosotros, que el capital no es externo al trabajo, podemos comprender la vulnerabilidad de la dominación capitalista. Desplazarse más allá de la externalidad del “ellos-contranosotros” es, al mismo tiempo, desplazarse más allá de la teoría radical de la opresión hacia la preocupación del marxismo: la comprensión de la fragilidad de la opresión y la comprensión de esa fragilidad como la fuerza de nuestro grito.
Hemos dicho mucho acerca de la manera en la que el poder impregna el anti-poder, acerca del carácter dañado y alienado de nuestra insubordinación. Pero lo opuesto es igualmente verdadero. El fetichismo es un proceso bifacético. No sólo señala la penetración del poder en la oposición sino también la penetración de la oposición en el poder. Decir, por ejemplo, que el dinero es la cosificación de las relaciones sociales significa igualmente decir que el antagonismo de las relaciones sociales entra en la “cosa” en la que el dinero se presenta. Hablar del dinero como de un disciplinador de las relaciones sociales es, igualmente, hablar de las relaciones sociales como subversoras del dinero. Si el poder impregna su negación, el anti-poder, es igualmente cierto (y posiblemente más interesante) que el anti-poder impregna su antítesis, el poder.

II

La impregnación del poder por el anti-poder es la sustancia de la teoría de la crisis.
La idea de que una teoría de la crisis es importante para apoyar la lucha contra el capitalismo ha sido un argumento central de la tradición marxista: la importancia del marxismo reside en dar apoyo a la lucha en favor del comunismo mostrando que es materialmente posible una transición del capitalismo al comunismo, es decir, que la lucha por el comunismo está fundada en las contradicciones materiales del capitalismo y que estas contradicciones están concentradas en la crisis capitalista. Los marxistas siempre han recurrido a la crisis para asegurarse de que no estamos solos en nuestra lucha.
Sin embargo, hay dos maneras de entender este “no estamos solos”. La comprensión ortodoxa de la crisis consiste en verla como una expresión de las contradicciones objetivas del capitalismo: no estamos solos porque las contradicciones objetivas están de nuestro lado, porque las fuerzas productivas están de nuestro lado, porque la historia está de nuestro lado. Desde este punto de vista, nuestra lucha encuentra su apoyo en el desarrollo objetivo de las contradicciones de la economía capitalista. Una crisis precipitada por estas contradicciones crea una oportunidad para la lucha, crea una oportunidad de convertir la crisis económica en crisis social y una base para la toma revolucionaria del poder. El problema de esta mirada es que tiende a deificar a la economía (o a la historia, o a las fuerzas productivas), a crear una fuerza por fuera del accionar humano, que será nuestra salvadora. Esta idea de la crisis como la expresión de las contradicciones objetivas del capitalismo complementa la concepción que ve a la revolución como la toma del poder en vez de ver en ambas, en la crisis y en la revolución, una desintegración de las relaciones de poder. La otra manera de entender el “no estamos solos”, es ver la crisis como la expresión de la fuerza de nuestra oposición al capital. No hay “contradicciones objetivas”: nosotros y sólo nosotros somos la contradicción del capitalismo. La historia no es la historia de las leyes del desarrollo capitalista sino la historia de la lucha de clases (es decir, de la lucha por clasificar y contra ser clasificados). No hay dioses de ningún tipo, ni el dinero, ni el capital, ni las fuerzas productivas, ni la historia: nosotros somos los únicos creadores, los únicos salvadores posibles, los únicos culpables. No puede entenderse a la crisis, entonces, como una oportunidad que se nos presenta gracias al desarrollo objetivo de las contradicciones del capitalismo, sino que debe entendérsela como la expresión de nuestra propia fuerza, y esto hace posible concebir la revolución, no como la toma del poder, sino como el desarrollo del anti-poder que ya existe como la sustancia de la crisis.
En cualquier sociedad de clases existe una inestabilidad procedente de la dependencia de los dominadores respecto de los dominados. En cualquier sistema de poder-sobre, existe una relación de dependencia mutua entre los “poderosos” y los “sin poder”. Parece ser una relación unilateral en la que el dominado depende del dominador pero, de hecho, la existencia misma del dominador como tal depende de los dominados. En cualquier sociedad basada en la explotación, surge cierta inestabilidad del hecho de que el mantenimiento de las relaciones de explotación y, por ende, la posición de la clase dominante, depende del trabajo del explotado. En cualquier sociedad de clases existe una asimetría entre la clase explotadora y la clase explotada: aunque claramente en cierto sentido cada clase depende de la otra, la clase explotada depende de la clase explotadora sólo para la reproducción de su condición de explotada, mientras que la clase explotadora depende del trabajo de la clase explotada para su existencia misma.
La inestabilidad social inherente a cualquier sociedad de clases toma diferentes formas en distintos tipos de sociedad. La noción de crisis capitalista se basa en la idea de que el capitalismo se caracteriza por una inestabilidad particular, que encuentra desahogo en convulsiones periódicas. Es necesario, por lo tanto, ir más allá de la inestabilidad resultante de la dependencia general de las clases dominantes respecto del trabajo de los explotados, para preguntar ¿de qué se trata la particular forma capitalista de dependencia de la clase dominante respecto del trabajo de la clase explotada que hace del capitalismo un sistema de dominación peculiarmente inestable?
¿Qué es lo propio en la relación de dependencia del capital respecto del trabajo que vuelve al capitalismo inherentemente inestable?
La libertad. La respuesta es a la vez obvia y ligeramente perturbadora. La libertad del trabajador es el rasgo privativo de la relación entre capital y trabajo. La libertad del trabajador es lo que distingue al capitalismo de las sociedades de clases previas.
Esta libertad no es, por supuesto, la libertad cara a la imaginación liberal sino que es la libertad en un “doble sentido”. “Para la transformación del dinero en capital el poseedor de dinero, pues, tiene que encontrar en el mercado de mercancías al obrero libre; libre en el doble sentido de que por una parte dispone, en tanto hombre libre, de su fuerza de trabajo en cuanto mercancía suya, y de que, por otra parte, carece de otras mercancías para vender, está exento y desprovisto, desembarazado de todas las cosas necesarias para la puesta en actividad de su fuerza de trabajo”. Donde la noción liberal de libertad ve sólo el primer aspecto, los marxistas, en oposición a la teoría liberal, han tendido a enfatizar el segundo aspecto, la “realidad” de la libertad en la sociedad capitalista, el hecho de que la trabajadora o el trabajador no tienen más opción que vender su fuerza de trabajo. El énfasis exclusivo en el segundo aspecto, sin embargo, sugiere una imagen de la trabajadora y el trabajador como víctimas, como objetos y pasa completamente por alto la importancia de la libertad como una expresión del anti-poder, de la oposición al capital.
Enfatizar también en el primer aspecto, la libertad del trabajador de “disponer de su fuerza de trabajo en cuanto mercancía suya”, en ningún sentido es sugerir una liberalización del marxismo. Es importante tener en mente que todas las sociedades de clases descansan en la subordinación de los trabajadores insubordinados y, por lo tanto, en la violencia: lo que distingue al capitalismo de las otras sociedades de clases es la forma que toma esta subordinación, el hecho de que está mediada por la libertad.
Marx no examina “por qué ese obrero libre se le enfrenta [al poseedor de dinero] en la esfera de la circulación”, pero señala: “Una cosa, sin embargo, es evidente. La naturaleza no produce por una parte poseedores de dinero o de mercancías y por otras personas que simplemente poseen sus propias fuerzas de trabajo. Esta relación en modo alguno pertenece al ámbito de la historia natural, ni tampoco es una relación social común a todos los períodos históricos. Es en sí misma, ostensiblemente, el resultado de un desarrollo histórico precedente […] esta condición histórica entraña una historia universal”.
Si se ve al feudalismo y al capitalismo como diferentes formas históricas asumidas por la relación de dominación, entonces la esencia de la transición del feudalismo al capitalismo es la liberación de los siervos y la disolución del poder personal de los señores feudales, la creación de un “trabajador libre” que se enfrenta al propietario del dinero (también recientemente creado) en el mercado. La “liberación de los siervos” no es la simple transición de la esclavitud a la libertad sugerida en el relato liberal. La “liberación” de los siervos es más bien una des-articulación de la relación de dominación.
Bajo el feudalismo, la relación de dominación era personal: un siervo estaba ligado a un señor particular, un señor estaba limitado a explotar a los siervos que había heredado o que podía subyugar de alguna otra manera. Ambos lados de la división de clases estaban limitados: el siervo estaba atado a un señor particular y a un lugar particular y el señor estaba atado a un grupo particular de siervos. Si el señor era cruel, los siervos no podían decidir irse y trabajar para otro señor. Si los trabajadores eran perezosos, no calificados o insubordinados, el señor no podía simplemente despedidos. El resultado fue, de un lado, la revuelta y del otro, la búsqueda de otras formas de expansión de la riqueza y del poder. La servidumbre personal del feudalismo se mostró inadecuada como forma de contención y explotación de la fuerza de trabajo. Los siervos huyeron hacia las ciudades, los señores feudales aceptaron la monetización de la relación de dominación.
La transición del feudalismo al capitalismo fue, de esta manera, un movimiento de liberación en ambos lados de la división de clases. Ambos lados huyeron uno del otro: los siervos de los señores (como enfatiza la teoría liberal), pero también los señores de los siervos por medio del movimiento de su riqueza monetizada. Ambos lados huyeron de una relación de dominación que se mostró inadecuada como forma de dominación. Ambos lados huyeron hacia la libertad.
La fuga hacia la libertad es, así, central en la transición del feudalismo al capitalismo. Pero existen, por supuesto, dos sentidos diferentes y opuestos de libertad aquí (un dualismo que es la contradicción central de la teoría liberal). La fuga de los siervos fue una fuga respecto de la subordinación al señor, la fuga de quienes, por una razón u otra, ya no aceptaban la antigua subordinación, fue la fuga de los insubordinados. La fuga de los señores fue exactamente lo opuesto: cuando convirtieron su riqueza en dinero, fue una fuga de la inadecuación de la subordinación, una fuga respecto de la insubordinación. Por un lado, la fuga de la insubordinación, de otro lado, la fuga respecto de la insubordinación: visto desde cualquiera de los lados, la insubordinación del trabajo fue la fuerza conductora de la nueva movilidad de la relación de clase, la fuga mutua del siervo y del señor.
La fuga de-y-respecto-de la insubordinación del trabajo, la repulsión mutua de ambas clases no disolvió, por supuesto, la relación de clases. Tanto para el siervo como para el señor, la fuga hacia la libertad se enfrentó con la reafirmación del límite de la dependencia mutua. Los siervos liberados encontraron que no eran libres de dejar de trabajar: dado que no controlaban los medios de producción, estaban forzados a trabajar para un amo, alguien que controlaba los medios de producción. Para sobrevivir tuvieron que subordinarse nuevamente. Sin embargo, esto no fue un retorno a la antigua relación: ya no se encontraban ligados a un amo en particular sino que eran libres de moverse, de dejar un amo y trabajar para otro. La transición del feudalismo al capitalismo implicó la des-personalización, la des-articulación o licuefacción de las relaciones de dominación. La relación de explotación no fue abolida por la disolución de las ataduras de la servidumbre personal, sino que experimentó un cambio fundamental en la forma. El lazo especial que ataba al siervo a un amo en particular fue disuelto y reemplazado por una relación de subordinación, fluida, desarticulada y móvil, a la clase capitalista. La fuga de la insubordinación entró en la definición misma de la nueva relación de clases.
Del otro lado de la sociedad, los antiguos señores que convirtieron su riqueza en dinero encontraron también que la libertad no era en absoluto lo que habían imaginado, porque aún dependían de la explotación y, por lo tanto, de la subordinación de los explotados: los trabajadores, sus anteriores siervos. La fuga respecto de la insubordinación no es una solución para los señores convertidos en capitalistas, porque la expansión de su riqueza depende de la subordinación del trabajo. Son libres de abandonar la explotación de cualquier grupo particular de trabajadores (por cualquier razón: pereza, calificación inadecuada o lo que sea) y establecer lazos directos de explotación con otro grupo de trabajadores o, simplemente, participar por medio de la inversión no-productiva en la explotación global del trabajo. Cualquiera sea la forma que tome su particular relación con la explotación del trabajo, la expansión de su riqueza no puede ser más que una parte de la expansión total de la riqueza producida por los trabajadores. Exactamente como en el caso de sus anteriores siervos, la fuga hacia la libertad se convierte en la fuga hacia una nueva forma de dependencia. Así como la fuga de los siervos respecto de la subordinación los vuelve a llevar hacia una nueva forma de subordinación, la fuga de los señores respecto de la insubordinación los vuelve a llevar hacia la necesidad de enfrentar esa insubordinación. La relación, sin embargo, ha cambiado, pues la fuga del capital respecto de la insubordinación es central en su lucha por imponer la subordinación (como, por ejemplo, en la amenaza siempre presente del cierre de la fábrica o de la bancarrota). La fuga respecto de la insubordinación se ha convertido en una característica definitoria de la nueva relación de clases.
La insubordinación del trabajo es así el eje sobre el cual gira la constitución del capital como capital. Es la repulsión centrífuga mutua de las dos clases, la fuga de y respecto de la subordinación, lo que distingue al capitalismo de las sociedades de clases anteriores, lo que da una forma peculiar a la explotación del trabajo en la que se basa el capitalismo, como cualquier otra sociedad de clases. La intranquilidad de la insubordinación entra en la relación de clase como el movimiento del trabajo y del capital.
Desde el comienzo, la nueva relación de clase, la relación entre capitalistas y trabajadores (o, más exactamente, puesto que es una relación despersonalizada, entre capital y trabajo) es una relación de fuga y dependencia mutua: fuga de y respecto de la insubordinación, dependencia basada en la re-subordinación. El capital, por su definición misma, huye del trabajo insubordinado en busca de más y más riqueza, pero nunca puede escapar de su dependencia respecto de la subordinación del trabajo. El trabajo, desde el comienzo, huye del capital en busca de autonomía, comodidad, humanidad, pero sólo puede escapar respecto de su dependencia y subordinación al capital destruyéndolo, sólo destruyendo la apropiación privada de los productos del trabajo. La relación entre capital y trabajo es así una relación de mutua fuga y dependencia, pero no es simétrica: el trabajo puede escapar, el capital no. El capital depende del trabajo de un modo en que el trabajo no de ende del capital. El capital, sin trabajo, deja de existir: el trabajo, sin capital se vuelve creatividad práctica, práctica creativa, humanidad.
El ascenso del capitalismo, de esta manera, implica la despersonalización, o mejor aún, la des-articulación, la des-unión o dislocación de las relaciones de dominación. La disolución de las ataduras de la servidumbre personal no abole la relación de dominación sino que la des-articula. Tanto el siervo (ahora trabajador) como el señor (ahora capitalista) permanecen como polos antagónicos de una relación de dominación-y-lucha, pero esta relación ya no es la misma. La insubordinación del trabajo ha entrado en la relación como intranquilidad, movilidad, liquidez, inestabilidad, fluidez, como fuga constante. La relación ha sido des-articulada; ha sido quebrada y re-compuesta en forma desarticulada. La des-articulación de la relación de clases es la forma en la que se contiene el poder del trabajo, es la forma en la que se lo sujeta a la explotación continua de la clase dominante. La des-articulación de la relación de clases es simultáneamente la forma “asumida por la dependencia de la clase dominante respecto del trabajo. Éste es el significado de la libertad capitalista.
La clave de la desarticulación de la relación de clases es su mediación por el dinero o el intercambio de las mercancías. La libertad de los siervos respecto de la esclavitud personal es la mercantilización de su fuerza de trabajo, la adquisición de una forma-valor por parte de la fuerza de trabajo. El medio por el cual la trabajadora o el trabajador pueden moverse de un amo a otro es ofreciendo en venta su fuerza de trabajo y recibiendo a cambio un salario, la expresión monetaria del valor de su fuerza de trabajo. El medio por el cual el capitalista participa en la explotación global del trabajo es el movimiento de su capital en la forma de dinero. El valor, o dinero, es inseparable de aquello a lo que la teoría liberal llama libertad: la des-articulación de las relaciones sociales.
La desarticulación de la relación de explotación/dominación acarrea una des-articulación de todas las relaciones sociales. La existencia de la fuerza de trabajo como una mercancía implica una generalización de las relaciones mercantiles en la sociedad, la mediación de las relaciones sociales en general a través del intercambio de mercancías, a través del dinero.
La des-articulación de las relaciones de clases es simultáneamente la desarticulación del trabajo mismo. El trabajo, de ser un concepto general que denota actividad creativa, pasa a definirse como trabajo realizado como resultado de la venta al capitalista de la fuerza de trabajo: un proceso de trabajo sujeto a la dirección del capitalista. Otras formas de actividad práctica llegan a verse como no-trabajo (como lo expresa la distinción hecha comúnmente entre madres trabajadoras y no-trabajadoras o la idea de que alguien que no está empleado está “sin trabajo”). La misma desarticulación implica también una des-articulación de la relación entre la trabajadora o el trabajador y el contenido del trabajo. Mientras que el siervo vivió realizando un cierto tipo, o ciertos tipos, de trabajo, los trabajadores capitalistas viven vendiendo su fuerza de trabajo: la venta de la fuerza de trabajo como una mercancía, es decir, la mediación del dinero, introduce una relación de indiferencia entre los trabajadores y el trabajo realizado. La desarticulación de las relaciones de clases es, en otras palabras, simultáneamente, la abstracción del trabajo.
La abstracción del trabajo implica también una separación entre el explotador y el contenido de la explotación. Mientras que el bienestar del

