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Ante las crisis de las izquierdas en Argentina, Brasil, Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Nicaragua, México, Chile y demás países de nuestro continente Abya Yala: Pensar las autonomías. Alternativas de emancipación al capital y al estado

Varios autores :: 04.09.18

Ezequiel Adamovsky, Claudio Albertani, Benjamin Arditi, Ana Esther Ceceña, Raquel Gutiérrez, John Holloway, Francisco López Bárcenas, Gilberto López y Rivas, Massimo Modonesi, Hernán Ouviña, Mabel Thwaites Rey, Sergio Tischler, Raúl Zibechi, Gustavo Esteva .
No se trata de copiar experiencias, porque va a fracasar, sino de conocer y estudiar para mirar a su lado, a su familia, a sus vecinos, a sus colegas y amistades y descubrir nuevos lenguajes desde la autonomía y debida distancia de los partidos e instituciones que insisten en arrojarnos los anzuelos para traernos de vuelta a las garras del poder de derecha o de izquierda. Ante crisis, ajustes y reajustes, es la hora de las hormigas.

Pensar las autonomías
Alternativas de emancipación al capital y el Estado

Ezequiel Adamovsky, Claudio Albertani, Benjamin Arditi, Ana Esther Ceceña, Raquel Gutiérrez, John Holloway, Francisco López Bárcenas, Gilberto López y Rivas, Massimo Modonesi, Hernán Ouviña, Mabel Thwaites Rey, Sergio Tischler, Raúl Zibechi, Gustavo Esteva

EDICIONES
Bajo tierra ediciones

Pensar las autonomías
-1ª ed.- México D.F.: Sísifo Ediciones, Bajo Tierra, 2011.
294 p.; 20.5 x 14 cm.
Diseño de cubierta: Miguel Ángel Sánchez Macías
Corrección y revisión de planas: jóvenes en resistencia alternativa
Tipografía y diseño editorial: Sísifo Ediciones
Traducción de “Las grietas y la crisis del trabajo abstracto” de John Holloway: Isabel Clara Harland De Benito
Primera edición, 2011
© Bajo Tierra Ediciones, División Editorial de Sísifo Ediciones
Lago Tláhuac No. 4-12. Col. Anáhuac, C.P. 11320, Miguel Hidalgo, D.F.,
México ISBN:
www.espora.org/jra www.sisifoediciones.blogspot.com
Contacto y distribución: bajotierraediciones@gmail.com

Pensar las autonomías de autoria colectiva publicado bajo la licencia legal de creative commons –Atribución–no derivadas 2.5 México.
Eres libre de copiar, distribuir y comunicar públicamente esta obra bajo las siguientes condiciones:
* Al reutilizar o distribuir la obra, tienes que dejar bien claro los términos de la licencia de la misma.
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* Nada en esta licencia menoscaba o restringe los derechos morales del autor.

índice
Prólogo.
Bajo Tierra Ediciones-jóvenes en resistencia alternativa . . . . . . . . . . . . . . . .
I. El largo camIno dE las autonomías
1. El Concepto de la autonomía en el marxismo contemporáneo.
Massimo Modonesi . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
2. “Flores Salvajes”. Reflexiones sobre el principio de autonomía.
Claudio Albertani . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
3. Las autonomías indígenas en América Latina.
Francisco López Bárcenas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
4. Autonomías indígenas, poder y transformaciones sociales en México.
Gilberto López y Rivas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
5. Otra autonomía, otra democracia.
Gustavo Esteva . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
II. antagonIsmo y contradIccIón En las autonomías
6. La autonomía: entre el mito y la potencia emancipadora.
Mabel Thwaites Rey . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
7. Problemas de la política autónoma: pensado el pasaje de lo social a lo político.
Ezequiel Adamovsky. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
8. Las zonas grises de las dominaciones y las autonomías.
Raúl Zibechi . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
9. Especificidades y desafíos de la autonomía urbana desde una perspectiva prefigurativa.
Hernán Ouviña . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

III. más allá dEl capItal y El Estado
10. Agitado y revuelto: del “arte de lo posible” a la política emancipatoria.
Benjamin Arditi. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
11. Las grietas y la crisis del trabajo abstracto.
John Holloway. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
12. El quiebre de la subjetividad de la forma Estado y los movimientos de insubordinación.
Sergio Tischler. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
13. Sobre la autorregulación social: imágenes, posibilidades y límites.
Raquel Gutiérrez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
14. De los desafíos y los nudos.
Ana Esther Ceceña . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .  

Introducción
Durante la década que termina, el debate sobre las autonomías ha abierto un campo fértil de discusión sobre las alternativas sociales, políticas y productivas al capitalismo desde innumerables experiencias locales surgidas desde abajo. Dichos procesos cuestionan al capital como forma de organización humana, ya que en ellos se entretejen embrionariamente relaciones horizontales, cooperativas y de reciprocidad, además de una enorme diversidad de formas alternativas productivas, democráticas y de gestión de los bienes comunes y naturales. En ocasiones, quienes luchan, se organizan, resisten, crean y construyen estos experimentos de reorganización social desde abajo, aluden a la palabra autonomía para nombrar esas prácticas.
Estos procesos cuestionan la forma capital y su obsesiva compulsión de buscar la máxima ganancia a toda costa, pero cuestionan también de manera radical la democracia liberal que se ha cristalizado como dogma hegemónico, como forma política dominante.
Esto no significa que las posibilidades de emancipación que se abren desde ese rechazo no estén atravesadas por límites y contradicciones. De hecho, alrededor de esto ha emergido un enorme debate para reconocer estas dificultades y pensar en posibles caminos de superación. Aunque los cuestionamientos, desacuerdos y discusiones son muchos y diversos, nombramos sólo algunos de ellos: a) la pertinencia, eficacia y posibilidades de la toma del poder del Estado como vía de cambio social; b) la necesidad, viabilidad y posibilidad de organizarse para esta estrategia en alguna forma organizativa unitaria, en especial, la forma partido; c) las posibilidades, límites y contradicciones de las experiencias sociales alternativas locales que por todo el mundo germinan pero cuya principal crítica es que no alcanzan a ser un proyecto de totalidad de cambio, especialmente como proyectos de transformación nacional, los cuales tienden a situarse en el terreno de la micropolítica.
