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Pensar las autonomías. Alternativas de emancipación al capital y el Estado 2

Varios autores :: 04.09.18

3. Las autonomías indígenas en América Latina.
Francisco López Bárcenas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
4. Autonomías indígenas, poder y transformaciones sociales en México.
Gilberto López y Rivas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
5. Otra autonomía, otra democracia.
Gustavo Esteva . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
II. Antagonismo y contradicción en las autonomías
6. La autonomía: entre el mito y la potencia emancipadora.
Mabel Thwaites Rey

Autonomías indígenas, poder y transformaciones sociales en México
Gilberto López y Rivas

Introducción necesaria
Partimos de la tesis rectora de que en las actuales condiciones de transnacionalización neoliberal de la mundialización capitalista, –con la humanidad al borde de un colapso civilizatorio–, no es posible ser anticapitalista si no se tiene una perspectiva socialista. El socialismo debe ser enarbolado como utopía, programa y propósito de cualquier acción política, aunque su definición y su puesta en práctica en el siglo xxI requiere de un enorme esfuerzo autocrítico hacia el pasado y una extraordinaria creación imaginativa hacia el futuro. El marxista polaco Adam Schaff es enfático en afirmar:
Yo sé (subrayo que no es una esperanza, sino algo que sé con certeza) que un régimen basado en una economía parcialmente colectiva y planificada (y en ese sentido socialista) reemplazará al capitalismo actual en un futuro muy cercano, independientemente de la resistencia de quienes se vean afectados por el proceso (Schaff, 1998: 2).
Esta opinión es importante no sólo por la conocida lucidez de este gran filósofo polaco, si no por provenir de un marxista que vivió en carne propia la experiencia del llamado “socialismo real” de la Europa del Este. Precisamente, en su libro Meditaciones sobre el Socialismo, este autor trata de dilucidar, a manera de un diálogo consigo mismo, sobre los interrogantes que surgen de un planteamiento tan tajante, especialmente después de la crisis que culminó con el desmoronamiento de la Unión Soviética, al cual Schaff considera, paradójicamente, como el “abatimiento de la mayor barrera que se levantaba ante la modernización del pensamiento socialista” (Ibíd.).
Para quienes seguimos siendo marxistas y socialistas es necesario reflexionar qué fue lo que falló en las experiencias de ese socialismo real, para lo cual de manera sucinta podemos enumerar –entre otras muchas– las siguientes razones:
a) La idea del partido vanguardia, más allá de la clase y el protagonista al que en los hechos se delega toda iniciativa, participación y conducción.
b) En consecuencia con lo anterior, el establecimiento de una dictadura de partido de Estado que en la práctica cierra todos los espacios democráticos, sin establecer mecanismos efectivos y reales de participación y conducción de la mayoría del pueblo en el ejercicio del gobierno.
c) La perspectiva de la toma del poder desde arriba y la implantación del socialismo por decreto, como la acción y decisión de un Estado versus la perspectiva de un proceso de abajo arriba y con la participación de trabajadores y productores.
d) Confundir la política nacional de un Estado como internacionalismo, privilegiando los intereses del mismo por sobre los intereses de los trabajadores de otros pueblos y del suyo propio.
Sin pretender dilucidar tan amplio repertorio de cuestiones, incursionaré en este trabajo en lo que refiere al tema de las autonomías indígenas y el debate sobre el poder, tomando como estudio de caso la práctica zapatista de estos años.
la experiencia autonómica
A partir de los procesos autonómicos de los pueblos indios en América Latina y en particular la evolución política del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) después del inicio de su rebelión armada del 1 de enero de 1994, la puesta en marcha de sus gobiernos rebeldes municipales autónomos y sus cinco Juntas de Buen Gobierno en el ámbito regional en Chiapas, y la llamada “Otra Campaña”, el debate sobre el poder ha tomado un giro inédito.
Contrario a las críticas de algunos autores hacia los ejercicios autonómicos indígenas, éstos no ignoran al Estado ni al poder que éste ejerce a partir del monopolio en el ejercicio de la violencia y la represión legalizada por un marco jurídico que expresa la correlación de fuerzas y la hegemonía de clase. Por el contrario, se considera a las autonomías como formas de resistencia y de conformación de un sujeto autonómico que se constituye en un interlocutor frente a la sociedad y al Estado, al cual impone –en muchos casos– una negociación (Panamá, México, Nicaragua), muy distinta a la apropiación oligárquica autonómica que podemos observar en Bolivia. Por eso, se afirma que las autonomías indígenas no se otorgan sino que se conquistan. Estos autogobiernos en América Latina se han establecido después de levantamientos, incluso armados, y los movimientos indígenas no los consideran como “islotes libertarios dentro del universo capitalista” ni tampoco difunden una imagen idílica “suponiendo que estos agrupamientos avanzan saltando todos los obstáculos”.
No se ha puesto en duda la matriz clasista impuesta por el capital ni el tipo de Estado en el que se encuentran inmersas las luchas por las autonomías y, en consecuencia, la necesidad de alianzas y estrategias comunes entre los movimientos indígenas con todos aquellos que se plantean la lucha contra el capitalismo y por la construcción de un nuevo tipo de socialismo. En esa dirección, el marxista alemán Harald Neubert, en un interesante artículo en el que hace un exhaustivo análisis sobre lo que falló en el socialismo real y cuáles deben ser las enseñanzas de esa experiencia, concluye de esta manera:
Ya no es posible reducir la necesidad histórica de superar el capitalismo exclusivamente a la superación de la contradicción trabajo-capital […] No es cuestión de tratar o de verse obligado a sustituir a la clase obrera como sujeto potencial en la lucha por el socialismo por otro sujeto, ni tampoco de negar el papel de ésta, sino de una ampliación de los sujetos (¡en plural!) a otras fuerzas anticapitalistas, pro-socialistas –sociales, políticas, conceptuales– y con ello a la pluralización del sujeto. La formación de éste no tiene que darse en primer lugar sobre la base de la situación clasista de los actores, a pesar de la importancia que ésta conserva; se fundamenta en la conciencia de que es indispensable la superación del capitalismo, en la aceptación de un programa socialista y en la disposición de participar activamente en su realización. Esto corresponde en la realidad actual, más que nunca, al concepto acuñado por Antonio Gramsci del bloque histórico de las fuerzas que luchan a favor del socialismo o que pueden ser ganadas para éste. Pero la formación de un nuevo bloque histórico de fuerzas progresistas en el marco nacional ya no es suficiente hoy en día; éste debe ser organizado y ser capaz de actuar a escala internacional.
Tampoco ha sido responsabilidad de los movimientos indígenas el poco interés mostrado por partidos y organizaciones de izquierda en el establecimiento en un plano de igualdad de acuerdos para una lucha
mo –a mi juicio equivoca en aspectos de las luchas indígenas- en el artículo de Nestor Kohan “A herança do fetichismo e o desafio da hegemonia en uma época de rebeldia generalizada”, Novos Rumos, ano 22, N° 48, 2007, aunque con este autor coincido en sus planteamientos generales.
unificada en las esferas políticas, parlamentarias o de movilización social. Hay numerosos ejemplos, algunos trágicos, del uso instrumental de los sectores indígenas en los procesos políticos en el marco institucional, y aún en los espacios de la guerra revolucionaria.
Aquí encontramos las pertinentes críticas de Leopoldo Marmora, quien en una fecha tan temprana como 1986, señaló que las ideas que se desprenden de la matriz teórica marxista derivan –en sus posiciones más dogmáticas, y no sólo en las influidas por el estalinismo– en que la izquierda enfatiza un reduccionismo clasista y genera dos fenómenos igualmente perniciosos: el obrerismo y el economicismo.
La abigarrada y multifacética realidad socio-étnico y cultural de la nación fue observada a través del lente uniformador de las clases sociales, e, incluso, desde una perspectiva euro céntrica. La nación fue considerada como un fenómeno estático, como un producto pasivo de la burguesía y, por ello, se abandonó la lucha por la hegemonía nacional, provocando la desnacionalización y el cosmopolitismo de muchos marxistas. Marmora plantea en esa dirección lo siguiente:
La historia efectivamente real del capitalismo remite entonces a un desarrollo desigual que, muy lejos de acabar con todo particularismo social y nacional, se apoya precisamente en ellos, creándolos y reproduciéndolos en forma ampliada y permanente, y poniendo así a la orden del día una estrategia que habrá de dominar: la estrategia de la hegemonía nacional (Marmora, 1986: 37).
En el terreno de la política, el obrerismo se expresa en atribuirle a la clase obrera misiones históricas que sobrepasan sus posibilidades reales. Una lucha contra hegemónica es una tarea nacional popular que desborda a la clase obrera y no puede ser depositada en un “destino histórico” exclusivo de esa clase. Esta lucha, necesariamente, tendrá que ser el resultado de un movimiento democrático y socialmente heterogéneo de masas. Esto trajo como consecuencia el relego político y teórico de grupos diferenciados en el interior de la nación, como las etnias o los pueblos, y la idea de un tránsito inevitable a la uniformidad, a la proletarización, y al fin de las etnias y naciones. De esto se desprende que en el desarrollo de la nación moderna los sujetos actuantes no son sólo los constituidos por las clases sociales, sino también, los agrupados en la matriz clasista pero con identidades de diversa naturaleza, como las etnias, los grupos de edad, el género, etcétera.
Por otra parte, es evidente que los autogobiernos y la organización política de la democracia directa surgidos de los procesos autonómicos indígenas no pueden ser aplicados como una fórmula o esquema que organice la sociedad nacional y el Estado en sus múltiples ámbitos institucionales. Sin embargo, ha sido precisamente la ausencia de participación de la sociedad y de las clases trabajadoras en el ejercicio del gobierno y el control del poder del Estado lo que caracterizó y –en parte– hizo fracasar la experiencia del socialismo real.
Al destacar la participación popular en los Municipios Autónomos Rebeldes Zapatistas, en las Juntas de Buen Gobierno (Caracoles) y en otras experiencias autonómicas indígenas, no se pretende obviar sus contradicciones y los obstáculos impuestos por la contrainsurgencia y el avance expropiatorio neoliberal. No obstante, su existencia en los espacios zapatistas es una realidad sorprendente que debiera motivar su análisis para concebir formas de organización y participación políticas, sociales, ciudadanas y populares que no devengan en maquinarias burocráticas que ignoran los mandatos de las mayorías. En este sentido, no es perjudicial a la lucha anticapitalista defender la autoorganización y resaltar los valores solidarios y comunitarios.
Ya en otro trabajo había planteado las características de la democracia autonomista que, a diferencia de la democracia tutelada, se fundamenta en una construcción de poder y ciudadanía desde abajo; como una forma de vida cotidiana de control y ejercicio del poder de todos y todas desde el deber ser, esto es, con base en términos éticos. A este ejercicio especial de “mandar obedeciendo” se le ha denominado como contrapoder popular y subalterno, en contraposición “del slogan falso y simplificador de que los neozapatistas, y ahora la Otra Campaña, lo que quieren es “cambiar el mundo, sin tomar el poder”.
No es esta práctica un medio o procedimiento técnico-administrativo, sino un pacto social y político, un constituyente de todos los días que opera unitariamente, es decir, en todas las esferas y los órdenes de la vida (Roitman, 2003). Ya Michel Foucault destaca las distintas variantes de poder, además del estatal, que se encuentran en los entramados del tejido social y que se expresan en el poder social, el poder político y el poder del Estado (Foucault, 1993).
Carlos Aguirre Rojas lo plantea de esta manera:
Si el objetivo profundo es en verdad cambiar radicalmente el mundo, eso sólo será posible saliendo de ese espacio limitado del poder político, para reconstruir y subvertir la dominación del Estado hoy hegemónico, desde todos los espacios de la sociedad y desde todas las formas del poder social, disputando esa dominación y hegemonía en todos los frentes de la realidad social, y generando un contrapoder social tan masivo, imponente e ubicuo, que permita justamente modificar de manera radical todo el modo y todas las formas de ese poder político, así como todas las relaciones que él establece, de un lado con quienes lo ejercen, y del otro con aquellos que lo padecen.
En esa misma dirección, destacan las aportaciones de Rosa Luxemburgo en favor de la auto-emancipación de los trabajadores. Para ella,
[…] lo que importa es la transformación económica, política, cultural de la sociedad llevada a cabo por la acción (organizada y conciente, pero también espontánea, inconciente) de las masas populares (Loureiro, 2003).
Así, la transformación socialista deja de ser pensada exclusivamente como un “día decisivo”, y pasa a ser un proceso que puede comenzar aquí y ahora, por el cambio en la correlación de fuerzas, en las estructura de poder y de propiedad, en la innovación institucional (Ibíd.: 18). El socialismo –señalaba Luxemburgo– no puede ser realizado por decretos ni es un cambio de gobierno llevado a cabo por una minoría, sino una trasformación radical de la antigua sociedad, en todos los planos, por la acción autónoma de las masas. Advirtió y criticó los procesos de burocratización de la socialdemocracia partidaria y los sindicatos. En este sentido, Rosa Luxemburgo se opone a la idea del socialismo como estatización de los medios de producción sin el control de los trabajadores.
La democracia socialista pasa a significar concretamente para Rosa Luxemburgo un gobierno consejista. Los consejos, organismos de base electos por los obreros y soldados, de acuerdo al programa de la Liga Espartaco, serían la nueva forma de poder estatal para sustituir los órganos heredados de la dominación burguesa; democracia socialista significaba en aquel contexto el autogobierno de los productores.
De esta manera, un concepto clave para esta discusión sobre el poder es el de autonomía, término que proviene del griego auto, que significa mismo, y nomos, que indica norma; esto es, regirse uno mismo por sus leyes. La mayoría de las enciclopedias define autonomía como la libertad de individuos, gobiernos, nacionalidades, pueblos y otras entidades de asumir sus intereses mediante normativas y poderes propios, opuestos en consecuencia a toda dependencia y subordinación. Ya Pablo González Casanova en un artículo “La gran discusión” (La Jornada, 19 de agosto de 2007) contribuye a dilucidar los términos de la crítica al sistema de partidos y plantear la cuestión de fondo en la polémica generada por la Sexta Declaración de la Selva Lacandona. Se requiere construir –afirma González Casanova:
[…] un movimiento democrático que cuente con la fuerza organizada de los ciudadanos y de los pueblos”, ya que lo primordial es “la concientización y organización del poder de la ciudadanía y de las comunidades, etnias, pueblos, y de los trabajadores, empleados, maestros, estudiantes, técnicos, licenciados, doctores e intelectuales”; más aún, el único camino que “le queda a la humanidad para sobrevivir (es) organizar la fuerza y la conciencia de los pueblos de la Tierra, empezando ahora con los pueblos indios y “de allí pa’ lante” hasta encontrar a los otros en la confluencia de senderos de México, América Latina, Estados Unidos y el mundo (Ibíd.).
Cuando el Subcomandante Marcos, como vocero zapatista y jefe militar, expresa sus críticas a los gobiernos de los partidos nacionales que integran la democracia tutelada, incluyendo a la llamada izquierda institucionalizada, su perspectiva está fundada en el establecimiento de las Juntas de Buen Gobierno y en su desempeño en cuanto a garantizar la participación y concientización de miles de personas en el mandar obedeciendo. Sus severos juicios a la clase política mexicana se compaginan también con el deterioro ético visible y comprobable de sus miembros, una participación ciudadana cada vez menor en los procesos electorales e incluso encuestas de opinión pública que colocan a los políticos profesionales en los ínfimos lugares de credibilidad y prestigio social.
Cuando se plantea la detracción del actual sistema de partidos es necesaria la reflexión sobre si éstos contribuyen a la construcción autonómica o poseen una tendencia intrínseca a la formación de una ciudadanía heterónoma, esto es, que recibe del exterior las leyes que rigen su conducta, que llevan en su germen el clientelismo y el corporativismo, obstáculos insalvables de la autonomía.
La Sexta Declaración, en el otro polo equidistante, lleva a la integración de una entidad política anticapitalista que asume los intereses populares de los cuales proviene, los de los desposeídos y explotados; que no delegue su representación en otros ajenos a “sí mismos”; un ente que se rija por sus propias normas y no por las de un sistema político que no representa los intereses populares y nacionales.
Es necesario, como plantea la Sexta, la edificación desde abajo de una organización independiente del Estado y de su sistema de partidos. Que responda a sus propias necesidades y requerimientos; que escoja sus medios, espacios y tiempos para librar su resistencia contra el poder establecido; que lleve a cabo una campaña “muy distinta a las electorales”, que “ni se rinde ni se vende” y que “está dispuesta a luchar, entre todos los riesgos que implica, por la construcción de una fuerza de los pueblos y los ciudadanos organizados, pensantes y actuantes…” (Ibíd.)
No es correcto extender a las corrientes de la autonomía indígena la crítica expresada de que “los autonomistas magnifican el papel de los excluidos en desmedro de los asalariados tradicionales porque atribuyen mayor peso a las relaciones de dominación que a las formas de explotación”, cuando precisamente los etnomarxistas insistimos en que la dominación basada en factores étnicos constituye una forma preferente y adicional de la explotación capitalista y quienes, en su momento, hicimos la crítica a las corrientes etnicistas en el seno del movimiento indígena que pretenden establecer una dicotomía insalvable entre el mundo indígena profundo y el no indígena imaginario.
Para ello es necesario reflexionar, desde la historia, el territorio y las autonomías, en torno al tema de la reconstitución de los pueblos indios, entendiendo este concepto no en sus acepciones nativistas de restaurar un pasado idealizado, si no más bien, en sus connotaciones hacia un futuro de unificación de los pueblos, de articulación intracomunitaria, regional y macro regional, de fortalecimiento de su conciencia autonómica y de clase, construcción o reconstrucción de formas de organización política, territorial y cultural más amplias y representativas frente al Estado, la sociedad nacional y el sistema socioeconómico dominante.
También implica el restablecimiento, readaptación y desarrollo de formas de propiedad comunal asediadas por la vorágine de la mundialización neoliberal, de la asamblea como órgano máximo de poder comunal y la vigencia del sistema de cargos, el tequio o trabajo colectivo gratuito, la festividad como cohesión sociocultural y el territorio como espacio de relación con la naturaleza y de reproducción material y cosmogónica de los pueblos.
En estos procesos se observa a la historia como instrumento descolonizador de concientización y reforzamiento de las identidades étnicas y de clase con base en una perspectiva dinámica que observa a las culturas indígenas en permanente trasformación y adaptación para preservar como distintivo primordial el carácter colectivo de sus instituciones, percepción del mundo y relación entre personas versus las estructuras políticas verticales y autoritarias capitalistas basadas en individuos competitivos y enfrentados entre sí.
Se reitera la crítica a las formas impositivas de arriba abajo en que fueron conformados los Estados nacionales contemporáneos y el reto que representa el establecimiento de redes comunitarias y regionales horizontales que busquen la resolución de conflictos con base en formas de democracia directa como las experimentadas por los mayas zapatistas y a partir del ejercicio de sus autonomías.
Las autonomías son el eje esencial de la reconstitución ya que implican el fortalecimiento de un sujeto que toma en sus manos el gobierno en todos los ámbitos y niveles que lo hagan valer. Para ello es necesario un interlocutor político que represente al colectivo y que esté por encima del interés partidario, individual o de grupo.
El Ejército Zapatista de Liberación Nacional es el ejemplo más representativo de este instrumento en manos de los pueblos en busca de la autonomía, ya que representa las decisiones y voluntades de las comunidades; tiene una base territorial y una multiculturalidad que enriquece los alcances y el consenso de los gobiernos municipales autónomos y las Juntas de Buen Gobierno; mantiene un arraigo de base comunal como fundamento de formas organizativas democráticas regionales, supra regionales e incluso, como lo demuestra la Sexta Declaración de la Selva Lacandona, nacionales e internacionales. Este interlocutor político no suplanta el poder de los colectivos participando en los distintos gobiernos autónomos, en los que incluso separaron a todos los cuadros militares de la organización, pero vela por el mantenimiento de redes comunitarias y regionales, combate la fragmentación del tejido social y las actividades de la contrainsurgencia, los paramilitares, los partidos políticos, las iglesias y la diversidad de grupos de toda índole que confrontan con sus acciones a las autonomías.
Tanto la uniformidad de la imposición cultural y lingüística, como la discriminación y el racismo de la explotación preferente son igualmente disolventes de las identidades de los pueblos indios, contra las que se rebelan los movimientos de resistencia indígena, contribuyendo con ello a la conformación de este sujeto autonómico que toma conciencia de sí y para sí, como identidad diferenciada que busca su autoafirmación positiva en los autogobiernos y en su presencia en todos los niveles de la vida nacional e internacional. Este hecho, la conformación de sujetos autonómicos de alcance y presencia nacional e internacional, con lealtades compartidas entre sus reivindicaciones propiamente étnicas y los proyectos democráticos de carácter nacional –popular, es la mayor conquista de estos años de lucha por la reconstitución de los pueblos indios de nuestro país.
Por ello, se destaca la importancia de la Sexta Declaración de la Selva Lacandona que convoca a la resistencia de los pueblos indios, a partir de la idea de que:
[…] un nuevo paso adelante en la lucha indígena sólo es posible si el indígena se junta con obreros, campesinos, estudiantes, maestros, empleados…o sea los trabajadores de la ciudad y el campo.
En esta dirección, el EZLN afirma:
Vamos a seguir luchando por los pueblos indios de México, pero ya no sólo por ellos ni sólo con ellos, sino que por todos los explotados y desposeídos de México, con todos ellos y en todo el país.
Contrario a la concepción que enclaustra a los pueblos indios en los espacios de sus propias luchas como expresión del localismo al que esta perspectiva los condena, la Sexta muestra la generosidad de quienes están dispuestos a arriesgar lo conquistado en aras de la congruencia con sus principios libertarios y de solidaridad con el resto de los oprimidos de México y el mundo. Éstas no son “antiguas obsesiones meta territoriales” de un zapatismo “rebasado”, si no las bases mismas de sustentación de un movimiento anticapitalista, antisistémico, de largo aliento que es conciente de la precariedad de un proceso que pudiera aislarse si se reduce a lo rural-local y se auto limita en el campo de sus alianzas. No impongamos a estos movimientos el determinismo de nuestras interpretaciones y concepciones del mundo, y valoremos la audacia de emprender nuevos y atrevidos caminos.
Bibliografía
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otra autonomía, otra DemoCraCIa
Gustavo Esteva
En 1996, para sus negociaciones con el gobierno, los zapatistas invitaron a más de cien asesores. Estábamos ahí, en la selva, en nuestro primer contacto con ellos, cuando uno de los asesores les comentó: “La autonomía es el punto principal de la agenda india ante el gobierno. Para asesorarlos, sería importante conocer la concepción de ustedes”. Sonriendo, el Subcomandante Marcos respondió de inmediato:
Los zapatistas tenemos una noción de autonomía que aplicamos todos los días en nuestras comunidades. Pero sabemos que no es la única y no es necesariamente la mejor. Los hemos invitado para conocer los puntos de vista de cada uno de ustedes y, sobre todo, para conocer la posición de consenso. Con el gobierno queremos negociar la postura común de los pueblos indios, que haremos nuestra.