escupiendo, la clase trabajadora puede ser caracterizada exactamente como el chupado y escupido de la tierra.
señor dependía de que sus siervos realizaran ciertos tipos de trabajo, la mediación del dinero hace que para el capitalista sea absolutamente indiferente qué tipo de trabajo realizan sus empleados: su bienestar no depende de la cualidad del trabajo realizado sino de la expansión cuantitativa del valor.
La des-articulación de la relación de clase es también la desarticulación de la producción y el consumo: mientras que los siervos producían la mayor parte de lo que consumían, los trabajadores capitalistas producen sólo marginal mente para su propio consumo: la relación entre la producción y el consumo está mediada por el dinero. La mediación del dinero implica una separación tanto temporal como espacial entre producción y consumo. De modo similar, la mediación de la relación de clases a través del valor/dinero implica también una desarticulación de lo económico y lo político. Mientras que la relación feudal es una relación en la que no puede distinguirse la explotación de la dominación, en la que no puede distinguirse lo económico de lo político, el hecho de que la relación capitalista esté mediada por la venta y la compra de la fuerza de trabajo, implica una separación entre la explotación (lo económico) y el mantenimiento del orden social necesario para el proceso de explotación (lo político). Asimismo, hay una re-definición territorial, una separación entre el proceso no-territorial de la explotación caracterizado por la movilidad del trabajo y el capital y la organización territorial de la coerción por medio de la definición de los estados nacionales (y de sus ciudadanos). La lista podría continuar indefinidamente. La des-articulación de la relación de clase implica una fragmentación general de las relaciones sociales, la refracción de las relaciones por medio de las cosas. La desarticulación es, en otras palabras, fetichismo. El fetichismo es efectivamente un proceso bifacético. Con anterioridad hemos considerado al fetichismo como la impregnación del poder en la oposición. Ahora vemos que, igualmente, es la penetración de la oposición en el poder: el fetichismo peculiar de las relaciones sociales capitalistas que nos impregna de manera tan profunda a todos es, al mismo tiempo, la penetración de la libertad dentro de la forma de dominación.
La cuestión que nos interesa aquí es cómo esta des-articulación (o fetichización de la relación de clase introduce una nueva inestabilidad en el mundo. Si el rasgo que distingue al capitalismo de las formas previas de dominación de clase es la desarticulación de la relación de clase (”libertad”, “fetichismo”), entonces la naturaleza peculiar del capitalismo, la de ser impulsado por la crisis, debe explicarse en términos de esta desarticulación. Resulta obvio que la des-articulación de las relaciones sociales introdujo un nuevo caos en el mundo. Creó un mundo caótico, des-articulado, en el que nada encaja claramente con nada. No hay necesariamente una adecuación entre personas que ofrecen vender su fuerza de trabajo y personas que desean comprarla; no hay necesariamente una adecuación entre consumo y producción; ni hay necesariamente una adecuación entre lo político y lo económico. Esto es precisamente lo que significa la des-articulación “libertad”). Nació un mundo de no-correspondencia en el que el orden, si existe, sólo se establece por medio del desorden, en el que las conexiones sociales se establecen por medio de la des-conexión social. El mundo ordenado del feudalismo había colapsado, las ataduras de la servidumbre personal habían probado ser inadecuadas para contener y explotar el poder del hacer. La dominación de clase había sido mantenida, pero sólo por medio de la des-articulación de la relación de clases. El poder-hacer había sido contenido, pero a un terrible precio. El costo de subyugar al poder-hacer fue introducir el caos en el corazón mismo de la sociedad. El mismo fetichismo que previamente vimos como la penetración del poder en el anti-poder es, simultáneamente, la irrupción del anti-poder en el núcleo mismo del funcionamiento del poder. La existencia del poder-hacer contra y en el capital toma forma como la fuerza incontrolable del valor.
Esto parece estar al revés. No estamos acostumbrados a pensar el valor en estos términos. Es más común considerarlo como aquello que establece el orden (la “ley del valor”), como el lazo social en una sociedad de productores autónomos. Pero esto es correcto sólo si se pone el énfasis en la crítica de la teoría liberal. La idea de “ley del valor” dice, en efecto: “a pesar de las apariencias, los productores aparentemente autónomos están unidos por una conexión social que opera a sus espaldas: la ley del valor”. Si, por otro lado, no partimos desde la apariencia del individualismo fragmentado sino desde la irrupción histórica de la insubordinación del trabajo en la definición misma de la subordinación, entonces el valor expresa la fragmentación que resulta de esta irrupción respecto de la dominación más cohesiva del feudalismo. La ley del valor es, simultáneamente, la ilegalidad del valor. El valor es la expresión político-económica de la presencia de la fuga contradictoria de-y-respecto de la insubordinación en el interior de la subordinación misma, así como la libertad es su expresión categorial en la teoría política liberal. Libertad, valor y movilidad son expresiones inseparables de la misma desarticulación de las relaciones de clases.
La categoría de valor, entonces, expresa el poder de la insubordinación, la contención del hacer como trabajo alienado y el costo terrible de esta contención. La teoría del valor trabajo proclama, en primer lugar, el exclusivo y el omniconstitutivo poder del trabajo bajo el capitalismo. Es, por lo tanto, simultáneamente una teoría de clase:340 si el trabajo es omniconstitutivo, entonces el conflicto sólo puede entenderse en términos de control sobre el trabajo o explotación del trabajo.
En segundo lugar, la teoría del valor proclama la subyugación del hacer, el hecho de que, en el capitalismo, el hacer humano y creativo es reducido al proceso deshumanizante del trabajo abstracto, a la producción de valor. Como dice Marx del hecho de que “el trabajo se representa en el valor [… y] la medida del trabajo conforme a su duración se representa en la magnitud del valor”: son “formas que llevan escritas en la frente su pertenencia a una formación social donde el proceso de producción domina al hombre, en vez de dominar el hombre a ese proceso”. El hecho de que el producto del hacer tome la forma del valor es una expresión de la contención del poder del hacer. Cuando el trabajo de los siervos se libera de la subordinación al señor no se vuelve actividad creativa libre sino que es mantenido a raya por los requerimientos de la producción de valor. Desligado de la servidumbre personal para con el señor, el que antes era siervo ahora está, sin embargo, ligado por medio de la articulación del valor a la explotación que lleva adelante el capital.
En tercer lugar, la teoría del valor anuncia el costo que tiene la contención del hacer para la clase dominante y explotadora. Pone en claro que esta forma de subyugación del trabajo significa que las relaciones sociales se establecen” a espaldas de los productores”, que la sociedad no está sujeta a ningún control social. En el capitalismo, la clase dominante, si puede ser llamada así, domina sólo en el sentido de que trata de contener (y beneficiarse a partir de) el caos del valor. El valor domina como caos, I como des-articulación de las relaciones sociales, como la quebrada socialidad del hacer. El valor es la expresión del poder hacer contenido, como desorden, como contradicción.
En El capital, esta pérdida de control social se expresa por medio de la sucesiva derivación de formas de relaciones sociales dislocadas, desarticuladas, desquiciadas (ver-rückt). Cada forma de relación social no sólo expresa una conexión sino una desconexión, una des-articulación, una dislocación. Cada paso en la progresiva fetichización de las relaciones sociales trazado en El capital no sólo hace a la sociedad más opaca, también la hace más dislocada, más propensa al desorden. Cada vez que el argumento se desplaza de una forma a la otra, se muestra que la existencia particular de cada una (del precio como una forma distinta del valor, por ejemplo) significa que no hay correspondencia necesaria, que cada forma incluye una dislocación, la introducción de lo impredecible. Acerca de la relación entre mercancías y dinero, Marx dice: “La mercancía ama el dinero, pero ‘the course of true love never does run smooth’ [nunca es manso y sereno el curso del verdadero amor]”. A cada paso, la derivación de cada forma de las relaciones sociales es un cuento de amor incierto. Contra la fragmentación de las relaciones sociales, Marx rastrea su unidad interna, rastrea el proceso por el cual esa unidad interna (el trabajo) asume formas fragmentadas: en la discusión de Marx no sólo es importante la unidad interna sino también la fragmentación y la dislocación real de las formas asumidas por el trabajo. Con demasiada frecuencia se reduce el marxismo a un funcionalismo en el que se supone que los engranajes de la dominación capitalista encajan perfectamente. Nada podría estar más lejos del análisis de Marx. El capitalismo es de manera severa una sociedad de no correspondencia, una sociedad en la que las cosas no pueden encajar unas en otras funcionalmente, en la que la ley del valor es inseparable de la sin-ley del valor, una sociedad basada en el mantenimiento-en-des-articulación de la dominación de clase, el encadenado desencadenar del poder del trabajo. La des-articulación de la sociedad es la posibilidad de la desintegración social, la posibilidad de la crisis. La crisis es, simplemente, la expresión extrema de la des-articulación social: la manifestación extrema de la no correspondencia entre trabajo y capital, entre producción y consumo, entre venta y compra de la fuerza de trabajo y otras mercancías, entre lo político y lo económico. En este sentido (aún limitado), la centralidad de la crisis para el desarrollo capitalista ya está dada en la desarticulación de la relación de clase.