Por otro lado, desde quienes reivindicamos la autonomía, pareciera haber una comprensión multidimensional, compleja y polisémica del significado de ella, que va desde la independencia de la clase política y sus partidos, hasta una forma organizativa de los pueblos indios; desde una forma de expresión de la protesta social hasta la posibilidad de la autorregulación generalizada de distintas colectividades. Esta rica discusión significa para nosotras y nosotros una reflexión primordial, no en el sentido académico, teórico o abstracto sobre las autonomías, sino un debate decisivo para la acción política hoy, para el sentido del cambio social, de la transformación radical, e incluso, de las alternativas civilizatorias al capital y al Estado. Es en suma, un esfuerzo pequeño, por abrir y acelerar la reflexión de las rutas de emancipación con que contamos y con las que podemos imaginar, considerando que compartimos la premisa de que la reflexión es un momento de la lucha misma
En nuestro proceso de organización colectiva varias intuiciones fueron tomando forma y fueron complejizándose con la práctica, a partir del encuentro y diálogo con una multiplicidad de resistencias y luchas sociales nacionales e internacionales, así como con el pensamiento crítico. Estas intuiciones –que son las de muchos otros– han ido armando una forma de comprensión en diversas dimensiones y niveles de la autonomía como:
la autonomía como forma de hacer política: que cuestiona la
subordinación, autoritarismo, jerarquía y heteronomía de la forma partido y Estado, radicalizando la crítica al poder mismo, a las relaciones de dominio en la cotidianidad, en la lucha política y entre movimientos y fuerzas sociales. Es un cuestionamiento a las relaciones de poder entre la izquierda misma, a su viejo autoritarismo y a su forma de hacer política, proponiendo en oposición –no sin contradicciones– la horizontalidad y la autodeterminación como algunas de las bases de una política alternativa.
la autonomía como diversidad, potencia y posibilidad: que
cuestiona la totalidad y unidad si son consideradas como homogeneidad y dominio- por más anticapitalista o de izquierda que sean-, como cuestionamiento de la vieja política, como potencia basada en las colectividades autogestivas, autodeterminándose y autorregulándose en innumerables posibilidades de lucha, de organización y creatividad.
La autonomía como prefiguración: que vislumbra y practica hoy, las formas que sustituirán a las relaciones de dominio y explotación. Que critica la estrategia de cambio social aplazada hacia el mañana –después de la toma del poder- y radicaliza la estrategia de REVOLUCIÓN HOY, considerando que desde ahora funcionan y pueden operar relaciones humanas alternativas fuera de la lógica estatal y del capital, formas que prefiguran desde ya, un mundo otro.
la autonomía como horizonte emancipatorio: que permite discutir e imaginar desde las prácticas y potencias existentes hoy, un cambio radical de las formas de producción, distribución y consumo, y un cambio radical también de las formas de toma de decisiones sobre lo común. Que permite visualizar un mundo de redes de colectividades autorreguladas, un tejido de autodeterminaciones, federaciones de autonomías libres del capital, en relación simbiótica con el mundo no humano, pero también libres de las formas de dominación, opresión, centralización, homogeneización y monopolización estatales.
Así, el debate en la izquierda mundial, la discusión entre quienes reivindicamos la autonomía y la reflexión propia como pequeño proceso colectivo de organización y resistencia han detonado innumerables preguntas y dudas sobre la viabilidad y los caminos de la emancipación en las que la autonomía es apenas para nosotros una posibilidad abierta. Todo ello ha motivado la preparación de este libro, considerando además que:
Nos parece primordial desmontar los paradigmas dominantes del pensamiento hegemónico, pensando en ocasiones a contracorriente –o a contrapelo- del propio discurso de la izquierda, divulgando modos, formas, ideas y debates muy otros.
Creemos firmemente que son necesarias y urgentes herramientas para la transformación social emancipadora, teóricas y prácticas, estratégicas y organizativas, del pasado y del presente, locales y globales, por lo que cualquier aporte en ese camino fortalece nuestra resistencia al capital y al Estado y permite nutrir los caminos de emancipación.
Metodológicamente además, la intención de este debate no es crear un nuevo paradigma, dogma o plan sobre el cambio social, sino abrir el pensamiento a numerosas posibilidades y potencias del camino de las autonomías, pero también de sus peligros, riesgos, contradicciones, incertidumbres y dudas. Más que un manual del cambio- como en los viejos tiempos- se ha reunido una serie de coordenadas, señales, pistas y signos, difusos e incompletos, pero que una y otra vez deben intentar ser contestados y reformulados críticamente. Así entendemos la reflexión sobre la emancipación.
Partimos además de la urgencia de la reconstrucción de la memoria, del diálogo entre el hacer y el sistematizar la experiencia, de la reflexión desde la práctica y la comprensión del pasado y de su actualización como algunas de las fuentes para un pensamiento alternativo e indispensable para construir un mundo otro.
Basados en todas las premisas anteriores le hemos pedido a catorce académicos, teóricos, activistas, pensadores, con lo cuales hemos podido encontrarnos en diferentes niveles de intensidad en proyectos o acciones puntuales. Ellas y ellos han respondido con trabajos inéditos, con textos que han sido modificados, enriquecidos o actualizados para esta publicación, o con trabajos ya realizados pero que siguen siendo un aporte relevante en la discusión.
Hemos decidido agrupar los trabajos en tres grandes apartados. El largo camino de las autonomías en el cual reivindicamos tres grandes corrientes o fuerzas históricas que hace ya tiempo vienen debatiendo sobre la autonomía: el marxismo, el anarquismo y los pueblos indígenas latinoamericanos. Todos los textos generan un diálogo pasado- presente, un recorrido por el desarrollo del debate de las autonomías, enmarcado en luchas, sueños, divisiones, reivindicaciones y teorizaciones de innumerables procesos sociales teóricos y prácticos. El objetivo de estos textos es a la vez de recuperación de la memoria, de índole didáctica pero, en especial, de problematización de la autonomía desde la diversidad. Así, Massimo Modonesi construye un hilo histórico entre el concepto teórico y las luchas desde el marxismo a lo largo de más de un siglo. Claudio Albertani hace lo equivalente en un panorámico recorrido desde el pensamiento libertario. El caso de los pueblos indios ha sido enriquecido por tres problematizaciones y visiones distintas del origen, posibilidades y desarrollo de las luchas indias por autonomía, desde los trabajos de Francisco López Bárcenas, Gilberto López y Rivas y Gustavo Esteva.
Antagonismo y contradicción en las autonomías reúne los trabajos de Mabel Thwaites, Ezequiel Adamovsky, Raúl Zibechi y Hernán Ouviña. Este segundo apartado ha intentado problematizar desde distintas visiones el desarrollo práctico de procesos de construcción autónomos: desde las contradicciones de la horizontalidad, hasta la relación con el Estado hoy, desde la tendencia al aislamiento y la micropolítica de los procesos autónomos y de las dificultades de una política alternativa frente al Estado, hasta los límites de construcción autónoma en las urbes. Son textos, que, agrupados, problematizan a las autonomías, para enriquecernos de sus contradicciones, límites y vacíos.
Por último, muy pronto pudimos ver que la discusión sobre la emancipación pasa necesariamente por pensar las autonomías pero también por pensar más allá de ellas, requiriendo de nuevas epistemologías, críticas a la forma Estado, formas de propiedad y organización e incluso, como ya muchos sabemos, nuevas formas de entender la revolución y la misma emancipación. Por ello hemos reunido los trabajos de Benjamín Arditi, John Holloway, Sergio Tischler, Raquel Gutiérrez y Ana Esther Ceceña en Mas allá del capital y el Estado como una colección de herramientas críticas para poder impensar, repensar y pensar un mundo otro.