Se desató así un amplio debate, ampliado en el Foro Nacional Indígena que los zapatistas convocaron en medio del diálogo con el gobierno, para que los pueblos indios expresaran libremente sus ideas. La mesa principal del foro se concentró en el tema de la autonomía y los zapatistas tomaron sus conclusiones como un mandato en las negociaciones con el gobierno. Esa noción consensada de autonomía se inscribió en los Acuerdos de San Andrés, suscritos con el gobierno, y en el proyecto de reforma constitucional formulado más tarde con una comisión del Congreso, la cual recibió apoyo sin precedentes: nunca antes una iniciativa de reforma legal había tenido tanto respaldo popular en el país. Millones de personas y miles de organizaciones la suscribieron; no hubo una sola organización que se opusiera públicamente a ella. El Congreso, sin embargo, produjo una contrarreforma. Los pueblos indios la rechazaron y decidieron seguir ejerciendo su autonomía de hecho. Es la autonomía que los zapatistas practican en el área bajo su control, rodeados por el ejército y expuestos a continuos ataques paramilitares. De esa autonomía tratan estas notas, de la autonomía como proyecto político que da continuidad histórica a la antigua resistencia de los pueblos indios y la transforma en un empeño de liberación compartido con muchos otros grupos sociales.
el sentido de la autonomía
La palabra “autonomía” tiene larga tradición en los movimientos populares en México. La lucha por la autonomía empezó en realidad desde antes de que el país existiera y consiguió que al final del periodo colonial los territorios bajo control y gobierno de los pueblos fueran llamados “repúblicas de indios”. En el siglo xIx se registró todo género de rebeliones, siempre asociadas con la autonomía, y el xx se inauguró con una revolución social marcada por ese tema: la “reconstitución de los ejidos” que levantó a los pueblos reivindicaba explícitamente los regímenes comunales autónomos que lograron reconstituirse en la Colonia y se desmantelaron con las leyes de Reforma y la dictadura de Porfirio Díaz. La autonomía universitaria, en la década de 1920, forjó evocaciones y connotaciones que reaparecieron en la década de 1970. En 1985 y 1994 se unieron a la expresión sociedad civil para acotar la nueva semántica de la transformación social, en la que no se entienden una sin la otra.4 El levantamiento zapatista trajo la autonomía al centro del debate político en México. Mientras el gobierno la rechazaba de plano, se afirmó como demanda política popular.
4 Al preguntarse a Marcos, el vocero de los zapatistas, si no estaban apostando demasiado a la sociedad civil, respondió sin vacilación: “¡Y cómo no hacerlo, si ha demostrado varias veces de lo que es capaz!”. Cuando se le hizo ver que parecía aún muy desorganizada y un poco lenta, señaló sonriendo: “Y sin embargo, se mueve…” (La Jornada, 25-26 de agosto de 1995). Las referencias a la “sociedad civil” son constantes en el discurso de los zapatistas. Encuentran amplio eco, pero también son fuente de confusión, dada la larga y retorcida historia conceptual y práctica de la expresión. Ver Bell (1968), Cohen y Arato (1992), Dahl (1961), Ferguson (1969), Lipset (1960) y Lummis (1996). El sentido que actualmente se le da procede de movimientos populares, lo mismo en Europa del Este que en América Latina, que no adoptaron las formas clásicas de organizaciones de clase o de partidos para sustituir regímenes autoritarios. Su denominador común es la autonomía de las organizaciones que los forman, su independencia del Estado y su antagonismo respecto a él. En México, dos momentos específicos reacreditan y dan nuevo sentido al término. La movilización y las iniciativas asociadas con el terremoto de 1985 definieron la sociedad civil como “el esfuerzo comunitario de autogestión y solidaridad, el espacio independiente del gobierno, en rigor la zona del antagonismo” (Monsiváis, 1987: 78-79). Tras un periodo de acumulación de fuerzas en silencio, en que la insurgencia sustituye a la guerrilla y la liberación al desarrollo y se acreditan las organizaciones independientes, la insurrección de 1994 prolonga el deslizamiento de 1917 (“el pueblo” como alternativa a “la nación”), de tal modo que “las formas de organización que se da el pueblo, aún provisional y eventualmente revocables, son las de la sociedad civil, cuya expresión define ‘la voluntad popular’” (Aubry, 1994: 9). La sociedad civil se define así como la esfera de la sociedad que se organiza en forma autónoma, en oposición a la esfera que ha sido establecida por el Estado y/o que está directamente controlada por él o se le asocia. No es un sustituto de otras expresiones que tienen la misma carga de antagonismo y semejante sentido político general. No es, por ejemplo, el “partido de vanguardia”, como agente del cambio histórico. A diferencia de una clase o partido que se levantan y buscan tomar el poder del Estado, para implantar desde él el régimen de su preferencia, la sociedad civil se otorga a sí misma el poder al levantarse, o para ser exactos, con su movilización hace efectivo el poder que ya tiene. En vez de ocupar el Estado y reemplazar a sus dirigentes, se mantiene contra él, lo marginaliza, lo controla. No está formada por masas: no es un rebaño, sino una multiplicidad de diversos grupos y organizaciones, formales e informales, de gente que actúa de consuno
Los zapatistas reivindican la autonomía desde su condición mayoritariamente indígena, pero piensan que el concepto “puede igualmente aplicarse a los pueblos, a los sindicatos, a los grupos sociales, a los grupos campesinos…” (Autonomedia, 1995: 298). Su lucha se orienta a crear espacios políticos en los que todos los grupos y comunidades discutan libremente sus ideas y establezcan su propia forma de autonomía. “Hemos presentado nuestras propuestas, pero hemos dicho repetidamente que no las impondremos a nadie” (Ibíd.: 299). Es éste el sentido que se ha hecho continuamente explícito en La Otra Campaña, convocada por los zapatistas en 2005.
La demanda de autonomía de los pueblos indios implica, ante todo, respeto y reconocimiento para lo que ya tienen. No es una propuesta ideológica o una tierra prometida. “La autonomía no es algo que tengamos que pedirle a alguien o que alguien nos pueda conceder”, ha precisado un dirigente yaqui; “poseemos un territorio, en el que ejercemos gobierno y justicia a nuestra manera, lo mismo que capacidad de autodefensa. Exigimos ahora que se reconozca y respete lo que hemos conquistado” (Tercera Reunión Nacional de la Asamblea Nacional Indígena por la Autonomía, ANIPA, Oaxaca, agosto de 1995).
Pero no sólo demandan reconocimiento y respeto para lo que ya tienen. No les basta que sus formas de existencia adquieran cobertura legal. Quieren que la sociedad se abra a la coexistencia armónica entre diversos pueblos y culturas. Aspiran a que sus prácticas cotidianas de gobierno, que les han permitido sobrevivir con todo en contra, dejen de ser vistas como reminiscencias del pasado. Su resistencia a la pesadilla neoliberal comprende la conciencia de que la democracia formal se sigue empleando para adormecer a la gente y mantenerla atrapada en ilusiones que no son nuevas ni liberales.
Esta noción de autonomía supone un gobierno propio, en el que se manda obedeciendo. Se ejerce en el ámbito de quienes lo integran, que
por una variedad de propósitos. Es la mejor protección contra la “tiranía de las mayorías” y no conduce a una dictadura burocrática a cargo de la “revolución”. Más allá del debate académico y político sobre el término ‘sociedad civil’, parece indudable, a estas alturas, que es capaz de expresar una variación histórica de contenido, en México y en otras partes, que le han impreso los movimientos populares al regenerar y transformar el sentido de su constitución autónoma (Williams, 1976: 86). Para una reflexión más amplia sobre la sociedad civil y sus expresiones actuales en México, Esteva (2001).
no delegan el poder en gobernantes que se “autonomizan” de los gobernados por el periodo de su mandato, como prescribe la democracia de representación. Las autoridades, responsables de las funciones específicas que se les encomiendan, son revocables en todo momento.
La administración de justicia, entre los pueblos indios, no es la aplicación descentralizada de normas comunes, cuya aplicación se confía a profesionales; sino el ejercicio de un régimen jurídico alterno, fundado en la vitalidad de la costumbre cambiante y según normas no codificadas. La “jurisdicción” no se establece como un ámbito de aplicación de las leyes generales o del régimen de gobierno centralizado, sino como un espacio realmente autónomo.
La cuestión de la tierra, entre ellos, guarda poca relación con las instituciones que se ocupan de regularla, como mercancía artificial, en las sociedades modernas (Polanyi, 1992). Entienden su territorio como un ámbito de responsabilidad, a partir de una noción de horizonte –horizontal–, que acota su interacción con otros, con una actitud en que la ocupación no es equivalente a propiedad: su actitud cósmica ante la naturaleza, en la que se sienten inmersos, impide concebir la posibilidad de apropiársela de modo excluyente. Dentro del territorio de la comunidad, se asignan tierras a sus miembros sin convertirlas en propiedad privada. Los pueblos indios no cejan en su reivindicación de los territorios que se les han quitado, pero exigen ahora respeto a sus propias formas de concebir lo que se hace en ellos con la tierra y la propiedad. La lucha por la defensa del territorio contra corporaciones transnacionales, particularmente mineras, y contra otros megaproyectos, se extiende cada vez más en México y está en clara sintonía con las luchas semejantes que están cobrando vuelo en toda América Latina.
La capacidad de autodefensa de los pueblos indios expresa la decisión y capacidad de resistir, aún con armas, las intromisiones del mercado o el Estado en la vida comunitaria. No equivale a la función gubernamental de vigilancia, por la que se ocuparían de su propia seguridad, subordinados a las leyes generales y a los mandos jerárquicos del Estado.
Todo ello existe en numerosas comunidades indias y en menor grado en otros grupos, rurales o urbanos, tolerado en diversa medida por las autoridades. Pero se ha practicado siempre a contrapelo del régimen dominante, y está continuamente expuesto a contradicción y disolución al extenderse “el imperio de la ley” y la invasión administrativa de la vida cotidiana, junto con la explotación económica y el reino del “libre mercado”, ahora globalizado.
La reacción del Estado y los partidos contra la autonomía tiene buenos motivos pero malas razones. Es cierto que la lucha autonómica cuestiona las bases mismas del régimen jurídico-político que se implantó en México desde su nacimiento. Pero no lo es que contenga elementos de separatismo o fundamentalismo, ni que suponga la fragmentación del país o la formación de castas o estamentos “patrimonialistas”. Se trata de sustituir el pacto social heredado de la Revolución Mexicana de 1910, que el grupo en el poder está desmantelando desde arriba, dotando de nuevo sentido a la nación y fortaleciendo su unidad en un nuevo régimen político. La forma es siempre fondo. No puede reducirse la democracia a una mera forma con contenidos antidemocráticos. O es de forma y de fondo o no es.
El régimen de autonomía por el que se está luchando no surge como contrapeso del poder estatal, sino que hace a éste superfluo. En ese sentido, se aleja de la tradición autonomista europea, adaptada en Nicaragua y otras partes e impulsada en México por algunos grupos. El enfoque dominante hasta ahora encuadra la autonomía en el diseño actual del Estado y la ve como parte de un proceso de descentralización política, en el cual el “autogobierno” o “gobierno autónomo” no sería sino “un orden de gobierno específico, constitutivo del sistema de poderes verticales que conforma la organización del Estado” (Díaz Polanco, 1996: 109). Conquistar tal “autonomía” sería una victoria pírrica: se habría entregado la primogenitura por un plato de lentejas. A cambio de jurisdicción en un territorio administrativo, cuyas instancias “autónomas” absorberían competencias y facultades del Estado centralista, se consolidaría la estructura de éste, introduciendo en el seno de las autonomías de la gente, de sus sistemas de gobierno propio, el virus de su disolución. Cobra así claro sentido la expresión de un líder sumo, que opinó respecto del régimen establecido en esos términos en Nicaragua: “Tiene algunos elementos interesantes. Lo que estamos poniendo a prueba es ver si puede ser realmente democrático”.6
La lucha autonómica, en su versión sustantiva, modifica las implicaciones convencionales del derecho a la libre determinación, que en las
6 Comentario en el Simposio Indoamericano de Jaltepec de Candoyoc, en 1994, según versión transmitida al autor por Adelfo Regino. En la tradición inglesa moderna, self-government y local autonomy han llegado a ser equivalentes y expresan la articulación de las unidades locales a la administración estatal. La descentralización fue el expediente empleado por el Estado centralista para imponerse sobre el ejercicio independiente de las libertades locales, afianzar su control y hacer más eficiente su administración. En Inglaterra, tras el cercamiento de los ámbitos de comunidad (the enclosure of the commons), que afectó sus bases materiales de existencia, se disolvieron las bases sociales y políticas de aldeas y parroquias mediante la reforma de las leyes de pobres, en 1834. La intervención del poder central se completó con las leyes sobre poderes municipales (1835), sanidad (1848), escuelas obligatorias (1876) y gratuitas (1891), que culminaron en la ley sobre gobierno local (1888). La descentralización administrativa, la autoadministración (elección local de los funcionarios) y la democracia (participación de los ciudadanos en la orientación de las políticas estatales), permitieron integrar la vida local a la administración centralizada, cuya creciente complejidad debilitó continuamente el manejo descentralizado en los asuntos locales y acentuó su dependencia del centro administrativo (Cammeli, 1981). Estas tradiciones, en su versión de la Europa continental, fueron implantadas por los españoles en el territorio de lo que hoy es México como un instrumento de dominación. El municipio tuvo un claro carácter centralista, como forma descentralizada de ejercer la administración colonial. La resistencia de los pueblos indios a esa institución, hostil y ajena, cuyo carácter excluyente y forma vertical se mantuvieron en el México independiente y en el revolucionario, los llevó a consolidar y enriquecer estilos no formalizados de gobierno local propio, constituidos como lo opuesto a las instituciones centralistas. Cuando con el tiempo los pueblos indios se apoderaron de algunos de esos aparatos de gobierno, en ciertas zonas y nunca por completo, tendieron a refuncionalizarlos y a convertirlos en un gozne de relación con el Estado, en el que se reflejaban todas sus contradicciones con él. Su lucha actual no estaría buscando el acceso más democrático a las estructuras del Estado, sino el respeto a estilos y diseños que las rebasan. A la descentralización democrática, que no es sino una forma de alargar la correa del perro, opondrían el descentralismo, para contar con un auténtico gobierno propio, opuesto al self-government, un eufemismo para la integración democrática de todos al aparato estatal. Mientras la descentralización tiene como premisa una noción del poder que lo centraliza en la cúspide,
normas internacionales legitima la aspiración a la independencia política, en un Estado-nación propio o en el seno de otro ya existente. La autodeterminación cultural que enarbolan actualmente los pueblos indios combina la libertad y capacidad de determinarse en los espacios propios con la de determinar con otros pueblos y culturas formas de comunión cultural y política, basadas en un diálogo intercultural que trascienda el totalitarismo del logos propio del Estado-nación. En vez de que una cultura predomine sobre las demás, como en éste, se plantean construir un mito común a todas, una visión compartida, un nuevo horizonte de inteligibilidad. Esto exige reconstruir la sociedad desde su base, para que indios y no indios puedan finalmente ser lo que son en libertad, con democracia radical, dentro de un horizonte político que va más allá de las formas que ha adoptado hasta ahora el Estado-nación y su régimen político, asociado con el capitalismo.
En los Acuerdos de San Andrés quedó explícitamente expuesto este sentido y alcances de la lucha por la autonomía, como proceso de transformaciones en que se apela al procedimiento jurídico y político en el seno del Estado Mexicano…para trascenderlo. Esa postura se mantiene hasta ahora, en reivindicaciones y luchas de los pueblos indios y de muchos otros grupos, que desean organizar la transición de un régimen a otro y se empeñan en hacerlo pacíficamente, con recursos jurídicos y políticos consagrados en el actual. Innumerables episodios de los últimos años demuestran el accidentado camino que están siguiendo en ese empeño.
la disputa política actual
México fue fruto de una invención desafortunada. El país se convirtió en un Estado independiente antes de haberse constituido como nación (Wolf, 1958). Las ideas de nación que nutrieron el movimiento intelectual y político que llevó a la independencia de España se inspiraron en experiencias ajenas: “Casi nadie proyectaba a partir de las realidades
para delegar hacia abajo competencias, el descentralismo busca retener el poder en manos de la gente, devolver escala humana a los cuerpos políticos, y construir, de abajo hacia arriba, mecanismos que deleguen funciones limitadas en los espacios de concertación que regulen la convivencia de las unidades locales y cumplan para ellas y para el conjunto algunas tareas específicas.
mexicanas del momento” (González y González, 1974: 92). Tampoco se tomaban mayormente en cuenta la cultura, aspiraciones y esperanzas de la mayoría de las personas que habrían de convertirse en ciudadanos mexicanos. Cuando esas ideas ajenas se cristalizaron formalmente en el Acta Constitutiva de la Federación, el 31 de enero de 1824, quedaron reducidas al molde de los Estados que así se imitaba.
La continua obsesión por dar más sólidas raíces al proyecto nacional nunca pudo escapar de ese troquel, que ha operado como camisa de fuerza. Ninguna de las constituciones o proyectos nacionales de México reconoció la pluralidad fundamental del país. Se abrió así una disputa interminable entre los mexicanos, que es el origen de buena parte de los males que han agobiado a la República desde su nacimiento.
Guillermo Bonfil ubicó los motivos de esta disputa en un asunto de civilización: mostró las diferencias entre dos sectores de la sociedad mexicana, que denominó México imaginario y México profundo, reveló que sus contraposiciones se derivan de dos modos esencialmente distintos de pensar y comportarse. Llamó México imaginario al que forman las elites políticas e intelectuales del país: mexicanos que encarnan e impulsan el proyecto dominante desde la fundación del Estado mexicano, para construirlo en el molde de la civilización occidental. Denominó México profundo al formado por quienes se encuentran arraigados en formas de vida de estirpe mesoamericana, que no comparten el proyecto occidental o lo asumen desde una perspectiva cultural diferente (Bonfil, 1987: 9-10). El México profundo no está solamente formado por los pueblos indios, aunque surgió de ellos. Pertenece a él una amplia mayoría de la sociedad nacional, pero la minoría que forma el México imaginario crece continuamente y es cada vez más aguerrida. Según esta distinción, las contraposiciones económicas, ideológicas, partidarias o religiosas que se observan actualmente entre los mexicanos sólo podrán entenderse y resolverse si se enmarcan en el desafío que plantea la presencia de dos diferentes horizontes de inteligibilidad.
Dos civilizaciones significan dos proyectos civilizatorios, dos modelos ideales de la sociedad a la que se aspira, dos futuros posibles diferentes. Cualquier decisión que se tome para reorientar el país, cualquier camino que se emprenda con la esperanza de salir de la crisis actual, implica una opción a favor de uno de esos proyectos civilizatorios y en contra del otro (Bonfil, 1987: 9).
Antes de Bonfil, esta contraposición apenas había sido percibida. Después de su muerte, la adopción de sus términos distorsionó frecuentemente sus significados. En las elites pesa sobremanera la convicción de que todos los mexicanos están irremediablemente inscritos en la matriz occidental. La inexactitud del término (con su oposición implícita a la matriz “oriental”, que nadie en México reivindica), ha contribuido a constituir este prejuicio, que niega la matriz civilizatoria de la mayoría de los mexicanos. Ha contribuido también a ello la afirmación del mestizaje como definición del ser nacional. El mestizaje es real y ha salvado al país de peligrosas obsesiones sobre “pureza racial”. Pero carece de base el supuesto generalizado de que la mezcla interminable de sangres y culturas, que hace mestizos a casi todos los mexicanos, determina que todos piensen y se comporten de la misma manera, conforme a la misma matriz civilizatoria, al mismo sistema mítico.
La transición política actual representa el paso a un nuevo régimen. Es una transición revolucionaria: comprende un cambio sustancial en el liderazgo político (en las personas y en la forma de constituirlo), así como en las relaciones políticas, económicas y sociales entre los mexicanos y su situación general (Pasquino, 1982: 145). Una vez más, se enfrentan la tradición popular y los usos de las elites al tratar de definir las características del nuevo régimen.
autonomía y democracia
La aspiración autonómica no puede contenerse en la democracia formal. Como las mayorías tienen su propia concepción de lo que significa una democracia, la transición actual depende en gran medida de la noción de democracia que logre prevalecer. No se trata, simplemente, de un ajuste del régimen actual o de la agonía del heredado de la Revolución, sino de la última fase de la vieja disputa histórica entre los mexicanos para definir el rumbo de la nación. El proyecto aún dominante trata de incorporarla plenamente al estilo heredado del siglo xx, para que se enfrente sin rezagos políticos a la exacerbación de sus contradicciones en la era de la globalización. El otro intenta realizar la primera revolución del siglo xxI: una revolución democrática radical, basada en los ámbitos de comunidad.
El debate sobre la democracia se concentra usualmente en las formas necesarias para que la voluntad ciudadana se exprese libre y plenamente en las elecciones, y para que se le respete en el ejercicio del poder político y en la práctica de la administración pública. Domina la impresión de que “la democracia es formal o no es democracia” (Bovero, 1996). A pesar de esa impresión dominante, tal idea de democracia carece del prestigio histórico que se le atribuye: el propio Aristóteles, que se toma a menudo como referencia última, la vio como una forma corrupta e indeseable de gobierno. Así la percibió siempre una mayoría de personas razonables en todas partes.
Se han formulado argumentos fuertes contra esa democracia. Algunas objeciones han quedado resueltas, pero han aparecido otras, como las relativas a la nueva tecnología de la represión o al papel de los medios masivos en la vida política. Se argumenta, por ejemplo, que no se ha encontrado remedio a las nuevas formas de manipulación o control de los votantes, que hacen ilusoria la efectividad formal del sufragio. Otro campo de crítica moderna a la democracia se encuentra en el régimen de partidos, que logró controlar la democracia (Macpherson, 1977: 64). Los partidos manipulan a los votantes y mantienen un control elitista de las opciones del electorado. Y los partidos carecen de mecanismos efectivos para que los militantes controlen a los dirigentes: la democracia intra-partidaria brilla por su ausencia.
En vez del gobierno de la mayoría que repugnaba Aristóteles, se llama hoy democracia a un sistema oligárquico en que las elites partidarias y sus socios controlan al Estado. Quienes ayer resistían el sufragio, por temor a “la tiranía de las mayorías”, hoy lo defienden con pasión: los partidos y los medios impiden que aquellas gobiernen.
En el mundo real, el modelo democrático ha sido siempre elitista: asegura la reproducción de minorías autoelegidas. En una democracia, una pequeña minoría decide por los demás: es siempre una minoría del pueblo y casi siempre una minoría de los electores quien decide qué partido ejercerá el gobierno; una minoría exigua promulga las leyes y toma las decisiones importantes. La alternancia en el poder o los contrapesos democráticos no modifican ese hecho.
La construcción de la democracia moderna fue un triunfo popular: reivindicó para el pueblo la soberanía y el poder que se atribuían los reyes. Pero se forjó así, al mismo tiempo, una nueva mitología política, según la cual las mayorías electorales serían capaces de orientar la acción política y determinar su resultado.