III

Si la crisis es la manifestación extrema de la des-articulación de las relaciones sociales, entonces cualquier teoría de una tendencia hacia la crisis (o de una “inevitabilidad” de la crisis) debe comenzar preguntando por qué la des-articulación de las relaciones sociales tomaría formas extremas. Si no se ve la crisis como algo simplemente endémico del capitalismo (como una dislocación endémica de las relaciones sociales) sino como la intensificación periódica de la des-articulación, entonces es necesario ir más allá de este argumento y preguntar cómo, en una sociedad en la que no existe lo inevitable, se puede aún hablar de una tendencia hacia la crisis como la clave de la comprensión de la fragilidad del capitalismo.
El problema no es sólo comprender la crisis como una crisis de relaciones sociales en lugar de veda como un fenómeno económico. No es simplemente cuestión de entender la crisis como una intensificación periódica del antagonismo de clases o como un cambio social intensificado (y, por lo tanto, central para cualquier comprensión del movimiento social).
Esto es importante, pero la cuestión a esta altura del argumento es cómo es posible hablar de una tendencia hacia la crisis (o incluso del carácter inevitable de la crisis) sin recurrir a fuerzas externas y objetivas.
Cualquier teoría no de terminista de la crisis debe ubicar la tendencia hacia la crisis en la dinámica de la lucha. Debe haber algo en la relación de lucha en el capitalismo, algo en la relación entre capital y trabajo, que la conduce hacia crisis recurrentes. No es una cuestión de entender la crisis como la consecuencia de una ola de lucha o militancia (como, de distintas maneras, lo hacen los análisis neoricardianos y autonomistas)344 sino de ver la tendencia hacia la crisis como inherente a la forma del antagonismo de clase.
Anteriormente se afirmó que la característica distintiva de la forma capitalista del antagonismo de clase era la des-articulación de la relación de clases (expresada en la libertad, el valor, la movilidad, etc.), y que esta desarticulación se expresa en todos los aspectos de las relaciones sociales. Ahora bien, si se ve la crisis como esta desarticulación social llevada al extremo, entonces ya se sugiere la pregunta: ¿qué es lo que hace que la desarticulación de las relaciones de clases tienda a formas extremas?
Hasta aquí hemos discutido la des-articulación de las relaciones sociales en términos de la distinción entre el capitalismo y las formas previas de sociedad de clases como si dicha des-articulación se hubiera completado en los albores del capitalismo.
En una sociedad antagónica como la capitalista, sin embargo, no hay estados de existencia, sólo procesos en movimiento. La desarticulación, entonces, no es una descripción del estado de las relaciones de clase sino una dinámica de la lucha. La des-articulación no se refiere simplemente a la liberación de los siervos respecto de los señores feudales y a la liberación de los señores respecto de sus siervos, sino que puede ser vista como la continua dinámica centrífuga del antagonismo, como la fuga de los trabajadores respecto de su dependencia del capital y la fuga del capital respecto de su dependencia del trabajo. La dinámica centrífuga de la lucha es el núcleo de la tendencia capitalista hacia la crisis. Tanto el trabajo como el capital procuran constantemente liberarse a sí mismos de su dependencia mutua: ésta es la fuente de la peculiar fragilidad del capitalismo.
La naturaleza centrífuga de la lucha contra el capital es relativamente fácil de ver. Nuestra lucha es claramente una lucha constante por escapamos del capital, una lucha por espacio, por autonomía, una lucha por aflojar la correa, por intensificar la des-articulación de la dominación. Ésta toma millones de formas diferentes: desde arrojar el despertador contra la pared, hasta llegar tarde al “trabajo”, realizar tareas sin esforzarse u otras:

344 Para un análisis neoricardiano, que enfatiza el papel de las luchas salariales, véase Glyn y Sutcliffe (1972); para un análisis autonomista, que enfatiza la lucha de clases en general, véase C1eaver y Bell (1982).
ausentismo, sabotaje, luchas por descansos, por el acortamiento de la jornada laboral, por vacaciones más largas, por mejores pensiones, huelgas de todo tipo, etcétera. La migración es una forma particularmente importante y obvia, en la medida en que millones de personas huyen del capital, buscando esperanza.345 Las luchas por el salario también pueden verse como luchas por una mayor autonomía respecto del capital, porque aunque a menudo una parte del trato para obtener salarios más altos es una intensificación del trabajo, el dinero se identifica con la “libertad”, en su sentido capitalista, con la capacidad de hacer que la vida esté menos sujeta a dictámenes externos. La lucha por escaparnos del capital obviamente no está confinada al lugar de trabajo: las luchas por la salud o la vivienda, las luchas contra el poder nuclear, los intentos de establecer formas anticapitalistas de vivir o de comer, son tentativas de escapar de la dominación del valor. La lucha del trabajo (o, mejor dicho, la lucha contra el trabajo alienado) es una lucha constante por obtener autonomía respecto del capital, sea ésta comprendida en términos de revuelta colectiva o como búsqueda individual de oportunidades. La lucha por la autonomía es el rechazo de la dominación, el no que reverbera de una forma u otra, no sólo en los lugares de trabajo sino, ubicuo, en toda la sociedad.346
Es quizás menos obvio el hecho de que la lucha del capital es también lucha por la autonomía. Podría parecer que el caso es lo opuesto. La lucha del capital es contra la autonomía del hacer. Donde buscamos aflojar las ataduras de la dominación capitalista, el capital busca reforzadas; donde buscamos extender la insubordinación, el capital debe subordinar; donde buscamos escapar, el capital debe contener; donde ambicionamos llegar tarde, el capital impone el reloj. Podría parecer que la lucha del capital constantemente es lucha contra la des-articulación de la sociedad y que, por lo tanto, las manifestaciones extremas de desarticulación (es decir, las crisis) son una cuestión de contingencia, puramente dependiente del resultado particular de la lucha entre la des-articulación y la articulación.
Pero la cuestión no es tan simple. Ciertamente, la supervivencia del capital depende de la explotación del trabajo. Lo distintivo del capitalismo, sin embargo, es la forma de explotación, la mediación de las relaciones de explotación por el dinero (valor, libertad, movilidad). La lucha del capital por sujetar al trabajo está mediada por la des-articulación de la relación

345 Véase Hardt y Negri (2000: 212): “La movilidad y el nomadismo masivo de los trabajadores siempre expresan un rechazo y una búsqueda de liberación: la resistencia contra las horribles condiciones de explotación y la búsqueda de libertad y nuevas condiciones de vida”.
346 Hardt y Negri (2000) correctamente adjudican gran importancia a la fuga (nomadismo, deserción, éxodo) en sus análisis de las luchas contra el Imperio. “El deseo desterritorializante de la multitud es el motor que conduce todo el proceso de desarrollo capitalista, y el capital debe intentar contenerlo constantemente” (pág. 124). Más adelante sugieren que “mientras que en la era disciplinaria el concepto de resistencia fundamental fue el sabotaje, en la era del control imperial puede serio la deserción” (pág. 212). No ven, sin embargo, que la fuga está en el concepto de capi tal y que es una fuga recíproca, la fuga de los trabajadores y la fuga del capital.
social. El capital impone su disciplina sobre el trabajo por medio de la fuga real o de la amenaza de fuga respecto del trabajo. La trabajadora o el trabajador que llega tarde se enfrenta al despido: ni con el látigo ni con la horca, sino con el movimiento del capital que se aleja. La fuerza de trabajo que va a la huelga o que no trabaja al ritmo exigido por el capital normalmente no se enfrenta a una ametralladora sino al cierre de la fábrica y a la conversión del capital en dinero. Los trabajadores que alzan la mano de la in-subordinación se enfrentan al despido y a su reemplazo por maquinarias: la fuga del capital, por medio del dinero, de capital variable hacia capital constante. El deleite del capitalismo, desde el punto de vista del capital, es que no está limitado a la subordinación de ningún trabajador o grupo de trabajadores en particular, sino sólo a la subordinación del trabajo en general. Si un grupo de trabajadores resulta insatisfactorio, el capital puede simplemente despedirlo, volverse dinero e ir a la búsqueda de trabajadores más subordinados (”flexibles”). El capital es una forma inherentemente móvil de dominación.347
La paradoja del capitalismo es que tanto los trabajadores como el capital luchan constantemente, de diferentes modos, por liberarse a sí mismos respecto del trabajo. Existe, en la forma peculiar del antagonismo entre capital y trabajo, una centrifugacidad: los dos polos de la relación antagónica se repelen uno al otro. Existe una repulsión mutua entre la humanidad y el capital (bastante obvia, pero importantísima). Si uno piensa el lazo desarticulado del capitalismo en términos del dueño que pasea al perro con una larga correa, entonces la peculiaridad del capitalismo es que ambos, tanto el propietario como el perro, tienden a huir uno del otro.
Llevemos la analogía un paso más lejos: la crisis no se produce cuando el propietario y el perro corren en direcciones opuestas sino cuando la unidad de la relación se afirma a sí misma por medio de la correa. El perro y el dueño pueden haber olvidado su ligazón, pero finalmente ella se afirma a sí misma, independientemente de la voluntad de uno y otro. Con el capital pasa lo mismo: no importa cuánto el trabajo y el capital puedan desear olvidar su relación mutua, finalmente ella se afirma a sí misma. Detrás de todas las formas que puede tomar la relación reside el hecho de que el capital no es sino trabajo objetivado.
El proceso de desarticulación social no constituye en sí mismo una crisis. Los hippies pueden optar por escaparse, los trabajadores pueden llegar con retraso al trabajo, los estudiantes pueden malgastar su tiempo en el estudio de Marx, el capital puede girar hacia la especulación financiera o el tráfico de drogas: todo esto no importa demasiado en tanto la producción de capital