Pensar las autonomías ha sido posible por la generosidad de las y los catorce autores que colaboraron y creyeron en este proyecto, en esta apuesta por aportar al debate sobre las emancipaciones desde el terreno de la autonomía. Agradecemos también a SÍSIFO Ediciones el otro pilar y sostén de este proyecto y, por supuesto, a Isabel Clara Harland De Benito y al trabajo y empeño de jóvenes en resistencia alternativa y sus colaboradores, que son la base de este sueño.
BAJO TIERRA EDICIONES
jóvenes en resistencia alternativa

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el concepto de autonomía en el marxismo contemporáneo1
Massimo Modonesi
El concepto de autonomía, que aparece con frecuencia en los planteamientos de diversos movimientos antisistémicos y en el debate sobre las alternativas al capitalismo en nuestros días, tiene entre sus antecedentes y orígenes políticos y teóricos una larga tradición de pensamiento marxista.
Al mismo tiempo, su significado fue oscilando entre distintas acepciones y sólo en contadas ocasiones fue objeto de desarrollos teóricos sistemáticos. Entre ellos destaca el de Socialismo o Barbarie (SoB), un
1 Massimo Modonesi es Doctor en Estudios Latinoamericanos. Miembro del Comité de Redacción de la revista Memoria y Director de la revista osal de clacso. Autor del libro La crisis histórica de la izquierda socialista mexicana (2003) y de El Partido de la Revolución Democrática (2009) y de numerosos artículos sobre teoría marxista y movimientos sociales latinoamericanos. Coordinó, con Elvira Concheiro y Horacio Crespo, el libro El comunismo: otras miradas desde América Latina (2007); con Claudio Albertani y Guiomar Rovira, el libro La autonomía posible. Reinvención de la política y emancipación (2010). De próxima publicación, el libro Subalternidad, antagonismo y autonomía. Marxismos y subjetivación política. Correo: modonesi@hotmail.com
grupo político de nítida inspiración marxista revolucionaria que, en la Francia de los años cincuenta, colocó este concepto en el centro de su reflexión política, buscando asociar y articular las dos principales acepciones que circulaban en el debate marxista previo: la idea de autonomía como emergencia del sujeto socio-político y la de autonomía como característica del proceso y del horizonte emancipatorio propiamente dicho, es decir de la construcción del socialismo.
autonomía, independencia y emancipación en el pensamiento de marx
La presencia y la utilización del concepto de autonomía en el marxismo es, sin duda, difusa y variada.
Siendo una palabra de uso mucho más común y frecuente que las de subalternidad y antagonismo, en su acepción lingüística general, como sinónimo positivo de independencia, permite su utilización, por parte de Marx y Engels, en numerosos y diferentes planos descriptivos, que van de la autodeterminación de los pueblos a la pérdida de autonomía del obrero frente a la máquina, pasando por la autonomía relativa del Estado y la teorización del bonapartismo. Por otro lado, una noción de autonomía, aún en ausencia de referencias nominales, puede rastrearse en las reflexiones de Marx sobre el trabajo vivo y la formación de la subjetividad obrera en la bisagra entre ser social y conciencia social. Por último, el concepto ocupa un lugar fundamental cuando explícitamente designa la independencia de clase, la autonomía política del proletariado, la auto-actividad, selbsttätigkeit en alemán.
Al mismo tiempo, en la medida en que una acepción específica de autonomía se desprende del uso teórico y político del concepto por parte de los anarquistas, a los ojos de Marx y de los marxistas, la palabra queda desacreditada en su calidad prescriptiva, orientadora en el plano de las definiciones y del proyecto político. En un artículo sobre la idea de autoridad, Engels expresa claramente este rechazo a la idea libertaria de la autonomía como principio ordenador y como valor absoluto.
Es, pues, absurdo hablar del principio de autoridad como de un principio absolutamente malo y del principio de autonomía como de un principio absolutamente bueno. La autoridad y la autonomía son cosas relativas, cuyas esferas varían en las diferentes fases del desarrollo social. Si los autonomistas se limitasen a decir que la organización social del porvenir restringirá la autoridad hasta el límite estricto en que la hagan inevitable las condiciones de la producción, podríamos entendernos; pero, lejos de esto, permanecen ciegos para todos los hechos que hacen necesaria la cosa y arremeten con furor contra la palabra (ver, Engels, 1873).
Este rechazo a la idea de autonomía como esencia, método y forma de las luchas y del proceso emancipatorio será una constante en la concepción marxista de la política como correlación de fuerzas, en la cual la autonomía figura como un dato siempre relativo de construcción de la independencia del sujeto-clase que no tiene valor en sí sino en función de la relación conflictual que configura. Sin embargo, más allá de la polémica con el anarquismo, Marx y Engels aceptaban y promovían la idea del comunismo como realización de una autonomía social e individual, aún sin nombrarla como tal, en forma de “una asociación en que el libre desarrollo de cada uno condicione el libre desarrollo de todos” (Engels y Marx, 1985: 129) y de una sociedad regida por el principio de “¡De cada cual, según sus capacidades; a cada cual según sus necesidades!” (Ibíd.: 14), y la posterior superación de la necesidad: “el reino de la libertad” (Ibíd.: 1044). Desde este ángulo, la autonomía integral podía ser considerada un punto de llegada, la autorregulación de la sociedad futura, textualmente, la condición-situación de autodeterminación en la que los sujetos establecen las normas a las que se someten, la negación positiva de la heteronomía y la dependencia. En este sentido, Marx y Engels distinguían un principio de auto-determinación válido para caracterizar el objetivo, pero no los pasajes del proceso de la emancipación, entendido como contraposición y lucha; es decir relacional y, por lo tanto, irreductible a esferas o ámbitos totalmente separados e independientes, que implicaba asumir la exterioridad de la clase trabajadora de la relación de dominación y del conflicto que la atravesaba.
Por otra parte, tampoco la idea de autogestión –una noción específica de autonomía obrera surgida a mediados del siglo xx– figura en el ideario marxiano y, sin embargo, Marx abordó una temática afín, la de las cooperativas asumiendo una postura claramente polémica que, si bien reconocía su valor como “creaciones autónomas” (Bourdet, 1977: 57-74), desconfiaba de su carácter localizado y de su relación con el Estado y el mercado porque consideraba que podían tener sentido anti y poscapitalista sólo después del triunfo de la revolución socialista y en la medida en que el modelo cooperativo pudiera extenderse a la escala de la sociedad en su conjunto.