En todo caso, el cinismo, la corrupción y el desarreglo a que han llegado gobiernos y partidos en las sociedades democráticas, así como la continua inyección de miedo, miseria y frustración que aplican a sus súbditos, exige replantearse las instituciones dominantes, evitando lo que parece constituir un nuevo “fundamentalismo democrático” (Archipiélago, 1992). El Estado se ha convertido en un conglomerado de sociedades anónimas, cada una dedicada a promover su propio producto y servir a sus intereses propios. El conjunto produce “bienestar”, bajo la forma de educación, salud, empleo, etc. En su oportunidad, los partidos políticos reúnen a todos los accionistas para elegir un consejo de administración. Y estos accionistas no sólo son, ahora, empresas privadas nacionales o transnacionales, sino también grandes gremios profesionales a su servicio o al del Estado (como los trabajadores de la educación o la salud), que al defender sus intereses fortalecen el sistema del que derivan dignidad e ingresos y al mismo tiempo los mantiene bajo subordinación y control (Illich, 1978).
En los últimos treinta años los mexicanos hemos aprendido a identificar los límites de la democracia de representación, a la que hemos estado accediendo con dificultades y rezagos. Sabemos ya lo que ese régimen no puede dar. Necesitamos ahora examinar opciones de reconstrucción de la vida social, que escapen de la ilusión democrática sin caer en nuevas formas de despotismo o dictadura. Y esto puede implicar enfrentarse al vacío: no parece haberlas. En este punto, no sólo se tiene la sensación de que no hay respuesta: no hay siquiera debate.
Por otro lado, están las condiciones reales: el mundo se está cayendo a pedazos y quizás es el momento de venir con nuevas ideas o pensarlo todo de nuevo. No estamos en buenas condiciones, porque no hicimos la tarea por mucho tiempo, como colectividad. Pero éste puede ser el momento de impulsar las nuevas ideas.
El ideal democrático es hoy universal e indiscutible, pero desdibujado. Estar por la democracia carece ya de significado preciso y da lugar a posiciones muy distintas. La noción que domina en las clases políticas y en los medios, que dejan allá arriba todo el proceso democrático, nunca ha ejercido particular atracción para la mayoría de los mexicanos. Para quienes forman el pueblo, democracia es asunto de sentido común: que la gente común gobierne su propia vida. No se refiere a un conjunto de instituciones, sino a un proyecto histórico. No aluden a una forma específica de gobierno, sino a los asuntos de gobierno, a la cosa misma, al poder del pueblo. Se le ha estado llamando “democracia radical”. Aunque la expresión no se ha empleado mayormente en México, recoge bien experiencias y debates populares. Quienes se llaman a sí mismos “demócratas radicales” expresan con precisión su contenido.
Democracia radical significa democracia en su forma esencial, en su raíz… Desde el punto de vista de la democracia radical, la justificación de cualquier otro tipo de régimen es como la ilusión de la nueva ropa del emperador. Aún quienes han perdido su memoria política… pueden todavía descubrir que la verdadera fuente del poder está en ellos mismos. Democracia es… el fundamento de todo discurso político… Concibe a la gente reunida en el espacio público, sin tener sobre sí el gran Leviatán paternal ni la gran sociedad maternal; sólo el cielo abierto –la gente que hace de nuevo suyo el poder del Leviatán, libre para hablar, para escoger, para actuar (Lummis, 1996: 25).
Es una noción omnipresente en la teoría política y el debate democrático y a la vez peculiarmente ausente: se flirtea con ella y se le esquiva, como si nadie se animara a abordarla a fondo y de principio a fin; como si fuera demasiado radical o ilusoria: lo que todo mundo busca pero nadie puede alcanzar. Dada la retórica dominante, es útil tener presente que acaso el único manifiesto explícito por ella se encuentra en Marx:
En la monarquía tenemos el pueblo de la constitución; en la democracia la constitución del pueblo. La democracia es la solución al acertijo de todas las constituciones. En ella, no sólo implícitamente y en esencia sino existiendo en la realidad, se trae de nuevo la constitución a su base real, al ser humano real, al pueblo real, y se establece como acción del propio pueblo (Marx, 1975: 29).
Al examinar la experiencia de la Comuna de París, en La guerra civil en Francia (1970), Marx señaló con claridad que no se trata simplemente de apoderarse de la máquina estatal y emplearla para otros fines: es preciso demoler esa máquina, como hizo la Comuna, estableciendo en su lugar una democracia que Marx describió como alternativa práctica a la de representación: la Comuna “no había de ser un organismo parlamentario, sino una corporación activa, ejecutiva y legislativa al mismo tiempo”; la Comuna estaba compuesta “por concejales municipales… responsables y revocables en cualquier momento”; y la Comuna destruyó la centralización política, al dejar en una asamblea nacional “pocas, pero importantes funciones…cumplidas por funcionarios comunales.” Según Marx, el sufragio universal habría de ser utilizado por el pueblo organizado para la constitución de sus comunas, no para establecer un poder político separado. En el régimen así creado,
[…] se habrían devuelto al organismo social todas las fuerzas que hasta entonces venía absorbiendo el Estado parásito, que se nutre a expensas de la sociedad y entorpece su libre movimiento (Marx, 1975: 66-ss).
La democracia radical pretende que el poder del pueblo se manifieste en el ejercicio mismo del poder, no sólo en su origen o constitución. Se trata de vivir en el “estado de democracia”: mantener en la vida cotidiana esa condición concreta y abierta, mediante cuerpos políticos en que la gente pueda ejercer su poder. No existen opciones claras al respecto: por cien años dejamos de pensar, obsesionados con la disputa ideológica. Pero al buscarlas aparecen en la perspectiva comunidades urbanas o rurales y nuevas reformulaciones de la organización política.
Las comunidades aparecen como alternativa porque en ellas se restablece la unión entre la política y el lugar y el pueblo adquiere una forma en que puede ejercer su poder, sin rendirlo al Estado. Está resurgiendo la convicción de que “el futuro será de alguna manera un hecho comunitario. El socialismo tenía un ímpetu comunitario, pero se volvió colectivismo, burocracia y autodestrucción” (Esteva y Shanin, 1992: 7).
El estilo propiamente democrático, basado en comunidades urbanas y rurales, es manifiestamente imposible en la forma del Estado-nación centralista. Pero eso no significa, en modo alguno, que no pueda ser la base de funcionamiento de las sociedades contemporáneas. Es posible concebir y llevar a la práctica modalidades de organización política en que se armonice la coexistencia de esas comunidades y se reserven algunas funciones generales, bien delimitadas, a cuerpos políticos que retengan el estilo realmente democrático de aquellas a la escala de las sociedades actuales, y en ellos se mande obedeciendo, como dicen los zapatistas.
Tal empeño contaría, además, con la oportunidad histórica para intentarlo: la función principal del Estado-nación, la administración de la economía nacional, desaparece rápidamente, a medida que todas las economías pierden sus contornos nacionales. El intento de transferir esa función a estructuras macro-nacionales no ha tenido demasiado éxito, pero resucita diversas formas de nacionalismo y reaviva el impulso por recuperar aquella función para comunidades y regiones. Se está generando así la tensión social y política que comienza a dar factibilidad al empeño de dar una nueva forma a los cuerpos políticos.
Al tiempo de consolidar y profundizar la democracia en las comunidades rurales y urbanas, necesitamos reivindicar el recurso al procedimiento jurídico y constitucional para dar nueva forma a la organización política del país, basándola en el poder del pueblo y en un pacto social que reconozca su pluralismo fundamental, que generalice el principio de “mandar obedeciendo” a todas las esferas de ejercicio del poder y que reduzca al mínimo indispensable, para funciones bien acotadas en la ley y en la práctica en cuerpos sometidos a control popular, los espacios en que el principio de representación sería reemplazado por el de servicio.
A medida que la catástrofe se convierte en crisis política y el Estado, como sociedad por acciones, pierde legitimidad, se reafirma la necesidad de un procedimiento constitucional. Igualmente, la pérdida de credibilidad de los partidos, como facciones rivales de accionistas, subraya la importancia de recurrir a los procedimientos contradictorios en política, a partir de los movimientos populares y de sus coaliciones de descontentos, que pueden hacer valer el poder de la gente sin entregarlo.
Todo esto, a mi entender, se encuentra plasmado en la lucha actual por la autonomía, que los zapatistas inscribieron en la agenda política nacional.
Como pueblos indígenas que somos –señalaron los zapatistas–, exigimos gobernarnos por nosotros mismos, con autonomía, porque ya no queremos ser súbditos de la voluntad de cualquier poder nacional o extranjero… La justicia debe ser administrada por las propias comunidades, de acuerdo con sus costumbres y tradiciones, sin intervención de gobiernos ilegítimos y corruptos (Autonomedia, 1995: 97).
Enfrentaron así el doble desafío de consolidarse en sus propios espacios y de proyectar ese estilo político al conjunto de la sociedad, sin imponerlo a nadie. Esta propuesta autonómica no es sino democracia radical, la cosa misma, el poder del pueblo. Con ella surge la posibilidad de dejar atrás el apotegma de Hegel, que desde 1820 preside el debate sobre la democracia: “El pueblo no está en condiciones de gobernarse por sí mismo”. Las comunidades zapatistas son prueba flagrante de lo contrario.
Cambiar la manera de cambiar
La práctica efectiva de la democracia radical exige disolver la separación entre medios y fines, eliminando así la contradicción entre eficacia y moral que resulta insuperable en la democracia formal. Sólo cuando se elimina la intermediación general y continua del estado centralista y el “imperio de la ley” (que legaliza el derecho y estatiza la ley) – (Bobbio, 1981), se hace posible construir cuerpos políticos a escala humana, en que pueda practicarse la virtud pública (Esteva, 1994 y 1996, Groeneveld, 1990; Illich, 1978; Lummis, 1996).
El cambio que ahora está planteado exige cambiar la manera de cambiar. El cambio mismo, no sólo su resultado, ha de estar troquelado en el molde de lo que se quiere. Si lo que se pretende es que la gente pueda tomar en sus manos su destino, ha de ser ella misma la que se ocupe de realizar la transformación, sin rendir su voluntad, así sea provisional o transitoriamente, a líderes populares, vanguardias esclarecidas, partidos políticos o aparatos de poder. El sujeto activo del cambio, su protagonista, ha de ser al mismo tiempo causa y efecto del cambio mismo.
La mayor parte de los mexicanos no milita voluntariamente en partidos políticos. Muy pocos aspiran a ocupar un puesto público, una perspectiva que es para unos inaccesible y para otros indigna. Su profundo desencanto con los partidos ha intensificado su resistencia a que intervengan en las decisiones de grupo. En cuanto al voto, agregan ahora a su desconfianza tradicional por su validez, la experiencia de su inutilidad: lejos de producir los cambios deseables, propicia lo contrario.
A esa conciencia de buena parte de los mexicanos han estado apelando los zapatistas. Una sociedad profundamente descontenta y ansiosa de reacción carecía de cauces políticos adecuados para expresarse. Sin tener más opciones que las propuestas por el gobierno o los partidos, parecía condenada a la pasividad, a refugiarse en espacios locales para resolver problemas inmediatos, o cuando más a movilizaciones puntuales para impulsar causas específicas o adherirse a precandidaturas. Al dirigir a ellos su llamado, al margen de la militancia partidaria, los zapatistas les abren la oportunidad de forjar un nuevo estilo político, que ha de expresarse, ante todo, en el ejercicio directo, cotidiano y constante del poder de la sociedad. Rescatan así el sentido de la democracia como gobierno por la gente, poder del pueblo. Al poder estatal, único que interesa a los partidos, se opondría el poder del pueblo, lo que implica concentrarse en la capacidad específica de comunidades y barrios de gobernarse a sí mismos. Es una capacidad que a menudo se pierde al subordinarla a los intereses de un partido y que, a diferencia del ejercicio electoral, puede practicarse en todo momento y en los asuntos que interesan realmente a la gente, no sólo en los que define la tecnocracia.
Como la sociedad que se construiría en estos términos no tiene cabida en el formato del Estado-nación, la propuesta ha sido vista como amenaza a la nación o utopía irrealizable. Se exige hacer explícita y pública la alternativa que se plantea. Pero no tiene por qué ser así. Este movimiento no tiene por qué realizar ideal alguno u ofrecer una utopía alternativa a la ilusoria que ofrecen el gobierno y los partidos: le basta dar rienda suelta a sus propias fuerzas y crear condiciones para que, desde la propia base social, se pueda construir la nueva sociedad con participación de todos.
De otro lado, la acción transformadora no requiere adoptar como premisa una visión futura de la “sociedad en conjunto”; es preciso, por lo contrario, romper radicalmente con la tiranía de los discursos globalizantes que postulan visiones de esa índole. La “sociedad en conjunto”, actual o futura, no es sino el resultado de una multiplicidad de iniciativas y procesos, en su mayor parte impredecibles. Cuando más, puede vérsele como un horizonte o perspectiva del tipo arco-iris: como él, tiene colores brillantes y difusos y es siempre inalcanzable (Foucault, 1979).
el alcance de la autonomía y la perspectiva
Formas de autonomía, en las más diversas condiciones y con los más distintos grados, existen en todo México. Salvo en unos cuantos casos, en que existe una regulación explícita (como en la universidad), la condición autónoma es tolerada con dificultad por las autoridades y sólo se mantiene por la movilización social y la lucha política constante, lo que es causa de inestabilidad y frustración continuas e impide la consolidación y florecimiento de los espacios autónomos existentes.
La lucha actual por la autonomía es un empeño político de gran alcance, que comprende una redefinición de la transición política en que se encuentra el país, que los partidos y las elites quieren reducir a mera transa entre ellos, para dar lugar a una nueva configuración de la sociedad, que corresponda a su diversidad real. La forma y condiciones en que se plantea la lucha actual por la autonomía parten del reconocimiento fundamental del otro, de los otros, de los distintos. Se plantea abrirse hospitalariamente a ellos y basar en su diálogo eficaz, necesariamente intercultural, la comunión en que pueden basar su coexistencia armónica.
Impulsada por los pueblos indios, que aún la conducen, la lucha por la autonomía no queda contenida en sus movimientos: no es expresión del “movimiento indígena”, con finalidades y alcances propios. Es una lucha que define una propuesta de transformación capaz de enfrentar los desafíos contemporáneos y ofrecer una salida a las múltiples crisis con que empieza el siglo, en México y en el mundo, que los planteamientos convencionales no supieron prever y de la que no han sido capaces de imaginar una terminación. Actualmente, se realiza en el contexto de una crisis global dentro de la cual deben examinarse sus perspectivas.
Los mismos “líderes de opinión”, analistas y políticos que en los años noventa pregonaron el fin de los ciclos económicos e incluso adoptaban el lema al que se redujo a Francis Fukuyama: “el fin de la historia”,10 se apresuran hoy a reconocer su error. Pero al afirmar de nuevo la vigencia de los ciclos, introducen la expectativa de que pronto se dará la fase de expansión y se dedican a examinar ansiosamente todos los signos de recuperación.
Parece posible terminar de estabilizar la economía global y reducir las turbulencias financieras, pero será mucho más difícil reanimar la economía real. En 2009, el desempleo y el subempleo alcanzaron el nivel más alto desde los años treinta en Estados Unidos, en donde la mitad de las familias experimentó ya pérdida de empleo, reducción de horas de trabajo o disminución de salarios en el último año. Los expertos reconocen que la depresión económica se mantendrá por un largo periodo y quizás “para siempre”, –como sostiene el FMI– (FMI, 2009; 10 Es cierto que en los artículos de Fukuyama de 1989a y 1989b le hicieron famoso y en su libro (1992b), éste afirmó que la democracia liberal puede constituir el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la forma final de gobierno humano, con lo que se habría llegado al final de la Historia, a la meta de la sociedad humana. Ni siquiera se puede concebir algo mejor que el matrimonio del capitalismo con la democracia liberal y es imposible mejorar el ideal de la democracia liberal como forma de gobierno. Pero Fukuyama es un pensador sofisticado y debe evitarse cualquier simplificación de su pensamiento. Estaba reflexionando sobre la crítica de Nietzsche a la filosofía de Hegel y sobre su imagen del “último hombre”, el que carece de pasiones y prejuicios y no quiere asumir riesgos. “Es un ser gregario y temeroso, una bestia de consumo” (1992a: 10). Sin embargo, lo que circuló en los medios y se asentó en la percepción general fue la caricatura del “fin de la historia”, que correspondía al ánimo arrogante del gran capital al término de la guerra fría.
Krugman y Wells, 2010: 12). Una “nueva normalidad” definiría una era de alto desempleo, que para algunos sectores de la población es ya equivalente al de los años treinta.
Las crisis han sido históricamente empleadas contra la gente. La incertidumbre que provocan, la pérdida real de condiciones de subsistencia o el miedo a perder lo que se tiene, y el desorden característico de toda crisis profunda pueden paralizar a mucha gente y desarticular sus empeños o causar desconcierto y confusión en la mayoría. Las crisis, además, tienden a aparecer como producto de acciones del capital y de sus administradores, en que el conjunto de la población queda reducido al papel de meros espectadores. La crisis actual no sólo se presenta de esa forma, sino que además aparece como la culminación de un largo periodo en que los grandes y poderosos habrían estado conduciendo unilateralmente al mundo, conforme al diseño neoliberal, hasta esta desembocadura catastrófica.
Sin embargo, debe tomarse en cuenta que por lo general las estrategias del capital, incluyendo la crisis actual, han sido respuestas del capital a iniciativas y movilizaciones de la gente, que podría ahora emplear sus fuerzas y capacidades ya no sólo para resistir sino en una obra de transformación.
La estrategia de los poderes constituidos podría estar precipitando la liquidación del capitalismo, cancelando sus bases mismas de existencia, pero al mismo tiempo tendería a ampliar y profundizar el terrorismo de Estado que han estado preparando con diversos pretextos y toma la forma de un Estado de excepción no declarado que se extiende cada vez más…y comienza a declararse (Agamben, 2001; 2005). No sería propiamente la continuación del capitalismo con otros medios sino su negación autoritaria. Podríamos estar en la antesala de una forma enloquecida de ejercicio del poder, peor que los fascismos que conocemos, bajo la forma que la imaginación distópica de Orwell nos anticipó en 1984. Es la situación en la cual política y policía se vuelven sinónimos (Comité invisible, 2007).
En toda era se enfrentan dificultades y crisis y en todas se superan, en un día o en cien años. Cuando aparecen crisis que ya no pueden ser resueltas en los términos propios de cada era, surge la necesidad histórica de una nueva y se abre un parteaguas para pasar a ella. En eso estamos.
Termina ya la era que Wallerstein ha llamado la economía-mundo capitalista. Va a ser sustituida por otra. Pero la naturaleza y características de la nueva era no están escritas en las estrellas. La bifurcación está formada por posibilidades no sólo distintas sino contrapuestas. Necesitamos leerlas en el presente para poder optar, para que empiece la era que queremos y no la que tememos, mediante una articulación lúcida de los movimientos sociales que convierta en acción transformadora el descontento profuso, confuso y difuso que dejó el neoliberalismo.
Ante todo, como recomendaba Kohr, “en vez de centralización y unificación, tengamos localización económica”, una localización a cargo de nosotros, de la gente, no de las corporaciones o de los burócratas, más allá del libre comercio y del proteccionismo a la vez. Necesitamos reemplazar la integración de las grandes potencias y los mercados comunes con un sistema de diques de mercados locales interconectados pero altamente autosuficientes, cuyas fluctuaciones económicas podrán ser controladas por la propia gente (Kohr, 1993: 8).
Es preciso desmantelar burocracias ineficientes y corruptas, cada vez más incapaces de reaccionar en la forma en que se requiere, pero no para privatizar las funciones del Estado, como hicieron los neoliberales, sino para socializarlas: dejarlas en manos de la gente, al devolver a los cuerpos políticos una escala adecuada. En ella, la cuestión del género volverá a tener la posición central que nunca debió haber perdido.
Es todo esto, por cierto, lo que parecen buscar actualmente muchos movimientos populares en México, que se resisten a rendir sus experiencias de autogobierno real a una democracia individualista y estadística, manipulada por partidos y medios, que en parte alguna ha sido capaz de cumplir lo que ofrecen sus defensores. Al viejo lema del centralismo democrático, están oponiendo el descentralismo: parecen convencidos de que la democracia depende del localismo, de las áreas locales en que la gente vive. “Democracia no significa poner el poder en algún lugar distinto a aquel en que la gente está” (Lummis, 1996: 18).
La democracia radical que por ese camino se construye sólo podrá establecerse, plenamente, cuando exista una nueva constitución, formal y real, de la nueva sociedad. La transición sólo define un proceso de reconstrucción de espacios políticos, en que la gente pueda ejercer libremente su poder y articular sus iniciativas, al tiempo que desgarra la mitología política dominante. En el curso de esa transformación, podrán surgir de las propias organizaciones populares los hombres y las iniciativas que restablezcan la autoconfianza. En el proceso se hará también posible utilizar conscientemente procedimientos de regulación, que reconozcan la legitimidad del conflicto de intereses, asignen valor apropiado al precedente y sean formulados por hombres ordinarios, reconocidos por las comunidades como sus representantes. Con base en una nueva Constitución, formulada por diputados constituyentes que no serían sino mandatarios de los poderes locales, podría recurrirse lúcidamente al procedimiento jurídico, dentro de un espíritu de oposición continua a la burocracia estatal o profesional, para llevar a cabo la transformación institucional que se requiere. Entre otras cosas, podrá modificarse por esa vía la organización del trabajo, para darle una forma convivial alternativa al modo industrial de producción, a cuya puerta Federico Engels inscribió: “Lasciate ogni autonomia, voi che entrate!” (“Dejad, al entrar, toda autonomía”).
La cuestión es central. Muchas iniciativas recientes de la sociedad civil han tenido éxito por haber adoptado estilos postindustriales de producción. La generalización del estilo político propio de la democracia radical traerá cambios profundos en la organización del trabajo, en la línea que desde hace décadas han planteado autores como Jacques Ellul, Paul Goodman, Iván Illich y Leopold Kohr. Por razones de espacio, no he podido abordar la cuestión aquí. Lummis (1996) la trata en relación explícita con la democracia radical. En la colección de Opciones, suplemento de El Nacional (enero de 1992 a febrero de 1994) aparecen numerosos textos que plantean las bases teóricas y prácticas del estilo postindustrial, así como experiencias recientes. Por todo el país se han estado extendiendo iniciativas que corresponden a esa concepción en casi todas las esferas de la vida cotidiana.
Todo esto puede ser un relato ilusorio si el descontento actual no logra transformarse en un impulso sereno y esperanzado que conduzca al levantamiento pacífico y democrático que en México se ha planteado desde que los zapatistas lanzaron La Otra Campaña.
Hace tiempo una imagen parecía capturar bien el panorama dominante. Estamos, la humanidad entera, en un gran barco que atraviesa por una agresiva tormenta. En el cuarto de máquinas se han reunido todos los dirigentes: políticos, científicos, financieros, intelectuales, activistas… Disputan intensamente entre sí sobre las decisiones a tomar y tan ocupados están en el debate que no se dan cuenta que el barco ha comenzado a hundirse. Arriba, en cubierta, donde se encuentra la gente, también hay disputa. No aparece el timón; algunos creen que todavía existe y luchan entre sí para apoderarse de él. Otros lo andan buscando, convencidos de que ha de andar por ahí. Algunos, desesperados, se lanzan al agua y empiezan a ahogarse. Los más, en pequeños grupos, en comunidades, construyen botes y balsas y se lanzan a navegar hasta que descubren que se encuentran en medio de un archipiélago y a sus playas se dirigen, para convertir cada isla en barco que les permita encontrar a otros.