347 La forma en la que se utiliza el concepto de movilidad del capital en muchas de las discusiones actuales sobre la “internacionalización” o “globalización”, es un ejemplo de la separación entre subordinación e insubordinación, entre estructura y lucha. Se supone que el capital está básicamente situado en un lugar (capital norteamericano, capital inglés) y el trabajo, si se lo caracteriza, aparece sólo como una víctima.
(esto es, la objetivación del hacer) no esté amenazada.348 La desarticulación de las relaciones sociales significa que la reproducción del capital depende de un tipo particular de práctica social: la producción de la plusvalía. Cuando la des-articulación de las relaciones sociales amenaza la producción de plusvalía (expresada a través del dinero como ganancia), la unidad subyacente de las relaciones sociales se impone.
En este sentido, las teorías de la crisis que se basan en el análisis de Marx de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia pueden considerarse como más relevantes que las del subconsumo o de la desproporcionalidad. Mientras que estas últimas se centran en las expresiones de la extrema desarticulación de las relaciones sociales (la falta de correspondencia entre producción y consumo o entre diferentes sectores de la producción), no se ocupan directamente de la relación entre las clases, la relación de repulsión mutua “libre” que es la fuente de la falta de correspondencia. La contradicción de esta repulsión mutua es, por otro lado, el núcleo de la teoría de Marx de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia.
Una forma crucial de la lucha del capital por la autonomía respecto del trabajo vivo es el reemplazo del trabajo vivo por el muerto, por el trabajo pasado, por la maquinaria. En su lucha por maximizar la producción de plusvalía, “el capital debe luchar sin pausa contra la insubordinación de éstos [los obreros]”,349 luchar contra “la rebelde mano del trabajo”350. La respuesta del capital a la insubordinación del trabajo consiste en disociarse del trabajo vivo, reemplazar al trabajador insubordinado por la dócil máquina y usar la máquina para imponer orden (”Arkwright creó el orden”, Marx cita a Ure)351. El reemplazo del trabajador por la máquina no es, por supuesto, necesariamente una respuesta directa a la insubordinación: mediado por el dinero, puede tomar la forma de una respuesta a los costos de mantener la subordinación, esto es, puede ser visto simplemente como ahorro de costos. De cualquier forma, el resultado es el mismo: la lucha del capital por maximizar el plusvalor, que sólo puede ser producido por el trabajo vivo, toma la forma de una fuga respecto del trabajo vivo, de la expulsión del trabajo vivo y su reemplazo por trabajo muerto.
La fuga respecto del trabajo (peculiar al capitalismo) entra en conflicto con la dependencia de los dominadores respecto del trabajo (común a todas las sociedades de clase). Paradójicamente, la fuga del capital respecto del trabajo intensifica su dependencia del trabajo, significa que la reproducción de las bases materiales de su dominación (del valor) depende de la explotación de un número relativamente decreciente de trabajadores (a esto se refería Marx con la tendencia creciente de la composición orgánica del

348 En la “economía posmoderna”, la producción de plusvalía puede parecer una cosa del pasado. El sueño del capital siempre ha sido la idea de hacer dinero a partir del dinero.
349 Marx (1990: 448).
350 17 Ídem, 532. 351 Ídem, 448.
capital). Para que el capital se reproduzca a sí mismo debe haber una explotación del trabajo cada vez más intensa, que a su vez presupone una intensificada subyugación de la humanidad. Si la intensificación de la explotación no es suficiente para contrarrestar los efectos de la fuga del capital respecto del trabajo, las consecuencias para la reproducción del capital se manifestarán como una caída en la tasa de ganancia. Lo que se expresa en la tendencia decreciente de la tasa de ganancia, es precisamente la contradicción, peculiar al capitalismo, entre la fuga del capital respecto del trabajo y su dependencia de él. La crisis enfrenta al capital con su dependencia del trabajo, respecto del hacer que niega; en este sentido, la crisis no es más que la expresión del carácter insostenible del fetichismo. Hasta ahora hemos explicado la crisis en términos de la fuerza del grito, de la fuerza de la fuga respecto del trabajo. Pero hemos visto que el grito es el llanto de un poder-hacer frustrado. ¿Es posible ver también la crisis como la expresión de la fuerza del poder-hacer y, por lo tanto, como creando la base para un tipo diferente de sociedad?
El marxismo ortodoxo ciertamente proporciona una interpretación más positiva de la crisis, presentándola como el conflicto entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción. Considera que el desarrollo de las fuerzas productivas crea una base positiva para la construcción de una sociedad comunista y que entra en conflicto cada vez más con su envoltura capitalista. ¿Es posible mantener tal argumento positivo?
Resulta claro que las “fuerzas productivas” no pueden desarrollarse positivamente, como si existieran en una suerte de vacío social. La frase “fuerzas productivas”, si olvidamos todas las alusiones mecanicistas y positivistas que surgen de la tradición ortodoxa, se refiere simplemente al desarrollo del poder-hacer humano. Nuestra capacidad humana para volar, por ejemplo, es mucho mayor ahora que en la época de Leonardo Da Vinci: es así a causa del desarrollo del poder-hacer humano o, si quieres, de las fuerzas productivas. Sin embargo, resulta claro que nunca hay ningún desarrollo neutral de tal poder-hacer. El poder-hacer existe en todo momento en y contra su forma capitalista, el poder-sobre. El valor de uso existe en y contra el valor. En todo momento existe una tensión en-y-contra entre nuestro hacer social y el hecho de que la socialidad de nuestro hacer está mediada por el valor. No puede ser de otra manera. En este sentido, en todo momento existe un choque entre el desarrollo de las fuerzas productivas (nuestro poder-hacer) y su envoltura capitalista. No existe, entonces, un desarrollo positivo de nuestro poder-hacer que simplemente pudiera ser asumido por una sociedad que se autodetermine.
Al mismo tiempo, es importante darse cuenta de que la fuga respecto del trabajo que hemos visto como el núcleo del carácter contradictorio del capital, manifestada en su tendencia a la crisis, no es necesariamente (o inclusive normalmente, si uno deja de lado el caso del suicida) una fuga respecto del hacer. La trabajadora o el trabajador que telefonea a su empleador para decirle que se encuentra enfermo cuando quiere pasar el día con sus hijos, está luchando por dar prioridad a una forma de hacer por sobre otra. Incluso el afiche que retrata a una mujer en la cama diciendo: “No fui a trabajar ayer. No iré hoy. Vive para el placer, no para el dolor”, muestra a la lucha contra el capitalismo no sólo como negativa sino como una lucha por un tipo diferente de hacer social (vivir para el placer, no para el dolor). También hay maneras más sutiles en las que las personas están comprometidas en la lucha por formas alternativas del hacer: incluso cuando simplemente pretenden hacer bien sus trabajos, como los docentes que intentan enseñar a sus alumnos, las enfermeras que tratan de ayudar a sus pacientes, los diseñadores que procuran diseñar bien sus productos, los productores que tratan de producir buenos productos: incluso en esos casos se está peleando por el desarrollo del valor de uso contra el valor y, así, por la emancipación de la socialidad del hacer. El valor (la presión por contribuir a la ganancia o por satisfacer una de las innumerables imitaciones burocráticas del valor) es entonces considerado como un desarreglo, como algo que se debe resistir. Desde el punto de vista del capital, concentrarse en el valor de uso en lugar de hacerlo en el valor, es una forma de insubordinación similar al ausentismo o al sabotaje.
En el capitalismo, entonces, se encuentra el desarrollo de una base para un tipo diferente de organización social, pero no reside en las máquinas ni en las cosas que producimos sino en el hacer social o en la cooperación que se desarrolla en constante tensión con su forma capitalista. Dado que no hay nada que exista por fuera de las relaciones sociales capitalistas, es claramente un error pensar la crisis en términos de una contradicción entre las relaciones sociales capitalistas y algo más. La contradicción sólo puede ser interna a las relaciones sociales del hacer. Es esta contradicción interna la que se manifiesta en la crisis: la contradicción entre el hacer y su forma capitalista, es decir, la fuga del trabajo enajenado hacia el hacer.

IV

La crisis implica una intensificación del conflicto. La repulsión mutua entre la humanidad y el capital impone al capital la necesidad de intensificar constantemente su explotación del trabajo a la vez que se toma difícil hacerlo. Se puede decir que una crisis existe cuando la insubordinación o la no-subordinación del hacer obstruye la intensificación de la explotación requerida por la reproducción capitalista al punto tal que la ganancia de capital se ve seriamente afectada. A través del proceso de crisis, el capital busca reorganizar su relación con el trabajo de manera tal de restablecer la ganancia. Esto implica la movilización de lo que Marx llama contratendencias a la tendencia decreciente de la tasa de ganancia: incrementando la tasa de explotación, eliminando una cantidad de capitales que, de otra manera, participarían en la distribución de la plusvalía social total, restableciendo hasta cierto punto la parte proporcional asumida por el trabajo vivo y abaratando los elementos de capital constante y reduciendo el uso improductivo de plusvalía. Esto no sólo implica una reorganización del proceso de trabajo mismo, sino de todas las condiciones que afectan al proceso de explotación, esto es, del conjunto de la sociedad. Esta “movilización de las contra-tendencias” habitualmente implica bancarrotas, desempleo, recortes salariales, restricción de los derechos sindicales, intensificación del trabajo para aquellos que todavía están empleados, intensificación de la competencia entre capitales y de los conflictos entre estados, recortes del gasto estatal en educación, salud y bienestar social, un cambio consecuente en la relación entre los ancianos y los jóvenes, las mujeres y los hombres, los hijos y los padres, un cambio también en la relación entre diferentes aspectos de nosotros mismos, etcétera.
Todo el proceso de la crisis implica una confrontación directa entre capital y trabajo, entre el capital y la insubordinación y la no-subordinación de la vida. Esta confrontación significa riesgos para el capital: podría no conducir a una mayor subordinación sino a una insubordinación más abierta y a una intensificación de las dificultades del capital. Los peligros de la confrontación son aún más claros desde la perspectiva de los capitales particulares o de los estados particulares que corren el riesgo de perder en la competencia y el conflicto intensificados que implica la crisis. En otras palabras, el capital en su conjunto y también los capitales y los estados específicos, pueden tener interés en evadir o modificar la confrontación con las fuerzas de la insubordinación.
Volviendo a la metáfora del perro y su amo, puede verse la crisis como el punto de su mutua repulsión, en el que la correa se tensa, constriñe el cuello del perro y la mano del amo. Es claro que el perro y el amo no pueden seguir de la misma manera. Sin embargo, todavía no hay nada asegurado acerca del resultado. Si el perro es lo suficientemente fuerte y decidido o ha cobrado suficiente fuerza, podría romper la correa o voltear al amo. Alternativamente, el amo puede tener la fuerza y la destreza suficientes como para arrastrar al perro a sus pies. En su lucha por subordinar al perro, el amo tiene un importante truco en la manga: puede extender la correa. Esto es tanto el reconocimiento de la fuerza del perro como una maniobra para cansado y llevado a la sumisión. Una vez que el perro está lo suficientemente cansado y debilitado, su propietario puede, si es necesario, golpeado para acercado a sus pies y acortar la correa.
El aflojar de la correa, el evitar el conflicto con la intención de ganarlo, es la expansión del crédito. No puede entenderse la crisis (y por lo tanto la materialidad del anti-poder) sin discutir el papel de la expansión del crédito.
En la medida en que las ganancias caen, las compañías en dificultades buscan sobrevivir pidiendo dinero prestado. Los gobiernos con problemas económicos y sociales buscan evadir la confrontación con sus pueblos solicitando empréstitos. Los trabajadores también buscan aliviar los efectos de la crisis incipiente pidiendo prestado. La demanda incrementada de préstamos se combina con los problemas causados por la insubordinación en la producción para hacer que sea atractivo para los capitales prestar dinero en lugar de invertir en la producción. El comienzo de la crisis da paso a un ascenso de la expansión del crédito y de la deuda. La acumulación se vuelve cada vez más ficticia: la representación monetaria del valor se separa cada vez más del valor realmente producido. El capitalismo se vuelve más ficticio, más un hacer-creer: los .trabajadores hacen creer que sus ingresos son mayores de lo que en realidad son, los capitalistas hacen creer que sus negocios son rentables, los bancos hacen creer que sus deudores son financieramente estables. Todo hace creer que hay una mayor producción de plusvalía de la que realmente hay. Todo hace creer que hay una mayor subordinación del trabajo y una mayor subordinación de la vida al capital de las que realmente hay. De una manera peculiar, fetichizada, la expansión del crédito expresa la fuerza explosiva del subjuntivo, el anhelo de una sociedad diferente.
De manera clásica, la expansión del crédito alcanza un punto en el que, sin embargo, como un resultado de evitar la confrontación con la insubordinación, el declive relativo en el plusvalor producido hace que sea imposible mantener la ficción. Cada vez más deudores comienzan a no cumplir con sus pagos, los acreedores (como por ejemplo los bancos) comienzan a colapsar y la crisis se precipita en toda su intensidad, con toda la confrontación social que eso implica. Hay una destrucción masiva del capital ficticio y una destrucción masiva de las expectativas ficticias y de los niveles de vida de la mayoría de las personas. Tal destrucción del mundo del hacer-creer puede verse, por ejemplo, en la caída de la bolsa de 1929. Este clásico proceso de la crisis se modificará, sin embargo, si hay algún “prestamista de último recurso” que sea capaz de seguir prestando, de mantener la expansión del crédito de modo tal de evadir el colapso crediticio. El crédito se vuelve entonces mucho más elástico y el mundo del hacer-creer, más fantástico. La correa parece poder extenderse infinitamente, dando tanto al amo como al perro la ilusión de libertad.