Sin embargo, en una acepción más general y laxa, como sinónimo de independencia de la clase proletaria, la noción de autonomía aparece en forma constante y reiterada en el centro de las preocupaciones políticas de Marx y Engels en relación con la formación de la clase como construcción política. En esta dirección recita el Manifiesto: “el movimiento proletario es el movimiento autónomo de una inmensa mayoría en interés de una mayoría inmensa” (Marx y Engels, 1988: 120). En estos términos generales, como adjetivo calificativo más que como sustantivo, la idea de autonomía ronda el pensamiento político de Marx y Engels como un pasaje fundamental del proceso de emancipación que sólo será si es obra de los trabajadores mismos, es decir expresión de su poder autónomo. Sólo con este significado relativo a una condición que posibilita un ejercicio de poder, el concepto aparece en sentido prescriptivo –siendo expresión de la existencia de la clase para sí– y se inserta en una lógica procesual que se expresa con mayor precisión en la idea de autonomización y de construcción y ejercicio de poder que en las de independencia o autonomía a secas, asumiendo, con Thompson, que la clase (el sujeto) no se forma para después luchar, sino que se forma en la lucha. Aún en ausencia de una explicitación conceptual, esta acepción abre la puerta a la valoración de los procesos de subjetivación correspondientes a la incorporación de la experiencia de la emancipación, empezando por sus albores, la condición de independencia relativa a la emergencia y la formación de la clase.
En conclusión, aún en medio de las suspicacias derivadas de las polémicas con el anarquismo, la idea de autonomía aparece como una pieza importante del engranaje categorial marxiano: como principio de ruptura política, como expresión de emergencia, poder de la clase para sí; y, solamente en segundo plano y con mayor ambigüedad conceptual, como una forma de la futura sociedad comunista.
Veamos cómo, sobre estas bases, el debate marxista posterior retomará esta problemática.
la idea de autonomía en el debate marxista
El tema de la autonomía ha sido indiscutiblemente el que, entre los tres que nos ocupan, más debates y polémicas ha suscitado al interior del marxismo a raíz de la apertura semántica de la palabra y su mayor grado de oscilación conceptual.
Mabel Thwaites (2004: 17-22), escribiendo a la luz de la experiencia argentina de 2001-2002, indica cinco acepciones posibles del concepto: autonomía del trabajo frente al capital (autogestión), autonomía del sujeto social frente a las organizaciones partidarias o sindicales, frente al Estado, frente a las clases dominantes (ideológica) y, por último, la autonomía social e individual (como modelo de sociedad). Esta tipología puede ser reordenada a la luz de los debates marxistas correspondientes. La primera definición es sin duda fundamental, pero podría y debería incluir un horizonte más amplio que el de la autogestión, que abarque los procesos de autonomización del trabajo vivo que, como vimos a partir de las intuiciones de Marx, desarrolla el obrerismo italiano, en general y, en particular, Negri bajo el concepto de autovalorización. La segunda, de origen anarquista, desaparece como tal de cara a los planteamientos marxistas sobre el papel del sindicato y del partido y se traslada al problema de la relación entre “espontaneidad y dirección consciente”, para usar la fórmula de Gramsci. La tercera es de otro orden –táctico-estratégico, en función de la confrontación con la dominación burguesa– y por lo tanto no equivalente a nivel teórico en la medida en que, en un sentido amplio, existe un consenso de principio que corresponde a la formación de la clase para sí y del partido como expresión de la autonomía política de los trabajadores frente al Estado y a las clases dominantes y como crisol de su autonomía ideológica –la cuarta acepción señalada por Thwaites–. Por otra parte, la quinta dimensión, la más problemática y menos generalizada al interior del marxismo, no deja de vincularse a la primera, es decir a la autogestión en relación a lo social, pero a la vez, se despliega fuera del marxismo, como autonomía individual, tanto en las corrientes libertarias y, fundamentalmente, en el liberalismo y en el terreno de la psicología y el psicoanáli- sis. Por último, en esta tipología no aparece la noción de autonomía como proceso de subjetivación política relacionado con las experiencias de emancipación que iremos rastreando y argumentando y que no puede resumirse –aunque esté esbozada– en la idea de independencia de clase en su acepción clásica y tradicional y vinculándose tanto al tema del modelo de sociedad como de la autogestión.
En el fondo, los usos marxistas del concepto de autonomía pueden resumirse en dos vertientes: la autonomía como independencia de clase –subjetiva, organizativa e ideológica– en el contexto de la dominación capitalista burguesa y la autonomía como emancipación, como modelo, prefiguración o proceso de formación de la sociedad emancipada. La primera, desde Marx, constituye un pilar indiscutible del pensamiento marxista. La segunda –en sus matices– no es patrimonio común de los marxistas sino que ha sido, como veremos, desarrollada por algunas corrientes y autores. En las posibles articulaciones entre ambas encontramos el meollo del debate marxista contemporáneo y los caminos de una potencial apertura y consolidación conceptual.
Antes de adentrarnos en este terreno, no hay que olvidar que también, a nivel nominal, la palabra autonomía aparece estrechamente asociada a la problemática cultural y territorial de las autonomías locales y al problema de la autodeterminación de los pueblos y las autonomías locales. Este uso aparece constantemente en la literatura marxista y contribuye a la pérdida de especificidad del concepto en otros planos teóricos. Para poner un ejemplo sobresaliente, el artículo de Paul Lafargue (1881) titulado “La autonomía” está centrado en el tema del Estado y el territorio y, sólo en última instancia, se refiere a la descentralización productiva con tonos polémicos que asocian las propuestas pequeñoburguesas a las anarquistas. En general, Lafargue defiende la centralización en contra de las autonomías y, con una ironía totalmente francesa, critica el carácter impreciso del concepto: “Hay tantas autonomías como omelettes y morales, no es un principio eterno, sino un fenómeno histórico”.
Al mismo tiempo, recordemos que la línea crítica en contra del autonomismo anarquista –basado en la exaltación de la espontaneidad y la acción directa– no dejará de ser una constante en el debate marxista del siglo xx. A modo de ejemplo, es ilustrativa la contundencia polémica de los argumentos de León Trotsky (1921) en un artículo titulado Las lecciones de la Comuna:
La pasividad y la indecisión se vieron favorecidas en este caso por el principio sagrado de la federación y la autonomía. […]
Si el particularismo y el autonomismo democrático son extremadamente peligrosos para la revolución proletaria en general, son aún diez veces más peligrosos para el ejército. Nos lo demostró el ejemplo trágico de la Comuna. […]
Por medio de sus agentes, sus abogados y sus periodistas, la burguesía ha planteado una gran cantidad de fórmulas democráticas, parlamentarias, autonomistas, que no son más que los grilletes con que ata los pies del proletariado e impide su avance.
En efecto, una sola acepción de autonomía, la de independencia de clase heredada del Manifiesto, constituye un pilar teórico y aparece constantemente en sentido positivo en función de un pasaje fundamental en la construcción del movimiento revolucionario. Por ejemplo, Rosa Luxemburgo (1915), en La crisis de la socialdemocracia, escribe:
Su papel, como vanguardia del proletariado militante, no es ponerse a las órdenes de las clases dirigentes en defensa del Estado clasista actual, ni de apartarse silenciosamente esperando que pase la tempestad, sino de seguir en la autonomía política de clase, que en toda gran crisis de la sociedad burguesa golpea las clases dirigentes, empuja la crisis más allá de ella misma.