No funciona ya esta imagen. Refleja bien lo que está ocurriendo pero no lo que hace falta hacer. Es cierto que ya no hay capitán ni timón y que el barco se hunde. Es cierto que algunos, empecinados en su individualismo, se lanzan a aventuras insensatas en que se ahogan. Y es cierto, finalmente, que muchos grupos están inventando mundos autónomos en sus propios espacios locales, dedicados a crear relaciones sociales más allá del capital y en abierta resistencia al sistema político dominante.
Pero el horno no está para bollos. Esas iniciativas en pequeña escala son claro anticipo de la sociedad por venir, pero tienen que realizarse a contrapelo de un sistema agresivo y hostil que los acosa continuamente y les causa grave desgaste. John Berger señaló, no hace mucho, que si se viera forzado a usar una sola palabra para describir la situación actual recurriría a la imagen de la prisión. En esa estamos. Aprisionados. Ahí se nos confina. Bajo esas condiciones, no podemos esperar al florecimiento autónomo de iniciativas aisladas, por la capacidad de destrucción y opresión de que aún disponen allá arriba. Es cierto que pelear es abominable, pero no debe causar tristeza entregarnos a esta militancia. Al conectar nuestros deseos con la realidad, entretejiendo rabias y descontentos en la acción, en vez de delegarlas a través de procedimientos de representación teórica o política, les daremos cabal fuerza revolucionaria (Foucault, 1983: XIII).
Empieza así a ser posible pensar lo impensable: disolver la prisión del pensamiento único, el fatalismo de la costra capitalista dominante y hacer evidentes las inmensas cuarteaduras de la bóveda opresiva del capital y sus administradores. Podrá así establecerse con claridad que en los insumisos se encuentra la clave para que termine de caerse…
San Pablo Etla, Oaxaca, agosto de 2010
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la autonomía: entre el mito y la potencia emancipadora Por Mabel Thwaites Rey
Introducción
La belleza de la palabra “autonomía” reside en su potente evocación del ansiado campo de la libertad. Nombra la expresión sin condicionamientos, sin ataduras, sin restricciones, el actuar por voluntad propia y el pensar sin límites. Casi como su opuesto, la palabra Estado se asocia a las fronteras, los obstáculos, los constreñimientos, las imposiciones, la opresión. Es el ámbito temido de la represión. Pero las prácticas concretas en las que se expresan autonomía y Estado, libertad y coacción, presentan los matices, las sutilezas, las búsquedas y las contradicciones que conforman el material con que se construye la realidad, en su vital acontecer de materialidades y símbolos diversos.
En los años recientes, al calor de las luchas globales y locales, se ha extendido mucho la idea de que la emancipación social no debe tener como eje central la conquista del poder del Estado, sino partir de la potencialidad de las acciones colectivas que emergen y arraigan de la sociedad para construir “otro mundo”. La autonomía social versus el poder del Estado ha pasado a ser una dicotomía no sólo presente en los debates políticos y académicos, sino que ha adquirido singular operatividad en las prácticas sociales y políticas históricamente situadas.
Las páginas que siguen surgen a partir de la preocupación por indagar las potencialidades y los límites inherentes que tiene la búsqueda de autonomía para los colectivos sociales que forjan un horizonte emancipatorio. Así, tratamos de pasar revista a las distintas concepciones teórico-políticas de la categoría “autonomía” y a sus implicancias para la praxis social, en diálogo crítico con ciertas visiones autonomistas y a partir de la reivindicación de una perspectiva gramsciana para analizar y empujar las posibilidades de superación política y social del capitalismo.
I- la autonomía como mito y como posibilidad
1- Neoliberalismo y protesta social
La larga hegemonía neoliberal de las décadas de los ochenta y noventa, además de sus desastrosos efectos sociales, ha impactado de manera decisiva en las prácticas concretas en torno al poder y, como no podía ser de otro modo, sobre su forma de concebirlo y enfrentarlo. La noción de poder, en su acepción más corriente, remite a los formatos en que se expresa la capacidad de hacer o de imponer una voluntad sobre otra en las relaciones sociales. En términos políticos más acotados, el poder tiene que ver con las formas de autoridad y dominación que se inscriben en el Estado y, como contracara, también con las prácticas populares que se proponen impugnarlo, contestarlo y construir alternativas al capitalismo “realmente existente”.
A partir de la expansión de la “globalización” neoliberal, se puso fuertemente en cuestión al Estado-nación, ya no sólo en cuanto a su tamaño o formato, sino a su funcionalidad con relación al mercado mundial. Y si esto es relevante para el conjunto de los Estados nacionales, respecto a la periferia capitalista adquiere una dimensión crucial. Las políticas neoliberales, que corroyeron las bases económicas, sociales, políticas y culturales de las débiles democracias latinoamericanas, tuvieron como eje la subordinación cada vez más profunda a la lógica de circulación y acumulación del capital a escala global (Borón, 2000). Esto implicó un acotamiento mayor de los márgenes de acción estatal para formular políticas públicas y, correlativamente, un resurgimiento, desordenado y contradictorio, de las prácticas sociales encaminadas a enfrentar o resolver los problemas planteados por la deserción estatal.
En ese marco, desde fines del siglo XX ha empezado a cobrar vitalidad una noción que hunde sus raíces en distintas tradiciones emancipatorias: la autonomía. Esto es, la idea de que la construcción política alternativa no tiene que tener como eje central la conquista del poder del Estado, sino que debe partir de la potencialidad de las acciones colectivas que emergen de y arraigan en la sociedad para construir “otro mundo” (Negri-Hardt, 2000, Holloway, 2001, Ceceña, 2002, Zibechi, 2003). Estas ideas no sólo circulan en el campo del debate político y académico, sino que han logrado variada encarnadura en múltiples expresiones sociales contestatarias. Desde el crecimiento de los movimientos opuestos a la forma de globalización impuesta por el capital –que alcanzaron sus picos de expansión en los Foros Sociales Mundiales y en las movilizaciones contrarias a las cumbres capitalistas en Seattle, Génova y Davos–, hasta el surgimiento de experiencias populares alternativas en América Latina, como el zapatismo, los movimientos indígenas ecuatoriano y boliviano y el de los Sin Tierra de Brasil, pasando por las luchas de los “piqueteros”, las asambleas populares y las fábricas recuperadas de Argentina post crisis de 2001, el abanico de instancias cuestionadoras del capitalismo “realmente existente” y sus formas económicas y políticas es amplio.
Pero, no obstante reconocer la revitalización que a las luchas emancipadoras aporta la noción de autonomía de los sectores populares respecto del sistema político dominante (instituciones estatales, partidos políticos, sindicatos), no puede dejar de señalarse cierta coincidencia con el énfasis puesto por el neoliberalismo en su prédica anti-estatista y anti-política. Esto es lo que Joachim Hirsch (2001) ha llamado “el totalitarismo de la sociedad civil”. Más aún, desde la prédica y las prácticas neoliberales se ha hecho un culto de la sociedad, llegándose a pregonar las ventajas de la “participación” en los asuntos comunes, como forma de acotar la capacidad de acción del Estado. No en vano una de las recetas principales del Banco Mundial en los años noventa, por ejemplo, ha sido procurar la implicación de los sectores sociales involucrados en las políticas públicas, como una forma de sortear las burocracias y de ahorrar recursos.
La historia argentina reciente es ilustrativa de cómo cobran encarnadura tales modelos “teóricos” en situaciones “realmente existentes” y producen sus propias explosiones económicas, sociales y políticas. La crisis del modelo neoliberal instalado en 1976 por la dictadura militar y llevado a su máxima expresión durante la década de los noventa, estalló en Argentina a fines de 2001. El proceso de reforma estructural encarado en gran parte de los países de América Latina, y especialmente en Argentina por el gobierno de Carlos Menem (1989-1999), acentuó las desigualdades sociales y económicas de gran parte de la población de la región, aumentando a niveles sin precedentes la desocupación, la pobreza y la marginalidad social. En Argentina, las consecuencias de la apertura económica indiscriminada –ligada a la sobrevaluación del peso–, la privatización de los servicios públicos y del sistema jubilatorio, y la descentralización de funciones básicas como la educación y la salud, implicaron un cambio radical en el mapa social del país. El remate se dio con el colapso del régimen de convertibilidad, que desde 1991 había logrado una precaria estabilización de precios equiparando el dólar al peso. La salida caótica de este régimen ya agotado, impuesta por el FMI, los acreedores externos y la administración de George Bush, provocó una brutal devaluación y la caída en default de la deuda pública y llevó los índices de pobreza a superar, de modo inédito, el 50% de la población. Todo esto tuvo un impacto muy grande sobre las formas clásicas de concebir la lucha política y la protesta social que, a su vez, se engarza con los cambios operados a escala mundial (Thwaites Rey, 2003).
El 2001 fue un año crucial, signado por una caótica gestación de la crisis que tendría un punto culminante en las históricas jornadas del 19 y 20 de diciembre, cuando miles de personas se lanzaron a las calles del país a protestar y provocaron la caída del gobierno de Fernando De la Rúa. La consigna prototípica de esta etapa, “que se vayan todos” (QSVT), logró expresar el rechazo absoluto, visceral y virtualmente unánime al impotente gobierno –surgido como de “centro-izquierda” y desplazado rápidamente a la derecha del espectro político por sus decisiones en materia económica y social– y al modelo neoliberal. En el QSVT estaba contenida la demanda de que desapareciera toda la dirigencia (política, sobre todo, pero también sindical, judicial, económica, etcétera) que había llevado el país al desastre.
Junto a una intensa activación de la participación popular en manifestaciones y acciones públicas de diverso tenor (desde los “cacerolazos”2 y los “escraches”3 de los sectores medios pauperizados, hasta las protestas de las organizaciones de desocupados –“piqueteros”–), en esta etapa cobraron nuevo impulso las experiencias de autogestión de las fábricas recuperadas por los trabajadores (embrionarias antes de 2001 y con un desarrollo creciente tras la agudización de la crisis)4 y de los movimientos piqueteros (cuyo origen se remonta a 1996), a las que se sumaron
2 Manifestaciones espontáneas de vecinos golpeando cacerolas y otros utensilios domésticos. En muchos se hicieron movilizaciones por las calles y en otros, la protesta se hizo desde las puertas, balcones y ventanas de las casas.
3 Fueron creados hacia finales de los noventa por las agrupaciones de hijos de desaparecidos (HIJOS), movimientos de derechos humanos y agrupaciones políticas, para denunciar la presencia de ex-represores en los vecindarios. Se trata de movilizaciones frente a las casas de personajes repudiados, que se extendieron en diciembre de 2001 hacia políticos y funcionarios de diversa procedencia. 4 Se contabilizaron unas 120 fábricas recuperadas, con unos 10.000 trabajadores, en una variada gama de ramas industriales y bajo distintas modalidades de gestión. Dentro de ese espectro se perfilaron de inmediato dos tendencias en la disputa por la orientación general del movimiento. Por un lado, el Movimiento Nacional de Empresas Recuperadas (MNER), y el posteriormente escindido Movimiento Nacional de Fábricas Recuperadas (MNFR). En ellos se agruparon la mayoría de las empresas ocupadas bajo formas cooperativas, con una fuerte influencia de la Iglesia, a través de la Pastoral Social, de miembros del Partido Justicialista (PJ) y de la Central de Trabajadores Argentinos (CTA). Por el otro, las empresas impulsoras de la Gestión Obrera Directa (GOD), con eje en la textil Brukman de la Capital Federal, la cerámica Zanón de la provincia de Neuquén y la minera reestatizada de Santa Cruz Río Turbio. Éstas apostaron a la gestión bajo control obrero, pero en torno a ellas también llegó a nuclearse un grupo de empresas autogestionadas bajo formas cooperativas, apoyadas por los movimientos de trabajadores desocupados, algunas asambleas populares y partidos de izquierda.
las novedosas formas de auto-organización de los vecinos de los principales centros urbanos en “asambleas barriales” (a partir de diciembre de 2001). Si bien estas experiencias, que tuvieron su punto de mayor
a su vez tenía una parte mayoritaria vinculada al Partido Comunista y otra que se escindió, pero que siguió utilizando el mismo nombre, y el *CUBA (vinculado al Partido de la Liberación y a otros grupos). A su vez, el Bloque Piquetero integraba un agrupamiento mayor, el ANT con el *Movimiento Independiente de Jubilados y Desocupados (MIJD, escisión de la CCC), el *Movimiento Sin Trabajo “Teresa vive” (MST, ligado al partido homónimo), y la *Agrupación 29 de Mayo, entre otros grupos. Por fuera de estos agrupamientos se contabilizaban: el *Frente de Trabajadores Combativos (ligado a varios partidos trotskistas como el MAS), *Movimiento Teresa Rodríguez (MTR) y *Barrios de Pie (escisión de la FTV respaldada por Patria Libre, luego devenida Libres del Sur). Dentro del llamado *Movimiento de Trabajadores Desocupados Aníbal Verón (MTDs), se agruparon MTDs con desarrollo territorial en zona sur del Gran Buenos Aires y algunos grupos en Capital, La Plata y en Río Negro. Inicialmente, gran parte de ellos conformaron la llamada Coordinadora Aníbal Verón, pero luego sufrieron escisiones. Siguieron en la Coordinadora los MTD de Lanús, Almirante Brown, José C. Paz, Ezeiza, La Cañada, La Plata, Berisso, los MTD capitalinos de San Telmo, Lugano, Barracas y Constitución y el MTD de Chipoletti, Río Negro. A su vez, prosiguieron con el nombre Aníbal Verón, pero abandonaron la Coordinadora, dos grupos. Uno es el que nucleaba a los MTD de Solano, Guernica y Allen (Neuquén), que tenían las posturas más ideológicamente autonomistas. El otro era el MTD de Florencio Varela, que sostenía posiciones más próximas al Gobierno de Néstor Kirchner. También estaban la *Unión de Trabajadores Desocupados (UTD) de General Mosconi, Salta, un grupo pionero en las posiciones autónomas y el *Movimiento de Unidad Popular (MUP), socialistas libertarios con gran desarrollo en La Plata. Como grupos más pequeños existían: el *Frente 20 de Diciembre, el *MTD Resistir y Vencer, el *MTD Solano Vive, el *MTD de La Matanza, y la *Coordinadora de Trabajadores Desocupados (CTD), que respondía a Quebracho y tenía actividad en La Plata y en algunos lugares de la zona sur del Gran Buenos Aires (Mazzeo, 2004).
auge en 2002, fueron declinando de manera dispar, aún constituyen un núcleo insoslayable para pensar nuevas formas de articulación del poder popular y también para identificar sus posibles límites.
En el contexto del pensamiento y las luchas anti-globalización en el nivel mundial, en Argentina también se intensificaron los debates en torno a la posibilidad de producir cambios radicales a partir de la acción de los nuevos actores emergentes de la protesta social. Uno de los aspectos más significativos de estos movimientos es que han sido leídos –por sus protagonistas, por sus mentores o por diversos analistas– como portadores de una potencialidad autonómica sobre la que podría fundarse un nuevo proyecto social, contrapuesto o alejado de las estructuras políticas (y principalmente estatales) existentes. Esto nos impone efectuar una revisión conceptual de las distintas cuestiones teóricas y prácticas que se ligan a la idea de autonomía.
2- Autonomía: un concepto de múltiples significados
A- Algunas definiciones teóricas
En primer lugar, podemos distinguir varias perspectivas sobre el concepto:
1- autonomía del trabajo frente al capital. Se refiere a la capacidad de los trabajadores para gestionar la producción, con independencia del poder de los capitalistas en el lugar de trabajo. Se vincula a la autogestión de los trabajadores y, en algunas perspectivas, a la posibilidad de lograr un “comunismo alternativo”, que por su propia expansión, logre forjar una forma productiva superadora del capitalismo.
que la sociedad, sobre todo la clase media, creó debido a la crisis de representación de los partidos políticos y los sindicatos. Sin embargo, las asambleas no son una opción a la hora de votar…” (Castagnino y Gómez, 2002).
2- Autonomía en relación con las instancias de organización que puedan representar intereses colectivos (partidos políticos, sindicatos). Plantea la existencia de organizaciones de la sociedad que no se someten a la mediación de los partidos y operan de manera independiente para organizar sus propios intereses. Conlleva la noción de auto-organización. La posición más radicalizada es la que rechaza cualquier forma de delegación y representación y reclama la participación individual directa en todo proceso de toma de decisiones que involucre lo colectivo. Apuesta, incluso, a bloquear la emergencia de liderazgos, acotando a la categoría de portavoces rotativos a quienes eventualmente hablan en nombre del colectivo.
3- autonomía con referencia al estado. Supone la organización de las clases oprimidas de modo independiente de las estructuras estatales dominantes, es decir, no subordinada a la dinámica impuesta por esas instituciones. En algunas versiones implica el rechazo a todo tipo de “contaminación” de las organizaciones populares por parte del Estado burgués, para preservar su capacidad de lucha y autogobierno y su carácter disruptivo. En otras, supone el rechazo de plano a cualquier instancia de construcción estatal (sea transicional o definitiva) no capitalista.
4- autonomía de las clases dominadas respecto de las dominantes. Se refiere a la no subordinación a las imposiciones sociales, económicas, políticas e ideológicas de éstas. Ganar autonomía, por ende, es ganar en la lucha por un sistema social distinto. Es no someterse pasivamente a las reglas de juego impuestas por los que dominan para su propio beneficio. Es pensar y actuar con criterio propio, es elegir estrategias auto-referenciadas, que partan de los
militante y se prepararan para asumir la organización de la producción sobre bases democráticas.
propios intereses y valoraciones. Esta postura está presente ya en el joven Gramsci, quien concebía a los Consejos de Fábrica como “las propias masas organizadas de forma autónoma”. Y es lo que los viejos autonomistas italianos llamaban “autovalorización”.
Creemos que la posibilidad misma de este tipo de autonomía lleva aparejada toda una lucha “intelectual y moral”, como pensaba Gramsci, por vencer el proceso de fetichización que escinde el “hacer” del “pensar ese hacer”, para poder reproducirlo constantemente. Es preciso volver consciente la explotación, comprenderla, para imaginar un horizonte autónomo, que contemple los intereses mayoritarios y no los de quienes nos someten. Como señala Rauber, en un pasaje que recuerda las tesis de Sartre de 1954:
Ser sujeto de la transformación no es una condición propia de una clase o grupo social sólo a partir de su posición en la estructura social y su consiguiente interés objetivo en los cambios. Se requiere, además, del interés subjetivo, es decir, activo-consciente, de esas clases o grupos. Esto supone que cada uno de esos posibles sujetos reconozca, internalice esa, su situación objetiva y que además quiera cambiarla a su favor (Rauber, 2000).
La condición de explotado, dice la autora, no impulsa a quien la padece, necesariamente, a luchar por cambiarla. Para interesarse en modificar su situación de explotación es preciso que tome conciencia de ella, que indague quién y por qué lo explota, que rompa la naturalización a través de la cual el sistema hegemónico logra mantenerlo en su condición subordinada. Recién entonces, en ese proceso de comprensión de la realidad entran en la discusión el tipo de cambio que se reclama, sus condiciones de posibilidad y los medios para lograrlo. Es de este modo que comienzan a gestarse las bases para un pensamiento y una práctica autónomos.
La autonomía no brota espontáneamente de las relaciones sociales, hay que gestarla en la lucha y, sobre todo, en la comprensión del sentido de esa lucha. Así como la fetichización es un proceso constante, permanente, de ocultar la verdadera naturaleza de las relaciones sociales tras la fachada de la igualdad burguesa y los vínculos entre los hombres bajo el velo de la relación entre cosas (Holloway, 2002), la autonomía también es un proceso de “autonomización” permanente, de comprensión continuada del papel subalternizado que impone el sistema a las clases populares y de la necesidad de su reversión, que tiene sus marchas y contra-marchas, sus flujos y reflujos.
5- autonomía social e individual. Es la visión que propugna una recomposición radical de las formas de concebir y actuar en el presente, a partir de poner en tela de juicio todas las instituciones y significaciones, en vistas a construir la emancipación plena. Se destaca la posición de Cornelius Castoriadis (1986):
[…] una sociedad autónoma es su actividad de autoinstitución explícita y lúcida, el hecho de que ella misma se da su ley sabiendo que lo hace […] Si la autogestión y el autogobierno no han de convertirse en mistificaciones o en simples máscaras de otra cosa, todas las condiciones de la vida social deben ponerse en tela de juicio. No se trata de hacer tabla rasa y menos de hacer tabla rasa de la noche a la mañana; se trata de comprender la solidaridad de todos los elementos de la vida social y de sacar la conclusión pertinente: en principio no hay nada que pueda excluirse de la actividad instituyente de una sociedad autónoma.14
Para él, un ser autónomo o una sociedad autónoma consiste en la aparición de un ser que cuestiona su propia ley de existencia, de sociedades que cuestionan su propia institución, su representación del mundo, sus significaciones imaginarias sociales (Castoriadis, 1990). A partir de esa idea, ubica el contenido posible del proyecto revolucionario como la búsqueda de una sociedad organizada y orientada hacia la autonomía de todos. Es decir,
[…] crear las instituciones que, interiorizadas por los individuos, faciliten lo más posible el acceso a su autonomía individual y su posibilidad de participación efectiva en todo poder explícito existente en la sociedad (Castoriadis, 1990:137).
Para el autor, el proyecto social de autonomía exige individuos autónomos, ya que la institución social es portada por ellos. Entiende la autonomía individual como la participación igualitaria de todos en el poder, interpretando –este último término–, en el sentido más amplio. Desde allí, postula la posibilidad de que los seres humanos se muevan
14 Sigue Castoriadis: “De manera que si una nueva sociedad debe surgir de la revolución, sólo podrá constituirse apoyándose en el poder de los organismos autónomos de la población, poder extendido a todas las esferas de la actividad colectiva, no sólo a la “política” en el sentido estrecho del término, sino también a la producción y a la economía, a la vida cotidiana, etcétera. Se trata pues de autogobierno y autogestión (en aquella época yo las llamaba gestión obrera y gestión colectiva) que se basan en la autoorganización de las colectividades en cuestión. Pero, ¿autogestión y autogobierno de qué? ¿se trataría de que los presos autoadministraran las cárceles o los obreros las cadenas de armado? ¿tendría la autoorganización como objeto la decoración de las fábricas? La autoorganización y la autogestión sólo tiene sentido si atacan las condiciones instituidas de la heteronomía. Marx veía en la técnica algo positivo y otros ven en ella un medio neutro que puede ser puesto al servicio de cualquier fin. Sabemos que esto no es así, que la técnica contemporánea es parte integrante de la institución heterónoma de la sociedad, así como lo es el sistema educativo, etcétera. De suerte que si la autogestión y el autogobierno no han de convertirse en mistificaciones o en simples máscaras de otra cosa, todas las condiciones de la vida social deben ponerse en tela de juicio.”
y revolucionen su existencia social, sin mitos y utopías, por medio de significaciones lúcidas y transitorias (Malacalza, 2000). A este respecto, afirma que, del mismo modo que no hay sociedad sin mito, existe un elemento de mito en todo proyecto de transformación social. Alerta contra esa presencia, puesto que siempre es traducción de tradiciones heterónomas, ajenas al principio de autonomía (Castoriadis, 1993, Vol. I: 178). Todo proyecto de autonomía conlleva de forma simultánea el intento de conquistar la libertad y la igualdad. En tanto significaciones sociales y en su concreción, no puede haber libertad sin igualdad ni viceversa. Tampoco puede existir un límite externo al proyecto de autonomía, aunque la mayoría de las sociedades humanas tiendan a ocultarse a sí mismas que son las creadoras de sus límites.