V

Los setenta años, aproximadamente, transcurridos desde el estallido de 1929 han presenciado un cambio en la forma de la crisis. El crédito se ha vuelto mucho más elástico, el papel de los prestamistas de último recurso, mucho más prominente. La constante expansión del crédito y la deuda es ahora una parte central del desarrollo capitalista.
El hecho de que ahora la reproducción del capitalismo dependa de la constante expansión de la deuda es el indicio más claro de la incapacidad del capital de subordinar adecuadamente la vida al trabajo alienado. La insubordinación de la vida ha entrado en el núcleo mismo del capital como inestabilidad financiera crónica.
Esto fue claramente expresado por el político norteamericano Bernard Baruch cuando Roosevelt abandonó el patrón oro en 1933 a fin de satisfacer las presiones sociales que demandaban políticas económicas y sociales más flexibles: “No se lo puede defender más que como el dominio del populacho. Quizás el país no lo sabe todavía, pero creo que podemos damos cuenta de que hemos estado en una revolución más drástica que la Revolución Francesa. La multitud se apoderó del lugar del gobierno y está tratando de apoderarse de la riqueza. El respeto por la ley y el orden ha desaparecido”. La muchedumbre había sido admitida en el corazón mismo del capital. El gobierno había cedido ante el descontento social adoptando políticas que socavarían la estabilidad de la moneda.
“Ésta fue la esencia de los debates del período de entreguerras que giraron en torno de la restauración y luego del abandono del patrón oro. Mientras que Keynes y los que pensaban de manera parecida argumentaban que era necesario adaptar el dominio capitalista para incorporar la nueva fuerza del trabajo (puesta de manifiesto sobre todo en la ola de actividad revolucionaria asociada con Octubre de 1917),354 aceptando un nuevo y expandido papel del Estado y políticas monetarias más flexibles, sus adversarios sostenían que hacer eso socavaría la estabilidad del dinero a largo plazo y/ por lo tanto, la del capitalismo. Baruch y sus amigos (el “partido del antiguo mundo”, como Keynes los llamaba) estaban en lo correcto, por supuesto, pero a corto plazo perdieron el debate: la muchedumbre fue admitida en el corazón del dinero y la estabilidad monetaria fue socavada.
Los problemas que surgen para el capital a partir de este tipo de desarrollo se pusieron en claro en los sesenta y a principios de la década del setenta. La expansión constante del crédito implica sobre todo un debilitamiento de la disciplina de mercado, un debilitamiento de la disciplina social impuesta por la ley del valor. Posponer o modificar la crisis hace posible la supervivencia de capitales ineficientes y, algo aún peor desde el punto de vista del capital, la supervivencia de trabajadores ineficientes e insubordinados. También implica la autonomización de los mercados financieros respecto de los mercados de mercancías. El crédito se alimenta de crédito. A fin de evitar el incumplimiento de la devolución de los préstamos y los intereses, los deudores necesitan pedir más préstamos. Una proporción creciente del crédito concedido recicla el crédito, crédito concedido sólo con el propósito de devolver los préstamos (o, a menudo, los intereses sobre los préstamos). Cuanto más elaborada se vuelve la estructura del crédito, se torna más difícil de mantener, pero también más difícil de desarmar. Un “estrangulamiento del crédito” a gran escala (la destrucción de capital ficticio) no sólo causaría una miseria social masiva sino que también amenazaría la existencia del sistema bancario y con él, la estructura del capitalismo existente.
Las críticas expresadas por los oponentes de Keynes en la década del veinte y en la del treinta, surgieron con fuerza nuevamente en la del setenta, cuando formaron la base del asalto monetarista sobre los supuestos del desarrollo capitalista de posguerra. La crítica monetarista del keynesianismo se dirigió contra el carácter ficticio del desarrollo capitalista y contra la indisciplina social que promovía la modificación del mercado. La receta monetarista fue esencialmente revertir el error Roosevelt-Keynes y arrojar a las muchedumbres fuera del dinero. Se repitió el argumento de Baruch ahora en la forma de un argumento acerca de la necesidad de limitar la democracia (y el papel del Estado): se discutió el socava miento de la estabilidad monetaria en términos de las” consecuencias económicas de la democracia”. Más recientemente, el argumento ha tomado la forma de la defensa de una mayor independencia de los bancos centrales respecto de la influencia del gobierno (y, por lo tanto, de la democracia-formal).356 En cada caso, la lucha del capital ha sido por dejar a la muchedumbre fuera del dinero. En cada caso ha fallado, simplemente porque la integración del trabajo por medio de la expansión de la deuda y la evasión de la crisis ha tomado tales proporciones que las medidas requeridas para restituir al capitalismo su estabilidad financiera serían tan dramáticas como para amenazar la existencia del capitalismo mismo.
El intento de los Estados Unidos, Gran Bretaña y otros gobiernos, de imponer una disciplina de mercado por medio de la restricción de la oferta de dinero (es decir, restringiendo la expansión del crédito) entre los años 1979 Y 1982, no sólo causó una miseria social y una destrucción económica considerables, sino que también amenazó con destruir el sistema bancario internacional. La restricción del crédito por el aumento de las tasas de interés en los Estados Unidos creó una situación en la que a algunos de los más grandes deudores (como los gobiernos mexicanos, argentino y brasileño) se les hizo extremadamente difícil pagar sus deudas o incluso pagar el interés adeudado. Cuando en 1982 el gobierno mexicano amenazó con dejar de pagar, precipitando así la llamada” crisis de la deuda” de los ochenta, se hizo claro que el intento de eliminar la expansión del crédito amenazaba no sólo la supervivencia de los deudores sino también de los acreedores, en este caso, los bancos más importantes del mundo.
Se comprobó que era imposible de implementar el intento de precipitar la destrucción masiva de capital ficticio por medio políticas monetarias de dinero escaso. La reproducción del capital exigió una nueva y masiva expansión del crédito. El problema fue cómo proveer el crédito necesario para la reproducción del capital sin permitir que esta expansión crediticia socavara la disciplina necesaria para la explotación del trabajo. La solución intentada fue el llamado “ofertismo” de la década de los ochenta: la combinación de medidas para disciplinar el trabajo con una expansión del crédito sin precedentes. Los peligros implicados en semejante desarrollo fueron señalados por ciertos críticos de esta “economía vudú” a mediados de la década del ochenta. Aunque los críticos estaban en lo correcto al señalar la inestabilidad acarreada por la expansión de la deuda, el crac bursátil de 1987, sobre el cual habían advertido, simplemente incrementó las presiones sobre el crédito a fin de evitar una crisis peor. La respuesta de los gobiernos fue la misma: la expansión del crédito y la introducción de medidas para evitar a toda costa una destrucción masiva de capital ficticio.
La respuesta a la recesión de principios de la década del noventa fue la misma respuesta “keynesiana”, especialmente por parte de los gobiernos de los Estados Unidos y el Japón: reducir las tasas de interés para estimular el endeudamiento, crear dinero a través del crédito. En este caso, sin embargo, mucho del dinero prestado en los Estados Unidos (sobre la base de una tasa de interés del 3 por ciento fijada por la Reserva Federal),360 no fue invertido en ese país sino en los mercados de dinero internacionales y especialmente en los así llamados mercados emergentes, donde podían ganarse altos beneficios. El más importante de estos mercados fue México, donde el flujo de capital en forma de dinero contribuyó a la apertura de un inmenso abismo entre la realidad del proceso de acumulación y su apariencia, el abismo que se puso de manifiesto en la devaluación de su moneda en diciembre de
1994.
El resultado del constante aplazamiento de la crisis por f medio de la expansión de la deuda ha sido una separación siempre creciente entre la acumulación productiva y la monetaria. El dinero ha sido expandido a una tasa mucho más rápida que el valor que representa. En otras palabras, a pesar de la reestructuración real del proceso productivo que ha tenido lugar aproximadamente durante los últimos 20 años, la supervivencia del capitalismo se basa en una expansión siempre creciente de la deuda. Pueden utilizarse muchas estadísticas para contar básicamente la misma historia. La deuda pública, por ejemplo, que ha sido el tema central del ataque monetarista contra el keynesianismo, continúa creciendo: la OCDE calcula que la deuda pública neta de sus estados miembros se incrementó de un 21 % del producto bruto interno en 1978 al 42% en 1994. La deuda neta de los gobiernos europeos creció desde menos del 25% del PBI en 1980 a más del 55% en 1994. De acuerdo con los cálculos del FMI para los estados miembros del Grupo de los Siete, el crédito interno como proporción del PBI se elevó del 44,48% en 1955 al 104,54% en 1994. El mercado mundial de bonos (que está estrechamente ligado al financiamiento de los déficit presupuestarios gubernamentales) se triplicó entre 1986 y 1997. El crecimiento de las transacciones monetarias mundiales ha sido mucho más rápido que el del comercio mundial: mientras que las transacciones anuales en el mercado londinense de eurodólares representó seis veces el valor del comercio mundial en 1979, en 1986 fue alrededor de 25 veces, y 18 veces el de la economía más grande del mundo.366 Se intercambia diariamente mucho más de un billón de dólares en los mercados cambiarios del mundo, y esta cifra ha ido creciendo alrededor del 30 por ciento por año desde comienzos de la década del noventa. A finales de la del ochenta y en la del noventa, ha habido un ascenso masivo en la expansión de la deuda por medio de la titulización: el desarrollo de nuevas formas de propiedad en deudas, particularmente los así llamados” derivativos”: los mercados derivados crecieron a una tasa de 140% por año desde 1986 hasta 1994. En Wall Street, las proporciones entre precio y rendimiento de las acciones alcanzaron registros récord.
La separación entre acumulación real y monetaria es crucial para la comprensión de la inestabilidad, la volatilidad, la fragilidad y la impredecibilidad del capitalismo de hoy. Dado que toda su estructura financiera se basa tan fuertemente en el crédito y la deuda, cualquier incumplimiento o amenaza de incumplimiento por parte de un gran deudor (como por ejemplo México) puede causar un gran trastorno en los mercados financieros: la urgencia con la que se reunió el paquete de ayuda internacional a comienzos de 1995 para apoyar la estabilidad de su moneda estaba en estrecha relación con el miedo de que el gobierno mexicano no pudiera cumplir con el pago de su deuda. En términos más generales, la autonomización de los mercados financieros apoyada por la no-destrucción del capital ficticio implica la posibilidad de crear instrumentos financieros cada vez más sofisticados de dudosa validez; e implica también el movimiento cada vez más rápido de cantidades crecientes de dinero en los mercados financieros del mundo y, por lo tanto, un cambio radical en las relaciones entre estados singulares y capital mundial.
Todo esto no significa que el colapso financiero sea inminente. Significa, sin embargo, que una inestabilidad financiera crónica se ha vuelto el rasgo central del capitalismo contemporáneo y que la posibilidad de un colapso financiero mundial se ha vuelto una característica estructural del capitalismo, aun en períodos de rápida acumulación.369
Esto tiene dos consecuencias cruciales para la comprensión de la crisis actual. En primer lugar, significa que los intentos de administrar la crisis por medios políticos adquieren una nueva importancia. A nivel tanto nacional como internacional, la confrontación con la insubordinación está orientada selectivamente. Como el gerente de banco que se enfrenta a malos deudores, los estados y las agencias internacionales como el FMI, el Banco Mundial y el Grupo de los Siete discriminan. Según su posición y las posibles consecuencias de la coerción abierta, tratan a los estados deudores con mayor o menor indulgencia. En todos los casos, la deuda se utiliza como un medio para la imposición de la disciplina social, de la subordinación a la lógica del capital, aunque no siempre con éxito.
A pesar de todos los elogios que hacen al mercado las personas que operan y apoyan este tipo de administración de la deuda, ese proceso está muy lejos de ser la operación libre del mercado. Todo lo contrario: la administración de la deuda, que ahora desempeña un papel tan importante en el mundo, surge justamente porque la operación libre del mercado daría origen a tal nivel de confrontación social, a tal ola de insubordinación, que la supervivencia del capitalismo probablemente se volvería imposible. Lo que ha tomado su lugar es una confrontación administrada con la insubordinación, en la que los administradores de la deuda sólo toman las medidas que piensan que son social y políticamente factibles. El resultado es una crisis diferida, prolongada, fragmentada, en la que se evita la confrontación total, en la que todas las consecuencias de la crisis se sienten sólo en ciertos países y regiones mientras que otras continúan disfrutando de lo que se conoce como prosperidad. La incidencia de la crisis es siempre desigual en la medida en que algunos capitales o estados ganan de la intensificación del conflicto que conlleva la crisis, pero esta disparidad se intensifica como resultado del papel desempeñado por la administración de la deuda. Hay caídas drásticas en el nivel vida de algunas áreas, mientras que en otras se habla de la “economía de ricitos de oro” y de un “nuevo paradigma” en el que el problema de la crisis ha sido solucionado.
En el núcleo de esta administración de la crisis existe un problema para el capital. Existe sólo una confrontación parcial con la expansión de la deuda y, consecuentemente, con la insubordinación o no-subordinación que el capital necesita eliminar. A fin de desarrollarse con cierto grado de estabilidad, el capital necesita producir más y más plusvalor, necesita explotar al trabajo con mayor eficiencia, necesita eliminar la insubordinación y la no-subordinación que le impide hacerlo. La continua expansión de la deuda sugiere que no está teniendo éxito. A pesar de las confrontaciones parciales, la dependencia del capitalismo respecto de la deuda continúa creciendo. En parte, esto está estimulado de hecho por el proceso mismo de la administración de la deuda. Los deudores importantes (los grandes estados, las grandes compañías, los grandes bancos) aprenden por medio del proceso de administración que son “demasiado grandes para fracasar”, que los estados y las agencias internacionales no pueden permitirles colapsar a causa de las consecuencias sociales y económicas que tal colapso podría acarrear. Consecuentemente, saben que no importa cuán “irresponsablemente” se comporten, no importa cuánto puedan endeudarse en el intento de maximizar sus ganancias a toda costa, el Estado o las agencias internacionales los rescatarán. El intento de imponer la disciplina del mercado termina socavando esta disciplina. Éste es el así llamado problema del “riesgo moral” que está ahora en el núcleo de la administración de la deuda.
En segundo lugar, la crisis, por el hecho de ser administrada, se vuelve más impredecible, no menos. Sería completamente erróneo pensar que” administración de la crisis” significa que la tienen bajo control. Mientras que en los tiempos de Marx el desarrollo de una crisis seguía un modelo más o menos previsible, actualmente no es tan sencillo. La expansión del crédito y el ascenso en la importancia relativa de la forma dinero del capital, que es inseparable de esa expansión, significan que existe un enorme incremento en la velocidad y volumen de los movimientos de capital. En lugar de que el carácter impredecible del capital sea superado, la expansión y la administración del crédito hacen que la crisis esté crecientemente mediada por el movimiento rápido y volátil del dinero. De aquí las series de crisis financieras que han golpeado al mundo durante los últimos veinte años: la crisis de la deuda de 1982, el crac de la bolsa en 1987, las crisis de ahorro y préstamo, de los bonos basura y los escándalos de finales de la década de los ochenta y principios de los noventa, la del tequila de 1994/1995, la del sudeste asiático de 1997/1998, la crisis del rubIo de 1998, la del samba de 1998/1999, la del tango del 2000, la reciente crisis argentina de 2001/2002. En cada uno de estos casos, los administradores han tenido éxito en restringir el impacto de la crisis, normalmente con terribles consecuencias para los afectados, pero en cada uno de ellos ha habido riesgo “sistémico” de una crisis financiera mundial.
Cuanto más aumenta la separación entre la acumulación real y la monetaria, mayor es la brecha entre la subordinación real de la vida conseguida y la subordinación demandada por la voracidad del capital. El capital, a fin de sobrevivir, se hace cada vez más exigente. “¡Arrodíllense, arrodíllense! ¡Póstrense! ¡Vendan hasta la última gota de dignidad que poseen!”, es la consigna del capital contemporáneo. La tendencia del capital a subordinar cada aspecto de la vida con creciente intensidad es la esencia del neoliberalismo. El neoliberalismo es el intento de resolver la crisis a partir de la acentuación y el reordenamiento de la subordinación. La separación de sujeto y objeto (la deshumanización del sujeto) se lleva hacia nuevos extremos por medio de la extensión del comando-a-través-del-dinero. Así como en el siglo dieciocho el capital estableció su dominio por medio del cercamiento de la tierra (es decir, la separación de las personas de la tierra), ahora el capital está tratando de superar su crisis por medio del cercamiento de cada vez más áreas de la actividad social, imponiendo el dominio del dinero donde previamente la subordinación era indirecta. La mercantilización de las tierras, la mercantilización creciente del cuidado de la salud y la educación, la extensión del concepto de propiedad hasta incluir el software y los genes, la reducción de la provisión de asistencia social en aquellos países donde existía, el incremento del estrés en el trabajo: todas estas son medidas que intentan extender y potenciar la subordinación, que trazan nuevas áreas y dicen “estos espacios ahora están sujetos al dominio directo del capital, del dinero”. Del mismo modo en que los cercamientos del siglo dieciocho significaron que la conducta que era asunto de cada uno se volviera conducta-contra-el capital, conducta a ser penada por la ley y la pobreza, así los cercamientos actuales significan que la conducta previamente considerada normal comienza a aparecer como una amenaza para el capital. De tal manera, por ejemplo, el deseo de los indígenas de Chiapas de mantener sus modelos tradicionales de vida entran en conflicto con la extensión de la propiedad hasta incluir el desarrollo genético; en las universidades se vuelve más difícil para los estudiantes o los profesores trabajar sobre temas como Platón o Aristóteles, porque este tipo de estudios no se consideran compatibles con la tendencia del capital a subordinar cada vez más el trabajo intelectual a sus necesidades; el simple placer de jugar con niños o celebrar cumpleaños se vuelve más difícil de mantener de cara al aumento del estrés en el trabajo. El capital nos dice de múltiples maneras que dobleguemos nuestras vidas cada vez más a sus dictados (a la operación de la ley del valor); nuestras faltas de subordinación se vuelven cada vez más un punto de conflicto que debe ser penado con la pobreza o por algo peor. “¡Arrodíllense, arrodíllense, arrodíllense!” , grita el capital. En vano: no es suficiente.
En la década del treinta Paul Matico se refirió a la “crisis permanente” del capitalismo : podría parecer que estamos en una situación similar, en una prolongada crisis que no está resuelta. La afirmación de Matico fue demasiado optimista: aquella crisis no fue permanente, fue resuelta por medio del sacrificio de más de treinta millones de personas. Resultado aterrador.
Y sin embargo, no existe nada prefijado con relación a la crisis. Somos la crisis, nosotros-los-que-gritamos en las calles, en el campo, en las fábricas, en las oficinas, en nuestros hogares; nosotros, los insubordinados que decimos “¡No! ¡Ya basta! Es suficiente de sus estúpidos juegos de poder, suficiente de su estúpida explotación, suficiente de su juego estúpido de soldados y jefes”. Nosotros, que no explotamos y no queremos explotar, nosotros que no tenemos poder y no queremos tenerlo, nosotros que todavía queremos vivir una vida humana, nosotros que somos los sin rostro y sin voz: nosotros somos la crisis del capitalismo. La teoría de la crisis no sólo es una teoría del miedo sino también una teoría de la esperanza.