En la óptica de los procesos de subjetivación política, las intuiciones de Rosa Luxemburgo resultan particularmente fecundas en la medida en que, aún sin pasar por el concepto de autonomía que se reservaba para al debate sobre la cuestión de las nacionalidades, insiste en el “movimiento mismo” de la clase (Luxemburgo, 1969: 47) de la clase y en la espontaneidad como recurso –“la coordinación espontánea de los actos políticos conscientes de una colectividad” (Ibíd.: 48)– apuntando hacia la experiencia –“la lucha cotidiana” (Ibíd.: 61)– como factor fundamental de diálogo entre el ser social y la conciencia social.6 Al mismo tiempo, en medio de las polémicas suscitadas por sus posturas, Rosa Luxemburgo será una –sino no la principal– fuente de inspiración de las corrientes marxistas que con mayor énfasis incorporarán la idea de autonomía como emancipación.
En efecto, el debate suscitado por las posturas de Rosa Luxemburgo se volvió medular en la medida en que el tema de la espontaneidad producía y produce cortocircuitos en el marxismo en la medida en que, con la excepción de la “apertura” operada por Rosa Luxemburgo, dominaban las posturas que lo asociaban con la inconciencia y que, desde Kautsky hasta Lenin, sostenía la necesidad de su superación por medio de una intervención exterior del partido, de la vanguardia consciente. La trayectoria de Trotsky –del consejismo al bolchevismo centralista y finalmente a un bolchevismo pluralista– en este debate es una muestra de diversos matices que puede asumir la valoración de la combinación entre espontaneidad y conciencia y su traducción estratégica y organizativa.
La tendencia dominante a la identificación entre espontaneidad y autonomía –versus el anarquismo– llevó a que al interior del marxismo contemporáneo el tema de la autonomía de clase, como principio de separación, fuera un supuesto aceptado; y a que la idea de autonomía como emancipación, como objetivo o como proceso de autodeterminación progresiva fuera patrimonio sólo de perspectivas y corrientes específicas. En esta última acepción, con excepción de los casos que mencionaremos más adelante, el concepto de autonomía no ha sido objeto de
6 Ver en particular el debate con Lenin sobre el partido bolchevique Luxemburgo (1969: 41-63); Luxemburgo (2003; 1995). Guérin (s/f) avanza una problematización comunista libertaria del pensamiento de Rosa Luxemburgo. Para lecturas luxemburguistas, ver Basso (1977) y Geras (1980).
teorizaciones específicas aún cuando ha estado presente como referencia constante, con diversos alcances y grados de apertura.
En esta línea, sería el llamado consejismo –inspirado en las intuiciones de Rosa Luxemburgo– la corriente marxista que con más convicción e insistencia articularía la idea de autonomía de clase en función de su realización concreta como expresión de poder y de autodeterminación, no tanto ni sólo como principio de existencia subjetiva –de fundación política de la clase– para sí o en función de su expresión en la forma partido, sino como la valoración de la acción de masas, de la “espontaneidad consciente” y, en particular, de la apropiación inmediata de los medios de producción.
En esta corriente, aún sin aparecer siempre a nivel nominal, el concepto de la autonomía se vincula con las prácticas y las experiencias de autodeterminación realizadas en los consejos obreros. Vimos la aparición de este planteamiento en el pensamiento del Gramsci precarcelario, en la etapa del Ordine Nuovo, así como veremos su expansión teórica en las reflexiones de Socialismo o Barbarie promovidas por Cornelius Castoriadis y prolongadas en el debate francés de los años setenta sobre la autogestión.
El marxismo consejista inspirado en el modelo de los soviets de las revoluciones rusas de 1905 a 1917, forma una línea de pensamiento que atraviesa la historia del marxismo del siglo xx. Sus orígenes arrancan por lo tanto con las reflexiones de Lenin, Trostky. Encuentra en Rosa Luxemburgo una teorización importante. Pasa por otras teorizaciones bolcheviques sobre la gestión de la economía socialista entre 1918 y 1921, así como por las reflexiones ligadas a las experiencias de ocupaciones de fábricas en Hungría en 1919, en Italia entre 1919 y 1920, en la huelga en Gran Bretaña y los delegados de fábrica entre 1918 y 1920 y en los Consejos en Alemania en los mismos años. Se desarrolla en las aportaciones de los años treinta de los trotskistas, de Mao sobre los soviets en Tsinkiang y Kiangsi, de la revolución española, del comunismo libertario y, en particular, de la corriente holandesa del Comunismo de los Consejos encabezada por Anton Pannekoek y Paul Mattick; posiblemente la más sistemática y radical en este terreno. Después de la segunda guerra mundial, el consejismo encontrará otros afluentes en las prácticas de autogestión como forma institucional en Yugoslavia y en Argelia, pero también como formas de resistencia en las rebeliones obreras en Polonia, Alemania oriental y en Hungría. Por último, en los años sesenta, el florecimiento de los debates marxistas volverá a animar las preocupaciones consejistas en Italia y, como veremos en detalle, en Francia.
Toda la producción teórica del consejismo gira alrededor de la idea de autonomía social y política de la clase trabajadora como conjunto de prácticas y de experiencias de autodeterminación que se despliegan en dirección de la ocupación y autogestión de las fábricas. Al mismo tiempo, esta centralidad no se traduce en una teorización del concepto de autonomía en cuanto tal.
Veamos algunos pasajes conceptualmente significativos de la obra de Anton Pannekoek, el mayor exponente del consejismo más radical, del consejismo como corriente política distinta y separada.
En un texto de 1938, en un párrafo que ilustra claramente la postura anti partidaria de esta corriente, el acento es puesto en la noción de autoactividad:
Las viejas formas de organización, el sindicato y el partido político, y la nueva forma de los consejos (soviets), pertenecen a fases diferentes en el desarrollo de la sociedad y tienen diferentes funciones. Las primeras tienen que afianzar la posición de la clase obrera entre las otras clases dentro del capitalismo, y pertenecen al periodo de capitalismo expansivo.
La última ha de asegurar la dominación completa de los obreros, para destruir al capitalismo y sus divisiones de clase, y pertenece al periodo del capitalismo en declive. En un capitalismo ascendente y próspero, la organización de consejos es imposible porque los obreros están completamente ocupados en el mejoramiento de su condición, lo cual es posible en ese periodo a través de los sindicatos y de la acción política. En un capitalismo decadente que navega en la crisis, estos esfuerzos son inútiles y la fe en ellos sólo puede estorbar el aumento de la autoactividad de las masas. En tales periodos, de elevada tensión y de revuelta creciente contra la miseria, cuando los movimientos de huelga se propagan por países enteros y golpean las raíces del poder capitalista, o cuando, siguiendo a guerras o a catástrofes políticas, la autoridad gubernamental se desmorona y las masas actúan, las viejas formas organizativas fracasan contra las nuevas formas de autoactividad de las masas (Pannekoek apud. Bricianer, 1975: 294-295).
