7. Problemas de la política autónoma: pensado el pasaje de lo social a lo político.
Ezequiel Adamovsky . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
8. Las zonas grises de las dominaciones y las autonomías.
Raúl Zibechi . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
9. Especificidades y desafíos de la autonomía urbana desde una perspectiva prefigurativa.
Hernán Ouviña
Problemas de la política autónoma: pensando el pasaje de lo social a lo político*
Ezequiel Adamovsky
Primera parte: Dos hipótesis sobre una nueva estrategia para la política autónoma
Me propongo presentar aquí algunas hipótesis generales relativas a los problemas de estrategia de los movimientos emancipatorios anticapitalistas. Me interesa pensar las condiciones para dotarnos de una política emancipatoria efectiva, con capacidad para cambiar radicalmente la
* Ezequiel Adamovsky: “Problemas de la política autónoma: pensando el pasaje de lo social a lo político”, publicado originalmente en Indymedia Argentina en marzo de 2006. http://argentina.indymedia.org/news/2006/03/382729.php. Se publica sin cambios.
sociedad en que vivimos. Aunque no tendré espacio para analizar aquí casos concretos, estas reflexiones no son fruto de un ejercicio meramente “teórico”, sino que parten de un intento por interpretar las tendencias propias de una serie de movimientos en los que he tenido ocasión de participar –el de asambleas populares en Argentina o algunos procesos del Foro Social Mundial y otras redes globales– o que he seguido de cerca en los últimos años –como el movimiento piquetero en Argentina o el zapatista en México.
Daré por sentados, sin discutirlos, tres principios que considero suficientemente demostrados, y que distinguen la política anticapitalista de la de la izquierda tradicional. Primero, que cualquier política emancipatoria debe partir de la idea de un sujeto múltiple que se articula y define en la acción común, antes que suponer un sujeto singular, pre-determinado, que liderará a los demás en el camino del cambio. Segundo, que la política emancipatoria necesita adquirir formas prefigurativas o anticipatorias, es decir, formas cuyo funcionamiento busque no producir efectos sociales contrarios a los que dice defenderse (por ejemplo, la concentración de poder en una minoría). Tercero, que de los dos principios anteriores se deriva la necesidad de cualquier proyecto emancipatorio de orientarse hacia el horizonte de una política autónoma. Es una ‘política autónoma’ aquella que apunta a la autonomía del todo cooperante, es decir, a la capacidad de vivir de acuerdo a reglas definidas colectivamente por y para el mismo cuerpo social que se verá afectado por ellas. Pero es una ‘política autónoma’ porque supone que la multiplicidad de lo social requiere instancias políticas de negociación y gestión de diferencias, es decir, instancias que no surgen necesaria ni espontáneamente de cada grupo o individuo, sino que son fruto de acuerdos variables que cristalizan en prácticas e instituciones específicas.
Cuadro de situación: la debilidad de la política autónoma
Desde el punto de vista de la estrategia, los movimientos emancipatorios en la actualidad se encuentran, esquemáticamente, en dos situaciones. La primera es aquella en la que consiguen movilizar una energía social más o menos importante en favor de un proyecto de cambio social radical, pero lo hacen a costa de caer en las trampas de la política heterónoma. Por ‘política heterónoma’ refiero a los mecanismos políticos a través de los cuales se canaliza aquella energía social de modo tal de favorecer los intereses de los poderosos, o al menos de minimizar el impacto de la movilización popular. Hay muchas variantes de este escenario:
–Por ejemplo el caso de Brasil, en el que un vasto movimiento social eligió construir un partido político, adoptó una estrategia electoral más o menos tradicional, logró hacer elegir a uno de los suyos como presidente, sólo para ver toda esa energía reconducida hacia una política que rápidamente olvidó sus aristas radicales y se acomodó como un factor de poder más dentro del juego de los poderosos.
–Otro ejemplo es el de algunos grupos y campañas con contenidos emancipatorios que, como algunas secciones del movimiento ambientalista, sindical, feminista, gay, de derechos humanos, por la justicia global, etc., se convierten en un reclamo singular, se organizan institucionalmente, y maximizan su capacidad de hacer lobby desligándose del movimiento emancipatorio más amplio y aceptando –si no en teoría, al menos en sus prácticas– los límites que marca la política heterónoma.
La segunda situación es la de aquellos colectivos y movimientos que adoptan un camino de rechazo estratégico de cualquier vínculo con la política heterónoma, pero encuentran grandes dificultades para movilizar voluntades sociales amplias o generar cambios concretos:
–Por ejemplo, los movimientos sociales autónomos que sostienen importantes luchas (incluso muy radicalizadas y hasta insurreccionales), pero que al no desarrollar modos de vincularse con la sociedad como un todo y/o resolver la cuestión del Estado, terminan pereciendo víctimas de la represión o de su propio debilitamiento paulatino, o sobreviven como un pequeño grupo encapsulado y de poca capacidad subversiva.
–Otro ejemplo es el de algunas secciones del movimiento de resistencia global, con gran capacidad de hacer despliegues importantes de acción directa, pero que, al igual que el caso anterior, encuentran límites a su expansión en su poca capacidad de vincularse con la sociedad como un todo.
–Finalmente, existen colectivos radicales que pueden reivindicar diferentes ideologías (marxismo, anarquismo, autonomismo, etc.), pero que se encapsulan en una política puramente ‘narcisista’; es decir, están más preocupados por mantener su propia imagen de radicalidad y ‘pureza’ que por generar un cambio social efectivo; funcionan muchas veces como pequeños grupos de pertenencia de escasa relevancia política.
Estas dos situaciones constituyen una distinción analítica que no debe hacernos perder de vista la cantidad de grises que hay entre ellas, los interesantísimos experimentos de nuevas formas políticas que hay por todos lados, y los logros importantes que muchos grupos pueden exhibir. A pesar de las observaciones críticas que he hecho, todas estas opciones estratégicas nos pertenecen: son parte del repertorio de lucha del movimiento social como un todo, y expresan deseos y búsquedas emancipatorios que no podemos sino reconocer como propios.
Y sin embargo, es indudable que necesitamos nuevos caminos de desarrollo para que la política autónoma pueda salir del impasse estratégico en el que nos encontramos. Por todas partes existen colectivos que, en su pensamiento y en sus prácticas, intentan salir de este impasse. El viraje estratégico iniciado por los zapatistas recientemente con su Sexta Declaración es quizás el mejor ejemplo, pero de ningún modo el único. Lo que sigue es un intento por contribuir a esas búsquedas.
Hipótesis uno:
Sobre las dificultades de la izquierda a la hora de pensar el poder (o qué ‘verdad’ hay en el apoyo popular a la derecha)
Partamos de una pregunta incómoda: ¿por qué, si la izquierda representa la mejor opción para la humanidad, no sólo no consigue movilizar apoyos sustanciales de la población, sino que ésta incluso suele simpatizar con opciones políticas del sistema, en ocasiones claramente de derecha? Evitemos respuestas simplistas y paternalistas del tipo “la gente no entiende”, “los medios de comunicación…”, etc., que nos llevan a un lugar de superioridad que ni merecemos, ni nos es políticamente útil. Por supuesto, el sistema tiene un formidable poder de control de la cultura para contrarrestar cualquier política radical. Pero la respuesta a nuestra pregunta no puede buscarse sólo allí.
Más allá de cuestiones coyunturales, el atractivo perenne de la derecha es que se presenta como (y al menos en algún sentido realmente es) una fuerza de orden. ¿Pero por qué el orden habría de tener tal atractivo para quienes no pertenecen a la clase dominante? Vivimos en una sociedad que reproduce y amplía cada vez más una paradójica tensión constitutiva. Cada vez estamos más ‘descolectivizados’, es decir, más atomizados, crecientemente aislados, convertidos en individuos sin vínculos fuertes con el prójimo. Al mismo tiempo, nunca en la historia de la humanidad existió una interdependencia tan grande en la producción de lo social. La división social del trabajo ha alcanzado una profundidad tal, que a cada minuto, aunque no lo percibamos, nuestra vida social depende de la labor de millones de personas de todas partes del mundo. En la sociedad capitalista, las instituciones que permiten un grado de cooperación social de tan grande escala son, paradójicamente, aquellas que nos separan del prójimo y nos convierten en individuos aislados y sin ninguna responsabilidad frente a los otros: el mercado y el (su) Estado. Ni al consumir, ni al votar un candidato tenemos que rendir cuentas frente a los demás: son actos de individuos aislados.
Tal interdependencia hace que la totalidad de lo social requiera, como nunca antes, que todos hagamos nuestra parte del trabajo en la sociedad. Si un número incluso pequeño de personas decidiera de alguna manera entorpecer el ‘normal’ desarrollo de la vida social, podría sin grandes dificultades causar un caos de amplias proporciones. Para poner un ejemplo, si un campesino decide que hoy no trabajará su tierra, no pone en riesgo la labor o la vida de su vecino; pero si el operador de la sala de coordinación del sistema de subterráneos o de una central eléctrica decide que hoy no irá a su trabajo, o si el corredor de la bolsa de valores echa a correr un rumor infundado, su decisión afectaría las vidas y las labores de cientos de miles de personas. La paradoja es que justamente el creciente individualismo y la desaparición de toda noción de responsabilidad frente al prójimo incrementa como nunca las posibilidades de que, de hecho, haya quien haga cosas que afecten seriamente las vidas de los demás sin pensarlo dos veces. Nuestra interdependencia real en muchas áreas vitales contrasta, paradójicamente, con nuestra subjetividad de individuos socialmente irresponsables.
Como individuos que vivimos sumidos en esta tensión, todos experimentamos en mayor o menos medida, consciente o inconscientemente, la angustia por la continuidad del orden social y de nuestras propias vidas, en vista de la vulnerabilidad de ambos. Sabemos que dependemos de que otros individuos, a quienes no conocemos ni tenemos cómo dirigirnos, se comporten de la manera esperada. Es la angustia que el cine pone en escena una y otra vez, en cientos de películas casi calcadas en las que un individuo o grupo pequeño –por maldad, afición al crimen, locura, etc.– amenaza seriamente la vida de otras personas hasta que alguna intervención enérgica –un padre decidido, un superhéroe, las fuerzas de seguridad, un vengador anónimo, etc.– vuelve a poner las cosas en su lugar. El espectador sale del cine con su angustia aplacada, aunque la tranquilidad le dure sólo un momento.
Como en el caso del cine, el atractivo político de los llamados al orden que lanza la derecha deriva de esa angustia por la posibilidad del desorden catastrófico. Y desde el punto de vista de un individuo aislado, da lo mismo si quien entorpece la vida social o personal es simplemente otro individuo que lo hace por motivos antojadizos, o un grupo social que lo hace para defender algún derecho. No importa si se trata de un delincuente, un loco, un sindicato en huelga, o un colectivo que realiza una acción directa: cuando cunde el temor a la disolución del orden social, prosperan los llamados al orden. Y la derecha siempre está allí para ofrecer su ‘mano dura’ (aunque sean sus propias recetas las que han producido y siguen profundizando el riesgo de la anomia).
De nada vale protestar contra esta situación: es constitutiva de las sociedades en las que vivimos. No se trata meramente de una cuestión de actitud, que pueda remediarse con mayor ‘educación’ política. No hay ‘error’ en el apoyo a la derecha: si se percibe un riesgo que amenaza la vida social, la opción por el ‘orden’ es perfectamente racional y comprensible en ausencia de otras factibles y mejores. En otras palabras, en el atractivo del orden hay una ‘verdad’ social que es necesario tener bien en cuenta. Seguramente los medios de comunicación y la cultura dominante ponen importantes obstáculos a la prédica emancipatoria. Pero creo que gran parte de nuestras dificultades a la hora de movilizar apoyos sociales tiene que ver con que raramente tenemos aquella ‘verdad’ en cuenta, por lo que las propuestas que hacemos de cara a la sociedad suelen no ser ni factibles, ni mejores.
Sostendré como hipótesis que la tradición de izquierda, por motivos que no tendré ocasión de explicar aquí, ha heredado una gran dificultad a la hora de pensar el orden social y, por ello, para relacionarse políticamente con la sociedad toda. La dificultad señalada se relaciona con la imposibilidad de pensar la inmanencia del poder respecto de lo social. En general, la izquierda ha pensado el poder como un ente pura y solamente parasitario, que coloniza desde afuera a una sociedad entendida como colectividad cooperante que existe previa e independientemente de ese ente externo. De allí la caracterización, en el marxismo clásico, del Estado y del aparato jurídico como la ‘superestructura’ de una sociedad que se define fundamentalmente en el plano económico. También de allí deriva la actitud de buena parte del anarquismo, que tiende a considerar las reglas que no emanen de la voluntad individual como algo puramente externo y opresivo, y al Estado como una realidad de la que fácilmente podría prescindirse sin costo para una sociedad que, se supone, ya funciona completa bajo el dominio estatal. Algo de esto hay también en algunas lecturas del autonomismo, que tienden a considerar la cooperación actual de la multitud como suficiente para una existencia autoorganizada, con sólo que el poder se quite de en medio. Es también lo que muchos de nosotros perdimos de vista al adoptar la distinción que hace John Holloway entre un poder-sobre (el poder entendido como capacidad de mando) y un poder-hacer (el poder entendido como capacidad de hacer) como si fueran dos ‘bandos’ enfrentados y claramente delimitados. Por el contrario, hoy sabemos que el hecho de que usemos la misma palabra para referir a ambos evidencia, precisamente, que, con frecuencia, ha sido el poder-sobre el que ha reorganizado los lazos sociales de modo de expandir el poder-hacer colectivo (en otras palabras, su papel no es meramente parasitario y exterior a la sociedad).
Lo que nos importa aquí es que, en los tres casos mencionados, se adopta, desde el punto de vista estratégico (y también en la ‘cultura militante’, en la forma de relacionarse con los demás, etc.) una actitud de pura hostilidad y rechazo del orden social, de las leyes y las instituciones; unos lo hacen en espera de un nuevo orden a instaurar luego de la Revolución, otros en la confianza en que lo social ya posee un ‘orden’ propio que hace de cualquier instancia política-legal-institucional algo innecesario.
Quizás en alguna época tuviera algún sentido estratégico pensar el cambio social de esta manera, como una obra fundamentalmente de destrucción de un orden social, de su legalidad y de sus instituciones, luego de la cual reinaría lo social directamente autoorganizado, o, en todo caso, se construiría un orden político diferente. En la Rusia de 1917, por ejemplo, podía pensarse en destruir los lazos organizados por el Estado y el mercado, y esperar que algo parecido a una sociedad permaneciera todavía en pie. De cualquier forma, un 85% de la población todavía desarrollaba una economía de subsistencia en el campo, en gran medida en comunas campesinas, y se autoabastecía tanto en sus necesidades económicas, como en lo que refiere a las regulaciones ‘políticas’ que garantizaban la vida en común. En ese escenario, podía prescindirse con costos relativamente soportables tanto del Estado como de las instituciones de mercado. (Pero aún así, debe decirse, la desarticulación de ambos durante el llamado ‘comunismo de guerra’ causó la muerte por inanición de decenas de miles de personas y la aparición de prácticas de canibalismo, entre otras calamidades).
Hoy, sin embargo, el escenario ha cambiado completamente. No existe ya, salvo marginalmente, ninguna sociedad ‘debajo’ del Estado y del mercado. Por supuesto que existen muchos vínculos sociales que suceden más allá de ambos. Pero los vínculos principales que producen la vida social hoy están estructurados a través del mercado y del Estado. Ambos han penetrado transformando de tal manera la vida social, que no hay ya ‘sociedad’ fuera de ellos. Si por arte de magia pudiéramos hacer que ambos dejaran de funcionar súbitamente, lo que quedaría no sería una humanidad liberada, sino el caos catastrófico: agrupamientos más o menos débiles de individuos descolectivizados aquí y allá, y el fin de la vida social. (La ‘multitud cooperante’ teorizada por el autonomismo no debe entenderse, en este sentido, como una ‘sociedad’ que ya existe allí por fuera del Estado-mercado, sino como una presencia primera de lo social que, en su resistencia al poder, construye las condiciones de posibilidad para una vida emancipada).
De esto se deriva que plantear una estrategia política de cambio radical en exterioridad total al mercado y al Estado es plantearla en exterioridad total a la sociedad. Una política emancipatoria que, como programa explícito y/o como parte de su ‘cultura militante’ o su ‘actitud’, se presente como una fuerza puramente destructiva del orden social (o, lo que es lo mismo, como una fuerza que sólo realiza vagas promesas de reconstrucción de otro orden luego de la destrucción del actual), no contará nunca con el apoyo de grupos importantes de la sociedad. Y esto es así sencillamente porque los prójimos perciben (correctamente) que tal política pone seriamente en riesgo la vida social actual, con poco para ofrecer a cambio. En otras palabras, propone un salto al vacío para una sociedad que, por su complejidad, no puede asumir ese riesgo. Se comprende entonces la dificultad de la izquierda de articular vastas fuerzas sociales en pos de un proyecto de cambio radical: la gente no confía en nosotros, y tiene excelentes motivos para no hacerlo.
A la hora de repensar nuestra estrategia, es indispensable tener en cuenta esta verdad fundamental: el carácter constitutivo e inmanente de las normas e instituciones que, sí, permiten y organizan la opresión y la explotación, pero que también y al mismo tiempo estructuran la vida social toda. En vista de lo anterior, no es posible seguir presentando a la sociedad una opción que signifique meramente la destrucción del orden actual y un salto al vacío animado por vagas promesas. Necesitamos, por el contrario, presentar una estrategia (y una actitud o cultura militante acorde) que explicite el camino de transición que permita reemplazar al Estado y el mercado por otras formas de gestión de lo social; formas con el suficiente grado de eficacia y en la escala necesaria como para garantizar la continuidad de la profunda división del trabajo que hoy caracteriza nuestra vida social (me refiero, por supuesto, a la división del trabajo que potencia la cooperación social, y no a la que funda las divisiones de clase). En otras palabras, es necesario pensar una estrategia política que apunte a reemplazar el Estado y el mercado por instituciones de nuevo tipo capaces de gestionar el cuerpo social. Me refiero a instituciones políticas que garanticen la realización de las tareas sociales que, por su complejidad y escala, el cuerpo social espontáneamente no está en condiciones de resolver.
La conclusión de lo anterior es que ninguna política emancipatoria que pretenda ser efectiva puede plantear su estrategia, explícita o implícitamente, en exterioridad al problema de la gestión alternativa (pero actual y concreta) de lo social. No existe política autónoma ni autonomía sin asumir responsabilidad por la gestión global de la sociedad realmente existente. Dicho de otro modo, no hay futuro para una estrategia (o una actitud) puramente destructiva que se niegue a pensar la construcción de alternativas de gestión aquí y ahora, o que resuelva ese problema o bien ofreciendo una vía autoritaria y por ello inaceptable (como lo hace la izquierda tradicional), o bien con meros escapes a la utopía y al pensamiento mágico (como el ‘primitivismo’, la confianza en el llamado a ‘asambleas’ cada vez que deba tomarse cualquier decisión, o en ‘hombres nuevos’ altruistas que espontáneamente actuarán siempre en bien de los demás, etc.). Para evitar confusiones: no estoy sugiriendo que los anticapitalistas debamos ocuparnos de gestionar el capitalismo actual de manera un poco menos opresiva (como supone la opción ‘progresista’). Lo que intento argumentar es que necesitamos presentar opciones estratégicas que se hagan cargo de la necesidad de tener dispositivos políticos propios, capaces de gestionar globalmente la sociedad actual y de evitar así la disolución catastrófica de todo orden, mientras caminamos hacia la instauración de un mundo sin capitalismo.