Hay que afirmar vehementemente, contra los lugares comunes de cierta tradición liberal, que no hay antinomias, sino que hay implicación recíproca entre las exigencias de la libertad y de la igualdad (Castoriadis, Ibíd: 141).
Werner Bonefeld también adscribe a esta mirada radical.
El primer principio de la transformación revolucionaria es la democratización de la sociedad, es decir, la autodeterminación contra todas las formas del poder que condenan al Hombre a ser un mero recurso, restaurando el mundo humano para el Hombre mismo. La democratización de la sociedad significa esencialmente la organización democrática del trabajo socialmente necesario […] La autonomía social, en resumen, significa la autodeterminación social en y por medio de las formas organizacionales de resistencia que anticipan en su método de organización el propósito de la revolución: la emancipación humana (Bonefeld, 2003: 209).
B- Posturas políticas e ideológicas
En segundo lugar, en un plano teórico distinto hay que distinguir, a su vez:
1- La autogestión y el auto-gobierno popular como horizonte de organización social superadora del capitalismo, como forma de expresión del socialismo al que se aspira a llegar como meta, una vez alcanzado el poder del Estado. Se contrapone a las nociones de “socialismo de Estado”, y pone énfasis en la idea de asociaciones libres de trabajadores que se articulan en un espacio común. Esta noción aparece en muchos análisis que piensan la forma que debería adoptar el socialismo (Lucien Sève, Jaques Texier, Catherine Samary) o la estructura social autogestiva heredera de cierta mirada anarquista
(Michel Albert).15
Texier, por ejemplo, afirma que:
El socialismo (o el comunismo) no anula las relaciones políticas, a pesar de que es verdad que transforma profundamente la cuestión del poder. La radicalización de la democracia es decir, etimológicamente, poder del demos, de la multitud. Lo que hay que abolir es, tanto la monopolización del poder como la heteronomía del pseudo-ciudadano. La democracia, autogobierno de las mujeres y de los hombres, es todavía una forma de poder que implica la autonomía de los trabajadores-ciudadanos: que se dotan a sí mismos de las normas que se imponen universalmente (Texier, s/f). Samary, por su parte, señala que:
El derecho al empleo y a la gestión del trabajo debe ser una obligación constitucional para cualquier sociedad socialista, un derecho del ser hu-
15 La economía participativa (Parecon en inglés) es el nombre de un tipo de economía propuesta como alternativa deseable al capitalismo. Los exponentes de esta perspectiva son Michael Albert, Robin Hahnel y Brian Dominick. Los valores que intenta conseguir son: equidad, solidaridad, diversidad y auto-gestión participativa. Las formas institucionales para conseguir estos objetivos incluyen la democracia directa, los complejos de trabajo equilibrados, la remuneración acorde al esfuerzo y sacrificio, y la planificación participativa.
mano dentro de una nueva carta universal (y no debe ser el resultado aleatorio de los mecanismos de mercado y de la propiedad privada). […] El derecho de gestión de los medios de producción es un derecho de la persona asociado a su derecho al trabajo, un derecho político, de ciudadano-trabajador (sea cual sea el estatuto jurídico de la empresa en la que trabaja). No debe depender de la disposición de un capital-monetario (salvo en el caso de una empresa individual, evidentemente). La autogestión socialista (en tanto que derecho universal de los ciudadanos-trabajadores) es contradictoria con la lógica del accionariado popular (Samary, s/f).
2- la ampliación de formas autonómicas como anticipatorias del socialismo, como formas de construcción “ya desde ahora” de relaciones anti-capitalistas en el seno mismo del capitalismo, pero que sólo podrán florecer plenamente cuando se dé un paso político decisivo al socialismo, a partir de la conquista o la asunción del poder del Estado. Ésta podría identificarse como la línea “gramsciana” –que suscribimos–, y remite a la recuperación de las experiencias de auto-organización obrera y popular, como parte de la construcción del “espíritu de escisión” necesario para concretar la ruptura con el capitalismo, pero sin renunciar a la construcción de formas políticas alternativas (organización de “nuevo tipo” como “intelectual colectivo”).
3- La ruptura completa y presente de las formas de organización social capitalista, sean de producción o políticas –propiedad privada y democracia burguesa–. Es decir, se descarta completamente la conquista del Estado, por considerarlo irreductible y por entender que la lucha por el poder del Estado, en sí misma, es una forma de reproducir tal poder. Se postula el contra-poder (Negri) o el anti-poder (Holloway).19 Se glorifica la potencia autonómica de las masas populares y se concibe que el cambio radical se hará por fuera, autónomamente de las estructuras del Estado (Ceceña,20 Zibe-
19 Las tesis principales del trabajo de Holloway pueden resumirse en: 1- Hay que cambiar el mundo. 2- Debemos partir de nuestro grito negativo, nuestro rechazo, nuestro NO a como son las cosas en el mundo en el que vivimos. Es el principio de la dignidad. 3- Nuestro desacuerdo surge de la propia experiencia, pero ésta varía. 4- Para comprender que el mundo está equivocado y luchar por cambiarlo no hace falta tener una idea acabada de como debe ser el mundo que queremos construir. 5- Tampoco hace falta la promesa de un final feliz. 6- Para cambiar el mundo no hay que luchar por el poder. 7- El poder no debe ser el objetivo de la lucha, porque la lucha por el poder degrada. 8- No debe, por ende, construirse un partido de los oprimidos encaminado a tomar el poder opresor para derrocarlo. 9- No se trata de luchar por el contra-poder, sino el anti-poder y la anti-política, que niegan al poder y a la política. Holloway dice: “La dignidad es la auto-afirmación de los reprimidos y de lo reprimido, la afirmación del poder-hacer en toda su multiplicidad y en toda su unidad. El movimiento de dignidad incluye una enorme diversidad de luchas contra la opresión, muchas de las cuales (o la mayoría) ni siquiera parecen luchas; pero esto no implica un enfoque de micro-políticas, simplemente porque esta riqueza caótica de luchas en una sola lucha por emancipar el poder-hacer, por liberar el hacer humano del capital. Más que una política es una anti-política simplemente porque se mueve contra y más allá de la fragmentación del hacer que el término “política” implica, con su connotación de orientación hacia el Estado y de distinción entre lo público y lo privado” (Holloway, 2002: 305).
20 “El problema del poder es central para el zapatismo, lo mismo que para los otros movimientos revolucionarios, sólo que se asume de manera muy distinta. Para crear un mundo nuevo no se requiere la `toma del poder` sino la abolición de las relaciones de poder; no el uso de la fuerza sino el de la democracia. El poder comunitario se construye, no se impone […] La construcción de un mundo nuevo no se alcanza conquistando una meta (la toma del poder). El discurso zapatista no contempla metas sino horizontes, no busca realizar el gran acontecimiento, La Revolución, sino vivir un proceso permanente de creación del mundo nuevo practicando la democracia como cultura del respeto a la otredad […] El zapatismo no espera nada del Estado, tampoco de sus representaciones alternativas. Los zapatistas apuestan todo al pueblo, a la sociedad civil, a los excluidos, a los perseguidos, a los rebeldes. Sueñan con el mundo en el que caben todos los mundos y construyen cotidiana y pacientemente, con el concurso de todos, sin proyectos predeterminados, con la voluntad de los más. La utopía en el zapatismo no es un horizonte lejano sino la motivación de la práctica cotidiana. La
chi,21 Bonefeld).22 Aquí se engloban las posturas tributarias del anarquismo,23 el marxismo libertario24 y el “consejismo”,25 en sus
revolución no se concibe como el sacrificio presente para llegar un día a alcanzar la meta trazada sino como un destejer madejas para ir simultáneamente tejiendo y dando cuerpo a eso que se entiende como el mundo nuevo” (Ceceña, 2001). 21 Dice Zibechi que “…la estrategia menos revolucionaria es la de cambiar el mundo desde el poder; porque la disposición de fuerzas necesarias para la toma del poder es la negación del cambio que queremos, supone eternizar dirigentes en las alturas, exacerba la contradicción entre dirigentes y dirigidos, en vez de diluirla. Esta es una nueva ley de hierro de las revoluciones, avalada por todo un siglo de experiencias nefastas. Si algo demuestra el siglo XX es que es posible derrotar, incluso militarmente, a los opresores. Sólo se trata de persistir y esperar el momento. Pero el siglo pasado pone de relieve la imposibilidad de avanzar desde el poder hacia una sociedad nueva. El Estado no sirve para transformar el mundo. El papel que le atribuimos debe ser revisado” (Zibechi, 2003a: 202). 22 Para Bonefeld “…el capitalismo no puede ser superado por un cambio en el comando sino sólo por la abolición del acto de comandar. En lugar de tomar el poder se trata de la abolición del poder, no después sino durante la revolución misma […] El proyecto de la emancipación humana y el de la toma del poder político son mutuamente excluyentes: el Estado no puede ser utilizado con el propósito de la emancipación humana […] la dictadura del proletariado significa la auto-organización democrática de la sociedad en y por medio de la negación del Estado” (2003:194-195).
23 Veamos algunos ejemplos de esta postura:
“En la medida en que la autonomía propone la autoorganización, rechaza las mediaciones exteriores (tipo partido de turno intentando dirigir a los «inmaduros» movimientos sociales). La gente es lo suficientemente lista para saber qué es lo que quiere y cómo lo quiere. Coherentemente con lo dicho, la autonomía opta por la toma de decisiones de forma asamblearia, por la democracia directa como forma posibilitadora (aún con sus limitaciones) de garantizar el respeto a la diversidad, frenar la jerarquización, el autoritarismo, la pérdida de independencia y autonomía en las luchas,… Lo que busca en definitiva la autonomía es que los seres humanos sean capaces de definir sus proyectos de vida, que sean ellos quienes gestionen y decidan, de la forma más democrática posible, cada uno de los aspectos que atraviesan nuestra cotidianeidad: desde el trabajo a la sexualidad, desde el ocio a la alimentación, etcétera” (Lucha Autónoma, Madrid, s/f, tomado de www.lahaine.org).
“La verdadera autogestión es la gestión directa (no mediada por ningún liderazgo separado) de la producción, distribución y comunicación social por los trabajadores y sus comunidades […] El mundo sólo puede ser puesto de nuevo
variantes de autonomismo,26 situacionismo,27 “marxismo abierto”,28 zapatismo,29 etcétera. Estas perspectivas parten de un planteo radical
sobre sus pies por la actividad colectiva consciente de aquellos que construyen una teoría acerca de por qué está patas arriba” (Núcleos de Izquierda Radical Autónoma, 1975).
24 “Dentro del movimiento libertario también aparecen líneas y corrientes que tratan de hacer frente a los aspectos más sectarios y dogmáticos del pensamiento anarquista y de tender puentes entre las diversas familias teóricas del socialismo: en Francia, Daniel Guerin lo intenta ya desde finales de los años cuarenta a través de su propuesta de un marxismo libertario, en el que trata de sintetizar la potencia del marxismo como herramienta de análisis con las prácticas organizativas libertarias, basadas en la autogestión y el antiautoritarismo. Esta línea de reflexión, coincidente en muchos puntos con el consejismo del holandés Anton Pannokoek, dará lugar a lo largo de las décadas siguientes a una serie de pequeños grupos y publicaciones que contribuirán en gran medida a la renovación del pensamiento anarquista y que ejercerán una importante influencia en el mayo francés […] Este magma efervescente que comienza a bullir en la posguerra por debajo de la izquierda `oficial´ representada por los partidos socialista y comunista dará lugar a lo largo de las dos décadas siguientes a un denso cuerpo de ideas, reflexiones y prácticas en continuo conflicto y debate que se englobará en Europa bajo la etiqueta genérica de izquierdismo, en referencia a la `enfermedad infantil´ tan denostada por Lenin. Dentro de este magma, tendrán un importante papel tanto la Revolución China y el maoísmo, cuya fascinación se extenderá por Europa bajo la forma de una de las corrientes más mesiánicas del izquierdismo, como los procesos de descolonización y las `guerras de liberación´ del Tercer Mundo” (Verdaguer, 1999).
25 Antón Pannekoek (1873-1960) es considerado el padre de esta corriente, den-tro de la que también pueden incluirse las primeras reflexiones políticas de Karl Korsch y Georg Lukacs, así como los textos de Paul Mattick. Al respecto, pueden consultarse las siguientes fuentes: Pannekoek, Antón, Los consejos obreros, 1976. Antón Pannekoek y los consejos obreros, Antología a cargo de Serge Bricianer, 1969. Varios, “Consejos obreros y democracia socialista“, en Cuadernos de Pasado y Presente Nº 33, Córdoba, 1972. De acuerdo a Pannekoek (1969), “las viejas formas de organización, sindicatos y partidos políticos, y la nueva forma de los consejos pertenecen a diferentes fases de la evolución social y tienen funciones muy diferentes. El objeto de las primeras era fortalecer la situación de la clase obrera dentro del sistema capitalista, y están relacionadas con el período de expansión de dicho sistema. La segunda tiene como fin la creación de un poder obrero, la abolición del capitalismo y de la división de clases de la sociedad; está relacionada al período del capitalismo agonizante. Dentro de un sistema as-
en torno a desterrar el papel de los Estados nacionales como ejes articuladores de las prácticas necesarias para derrocar al capitalismo. Más
cendente y próspero, la organización en consejos es imposible, ya que los obreros sólo se preocupan por mejorar sus condiciones de existencia, lo que permite la acción política y sindical. En un capitalismo decadente, presa de las crisis, este último tipo de acción es vano y el atarse a él no puede hacer otra cosa que no sea frenar el desarrollo de la lucha autónoma de las masas y de su autoactividad. En épocas de tensión y de rebelión creciente, cuando los movimientos de huelga estallan en países enteros y golpean la base del poder capitalista, o bien cuando después de una guerra o de una catástrofe política la autoridad del gobierno se desvanece y las masas pasan a la acción, las viejas formas de organización dejan su lugar a las nuevas formas de autoactividad de las masas”. Es muy oportuna la observación de Rooke: “Los marxistas contemporáneos no deben ´fetichizar´ la experiencia de los consejos en un modelo atemporal para el cambio revolucionario, ni deben aceptar de manera acrítica los prejuicios antipartidarios o las posiciones ultraconsejistas, hechos que pueden relegar a los revolucionarios a una posición de voyeurismo intelectual […] La cuestión es más bien aprender de qué manera la experiencia de los consejos apuntó más allá de la corriente principal del pensamiento sustitucionista de la ortodoxia marxista durante todo un período histórico, cómo planteó la posibilidad de unir teoría y práctica en un nivel más alto que el que tenía hasta ese momento” (Rooke, 2003:1137). 26 Originado en la década de los sesenta en Italia, el autonomismo tiene como sus principales exponentes a Antonio Negri, Mario Tronti y Paolo Virno, entre otros. Para una reseña histórica, véase el recorrido que hace el propio Negri en la entrevista autobiográfica publicada bajo el nombre Del obrero masa al obrero social. Entrevista sobre el obrerismo, 1980; o el texto colectivo -escrito por Antonio Negri y otros compañeros de cárcel pertenecientes al Movimiento Autonomía Obrera- llamado “¿Te acuerdas de la revolución? Propuesta para una interpretación del movimiento italiano de los sesenta“, en Crisis de la política, 2003. También el artículo El laboratorio italiano, escrito por Michael Hardt, puede servir para esto. En esta amplia corriente autónoma también pueden incluirse los grupos feministas italianos y alemanes y, como señala Katsiaficas (2007), “un último significado de autonomía emerge a mediados de los setenta cuando en Alemania se daba una lucha prolongada en contra de la energía nuclear. Grupos de activistas comenzaron a autodenominarse autónomos para poner distancia frente a los grupos afines a los partidos Marxista-leninistas dentro del movimiento antinuclear, quienes negaban el valor de las formas espontáneas de resistencia militante. Cuando comenzaron a aparecer grupos radicales en el movimiento pacifista, la contracultura y los movimientos de ocupación, se agruparon en una formación multifacética que llegó a ser conocida como los
aún, algunas corrientes cuestionan la noción misma de trabajo,30 no sólo como ha sido concebida por el orden burgués, sino como la pen-
Autónomos. Los Autónomos encarnaron lo que yo llamo “espontaneidad consciente”, en tanto sintetizaron creativamente las formas de democracia directa en la toma de decisiones y en la resistencia popular”. Para ampliar este análisis se pueden consultar el libro de George Katsiaficas: The subversion of Politics. European Autonomous Movements and the Decolonization of Every Day Life, 1997, Humanities Press International, Canadá.
27 En un ensayo en el que da cuenta de la historia de la corriente situacionista, cuyo máximo exponente fue Guy Debord y su conocida obra La sociedad de espectáculo (también fue muy importante la obra de Vaneihem Tratado del buen vivir para uso de futuras generaciones), Carlos Verdaguer (1999) recuerda la creación de la Internacional Situacionista en julio de 1957, bajo el concepto de “construcción de situaciones”. En su texto fundante se sostiene que, para lograr un cambio liberador, hay que oponer concretamente, en toda ocasión, a los reflejos del modo de vida capitalista, otros modos de vida deseables; destruir, a través de medios hiperpolíticos, la idea burguesa de felicidad. Se trata de borrar los límites entre vida cotidiana y arte a través de la creación de ambientes momentáneos que pongan de manifiesto las cualidades pasionales de la existencia, revelando de esa forma la alienación y la miseria de la vida de pasividad, de no intervención, de mero espectáculo, que impone el `viejo mundo´. Para Verdaguer, “el discurso político situacionista, a pesar de sus cimientos marxistas, no estaba vertebrado en torno al determinismo histórico sino a la pasión y la voluntad. La revolución que propugnaban no estaba regida por la promesa de que la historia acabaría inevitablemente por ponerse de parte de los oprimidos, sino de que eso sólo ocurriría si cada persona tomaba las riendas de su propio destino, arremetiendo contra todos aquellos que se autoerigieran en sus salvadores. Sus demoledores análisis y propuestas no eran profecías, sino invitaciones apasionadas a tomar al pie de la letra la promesa de libertad contenida en el mito del progreso y a no dejarse engañar por las estrategias que ofrecía el viejo mundo para conseguirlo. No se ofrecían como la vanguardia final, sino como el fin de todas las vanguardias. No querían construir una nueva ideología, sino proponer herramientas para la crítica de todas las ideologías”. Cabe recordar que la Internacional Situacionista (que nunca llegó a contar con más de una docena de miembros) se auto-disolvió producto de sus propias contradicciones internas, plagadas de discusiones teóricas y políticas.
28 Por lo menos desde mediados de los ochenta y durante toda la década de los noventa se consolidó un conjunto de ideas renovadoras, reunidas en la corriente que se dio en llamar “marxismo abierto” (Open Marxism), cuyos exponentes
só el marxismo. La conclusión a la que llegan, a partir de un análisis crítico que destaca tanto los cambios en la “realidad material” de las clases oprimidas (pérdida de centralidad de la clase obrera industrial y su transformación) como el descrédito en el que han caído las representaciones tradicionales –partidos políticos y sindicatos– es que la alternativa anti-capitalista debe tener una dimensión global (que no es exactamente lo mismo que “internacional”), acorde con la globalidad del capital y las formas de dominación imperial, y debe mantenerse ajena al Estado, a los partidos, a los sindicatos y otras organizaciones sociales. Esto, a su vez, tiene un fuerte impacto sobre las formas de
destacados, además de Holloway, son Werner Bonefeld, Richard Gunn, Kosmas Psychopedis, Peter Burham, Harry Cleaver y otros. Durante una larga década editaron la revista Common Sense, volúmenes colectivos bajo el título Open Marxism y diversos libros y artículos con interesantes aportes a la renovación teórica. John Holloway, uno de sus principales referentes, distingue entre el “marxismo cerrado”, dentro del cual se encuentran “todas aquellas corrientes de la tradición marxista que ven al desarrollo social como un camino predeterminado” (…) y “tienen en común una visión teleológica, funcionalista, determinista, del desarrollo histórico que impone límites a las posibilidades del futuro”; y el “marxismo abierto”, “que refiere al riguroso reconocimiento de la apertura de las categorías mismas, que están abiertas simplemente porque son concepciones de procesos abiertos” (…) “Si las categorías del análisis marxista son entendidas como categorías abiertas en este sentido, como conceptualizaciones de un mundo abierto, entonces cualquier noción de necesidad histórica o de ‘leyes del desarrollo económico’ simplemente se disuelven; y lo que nos quedan son las tendencias y los ritmos de la lucha” (Holloway,1996).
29 El Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) hizo su aparición pública el 1º de enero de 1994, el mismo día en que entraba en vigencia el Tratado de Libre Comercio (NAFTA) en México. Su dinámica de construcción implica un alejamiento respecto de las formas tradicionales de hacer política: a diferencia de los partidos y movimientos de izquierda clásicos, no propugnan la “toma del poder”, ni pretenden arrogarse el título de vanguardia. Tampoco ansían devenir un grupo corporativo, que peticiona demandas meramente particulares. 30 Es interesante la postura del grupo alemán Krisis, contenida en su Manifiesto contra el trabajo, de junio de 1999.
construcción de los movimientos que puedan encarnar las prácticas capaces de superar el capitalismo.32 En muchos casos, se postula la resistencia como método y fin en sí mismo de la lucha por transformar la realidad.
Desde una perspectiva crítica de estas posturas, Rodríguez Araujo señala que la exaltación del autonomismo tiene una profunda raigambre anarquista. Diferenciando a marxistas de anarquistas, este autor señala que éstos pensaban que:
[…] el poder político debe ser sustituido por la organización de las fuerzas productivas y el servicio económico, sin gobierno alguno. Y aquí interesa destacar en el discurso anarquista la presencia de la idea de que los seres
el desarrollo de un “contrapoder”. El origen de estas ideas/prácticas es variado. En el plano de las ideas, han tenido gran impacto la experiencia de los zapatistas, y autores como Antonio Negri y John Holloway, entre otros. Diferentes publicaciones y colectivos de acción y/o de pensamiento crítico han contribuido a la circulación de estos saberes; entre otros, Nuevo Proyecto Histórico, Colectivo Situaciones, El Rodaballo, Autodeterminación y Libertad, Intergalactika, Socialismo Libertario, las Rondas de Pensamiento Autónomo, los rosarinos de Grado Cero, etc., junto con una cantidad de intelectuales “solitarios”. Pero fundamentalmente, las características de esta nueva cultura nacen de la práctica, y de los fracasos del pasado”. Documento ¿Qué quedó del Que Se Vayan Todos?