En 1946, en Los Consejos Obreros, el único libro de Pannekoek y la culminación de su pensamiento, las nociones de autodeterminación, autoliberación, autogobierno, autoreglamentación y autoeducación se repiten y se vinculan las unas con las otras:
El gran paso decisivo en el progreso de la humanidad, la transformación de la sociedad que está ahora en ciernes, consiste esencialmente en una transformación de las masas trabajadoras. Sólo se la puede realizar mediante la acción, mediante la rebelión, por el esfuerzo de las masas mismas. Su naturaleza esencial es la autoliberación de la humanidad. […]
Los consejos obreros son la forma de autogobierno que en tiempos futuros reemplazará a las formas de gobierno del viejo mundo […]
La autodeterminación de los trabajadores acerca de la acción de lucha no es un requerimiento planteado por la teoría, por argumentos de practicabilidad, sino afirmación de un hecho que surge de la práctica. […]
Además, en mayor medida, por la primera aparición de nuevas formas de autoorganización de los trabajadores en lucha, conocidas con el nombre de soviets, es decir, consejos. […] (Pannekoek, s/f)
Y este cambio corresponde también a un cambio económico que no es impuesto por un orden venido del exterior, sino que es resultado de la autodeterminación de la humanidad trabajadora, que con toda libertad reglamenta el modo de producción según su propia concepción.
En este texto, el concepto de autonomía aparece en sólo dos ocasiones:
Las fuerzas de la solidaridad y la devoción ocultas en ellos sólo esperan a que aparezca la perspectiva de grandes luchas para transformarse en un principio predominante de la vida. Además, incluso las capas más reprimidas de la clase trabajadora, que sólo se unen a sus camaradas en forma vacilante deseando apoyarse en su ejemplo, sentirán pronto que también crecen en ellas las nuevas fuerzas de la comunidad, y percibirán también que la lucha por la libertad les pide no sólo su adhesión sino el desarrollo de todos los poderes de actividad autónoma y confianza en sí mismos de que dispongan. Así, superando todas las formas intermedias de autodeterminación parcial, el progreso seguirá decididamente el camino de la organización de consejos. […] (Pannekoek, 1938).
La autoliberación de las masas trabajadoras implica pensamiento autónomo, conocimiento autónomo, reconocimiento de la verdad y el error mediante el propio esfuerzo mental.
En ambos casos, la palabra no ocupa un lugar central, es adjetivo y no sustantivo, aún cuando el problema al que alude es el eje alrededor del cual gira la concepción consejista de Pannekoek.
La constatación de que el concepto no fuera objeto de teorización por parte del marxista holandés, es corroborada por el hecho de que, años después, en un intercambio epistolar con Socialismo o Barbarie –que abanderaba explícitamente la idea de autonomía–, Pannekoek no abusará del término, manteniéndolo circunscrito a la idea de “poder autónomo” y “acción autónoma” en la primera carta y de “autonomía de las decisiones”, “autogobierno” y “autogestión” en la segunda (cEdIncI, 2009: 75-76).
la contribución de Socialismo o Barbarie
Las reflexiones elaboradas en el seno del grupo Socialismo o Barbarie, en los años cincuenta y sesenta en Francia resultan de gran relevancia teórica en la medida en que articulan las nociones de autonomía como independencia y como emancipación en función del conjunto de dinámicas subjetivas correspondientes, lo cual constituye una perspectiva original en el seno del debate marxista y un referente fundamental para desarrollar las connotaciones y el alcance subjetivo del concepto.
Una idea se convirtió en el eje de la reflexión de SoB y una postura original al interior del debate marxista: “el socialismo es la autonomía”. Ésta constituye el ámbito principal de la lucha de clases en el capitalismo en la medida en que éste pretende negarla sin lograrlo, dejando intacto su potencial como tendencia subversiva. La inversión lógica se traduce en una perspectiva analítica: sólo desde la autonomía se puede ver y entender la dominación capitalista.
La idea y el proyecto de autonomía son entendidos como punto de partida y de llegada, como instrumento y como proceso. La autonomía era asociada al ejercicio de un libre albedrío colectivo –en conflicto permanente con la heteronomía de la alienación promovida por el capitalismo moderno– y aparece en SoB como medio y como fin de la lucha espontánea del proletariado en su vida cotidiana y en todos los aspectos de la vida social, iniciando por el terreno más inmediato de la explotación que es el lugar de trabajo y desembocando en un nueva organización de la sociedad, en la emancipación del proletariado:
El socialismo sólo puede instaurarse por la acción autónoma de la clase obrera, no es otra cosa que esta acción autónoma. La sociedad socialista no es otra cosa que la organización de esta autonomía, que a la vez la presupone y la desarrolla (Chaulieu, 1957: 168).
La acción autónoma es el principio, el medio y el fin; es la condición, el instrumento y el resultado del socialismo. Retomando los términos clásicos, la independencia de clase –entendida como práctica de autodeterminación– no es un dato sino un proceso de emancipación que desemboca en el socialismo, un proceso caracterizado por experiencias de emancipación. Abusando de los imperativos categóricos para fortalecer la originalidad y el carácter polémico de sus afirmaciones, SoB pone en el corazón de la dinámica política a la autonomía entendida como propiedad o característica del sujeto y la acción y, al mismo tiempo, la despliega como proceso emancipatorio que pasa por, pero no termina en el socialismo; sino que el socialismo amplía y “organiza”. Este enfoque, con todas sus aristas, articula la noción de autonomía-independencia de clase con la de autonomía-autodeterminación como horizonte emancipatorio. La autonomía no es sólo un recurso ni un mero escenario de emancipación, sino un proceso impulsado por un recurso y un recurso desarrollado por un proceso.
Como corolario, y aquí termina configurándose la originalidad de la perspectiva de SoB, el concepto de autonomía se asienta en la idea de experiencia que había avanzado Lefort en 1952. La autonomía es, por lo tanto, un proceso emancipatorio de carácter subjetivo, que se realiza en la medida en que se despliega la emancipación subjetiva a partir de las experiencias de autodeterminación. Dicho de otra manera, la autonomía representa el proceso de subjetivación correspondiente a las experiencias de emancipación.
En este sentido, se justifica y se entiende la sistemática valoración –e inclusive la exaltación e idealización– de la espontaneidad por parte de SoB en la medida en que en ella se expresa la práctica autónoma; ésta se convierte en experiencia autónoma, la cual a su vez, es la base para nuevas prácticas y acciones autónomas. Este ciclo de producción y reproducción de la autonomía es la clave del proceso revolucionario y del despliegue de la emancipación. La autonomía es, por lo tanto, concebida por SoB como un horizonte emancipatorio que se construye en el presente por medio de la lucha y se proyecta hacia una nueva forma social. En este sentido, se formula como un dispositivo prefigurativo y performativo del socialismo entendido como “movimiento real”: performativo en la medida en que la autonomía orienta las luchas y prefigurativo porque éstas anticipan la forma de la sociedad futura, es decir “representa” a la sociedad socialista.