Hipótesis dos:
Sobre la necesidad de una ‘interfase’ que permita pasar de lo social a lo político
Sostendré como segunda hipótesis que la formulación de un nuevo camino estratégico que se haga cargo del problema recién expuesto –es decir, que no sea puramente destructivo, sino también creativo– requiere pensar, explorar, y diseñar colectivamente una ‘interfase’ autónoma que ligue a nuestros movimientos sociales con el plano político de la gestión global de la sociedad. No está implícito en esta afirmación el prejuicio típico de la izquierda tradicional, que piensa que la autoorganización social ‘está bien’, pero que la política ‘de verdad’ pasa por el plano partidario-estatal. No hay en la idea de la necesidad de un ‘pasaje de lo social a lo político’ ninguna valoración de este plano como más importante que aquel. Por el contrario, intento argumentar que una política autónoma debe estar firmemente anclada en procesos de autoorganización social, pero necesita expandirse hasta ‘colonizar’ el plano político-institucional. Permítanme explicar qué es eso de la ‘interfase’.
En la sociedad capitalista, el poder se estructura en dos planos fundamentales: el plano social general (biopolítico), y el plano propiamente político (el Estado). Llamo ‘biopolítico’ al plano social en general, siguiendo a Foucault, porque el poder ha penetrado allí, en nuestras vidas y relaciones cotidianas, de un modo tan profundo que ha transformado a ambas de acuerdo a su imagen y semejanza. Las relaciones mercantiles y de clase nos han ido moldeando como sujetos de modo tal, que reproducimos nosotros mismos las relaciones de poder capitalistas. Cada uno de nosotros es agente productor de capitalismo. El poder ya no domina desde afuera, parasitariamente, sino desde adentro de la propia vida social.
Y sin embargo, en el capitalismo ese plano biopolítico no resulta suficiente para garantizar la reproducción del sistema: requiere también de un plano que llamaremos ‘político’ a secas: el del Estado, las leyes, las instituciones, etc. Es este plano político el que garantiza que las relaciones biopolíticas en las que descansa el capitalismo funcionen aceitadamente: corrige desviaciones, castiga infracciones, decide cómo y hacia qué lugar direccionar la cooperación social, se ocupa de realizar tareas de gran escala que el sistema necesita, monitorea todo, y funciona como punta de lanza para que los vínculos biopolíticos capitalistas penetren cada vez más profundo. En otras palabras, el plano político se ocupa de la gestión global de lo social; bajo el capitalismo lo hace asumiendo una forma estatal.
En el capitalismo actual, el plano social (biopolítico) y el estatal (político) cuentan con una ‘interfase’ que los conecta: las instituciones representativas, los partidos, las elecciones, etc. A través de estos mecanismos (lo que suele llamarse ‘la democracia’) el sistema garantiza un mínimo de legitimidad para que la gestión global de lo social pueda realizarse. En otras palabras, es la interfase ‘eleccionaria’ la que asegura que la sociedad en general acepte que haya un cuerpo especial de autoridades que decidan sobre los demás. Pero se trata de una interfase heterónoma, porque crea esa legitimidad no en función del todo cooperante (la sociedad), sino en beneficio de sus clases dominantes. La interfase heterónoma canaliza la energía política de la sociedad de modo de impedir su auto-determinación.
Sostendré que la nueva generación de movimientos emancipatorios que está emergiendo desde hace algunos años viene haciendo formidables avances en el terreno biopolítico, pero encuentra dificultades para pasar de ese plano al político. Existen innumerables movimientos territoriales y colectivos de toda clase en todo el mundo que vienen poniendo en práctica formas de organización y de lucha que desafían los principios que rigen la vida social capitalista. La ‘biopolítica’ de estos movimientos crea –aunque sea en el ámbito local y hasta ahora en pequeña escala– relaciones humanas de nuevo tipo, horizontales, colectivistas, solidarias, no-mercantiles, autónomas, al mismo tiempo que lucha por destruir el capitalismo. Pero no hemos encontrado hasta ahora una estrategia política que nos permita trasladar estos valores y formas de vida al terreno de la gestión global de lo social, cosa indispensable para poder generar cambios más sólidos, profundos y permanentes en la sociedad toda. En otras palabras, nos falta desarrollar una interfase de nuevo tipo, una interfase autónoma que nos permita articular formas de cooperación política de gran escala, y que conecte nuestros movimientos, nuestros colectivos y nuestras luchas con el plano de la gestión global de lo social. Hemos rechazado correctamente la interfase que nos proponía la izquierda tradicional –los partidos (sean electorales o de vanguardia) y los líderes iluminados–, por comprender que se trataba de una interfase heterónoma. Para decirlo de otro modo, era una interfase que, en lugar de colonizar el plano político con nuestros valores y formas de vida emancipatorios, funcionaba colonizándonos a nosotros con aquellos de las élites y de la clase dominante. Pero nos falta todavía pensar, explorar y diseñar una interfase autónoma: sin resolver esta cuestión, temo que nuestros movimientos no lograrán establecer lazos más amplios con la sociedad toda y permanecerán en estado de permanente vunerabilidad frente al poder. La estrategia de la Sexta Declaración zapatista lleva la promesa de avances importantes en este sentido.
* * *
Segunda parte: La interfase autónoma como institución de nuevo tipo
¿En qué consistiría una interfase autónoma? ¿Qué nueva forma de organización política, diferente de los partidos, nos permitiría articular a gran escala la cooperación de vastos sectores del movimiento emancipatorio? ¿Cómo hacer para que tenga la efectividad necesaria como para hacerse cargo de la gestión global de lo social y, así, pueda convertirse en un instrumento estratégico para la superación del Estado y del mercado? Son éstas preguntas que el propio movimiento social ya se está haciendo intuitivamente, y que sólo él podrá resolver. Lo que sigue son algunas ideas para pensar colectivamente la cuestión. Comencemos con algunos principios generales.
Tesis 1:
Sobre la necesidad de una ética de la igualdad
Ya que no pueden pensarse normas e instituciones para seres abstractos, sin tener en cuenta sus costumbres y valores (es decir, su cultura específica), comencemos con una tesis sobre la nueva cultura emancipatoria.
Una de las grandes tragedias de la tradición de izquierda fue (y sigue siendo) su rechazo a pensar la dimensión ética de las luchas emancipatorias. En general, tanto en sus teorías como implícitamente en sus prácticas, la actitud típicamente de izquierda reduce el problema de la ética –es decir, la cuestión de los principios que deben orientar las buenas acciones, distinguiéndolas de las malas– a un problema meramente epistemológico. En otras palabras, las acciones políticas se consideran implícitamente ‘buenas’ si se corresponden con lo que indica una ‘verdad’ conocida previamente. Lo éticamente bueno/malo se reduce así a la ‘línea’ correcta/incorrecta. Así, la cultura de izquierda rechaza implícitamente toda ética de cuidado del otro (me refiero al otro concreto, el prójimo), reemplazándola por el compromiso con una verdad derivada de una ideología que afirma defender a un otro abstracto (la humanidad). Los efectos de esta ausencia de ética se observan constantemente en las prácticas: militantes abnegados y de buen corazón con frecuencia se permiten, en nombre de su ‘verdad’, acciones manipulativas y faltas de respeto que resultan inaceptables para cualquier persona común (que, como consecuencia, prefiere mantenerse lo más lejos posible de aquellos militantes). Implícitamente, se trata de una postura elitista que dificulta la cooperación entre iguales. Alguien que se reclame poseedor de la verdad no malgastará su tiempo en escuchar a los demás ni estará dispuesto a negociar consensos. Una política emancipatoria, en consecuencia, debe estar firmemente asentada en una ética radical de la igualdad y de responsabilidad frente al (y cuidado del) otro concreto. En este plano, para crear, difundir y hacer carne una ética emancipatoria, queda una enorme tarea por hacer. Muchos movimientos, sin embargo, ya están recorriendo ese camino: una inversión de la relación entre ética y verdad similar a la que aquí proponemos es la que expresa el eslogan zapatista “caminar al paso del más lento”.
Tesis 2:
La horizontalidad requiere instituciones
Un problema fundamental que bloquea el desarrollo de nuevas formas organizativas reside en dos creencias erróneas: 1) que las estructuras organizativas y las normas más o menos firmes de algún modo atentan contra la horizontalidad y el carácter ‘abierto’ de las organizaciones, y 2) que cualquier división del trabajo, especialización y delegación de funciones atenta contra la horizontalidad y/o la autonomía. Los movimientos con vocación horizontal en Argentina y en otros sitios ya hace tiempo se cuestionan tales creencias.
Cualquiera que haya participado en alguna organización de tipo horizontal, incluso pequeña, sabe que, en ausencia de mecanismos que protejan la pluralidad y fomenten la participación en pie de igualdad, la ‘horizontalidad’ pronto se convierte en un terreno en el que predominan los más fuertes o mejor preparados. También sabe lo frustrantes y de alcances limitados que pueden ser las estructuras asamblearias en las que todos están forzados a tomar siempre todas las decisiones –desde la estrategia más general, hasta el cambio de un enchufe. La ‘tiranía de la falta de estructura’, como la llamó hace tiempo una feminista norteamericana, desgasta nuestras organizaciones, subvierte sus principios, y las hace ineficaces.
Este problema se hace evidente toda vez que un colectivo o movimiento adquiere una escala mayor. Mientras lo integren pocas personas –digamos, menos de 200 o 300– el problema de la división de tareas y la asignación de roles que implican algún grado de ‘representación’ se resuelve por mecanismos personales e informales. Alguna gente comienza espontáneamente a desempeñar esas funciones, y el colectivo lo alienta y permite tácitamente porque es necesario. Como esa asignación de tareas no es electiva ni explícitamente acordada, con frecuencia el colectivo encuentra difícil controlar a quienes las desempeñan, y asegurar que no acumulen experiencia, contactos, credibilidad, en suma, poder, a costa de los demás. Las tensiones que de ello derivan suelen aparecer como cuestiones personales que, sin embargo, entorpecen, debilitan y con frecuencia destruyen el colectivo. Por otra parte, cuando el tamaño del grupo supera la escala del contacto cara a cara y del conocimiento personal entre todos los miembros, la ausencia de reglas impersonales de funcionamiento, de formas acordadas (y controladas) de delegación y de división de tareas, limita seriamente el trabajo colectivo.
A diferencia de lo que suele pensarse, las organizaciones horizontales y autónomas necesitan mucho más de las ‘instituciones’ que las organizaciones jerárquicas. Éstas siempre pueden contar, en última instancia, con la voluntad del líder para resolver conflictos, asignar tareas, etc. Por ello, y para pasar del plano biopolítico al político, los movimientos y colectivos autónomos necesitan desarrollar instituciones de nuevo tipo. Por ‘instituciones’ no refiero a jerarquías burocráticas, sino simplemente a un conjunto de acuerdos respecto a pautas de funcionamiento, formulados como reglas explícitas, y dotados de las estructuras organizacionales que garanticen su efectivo funcionamiento. Esto incluye:
a) Una división del trabajo razonable, indispensable para potenciar la escala de la cooperación. Si todos son responsables de todo al mis-
mo tiempo, nadie resulta responsable de nada. La división de tareas también lleva implícita una división clara entre tipos de decisiones que tomarán individuos o grupos de trabajo (aunque siempre ‘fiscalizables’ por los demás), y otras que tomará el colectivo en su conjunto. Esta división del trabajo, sin embargo, debe estar fundada en los valores del movimiento: las tareas y responsabilidades deben repartirse de modo tal que no resulte –como sucede en los partidos políticos– que algunos acumulen siempre las tareas calificadas y enriquecedoras (tomar decisiones, hablar en público, etc.), mientras que otros sólo desempeñan funciones tediosas y repetitivas (hacer pintadas o vender el periódico). Existen diversas formas para garantizar que esto no suceda, desde esquemas de tareas rotativas, hasta la asignación de un balance de tareas para cada uno, de modo que todos siempre desempeñen al mismo tiempo un poco de tareas enriquecedoras y otro poco de rutinarias.
b) Formas atenuadas de representación y delegación. La crítica justa a los representantes que terminan ‘sustituyendo’ al representado nos ha llevado, en algunos casos, a rechazar la representación toda en favor de supuestas prácticas de democracia directa. Sin embargo, la creencia en que se pueda organizar cooperación y acción colectiva a gran escala sin apelar a ninguna forma de delegación no es otra cosa que pensamiento ‘mágico’.
No siempre es útil o posible que nadie en particular actúe como vocero del grupo, o que todos tomen una decisión de extrema urgencia, u ocupen un puesto en una mesa de negociaciones, etc. El problema de la representación no es que haya representantes, sino que éstos se conviertan en un grupo especial permanente, que se distinga y separe del colectivo. Una institución de nuevo tipo debe incluir acuerdos previos acerca de quiénes desempeñarán funciones de voceros, delegados o representantes en diversos ámbitos o situaciones, y a partir de qué mecanismos democráticos y transparentes serán designados. Pero también deben existir reglas claras que limiten las posibilidades de que los favorecidos en un momento se transformen en ‘dirigentes profesionales’, fijos, con una capacidad de afectar las decisiones del conjunto mayor que la de los demás. Nuevamente en este caso, existe una gama de recursos organizacionales para garantizar esta cuestión, desde los cargos rotativos o por sorteo, hasta la limitación temporal del desempeño de una función,
etc. Por lo demás, debe desarrollarse al máximo la capacidad de organizar procesos colectivos de toma de decisión para los asuntos importantes. En este sentido, una institución de nuevo tipo debe avanzar hacia el reemplazo del modelo del líder o dirigente –típico de los partidos– al del ‘facilitador’, capaz de utilizar sus saberes y habilidades no para tomar decisiones por los demás, sino para colaborar con la organización de procesos colectivos de deliberación.
c) Una demarcación clara de los derechos que corresponden a los individuos y a las minorías, de aquellos que corresponden al colectivo o a la mayoría. La creencia según la cual una organización colectiva debe absorber o negar la individualidad de sus miembros (o, dicho de otro modo, que cada persona debe ‘disolverse’ como individuo para entrar a un colectivo) es no sólo autoritaria, sino poco realista. En cualquier forma de cooperación social subsiste una tensión ineliminable entre los deseos y necesidades de la persona –o de un grupo minoritario de personas– y aquellos del colectivo. Una organización de nuevo tipo no puede funcionar imaginando que esta tensión no existe, ni pretendiendo suprimirla. De lo que se trata es de acordar colectivamente qué espacios de derecho y atribuciones permanecerán en la esfera individual o minoritaria (por ejemplo, poder expresar públicamente una disidencia sin temor a ser expulsado, o abstenerse de participar en una acción colectiva que genere conflictos éticos), y cuáles serán patrimonio exclusivo del colectivo.
d) Un procedimiento justo y transparente de manejo de conflictos. En cualquier organización surgen inevitablemente conflictos, tanto de intereses y opiniones políticas, como simplemente personales. Al no ser reconocidos como legítimos, el mal manejo de estos conflictos es una de los motivos que más afectan la continuidad de la cooperación entre los movimientos emancipatorios. Es fundamental que una organización de nuevo tipo cuente con reglas claras para garantizar un tratamiento lo más justo posible para las partes de cualquier conflicto. También aquí hay un largo acervo de experiencias que pueden aprovecharse: técnicas de mediación, formas de ‘división de poderes’ de modo tal que ninguna parte en conflicto sea ‘juez y parte’ al mismo tiempo, etc.
Tesis 3:
Una organización política que ‘imite’ las formas biopolíticas
Las formas políticas de organización, en el sentido en el que las hemos definido en este ensayo, suelen establecer una relación ‘mimética’ con las formas biopolíticas. En otras palabras, cristalizan mecanismos institucionales y normativos que copian o ‘imitan’ ciertas formas que son inmanentes a la auto-organización social. Esto, sin embargo, no significa que sean neutrales: por el contrario, su variable forma específica puede direccionar la cooperación social en un sentido que, o bien refuerza las relaciones heterónomas (poder-sobre), o bien lo hace en favor de otras autónomas (un poder-hacer emancipado). El andamiaje político-institucional del capitalismo es un buen ejemplo de esto.
La estructura política de los inicios del Estado capitalista –la época de los Estados absolutistas– ‘imitaba’ casi perfectamente la forma piramidal típica de las relaciones puramente heterónomas: una relación vertical de mando-obediencia. No casualmente, la estructura piramidal de los Estados (y luego también la de las escuelas, hospitales, empresas, etc.) ‘copiaba’ la jerarquía piramidal de mando de los ejércitos, que a su vez había solidificado en una jerarquía de ‘grados’ militares un diferencial primordial de poder entre los antiguos guerreros del medioevo. Así, el poder de mando estaba centralizado y concentrado en la cima de la pirámide –el rey–, que comandaba una estructura piramidal de funcionarios que paulatinamente dejaron de ser de origen noble. En ocasiones, sin embargo, el rey seguía compartiendo alguna atribución política con el consejo o ‘parlamento’ que representaba a su clase dominante, la aristocracia terrateniente/mercantil/guerrera.
Por motivos que no podemos explicar aquí –pero que tienen que ver tanto con las propias necesidades del capitalismo como con la presión de las clases subalternas– esa estructura estatal primera fue evolucionando hasta adquirir la forma institucional que hoy conocemos. Así, la estructura piramidal básica fue incorporando otros dispositivos institucionales que ‘imitaban’, al menos parcialmente, otras formas de cooperación no-jerárquicas presentes en el cuerpo social. Los parlamentos, ahora ‘democráticos’, permitieron así incorporar una mayor pluralidad de voces e intereses políticos en un dispositivo deliberativo que, si bien ‘imitaba’ las formas asamblearias propias de la democracia verdadera, estaba cuidadosamente controlado por un marco institucional que limitaba sus alcances. Otro ejemplo: el sistema de selección de los funcionarios a través de elecciones competitivas ‘democráticas’ entre partidos permitió canalizar los impulsos de auto-organización política y el natural agrupamiento de afinidades en una nueva estructura jerárquica que los conectaba así con la pirámide estatal primordial. Más recientemente, para recuperar legitimidad, algunos Estados han incluso establecido mecanismos a través de los cuales se abre parcialmente la toma de decisiones políticas –siempre de poca importancia– a colectivos auto-organizados que no pertenecen al aparato estatal, incluso si son de tipo horizontal (asociaciones vecinales, cooperativas, ONGs, movimientos sociales, etc.). Los experimentos de presupuesto participativo son un buen ejemplo. Lo que importa para nuestros propósitos es que todo el andamiaje institucional del Estado capitalista combina formas jerárquicas (piramidales) y formas no-jerárquicas (deliberativas u horizontales) de modo tal de poner la energía de cooperación social en un marco jerárquico y heterónomo. Así, incluso bajo el capitalismo las formas no-jerárquicas y autónomas resultan indispensables para organizar la energía social; sin embargo, rodeadas por un marco institucional piramidal y sobredeterminadas por el poder, son utilizadas para canalizar esa energía en favor de una política heterónoma. Tras toda la parafernalia pseudo-participativa, el Estado sigue siendo ante todo aquella vieja pirámide de la época absolutista.