Capítulo 11
¿Revolución?

I

Si la crisis expresa la des-articulación extrema de las relaciones sociales, entonces la revolución debe entenderse, en primer lugar, como la intensificación de la crisis.
Esto implica un rechazo de dos maneras distintas de comprender la crisis. En primer lugar, el rechazo del concepto tradicional de crisis como una oportunidad para la revolución. Este concepto es compartido por marxistas de muchas perspectivas distintas. El argumento sostiene que cuando se produzca la gran crisis del capitalismo será el momento en el que la revolución se vuelva posible: la crisis económica conducirá a una intensificación de la lucha de clases y ésta, si está guiada por una organización revolucionaria efectiva, puede llevar a la revolución. Este enfoque ve a la crisis como algo distinto de la lucha de clases en vez de veda como lucha de clases, como un punto crítico en la lucha de clases, como el momento en el cual la repulsión mutua del capital y del antitrabajo (humanidad) obliga al capital a reestructurar su comando o a perder el control.
En segundo lugar, este enfoque rechaza la visión de que la crisis del capital puede considerarse equivalente a su reestructuración. Esta perspectiva considera a la crisis como algo funcional al capital como una “destrucción creativa” (para utilizar la expresión de Schumpeter) que destruye los capitales ineficientes e impone disciplina entre los trabajadores. Así la crisis de un modelo económico o de un paradigma de dominio conduce automáticamente al establecimiento de otro nuevo. Nuestro argumento, en cambio, es que una crisis está, esencialmente, abierta. La crisis puede, efectivamente, llevar a una reestructuración del capital y al establecimiento de un nuevo modelo de dominación, pero puede no hacerlo. Identificar la crisis con una reestructuración implica cerrar la posibilidad del mundo, excluir la ruptura definitiva del capital. Identificar la crisis con la reestructuración es también estar ciego a la inmensa lucha que siempre ha implicado la transición del capital desde su crisis hasta su reestructuración. La crisis es, más bien, la desintegración de las relaciones sociales del capitalismo. Nunca puede suponerse de antemano que el capital tendrá éxito en recomponerlas. Para el capital, la crisis implica un salto mortale, un salto sin garantías de aterrizaje seguro. La nuestra es una lucha contra la reestructuración del capital, una lucha por intensificar la desintegración del capitalismo.

II

La fuerza motriz de la crisis es el impulso hacia la libertad, la fuga recíproca del capital y del anti-trabajo, la repulsión mutua del capital y de la humanidad. El primer momento de la revolución es puramente negativo. Del lado del capital, el impulso hacia la libertad implica vomitar a los nauseabundos trabajadores, la búsqueda insaciable del sueño del alquimista de hacer dinero a partir del dinero, la violencia sin descanso y sin fin del crédito y de la deuda.
Del lado del anti-capital, la fuga es en primer lugar negativa, es el rechazo de la dominación, la destrucción y el sabotaje de los instrumentos de dominación (la maquinaria, por ejemplo), es un huir de la dominación, el nomadismo, el éxodo, la deserción. Las personas tienen millones de maneras de decir no. La fuerza conductora no sólo es la insubordinación, el rechazo militante y abierto al capital, sino también la no-subordinación, la reluctancia menos perceptible y más confusa a conformarse: Algunas veces el no se manifiesta de manera tan personal (tiñéndose el cabello de verde, suicidándose, enloqueciendo) que parece ser incapaz de tener cualquier resonancia política. A menudo el no es violento o bárbaro (el vandalismo, el hooliganismo, el terrorismo): las depredaciones del capitalismo son tan intensas que provocan un grito-contra, un no que está casi completamente desprovisto de potencial emancipatorio, un no tan desnudo que meramente reproduce aquello contra lo que se grita. El desarrollo actual del capitalismo es tan terrorífico que provoca una respuesta terrorista, es tan anti-humano que provoca una respuesta igualmente anti-humana, respuesta que, aunque bastante comprensible, meramente reproduce las relaciones de poder que busca destruir. Y aún así ése es el punto de partida: no un considerado rechazo al capitalismo como modo de organización, no la construcción militante de alternativas al capitalismo. Ambos llegan más tarde (o pueden hacerlo). El punto de partida es el grito, el peligroso y a menudo bárbaro375 no.