32 Al respecto, Negri sostiene que “el acontecimiento teórico-cultural, que revalidará de nuevo ante los ojos de los contemporáneos la capacidad del pensamiento crítico para reinventarse a sí mismo es, tras la definitiva liquidación del movimiento socialista, la inteligencia de proponer un modelo organizativo que sepa responder a las urgencias de la postmodernidad, es decir, del nuevo proletariado inmaterial y cooperativo, lo cual apunta a la potencia de destruir las formas de dominio colocando en su lugar las asociaciones libres del cerebro colectivo” (Negri, 2003).
humanos, incluso los consagrados trabajadores como sujetos históricos de la revolución socialista, sean capaces de renovarse radicalmente o de llegar a ser como los han imaginado sin ninguna base de realidad: personas confiables, no mezquinas ni codiciosas y capaces de organizarse en comunidades autogestionarias y libres siempre y cuando no exista el gobierno, el poder político, el Estado. Esta situación no ha ocurrido, ni siquiera en las comunidades zapatistas en Chiapas o en las comunidades Amish y Menonitas de Estados Unidos, Canadá y México, donde reconocen líderes y jerarquías a pesar de su supuesta horizontalidad (Rodríguez Araujo, 2002a).
Sostiene que las posiciones de lo que denomina “izquierda social” suelen ser antipartidos, antigobiernos y contrarias a la globalización neoliberal.
La izquierda social, a diferencia de la nueva izquierda de los años setenta del siglo pasado, no se refiere (en general) al socialismo, suele rechazar el marxismo y sus categorías analíticas sobresalientes, y se acerca más a las posiciones anarquistas que a otras de la larga historia de la izquierda (Rodríguez Araujo, 2002a).
Epstein observa –lo que podría ser aplicado a varios movimientos de autogestión en la Argentina– que muchos activistas del movimiento antiglobalización no ven a la clase obrera como una fuerza central del cambio social.
Los activistas del movimiento asocian anarquismo con la protesta indignada y militante, con una democracia de base y sin dirigentes, y con una visión de comunidades laxas y de pequeña escala. Los activistas que se identifican con el anarquismo son por lo general anti-capitalistas; y entre ellos algunos se reconocerían también como socialistas (presumiblemente de la variante libertaria), y otros no. El anarquismo tiene la contradictoria ventaja de ser más bien vago en términos de prescripciones sobre una sociedad mejor, y también de una cierta vaguedad intelectual que deja abierta la posibilidad de incorporar tanto a la protesta marxista contra la explotación de clases como a la indignación liberal contra la violación de los derechos individuales (Epstein, 2001).
Con una perspectiva emparentada con la de la autora canadiense puede leerse la posición de Callinicos (2003), quien señala que:
La debilidad fundamental de los movimientos es que han fallado realmente en movilizar la fuerza de la clase trabajadora organizada. Porque como la explotación capitalista consiste en el trabajo de los trabajadores, ellos tienen el poder colectivo para paralizarlo y aún más llevarlo hasta un fin. Más allá, sólo hemos tenido destellos de lo que esto podría ser, con la presencia de los contingentes de sindicatos en las grandes protestas anticapitalistas y anti-guerra, y en las huelgas y en las protestas en los lugares de trabajo que se manifestaron frente a la invasión de Irak. Una razón por la que el movimiento necesita socialistas organizados es para ligar el amplio movimiento contra el neo-liberalismo con las batallas diarias de trabajadores contra su explotación. Cuando estas dos luchas se fusionen en un solo asalto contra el sistema, nosotros no diremos solo, ‘Otro mundo es posible’. Nosotros lo haremos realidad.
Fernández Buey (2000) aporta otra mirada, al abogar por un diálogo enriquecedor –que para él ya de por sí está en las calles, en los movimientos sociales– entre las tradiciones marxista y anarquista, que se haga cargo de los aportes y fallas de cada una de ellas. Entiende que hay que pensar en una política cultural alternativa para el presen- te, que debería tener una agenda propia, autónoma, no determinada por la imposición de las modas culturales ni por el politicismo electoralista de los partidos políticos. Así, señala que:
[…] importa poco el que, al empezar, unos hablen de conquista de la hegemonía cultural y otros de aspiración a la cultura libertaria omnicomprensiva. Lo que de verdad importa es ponerse de acuerdo sobre qué puede ser ahora una cultura alternativa de los que están socialmente en peor situación, una cultura autónoma que dé respuesta al modelo llamado “neoliberal” y a lo que se llama habitualmente “pensamiento único”. Por desgracia, la tradición politicista de unos y la tradición activista de otros no deja mucho tiempo todavía ni siquiera para pensar en lo que debería ser la agenda de una cultura ateneísta alternativa.
Mattini (2003b) critica fuertemente la división entre “izquierda social” (que estaría ligada a las luchas económicas o reivindicativas) y la “izquierda política” (los partidos). Refiriéndose a la experiencia argentina sostiene que:
[…] en esta época de desindustrialización, de dispersión social de la explotación capitalista, de entrada inestable de nuevos explotados y expulsión de otros, de una sociedad en donde el proletariado tiende a parecerse más a aquel que dio origen a la palabra, el romano, que al industrial de Marx, de tendencia a la disolución político, económica y jurídica de los Estados nacionales, esas fuerzas dejaron de ser constituidas y, por el contrario, en el conjunto de las naciones se están conformando fuerzas constituyentes de nuevas relaciones sociales posindustriales de las que no sabemos nada todavía.
Como hipótesis, Mattini aventura que:
[…] tenemos derecho a imaginar que la recreación de la civilización, la emancipación de los explotados ya no vendrá por la vía de los Estados nacionales, sino, tal vez, por la redefinición comunal. De modo que las categorías se nos vienen abajo. Y la realidad nos da en la cara cuando, contra todas las previsiones, las acciones más radicalizadas, verdaderamente radicalizadas (y no verbalistas o gestuales) se producen con un grado de espontaneidad que espanta a los dignos leninistas. De hecho ninguna de las marchas y demostraciones que organizaron las fuerzas todavía constituidas, con sus “vanguardias”, sean éstas sindicales o de izquierda a la cabeza, fueron más radicales que las que surgieron espontáneamente.
Podríamos concluir, sin embargo, que la nueva esperanza en cierto espontaneísmo rabioso, de impulso a la acción confrontativa de núcleos de excluidos, no ha logrado, por el momento, mucho más que renovar el espíritu libertario, que refrescar los aires enrarecidos durante décadas de pensamiento único. Pero aún se ha avanzado bastante poco en la construcción de caminos capaces de configurar alternativas consistentes para disputar la dominación del sistema.
C- La autonomía “práctica”
En tercer lugar, desde otro costado teórico que consideramos fundamental es preciso analizar qué quiere decir la autonomía35 en términos concretos de organización y gestión de los asuntos comunes. En este punto, se imponen las definiciones en torno a:
1. Quién es el “sujeto” real o potencialmente autónomo:
¿*el individuo, *la clase, *el grupo social, *la organización, *la multitud, *la comunidad, *el pueblo, *las masas, *la sociedad?. ¿Cómo se practica y extiende la autonomía? ¿Cómo se define y conforma su subjetividad?36 ¿Qué se entiende por subjetividad y subjetivación?38
35 Held sostiene que la autonomía “connota la capacidad de los seres humanos de razonar conscientemente, de ser reflexivos y autodeterminantes. Implica cierta habilidad para deliberar, juzgar, escoger y actuar entre los distintos cursos de acción, posibles en la vida privada al igual que en la pública” (Held, 1992: 325). 36 Refiriéndose a los sucesos del 19 y 20 de diciembre de 2001, Lewkowicz critica tanto a las teorías reaccionarias como a las revolucionarias, pues a su entender “resultan incapaces de pensar en su novedad las nuevas estrategias de subjetivación” expresadas en esos días. Ello se debe, para él, a que “el sujeto de esa subjetivación no es el pueblo, las masas, los sectores medios o las clases, sino la gente. Sorpresivamente, la gente produjo una estrategia de subjetivación (…) La gente produjo un modo de subjetivación. Y por eso mismo, dejó de ser gente. Me parece que insistir con las nociones de pueblo, masa o sectores medios entorpece la lectura de los acontecimientos. El punto de partida ya no es el pueblo o las clases, sino la gente. Siendo así, será necesario pensar cuáles son los procedimientos activos que se inventa la gente” (2002: 130). Es interesante traer a consideración este enfoque, que incorpora la dudosa y despolitizante categoría de “gente” desde una perspectiva “situacionista”.
2. Cuál es el alcance de la autonomía, en qué “escala” se concibe su ejercicio: ¿la asociación voluntaria para un fin específico, la fábrica, la escuela, el barrio, la comunidad territorial, el municipio, la agrupación política, la nación, el planeta? En su caso ¿cómo se replicarían las prácticas autonómicas en colectivos sociales múltiples y complejos?
3. Cómo se expresa la autonomía, es decir, cuáles son las reglas de juego para la participación individual y colectiva en la toma de decisiones: ¿horizontalidad, asamblea, delegación, representación?
4. Cuál es la forma democrática de existencia de un colectivo autónomo. El ideal perfecto de democracia directa, en el que todos participan, plenos de voluntad y conciencia, de las decisiones sobre asuntos colectivos -la historia lo enseña-, parecería sólo practicable en comunidades muy pequeñas y sencillas, cuya agenda de cuestiones comunes tiene un formato limitado. También podría ser viable en ámbitos acotados, como un lugar de trabajo, una escuela, una organización social, una comunidad territorial, etcéte-
jetividad se afirma como pura subjetividad. En ese sentido, la política constituye un terreno privilegiado pues el carácter colectivo de la subjetivación le proporciona a la subjetividad su propio sostén. No la provee de un soporte en la objetividad de las cosas sino que el carácter colectivo de la subjetividad compartida o compuesta. Lamentablemente, también puede funcionar al revés: si es compartida, puede ser recuperada de modo alienado como pura objetividad” (2002: 118). 38 Ferrara (2003) reinterpreta las posiciones de Badiou (1999) y del situacionismo para analizar la práctica de los piqueteros argentinos.
ra.41 Sin embargo, también aquí se ponen en juego otras cuestiones que merecen una reflexión particular.
a. ¿Qué características y tamaño42 debe tener el espacio asambleario donde todos puedan realmente emitir su opi-
41 Respecto a la experiencia asamblearia argentina, Castagnino y Gómez (2002) señalan: “Cada asamblea se organiza como quiere, no hay ninguna regla, hay algunas más organizadas que otras. Varias ocuparon lugares abandonados, otras siguen en la calle. Tampoco hay representantes fijos. En algunas se constituyeron comisiones, al estilo de los partidos políticos: de juventud, de cultura, de prensa, etcétera, que producen informes y propuestas que luego se votan en el plenario. En varios casos, las comisiones llegaron a ser mucho más dinámicas e importantes que la propia asamblea. La asamblea es una organización bastante particular, no hay ningún “jefe”. Lo que sí hay es gente que tiene más predicamento o actividad que otra. Tiene un grado de heterogeneidad y de horizontalidad que no se da en los partidos políticos”.
42 “Debido a su reducido tamaño, la horizontalidad en las asambleas no es un gran problema, en el sentido de que no es imposible, por la cantidad de miembros, que todos puedan expresarse. Por supuesto, es muy difícil que hablen todos sobre un tema en particular pero las asambleas fueron siempre democráticas, al estilo griego: siempre se rotaron los oradores y los moderadores, se hacen listas de oradores y hay cierta cantidad de minutos para que cada uno diga lo que piensa, pero con elasticidad. El sistema de oratoria fue cambiando y depende de cada asamblea, pero en general se pone un equipo de sonido en la esquina, uno se anota y dice sobre qué tema quiere hablar, se votan propuestas. En definitiva, la gente pide la palabra y habla, hay quienes hablan bien y quienes no; quienes quieren opinar y quienes aportan información. Hay algunos que tienen un discurso más político, otro más social, otro más barrial. Por supuesto, cada uno puede hablar sobre el tema que le plazca; sin embargo, en general, se suele determinar el tiempo para un tema específico, considerado de importancia por todos, y que sólo se anoten los que quieran hablar de este tema; después hablarán todos los demás. La discusión se interrumpe demasiado si todo el mundo habla de lo que quiere y cuando quiere” (Castagnino y Gómez, 2002).
nión razonada y escuchar y evaluar los argumentos de los demás, para alcanzar la mejor decisión posible? ¿Es necesario que estén y participen todos para que una decisión sea legítima? ¿Basta con que estén notificados? ¿Quién está habilitado, entonces, para definir el momento y el lugar? ¿El que no va, delega la representación o preserva su capacidad de decisión? ¿Hay un deber de participar en las decisiones y acciones colectivas o es un derecho que se ejerce o no? ¿Las personas deben influir en las decisiones en proporción a cómo son afectadas por ellas? ¿Qué es lo que legitima una decisión tomada en un ámbito asambleario: el espacio mismo definido como abierto o el número de participantes, o una combinación de los dos? ¿Y quién y cómo decide esto?
b. ¿Qué recursos intelectuales y de información deben poseer los miembros de ese colectivo que toma decisiones para estar en igualdad real de condiciones, a la hora de decidir? Si la opinión de todos sobre todo es equivalente, ¿existe el derecho a argumentar una propuesta en función de saberes específicos sobre la cuestión en juego? Quienes están directamente afectados por una cuestión, ¿deberían o no tener mayor incidencia en la decisión final?
En este punto, Albert hace un aporte interesante, al sostener que la autogestión es que todos tengan una influencia en la toma de decisiones proporcional al grado en que les afectan las consecuencias de esa decisión. Dice que:
[…] el objetivo de auto-gestión es que cada participante tenga una influencia sobre las decisiones en la proporción en que les afectan. Para conseguir eso, cada participante debe tener fácil acceso al análisis relevante de los resultados esperados y debe tener un conocimiento general y una confianza intelectual suficientes para entender ese análisis y llegar a sus conclusiones en función de ello. La organización de la sociedad debería asegurar que las fuentes de los análisis estén libres de intereses y prejuicios. Entonces, cada persona o grupo involucrado en una decisión debe tener los medios organizativos para conocer y expresar sus deseos, así como los medios para valorarlos de forma sensata (Albert, 2000?).45
Acordamos con esta disposición a la búsqueda de un espacio autonómico real, en el sentido de permitir que cada uno tenga la posibilidad efectiva de tomar parte de aquello que lo involucra. Pero el problema está, precisamente, en cómo se conforma, se construye, se avanza hacia una sociedad en la que todos sus miembros tengan capacidades reales de involucramiento equivalente, en términos de disposición de información y capacidad de discernimiento equiparable en algún punto.
c. En muchas perspectivas autogestivas de tipo asambleario u horizontal hay un “enamoramiento” muy grande de la forma misma, sin tener en cuenta estas dos cuestiones y una tercera: la vocación real, la voluntad de participación activa y plena de los miembros del colectivo potencialmente habilitado
45 Albert introduce un tema relevante: la información y la decisión. “La información relevante para las decisiones tiene dos orígenes: 1) El conocimiento del carácter de la decisión, su contexto y sus implicaciones más probables, y 2) El conocimiento de cómo se siente cada persona sobre esas implicaciones y concretamente cómo valoran las diferentes opciones. El primer tipo de conocimiento es a menudo muy especializado (…) Pero el segundo tipo de información relevante está siempre diversificado, puesto que cada uno de nosotros somos individualmente los mayores expertos sobre nuestras propias valoraciones (…) Así pues, siempre que las conclusiones del conocimiento especializado sobre las implicaciones puedan ser diseminadas suficientemente de forma que todos los participantes puedan valorar la situación y llegar a formarse su propia opinión con tiempo para expresarla en la decisión, cada persona implicada debería tener un impacto proporcional a los efectos que tendrá tal decisión en ellas. Cuando eso sea imposible por alguna razón, entonces puede que tengamos que funcionar temporalmente según otras normas que cedan la autoridad por algún tiempo, aunque en formas que no subviertan el objetivo previo en general. Por supuesto, es la desviación de lo deseable la que tiene la obligación de probar su necesidad, y la implicación de distribuir el conocimiento para permitir la auto-gestión es evidente” (Albert, 2000?).
para tomar una decisión que lo afecte. Aquí es preciso tener en cuenta que, mas allá de su intención de separar el poder entre quienes deciden y quienes obedecen, los mecanismos de delegación y representación, en las sociedades modernas, también conllevan formas de resolver la organización de las múltiples y complejas tareas que éstas demandan. La participación activa depende de una pluralidad de circunstancias.
En primer lugar, el implicarse personalmente en aquello que tiene algún interés social depende de percepciones y valoraciones subjetivas. Alentar el compromiso y gestar posibilidades concretas de involucramiento en los asuntos comunes corresponde, en todo caso, al territorio de la lucha ideológica y política, pues raramente emergen de una conciencia abstracta ni, menos aún, de la experiencia individual directa. En toda acción individual dirigida a lo colectivo pesan una serie de cuestiones que implican costos y beneficios. Es indudable que la no delegación, y la participación directa en la toma de decisiones y en la implementación de las acciones tiene el beneficio de la posibilidad de hacer valer las opiniones e intereses propios y, aunque sean total o parcialmente de- sechados, a lo que se emprenda se le otorgará legitimidad por haber sido partícipe de la decisión colectiva. También en el ejercicio del control directo de lo actuado se acotan las posibilidades de torcer o malversar lo decidido por los ejecutores.
Pero la participación común también tiene costos en términos personales. Porque implica que hay que dedicarle tiempo a la acción colectiva, restado a otras actividades. Como dice Cernotto (1998), en una sociedad enajenada como la capitalista, donde la gente tiene que destinar la mayor parte de su tiempo a ganarse la vida y a atender como pueda a su familia, más que falta de voluntad, lo que suele haber es falta material de tiempo para emplearlo en acciones colectivas. Más aún, esa misma sociedad compleja nos atraviesa en órdenes muy variados que requerirían nuestro involucramiento decisional activo: como trabajadores, en nuestro ámbito laboral y sindical, como padres, en la escuela de nuestros hijos, como estudiantes, en nuestras instituciones, como vecinos, en los problemas barriales, como usuarios de servicios, en los vaivenes de cada uno de ellos, etc., etc. Y esto es extensivo, también, a los colectivos territoriales que, en apariencia, tienen la potencialidad de resolver todos los aspectos de su vida en la misma comunidad. Aún en éstos sus participantes estarán atravesados por diversas singularidades convocantes y serán forzados a elegir a cuál de esas múltiples acciones posibles le destinan sus energías.
En segundo lugar, la participación en asuntos comunes, por sí misma, no dice nada acerca del contenido ético-político de la acción. Se puede participar por motivos y para acciones de lo más diversas e, incluso, antagónicas. La cuestión en juego aquí, entonces, se define en torno a las prácticas emancipatorias, que suponen una voluntad de cambio que trasciende la mera gestión de lo que “está y es”, como es y está dado por la realidad presente.
d. Esto nos lleva a hacer una digresión pertinente respecto a un aspecto interesante: la participación está profundamente ligada a la categoría de autonomía, pero no deben confundirse como idénticas. En las últimas décadas ha venido creciendo desde la sociedad civil una propensión a una mayor participación, sea en el reclamo de derechos sociales concretos, como de injerencia en la formulación, ejecución y control de las políticas públicas. Se han desarrollado, en distintos ámbitos y lugares, prácticas participativas de diversa relevancia y significación, cuya entidad, en términos de experiencia de lucha y aprendizaje autonómico, puede ser destacada.
Sin embargo, es preciso tener en cuenta que el neoliberalismo también ha puesto especial énfasis, por ejemplo, en la promoción de la participación de los beneficiarios de los programas sociales. Pero con propósitos muy claros: abaratar los costos de las políticas públicas mediante el trabajo comunitario no rentado o mal remunerado y el forzar la competencia entre comunidades pobres para lograr subsidios escasos. Como destaca Restrepo (2003):
El conjunto de la estrategia (neoliberal) busca desactivar el potencial radical de las ansias de participación social y popular, mediante el quiebre de la externalidad entre el mercado y el Estado con los sectores populares […] La oferta de participación neoliberal debilita la autonomía y la organización social de las comunidades atendidas […]
En las políticas públicas de tipo “social” de los años noventa en América Latina, se fue incorporando de manera paulatina y creciente la cuestión de la participación de los beneficiarios y sus organizaciones en los planes sociales, sobre todo a instancias de los organismos de financiamiento internacional –como el Banco Mundial o el BID–. Éstos comenzaron a poner como condición para el otorgamiento de financiación en planes sociales la participación de los destinatarios. Ello también ha tenido un fuerte impacto en la aceleración de la creación de organizaciones no gubernamentales (ONG) –el llamado “tercer sector”–, alentadas bajo el supuesto de que la sociedad civil es un espacio libre de las pugnas políticas y el clientelismo. Se entronizó así un discurso que hizo de este tipo de organización societal el non plus ultra de la eficiencia asignativa y retribución equitativa, en contraste con la ineficiencia y corrupción estatales. Se construyó una visión de las ONG como “buenas por naturaleza”, en contraposición a los partidos y gobiernos, promotores de apatía y falta de compromiso. A esta bondad intrínseca se le agregó la potencialidad de promover la participación y la profundización democrática (Serrano Oñate, 2002).
Tras estos postulados se esconde la pretensión de despolitizar las demandas y protestas sociales, en el sentido de redireccionarlas del reclamo al Estado a la auto-responsabilización, moralmente plausible, por el destino propio. Como complemento, la difusión de la figura del “voluntariado” social aparece como la vía moderna de la beneficencia o caridad cristiana. Como la meta fundamental es ahorrar en gasto público directo (destinando menos recursos a metas sociales) e indirecto (por la vía de la desburocratización), detrás de la figura del voluntariado o de las asociaciones civiles está el afán de suplantar la provisión de bienes universales entendidos como derechos, por la donación caritativa (y discrecional) y la auto-procuración de los bienes y servicios básicos para la subsistencia. Por eso, más allá del discurso de participación societal contrario al Estado y anti-político, a veces más explícito y otras velado por una fraseología “políticamente correcta”, las prácticas concretas se suelen alejar bastante de los objetivos declamados. La realidad de las ONG es bastante más compleja y su ubicación en el contexto de las relaciones sociales, políticas y económicas resulta muy controvertida.
Porque al mismo tiempo que se fue avanzando en el discurso “pro participación”, se lo hizo en el sentido de debilitar a las organizaciones gremiales tradicionales de representación de intereses, junto a la ausencia de los instrumentos efectivos para que el involucramiento participativo pudiera ser tangible y operara de manera efectiva sobre la realidad. Si la participación comprende una gama que va desde consultarle a alguien si está de acuerdo con lo que se va a hacer, y hacerlo de todas maneras, pasando por la participación en la gestión de programas, hasta llegar a la autogestión de los interesados en la definición, implementación y control de sus proyectos, lo que ha primado, cuanto más, es la primera variante, que asegura el control social de los involucrados (Manzanal, 2004).
Como plantea Serrano Oñate:
[…] aunque la realidad nunca es de un solo color, el panorama actual, nos guste o no, se asemeja más al de las ONG adaptándose al sistema como ejecutoras de políticas compensatorias o supletorias del Estado que al de ONG luchando por la transformación del orden local o mundial, junto a los pueblos o a los sectores oprimidos de la sociedad (Serrano Oñate, 2002: 67).