La sociedad emancipada del futuro seguramente invertirá la relación actual entre formas jerárquicas y horizontales, de modo tal que aquellas, de ser necesarias, estarán incluidas en un diseño político-institucional que las ponga al servicio de éstas. Existen autores que vienen desarrollando un importante trabajo de imaginación de instituciones de nuevo tipo tanto para reemplazar al Estado (por ejemplo Stephen Shalom, en www.zmag.org/shalompol.htm) como al mercado (por ejemplo Michael Albert, en su libro Parecon y en www.lavaca.org/notas/nota379.shtml, www.parecon.org). Lo que me interesa aquí es pensar, en función de una estrategia para el presente, cómo crear una nueva forma de organización política que pueda funcionar como ‘interfase autónoma’ en el sentido explicado más arriba.
La hipótesis principal en este punto es que un diseño institucional de nuevo tipo podría desarrollarse ‘imitando’ las formas biopolíticas que nuestros movimientos ya vienen explorando. En otras palabras, el trabajo colectivo de diseño institucional –que seguramente llevará muchos años de ensayo y error– puede orientarse identificando aquellas encrucijadas en las que la auto-organización autónoma florece y se expande, y aquellas otras en las que cae víctima de sus propias tendencias jerárquicas y heterónomas, para instituir dispositivos políticos que se apoyen en (y potencien a) aquellas, a la vez que sorteen, limiten o eliminen a éstas. Se trata de pensar un dispositivo organizacional que, en lugar de contener, parasitar o reprimir al movimiento social, se ocupe de facilitarlo, de protegerlo, y de dotarlo de herramientas más efectivas a la hora de organizar la cooperación entre iguales a gran escala. Se trata, asimismo, de pensar una organización de nuevo tipo que pueda hacerse cargo de la gestión global de lo social.
Nuestras nuevas organizaciones políticas podrían pensarse como una ‘imitación’ del funcionamiento de las redes biopolíticas cooperantes (es decir, de la forma primordial que se opone a la de la pirámide del poder). Permítanme explicarme. Desde hace algunos años, científicos del campo de las ciencias naturales y de las ciencias de la información vienen desarrollando las llamadas ‘Teorías de la complejidad’, que, entre otras cosas, permiten entender un fenómeno llamado ‘emergencia’. Emergencia refiere a un conjunto de acciones autónomas de múltiples agentes en el plano local que generan una pauta de comportamiento global o general que nadie planea ni dirige, y que sin embargo es perfectamente racional y efectiva. Cada agente local sigue sus propias reglas, pero en la interacción con otros agentes locales, con los que se contacta en red, emergen patrones de acción colectiva que pueden aprender, evolucionar y adaptarse efectivamente al medio sin que nadie las controle o dirija, y de formas inesperadas. Las redes ‘hacen cosas’ colectivamente, sin que nadie esté allí gritando órdenes. Procesos de ‘emergencia’ se observan en una variedad de fenómenos naturales, desde el comportamiento de algunos tipos de hongos hasta el vuelo de las bandadas de pájaros. También se han observado en la vida social, desde los patrones de crecimiento de las ciudades, hasta el ejemplo de los ejemplos: Internet.
El ejemplo de las redes y el fenómeno de emergencia fue inmediatamente utilizado como analogía para pensar la acción política de aspiraciones no jerárquicas. Muchos tendimos a considerar las estructuras en red y sus comportamientos en el nivel biopolítico como un ‘modelo’ suficiente para pensar y organizar una nueva estrategia emancipatoria. Las redes parecían ofrecer un modelo no-jerárquico ni centralizado, flexible, de cooperación no-competitiva. Como parte de los debates dentro del movimiento emancipatorio, muchos apostamos a la idea de las ‘redes laxas’, y nos opusimos a cualquier intento de reencauzar las redes dentro de formas jerárquicas. La esperanza entonces era que la propia vida de la red, librada a su desarrollo espontáneo, instituiría un mundo emancipado (o, al menos, zonas de autonomía más o menos extensas).
La experiencia acumulada en los últimos tiempos parece indicar que, en esa esperanza, pecábamos de ingenuidad. Quisiera argumentar que las estructuras en red efectivamente proveen un ‘modelo’ indispensable para describir la ‘vida cotidiana’ –si se me permite la imagen– del movimiento en su plano social general (biopolítico). Pero el pasaje al plano político, sobre cuya irreductibilidad argumentábamos más arriba, requiere pensar y desarrollar instituciones de nuevo tipo que potencien y protejan los fenómenos de emergencia y auto-organización. Son tales instituciones las que pueden pensarse según la hipótesis de la ‘imitación’ de la forma red.
Para intentar clarificar este concepto, tomemos el ejemplo de Internet. El marco técnico y la estructura reticular de Internet han ofrecido inesperadas oportunidades para la expansión de la cooperación social espontánea en escalas nunca antes alcanzadas. La existencia de extensas ‘comunidades inteligentes’ de desarrollo espontáneo, no jerárquico ni centralizado, en las que se borran las distinciones entre emisores y receptores, ha sido ampliamente documentada en la red de redes. Y sin embargo, el propio funcionamiento de Internet genera también tendencias hacia la concentración de la información y los intercambios. No me refiero aquí a las varias formas en que los Estados y las corporaciones todavía controlan aspectos importantes del funcionamiento técnico de la red, sino a fenómenos de surgimiento de ‘lugares de poder’ que son inmanentes al propio ciberespacio. En el esquema de red abierta, cualquier punto de la red puede conectarse libre e inmediatamente con cualquier otro. Y sin embargo, casi todos nosotros utilizamos portales y motores de búsqueda como Google, que a la vez facilitan la conectividad –y con ello expanden las posibilidades de cooperación y el poder-hacer– y centralizan los flujos. Portales como Google tienen así un papel ambivalente: si bien, en cierto sentido, ‘parasitan’ la red, son también parte fundamental de la arquitectura de Internet. Por ahora, los efectos de esta concentración de flujos en el sentido de un ejercicio de podersobre por parte de Google son poco perceptibles. Aunque corporativo, el servicio tiene pocas restricciones y es gratuito. Pero potencialmente esa concentración fácilmente puede traducirse –y ya se está traduciendo– en una jerarquización de los contactos en la red. Valgan como ejemplo los recientes acuerdos de Google y Yahoo con el gobierno Chino para controlar y censurar los accesos de los cibernautas de ese país. Por otro lado, desde hace tiempo es posible pagar a Google para aparecer en lugares prominentes en las búsquedas, cosa que restringe la conectividad con nodos que no puedan o quieran pagar.
¿Qué hacer con una institución como Google (y Yahoo, etc.)? Nos sirven para hallarnos entre nosotros, pero el propio uso que nosotros le damos pone en manos corporativas resortes de poder que se vuelven en nuestra contra. ¿Qué hacer? Respondo con una humorada. La estrategia de la izquierda tradicional indicaría que el Partido debe ‘tomar Google’: desplazar a sus dueños, eliminar Yahoo y cualquier otra competencia corporativa, y ‘poner Google al servicio de la clase obrera’. Pero las consecuencias autoritarias y la ineficacia de esta estrategia son bien conocidas. Por otro lado, una estrategia libertaria ingenua podría ser destruir Google, Yahoo, etc. e impedir luego el surgimiento de cualquier nodo que concentrara (incluso en pequeña escala) los flujos de información. Pero el resultado de esto sería el virtual derrumbamiento de Internet y de las experiencias de cooperación que la red permite. Todos podríamos en teoría comunicarnos con todos, pero en la práctica sería enormemente difícil hallarnos entre nosotros. En ausencia de opciones mejores, y ante el colapso de la cooperación social, todos terminaríamos arrojándonos en brazos del primer proto-empresario que nos ofreciera un nuevo Google…
¿Cómo operaría en este ejemplo (confesadamente tonto) la estrategia de una política autónoma como la que venimos persiguiendo? Lo haría identificando las encrucijadas de la red de cooperación que Internet articula, y los lugares de poder y de centralización que (como Google) esa misma red produce. Identificadas las tendencias inmanentes que pudieran dar lugar al surgimiento de formas de poder-sobre, la estrategia de una política autónoma sería la de generar una alternativa organizativa que permita realizar eficazmente las funciones que Google desempeña en favor del poder-hacer, poniendo cualquier concentración de flujos que fuere necesaria dentro de un marco institucional que garantice que esa concentración no subvierta los valores emancipatorios que la ‘vida cotidiana’ (biopolítica) de la red de redes promete. Se trata de pensar y desarrollar un diseño político-institucional (que por ello trasciende las posibilidades espontáneas o ‘biopolíticas’ de los nodos de la propia red) que proteja la red de las tendencias centralizadoras/jerarquizantes. Pero una estrategia autónoma no protege a la red de esas tendencias negándolas, sino reconociéndolas y asignándoles un lugar subordinado dentro de un andamiaje institucional ‘inteligente’, de modo que podamos mantenerlas bajo control. La tesis de la ‘imitación’ de la forma biopolítica reticular refiere precisamente a tal forma de operación institucional ‘inteligente’.
Imaginando un modelo organizativo de nuevo tipo
Cambiando lo que haya que cambiar, el ejemplo de los problemas de Internet puede trasladarse al del movimiento emancipatorio en su conjunto. Existe hoy, aunque incipiente, una red laxa de movimientos sociales conectada a nivel global. También existen dentro de esta red, como parte de su funcionamiento inmanente, lugares de centralización y de poder que desempeñan un papel ambivalente, comparable al de Google. El Foro Social Mundial, las iniciativas ‘Intergalactikas’ de los zapatistas, algunas ONGs, e incluso algún gobierno nacional han colaborado para expandir la conectividad de la red y, con ella, las posibilidades de ampliar su capacidad cooperante. Pero, por su propia concentración de los flujos, estos polos de atracción son también potencialmente peligrosos para la red, ya que pueden convertirse en la vía de ingreso de una política heterónoma.
¿Cómo plantear una estrategia de política autónoma en este contexto? ¿Quién lo haría, y cómo? La hipótesis de la ‘interfase autónoma’ es un intento de pensar las condiciones generales que hagan posible responder esa pregunta. Va de suyo que cualquier estrategia debe desarrollarse en y para situaciones concretas. Lo que sigue no pretende ser una receta ni un modelo, sino sólo un ejercicio imaginativo destinado a expandir nuestros horizontes de búsqueda.
Hemos dicho que una organización de nuevo tipo que pueda convertirse en una interfase autónoma debería a la vez tener un diseño anticipatorio (es decir, estar de acuerdo con nuestros valores fundamentales) y poseer la capacidad de ‘colonizar’ las estructuras jerárquicas existentes para –según convenga– neutralizarlas, reemplazarlas por otras, o ponerlas a funcionar en un marco político-institucional nuevo, de modo que habilite un camino hacia la vida emancipada. En términos prácticos, ambos imperativos suponen que lo fundamental de una organización de nuevo tipo sería su capacidad de articular formas de cooperación social no-opresivas, sólidas y de gran escala.
Aunque pueda sonar novedoso, la tradición de luchas emancipatorias ha ensayado en el pasado la creación de formas similares a la interfase autónoma de la que venimos hablando. El ejemplo más desarrollado y famoso fue el de los soviets durante las revoluciones rusas de 1905 y 1917. Como creación autónoma de los trabajadores, los soviets surgieron en principio como órganos de coordinación de la lucha. En el curso de las revoluciones, y sin proponérselo de antemano, los soviets desempeñaron al mismo tiempo funciones de ‘doble poder’ o, para decirlo en los términos que hemos empleado en este ensayo, de ‘gestión global de lo social’. Los soviets estaban conformados por ‘diputados’ enviados por cada grupo en lucha, en un número que variaba de acuerdo a su tamaño. Ofrecieron así un ámbito abierto y múltiple de encuentro y deliberación horizontal para diversos sectores sociales –soldados, campesinos, obreros, minorías nacionales–, y diversas posturas políticas; a diferencia de las organizaciones partidarias existentes entonces, que exigían a sus miembros pertenencia exclusiva y hacían política en competencia unas con otras, el soviet era un ámbito de cooperación abierto a todos. A la vez, los soviets se ocuparon de organizar cuestiones tales como el abastecimiento en las ciudades, el sistema de transportes, la defensa en la guerra, etc. Su prestigio derivaba de ambos aspectos: de su ‘representatividad’ de los múltiples sectores en lucha y su carácter prefigurativo, y de su capacidad de ofrecer una alternativa real de gestión.
La estrategia de la interfase soviética frente al poder estatal fue variando durante la revolución de 1917: durante la fase de ‘colaboración’ cooperaron críticamente con el Gobierno Provisional, presionándolo desde afuera; en la fase de ‘coalición’, los soviets decidieron designar ellos mismos algunos de los ministros de ese gobierno; en Octubre finalmente optaron por deshacerse directamente del Estado anterior y designar un gobierno ‘de comisarios del pueblo’ propio. Durante ese proceso la dinámica de auto-organización soviética había ido multiplicándose (de forma no competitiva, a diferencia de los partidos) con la creación de cientos de soviets en todo el país que confluían en el Congreso Panruso de los Soviets, órgano depositario de la mayor legitimidad revolucionaria.
Cierto, la experiencia de los soviets se vio muy pronto frustrada. El gobierno designado por ellos pronto terminó, paradójicamente, vaciando de contenido a los propios soviets e instaurando una dictadura de partido único. No es éste el lugar de examinar los motivos de ese fracaso. Valga sugerir, sin embargo, que además de la responsabilidad central de los bolcheviques por haber ahogado a sangre y fuego la democracia en los soviets, quizás haya sido la propia institucionalidad marcadamente ‘delegativa’ de éstos la que haya facilitado el proceso. En efecto, la particular estructura institucional soviética descansaba en representantes delegados que, a su vez, elegían un Comité Ejecutivo de menos miembros que, en la práctica, concentraba mucho del conocimiento y la autoridad para tomar las decisiones más importantes. Quizás haya sido a través de esa distancia respecto de sus representados que se coló una nueva forma de poder-sobre. Quizás haya colaborado también la ausencia de una ética de la igualdad.
Como quiera que haya sido, lo que nos importa aquí es el ejemplo histórico de una interfase autónoma, capaz tanto de articular la cooperación entre movimientos en lucha, como de hacerse cargo de la gestión global de lo social; su itinerario puede indicarnos posibilidades y peligros para la política emancipatoria del presente. Enseñanzas similares podrían extraerse también de la experiencia de los zapatistas (en particular de su invención de las Juntas del Buen Gobierno).
¿Cómo podríamos imaginar una interfase para los tiempos actuales? Imaginemos una organización diseñada, como el soviet, para ser un espacio abierto, es decir, que acepte a todos quienes quieran participar (dentro de ciertos criterios, por supuesto) y que su propósito sea el de proporcionar una arena deliberativa. En otras palabras, una organización que no defina de antemano qué hacer, sino que ofrezca a sus miembros el espacio donde decidirlo colectivamente. Imaginemos que esta organización surge definiéndose de manera amplia como un espacio de coordinación de luchas anticapitalistas, antirracistas, antipatriarcales y antisexistas; llamémosle ‘Asamblea del Movimiento Social’ (AMS).
La AMS está conformada por un vocero por cada colectivo aceptado como miembro (los individuos que quieran participar deberán agruparse previamente en colectivos). Tal como los soviets, es la propia Asamblea la que decide qué organizaciones acepta como miembros, buscando hacer lugar a la mayor multiplicidad posible de grupos sociales (obreros, mujeres, estudiantes, indígenas, gays, etc.) y tipos de organización (colectivos, sindicatos, ONGs, partidos, movimientos, etc.). A diferencia del soviet, las organizaciones-miembro más grandes no gozarían de un número mayor de voceros, sino que se asignaría a cada organización una cantidad de ‘votos’ proporcional a su valor para la AMS. Por ejemplo, el vocero de un pequeño colectivo de arte político podría tener derecho a dos votos, mientras que el de un gran sindicato de obreros metalúrgicos podría tener derecho a 200. La asignación de ‘capacidad de voto’ estaría en función de una serie de criterios pre-establecidos, decididos colectivamente, que podría así reconocer las diferencias de tamaño, antigüedad, aporte a la lucha, valor estratégico, etc., de cada grupo, según una ecuación que también garantice que ningún grupo tenga una capacidad de votos tal que le permita condicionar unilateralmente las decisiones. La AMS intentaría trabajar por consenso, o al menos estableciendo la necesidad de mayorías calificadas para tomar ciertas decisiones importantes. En el caso en que hubiera que votar alguna decisión en particular, cada organización-miembro podría decidir de qué manera utilizar su capacidad de voto. Así, el sindicato podría usar todos sus 200 votos en favor de la postura de, digamos, llamar a una acción directa contra el gobierno; pero también, en caso de estar internamente dividido, podría optar por representar la postura de su minoría, de modo que, por ejemplo, 120 votos podrían ir en favor de la acción directa, y 80 en contra. De esa manera, la forma de funcionamiento de la AMS no estaría estimulando la homogeneización forzada de las posturas y el divisionismo de cada organización-miembro.
Formalmente, las decisiones importantes dentro de la AMS permanecerían en manos de cada organización-miembro. Ellas mismas establecerían la modalidad de su relación con sus propios voceros –algunas preferirían delegarles su capacidad de decisión, otras no. En cualquier caso, la AMS pondría en funcionamiento mecanismos de toma de decisiones que permitan que cada organización tenga la oportunidad de debatir internamente los temas importantes y mandatar luego expresamente a sus voceros. También, mediante métodos electrónicos, existiría la posibilidad de expresar voz y votos a distancia para aquellas organizaciones que no puedan tener a sus voceros presentes por algún motivo, o para aquellas que lo tengan presente pero quieran, de todos modos, seguir las discusiones y definirse ‘en tiempo real’.
Las decisiones que la AMS tomara no comprometerían la autonomía de cada organización-miembro, las que mantendrían su propia ‘soberanía’ a la hora de definir sus propias luchas y acciones. La AMS no pretendería tener la representación exclusiva del movimiento social, ni exigiría a sus miembros pertenencia exclusiva. Podría haber más de una organización del estilo de la AMS, y sus miembros podrían eventualmente superponerse sin que esto resultara un problema. Estaría en el interés de todos los miembros cooperar con cualquier otra organización que represente al movimiento social.