III

La supervivencia del capitalismo depende de la recaptura de los que se fugan. Las trabajadoras y los trabajadores deben trabajar y producir valor.
El capitalismo debe explotarlos. Sin eso, no habría capitalismo. Sin eso, el capital como un todo quedaría en la misma posición que el infortunado señor Peel:
“El señor Peel […] llevó consigo de Inglaterra al río Swan, en Nueva Holanda , medios de subsistencia y de producción por un importe de 50.000. El señor Peel era tan previsor que trasladó además 3.000 personas pertenecientes a la clase obrera: hombres, mujeres y niños. Una vez que hubieron arribado al lugar de destino, sin embargo, ‘el señor Peel se quedó sin un sirviente que le tendiera la cama o que le trajera agua del río’. ¡Infortunado señor Peel, que todo lo había previsto, menos la exportación de las relaciones de producción inglesas al río Swan!”.377
El señor Peel dejó de ser capitalista (y su dinero dejó de ser capital) simplemente porque los trabajadores huyeron. En la Australia occidental de ese período, no existían las condiciones para forzarlos a vender su fuerza de trabajo al capital. Dado que había tierras disponibles, los trabajadores no fueron separados de los medios del hacer. La exportación de capital del señor Peel se convirtió en una huida al vacío. Su incapacidad para reunirse con el trabajo alienado significó que había dejado de dominar.
La re captura de los trabajadores que huyen depende de la doble naturaleza de su libertad. No sólo son libres de vender su fuerza de trabajo, sino que son libres en el sentido de que carecen de acceso a los medios del hacer. La respuesta al problema del señor Peel, en Australia occidental como en cualquier otra parte, es separar a los trabajadores de los medios del hacer a través del encierro. Las personas deben ser privadas de su libertad de hacer lo que quieren: la libertad es encerrada gradualmente, es cercada. Esto se logra con el establecimiento de la propiedad, la apropiación de la tierra y de otros medios de vivir y hacer, de manera tal que al final las personas no tienen más opción que elegir libremente ser explotados por el señor Peel y sus semejantes.
La propiedad es el medio por el cual la libertad se reconcilia con la dominación. El encierro es la forma de compulsión compatible con la libertad. Puedes vivir donde quieras siempre que, por supuesto, no sea en la propiedad de otros; puedes hacer lo que quieras siempre que, por supuesto, esto no implique usar la propiedad de otros. Si no tienes acceso a los medios del hacer, porque todos los medios del hacer son propiedad de otros, entonces por supuesto eres libre de ir y ofrecer a la venta tu fuerza de trabajo a esos otros a fin de sobrevivir. Esto no significa que los propietarios de los medios del hacer estén obligados a comprar tu fuerza de trabajo porque, por supuesto, tienen la libertad de usar su propiedad como quieran. La propiedad restringe la fuga de aquellos que no la tienen, pero no hace nada en absoluto para restringir la fuga de los que son dueños de la propiedad. Muy posiblemente, cuando los trabajadores (o sus descendientes) finalmente regresaron con la gorra en la mano a pedirle al señor Peel (o a sus descendientes) un empleo, se encontraron con que él ya había invertido su dinero en alguna otra parte del mundo donde tuviera menos problemas en convertirlo en capital.
La fórmula básica para recuperar a los que huyen del trabajo alienado es la propiedad. Los que no quieren trabajar son enteramente libres de hacer lo que deseen; pero, desde el momento en que los medios del hacer están encerrados por la propiedad, es muy probable que los que no quieran trabajar se mueran de hambre a menos que cambien de actitud y vendan su fuerza de trabajo (su única propiedad) a los poseedores de los medios del hacer, regresando así al trabajo alienado del que habían huido. Encerrados, pueden intentar escapar robando, pero se arriesgan a estar aún más encerrados por los mecanismos del sistema judicial. En algunos países, pueden intentar escapar recurriendo al sistema de seguridad social o de asistencia pública que, de una manera general, evitan que las personas se mueran de hambre en las calles; pero estos sistemas están cada vez más diseñados para devolver a los que huyen al mercado laboral. Pueden intentar escapar pidiendo prestado, pero pocos prestamistas prestarán su dinero a los que no estén utilizando su fuerza de trabajo como propiedad para ser vendida en el mercado, e incluso si tienen éxito con el préstamo, los cobradores de la deuda pronto golpearán a sus puertas. En algunos casos, los que huyen establecen sus propios negocios o incluso forman cooperativas pero, en los relativamente pocos casos en que sobreviven, lo hacen subordinándose a la disciplina del mercado, integrándose a las formas de conducta de las cuales huyeron. El sistema de propiedad es como un laberinto sin salida: todos los caminos conducen a la recaptura. Con el tiempo, las paredes del laberinto penetran en la persona atrapada. Las limitaciones externas se convierten en definiciones internas, en autodefiniciones, en identificación, en la asunción de roles, en la adopción de categorías que toman la existencia de las paredes de forma tan segura que se vuelven invisibles. Pero nunca de manera completa.
El capital no está encerrado de la misma manera. Por el contrario, la propiedad es su pasaporte para el movimiento. La propiedad puede convertirse en dinero y el dinero puede moverse con facilidad. La restricción de la fuga del capital se da por medio de crisis periódicas mediadas a través del movimiento del mercado, por medio de la atracción relativa de diferentes oportunidades de inversión. Es sobre todo la crisis lo que fuerza al capital, que huye del trabajo alienado no subordinado, a enfrentar a ese trabajo y asumir su tarea de explotación. La confrontación con el trabajo alienado es una confrontación con el antitrabajo, con el trabajo alienado que huye del trabajo alienado. La confrontación implica la explotación siempre más intensa de aquellos trabajadores que libremente han elegido ser explotados y el encierro siempre más profundo de todos los medios de vivir y de hacer que, si no estuvieran encerrados, podrían estimular la fuga y la no-subordinación de los trabajadores. He ahí las tendencias gemelas del capitalismo contemporáneo: la intensificación del trabajo alienado por medio de la introducción de nuevas tecnologías y nuevas prácticas laborales y la extensión simultánea de la propiedad para encerrar cada vez más áreas (genes, software, tierra). Cuanto más las personas repelen el capital, más forzado se ve él a remodelar a las personas a su propia imagen. Cuanto más frenéticamente el capital huye de la nosubordinación (”globalización”, en otras palabras), más violentamente tiene que subordinar.
El capital se vuelve cada vez más repulsivo. Cada vez más nos impulsa a huir. Pero la huida parece no tener esperanza, a menos que sea algo más que una huida. El grito de rechazo debe ser también una reafirmación del hacer, una emancipación del poder-hacer.

IV

Para desprenderse del capital no es suficiente huir. No es suficiente gritar. La negatividad, nuestro rechazo del capital, es el punto de partida crucial tanto teórica como prácticamente. Pero el capital recupera con facilidad un mero rechazo que se topa con el control, por el capital, de los medios de producción, de los medios del hacer, de los medios de vivir. Para que crezca la fuerza del grito debe haber una recuperación del hacer, un desarrollo del poder-hacer. Esto implica volver a tomar los medios del hacer. Debemos comprender la revolución como algo más que la intensificación o la desarticulación de las relaciones sociales.
El poder-hacer ya está implícito en el grito. La huida rara vez es una mera huida, rara vez el no es sólo un no. Como mínimo, el grito es extático: en su rechazo de lo que existe proyecta alguna idea de lo que podría existir en su lugar. Las luchas rara vez son exclusivamente luchas-contra. La experiencia de la lucha compartida ya implica el desarrollo de relaciones entre las personas que son diferentes en calidad respecto de las relaciones sociales del capitalismo. Existe mucha evidencia de que para las personas que están involucradas en huelgas o luchas similares, a menudo el resultado más importante no es el cumplimiento de las exigencias inmediatas sino el desarrollo de una comunidad de lucha, de un hacer colectivo caracterizado por su oposición a las formas capitalistas de las relaciones sociales. La barbarie no es tan simplemente negativa como lo sugiere la dicotomía clásica entre socialismo y barbarie. La lucha implica la reafirmación del hacer social, la recuperación del poder-hacer.
Pero la recuperación del poder-hacer o la re afirmación del hacer todavía está limitada por el monopolio del capital sobre los medios del hacer. Los medios del hacer deben ser reapropiados. Pero, ¿qué significa eso?
La apropiación de los medios de producción por parte de la clase trabajadora siempre ha sido considerada como un elemento central de los programas para una transición al comunismo. En la tradición de la corriente principal de pensamiento comunista, esto se ha entendido como la apropiación por parte del Estado de las fábricas más grandes, como la posesión por parte del Estado de por lo menos los” altos mandos” de la economía. En la práctica de la Unión Soviética y de otros países” comunistas”, esto tuvo poco efecto en la transformación del hacer mismo o en lograr que los hacedores mismos tuvieran la responsabilidad del hacer. El término “medios de producción” generalmente ha sido evitado aquí precisamente porque invoca imágenes difíciles de disociar de esa tradición. Sin embargo, el problema sigue estando: si los medios del hacer son controlados por el capital, entonces cualquier fuga respecto del capital se enfrenta con la necesidad de sobrevivir, con la necesidad de hacer en un mundo en el que no controlamos los medios del hacer. En tanto los medios del hacer estén en manos de los capitalistas, el hacer será roto y vuelto contra sí mismo. Los expropiadores efectivamente deben ser expropiados.
Pensar en términos de propiedad es, sin embargo, plantear todavía el problema en términos fetichizados. “Propiedad” es un sustantivo utilizado para describir y ocultar un proceso activo de separación. La sustancia del dominio capitalista no es una relación establecida entre una persona y una cosa (propiedad), sino más bien un proceso activo de separamos respecto de los medios del hacer. Para nosotros, el hecho de que esta separación sea constantemente repetida no convierte el sustantivo en un verbo. El hecho de que se convierta en una separación habitual de ninguna manera la transforma en natural, así como el hecho de que un hombre habitualmente golpee a su esposa no lo hace algo normal, ni muta el verbo” golpear” en un sustantivo o en un hecho dado. Pensar en la propiedad como en un sustantivo, como en una cosa, es aceptar los términos de la dominación. Tampoco podemos comenzar a partir de los medios de producción, porque la distinción entre producción y hacer es en sí misma un resultado de la separación; ni siquiera podemos comenzar desde los medios del hacer, porque la separación misma de los medios del hacer respecto del hacer es resultado de la ruptura del hacer. El problema no es que los medios de producción sean propiedad del capitalista; o más bien, decir que los medios de producción son propiedad del capitalista es meramente un eufemismo que oculta el hecho de que cada día el capital rompe activamente nuestro hacer, nos quita lo que hemos hecho, rompe el flujo social del hacer que es la condición previa de nuestro hacer. Nuestra lucha, entonces, no es la lucha por hacer nuestra la propiedad de los medios de producción sino por disolver tanto la propiedad como los medios de producción: recuperar, o mejor aún, crear la socialidad consciente y confiada del flujo social del hacer. El capital domina fetichizando, alienando lo hecho respecto del hacer y del hacedor y diciendo: “esto que está hecho es una cosa y es mía”. No puede considerarse el expropiar al expropiador como la recuperación de una cosa sino más bien como la disolución de la cosificación de lo hecho, su (re)integración en el flujo social del hacer.
El capital es el movimiento de separar, de fetichizar, el movimiento de negar el movimiento. La revolución es el movimiento contra la separación, contra la fetichización, contra la negación del movimiento. El capital es la negación del flujo social del hacer, el comunismo es el movimiento social del hacer contra su propia negación. Bajo el capitalismo, el hacer existe en el modo de ser negado. El hacer existe corno cosas hechas, corno formas establecidas de relaciones sociales, corno capital, dinero, Estado, corno las espeluznantes perversiones del hacer pasado. El trabajo muerto domina al hacer vivo y lo pervierte en la forma grotesca del trabajo vivo. Esta es una contradicción explosiva en los términos: vivir implica apertura, creatividad, mientras que el trabajo alienado implica encierro, pre-definición. El comunismo es el movimiento de esta contradicción, el movimiento del vivir contra el trabajo alienado. El comunismo es el movimiento de lo que existe en el modo de ser negado.
El movimiento del hacer es un movimiento contra la negación de su socialidad. En esto la memoria juega una parte importante, es el comunal reunir la experiencia del movimiento colectivo y la oposición a su fragmentación. El movimiento de la socialidad del hacer implica formas sociales o comunales de organización. “El consejo obrero es la superación político-económica de la cosificación capitalista”, corno señala Lukács384. No puede, sin embargo, ser a su vez una cuestión de reificación de los consejos obreros o del soviet corno un modelo fijo: cada fase de la lucha desarrolla sus propias formas de organización comunal. Es claro, por ejemplo, que Internet está permitiendo la creación de nuevos mosaicos en la formación de la lucha colectiva. Lo importante es tejer o volver a tejer los fragmentos de la socialidad del hacer y crear formas sociales de articular ese hacer sobre una base distinta de la del valor.
El movimiento del comunismo es anti-heroico. Los héroes se mantienen apartados de la comunidad, atraen hacia sí mismos la fuerza comunal de la acción. La tradición revolucionaria está repleta de héroes, personas que se han sacrificado por la revolución, personas (en su mayor parte, debemos admitido, hombres jóvenes) que han abandonado a sus esposas, a sus hijos, a sus amigos, para dedicarse desinteresada mente a cambiar el mundo, enfrentando privaciones y peligros físicos, a menudo hasta enfrentando la tortura y la muerte. Nadie negaría la importancia de tales figuras, y sin embargo, hay algo muy contradictorio en la idea de una revolución heroica o incluso en la del héroe revolucionario. El objetivo de la revolución es la transformación de la vida común, cotidiana y es ciertamente de esa vida común y ordinaria que la revolución debe surgir. La idea de revolución comunista es crear una sociedad en la que no seamos conducidos, en la que todos asumamos la responsabilidad, por lo tanto nuestro pensamiento y nuestras tradiciones deben moverse en términos de no-líderes, no-héroes. La militancia no puede ser el eje del pensamiento revolucionario aunque, ciertamente, el trabajo de los “militantes” es crucial para cualquier forma de organización. La revolución sólo es concebible si comenzamos a partir del supuesto de que ser un revolucionario es un asunto muy común, muy habitual, de que todos somos revolucionarios aunque en formas muy contradictorias, fetichizadas, reprimidas (pero incluso los héroes de la tradición revolucionaria también fueron contradictorios, fetichizados y reprimidos de diversas maneras). El grito, el No, el rechazo que es parte integral de vivir en una sociedad capitalista: ésta es la fuente del movimiento revolucionario. El entrelazamiento de la amistad, del amor, de la camaradería, de la comunalidad ante la reducción de las relaciones sociales al intercambio de mercancías: ese es el movimiento material del comunismo. Los no-subordinados son los anti-héroes de la revolución. Este no es, ciertamente, un llamado a ser pasivo sino más bien a tornar corno principio central de la organización revolucionaria la idea zapatista de que somos los comunes-por-lo-tanto-rebeldes.
La revolución es el “retorno de lo reprimido”. “El retorno de lo reprimido da forma a la historia prohibida y subterránea de la civilización”.386 Marcuse está hablando aquí del movimiento del principio de placer contra el principio de realidad, pero su afirmación tiene una validez general. El comunismo, dijimos, es el movimiento de lo que existe en el modo de ser negado. El comunismo, entonces, es el retorno de lo reprimido, la rebelión contra el fetichismo. Comenzar a teorizar a partir de la militancia es algo similar a la psicología pre-freudiana, que se concentra en los síntomas manifiestos en lugar de concentrarse en lo que existe en un estado de represión subterránea, en el modo de ser negado. Ésta es seguramente la importancia política de una teoría del fetichismo, el hecho de que comienza a partir de la fuerza de lo negado y de la revuelta contra el proceso de negación.
Lo que existe en el modo de ser negado no es sólo un proyecto: existe. Existe como la creatividad de la que depende el capital. Existe como la sangre viviente que es el único alimento del vampiro capitalista. Existe como negación, como no-identidad. Existe como repugnancia, como fuga respecto de la dominación, como la sustancia de la crisis capitalista, de manera muy similar a como, en la teoría freudiana, lo reprimido es la sustancia de la neurosis. Existe como la fuerza conductora de la explosión de la deuda. Existe como la socialidad de la que depende la propiedad privada (la negación de esa socialidad), como la intensa socialidad de producción encubierta por la corteza de la propiedad privada, pero que hace que la defensa de ésta sea cada vez más grotesca. Existe como el movimiento de anti-fetichización, como la crisis de las formas fetichizadas. Existe, por lo tanto, como la crisis del movimiento obrero mismo, como la crisis de sus formas organizacionales y de sus ideas recibidas. Existe como la crisis de la identidad de la clase trabajadora, de la que este libro es sin duda una expresión. La fuerza de lo que existe en el modo de ser negado es la crisis de toda identidad, la del capital y la del trabajo alienado. Como tal debe ser bienvenida: la nuestra no es la lucha por establecer una nueva identidad o una nueva composición sino por intensificar una anti-identidad. La crisis de la identidad es una liberación de las certezas: de las del capital pero, igualmente, de las certezas del trabajo alienado. La crisis del marxismo es su liberación respecto de los dogmatismos; la crisis del sujeto revolucionario es su liberación respecto del saber. Lo que existe en el modo de ser negado existe como incertidumbre creativa contra-en-y-más-allá-de un mundo cerrado, pre-determinado.