En un estudio de Arellano y Petras (1994) se advierte que la reestructuración del Estado, combinada con las ONG como ejecutoras de la “ayuda al desarrollo” de organismos de crédito multilaterales (como el Banco Mundial o el BID) y otras organizaciones internacionales públicas y privadas, contribuyeron a debilitar más que a fortalecer a las organizaciones de base. Puede concluirse entonces que el afán de la participación social por fuera de las instancias estatales no conduce por si solo ni a la autonomía ni al reforzamiento de la sociedad civil vis a vis el Estado. Por el contrario, puede debilitar la capacidad de los sectores populares para obtener recursos imprescindibles para su subsistencia y desarrollo.
Por eso debemos advertir que la potencialidad autonómica de la participación implica una lucha “intelectual y moral” trascendente, una batalla que se da en prácticas concretas, pero iluminadas por un sentido de trascendencia cuya ausencia puede colocar a la acción colectiva en el derrotero de la gestión de lo realmente existente, y para hacerlo persistir tal cual está.
3- Potencialidad y límites de la autonomía
A- Razones de frustración
Más allá de la voluntad de sus actores, hay varias razones que pueden frustrar las experiencias de participación autogestiva desarrolladas en el seno de la sociedad civil:
a. No definición de tareas
La reacción anti-jerárquica y anti-liderazgos puede impedir seriamente la definición clara de tareas y, o se termina remplazando esta ausencia organizativa explícita con la emergencia de caudillismos espontáneos que resuelven lo que hay que hacer y/o lo ejecutan, o todo se diluye en discusiones inorgánicas e improductivas. Por otra parte, la insistencia en el consenso total que suelen plantear las posturas mas “duras” en términos de las relaciones autonómicas, por ejemplo, amén de ser en sí mismo algo problemático, sólo tendría alguna chance de practicarse cuando se trata de un número de personas participantes relativamente pequeño y sobre un tema no urgente. Cuando la cantidad de involucrados es más amplia, la completa unanimidad raramente es posible (y ni siquiera puede decirse que sea deseable). De ello se sigue que es absurdo sostener el derecho de una minoría a obstruir constantemente a la mayoría, por miedo a una posible tiranía de la mayoría; o imaginar que tales problemas desaparecerán si se evita la conformación de “estructuras”.
Ninguna sociedad –ni grupo asociativo– puede evitar contar en alguna medida con la buena voluntad y el sentido común de sus integrantes. Los eventuales abusos que pudieran cometer los designados para realizar tareas pueden ser conjurados mediante formas de participación autogestiva, pero hay que asumir alguna forma de organización. Tampoco se puede prescindir, si se pretende un mínimo grado de eficacia, de la división de tareas, ni de la existencia de algunos “núcleos activos” que impulsen con su compromiso la acción del conjunto. Acordamos con Epstein (2001), cuando señala que:
Los movimientos necesitan líderes. La ideología antiliderazgo no puede eliminar a los conductores, pero puede llevar a un movimiento a negar que tiene conductores, dificultando así el control democrático sobre aquellos que asumen roles de conducción y conspirando también contra la formación de vehículos de reclutamiento de nuevos líderes cuando los existentes están demasiado cansados como para continuar.
En esta línea es pertinente el planteo del Grupo Latina (2002):
No hay algo que se pueda llamar grupo “sin estructura”, sino simplemente diferentes tipos de estructuras. Un grupo no estructurado acaba generalmente siendo dominado por una camarilla que posea alguna estructura efectiva. Los miembros no organizados no tienen modo de controlar a esta élite, especialmente cuando su ideología anti-autoritaria les impide admitir que existe.
Criticando las posturas de anarquistas y consejistas, sostiene que al no reconocer el dominio de la mayoría como un respaldo suficiente cuando no se puede obtener la unanimidad, a menudo ellos caen en la incapacidad:
[…] de llegar a decisiones prácticas si no es siguiendo a líderes de hecho que están especializados en manipular a la gente para llevarla a la unanimidad (aunque sólo sea por su capacidad para aguantar reuniones interminables hasta que toda la oposición se ha aburrido y se ha ido a casa). Al rechazar quisquillosamente los consejos obreros o cualquier otra cosa con alguna mancha de coerción, generalmente se acaban contentando con proyectos mucho menos radicales que compartan un mínimo denominador común.
Por otra parte, esto se entronca con un viejo tema: la vanguardia. Si por ésta se entiende al grupo autoerigido como conductor y portador de verdades esenciales y que, como tal, solo pretende imponer sus decisiones iluminadas e inapelables al conjunto seguidor, es indudable que resulta rechazable, siempre y en todo tiempo y lugar. Esto quiere decir que no solo es recusable la imagen de los viejos partidos de izquierda, que se conciben a sí mismos como intérpretes fidedignos y puros de lo que es conveniente hacer y pensar, sino a otras formas más actuales y, al parecer más sutiles, de vanguardismo. Pregonar el autonomismo como verdad absoluta y nuevo credo implica la existencia de algún portador de esa verdad, que no es autoevidente en el accionar de los sujetos (ni individuales ni colectivos), sino que es explicada y revelada por quienes están en disposición intelectual de formularla y de empujar para que las prácticas concretas se apeguen a aquello considerado como afirmante de la “autonomía”.
Sin embargo, hay otra forma de concebir la existencia de un núcleo de avanzada: es la que lo refiere al grupo más activo, más dispuesto a asumir responsabilidades, a comprometerse en la organización colectiva, a trascender lo inmediato y a ejecutar acciones para el conjunto. Así entendido, va de suyo que su presencia es imprescindible para el avance de cualquier proyecto. La experiencia histórica macro y micro social enseña que sin organización y sin el compromiso de un soporte mínimo para sostener la labor de un colectivo (cualquiera sea su tamaño), los impulsos para la acción se terminan diluyendo. Es en este sentido que puede decirse que sin “vanguardia”, sin el grupo que mira y avanza más allá, que piensa por dónde seguir, que propone alternativas, que puede servir de ejemplo, que se compromete a fondo con la tarea común, es difícil que se articule una acción colectiva relevante. Pero aquí vale, de nuevo, una salvedad. Es “vanguardia”, en el “buen sentido” propuesto, sólo aquel núcleo que logra encarnar y articular la necesidad y la aspiración del colectivo al que refiere. Es el que puede aportar una interpretación para la acción que se revele a la altura de las circunstancias que la configuran, que marca los caminos que el conjunto está en condiciones de transitar, que está, en suma, un paso más adelante para mirar los obstáculos e imaginar las salidas. No puede estar, si es que se pretende al servicio del conjunto, tan por delante o por encima de las aspiraciones y posibilidades de la mayoría que plantee caminos tal vez deseables como metas, pero imposibles de seguir con los pasos del hombre común. Y éste es el peligro que acecha a ciertas posturas tan éticamente abnegadas, tan preñadas de una moral superior que se supone ontológicamente presente en los sectores populares, que terminan sin poder expresar la complejísima realidad en la que están inmersos.
b. Ausencia de enlaces
La ausencia o insuficiencia de instancias que enlacen de manera consistente las luchas parciales y les den sentido de unidad relevante, trascendente, que permita constatar algún grado de acumulación del esfuerzo colectivo realizado. Esas instancias, sean en el nivel local, nacional o internacional, sólo pueden ser construidas en base a denominadores comunes basados en la confianza y la buena fe. Sin confianza, no hay formas de delegación y coordinación posibles. Esta reflexión vale especialmente a la hora de conformar organizaciones políticas capaces de aunar la más amplia apertura a la expresión autónoma y activa del conjunto de sus miembros, como a las gestiones efectivas desde las estructuras de poder. Porque sin sentido de pertenencia a un colectivo –por compartir ideales y proyectos– y confianza básica en la integridad y buena fe de sus miembros, no hay posibilidad de acción colectiva relevante alguna.
La autonomía no puede equivaler a atomización desorganizada ni a primacía de la pulsión individual, por más libertaria que sea. La autonomía no tiene por qué renunciar a encontrar puntos de síntesis, que aunque provisorios, vivos, cambiantes, deben permitir la acción, avanzar, crear; debe evitar la parálisis de la discusión eterna o el regodeo en los matices abstractos. De lo contrario, lo que triunfa siempre es el statu quo de un sistema de dominación injusto y crecientemente aberrante, que se nutre de la división de los oprimidos.
Al respecto, podemos tomar lo que plantea Epstein con relación a la lucha antiglobalización:
Hay razones para temer que el movimiento antiglobalización resulte incapaz de ampliarse de la manera que esto requeriría. Una nube de mosquitos es buena para hostigar, para perturbar el desenvolvimiento plácido del poder y hacerse de ese modo visible. Pero probablemente hay límites para el número de personas que estén dispuestas a adoptar el papel del mosquito. Un movimiento capaz de transformar estructuras de poder tendrá que involucrar alianzas, muchas de las cuales probablemente necesitarían de formas más estables y duraderas de organización que las que existen hoy en el movimiento “antiglobalización”.
Como refiere esta autora, la ausencia de esas estructuras es, precisamente, una de las razones para la reticencia de mucha gente a participar. Y agrega que:
[…] si bien el movimiento antiglobalización ha desarrollado buenas relaciones con muchos activistas sindicales, es difícil imaginarse una alianza firme entre el movimiento sindical y el movimiento antiglobalización sin estructuras más consistentes de toma de decisiones y de rendición de cuentas de las responsabilidades que las que hoy existen (Epstein, 2001).
Pero la cuestión es más compleja aún, a la hora de coordinar y avanzar en las luchas que se dan en planos internacionales. Se ha alabado mucho la conformación de “redes” que articulan las acciones y reivindicaciones de distintos movimientos sociales del planeta. Algunos se constituyen como organizaciones no gubernamentales transnacionales, que tienen una densidad y estructura muy grande, con muchos activistas y disponibilidad de recursos para actuar. Varios autores han alertado que, aunque las redes suelen ser horizontales y recíprocas, también exhiben asimetrías en su seno, lo que plantea serios problemas de representatividad y de un ejercicio real y pleno de la democracia interna. Uno de los problemas es que no siempre queda claro quién debe participar en la toma de decisiones acerca del liderazgo y de las políticas (Sikkink, 2003). Si bien muchas de las cuestiones principales que deben decidirse en redes se toman por consenso, la construcción misma de tal consenso constituye un dilema en sí. Aguiton (2002) advierte que, aunque se dejen de lado las estructuras jerárquicas tradicionales, el riesgo de las redes es que las organizaciones más grandes terminen por aplastar a las más pequeñas. Con ello se subraya que no hay panaceas organizativas que, por su mero nombre, consigan conjurar los múltiples peligros que acechan a las prácticas sociales.
Con referencia a la experiencia asamblearia argentina, Adamovsky (2003) coincide al observar que:
[…] una de las asignaturas pendientes es la de la coordinación de los diferentes movimientos sociales, es decir, la de encontrar la manera de dotar a las redes que venimos tejiendo de una solidez y capacidad de articulación mayores […] También los piqueteros y el movimiento de fábricas recuperadas ensaya formas de coordinación. Pero en general siguen siendo demasiado vulnerables y poco efectivas.
Como explicación, arriesga que los movimientos sociales han tenido que luchar permanentemente contra las manipulaciones de los partidos de izquierda, pero reconoce como una limitación propia la incapacidad de encontrar estructuras de coordinación más efectivas. La observación más aguda de este militante asambleario es, sin embargo, la siguiente:
Otra debilidad, quizás más importante, es que estamos perdiendo nuestros canales de contacto con la realidad del común de la gente. Existe el peligro de que terminemos viviendo en nuestra propia burbuja de activismo radical, si no cambiamos rápidamente de dirección y dejamos de ocuparnos de temas y de hablar con palabras que sólo se refieren a nosotros mismos. Hacer política radical no consiste en pelearse para ver quién es más bolchevique, sino en saber escuchar y escucharse, y avanzar siempre al paso del movimiento del conjunto de la sociedad (o al menos de porciones significativas de ella).
En el movimiento piquetero también aparecieron conflictos intensos a la hora de definir estrategias para la acción en común. Es ilustrativo de esta tensión un comunicado anunciando la desvinculación del MTD de Solano de una de las coordinadoras de los distintos grupos piqueteros, la llamada Aníbal Verón:
En aras de la unidad no podemos entregar nuestra autonomía. En este caso, nos retiramos porque no aceptamos prácticas que reproducen lógicas del sistema, la coordinadora hoy tiene dirigentes y representantes mediáticos que no los elegimos y que se van transformando en una dirección política. Asumimos los planes de lucha nacidos desde la necesidad y de la convicción de todos los compañeros. Rechazamos las acciones como formas de protesta folclóricas o mediáticas. Decidimos consolidar organizaciones territoriales en lugar de privilegiar la creación de superestructuras. Seguimos reivindicando la construcción horizontal, autónoma, que busca las decisiones a partir del consenso. Creemos en la coordinación y la articulación de las experiencias de luchas diversas, radicalmente opuestas a cualquier forma de dominación o prácticas centralizadas […] No nos proponemos ser los organizadores de la lucha. Queremos integrarnos en la lucha. No es nuestra la estrategia de un organismo que se haga cargo de la protesta. Queremos protestar. Una panadería, un taller de talabar-
horizontalidad para ganar en efectividad. Para solucionar este dilema, los movimientos sociales horizontales están desarrollándose en todo el mundo en estructuras de coordinación y organización en red. Una red es una trama de vínculos voluntarios y laxos entre personas u organizaciones autónomas. (…) Una red habitualmente se establece cuando los grupos participantes (o “nodos”) encuentran que tienen algún interés en común, y que pueden intercambiar información o recursos, y actuar coordinadamente. Los nodos pueden debatir a la distancia, y llegar a consensos que les permitan tomar decisiones unificadas. Pero esto no implica que cada uno pierda o delegue su capacidad de decidir por sí mismo: la horizontalidad y la autonomía se mantienen”.
tería, un área de salud, la educación popular, son para nosotros lugares donde el cambio social se va creando. Junto con el pan, con las sandalias, con la promoción de la vida, se habrán de transformar las condiciones subjetivas que nos atan a un sistema que nos esclaviza […] Firmemente tomamos partido por la construcción de la horizontalidad, entendida como una relación social, no simplemente como un criterio organizativo. Reivindicamos la autonomía como una práctica concreta, en la que el interés, las necesidades y el compromiso de los compañeros definen los cursos de acción.
En estas palabras queda reflejada con total claridad la disputa concreta que se plantea a la hora de poner en práctica ideales autonómicos, que parecen estar bastante por encima de las posibilidades promedio de los colectivos sociales a los que se convoca a la acción “de nuevo tipo”.
c. Falta de recursos
La imposibilidad de darle continuidad a las acciones por falta de recursos materiales y organizativos básicos para proseguir en los términos que se propusieron. Muchas experiencias autogestivas se frustran cuando son superadas sus capacidades de acción por la magnitud de las tareas que se proponen, o por la dimensión de los poderes que deben enfrentar para llevarlas a cabo. Esto quiere decir que su fracaso no siempre es atribuible al desgaste de la participación democrática sino, amén de a la falta de coordinación política de acciones y reivindicaciones, a la carencia de recursos para llevar a la práctica las decisiones tomadas.
Entre estos recursos está la imprescindible capacitación para llevar a la práctica tareas complejas. No por querer democratizar, por más sinceramente que se lo pretenda, se logrará efectuar una real transferencia de saberes y capacidades que, inicialmente, no están parejamente distribuidos. Por más sistema igualador que se ambicione implementar, el proceso de aprendizaje que involucra el pasar de la voluntad de participar, de hacer, de crear para el colectivo del que se forma parte, a la capacidad concreta y específica de hacerlo, implica un trecho transicional cuya duración dependerá de una serie variable de circunstancias. En todos los casos, será preciso diseñar una forma de transferir conocimientos hacia quienes no los poseen, y va de suyo que hay una gran can-
jadores de conservar el empleo y de emprender un largo camino de esfuerzos; su conocimiento del proceso productivo, ya que suelen ser los obreros manuales los que emprenden este camino; la inexistencia de un afán de lucro, más allá de la propia supervivencia y de la obtención de ganancias para reponer equipos; el frecuente legado tecnológico dejado por las empresas cerradas y, por último, la solidaridad del movimiento obrero y cooperativo, sin la cual no habrían podido ponerse en marcha. En cuanto a las debilidades, apuntó otras cinco: la falta de financiamiento, que redunda en la carencia de capital de giro, sobre todo en los tramos iniciales de la recuperación productiva; la estructura tributaria del país, que hace imposible que sean declaradas de interés nacional; las condiciones de oligopolio que imponen las grandes empresas y dificultan a las autogestionadas el acceso a los mercados; la legislación imperante que requiere de largos trámites que conspiran contra la puesta en marcha del proyecto; y las dificultades de los nuevos cooperativistas para gestionar y administrar la empresa, ya que deben atender multitud de tareas en las que no tienen experiencia (citado por Zibechi, 2003b).
tidad de ellos que requieren especializaciones y acreditaciones formales que demandan largos y esforzados períodos de adquisición. Otros, en cambio, pueden estar al alcance de la mayoría si la organización se pone como objetivo alcanzarlos.
Pero la cuestión es aún más compleja, porque no se trata sólo de apuntar a repartir equitativamente tareas agradables y desagradables, para que nadie tenga que cargar con lo más feo. En primer lugar, porque la definición misma de lo que es “agradable” o no de hacer, amén de algunos parámetros objetivos, también depende de valoraciones subjetivas. Hay actividades para cuya realización se involucran vocaciones y largos períodos de estudio o adiestramiento, que no todos están en condiciones de hacer o no tienen el deseo de hacerlo. Otras ocupaciones, más sencillas o tediosas, incluso pueden proporcionar satisfacción a quien las realiza. La cuestión siempre reside en determinar las condiciones bajo las cuales puedan acotarse al mínimo los aspectos rutinarios, riesgosos y desagradables y en definir las formas de compensación material y simbólica adecuada para cada tipo de actividad. Y, fundamentalmente, se limite la posibilidad de que en la división y ejecución de tareas diversas se someta o subordine a algunos en beneficio de otros.
d. Idealización de la autogestión
La autogestión de los trabajadores (que se expresa en el amplio movimiento de fábricas recuperadas y en los emprendimientos productivos de las organizaciones piqueteras, por ejemplo) ofrece la oportunidad de profundizar una experiencia de superación de las relaciones jerárquicas de explotación. Pero no hay que olvidar, con relación al caso argentino, que estas prácticas autogestivas crecieron como consecuencia de una crisis profunda que determinó el descomunal crecimiento del desempleo y el abandono de la producción por parte de muchos capitalistas individuales de sectores no dinámicos de la economía que no pudieron, no supieron o no quisieron competir (Martínez y Vocos, 2002). El horizonte, sin embargo, no puede ser solo ganar áreas marginales de producción, ni suponer que la base económica quedará reducida a la producción de subsistencia. Ésta puede servir como refugio y aprendizaje de organización, pero es muy aventurado pensar que puedan conformar las bases materiales para la superación de las reglas mismas del capitalismo. De lo contrario, se corre el riesgo de postular un camino hacia estructuras pre-capitalistas, que apunten a satisfacer consumos mínimos y elementales de la población, como refugio para sobrevivir. Y ello podrá tener un eco poético de altruismo exacerbado, pero no parece un fundamento firme para una organización social inclusiva, pero desarrollada y compleja, que supere verdaderamente al capitalismo como forma de reproducción social y de satisfacción de necesidades materiales y simbólicas.
Por otra parte, en un contexto dominado por las relaciones económicas, sociales y políticas capitalistas, los intentos de organización alternativa de la producción siempre enfrentarán el acecho de los determinantes de la estructura dominante. Las discusiones en torno a cómo lograr productividad sin explotación o autoexplotación, o cómo distribuir cargas y beneficios de manera equitativa, estarán presentes más allá de la forma que adopte el emprendimiento: cooperativa o control obrero. Lo mismo puede decirse de la relación con el mercado, porque mientras sus reglas generales sigan primando, los emprendimientos “de nuevo tipo” se toparán con los límites que aquel impone, no sólo respecto a lo que se comercia (circulación de mercancías) sino a cómo se organiza la producción misma.
Adamovsky observa muy bien que, en parte como reacción contra la política estatista de la vieja izquierda, que en su afán por “tomar el poder” termina creando partidos a veces más autoritarios que el propio Estado capitalista, hay sectores del movimiento social argentino que desarrollan una línea de autonomismo un poco ingenua.
En alguna jornada de reflexión escuché a un asambleísta, por ejemplo, decir que la autonomía pasa por crear microemprendimientos productivos, y desligarnos totalmente del Estado en una especie de “sociedad paralela”. Sin duda esto es importante, pero no creo que la emancipación pase sólo por aprender a fabricar nuestros propios dulces en conserva, ni simplemente por crear formas de defensa contra los ataques del Estado.
Adamovsky observa acertadamente que, ya en el siglo XIX, los socialistas Fourieristas e Icarianos se dedicaron a fundar cientos de comunidades paralelas (los llamados “falansterios”), que se autosustentaban en todos los terrenos (producción, educación, leyes propias, etc.). Recuerda que muchas de estas comunidades llegaron a agrupar a varios cientos de personas, incluso miles, y algunas duraron tanto como 70 u 80 años,
[…] pero invariablemente terminaron disolviéndose, no por la represión estatal, sino bajo la presión del capitalismo: los hijos o nietos de sus fundadores simplemente prefirieron irse al mundo exterior.
Por eso advierte que el capitalismo del siglo XXI impone todavía muchas más restricciones y presiones que el de hace 150 años y que, por eso, la estrategia de la “sociedad paralela” (por lo menos así entendida), es hoy inviable.
Coincidimos con su planteo cuando destaca que:
[…] es fundamental comprender que la verdadera autonomía se pelea todo a lo largo de la sociedad (incluyendo el Estado). Aclaro de nuevo aquí, para que no haya malentendidos: creo que la construcción de autonomía, lo que algunos llaman “contrapoder”, tiene que ser el horizonte fundamental de nuestra táctica política. Pero para cambiar el mundo tenemos que encontrar la forma de desapoderar el Estado, y reemplazarlo por otra forma de relación social. Las asambleas de barrio, las fábricas autogestionadas, los microemprendimientos no capitalistas son fundamentales. Pero una sociedad nueva no se sostiene sólo con eso.
B- La autonomía mitificada
En ciertas perspectivas, radicalizar la democracia se emparenta con una suerte de construcción de mitos en torno a la participación autónoma, autogestiva u horizontal. Así, se inventan seres maravillosos que se involucran en cada cosa que les compete y, de allí, se miden las conductas de todos los demás. Frente a esta tentación, tienen razón los zapatistas, cuando dicen que todos “somos revolucionarios porque somos personas comunes”. El problema es que tampoco en esta perspectiva termina de quedar claro el modo en que la práctica común consigue hacerse consciente de su papel revolucionario, en primer lugar, y después logra impactar de forma efectiva sobre la realidad social que se pretende cambiar de modo radical.
a. La batalla por la horizontalidad
Aún si se intentan construir, de manera consciente, los ideales anticapitalistas en las prácticas cotidianas, existen problemas muy básicos que condicionan desde su origen la posibilidad misma de materializarlos. Hay muchas experiencias concretas alentadas por los ideales libertarios de autonomía, horizontalidad y democracia directa. Es plausible y alentador que haya grupos que decidan asumir en sus acciones presentes tales principios e ideales. Pero la cuestión subsistente sigue siendo su extensión, replicabilidad y, por ende, viabilidad, como opción política y no como elección individual o colectiva en pequeña escala o aislada.