La AMS no tendría autoridades en el sentido fuerte, es decir, ‘dirigentes’. Elegiría sí a varios equipos de ‘facilitadores’ para ocuparse de diversas funciones, por ejemplo:
1) recibir y evaluar peticiones de nuevas incorporaciones y recomendar a la AMS si aceptarlas o no, y con cuánto derecho a voto;
2) mantener debidamente fiscalizado y en funcionamiento el mecanismo de voto a distancia;
3) ocuparse de las finanzas;
4) desempeñarse como voceros de prensa;
5) visitar a otras organizaciones para invitarlas a ingresar a la AMS;
6) participar como voceros o representantes en tal o cual espacio político;
7) funcionar como moderadores y negociadores en caso de conflictos entre grupos-miembro;
8) gestionar los cursos de formación política que la AMS ofrece;
9) tomar decisiones tácticas o prácticas en casos de urgencia;
10) ejercer un poder parcial de veto para decisiones que contradigan seriamente los principios fundamentales de la AMS;
11) ocuparse de motorizar campañas específicas decididas por la AMS (por ejemplo, contra la guerra, contra la violencia contra las mujeres, etc.).
12) etcétera.
Los cargos de facilitador podrían tener una duración limitada, y rotar entre las diferentes organizaciones-miembro, para evitar acumulación de poder y las típicas peleas de protagonismo entre dirigentes.
¿Para qué serviría una organización de estas características? Dependiendo del contexto político, podría servir para varios fines. Supongamos un contexto en el que la AMS recién comienza a funcionar, es un grupo relativamente pequeño de organizaciones, con poco impacto social. En ese contexto la AMS podría funcionar como una especie de ‘cooperativa política’, en la que cada grupo aporta algo de sus recursos –contactos, experiencia, conocimientos, dinero, etc.– para fines en común: defenderse de la represión, organizar una manifestación, iniciar una campaña de esclarecimiento contra un tratado de libre comercio, etc. El trabajo en común, por otro lado, contribuiría a fortalecer los vínculos de la red más general de movimientos sociales.
Supongamos ahora un contexto un poco más favorable. Viendo que la AMS efectivamente funciona y permite articular formas de cooperación útiles para todos y en sintonía con los valores emancipatorios, muchas agrupaciones antes renuentes se han integrado. La AMS ha crecido y agrupa ya a un número importante de organizaciones de todo tipo; su voz, por otro lado, ya se ha hecho escuchar en la sociedad en general, y sus mensajes se siguen con cierto interés. En este contexto la ‘cooperativa política’ podría funcionar para movilizar influencia capaz de incidir directamente en la política estatal. La AMS podría, por ejemplo, amenazar al gobierno con huelgas y acciones callejeras si se firma el tratado de libre comercio. Podría también, si lo creyera conveniente, llamar a un boicot electoral en las próximas elecciones. O, alternativamente, podría decidir que es conveniente, estratégicamente hablando, participar en las elecciones legislativas presentando candidatos propios. Fiel a sus principios, esos candidatos serían sólo ‘voceros’ de la AMS, sin derecho a actuar por iniciativa individual, y sin derecho a ser reelectos luego de su período. En caso de resultar electos senadores o diputados, se limitarían a llevar la voz y el voto decididos por la AMS. En este caso, la ‘cooperativa política’ serviría para agrupar fuerzas con fines electorales, y para distribuir luego las ‘ganancias’ obtenidas (es decir, la incidencia en la política estatal) entre todas las organizaciones-miembro. Como los candidatos se presentaron a elecciones no como individuos sino como voceros del colectivo, la ‘acumulación’ política sería en favor de la AMS en su conjunto. Al ver la capacidad de cooperación así desplegada, y los controles que la AMS establece para que sus candidatos no se transformen en una casta de políticos profesionales, crecería el prestigio de la organización a ojos de la sociedad toda.
Supongamos un contexto todavía más favorable. La AMS ya tiene una larga experiencia de trabajo en común. Ha ampliado a varios miles el número de sus organizaciones-miembro. Ha perfeccionado sus procedimientos de toma de decisiones, de negociación de consensos y de división de tareas. Ha contribuido a difundir una nueva ética militante.
Tiene un aceitado mecanismo para resolver conflictos, y un eficaz sistema de controles para evitar que un individuo o grupo acumule poder a costa de todos. Sus discusiones y posturas políticas se escuchan con gran atención en la sociedad toda. La estrategia de boicot electoral ha dado sus frutos, y el gobierno y los partidos políticos pierden rápidamente credibilidad. O, alternativamente, la estrategia de ‘colonizar’ partes del Estado con gente propia ha dado resultado, y vastas secciones del Poder Legislativo y algunas del Ejecutivo están bajo control de la AMS. En cualquier caso, los mecanismos del Estado han perdido legitimidad, y un poderoso movimiento social presiona por cambios radicales: por todas partes hay desobediencia, huelgas, acción directa. En este caso, la ‘cooperativa política’ podría servir para preparar el siguiente paso estratégico, proponiéndose como alternativa (por lo menos transicional) de gestión global de lo social. La estrategia a seguir puede variar: la AMS podría continuar ‘colonizando’ los mecanismos electorales que ofrece el sistema, y tomando paulatinamente en sus manos más y más resortes de gestión. O podría, alternativamente, promover una estrategia insurreccional. O una combinación de ambas.
Claro, esto se trata tan sólo de un ejercicio imaginativo destinado solamente a ejemplificar cómo podría funcionar una interfase autónoma. En este caso hipotético, la AMS habría funcionado a la vez como institución capaz de organizar la cooperación de las voluntades emancipatorias, y como institución capaz de hacerse cargo de la gestión global de lo social aquí y ahora. Su estrategia consistió, primero, en desarrollar una institucionalidad que ‘imita’ las formas múltiples en que se estructuran las redes cooperantes (un espacio abierto y múltiple, aunque políticamente reglado) y su carácter prefigurativo (un espacio horizontal y autónomo que expande el poder-hacer sin concentrar poder-sobre). En segundo lugar, desarrolló una estrategia ‘inteligente’ de lectura de la configuración de los lazos de cooperación presentes en la sociedad actual, identificando las encrucijadas en las que el poder-sobre desempeña un papel ambivalente (es decir, aquellas operaciones del Estado que estructuran vínculos en alguna medida útiles o necesarios) para poder así ofrecer una alternativa de gestión superadora (autónoma), y no meramente destructiva. A diferencia de los Partidos –incluyendo los leninistas–, que ‘colonizan’ al movimiento social con las formas de la política heterónoma, la organización de nuevo tipo que llamamos AMS entró en interfase con las estructuras estatales ‘colonizándolas’ con la lógica de la autonomía, ‘drenando’ su poder en otros casos, o simplemente destruyéndolas cuando hiciera falta.
Naturalmente, esto no pretende ni podría ser el modelo de un engranaje perfecto: la AMS no requiere, para su funcionamiento, estar integrada por seres ‘angelicales’. Por supuesto que se filtrarían luchas de poder en su seno, y que habría conflictos de todo tipo. Por supuesto que una institución tal no resolvería, de una vez y para siempre, la tensión implícita en la distancia entre lo social y lo político. La política emancipatoria seguiría siendo, como lo es hoy, una apuesta trabajosa y sin garantías por intervenir en la ambivalencia intrínseca de la vida social para resolver cada situación en el sentido de la expansión de la autonomía. El beneficio de una institución de nuevo tipo tal sería que esas luchas, conflictos y tensiones estarían a la vez reconocidos y reglados de modo tal de que no destruyan inevitablemente la cooperación. Lo que hicimos fue un mero ejercicio imaginativo, excesivamente simplificado. No se me escapan sus varios flancos débiles (por mencionar sólo uno, el planteamiento estratégico fue pensado sólo para el plano de la política a nivel del Estado-nación, ignorando los condicionantes y oportunidades del plano de la política global). Pero aunque no sea más que un ejercicio imaginativo, espero que pueda contribuir para expandir el horizonte de posibilidades que se abre a la hora de enfrentar la pregunta crucial de la estrategia emancipatoria: qué hacer.
Buenos Aires, marzo de 2006.
Las zonas grises de las dominaciones y las autonomías
Raúl Zibechi
Tanto los Estados como los movimientos antisistémicos confluyen, y compiten, en los mismos territorios por ganar el apoyo de los sectores populares y, de ese modo, impedir que sus adversarios los adopten como aliados. Las autonomías no son espacios consolidados, inexpugnables para las dominaciones. Todo lo contrario: son espacios-tiempos en disputa, interpenetrados por el otro, de modo que la imagen de una fortaleza asediada no sirve para describir el conflicto real en curso, ya que se trata de territorios gelatinosos, con límites imprecisos, porosos, cambiantes.
Una parte sustancial de las estrategias imperiales, diseñadas tanto por el Pentágono como por el Banco Mundial, apunta a debilitar los espacios autónomos de los de abajo a través de una amplia gama de estrategias. En otros tiempos, los Estados acostumbraban destruir los hornos de pan que tenían los obreros en sus viviendas, así como la producción de cerveza en sus domicilios y las huertas familiares, de modo de forzarlos a acudir a las fábricas para que sus únicos medios de subsistencia fueran los salarios. No era una maldad particular de los dominadores, sino el único modo de vencer las resistencias plebeyas a ingresar a esos espacios fabriles (ruidosos, demasiado fríos o demasiado calientes, rígidamente controlados) donde pierden toda noción de tiempo y de autonomía.
Sólo separándolos de sus medios de producción, y en lo posible alejándolos de familias y vecinos, o sea desarraigándolos de sus vidas anteriores, los capitalistas consiguieron conducir a millones de hombres, mujeres y niños a esas terribles cárceles pobladas de máquinas. La historia de la lucha de clases es, también, la del combate por ganar espacios de autonomía, por un lado, y para obturarlos, por otro. Cuando los de abajo consiguen abrir algunas grietas en la dominación, tanto materiales como simbólicas, se sienten en condiciones de lanzar desafíos a los de arriba o, por lo menos, de resistir en mejores condiciones.
Lo anterior ha sido comprendido en toda su importancia por las élites. Por eso aplican políticas especialmente destinadas a neutralizar los espacios-tiempos autónomos de los de abajo. Quiero traer dos ejemplos de cómo se aplican esas técnicas de control de poblaciones en espacios abiertos. La primera procede de una zona rural, el Cauca de Colombia donde habita el pueblo nasa organizado en la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte (ACIN). El segundo caso sucede en poblaciones periféricas de Santiago de Chile, donde los gobiernos democráticos se han propuesto destruir la organización autónoma de los pobladores que consiguieron derrotar a la dictadura de Augusto Pinochet. Confío que este intercambio con militantes organizados puede ser de utilidad para enfrentar los desafíos que atraviesan los movimientos en este período tan complejo.
la cara oculta del Plan Colombia
En algunas raras ocasiones, las clases dominantes dejan ver sus intenciones más profundas, el trasfondo oscuro de sus políticas que, durante la mayor parte del tiempo, camuflan con retórica y declaraciones de buena voluntad. Cuando eso sucede, es porque la crisis de legitimidad por la que atraviesa la dominación impone acciones y decisiones drásticas que, naturalmente, dejan al descubierto aquellos rasgos que saben ilegítimos (e inaceptables), que en períodos de paz social son cuidadosamente protegidos con los envoltorios al uso ofrecidos por la hipocresía que permite y avala la cultura democrática. El Plan Colombia tiene esa virtud. Muy en particular, la segunda versión del plan titulada “Estrategia de fortalecimiento de la Democracia y el Desarrollo Social 20072013”.
La llamada Doctrina de Acción Integral (DAI), núcleo duro del diseño de la guerra, muestra los principales avances en materia de estrategia realizados por los núcleos más destacados del pensamiento militar que, nos guste o no, siguen siendo las principales usinas de planificación política de las élites globales y, muy en particular, de las estadounidenses. Parece imprescindible, por tanto, tomar muy en serio sus propuestas, puesto que entre los objetivos centrales de quienes se sitúan en la cúspide del sistema-mundo figura “taponar todos los poros de la sociedad por donde emerge la vida en su afán libertario”, con el objetivo de “controlar, disuadir o eliminar cualquier tipo de resistencia” (Ceceña, 2004: 34-35). La guerra de espectro completo abarca todas las facetas de la vida, por lo que se trata de una acción integral que no deja fuera ningún aspecto de la vida.
Las líneas que siguen son reflexiones basadas en el “Anexo 2. Elementos de la Doctrina de Acción Integral” del citado documento oficial del Departamento Nacional de Planeación. Antes de eso, me parece necesario dejar de lado la consideración, a menudo simplista y siempre simplificada, de que las afirmaciones que allí se vierten son meras hojas de parra que encubren objetivos y estrategias inconfesables. Por el contrario, creo que en sólo dos páginas se sintetizan de modo brillante las ideas que rigen la acción de las élites del mundo.
El primer punto a considerar, es que la daI es una respuesta seria a las limitaciones de la acción militar como única forma de actuación en el combate a los adversarios del Estado o, si se prefiere, para consolidar la presencia del aparato estatal. En paralelo, se reconoce que el primer paso necesario para instalar el Estado en los territorios que resisten sigue siendo la fuerza armada, que es la que permite despejar el territorio de enemigos para ejercer el control estatal, pero con el agregado de que esa acción armada por sí sola, es insuficiente. Para los estrategas militares,
[…] es preciso desarrollar herramientas y mecanismos que le permitan al Estado hacer uso combinado e integral de su fuerza legítima y de la acción social, en su objetivo de ir consolidando, progresivamente, el control del territorio nacional (Ibíd.: 87).
Por consolidación del control territorial se entiende “el escenario en el que se ejerce plenamente la autoridad del Estado y se permite el libre funcionamiento de todas sus instituciones y agencias” (Ibíd.). En este punto, se apela al conocido argumento de Weber de que el núcleo duro del Estado es la burocracia civil y militar. Pero hay un agregado, que a mi modo de ver constituye la clave de la estrategia: el control territorial de la fuerza armada debe permitir “la acción social del Estado”. O sea, y éste es el segundo y decisivo aspecto, no se trata de controlar porque sí, el control no es el objetivo final sino el funcionamiento de las instituciones y, de modo muy particular, aquellas vinculadas a la acción social. Tan importante es esto, que se menciona la “obligatoriedad” de incluir la dimensión social en todas y cada una de las operaciones de las fuerzas militares y policiales.
La daI opera a través de nueve principios. El primero y más importante es la protección de la población y la satisfacción de sus necesidades básicas. El tercer punto señala que hay total interdependencia entre las acciones militares y sociales, a tal punto que “el fracaso de una impide el éxito de las demás”. Y el cuarto principio agrega que “el esfuerzo militar es secundario al esfuerzo político y social” (Ibíd.: 88). Y aquí vale la pena detenerse.
Hasta ahora los estrategas militares pensaban al revés: que la acción político-social, iniciada en las fuerzas armadas de Estados Unidos por impulso de Robert McNamara, complementaba la acción militar. Ahora su pensamiento produjo un giro copernicano, ya que la consideran más importante que la cuestión militar, a tal punto que lo militar se subordina a lo político y lo social. Es fácil detectar en ese viraje una lectura correcta de los fracasos en Vietnam, y más recientemente de las dificultades que enfrentan en Irak y Afganistán. En la nueva versión, el esfuerzo militar ofrece seguridad para “permitir el trabajo de las instituciones de acción social con la población”. Porque, como señala el principio sexto, “la acción social es la que en definitiva creará las condiciones de estabilidad para la consolidación del control territorial” (Ibíd.).
En suma, la acción militar es la que establece, o restablece, el funcionamiento de las instituciones de control y disciplinamiento que garantizan la estabilidad. Pero el control no es el objetivo final, ni siquiera la estabilidad. Son medios para permitir un fin ulterior: la acumulación de capital que redundará en un fortalecimiento de las instituciones, además de acrecentar el propio capital. Los estrategas militares aplican la máxima de Mao Tse Tung de que “el poder nace del fusil”, pero le agregan que el fusil es insuficiente para mantener el poder. Para ello, es necesario que funcionen las instituciones de acción social, todas las agencias que confluyen en los territorios de las periferias para poner en marcha el “combate a la pobreza”.
El octavo principio parece calcado, también, de la acción de los revolucionarios. “Lo local es lo estratégico. Esfuerzos y resultados en lo local tienen un efecto estratégico” (Ibíd.). Y en la América Latina de hoy lo local son las periferias urbanas y ciertas áreas rurales donde la presencia estatal es débil, siendo este el tercer punto que me parece necesario destacar. ¿Qué quiere decir, en este contexto, “lo local”?
Por la experiencia que hemos recogido, lo local son las organizaciones sociales de base. En la etapa actual, cuando camadas enteras de la población acuden irregularmente a los tradicionales espacios de disciplinamiento y control (escuela, cuartel, fábrica, hospital…), el trabajo a cielo abierto con la población resulta el modo de control más idóneo, y el único posible, para conseguir los efectos deseados. Sucede que quienes mayor experiencia tienen en ese tipo de trabajo son las organizaciones sociales (ongs, fundaciones, asociaciones, grupos políticos y sociales, sindicatos) y los movimientos sociales (organizaciones de indígenas, campesinas, barriales y territoriales). Para la estrategia de la acción integral el trabajo con estos colectivos es fundamental, por varias razones: tienen gran legitimidad entre la población, cuentan con años de experiencia, conocen por tanto los códigos y las culturas populares e indígenas. El objetivo de cooperar, de modo directo o indirecto con los hacedores de la acción integral coloca todos esos saberes, doblemente situados en territorios y clases sociales, al servicio de esa estrategia.
De ahí que la política de “seguridad democrática” del gobierno de Álvaro Uribe, esté empeñada en contar con las más diversas vías de contacto y colaboración con el amplio universo de colectivos del abajo. Cuanto más importantes sean y mayor legitimidad tengan, más interesante es para estos estrategas esa colaboración. En caso de no conseguirla por las buenas, siempre están disponibles acciones armadas represivas, legales o ilegales, para ablandar a sus dirigentes. Esto es exactamente lo que sucede en Colombia.
A continuación quiero reproducir un largo intercambio, iniciado hace ya más de dos años, con comuneros y comuneras indígenas del norte del Cauca, jóvenes luchadores sociales nasa, y con Manuel Rozental, un experimentado combatiente por la libertad. El ejemplo que voy a relatar es importante porque se refiere al pueblo nasa del Cauca, que ha jugado un papel determinante en inspirar y movilizar la resistencia y una agenda popular que se consolida en la Minga de Resistencia Social y Comunitaria. El territorio indígena del Cauca en la actualidad sufre las consecuencias directas de un plan integral de ocupación con el que pretenden desmantelar todo el proceso político organizativo que se opone, resiste y construye su plan de vida como alternativa al modelo económico transnacional. “Liberar” ese territorio de la molesta resistencia india, es requisito previo para los planes de las grandes multinacionales que buscan convertir los bienes comunes en mercancías.
La Minga, dice Manuel, nace de la resistencia india pero además del reconocimiento de que “nos necesitamos mutuamente para sobrevivir y vivir con dignidad”. Por eso la Minga incluye junto a los indígenas del Cauca, delegadas y delegados de todo el país y de diversas organizaciones y procesos sociales. La Minga se propone, como trabajo colectivo de los pueblos, consolidar autonomía e identidad desde y en el territorio; resistir para defender lo anterior representado en el plan de vida; y tejer con otros pueblos y procesos. Son la esencia del Plan estratégico –trabajado desde el análisis y la reflexión en un proceso de formación colectiva– que convoca y da origen a la Minga.