Coherentemente con su confianza en la capacidad autónoma del sujeto revolucionario, SoB argumentaba la necesidad de eliminar la llamada “transición al socialismo” mediante la inmediata disolución de todas las formas burguesas (por ejemplo, la diferenciación salarial) y tendencialmente del Estado, en general, bajo el principio de que el socialismo es libertad; es decir, autonomía de los productores asociados.
Para SoB, el origen de la burocratización en la urss se identificaba con la pérdida de autonomía de los soviets frente al partido y al Estado. De allí que se concluyera que la expropiación de los capitalistas era sólo la mitad negativa de la revolución proletaria, la otra parte positiva tenía que ser la dictadura económica del proletariado que promovía y realizaba en los hechos la disolución del Estado desde el principio.
Fiel a la tradición soviet, las formas concretas de la autonomía son delineadas por Castoriadis en términos relativamente “clásicos” de gestión obrera por medio de Consejos de fábrica los cuales se articularían a nivel nacional en una Asamblea general y en un Gobierno de los Consejos (Ibíd.: 167-168). Sin embargo, esta formulación institucional, inspirada en la experiencia trunca de los soviets, es considerada por Castoriadis, coherentemente con el enfoque de SoB, como una forma “adecuada” y no “milagrosa” siendo que ninguna solución legal garantizaba lo que sólo la acción autónoma de la clase podía realizar. En esto SoB se posicionaba explícitamente en contra del “fetichismo estatutario” y también del “espontaneismo anarquista”.
Por otra parte, aún sosteniendo la democracia directa a partir de las “células sociales” de los lugares de trabajo, a partir de la transparencia, la información y el conocimiento, Castoriadis defendía la necesidad de cierto nivel de centralización que no fuera delegativo sino expresión del poder obrero (Ibíd.: 168). Como ya señalamos, el problema de la autonomía se relacionaba tradicional y lógicamente con el tema de la organización política, es decir al tema del partido. Si bien SoB –en sintonía con sus orígenes en el bolchevismo trotskista– defendía el papel histórico de la vanguardia y de la organización partidaria para la difusión de la conciencia y los objetivos de lucha antiburocrática, pensaba en su inmediata disolución al interior de los “organismos autónomos de la clase” en el proceso revolucionario:
Una tal organización no puede no desarrollarse más que preparando su encuentro con el proceso de creación de organismos autónomos de las masas. En este sentido, aunque se puede decir que representa la dirección ideológica y política de la clase en las condiciones del régimen de explotación, hay que decir también y sobre todo que es una dirección que prepara su propia supresión, por medio de su fusión con los organismos autónomos de la clase, desde que la entrada de la clase en su conjunto en la lucha revolucionaria hace aparecer en la escena histórica la verdadera dirección de la humanidad, que es ese conjunto de la clase misma (Socialisme ou Barbarie, 1949: 34-35).
A pesar del uso mítico de la idea del “conjunto de la clase” como sujeto de la historia, SoB asumía el problema de su organización interna y proponía una democracia obrera basada en el pluralismo interno (fracciones) y la revocación de mandatos en aras de un ejercicio directo del poder que evitara toda forma de delegación y burocratización.
Aún en el largo texto de Adiós al marxismo de Castoriadis presenta algunos puntos que, paradójicamente, precisan y profundizan la idea de autonomía. En particular, ésta aparece ligada a la noción de praxis:
Podemos decir que, por la praxis, la autonomía del otro y de los otros es a la vez el fin y el medio; la praxis es lo que apunta al desarrollo de la autonomía como fin y utiliza para ese fin a la autonomía como medio. […]
Lo que llamamos política revolucionaria es una praxis que tiene como objeto la organización y la orientación de la sociedad en vista de la autonomía de todos y reconoce que ésta presupone una transformación radical de la sociedad que no será, a su vez posible más que por el despliegue de la autonomía de los hombres (Castoriadis, 1975: 112-115).
Aparecen aquí de forma explícita tres pilares del pensamiento de SoB. En primer lugar, la autonomía como praxis, lo cual alude a la experiencia y la subjetivación política. En segundo lugar, la articulación de su duplicidad: como medio y como fin, como proceso y como acontecimiento. En tercer lugar, se vuelve a mencionar la circularidad y la interdependencia entre presente y futuro, entre la orientación de las luchas de hoy y la forma de la sociedad del mañana. La autonomía está en el principio y en el final del proceso; en términos clásicos es independencia de clase y socialismo, y de esta manera se vuelve el conjunto del proceso, en la medida en que los seres humanos –a partir de su capacidad autónoma– lo protagonizan.
Al mismo tiempo, junto a una intuición y un planteamiento original y enriquecedor, se vislumbran los elementos de cierta confusión conceptual derivada de la ausencia de una clara distinción entre autonomía y autonomización, entre horizonte emancipatorio y proceso de emancipación. Una distinción necesaria para que se visualice plenamente la articulación que SoB esboza a grandes rasgos:
Queremos mostrar la posibilidad y explicitar el sentido del proyecto revolucionario, como proyecto de transformación de la sociedad presente en una sociedad organizada y orientada en el sentido de la autonomía de todos, esa transformación siendo efectuada por la acción autónoma de los hombres tal como son producidos por la sociedad presente (Op. citp.: 116).
La última parte de la cita revela uno de los pasajes más problemáticos de lo formulado por SoB: “los hombres tal como son producidos por la sociedad presente”. Siguiendo el razonamiento de SoB ¿se trata de los hombres alienados por la heteronomía o los portadores de la autonomía? Ambas figuras aparecen en el análisis de SoB como tipificaciones contrapuestas sin aclarar la convivencia o el pasaje de una a otra, asumiendo la autonomía como una calidad intrínseca que aparece o de- saparece mágicamente. Ahora bien, aunque se asuma la viabilidad del pasaje o se suponga la existencia de la calidad, el planteamiento de SoB se basa en un automatismo, en un dispositivo mecánico. En los equilibrios y las ponderaciones al interior del pensamiento de SoB, el énfasis hacia la autonomía como movimiento real conduce a un mero reconocimiento de las ataduras alienadas y heterónomas (diríamos subalternas), como dato social que la autonomía tiende a rebasar, sin que se les otorgue un peso y un lugar específicos y sin que constituya un problema teórico y político fundamental.
Como muestra de esto, las consideraciones pesimistas sobre la despolitización y la privatización de la vida, de 1959 en adelante, aparecen como exteriores a la lógica del pensamiento autonomista de SoB, como su contraparte contradictoria, una interferencia inaceptable y, de alguna manera, devastadora en la medida en que desmantela no sólo el optimismo que regía la propuesta sino la propuesta misma, desembocando en el abandono del marxismo y la disolución del grupo.