Cuando el nucleamiento piquetero más ligado a los principios autonomistas, el MTD de Solano, por ejemplo, plantea la necesidad de hacer “un esfuerzo por dejar de lado los condicionamientos que nos impone la verticalidad, el sentido jerárquico y del poder en el que nacimos y nos desenvolvemos”, da en la tecla con un punto central para cualquier organización que pretenda, no sólo ser autónoma de otras determinaciones de poder, sino construir relaciones sociales de nuevo tipo. También concordamos con su idea de concebir a la horizontalidad:
[…] como una búsqueda, como un proceso de constitución de nuevas relaciones sociales, que destruya los valores del capitalismo y sean generadoras de una nueva subjetividad. Por eso tenemos que decir que estamos aún lejos de llegar a una horizontalidad plena y la vemos más como un desafío en la lucha de cada día.
Sin embargo, la forma en que se libra esa batalla desde un asentamiento territorial de desocupados, desde una comunidad indígena, desde un agrupamiento urbano de tipo asambleario, o desde una fábrica recuperada por los trabajadores, no son las únicas en las cuales es imperativo plantearse el camino hacia una transformación completa, ni tampoco son fácilmente replicables. Porque la complejidad social involucra diferentes niveles y estructuras que demandan múltiples formas de acción y exigen distintas alternativas. Mazzeo (2004) observa, atinadamente, que “en nuestro país, y en el resto de América Latina, la fuerza de trabajo es difícil de ubicar en términos de clase rígidos”. El desarrollo capitalista periférico no ha redundado en la homogeneización de la fuerza de trabajo sino, por el contrario, contribuyó a delinear una estructura social altamente segmentada. Por eso en la actualidad, más que de un proceso de reducción o disolución de la clase obrera, lo que se hace visible es el crecimiento de un tipo de heterogeneidad que la debilita y limita sus potencialidades.
b. El sujeto de la emancipación
Pero hay que resaltar que el mundo del trabajo “clásico”, aún degradado por la desocupación y la precarización, sigue siendo un espacio decisivo de socialización en la sociedad capitalista. Y la relación capital-trabajo, si bien ha variado de formatos, no ha perdido su potencial conflictivo central. Ello no significa desconocer que:
[…] la tesis de la centralidad obrera terminó favoreciendo en muchos casos a las interpretaciones de tipo estructuralista que veían a las conductas y a las prácticas sociales como determinadas unilateralmente por la posición que los sujetos ocupaban en el terreno de la producción. Estas concepciones, sumadas a las que sostenían la noción de externalidad de la política en relación a la clase obrera hicieron que la izquierda terminara compartiendo nociones axiales de la cultura política dominante (Mazzeo, 2004).
Es cierto, entonces, que las nuevas condiciones en que se expresa la relación capital-trabajo exigen formas renovadas y originales de intervención política, capaces de dar cuenta de la diversidad y del carácter plural de los nuevos sujetos (de la clase). Sin embargo, creemos que todavía continúa en la cabeza de los trabajadores (obreros y empleados) insertos en las distintas variantes de actividades regidas por la lógica de reproducción capitalista (y más allá de las nunca saldadas discusiones en torno a si están en la esfera de la producción o de la circulación de bienes y servicios), la capacidad de librar batallas decisivas, vinculadas a los nudos centrales de disputa en el capitalismo “realmente existente”.
Poniendo entre paréntesis la antigua disputa por descubrir el “núcleo duro” del sujeto capaz de enfrentar la dominación capitalista, lo que parece más relevante es luchar por construir, en todos los terrenos posibles, los canales apropiados para permitir la participación efectiva y consciente de todos los sectores sociales oprimidos por las formas de dominación capitalista dominantes, cuando tal participación es necesaria, cuando es imperativa. Porque la experiencia enseña que son muchas las personas que quieren participar en las grandes decisiones (de su lugar de trabajo, de su gremio, de su barrio, de su ciudad, de su país), en aquello que define cuestiones importantes que pueden afectarlas en su vida cotidiana o en sus perspectivas futuras. Cuanto más cercano y directo es el asunto que le incumbe a una persona, mayor suele ser su propensión a involucrarse de algún modo y a reclamar activamente su derecho a decidir.55 Esto se puede ver claramente en los momentos de crisis, o en los francamente insurreccionales, como pasó en Argentina desde diciembre de 2001 hasta los primeros meses de 2002, cuando enormes cantidades de personas salieron a las calles a ejercer con su cuerpo su potestad decisional.
c. Más allá del altruismo evangélico y la “labor terapia”
Por eso es indudable que hay que combatir con fuerza el sustituismo extremo de los formatos clásicos de representación –que acotan al mínimo o, incluso, anulan, la potestad decisoria de las mayorías– y procurar la apertura de ámbitos genuinos de participación popular, donde se decida aquello que verdaderamente cuenta, en terrenos que superan las definiciones de “social”, “político”, “cultural”, “gremial”, etcétera. En
55 En este punto, discrepamos con la postura de un grupo activo en el movimiento asambleario argentino, los rosarinos de “gradocero”, que en un documento afirman: “La “singularidad” de la asamblea quizá sea, justamente, que es un espacio de “autoorganización abstracta”, que no surge a partir de una tarea específica. Nunca se sabe del todo qué rumbo puede ir tomando una asamblea, si su próxima actividad será una compra comunitaria, un escrache, una encuesta o la participación en una marcha. La asamblea puede funcionar como el espacio donde uno va para encontrarse con otros y generar espacios de “autoorganización específica” (por ejemplo, las comisiones de trabajo) surgidos, éstos sí, a partir de una actividad concreta”. Tomado del sitio de internet http://www. argentina.indymedia.org/news.
tal sentido, la autonomía puede concebirse como el poder de decidir y ejecutar políticas (Cieza, 2002), ya que lo que siempre está en juego es la definición del sentido de la vida en común.
Pero hay que distinguir las situaciones en las que no hay delegación que valga, como son los picos de crisis, de movilización intensa o insurreccionales, de las etapas en que hay que gestionar lo cotidiano. Es difícil perpetuar los momentos catárticos de la crisis, donde el impulso de la acción participativa no se delega, porque al estadio máximo de tensión le sigue siempre el tiempo de reflujo, en el cual se decanta el núcleo activo “movilizador y movilizado” y aparecen las formas de delegación. Por eso es improbable que, llamando al reunionismo activista y desilusionándose luego por la escasez de convocatoria, o apelando a un grado de conciencia de larga maduración se resuelva la compleja cuestión de la acción colectiva.
que lo hayamos hecho, y que lo sigamos haciendo, porque es la base sin la cual nunca avanzaremos en el camino de la emancipación. Pero es importante que sepamos que con eso solo no alcanza. Nos falta pensar y experimentar formas efectivas y realistas de gestión de lo social a gran escala. Nos falta encontrar la forma de vincularnos a la política estatal, e incluso a la electoral, sin que ellas nos terminen absorbiendo. Creo que ésta es la pregunta del millón, no sólo en Argentina, sino en muchos otros países, donde la protesta social y el activismo están más vivos que nunca (como en Italia, Francia o España, e incluso EEUU y Canadá), y sin embargo, en el plano de la alta política, parece que no pasara nada. Vamos por el buen camino, y desde el 19 y 20 (diciembre 2001) hemos caminado un largo trecho; pero quizás haya que reconocer que estamos mucho más atrás de lo que pensábamos, y que nos falta mucho por inventar. Un anticapitalismo efectivo no puede quedarse en la denuncia permanente, o en la mera crítica testimonial: es necesario que desarrollemos alternativas posibles, que tengan sentido para las personas comunes (y no sólo para nosotros los activistas) sin por ello perder su radicalidad“ (Adamovsky, 2003).
Más probable es que la cuestión clave pase, en cambio, por librar la “batalla intelectual y moral” para superar las barreras que impone el sistema dominante y, a su vez, imaginar, impulsar y poner en práctica canales específicos que permitan expresar las opiniones y elecciones en torno a los asuntos relevantes y aportar verdaderamente a la construcción de lo decisivo. Se trata, en suma, de recrear el espacio de la “polis” como ámbito de decisión de todo aquello que importa, y de romper con la falaz división entre lo económico-privado y lo político-público.
Haciendo un balance de la experiencia de las asambleas barriales, Ouviña (2004) aporta una reflexión interesante:
La lucha por la defensa y expansión de ‘espacios públicos no estatales’ se fue convirtiendo en motor activador de la dinámica vecinal. Esto ha estado vinculado a la gestación de una nueva subjetividad, constituyente de relaciones que restablecen un sentido comunitario y desprivatizador en la propia vida cotidiana en ese territorio en disputa que es el barrio. En este sentido, se han logrado generar proyectos materiales que intentan afianzar la autonomía del colectivo barrial con respecto a la lógica capitalista, potenciando la capacidad humana del hacer. Las revitalizadas comisiones de trabajo y economía solidaria apuestan a desoír –no sin dificultades y tentaciones– las ‘loas’ mercantiles y estatalistas que pugnan por desarticular o domesticar los embriones de autogestión asamblearia, plasmados en emprendimientos productivos, de distribución y consumo de diferente envergadura.
Esta experiencia es, leída en términos de las formas anticipatorias gramscianas, de una riqueza incuestionable. Porque subraya el profundo espíritu gregario y de acción colectiva que anida en amplios segmentos de la población. Pero también es preciso considerar que la gran mayoría de las personas –atribuladas por el padecimiento cotidiano de ganarse la vida– no suele participar en forma gené rica, es decir, por el solo interés de “participar”, sino a través de canales y situaciones concretas, cuando entiende que su involucramiento activo cobra algún
lectivamente en función del conjunto, superando la centralidad del poder”. Pero aquí vale la advertencia del referente del movimiento social, Guillermo Cieza (2003): “combinar adecuadamente decisiones tomadas democráticamente con asignación horizontal de responsabilidades garantizando una ejecución coherente (en tiempo y forma), representa un problema, la cuestión de la democracia horizontal”.
sentido. A partir de estas realidades definidas es que se abre la posibilidad de expresión y contribución democrática para la elabo ración de las estra tegias de resolución de los problemas comunes. Para que esta posibilidad no se frustre es preciso generar, con hechos, el conv en cimiento de que las acciones en caminadas a modificar la realidad son el resultado de la propia part icipación junto a la de otros y no, en el mejor de los ca sos, la consecuencia de una “interpre tación” por parte de la dirig encia.58 Y también que la participación apunta a modificar realidades que trasciendan la inmediatez del ámbito en el que se actúa. De lo contrario, las acciones pueden quedar atadas a la no despreciable –en tanto ética– labor de las organizaciones no gubernamentales y los diversos tipos de voluntariados sociales, pero poco aportarán a los cambios fundamentales que el impulso autonómico propicia.
Porque no se trata sólo de “participar”, a la manera de deber moral impuesto por la solidaridad con el igual o con el más débil (rasgo, por ejemplo, de la caridad del buen cristiano), o de labor-terapia para ocupar el tiempo libre o ensayar nuevas formas de afectividad y lazos
58 Refiriéndose a la experiencia de la Coordinadora de Organizaciones Populares Autónomas (COPA), Cieza (2003) señala que “ésta es una experiencia muy nueva, que tiene menos de un año, pero que nos permitió comprobar que efectivamente hay una reivindicación común de la autonomía asentada en seis pilares básicos: lucha, autogestión, democracia, formación, solidaridad y horizontalidad. Esos principios organizativos no sólo son acuerdos, son vivencias en cada movimiento. Por lo que cualquier integrante de un movimiento autónomo a lo mejor no puede explicar satisfactoriamente un concepto, pero seguro está convencido (con ese convencimiento que solo da la práctica y su revisión) de que sin lucha no se hacen valer derechos ni se puede cambiar nada, de que siempre tenemos que tratar de sostener por nosotros mismos las actividades del movimiento y los proyectos productivos o comunitarios, de que las decisiones se toman entre todos y en las asambleas, de que hay que capacitarse para opinar con fundamento, de que toda nuestro trabajo tiene el sentido solidario de hacer entre todos para que todos podamos salir adelante, de que no tenemos jefes, sino compañeros a los que se les delega responsabilidades”.
sociales, aunque estas modalidades no tengan, en sí mismas, nada de censurable. Lo que parece adquirir un sentido más trascendente, sin embargo, es la participación, el involucramiento activo en tanto disputa por la definición y la ejecución de acciones clave para el conjunto social del que se forma parte.
d. La delegación por confianza
Por otro lado, la participación no puede excluir el concepto básico de confianza, que incluye también algún grado de delegación60 en distintos niveles y acciones. Esto vale tanto a la hora de conformar organizaciones “políticas” capaces de aunar la más amplia apertura a la expresión autónoma y activa del conjunto de sus miembros, como a las gestiones efectivas desde las estructuras de poder. Sin sentido de pertenencia a un colectivo –por compartir ideales, metas, perspectivas, intereses o proyectos– y confianza básica en la integridad y buena fe de sus miembros, no hay posibilidad de acción colectiva relevante alguna. Porque ninguna sociedad –ni grupo asociativo– puede evitar contar en alguna medida con la buena voluntad y un sentido en común de sus integrantes. El hecho es que los abusos que pudieran llegar a cometer los designados para la realización de determinadas tareas pueden conjurarse con mecanismos de control definidos y, además, son menos posibles bajo las formas de participación autogestiva plena y generalizada que bajo cualquier otra forma de organización de tipo representativo-jerárquica.
60 Aguitton (2002) plantea que las nuevas formas de articulación de la lucha mundial se caracterizan por el funcionamiento en redes y el consenso, y son proclives a una forma de delegación que supone que quienes conocen mejor una problemática, porque les es propia, sea a quienes se les “deleguen” ciertas tareas o que conduzcan las definiciones centrales atinentes a aquella.
Pero el desafío mayor es lograr constituirlos y hacerlos perdurar como forma alternativa de relación social (y política), y no como mera ilusión militante de un grupo que se encierra sobre sí mismo al no poder replicar, en seres de carne y hueso, su convocatoria libertaria moralmente superior.
Aquí resulta especialmente relevante –y esperanzadora- la observación de Ouviña (2004):
Numerosos vecinos que quizás no participan más, físicamente, de la asamblea de su barrio, mantienen todavía una vinculación permanente con ella a través de variadas redes de intercambio y apoyo que exceden en demasía a la propia reunión semanal. A tal punto esto es así que en varias ocasiones, ocurre que el arraigo territorial de la asamblea es inversamente proporcional a la cantidad de miembros que la componen.
La “delegación por confianza” es también un concepto práctico cuya dimensión teórica aún no ha sido suficientemente explorada. Un punto central a dilucidar, siempre en situaciones concretas, es en qué medida la delegación es una actitud de reconocimiento a la labor de otros en beneficio común, que se suple con formas activas de solidaridad cuando ésta es pertinente, o es un mero desentendimiento de las responsabilidades propias en la gestión que involucra al colectivo. La experiencia argentina es rica para abordar en detalle esta cuestión. Por ejemplo, en
de Condorcet”) han subrayado la dificultad de hacer aparecer un criterio y un mecanismo democráticos que permitan pasar de la expresión individual de las opciones a un “optimum social”. Una de las cuestiones previas sería saber qué se entiende por esto: se sabe que el optimum llamado de Pareto implica que ningún individuo se sienta humillado por una elección (aunque sea preferido por millares de otros individuos…). Amayrta Sen, y bastantes otros con él, han señalado la pobreza de una definición del optimum y de las aproximaciones basadas sobre un tal “individualismo metodológico”. La ampliación de los horizontes (en los procedimientos de decisión por búsqueda de consenso en muchas cuestiones); las prioridades de formación (para reducir los efectos de la delegación del poder y permitir una mejor conducción de las elecciones); la reducción de las diferencias de riqueza y de formación y más ampliamente el acceso de todos a los medios de información y de existencia de base (para no convertir en formal la igualdad de oportunidades y de derechos fundamentales)…todos son elementos que han sido subrayados como exigencias éticas, colectivas, puntos de apoyo sólidos de una democracia económica”.
el caso de los movimientos piqueteros, ha estado muy presente desde su origen la necesidad de la participación concreta en cortes y movilizaciones para obtener los subsidios y recursos pretendidos por todos, especialmente en el momento en que esa actividad movilizatoria apunta a la obtención de lo reclamado. En este sentido, sólo sería admisible la “delegación” por parte de quienes tienen motivos atendibles (ancianos, enfermos, mujeres solas con muchos hijos, etcétera) para no participar en las acciones colectivas. También es comprensible que la organización distribuya las ventajas que obtiene entre quienes, pudiendo hacerlo, se implicaron en su consecución. Aquí hay que considerar, además, que el origen de los piqueteros se remite al imperativo de interpelar en forma activa al Estado para que provea los recursos mínimos de subsistencia, expropiados por la propia política económica gubernamental y en ausencia de políticas que brinden una verdadera cobertura universal. Otra discusión pendiente, sin embargo, es hasta qué punto la participación piquetera, tal como se la conoció en la mayoría de las agrupaciones existentes, pudo eludir la reproducción de las lógicas clientelares que acompañan históricamente las prácticas políticas predominantes entre los sectores populares, impulsadas por los aparatos partidarios burgueses. La autonomía, equivalente a la facultad de decidir sin condicionamientos externos de ningún tipo, es un territorio a conquistar más que una cualidad natural a dejar fluir. Se gana en el proceso de lucha y en el debate ideológico que le otorga sentido.
En el caso de las fábricas recuperadas, el origen de la acción colectiva ha sido la necesidad de preservar una fuente de trabajo amenazada, situación que afecta en forma directa al conjunto de personas involucradas. Aquí se hace palpable que la participación de los interesados en la acción colectiva es imprescindible. El problema, más profundo y complejo, se plantea a la hora de definir tareas y responsabilidades para poner en marcha el tipo de actividad de que se trata, lo que involucra, en muchos casos, conocimientos especializados de no tan sencillo traspaso. El surgimiento de estas experiencias se liga a la debacle productiva que el modelo neoliberal provocó en Argentina. También su supervivencia quedó atada a las posibilidades de interpelar al Estado y a otras organizaciones sociales para procurarse recursos legales y materiales que permitieran la continuidad de la experiencia.
Las asambleas barriales constituyen, en cambio, el caso más puro de acción colectiva en común encaminada a producir cambios que, se los reconozca así o no, involucran la dimensión de la representatividad y la política. Son una forma de construcción de un vehículo apto para canalizar demandas y anhelos sociales, alternativo al formato tradicional –y desgastado– de los partidos políticos. Su irrupción en la escena pública no en vano coincidió con un momento de agudísima crisis de la representación política tradicional (diciembre de 2001) y de devastación económica inédita en el país, con masas de hambrientos hurgando la basura en busca de alimento. No es casual, tampoco, que una parte significativa de los asambleístas autoconvocados fueran ex militantes o simpatizantes de partidos o agrupaciones políticas (en general, de izquierda) de los cuales se alejaron, pero que conservaron el anhelo de volver a integrar un colectivo capaz de actuar en el terreno de la praxis social. Y otra porción se correspondiera con el tipo de personas sensibles frente al sufrimiento ajeno y que se plantearan la acción voluntaria y solidaria como opción de vida. Lo que nos deja abierto un interrogante: las asambleas ¿podrían encuadrarse como una suerte de nuevo voluntariado social o como un proto-partido diferente a los formatos tradicionales? ¿O aportarán, acaso, a la construcción de un “espacio público no estatal” de nuevo tipo?
En Argentina, la llegada al poder político del Estado del movimiento político encabezado por el ex presidente Néstor Kirchner, abrió nuevos escenarios e interrogantes para las prácticas autónomas como las descriptas. Porque junto a la recuperación económica y el crecimiento del empleo, desde la conducción estatal se respondió a ciertas demandas históricas de los movimientos populares, a la par que se desplegó una clara estrategia para subsumir en la mediación estatal la potencialidad radical y autónoma de aquellos. Este proceso está en plena disputa y exige más que nunca la comprensión y análisis riguroso del complejo escenario abierto, por parte de los militantes populares de raigambre autonomista.
Breve reflexión final
Uno de los principales aportes de los movimientos autónomos es el haber puesto en cuestión y debate la naturaleza de los espacios donde se define lo colectivo, donde se discuten y confrontan intereses, percepciones, sueños, metas, ideales de organización de los asuntos comunes. Y dónde y cómo, sobre todo, se toman las decisiones que afectan la vida de todos y todas. La política, al desbordar los márgenes estrechos del Estado, cobra una dimensión más amplia y más rica y gana potencialidad emancipatoria.
Si la discusión sobre la democracia –y las llamadas “transiciones”– cobró centralidad tras la debacle de las dictaduras latinoamericanas en los ochenta, los estragos causados por las recetas neoliberales de los noventa abrieron nuevos senderos de prácticas e interrogaciones acerca de su significado en la región. Quedó así expuesto que la democracia no es sólo una forma de debate y toma de decisiones, opuesta al autoritarismo y valorable porque en ella puede participar la totalidad de quienes conforman el colectivo que la sostiene, sino algo mucho más importante aún. Porque si hay una activa, amplia y efectiva participación popular, la resolución colectiva será el resultado genuino de las preferencias establecidas como mejores o prioritarias entre todos y así sostendrán su validez. Está claro también que la “cuestión democrática” no se agota en los procedimientos institucionalizados, ni éstos tienen un formato unívoco. Con reglas formalmente democráticas se pueden llegar a tomar decisiones reaccionarias, si en la conformación de las definiciones colectivas prevalecen visiones regresivas. La clásica cuestión de la ideología y de la disputa intelectual y moral por el sentido de la acción colectiva está en la base de esta problemática. Lo decisivo, sin embargo, es que solo una verdadera promoción de la más amplia participación popular y el estímulo incesante al involucramiento consciente y activo en los “asuntos comunes”, solo una efectiva expansión de instancias autónomas de gestión de lo colectivo en cuestiones centrales, solo un ejercicio regular y obstinado de prácticas en ámbitos comunes de distinto tamaño y alcance, pueden poner freno a soluciones lesivas para los sectores populares. De ahí, entonces, la impugnación a la idea de que el formato representativo es la única forma válida de articulación democrática en las sociedades complejas. Porque es precisamente la complejidad, expresada en la multiplicidad de voces, la diversidad de miradas, la maraña de cuestiones y problemas, la densidad de intereses en disputa, la que reclama una expansión de formatos democráticos, de constelaciones autónomas, que se vayan articulando a partir del respeto a su singularidad y en virtud de aquello que tienen de común.
Las prácticas autónomas, horizontales, de democracia directa, tienen un vasto territorio a desbordar desde cada lugar donde se libra una batalla por ampliar derechos, por construir espacios alternativos de disputa “intelectual y moral”, por desplegar prácticas anticipatorias del mundo que se aspira construir. Tienen, también, el enorme desafío de coordinarse, de entrelazarse, de poder pensar y conformar una totalidad que las trascienda, a la vez que las incluya y contenga en su diversidad. Dependerá, entonces, de la capacidad de librar batallas cada vez más importantes y articuladas que se haga materialmente factible ese horizonte de autonomía y emancipación por el que se lucha.
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