En 2004, la Minga se da a conocer, luego de años de planificación, a través de la primera movilización: el Primer Congreso Itinerante Indígena y Popular en el que se expone y se comparte el sentido de la agenda que se mantiene con la Minga de Resistencia Social y Comunitaria hasta el 2008, convencido de que si los pueblos no tienen agenda propia, los obligan a vivir bajo la agenda del opresor. Por ello, se convocó a tejer colectivamente una agenda de los pueblos. Esto queda plasmado en la introducción al Mandato Indígena y Popular de septiembre de
2008.
La Minga liderada por la acIn en coordinación con el Consejo Regional Indígena del Cauca (crIc), consigue convocar a otros sectores no indígenas y se consolida como el corazón de la resistencia al modelo. La consulta contra el tlc (Libertad para la Madre Tierra), la Cumbre de organizaciones y movimientos sociales, la Visita por el País que queremos y otras acciones más explican los miembros del Tejido:
En ese contexto, el Tejido de Comunicación de la ACIN se convierte en una estrategia esencial para el proceso de la Minga porque se fortalece con el firme propósito de lograr comunidades informadas, conscientes y movilizadas. Informar, reflexionar, decidir y actuar con las comunidades es el rol fundamental del Tejido de Comunicación. Dentro del territorio, su función es aportar al proceso de informar (información/ formación) a las bases para que reflexionen sobre su realidad local, tomen decisiones y actúen en consecuencia y en coherencia a sus mandatos y al contexto. Hacia afuera, teje con otros pueblos y procesos, y expresa la conciencia de la Minga a través del intercambio de dolores, de saberes y de alternativas que se hilan en la palabra que ejerce y que nombra. Tener palabra y caminarla. Recorre pueblos, montañas, comunidades. Hace videoforos, radio, conferencias, Internet. Participa de movilizaciones, convoca respaldos y se hace solidaria con otros pueblos y procesos fuera y dentro de Colombia.
Parece evidente que un proceso organizativo de esta envergadura no podía dejar impávidos a los hacedores de la política de seguridad democrática. Las respuestas del Estado, en el marco de su doctrina de acción integral, operaron de inmediato para neutralizar la resistencia indígena. Dejo ahora la palabra a mis interlocutores, durante un largo trecho:
La respuesta integral contra este proceso, viene desde Acción Social de la Presidencia de la República, a través del Centro de Coordinación de Acción Integral (CCAI), que tiene la Doctrina de Acción Integral como expresión local. Igualmente, el Programa de Acción Social implementa y financia con el apoyo de la embajada de Estados Unidos (20% del costo), la sustitución de cultivos de coca por uno de los cinco monocultivos de agrocombustibles y cacao. Si se rehúsan, la alternativa es fumigación.
En 2006 el norte del Cauca es definido como una de las zonas prioritarias para la implementación del Plan Colombia bajo los pretextos que ya se conocen, pero la evidencia no sólo demuestra la ocupación del territorio ancestral, sino también el sometimiento de los pueblos, con el fin de integrarlos a los intereses del capital transnacional, y el fortalecimiento de las instituciones asistencialistas. Sumado a esto, el proceso organizativo como todos los demás, enfrenta grandes contradicciones con el régimen, con la insurgencia armada e internamente, con sus propios mandatos y posiciones: una confrontación entre quienes buscan transformar a conciencia para lograr cambios estructurales desde las bases y quienes consideran que el neoliberalismo ya ganó, que la tarea es conseguir recursos y replegarse para que no sigan agrediendo al proceso.
El desarrollo de esta contradicción explica lo que viene sucediendo, ya que se observa una sofisticada confluencia de “zanahoria” y “garrote”, coordinada como acción social alrededor de una estrategia militar, que en lo esencial incluye varias organizaciones, entre éstas asonasa y opIc, que meten el dedo en la llaga para robarse militantes y colocarlos en contra del movimiento indígena. asonasa es una organización cristiana fundamentalista, penetra el territorio, aprovecha la pobreza y la angustia de la gente, promete y trae recursos a cambio de que comuneras y comuneros indígenas abandonen la organización. Reciben respaldo del Gobierno y dividen de manera efectiva a las comunidades desde las bases. La opIc (Organización Pluricultural de los Pueblos Indígenas de Colombia), recibe todo el respaldo del Gobierno, que organiza su lanzamiento en el Coliseo de Popayán con presencia del Ministro del Interior. La opIc pretende dividir al proceso indígena en el Cauca, quitarle legitimidad y recoge una estrategia económico-religiosa. De otro lado, surgen simultáneamente grupos y organizaciones como los denominados Nietos de Quintín Lame, Abelino Ul y Lorenzo Ramos que en este contexto de agresión y de sometimiento, se posicionan fuertemente contra las políticas del gobierno, pero también han desplegado una fuerte campaña de difamación en contra de la acIn y el crIc. Llama la atención el accionar de estas organizaciones que además convocan asambleas y congresos ampliamente financiados por ongs.
De igual forma, adEl, adam, Vallen Paz y otras iniciativas económicas similares, con recursos de cooperación internacional y vinculadas a Acción Social de la Presidencia llegan al territorio. Ofrecen recursos a cambio de integración a cadenas productivas. Reconocen territorios geoculturales, más que municipales, y definen nichos productivos con ventajas comparativas y competitivas. La población, bajo la estructura políticoorganizativa propia, produce para un mercado transnacional que garantiza acceso y compra. La mano de obra barata y comprometida se ofrece como ventaja al igual que el proceso organizativo. Son algunos líderes reconocidos y respetados los que llegan a legitimar este tipo de proyectos con las bases, sin ningún tipo de análisis, discusión y debate abierto, porque son sólo ellos los que hablan de lo “bueno y lo necesario” que es meterse al proyecto. Asimismo, algunas autoridades indígenas comienzan a aprobar iniciativas como el Plan Departamental de Aguas y otros, en contravía de las decisiones de asambleas. La presencia creciente de ongs en el territorio, generando dependencia de líderes (económica, política y de todo tipo) a través de apoyos, recursos para viajes y gastos, entre otros. Se cierran espacios de reflexión y decisión colectiva, con plena participación de un liderazgo seducido por prebendas y “oportunidades”.
Se radicaliza la acción cívico-militar por parte del ejército con brigadas de atención médica y dental y otras actividades. Crece la presencia militar. La insurgencia, por su parte, también aumenta su presencia y accionar contra el proceso y su reclutamiento. Las acciones de la insurgencia brindan pretexto para mayor presencia militar. La insurgencia empuja a campesinos y a indígenas contra el proceso. No asume la agenda de la Minga, pretende utilizarla y de hecho divide el proceso y termina beneficiando intereses corporativos. Las contradicciones se agudizan, se polariza el proceso internamente. Hay judicialización y señalamiento de voces conscientes y se desata una acción de propaganda contra el proceso con montajes y acusaciones por narcotráfico, terrorismo y vínculos con la insurgencia, donde no sólo líderes indígenas y representantes de organizaciones sociales y populares resultan afectados, sino también compañeros y apoyos importantes del movimiento indígena como Héctor Mondragón, que es señalado y se ve obligado a dejar nuevamente el país para conservar su vida.
El resultado de todas las intervenciones al proceso se hace aparente con la movilización de octubre-noviembre de 2008 de la Minga de Resistencia Social y Comunitaria. Hacia afuera, una fuerza enorme, pero adentro, ya se evidenciaban dos proyectos: uno reivindicativo que busca conseguir proyectos y recursos del Estado y las ongs y ganancias político electorales, o sea “replegarse”. Otro transformador que mantiene la agenda frente al modelo con los cinco puntos de la Minga, resultado de recoger, reflexionar, intercambiar y acordar con las bases, específicamente desde el norte del Cauca. Pese a que algunos líderes del Cauca y ongs rechazan la agenda, y a la propaganda terrorista de los medios masivos, el Tejido de Comunicación logra posicionarla. Así los cinco puntos de la Minga son aceptados finalmente, aunque unos los aprovechan para intereses particulares y electorales. El problema mayor es que no son solamente unos líderes los que son cooptados, sino todo el proceso. Situación que queda a la vista en la Minga de 2009, donde la batuta ya la tiene una comisión política conformada además por miembros de varias ongs, en la que se toman decisiones como cambiar el sentido de la agenda de la Minga. En esta nueva agenda ahora se prioriza la violación de los derechos humanos y la resistencia al modelo económico transnacional se ubica casi de última. Entonces el gobierno anuncia que no es contraparte sino aliado de la Minga. La Comisión Política insiste en reunirse con el gobierno, pero evita los espacios de debate y discusión al interior del movimiento. Ante esto, el Tejido de Comunicación hace un esfuerzo de formación con la agenda de la Minga, desde la reflexión para la lectura crítica constructiva que permita avanzar con la agenda, a pesar de los inconvenientes presentados. Esfuerzo que es rechazado y en ocasiones hasta estigmatizado por algunas autoridades indígenas de la organización regional y de la misma acIn. Situación que afecta un poco el trabajo del equipo de comunicación, pero que en últimas, como tiene el respaldo de las bases con las que viene caminando, insiste en continuar el acompañamiento y el intercambio con las mismas. Por esto después de la Minga de 2008, propuso un Congreso Zonal para motivar lo que se había avanzado con la agenda de la Minga y para construir mecanismos concretos que permitieran seguir resistiendo frente a la agresión integral del régimen contra el proceso, abordar las contradicciones, pero además consolidar el plan de vida de los pueblos. Infortunadamente los líderes vinculados a las adEl (Agencias de Desarrollo Económico Local) y a las ongs y a lo político-electoral, cambian la agenda y se hace solamente una evaluación de programas. Una vez más se desperdicia una oportunidad valiosa de la que se hubiera sacado el mejor resultado para avanzar y fortalecer el movimiento indígena.
Para completar el cuadro, las adEl son aprobadas sin debate en asambleas. Los candidatos son elegidos evadiendo la decisión colectiva. Se llama a la población a apoyar candidatos independientemente de sus programas. Los vínculos con ongs se fortalecen y el éxito se mide por la capacidad para conseguir recursos. Al terminar la movilización de la Minga de 2008, se inicia nuevamente una estrategia sistemática de persecución desde todos los ámbitos contra voces críticas y contra quienes defienden el plan estratégico y la agenda de la Minga. En este contexto, la torre de comunicaciones del Tejido es atacada, se atenta contra Aida Quilcué asesinando su marido, el Tejido es marginalizado y cuatro de sus miembros son atacados y es aquí donde el fundador y primer Coordinador del Tejido y asesor-gestor de todo el proceso que llevó al surgimiento de la Minga y a la planificación estratégica de la acIn ante la agresión neoliberal, debe salir nuevamente del país en septiembre de 2009 por señalamientos absurdos a través de la Revista Cambio. Queda apartado del movimiento sin mayor respaldo ni pronunciamiento desde el movimiento indígena. En lo local, se vive la crisis del sistema mundo. De una parte, el territorio, va quedando en poder de mafias armadas, vinculadas a todos los grupos armados. El narcotráfico y la violencia son las principales formas del capital. La población queda atrapada en órdenes de mafiosos y violentos. Santander de Quilichao se convierte en la población con mayor consumo de heroína en el país y el mayor número de “desechables”. Insurgencia, narcotraficantes, paramilitares, parapolíticos, combinan fuerzas, desplazan, someten y gobiernan. De esta manera se consolida el territorio bajo el Plan Colombia. Esto facilita la entrada de transnacionales mineras, madereras, del agua y otras. Hay una ética mafiosa que se apodera del proceso. Vale quien consigue. Es un sentido práctico que somete. La tendencia es volver a los caciques de la colonia que recogen riquezas y tributos para el patrón imperial. El proceso colectivo que se basa en la recuperación del territorio, el establecimiento de autonomía y relaciones sociales propias, los modelos productivos autónomos y el Tejido con la agenda de la Minga, está en la conciencia de la gente, pero aparece sometido a la agresión y a la ruptura. A pesar de esto, el Tejido se fortalece siendo reconocido con el Premio Bartolomé de las Casas, por el proceso continuo de informar, reflexionar, decidir y actuar con las comunidades. La idea de compartir estas reflexiones y autocríticas, no es para hacernos daño y mucho menos para romper el proceso, sino para aprender a reconocer nuestros errores y superarlos desde la colectividad, con el único propósito de consolidar nuestro plan de vida. De nada valdría tapar y seguir como si nada. Por el contrario, esto agudizaría la crisis que estamos viviendo y sería el suicidio del proceso. Nuestro deseo es que se reabran los espacios de análisis y reflexión, para decidir y equivocarnos juntos.
El debate nos hace fuertes y nos hace libres. No hay nada final. Entre la mafiosidad de un nuevo orden civilizatorio autoritario y violento y la capacidad extraordinaria de confrontar al capital y generar alternativas…
Hasta aquí las palabras de mis interlocutores nasa y de Manuel. Quiero resaltar su valor, personal y político porque, más allá de que pueda compartirse o no, tienen el valor de la crítica que se hace desde adentro y poniendo el cuerpo. En los movimientos el sentido común lleva a criticar al enemigo, a la burguesía, el imperialismo, las fuerzas armadas; pero raras veces encontramos auto-crítica. Sin embargo, no veo otro modo de crecer: avanzamos cuando somos capaces de desprendernos de aquello que hemos interiorizado de nuestros opresores. Es un paso doloroso, tenaz, difícil, incierto. Es la autonomía; ni más ni menos.
Control social en Chile
Mucho antes del 27 de febrero de 2010, un brutal terremoto social se había abatido sobre los pobres de Chile, de modo muy particular y selectivo sobre aquellos que viven en las barriadas periféricas y se organizan para cambiar-se; para modificar su lugar en el mundo y, de ese modo, transformar el mundo. En sentido estricto, no fue un terremoto, ni siquiera una sucesión de movimientos telúricos –aunque es sentido y vivenciado de ese modo por muchos de quienes habitan el sótano de la sociedad chilena– sino la implementación de un proyecto políticosocial fríamente calculado y milimétricamente ejecutado para destruir la sociabilidad popular y, así, impedir que los de abajo vuelvan algún día a cuestionar la dominación como lo hicieron a comienzos de la década de 1970.
Las dos décadas que gobernó la Concertación fueron el momento elegido por las élites para poner en marcha su ambicioso proyecto de control social. A grandes rasgos, consiste en dos grandes ejes complementarios: por arriba, o sea en el escenario grande, democracia electoral con derechos restringidos y omnipresencia de la burocracia estatal armada, con lo que la dominación gana la estabilidad necesaria para lubricar la acumulación de capital; y en los microescenarios donde aún es posible –y necesaria– la rebeldía social, se aplica una doble pinza sobre los movimientos consistente en represión, directa e indirecta, y políticas sociales destinadas a dividir a los de abajo, cooptando, comprando o institucionalizando. En este sentido, el escenario macro y el micro apuntan al mismo objetivo con herramientas distintas. Abajo es mucho más visible el doble discurso, y lo es de modo muy particular en aquellos lugares donde aún se resiste, porque allí hay menos margen para encubrir las realidades con discursos.
En los intercambios que mantuve con dos activistas sociales, Consuelo Infante de La Legua y Nico Acevedo sobre su experiencia en La Victoria, mostraron cómo operan las políticas sociales en los territorios que jugaron un papel determinante en la construcción del sujeto popular desde la década de 1950, en la ofensiva de los abajo contra las clases dominantes en los sesenta y setenta, y en la resistencia a la dictadura militar en los ochenta. Ambas poblaciones fueron emblemáticas y enseñaron las potencialidades de los sectores populares de Chile. No es casualidad que hayan sido elegidas por los gobiernos de la Concertación para intervenirlas policialmente a comienzos de la década de 2000.
Nico se refiere a “una política estatal que ha dividido a las organizaciones sociales y las hace competir por fondos concursables, que no resuelven las necesidades estructurales sino que atacan la prevención o la sensación inmediata; por ejemplo, frente a la inseguridad o delincuencia que se iluminen las plazas o se instalen focos más potentes”. El Plan Cuadrante del Ministerio del Interior divide los barrios de modo caprichoso, un diseño desde arriba sin consultar a los vecinos, con el objetivo de trazar tabiques artificiales pero necesarios para consolidar la fragmentación. Mientras unas organizaciones son seducidas para colaborar con el Estado, cooperación que en no pocas ocasiones se convierte en delación, los que se resisten son aislados incluso por las mismas organizaciones que antes trabajaban más o menos unidas por el barrio o por objetivos más amplios. La experiencia de la Radio 1º de Mayo es más que elocuente y me exime de mayores comentarios. En los hechos, la intervención estatal en La Victoria consiguió poner frente a frente a la junta de vecinos y al Centro Cultural Pedro Mariqueo, sin duda una victoria del ministerio y del gobierno y una derrota para el barrio. “Las juntas de vecinos son organizaciones absolutamente funcionales sin arraigo social real, sirven para repartir regalos de Navidad que entrega el municipio”, dice Consuelo en base a su experiencia en La Legua. Pero las organizaciones de base más autónomas tampoco pudieron eludir los problemas. “Las organizaciones culturales pasaron de ser un bastión poderoso de resistencia y de identidad, a un nuevo mendigo de los dineros estatales y municipales”, señala quien ha sido activa en la Casa de Cultura del barrio. Agrega que a ocho años de la intervención, se constata
[…] pérdida de control territorial de los vecinos de sus cuadras, pues por seis meses se descansó en la seguridad que ofrecía Carabineros, y al cabo de ese tiempo, cuando las patrullas retrocedieron, ya estaban deslegitimadas las fuerzas propias y el terreno quedó cedido en la mayoría de los casos a los narcos.
Los relatos de La Victoria y La Legua son casi idénticos. La intervención debilitó y dividió la organización popular local pero no mejoró el problema del narcotráfico que fue la excusa del Estado para intervenir los barrios. Pero el mayor daño, y en eso coincido tanto con Nico como con Consuelo, es la profunda desmoralización que provocaron entre la gente. La droga se extiende imparable, entre otras razones, porque el Estado destruyó las redes colectivas de contención, aniquiló la autoestima individual y colectiva, al punto que las organizaciones que sobreviven “carecen de mística” como sucede en La Legua.
En ambos barrios existe plena conciencia de que el objetivo final es expulsar a la población para crear barrios “normales”, o sea fruto de la especulación inmobiliaria de terrenos de gran valor de mercado por su proximidad con el centro de Santiago. Sin embargo, para poder expulsarlas hay que derrotarlas. Y aquí aparece la terrible y demoníaca potencia destructiva de esta democracia electoral: allí donde fracasó el terror militar, ya que la represión no hizo más que enraizar la resistencia, está en vías de triunfar la alianza entre el mercado y el Estado. Ese triunfo sólo es posible aplicando “políticas sociales” ancladas en el “combate a la pobreza” que desde hace medio siglo es uno de los medios más sofisticados de los de arriba para derrotar a los de abajo.