V

La política revolucionaria (o mejor dicho, la anti-política) es la afirmación explícita de lo negado en toda su infinita riqueza. “Dignidad” es la palabra que los zapatistas utilizan para hablar de esta afirmación, queriendo significar con ella no sólo el objetivo de crear una sociedad basada en el reconocimiento mutuo de la dignidad y de las dignidades humanas, sino el reconocimiento ahora, como un principio guía de la organización y de la acción, de la dignidad humana que ya existe en la forma de ser negado, en la lucha contra su propia negación. La dignidad es la auto-afirmación de los reprimidos y de lo reprimido, la afirmación del poder-hacer en toda su multiplicidad y en toda su unidad. El movimiento de dignidad incluye una enorme diversidad de luchas contra la opresión, muchas de las cuales (o la mayoría) ni siquiera parecen luchas; pero esto no implica un enfoque de micra-políticas, simplemente porque esta riqueza caótica de luchas es una sola lucha por emancipar el poder-hacer, por liberar el hacer humano del capital. Más que una política es una anti-política simplemente porque se mueve contra y más allá de la fragmentación del hacer que el término “política” implica, con su connotación de orientación hacia el Estado y de distinción entre lo público y lo privado.
La lucha de lo que existe en la forma de ser negado es inevitablemente tanto negativa como positiva, es tanto grito como hacer: negativa porque su afirmación sólo puede tener lugar contra su propia negación y positiva porque es la afirmación de lo que existe, aunque sea en la forma de ser negado. La anti-política no puede ser, por lo tanto, sólo cuestión de hacer de manera positiva “nuestra propia cosa” porque “nuestra propia cosa” es inevitablemente negativa, oposicional. Sin embargo, tampoco puede ser sólo negativa: las acciones puramente negativas pueden ser catárticas, pero no hacen nada por superar la separación en la que se basa el dominio capitalista. Para superar esa separación, las acciones deben de alguna forma apuntar-más-allá, deben afirmar maneras alternativas de hacer: las huelgas que no sólo retiran el trabajo alienado sino que apuntan a formas alternativas del hacer (proporcionando transporte libre o un tipo diferente de cuidado de la salud); las protestas universitarias que no sólo cierran la universidad sino que sugieren una experiencia de estudio diferente; las ocupaciones de edificios que los convierten en centros sociales, en centros para un tipo diferente de acción política; las luchas revolucionarias que no sólo tratan de derrotar al gobierno sino de transformar la experiencia de la vida social.
La acción meramente negativa se enfrenta inevitablemente con el capital en sus propios términos, yen los términos del capital siempre perderemos, incluso cuando ganemos. El problema de la lucha armada, por ejemplo, es que acepta desde el comienzo que es necesario adoptar los métodos del enemigo a fin de vencer lo, pero incluso en el improbable caso de la victoria militar, las que han triunfado son las relaciones sociales capitalistas. Y sin embargo, ¿cómo se defiende uno de un robo a mano armada (capital) sin estar armado? El problema de la lucha es desplazarse hacia una dimensión diferente de la del capital, no comprometerse con el capital en sus propios términos sino avanzar hacia modos en los que el capital no pueda siquiera existir: romper la identidad, romper la homogeneización del tiempo. Esto significa ver la lucha como un proceso de experimento siempre renovado, como creativa, como negando la fría mano de la Tradición, como moviéndose constantemente un paso más allá de la absorbente identificación que impone el capitalismo. No puede haber recetas para la organización revolucionaria simplemente porque la organización revolucionaria es una anti-receta.
Esto implica un concepto no-instrumental de la revolución. La tradición del marxismo ortodoxo, más claramente la tradición leninista, concibe a la revolución instrumentalmente, corno un medio para un fin. El problema de este enfoque es que subordina la infinita riqueza de la lucha, que es importante precisamente porque es una lucha por una riqueza infinita, al simple objetivo de tomar el poder. Al hacerla, inevitablemente reproduce el poder-sobre (la subordinación de las luchas a la Lucha) y asegura la continuidad en lugar de la ruptura buscada. El instrumentalismo significa enfrentarse con el capital en sus propios términos, aceptando que nuestro propio mundo puede llegar a existir sólo después de la revolución. Pero los términos del capital no son simplemente algo determinado, son un proceso activo de separación. Es absurdo, por ejemplo, pensar que la lucha contra la separación del hacer puede darse por medio del Estado, dado que la existencia misma del Estado como forma de las relaciones sociales es una separación activa del hacer. Luchar por medio del Estado es verse implicado en el proceso activo de derrotarse a sí mismo.
¿Cómo, entonces, impedimos el proceso de fetichización, la ruptura del hacer, la separación entre el hacer y lo hecho? Sin duda, es erróneo pensar en términos de un proceso continuo de construcción de la organización. Ciertamente debe haber una acumulación de prácticas de auto-organización oposicional, pero esto no debería concebirse como una acumulación lineal sino como una ruptura acumulativa de lo lineal. Piensa en discontinuidades en lugar de continuidad, destellos de luz que iluminan el cielo y horadan las formas capitalistas de las relaciones sociales,389 mostrándolas como lo que son: una lucha cotidianamente repetida y nunca pre-determinada por romper nuestro hacer y rompernos a nosotros, una lucha cotidianamente repetida por hacer que lo anormal parezca normal y lo evitable, inevitable. Piensa en una anti-política de eventos en lugar de una política de la organización. O mejor aún: piensa en la organización no en términos de ser sino en términos del hacer. Los eventos no se dan espontáneamente. Como las fiestas, exigen trabajo y preparación: aquí es crucial el trabajo de los “militantes” dedicados. Pero el objetivo no es reproducir y expandir la casta de militantes (la organización) sino “abrir de un estallido el continuum de la historia”. El cambio de una política de organización a una política de eventos ya está teniendo lugar: mayo de 1968, por supuesto, el colapso de los regímenes de Europa del Este también; más recientemente, el desarrollo de la rebelión zapatista, por toda su formalidad organizacional, ha sido un movimiento por medio de eventos y la ola de demostraciones contra el neoliberalismo (Seattle, Davos, Washington, Praga, etc.) está, obviamente, centrada en eventos. En el mejor de los casos, tales eventos son destellos contra el fetichismo, festivales de los no subordinados, carnavales de los oprimidos, explosiones del principio de placer, intimaciones del nunc stans. Porque la revolución es la unificación explícita de constitución y existencia, la superación de la separación del es y el no es, el fin de la dominación del trabajo muerto
sobre el hacer vivo, la disolución de la identidad.394
Entonces, ¿cómo cambiamos el mundo sin tomar el poder?
Al final del libro, como al comienzo, no lo sabemos. Los leninistas lo saben, o solían saberlo. Nosotros no. El cambio revolucionario es más desesperadamente urgente que nunca, pero ya no sabemos qué significa “revolución”. Cuando nos preguntan, tendemos a toser y a farfullar y tratamos de cambiar de tema. Nuestro no-saber es, en parte, el no saber de aquellos que están históricamente perdidos: el saber de los revolucionarios del siglo pasado fue derrotado. Pero es más que eso: nuestro no-saber es también el no-saber de aquellos que comprenden que no-saber es parte del proceso revolucionario. Hemos perdido toda certeza, pero la apertura de la incertidumbre es central para la revolución. “Preguntando caminamos”, dicen los zapatistas. No sólo preguntamos porque no conocemos el camino (no lo conocemos), sino también porque preguntar por el camino es parte del proceso revolucionario mismo.

VI

Este es un libro que no tiene un final. Es una definición que se niega a sí misma en el mismo respiro. Es una pregunta, una invitación a discutir. Este es un libro que no tiene un feliz final. Nada en él ha cambiado los horrores de la sociedad en la que vivimos. ¿Cuántos niños han muerto sin necesidad desde que he comenzado a escribirlo? ¿Cuántos han muerto desde que comenzaste a leerlo?
Si el libro ha hecho algo por debilitar o por embotar el grito o por conceptualizarlo fuera de la existencia, ha fracasado. El objetivo ha sido fortalecerlo, hacerlo más estridente. El grito continúa.
Este es un libro que no tiene (¿todavía?) un feliz final.


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