Entre los múltiples problemas que visualizan Nico y Consuelo en sus respectivos territorios, hay un aspecto difícil de abordar pero que está muy presente en los dos relatos/análisis que he citado brevemente: la delincuencia y muy particularmente el narcotráfico. Creo que éste es un tema central para quienes buscamos cambiar el mundo, que muchas veces no acertamos a encuadrar con criterios propios y en la mayor parte de las ocasiones nos limitamos a repetir los lugares comunes divulgados por los medios masivos y las clases dominantes. Creo que es necesario hacernos algunas preguntas, dolorosas por cierto. ¿Existe alguna relación entre la expansión de las drogas ilegales (las legales como la televisión son estimuladas) y la derrota del proyecto de transformación de los setenta? ¿Quiénes son los delincuentes y traficantes del barrio? ¿Son personas como nosotros? ¿Son personas exitosas o son los vencidos por el mercado?
Tengo una hipótesis que no puedo demostrar, que nace de observar la regularidad de comportamientos en barrios periféricos de varios países de la región. A grandes rasgos dice así: si fuéramos capaces de volver a poner en pie prácticas de transformación social, si hubiera capacidad de retomar la lucha por la revolución, creo que la mayor parte de esos jóvenes que ahora están en el tráfico y el consumo de droga, lo dejarían para incorporarse a la lucha. Como verán, es apenas una hipótesis. Sin embargo, pienso que estos chicos, los truhanes que hay en cada barrio, buscan lo mismo que buscaba mi generación en los setenta: ser reconocidos como personas, o sea autoestima, y algún ingreso que les facilite un proyecto de vida propio, o sea autonomía. En aquellos años era común revestir la búsqueda de autonomía y autoestima, algo que todas las generaciones anhelan, con un discurso ideológico y con los ropajes de la revolución. Cada período histórico tiñe los deseos generacionales con los colores más adecuados a los valores y los modos, y modas, de la época.
¿Qué culpa tienen esos “pibes chorros” si hoy el discurso hegemónico es el del triunfo individual y el consumo? ¿Hemos sido capaces de construir otra cosa? Siempre es más sencillo culpar al sistema que revisar a fondo las propias limitaciones. ¿Acaso mi generación no de- sembarcó masivamente en ongs y otras instituciones para empedrar sus exitosas vidas con el triunfo individual y el consumo? La diferencia es que ellos, o sea muchos de los que fueron mis compañeros de militancia, revisten sus proyectos individualistas con discursos “políticamente correctos”: hablan de cambiar el mundo desde las instituciones y enarbolan un lenguaje que no hace más que desprestigiar los valores que alguna vez orientaron sus pasos.
En este período tan promisorio pero tan complejo, donde a la crisis de la hegemonía estadounidense puede suceder la crisis del sistema capitalista, los movimientos del abajo se enfrentan a enormes disyuntivas que les implican diariamente elecciones de las que no pueden escapar.
Optar una y otra vez por la autonomía y el camino no institucional, conlleva la nefasta consecuencia del aislamiento y la represión. Como muestra el ejemplo zapatista, por más empeño en hilar fino para eludir ambos hechos, en algún momento resulta imposible zafar de uno y otra. Para quienes siguen empeñados en cambiar el mundo, el camino por delante no es sólo difícil sino algo más: las élites del mundo están empeñadas en destruir físicamente a los colectivos y pueblos que se resisten a ser dominados. Nunca antes la aurora del mundo nuevo y la posibilidad del genocidio estuvieron tan cerca, en el tiempo y en el espacio.
Julio de 2010
Bibliografía
Ceceña, Ana Esther, 2004, “Militarización y resistencia” en revista OSAL
No. 15, Buenos Aires, CLACSO, septiembre-diciembre
Departamento Nacional de Planeación. Dirección de Justicia y Seguridad, 2007, Estrategia de Fortalecimiento de la Democracia y el Desarrollo Social, Bogotá, febrero.
Especificidades y desafíos de la autonomía urbana desde una perspectiva prefigurativa
La propuesta ningunista es crear vehículos anti-complacencia de auto-enseñanza o sea, una suerte de ejercicios que involucran a la insurrección contra la vida cotidiana, pero desprendidos de toda reactividad, manteniéndose así como una experiencia afín a la travesura y desprovista de todo intento de inducir a los otros sobre cómo deben o no vivir, pero… aprendiendo uno mismo en el proceso. Modificar incluso, el paisaje, en busca de una sintonía.
Roy Khalidbahn*
Hernán ouviña1
¿Es posible la construcción de la autonomía en ámbitos urbanos? Para quienes vivimos y activamos políticamente en ciudades, ésta no es una
* Seudónimo de Rodrigo Sierra, joven que junto con otros tres compañeros falleció el 16 de diciembre de 2006 en una alcantarilla del barrio de Belgrano (ubicado en la zona norte de la Ciudad de Buenos Aires), ante una inesperada lluvia torrencial que los sorprendió mientras ejercitaban una de sus tantas derivas urbanas subterráneas, en el interior de un drenaje pluvial recién descubierto. La policía, tan estúpida como los medios de comunicación masiva, expresó en aquella ocasión que “fue una travesura ridícula, que les terminó costando la vida. Por eso, no descartamos que hayan estado bajo los efectos de narcóticos”. Que su angustiante búsqueda de una ciudad distinta les costó la vida, no cabe duda; lo que sí debemos cuestionar es esa caracterización, ignorante, de las fuerzas de represión estatales que, ante la incomprensión de lo que constituye un acto situacionista, optan por definir esta trágica intervención política, como demente o bien inducida por los efectos de la droga. La madre de Rodrigo, si bien llegó a expresar que fue “una estupidez” lo que hicieron aquel día, reconoció que tanto su hijo como los amigos “tenían una filosofía en cuanto a que la ciudad moldea a la gente, y decían que había que cortar la cotidianidad para ser creativos”. A ellos va dedicado este texto. 1 Hernán Ouviña es politólogo. Profesor de la Universidad de Buenos Aires y de la Universidad Nacional de Mar del Plata e investigador del Instituto de Estudios
pregunta retórica, sino una angustia cotidiana y hasta existencial. ¿Cuál es la especificidad de este tipo de territorialidades? ¿Qué tienen de distintivo y qué de homologables a los espacios rurales donde se ensayan a diario formas de vida potencialmente autónomas? Las líneas que siguen no pretenden dar respuesta a estos interrogantes, sino ante todo ordenar algunas ideas y explicitar ciertos problemas invariantes, que se nos presentan al momento de pensar-hacer política desde una perspectiva autónoma en las urbes. Serán, pues, balbuceos, pistas e incertidumbres que apuntan a compartir impresiones e inconvenientes personales y, especialmente, colectivos, en esa sinuosa búsqueda por reinventar la praxis emancipatoria de cara a este novísimo milenio que despunta en Nuestra América. Comenzaremos dando cuenta de las diferencias existentes entre los ámbitos rurales y los urbanos, para luego reseñar brevemente algunas de sus características en común, y poder plantear a modo de cierre los desafíos de encarar una estrategia política autónoma en las ciudades desde una perspectiva prefigurativa.
Especificidades y rasgos en común
Después de la rebelión popular del 19 y 20 de diciembre de 2001 en Argentina, se tornó un lugar común en el seno de los movimientos sociales ligar las diversas formas de expresión de esta nueva radicalidad política (en especial a movimientos de trabajadores desocupados y asambleas barriales), con experiencias como las del zapatismo en Chiapas. Recuerdo una charla-debate en la Universidad Popular de las Madres de Plaza de Mayo, organizada tiempo después de aquellas jornadas, de la que participé como expositor junto con Michel Albert y Claudio Katz. El título nos empujaba de por sí a la polémica: Del zapatismo a los piqueteros. El tránsito de una lucha a la otra resultaba, en el nombre mismo de la actividad, exento de diferencias, particularidades, tensiones
de América Latina y el Caribe (UBA). Ha sido miembro del Colectivo La Rabia y del Consejo de redacción de la Revista Cuadernos del Sur. Actualmente integra el Bachillerato Popular “La Dignidad” de Villa Soldati. Ha participado de diversas experiencias autónomas, y coordinado talleres de autoformación en el marco de movimientos sociales de Argentina y América Latina. Es autor de numerosos artículos centrados en las nuevas formas de construcción política, así como del libro Zapatismo para principiantes. Mail: hernanou@hotmail.com
y desencuentros. Existía una linealidad que nos hacía ruido, más allá de las solidaridades que profesábamos con ambas experiencias. Por eso respondí provocativamente en mi intervención, con una ampliación del título original de la charla: Del zapatismo a los piqueteros: un camino escabroso, postulando a modo de pregunta si había algún tipo de continuidad entre la práctica política del zapatismo y la de los piqueteros. El interrogante lanzado dejaba de lado, para aplacar contradicciones, a aquellos movimientos y grupos piqueteros no “autónomos”. A lo largo de la exposición me referí a los movimientos de trabajadores desocupados que, desde una construcción territorial cotidiana de nuevas relaciones sociales, no dependían de ningún partido político ni central sindical, y aspiraban a autonomizarse de manera creciente tanto del Estado como del mercado.
Mas allá de la discusión que se generó en aquel entonces, la pregunta lanzada en esa ocasión siguió resonando no sólo en mi cabeza, sino como problema general de la militancia argentina y, más agudamente, de los movimientos sociales y organizaciones de base emergentes en la nueva coyuntura latinoamericana abierta tras la debacle parcial del neoliberalismo. Y acaso hoy haya cobrado mayor centralidad aún, de cara a los debates actuales en torno a las formas de construcción autónomas. ¿Qué similitudes se pueden hallar entonces entre los movimientos de carácter urbano, y aquellos de raíz rural, indígena y comunitaria? ¿Son eventualmente parte de una misma lucha? Y si lo son, ¿qué rasgos distintivos los caracterizan? Sin duda lo son, en la medida en que forman parte de esa “bolsa de resistencias” que tan bien caracterizó el Sub hace años. No obstante, responden a diferentes territorialidades en disputa, en tanto y cuanto la irrupción del zapatismo –y de un sin fin más de movimientos de raigambre indígena-campesina– remite a un conjunto de pueblos e identidades étnicas cuyo ámbito central de confrontación y autoafirmación se asienta en espacios comunitarios rurales. Como han planteado los compañeros bolivianos del Grupo Comuna, más que frente a movimientos sociales, en estos casos estamos en presencia de verdaderas sociedades en movimiento, esto es, de movimientos societales que involucran a una civilización ni plenamente integrada a la lógica capitalista, ni del todo disuelta. Sin embargo, en el marco de este sano debate, algunos intelectuales llegaron emparentar las luchas rurales con las libradas en las grandes ciudades, caracterizando a estas últimas como parte de un “zapatismo urbano” emergente.
John Holloway, por ejemplo, dedicó todo un año de su Seminario en Puebla para definir este nuevo concepto. A pesar de lo sugerente de este tipo de planteos, nuestra intención es comenzar en un sentido inverso, de-construyendo esa supuesta afinidad, y planteando especialmente los elementos que expresan una diferenciación considerable entre ambas experiencias. Veamos pues cuáles son los más destacados:
La primera ruptura de este puente que –muchas veces de manera un tanto forzada– se intenta establecer, está dada por los respectivos territorios habitados. Los zapatistas, así como otras experiencias similares de Latinoamérica, cuentan con un espacio geográfico (pero también lingüístico, hablando el tzotzil, tzeltal, zoque o tojolabal, que al decir de Carlos Lenkersdorf encarna toda una cosmovisión civilizatoria alternativa a la capitalista, debido a que se configura a partir de la intersubjetividad, y no en función de una oposición tajante entre sujeto-objeto), donde recrear y ensayar nuevas relaciones productivas en un sentido amplio, que por ejemplo les permite tener como piso de su construcción política el autoconsumo –aunque más no sea parcial o temporario– colectivo y familiar, o la educación y la toma de decisiones autónoma a escala comunitaria y regional (a través de, por ejemplo, los Municipios Autónomos y las Juntas de Buen Gobierno). Esta conjunción de ámbitos de autodeterminación, desde ya atravesados por dinámicas contradictorias que distan de mantenerse en “estado puro” o armonía invariante, les ha permitido recuperar, o bien fortalecer, la unicidad cultural, e incluso en algunos casos lingüística y étnica, sin descuidar en paralelo el respeto por la diversidad constitutiva que los alimenta.
En efecto, los zapatistas, al igual que buena parte de los pueblos indígenas en resistencia, tienen tierras comunales en donde crían animales y cultivan alimentos básicos para la subsistencia (nada más, y nada menos). Claro que la ley del valor impregna en parte este tipo de cotidianeidades, pero su intensidad es menor, en la mayoría de los casos en donde estamos en presencia de una comunidad en lucha, que la de los espacios urbanos. Los movimientos autónomos que existen en las ciudades no cuentan con un territorio geo-político propio (salvo en una escala por demás micro, como en el caso de ciertos edificios, cooperativas de vivienda y predios “recuperados”), ni con una instancia autónoma de envergadura (los desocupados piqueteros del conurbano bonaerense, por ejemplo, conviven en sus barrios con punteros y políticos clientelares, que en general dominan esos espacios a su antojo). Las ciudades, o bien –aunque en menor medida– la periferia urbana, dificultan por lo tanto la construcción comunitaria, por el territorio específico en el que se realiza esta tarea. Solemos olvidar que la ciudades como tales no son autosuficientes: es decir, que requieren sí o sí del auxilio del campo para solventarse en todos los planos. En la larga historia de la humanidad, lo contrario no ha ocurrido prácticamente nunca. Y es que el devenir de nuestras sociedades, desde antaño estuvo signado por lo rural como territorio en donde desarrollar la vida misma. Sólo recientemente, al calor de la consolidación de la modernidad colonial-capitalista, pasaron a cobrar creciente centralidad las urbes. Como nos recuerda Paul Singer, lo que caracteriza al campo, en contraste con la ciudad,
[…] es que puede ser -y efectivamente muchas veces ha sido- autosuficiente. La economía natural es un fenómeno esencialmente rural. En el campo se practica la agricultura y, en determinadas condiciones, todas las demás actividades necesarias para el mantenimiento material de la sociedad. El campo puede, de esta manera, subsistir sin la ciudad y en realidad precede a la ciudad en la historia. Ésta sólo puede surgir a partir del momento en que el desarrollo de las fuerzas productivas es suficiente, en el campo, para permitir que el productor primario produzca más de lo estrictamente necesario para su subsistencia. Es solamente de ahí en adelante que el campo puede transferir a la ciudad el excedente de alimentos que posibilita su existencia (Singer, 1975).
En segundo lugar, el campo, la selva y las montañas, así como las comunidades rurales en general, son territorios donde el Estado ostenta una considerablemente menor presencia cotidiana en tanto cúmulo de relaciones de poder simbólico-materiales. En el caso específico de los zapatistas, si bien no se encontraba totalmente ausente, es sabido que el Estado comenzó a llegar de forma descarnada (vale decir, como aparato represivo) a las comunidades rebeldes especialmente luego del levantamiento del 1 de enero de 1994. Su presencia resultó ser ante todo coercitiva, aunque desde hace años incursiona bajo la forma solapada de políticas sociales “asistencialistas”, que apuntan a desmembrar los focos autogestivos y anti-estatales que han germinado desde aquel entonces en Chiapas. Podemos afirmar que el Estado tiene una centralidad y presencia mucho mayor en la urbe (es enemigo inmediato y, simultáneamente, inevitable interlocutor diario), tanto en un sentido negativo (dependencia de la continuidad en el tiempo, por ejemplo, de los proyectos que despliegan los movimientos y colectivos, en función de los “recursos” que obtienen o arrancan del Estado a través de sus luchas) como positivo (capacidad más aguda de desestabilizarlo, a partir de una confrontación abierta, o bien de rebeliones populares contra su encarnadura “material”, en tanto la ciudad oficia de centro neurálgico del poder gubernamental). Si lo concebimos en los términos de Antonio Gramsci como un Estado integral, resulta claro que en las ciudades su dimensión consensual (constituida por el conjunto de instituciones de la sociedad civil, que gestan y difunden una concepción del mundo, compeliendo a la población a validar el orden social dominante) resulta mucho más estructurante de la realidad. Podríamos incluso preguntarnos si en aquellos ámbitos rurales en resistencia, los grupos sociales y pueblos indígenas pueden ser caracterizados como plenamente subalternizados, o si más bien deberían definirse como oprimidos y/o explotados, que se ubican parcialmente por fuera de –y en tensión permanente con– ese universo de significación que en las ciudades nos configura, condiciona y fragmenta de manera integral. La distinción no resulta ociosa, por cuanto esta relación de relativa ajenidad y extrañamiento, respecto de la hegemonía y la concepción del mundo liberal que ha sido internalizada por la población de las ciudades, nos plantea un rasgo específico de este tipo de colectividades territoriales y, consiguientemente, una estrategia política diferenciada.
Asimismo, en el ámbito rural –y sin caer en idealizaciones– existen vínculos colectivos y lazos comunitarios que preceden al propio Estado. De hecho, el origen mismo del zapatismo puede entenderse a partir de esta particularidad: como una respuesta al intento de desarticular relaciones y espacios comunitarios (por ejemplo, a través de la disolución de la figura ejidal, tras la modificación en 1992 del artículo 27 de la Constitución Nacional). La “milpa” es un claro ejemplo de ese espacio colectivo de trabajo, así como el “tequio” o la “minga” en otras latitudes de Latinoamérica, inexistentes en las ciudades. Incluso en las áreas y barrios periféricos, donde existen numerosos puentes e interconexiones con el mundo rural debido a la composición social y étnica de quienes allí habitan (en muchos casos, provenientes de zonas rurales o con una cierta continuidad de sus formas de vida comunitaria, como supo consignar Bonfill Batalla en ese maravilloso libro que es México profundo), este tipo de prácticas actualmente sólo tiene una encarnadura parcial (que, no obstante, desde ya no debemos desestimar en términos de radicalidad política) y día a día se ven cada vez más acechadas y desvirtuadas por su creciente subsunción a la lógica mercantil y estatal.
Pero además, en especial en aquellas territorialidades rurales donde han logrado persistir este tipo de relaciones comunitarias, late en ellas una memoria larga y de mediano plazo (acumulada generación tras generación por una colectividad humana que, con el transcurrir de los siglos, muta y se actualiza, tendiendo puentes con las luchas anticoloniales del pasado y sin dejar de reclamar en tanto pueblo “el derecho a la diferencia y la supresión de la desigualdad”), que resulta difícil encontrar en los ámbitos urbanos, por lo general signados por una memoria de corta duración, si es que ésta existe como tal. En un plano más general, podría decirse que en las ciudades la hegemonía civil de la que hablaba Gramsci permea entonces de manera mucho más aguda las subjetividades de las personas (que son eso: individuos y no un nosotros a partir del cual construirse como crisol de “yoes”), desde la manera de vestirse y lo que se consume, hasta el carácter, pasando por la gramática normativa (o “formas correctas del buen hablar”, de acuerdo a la irónica definición de Gramsci). No es que esto no opere en las comunidades indígenas, pero al constituir parte de aquellas instancias que René Zavaleta ha denominado abigarradas, se superponen –sin confluencia plena– mundos de vida, temporalidades, lenguajes y cosmovisiones que, en los espacios urbanos, se encuentran casi totalmente ausentes, salvo en ciertas zonas y suburbios de la periferia, que ofician de cobijo a las poblaciones rurales forzadamente radicadas allí, como consecuencia de las políticas de despojo de tierras y derechos colectivos en el campo.4
En cambio, en las ciudades y los grandes centros de concentración urbana, se resiste intentando crear espacios y relaciones comunitarias que territorialicen relaciones sociales de nuevo tipo. Las metrópolis nos compelen a existir como átomos dispersos, sumidos en una temporalidad homogénea que involucra un quiebre violento de las personas entre sí, así como de ellas con respecto a la naturaleza, que deviene un mero “recurso” a explotar. Se es ciudadano (en el cielo estatal) y con-
mental que predomina incluso en buena parte de la militancia de izquierda. Si la ideología (dominante) se materializa sobre todo en actos, el impugnar este tipo de prácticas enajenantes al interior del campo popular, supone inevitablemente edificar de forma simultánea una nueva gramática, que permita prefigurar en el hoy esos otros universos de significación pos-capitalistas anhelados.
4 Si bien no podemos desarrollarla, cabe plantear como hipótesis tentativa que tanto en las barriadas periféricas como en las zonas periurbanas, donde la frontera entre campo y ciudad resulta más difusa, y la población que allí vive proviene (directa o indirectamente) de ámbitos rurales en los que los lazos comunitarios tienen un rol fundamental, existe mayor probabilidad de recrear, sobre nuevas bases simbólico-materiales, ese mundo de vida comunal y potencialmente anticapitalista. Es importante tener en cuenta que en muchos países de Latinoamérica, la mayor parte de los indígenas habitan en centros urbanos: en la ciudad de Santiago (Chile), hay por ejemplo más del doble de mapuches que en las comunidades del sur del país; en El Alto (Bolivia) se han asentado cientos de miles de aymaras; en Lima (Perú), también se ha producido una “indianización” de los barrios de la periferia, producto de los desplazamientos forzados desde la Sierra como consecuencia del terrorismo de Estado y de las políticas de despojo de tierras, al igual que en Guatemala. Por último, el Distrito Federal en México cobija a alrededor de un millón de personas de raíz indígena, diseminadas en infinidad de intersticios donde late y subsiste, contradictoriamente, el modo de vida rural. No obstante, este tipo de territorialidades grises o sincréticas (asediadas cada vez más por la dinámica de acumulación capitalista) no niega las características distintivas de las grandes ciudades que intentamos problematizar.
sumidor (en la tierra mercantil), con intereses y valores individuales y egoístas, profundamente internalizados. Las personas que trabajan juntas no viven necesariamente cerca una del otra, y la gente que vive cerca muchas veces no tiene ningún contacto entre sí, y a veces ni siquiera se conoce. Por contraste, el zapatismo y otras experiencias rurales como el MST de Brasil, han logrado la construcción de instancias políticas de contra-poder que tienen como precondición la creación y experimentación de vínculos socio-políticos no escindidos de lo cotidiano. A nivel municipal y regional gestionan –claro está, no sin ambivalencias y dificultades– sus propias vidas (en términos educativos, económicos, políticos, culturales y sanitarios). Por eso no es una expresión del todo irónica el afirmar que los zapatistas no “activan” ni “militan”, como suele hacerse en las ciudades o los barrios. Antes bien, su propia forma de vida supone una tensión inherente (y en un contexto signado por una fase de nuevo imperialismo, donde la acumulación por despojo asume creciente centralidad, también involucra un antagonismo cada vez mayor) con respecto a los valores y relaciones sociales capitalistas. Esto trae aparejado la constitución de una subjetividad diferente en ambos casos. En la ciudad, ella es mucho más contradictoria, casi diríamos esquizoide.
Ahora bien, más allá de estas diferencias (y de otras que no podemos desarrollar), existen también una serie de tendencias y rasgos en común que emparentan, particularmente en las últimas dos décadas, a los movimientos sociales urbanos con los de tipo rural. Reseñaremos a continuación y de manera breve algunos de ellos, para luego plantear cuáles son los desafíos de las formas de construcción autónomas en las ciudades:
Apelación a la acción directa. La acción directa –expresada en escraches, cortes de carreteras, puentes y calles, bloqueos de accesos a empresas e instituciones estatales, ocupaciones de predios, quema de comisarías y procesos de deliberación pública– se ha instalado como una de las formas más efectivas y contundentes que invocan estos movimientos y organizaciones, sean urbanos o rurales, para visibilizar sus conflictos e interpelar a los centros de poder. En casi todos los casos, esta práctica implica una ausencia de las mediaciones tradicionales, en particular aquellas vinculadas con el Estado y los partidos políticos. No obstante, es importante entender que estos procesos no deben asimilarse con un “espontaneísmo” puro o total. Si bien muchas de estas experiencias y espacios autónomos surgieron de esta forma, fueron generando instancias de planeación, coordinación y sedimentación de sus prácticas en común, aunque aún son incipientes los ámbitos de enlace transversal que excedan la lógica identitaria original de cada uno de estos movimientos.
Crítica del vanguardismo. Si los partidos políticos y buena parte de las organizaciones revolucionarias del pasado siglo se caracterizaron por una constante autoproclamación de vanguardia, pretendiendo dirigir o hegemonizar las diferentes luchas, la mayoría de estas experiencias se alejan de esta concepción. De ahí que, siguiendo a Ezequiel Adamovsky (2003) podamos decir que, al igual que las células, cada uno de estos espacios y proyectos en curso crecen por multiplicación, “no tanto aumentando el número de personas y la cantidad de recursos de un grupo, sino impulsando la creación de nuevos nodos”. Esto se evidencia en la actitud del crisol de experiencias autogestivas y comunitarias desplegadas a lo largo y ancho de nuestro continente: en cada caso, lejos de buscar acumular poder a través de la suma de adherentes y militantes (precepto básico de cualquier partido político), apuestan a que germinen experiencias similares, llegando a aportar recursos y compañeros para que puedan fructificar, y a oficiar en no pocas ocasiones de retaguardia para su sostenimiento en el tiempo. En muchos casos, este anti-vanguardismo expresa asimismo una concepción anticorporativa de la lucha que se libra. La resonancia de la consigna zapatista “para todos todo, para nosotros nada” es clara en organizaciones como la Unión de Trabajadores Desocupados de Gral. Mosconi (con fuerte inserción en el norte de Argentina) cuyo principal referente suele expresar: “primero el pueblo y después nosotros”.
Dinámica asamblearia y prefigurativa. Los medios de construcción de estos movimientos no son “instrumentalizados” en función de un fin futuro, por benéfico que éste sea. Antes bien, sus objetivos tienden a estar contenidos en los propios medios que despliegan en su devenir cotidiano, de manera tal que la distancia entre ambos vaya acortándose. Es por ello que podemos expresar que la horizontalidad y la autodeterminación no son horizontes lejanos a los cuales se accedería sólo tras el “triunfo revolucionario”, sino prácticas concretas y actuales que estructuran, aunque a tientas, la acción de los integrantes de cada colectivo en resistencia. Y es en este sentido que la dinámica asamblearia presente en las diversas experiencias autónomas, prefigura en pequeña escala la sociedad futura, materializando aquí y ahora embriones de relaciones sociales superadoras de la barbarie capitalista. En efecto, si bien no en todos los casos ni con la misma intensidad, se evidencia una tendencia a generar espacios de discusión y toma de decisiones más democráticos, potenciando así la autodeterminación personal y grupal. Estas instancias asamblearias operan como mecanismos fundamentales para circular y transparentar la información, y como ámbitos privilegiados para el proceso de deliberación colectiva. Asimismo, la proliferación de espacios que se definen como “autoconvocados”, ajenos a los partidos políticos, da cuenta del carácter expansivo de esta dinámica. Como supo sintetizar un desocupado del MTD de Lanús: “una de las cosas que más nos cautivó fue la forma organizativa, que la cosa se manejara en asambleas, que nadie tuviera el cargo comprado, que todos fueran removibles” (MTD-CTD Aníbal Verón 2000). No obstante, vale la pena advertir que la horizontalidad no debe concebirse como una “técnica o metodología a aplicar”, sino que –como veremos en el siguiente apartado– opera como un principio político que es tanto punto de partida como búsqueda constante, camino y horizonte a alcanzar. A eso se refiere el MTD de Guernica cuando suele afirmar que “es un desafío en el día a día, más que una realidad ya hecha”.
Creación de una nueva institucionalidad socio-política. A contrapelo de algunas lecturas antojadizas que pretenden negar lisa y llanamente cualquier organicidad, por mínima que sea, denunciándola como una burocratización enajenante de las potencias desplegadas, los diversos colectivos y movimientos autónomos han generado instancias sólidas que permiten sostener en el tiempo y fortalecer los diversos proyectos y espacios de lucha, a la vez que anticipan en el presente los gérmenes de la sociedad futura. Al margen de sus particularidades y asimetrías, constituyen en todos los casos una nueva manera de organizarse más allá del Estado y el mercado, si bien en tensión permanente con ambos. A distancia, fundan y sostienen una nueva institucionalidad socio-política, aunque tendiente a la generación de un espacio público y comunitario que no es equiparable al estatal. Si entendemos a las autonomías (con minúscula y en plural) como los procesos a través del cuales nos oponemos a las normas y las instituciones de los otros, sean éstos el Estado, los capitalistas o el sentido común burgués, estos movimientos sociales y territorios en lucha pueden pensarse bajo la fisonomía de un solidificado archipiélago de prácticas y valores alternativos a la red de opresión que solventa al capitalismo.
Anclaje territorial y reconstrucción-defensa de lazos comunitarios. Podemos definir a la territorialización como aquel proceso que tiende a la autoafirmación de diferentes actores sociales y políticos en un espacio no sólo físico sino además simbólico y cultural. Más allá de las diferencias en este punto que hemos planteado al comienzo del texto, coincidimos con Raúl Zibechi (2005) en que, frente al proceso de licuefacción del capital caracterizado por el pasaje de un régimen de acumulación fabril fordista hacia uno centrado en la especulación financiera, los colectivos autónomos y nuevos movimientos sociales se constituyen en territorios propios que, aunque con un desarrollo desigual, involucran una “nueva espacialidad” diferente de la hegemónica, con posibilidades de duración en el tiempo. El proceso de quiebre y reestructuración propio del entramado capitalista no sólo tuvo en las últimas décadas una imbricación económica, sino también profundamente social y política, lo que trajo aparejada una profunda modificación de los límites entre lo público y lo privado, motorizada por el proceso de privatizaciones de ciertos servicios públicos y la descentralización de determinadas funciones estatales, signada simultáneamente por una profunda “crisis de representación” que involucró tanto a los partidos políticos tradicionales como a las organizaciones sindicales. La reconstrucción, o bien el mantenimiento y expansión de lazos y espacios comunitarios, puede entenderse como la base principal a partir de la cual se configuran territorialmente –sobre nuevos parámetros– relaciones productivas, imaginarios sociales y vínculos colectivos que se proyectan como formas autonómicas, anticipatorias de una nueva sociedad poscapitalista en ciernes, sea en ámbitos urbanos o rurales.
Recuperación del espacio público en términos no estatales. Cada uno de estos movimientos, colectivos y organizaciones, tiende a producir, o bien consolidar, espacios que ya no son estrictamente ni estatales ni privados, sino más bien social-comunitarios. En tanto instancias de “desprivatización” de lo social, permiten recuperar la idea de lo público como algo que excede a (y hasta se contrapone con) lo estatal.7 El hecho de que la mayoría de estas experiencias funcione en ámbitos abiertos, en muchos casos reapropiándose de terrenos anteriormente sumidos en una lógica privada, no hace más que reafirmar esta hipótesis. La recuperación activa de lo “público”, tan imprescindible para la superación de la dinámica mercantil propia de la sociedad capitalista, es practicada a diario en estos ámbitos de experimentación. Así, en el caso de las asambleas barriales, las juntas de vecinos y los consejos comunales existentes en varios países latinoamericanos, reformulando el planteo del movimiento feminista, podría decirse que evidencian de manera aguda cómo “lo vecinal es político”, por lo que aquello que tanto desde el Estado como desde el mercado es considerado un problema individual, emerge como una cuestión colectiva, a resolver públicamente en el ámbito de la comunidad.
Transformación de la subjetividad y vocación contra-hegemónica.
Partimos de caracterizar a la subjetividad, siguiendo a Ana María Fer-
7 Este eje resulta de particular importancia en la discusión actual sobre qué hacer con las empresas privatizadas, particularmente en los países donde existe una vocación pos-neoliberal. Si bien tiende a ser hegemónica la propuesta de su mera “re-estatización”, cabe pensar en formas alternativas de control social directo, sobre la base de la expansión de instancias democráticas de (auto)gestión colectiva, donde emerjan como protagonistas centrales tanto los usuarios como los empleados que en ellas trabajan.
nández (2006), no como un fenómeno meramente discursivo o mental, sino en tanto proceso de producción que engloba “las acciones y las prácticas, los cuerpos y sus intensidades”. En este sentido, la densidad de las experiencias vivenciales del crisol de grupos y movimientos sociales latinoamericanos, han ido conformando una sociabilidad en buena medida irreductible a las retóricas del poder dominante, constituyendo en no pocas ocasiones un verdadero punto de no retorno. A modo de ejemplo, el caso de varias empresas “recuperadas” en Argentina es emblemático al respecto: tras la ocupación del espacio laboral, aparece la percepción (en muchos ocasiones impensable hasta ese momento) de que es posible producir sin patrones, vale decir, de manera autónoma.9 Algo similar acontece en el devenir “desnaturalizante” de las restantes organizaciones y proyectos autogestivos, en donde el proceso mismo de lucha funda nuevos universos de significación. Ahora bien, de manera simultánea –aunque con distintos niveles de sistematización e incidencia– se percibe una vocación por construir una concepción del mundo alternativa a la hegemónica, que apueste a descorporativizar las resistencias, al tiempo que disputa los valores y formas de percepción de la realidad que internalizan los sectores populares, todo ello desde una perspectiva prefigurativa que edifique en la cotidianeidad de los barrios y comunidades en lucha una “gramática normativa” diferente, así como prácticas anticipatorias de la nueva realidad que pugna por nacer de las entrañas del viejo orden.
9 Esto se constata en los comentarios de Celia, una trabajadora textil de la fábrica Brukman: “estamos aprendiendo a producir por nosotras mismas, sin patrones ni capataces, sin dirigentes y dirigidos. Ya probamos este fruto prohibido, ¡y no vamos a dejarlo!” (…) “Me di cuenta que las mujeres no estamos sólo para cocinar y lavar la ropa, que damos para mucho más. Y ahora que me di cuenta… no pienso parar” (entrevista publicada en la revista Travesías, Buenos Aires, marzo 2003).
Desafíos e hipótesis alrededor de la autonomía urbana
A sabiendas de su carácter múltiple, en esta última parte vamos a aludir y problematizar, sobre todo, a movimientos y espacios urbanos ya que, como expresamos en el apartado anterior, los ámbitos de tipo rural suponen –entre otras características distintivas– una dinámica diferente tanto en un plano espacio-temporal como por la preexistencia (o no) de lazos comunitarios en el territorio simbólico-material habitado. Resulta un lugar común expresar que si en las décadas pasadas la mayoría de las luchas remitieron al espacio laboral –predominantemente el fabril– como ámbito cohesionador e identitario, en los últimos veinte años (como mínimo) las modalidades de resistencia social tendieron a exceder la problemática del trabajo, anclándose más en prácticas de tipo territorial, antagónicas con respecto al proceso de globalización capitalista en curso. Al margen de sus particularidades, podría además afirmarse que todas ellas expresan un cierto desencanto en relación a los partidos políticos y, en especial, al Estado, como espacios únicos de canalización y resolución de sus demandas. Asimismo, difieren de las organizaciones tradicionales por lo que Slavoj Zizek (2000) llama “una cierta autolimitación, cuyo reverso es un cierto excedente”. Es decir que, si por un lado son renuentes a entrar en la disputa habitual por el poder, subrayando su resistencia a convertirse en una estructura partidaria rígida que aspire a devenir en futura mayoría gubernamental, por el otro dejan en claro que su meta es mucho más radical, en tanto luchan por una transformación integral del modo de actuar y de pensar. En función de esta dinámica, en el marco de buena parte de estas experiencias de construcción autónomas se fueron generando lo que James Scott denominó “espacios sociales apartados de la semántica del poder”, donde cobraron vida y se expandieron, no sin contradicciones y ambivalencias, relaciones sociales opuestas tanto a la dinámica mercantil como a la jerarquización “estado-céntrica”.
Hechas estas aclaraciones, vale la pena insistir en que las hipótesis y caracterizaciones que plantearemos no son producto de una reflexión personal, sino ante todo la síntesis de una búsqueda colectiva. Nuestras conjeturas alrededor de las prácticas autónomas en ámbitos urbanos, forman parte de un intercambio y socialización de saberes y experiencias en común, compartido durante los últimos quince años con activistas e integrantes de algunos de estos espacios.
En primer lugar, consideramos que el cambio social debe concebirse de manera bifacética, esto es, simultáneamente en términos de impugnación y autoafirmación propositiva. La creación de gérmenes de poder popular tiene que realizarse en el hoy, pasando de una inevitable lógica “luddista” centrada en la impugnación del orden dominante, a una que ceda paso a la edificación prefigurativa, sin esperar para ello la “conquista del poder”. Esto nos renvía a la dialéctica entre reforma y revolución que intentaremos abordar más adelante, y que remite a problematizar cómo engarzar la lucha por necesidades concretas y cotidianas, con la constitución ya desde ahora del horizonte estratégico anhelado. Y nos obliga, a la vez, a reactualizar el debate en torno a la “transición al socialismo” sobre nuevas bases. ¿Cómo pensar en rupturas, grietas, fisuras, y embriones que anticipen, en diferentes dimensiones e intensidades, la sociedad futura? Un problema no menor al intentar responder esta pregunta, consiste en que los clásicos del marxismo han teorizado la transición al socialismo, en buena medida, como un proceso que comienza a posteriori de la “toma del poder”. Casi sin excepciones, se ha priorizado el derrotero que conecta a la sociedad “posrevolucionaria” (identificada como aquella que emerge de la destrucción del Estado capitalista y la expropiación de los medios de producción a la burguesía) con el comunismo. Sin embargo, poco y nada se ha problematizado en torno al arduo y multifacético proceso de transición que haga posible esta transición. Dicho en otros términos: ¿qué hacemos en el mientras tanto? ¿A través de qué estrategias y tácticas conquistamos ese momento bisagra que dista de presentarse como cercano?
A partir de estos interrogantes, creemos que la horizontalidad no puede convertirse en el método-fetiche que estructure los nuevos formatos organizativos urbanos. Partimos de considerar que no existe horizontalidad en “estado puro”, sino más bien variados y fluctuantes grados de acercamiento a ella, entendida como un horizonte al cual nunca se llega plenamente (algo así como el proyecto de Ícaro, hijo de Dédalo, que de acuerdo a la mitología griega, en su afán por alcanzar al sol, quemaba sus alas producto del calor que lo arreciaba al acercarse pasionalmente a él). En general lo que se constata en los movimientos y colectivos autónomos son momentos o actos de horizontalidad, y especialmente relaciones y formas-proceso que la prefiguran sin llegar jamás a plasmarla de manera integral. Y es que la horizontalidad es a la lucha, lo que el oxígeno a los seres humanos y a la naturaleza: algo sin lo cual no podemos mantenernos vivos. No obstante, es sabido que el aire que respiramos está viciado, contaminado de sustancias tóxicas, plagado de gérmenes y agentes nocivos. Pues bien, algo similar acontece con la horizontalidad que intentamos ejercer. La mayor parte de las experiencias de construcción autónomas en las ciudades, en el transcurso mismo de la lucha, fueron percatándose de que la horizontalidad, si bien imprescindible como valor ético para la edificación permanente de nuevos vínculos, no puede, bajo ningún concepto, devenir en “fetiche” remedio de todos los males. De ahí que la modalidad implementada en casi todos los casos haya sido combinar métodos de participación directa y discusión colectiva, con la designación rotativa de delegados, referentes o “voceros” que permitan llevar a cabo las actividades consensuadas, o bien trasladar inquietudes, propuestas y cuestionamientos a otras instancias de mayor articulación.
Esta forma de construcción, en tanto contradicción en movimiento (por su carácter dinámico y pro-activo) y movimiento contradictorio (debido a su “impureza” constitutiva), desde ya no está exenta de la posible generación de liderazgos ni de la escisión entre dirigentes y dirigidos. Lo fundamental es sincerarse (por ejemplo, no hacer pasar ni contrabandear, una reunión informativa, como si fuese una asamblea deliberativa y democrática) y explicitar la existencia de asimetrías de información, experiencias disímiles, concentración de conocimientos, vínculos interpersonales y cuotas de poder desiguales, así como rigidización de roles y de funciones, para ir erosionándolos a partir de la adquisición de confianza, la socialización y la rotación creciente de tareas, en paralelo al aprendizaje grupal y personal, todo ello en pos de consolidar en el tiempo un colectivo habitado por la diversidad, que desde ya no comienza de cero a lo Sísifo, sino que se retroalimenta y oxigena en función de los desafíos cotidianos que la propia realidad del grupo y del “entorno” plantea. En tal caso, habrá que saber cabalgar la contradicción y mantenerse en estado de alerta constante. Y sobre todo, durante este sinuoso tránsito, las instituciones, espacios y prácticas en la que se encarne el proyecto autónomo deberán contener mecanismos que, desde el inicio mismo y en forma progresiva, obturen la burocratización y la división del trabajo. Si bien no con la misma intensidad y generalización, en cada uno de los proyectos emancipatorios que se ensayan a escala continental hay sobrados ejemplos de este tipo de iniciativas.
La autoafirmación (la construcción de un espacio “público no estatal” o socio-comunitario), necesariamente, tiene que aspirar al mismo tiempo a la composición, a grados crecientes de articulación. Como ha expresado Daniel Bensaid (2004),
[…] la complejidad de las divisiones sociales, la multiplicidad de las resistencias, la intersección de las identidades plantean de una forma nueva el problema de su unidad y su convergencia.
De ahí que remate proponiendo que
[…] si la pluralidad de los movimientos sociales se impone como un hecho irreversible, la idea de su ‘autonomía relativa’ debería, por lo mismo, derivar en una unidad (al menos relativa); concebida no como una evidencia espontánea, sino como un trabajo estratégico de unificación.
La vocación universalista (estamos tentados de decir: federativa) no debe confundirse con el vicio invariante de la vieja izquierda: el hegemonismo. Éste es un balance que hicieron los propios zapatistas con la Sexta Declaración de la Selva Lacandona. Por ello, si bien es importante el planteo que vienen sosteniendo muchos colectivos y movimientos de que lo central de la lucha no es sólo (ni principalmente) la confrontación con el otro (sea éste el capital o el Estado) sino la construcción de un mundo propio, esta posición cobija el peligro del aislacionismo. Por contraste, si algo ha tenido de interesante e irradiador el zapatismo desde su génesis, ha sido precisamente su propuesta pendular y complementaria de, por un lado, apostar al fortalecimiento interno (a través de la creación y consolidación de espacios de autogobierno conectados orgánicamente a la vida cotidiana, como “modus vivendi”) y, por el otro, intentar generar de manera constante instancias de articulación y confluencia, en niveles que simultáneamente excedan y contengan la dimensión local y regional de sus luchas. La cuestión es cómo resignificar esta certera dinámica bifronte, creando alianzas pluri-identitarias y cambiantes, en donde ninguna de las fuerzas socio-políticas que las conforme tenga más derecho a hegemonizar, que el que le da su comportamiento concreto y fluctuante en cada coyuntura histórica (Castells, 1979).
Algunos compañeros suelen hablar de la necesidad de generar islas anti-capitalistas. No dudamos de sus buenas intenciones, pero tal vez sea más correcto apostar a la construcción de archipiélagos que escamoteen el encapsulamiento al que nos compele el capitalismo, y a modo de redes, respeten la diversidad de los tejidos y nodos que las constituyen, pero permitan potenciarlos y edificar en el mediano y largo plazo un continente sin centro (o cuanto menos con múltiples instancias de coordinación decisoria descentrada). Es una metáfora más apropiada, y sin duda menos insular, aunque pueda parecer un oxímoron. Articular, pues, sobre la base de prácticas de afinidad o de una constelación de luchas, y no en función de criterios de cercanía ideológica. Y es que la sobre-ideologización de los ámbitos de coordinación (esto es, el estructurarlos a partir de coincidencias ideológicas o programáticas, que terminan siendo meramente superficiales por su excesiva abstracción respecto de la situación específica que se vive) ha obturado históricamente la posibilidad de encontrarse y (re)conocerse a partir de necesidades, intereses, prácticas y deseos comunes. Una vez más, quizás haya que acudir aquí a la educación popular, no como “técnica” que hace milagros, sino en tanto concepción de la construcción de sujetos políticos que se asientan en una pedagogía de la pregunta y en el respeto de lo plural, para lograr sortear este entuerto. Más allá de pensar desde y a partir de lo múltiple, la cuestión sería cómo dar el paso de la multiplicidad de sujetos en lucha, hacia la proyección de un sujeto múltiple que, no obstante, continúe estando habitado por la diversidad, esto es, sin que se imponga la homogeneización como parámetro de articulación y confluencia de experiencias disímiles y ricas en sí mismas. A sabiendas de este desafío, ¿de qué manera contribuir entonces a una propuesta contra-hegemónica, sin caer en la tentación hegemonista?
La noción de irradiación puede ser una bella metáfora para responder a este interrogante, y a la vez, romper con la invariante vocación de la izquierda clásica que centra su estrategia en la “concientización”. Irradiar equivale a disputar hegemonía sin ánimo vanguardista; a convidar una concepción del mundo y, por qué no, una modalidad de lucha, sin pretender liderar ese proceso ni autoproclamarse referencia exclusiva de él; una especie de potlatch que regala o comparte –ejercicio de traducción mediante– prácticas, experiencias y saberes “sin más”, esto es, no con un ánimo de acumulación, sino en pos de multiplicar y fortalecer espacios de resistencia habitados por lo múltiple. De lo que se trata, en último término, es de buscar cómplices, no de iluminar a masas adormecidas. Para ello, resulta fundamental entender que toda práctica política es profundamente pedagógica: la dialéctica de enseñanza-aprendizaje, así como el carácter recíproco y dialógico de la construcción política, son centrales para dilucidar el por qué de las derrotas del campo popular y su aislamiento casi sin excepciones. Una pedagogía de la escucha que se anime a balbucear, más que a repetir fórmulas programáticas, que se “contamine” de otros saberes, vivencias y luchas, que aprenda de –y aprehenda a– esos mundos alternativos y, en función de ese rico proceso, vaya recién elaborando consignas y propuestas de acción estratégica, productoras de sentido. Una práctica que irradie y resuene en función de la profundidad e intensidad de la experiencia que se convida, y no tanto de acuerdo a la cantidad de personas o grupos que participen de ella, o de la repercusión mediática que logre. Porque una de las pocas certezas de la nueva izquierda es que el programa político no puede preceder a los sujetos autónomos, y éstos no pueden constituirse sino a partir de las luchas y territorios en disputa que habitan y edifican en común.
Al mismo tiempo, consideramos que si bien la política emancipatoria ya no debe ser pensada estratégicamente desde el Estado, resulta imposible concebirla sin tenerlo en cuenta y vincularse de manera asidua con él, aunque más no sea como mediación inevitable de nuestra resistencia (y subsistencia) diaria, instancia que atraviesa y condiciona las potencias expansivas de nuestra construcción autónoma, o dimensión antagónica que deberá ser desarticulada en un contexto de ofensiva revolucionaria (entendida en su faceta material que condensa un conjunto de aparatos burocrático-militares). Es por ello que, con el correr del tiempo, muchas experiencias autónomas de tinte autorreferencial, mostraron las variadas dificultades que se presentan al intentar constituir comunidades cuasi insulares, cuyo horizonte inmediato terminó siendo, en no pocas situaciones, lo que Miguel Mazzeo denominó irónicamente el “socialismo en un solo barrio”. De ahí que valga la pena recordar que la lucha es en y (sobre todo) contra el Estado como relación de dominio, lo que implica pugnar por clausurar sus instancias represivas y de cooptación institucional, ampliando en paralelo aquellas cristalizaciones que, al decir de Mabel Thwaites Rey (2004), tienden potencialmente a una sociabilidad colectiva. Esta lectura supone sin duda poner en cuestión tanto la concepción restringida de la política que predomina en la vieja izquierda, como la escisión tajante entre lo público y lo privado que es parte del sentido común dominante. Respecto de este último punto, Manuel Castells ha expresado que
[…] toda la evolución política en el capitalismo avanzado se encamina justamente hacia la puesta en cuestión de esa separación entre lo público y lo privado, entre lo reivindicativo y lo político, entre la sectorialización institucional exclusiva de las voluntades políticas. La aspiración creciente hacia la autogestión quiere decir concretamente esto: la capacidad de los movimientos sociales autónomos a incidir directamente en el funcionamiento del sistema político. Y esto es particularmente importante en un ámbito como el de la política urbana, en que la mayoría de las decisiones dependen de la gestión directa o indirecta del Estado en sus diferentes niveles (Castells, 1979).
Quizás pueda sonar provocativo, pero no está de más explicitar que no podemos pensar en términos excluyentes, especialmente en los ámbitos urbanos, el apostar a formas de construcción autónomas y, al mismo tiempo, el establecer algún tipo de vínculo con lo estatal. Más que una opción dicotómica entre mantenerse totalmente al margen del Estado, o bien subsumirse a sus tiempos, mediaciones e iniciativas, de lo que se trata, ante todo, es de diferenciar claramente lo que constituye en palabras de Lelio Basso (1969) una participación subalterna –que trae aparejada, sin duda, la integración creciente de los sectores populares al engranaje estatal-capitalista, mellando toda capacidad disruptiva real–, de una participación autónoma y antagonista, de inspiración libertaria y prefigurativa. Esta última, a nuestro parecer resulta central (y casi diríamos: inevitable) en las ciudades, y requiere reestablecer un nexo dialéctico entre, por un lado, las múltiples luchas cotidianas que despliegan –en sus respectivos territorios en disputa– los diferentes actores del campo popular y, por el otro, el objetivo final de trastocamiento integral de la civilización capitalista, de forma tal que cada una de esas resistencias devengan mecanismos de ruptura y focos de contrapoder, que aporten al fortalecimiento de una visión estratégica global y reimpulsen al mismo tiempo aquellas exigencias y demandas parciales, desde una perspectiva emancipatoria y contra-hegemónica.
En contraposición, desestimándolo como lugar y momento importante de la lucha de clases, muchos grupos y movimientos autónomos han terminado cayendo –paradójicamente, en una óptica simétrica a la de la izquierda ortodoxa– en la tentadora eseidad que concibe al Estado como un bloque monolítico y sin fisuras, al que hay que ignorar, o bien asaltar remotamente cual fortaleza enemiga. Así fue como esta retórica cobró protagonismo en los infinitos y desgastantes debates al interior de asambleas barriales, movimientos de trabajadores desocupados e incluso empresas recuperadas en el caso argentino, pero también en otros países y ciudades donde el significante autonomía arraigó en prácticas concretas de insubordinación. En todos los casos, esta prédica hizo foco en la denostación del Estado per se como institución parasitaria y totalmente externa a las relaciones sociales en las cuales estaban inmersos los variados proyectos de comunitarismo y autogestión. Una paradoja resultó ser la regla en muchos emprendimientos productivos, culturales, educativos y políticos impulsados desde abajo: el “imperativo categórico antiestatal” terminó minando, en no pocas ocasiones, las bases de sustentación mismas de estos embriones de poder popular. Con ese tipo de autonomismo, creemos, es preciso polemizar en los ámbitos urbanos. Aquel que pretende construir el cambio social ignorando que, si bien el Estado expresa el poder político dominante y como tal es un garante –no neutral– del conjunto de relaciones constituyentes de la totalidad social, las formas en que se materializa no deben sernos ajenas. De lo contrario, el paso adelante que podrían haber significado las numerosas construcciones de base en plazas, barrios, escuelas, asentamientos y fábricas, como formas de auto-organización alternativas a las de los partidos políticos y sindicatos tradicionales, quizás no hubiesen devenido, en buena medida, un páramo en la actual coyuntura de repliegue en varios países latinoamericanos.
En función de lo dicho, cabe por lo tanto recuperar la clásica dinámica de combinar las luchas por reformas sin perder de vista el objetivo estratégico de la revolución, como faro estructurador de nuestras prácticas urbanas que, en el “mientras tanto” de un contexto adverso o una correlación de fuerzas negativa, permita ir abriendo brechas que impugnen los mecanismos de integración capitalista, y prefiguren en pequeña escala espacios de comunitarismo autónomo, convirtiendo así, embrionariamente, el futuro en presente. Porque como supo expresar André Gorz hace varias décadas, no es necesariamente reformista
[…] una reforma reivindicada no en función de lo que es posible en el marco de un sistema y de una gestión dados, sino de lo que debe ser hecho posible en función de las necesidades y las exigencias humanas (Gorz, 2008).
Antes bien, este tipo de iniciativas, en la medida en que se asienten en la presión popular y la movilización constante de los de abajo, puede oficiar de camino que, en su seno, alimente y ensanche al porvenir por el cual se lucha, acelerando su llegada.
A modo de cierre, quizás resulte interesante reseñar una experiencia reciente de un movimiento autónomo que desarrolla su trabajo territorial en la periferia de Rosario, una entrañable ciudad argentina ubicada en la provincia de Santa Fe. Esta organización, llamada gIros, integra a su vez el Movimiento Nacional Campesino-Indígena, y es parte de la red global Vía Campesina, pero tiene la particularidad de ser de carácter urbano. Sin descuidar la labor de (re)construcción comunitaria que realizan a diario, han logrado dar una pelea en el Concejo Deliberante (algo así como un Parlamento local) para que se sancione una ordenanza municipal que prohiba la figura de barrio privado o cerrado y club de campo, en constante expansión en Argentina. Lo curioso es que este proyecto, presentado por ellos, se llama “Ya Basta!”, y expresa como pocos, aquella complementariedad entre lucha cotidiana y objetivo final que planteamos como necesaria para potenciar nuestra práctica emancipatoria en las ciudades. Claro que no existe en gIros una mirada inocente y paternalista del Estado, aunque tampoco una concepción monolítica que niegue toda posibilidad de incidir políticamente en él. Diríamos que contradicción (algo constitutivo del Estado, si lo entendemos como condensación material e inestable de una correlación de fuerzas) y asimetría (característica que, en tanto relación social de dominación política, no puede convertirse en su reverso –como pregona cierto populismo en auge– so pena de disolverse en tanto tal), son dos rasgos distintivos de lo estatal que no resultan ajenos a la praxis territorial de gIros, movimiento que solventa su construcción en una delicada dialéctica entre reforma y revolución.
Así explican el por qué del proyecto:
La propuesta es presentada por un movimiento social autónomo y es votada por casi la mayoría de los bloques de un Concejo que no se caracteriza por debatir problemáticas profundas sobre la vida en las sociedades urbanas. Mucho menos, si se cree que esas problemáticas solo existen en las comunidades rurales. En las ciudades la territorialización persigue objetivos similares a los de los grandes monopolios agroindustriales: uso intensivo de suelo y de capital construyendo grandes emprendimientos privados. Santa Fe, como todas las provincias del país, ha sido parte del proceso de privatización de la tierra a manos de emprendimientos privados llamados, sin eufemismos, Barrios Privados. Rosario Golf, Aldea Tenis, Los pasos del jockey, etc. La brecha urbana con Nombre, Apellido y Dirección. ¿El mecanismo? Disfrazar la concentración de la tierra bajo el título de ‘Convenio Público Privado’. Convertir a los territorios en mercancía, permitiendo la acumulación de un bien común como la tierra, en pocas manos, formando monopolios, amparándose en la eficiencia de la inversión privada. El Estado asume un rol ‘promotor’, que en el mejor de los casos recibe migajas a cambio de la entrega de grandes porciones de tierra.
El documento concluye expresando que
[…] el problema de fondo, la concentración de la tierra, sigue abierto. Y, esperamos, con nuestra mirada encima. Así nació el Ya basta!, aquel 15 de julio en una histórica caminata donde se unieron movimientos urbanos y campesinos para gritar que ‘Los monopolios no gobiernan la ciudad’. Para luchar, como quería Gramsci, por una Ciudad Futura” (Movimiento GIROS, 2011).
Ojalá que este pequeño-gran ejemplo, así como en un plano más general los planteos formulados en este texto, sirvan de disparadores para debatir las potencialidades y los obstáculos de las formas de construcción autónoma en los ámbitos urbanos, sin perder de vista su especificidad, ni encapsulando sus capacidades expansivas. Sería bueno, para ello, comenzar a mirarnos el ombligo citadino como buenos exploradores urbanos, para problematizar nuestra vida cotidiana y ver si desde una nueva matriz civilizatoria, es posible alimentar a ese nuevo mundo que late, contradictoriamente, en el subsuelo de nuestro cemento. Porque frente a la tentación de preguntarnos si la solución a este dilema estriba en una “vuelta al campo”, tal vez la respuesta haya que buscarla en aquel bello poema escrito por Juan Gelman, que expresa sin tapujos que no hay que irse ni quedarse, sino resistir(se). En eso andan, sin duda, los movimientos y colectivos urbanos de Nuestra América, más allá de sus inevitables tropiezos e involuntarios errores.
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