En términos teóricos, la apuesta hacia la autonomía desdibuja la subalternidad, desequilibra el planteamiento, lo coloca en el terreno de un esencialismo autonomista que obstruye la capacidad de visualizar la complejidad y la profundidad de su contraparte subalterna situada al interior de las relaciones de dominación, con lo cual se disuelve el proceso en un salto, en un brinco hacia la autonomía. En este sentido, la ausencia de nociones como autonomía relativa –que maneja, por ejemplo, implícitamente Gramsci al referirse a la autonomía integral– o autonomización, contribuye a crear una noción absoluta, un esencialismo y un imperativo que fomentan la confusión conceptual y teórica que subyace al planteamiento de SoB.
Sin embargo, al margen de estas consideraciones, la reflexión de SoB no deja de ser relevante porque ofrece una elaboración marxista del concepto de autonomía que combina explícitamente dimensiones fundamentales: el principio de independencia, el horizonte y el proceso emancipatorio con las implicaciones subjetivas que les corresponden. Dato, instrumento y proceso se funden en una sola perspectiva.
En esta articulación, particularmente significativa a nivel conceptual, resulta el ángulo de análisis de los procesos de construcción subjetiva ligado a las dimensiones de la emancipación y el poder: la perspectiva de la subjetivación autonómica, anclada en la noción de experiencia, resultado de un diálogo entre ser social y conciencia social. Si bien ésta, por sí sola, deja descubiertos otros aspectos de la conformación subjetiva, al mismo tiempo, esta acepción coloca potencialmente el concepto de autonomía al lado de las nociones de subalternidad y antagonismo como una faceta fundamental de la desigual y combinada construcción de los sujetos políticos en el marco de la dominación, por medio del conflicto, en el camino hacia la emancipación.
el autonomismo
A la par del marxismo consejista, entendido en un sentido amplio, surgirá una vertiente explícitamente autonomista, la cual sin mayores desarrollos teóricos que los de Negri y los de Castoriadis que veremos más adelante, defiende el principio de la autonomía como criterio de caracterización de los movimientos tanto en sus dinámicas organizativas como en sus proyecciones emancipatorias. Por ejemplo, Harry Cleaver (2004: 25-65) entiende la autonomía en un sentido amplio, en relación a todos los movimientos históricos que impulsaron luchas emancipatorias que no se concretaron en formas estatales, institucionalizadas o burocráticas. En este sentido, la autonomía designa a toda expresión de resistencia a la dominación que se manifieste espontáneamente, sin mediaciones. Desde una perspectiva similar, George Katsiaficas, a partir de la idea luxemburguiana y gramsciana de “espontaneidad consciente”, delimita el campo del movimiento autónomo de la siguiente manera:
A diferencia de la Social Democracia y el Leninismo, las dos corrientes principales de la izquierda en el siglo veinte, los Autónomos están relativamente libres de cargas ideológicas rígidas. La ausencia de toda organización central (o incluso de cualquier tipo de organización primaria) ayuda a mantener la teoría y la práctica en constante interrelación. De hecho, la acción precede a los Autónomos, no las palabras, y es el cúmulo de acciones descentralizadas, generadas por pequeños grupos en función de sus propias iniciativas, lo que impide una sistematización de la totalidad del movimiento, primer paso cuando se quiere desmantelar cualquier sistema. No existe una organización única que pueda controlar la dirección de las acciones que se toman desde la base. Aún cuando los Autónomos no tienen una ideología unificada y nunca ha habido un manifiesto del movimiento, sus planteamientos evidencian que luchan “no por ideologías, no por el proletariado, no por el pueblo”, sino (en el mismo sentido en que las feministas lo plantearon por primera vez) por una “política de la primera persona”. Ellos quieren la autodeterminación y la “abolición de la política”, no el liderazgo de un partido. Quieren destruir el sistema social existente porque lo consideran la causa de la “inhumanidad, la explotación y la monotonía cotidiana” (Katsiaficas, s/f).
Obviamente definiciones de esta naturaleza se acercan tanto al comunismo libertario y al anarquismo, que entran en varios aspectos en ruta de colisión con postulados del marxismo. En este umbral, las fronteras entre corrientes se hacen porosas.
De hecho, en nuestros días, esta acepción es propia de corrientes políticas que se autodenominan autonomistas y que se reivindican siempre menos del marxismo o que estiran y abren su marco teórico contribuyendo a la confusa proliferación de neo y post-marxismos, cuyos perímetros escapan a definiciones precisas y rigurosas.
La idea de autonomía como horizonte de emancipación vuelve a aparecer con una frecuencia e intensidad sorprendente a inicio de milenio, asociada a un retorno del pensamiento libertario y del anarquismo en coincidencia con las movilizaciones altermundistas pero también con una nueva oleada de reflexiones marxistas, neo o post. Aparece, por otra parte, explícitamente en el proyecto del neozapatismo en México a partir de 1994, pero vinculada a la temática de la autodeterminación territorial y socio-cultural indígena más que a la formación de subjetividades anticapitalistas y, con una explícita apertura hacia un horizonte emancipatorio integral, en los movimientos argentinos de 2001-2002, en un mayor apego a las preocupaciones clásicas sobre la autonomía como liberación, suscitando una producción teórica particularmente fecunda y un conjunto de estudios empíricos sobre los procesos de subjetivación política correspondientes.
Además del Negri de la Multitud, cuyas ideas ya hemos analizado, un ejemplo destacado y ampliamente reconocido del pensamiento surgido de estas experiencias es el de John Holloway, quien asume el desafío de la comprensión de la dinámica de la subjetivación en términos muy similares a los que estamos destacando.16
En su libro más conocido, Cambiar el mundo sin tomar el poder, Holloway desarrolla una importante y polémica reflexión teórica, partiendo del análisis de la dominación como fetichización –el proceso de separación del hacedor de su hacer– y asumiendo la distinción spinoziana entre poder sobre y poder hacer, como contraposición entre subordinación y no-subordinación:17
Es importante tener en mente que todas las sociedades de clase descansan en la subordinación de los trabajadores insubordinados, por lo tanto en la violencia: lo que distingue el capitalismo de las otras sociedades de clase es la forma que toma la subordinación, el hecho de que está mediada por la libertad (Holloway, 2002: 258).
El poder hacer es para Holloway la medida de la emancipación entendida como autodeterminación, como autonomía:
Nuestra lucha es claramente una lucha constante por escaparnos del capital, una lucha por espacio, por autonomía, una lucha por aflojar la correa, para intensificar la des-articulación de la dominación (Ibíd.: 270).
En un ensayo reciente, este autor asume explícitamente una postura autonomista “negativa” rechazando el planteamiento obrerista por ser “positivo”, es decir, por plantear una recomposición subjetiva, cuando
Holloway sostiene, por el contrario, la necesidad de un sujeto anti-iden-
(2007). En particular, ver los balances sobre el autonomismo argentino en Ouviña (2009). Por último, para una comprensión del autonomismo en el contexto de la historia argentina reciente, ver las obras de Svampa (2005; 2008). 16 Sobre la trayectoria intelectual de Holloway, ver Altamira (2006: 181-263). 17 Ver Holloway (2002), este libro fue objeto de un extenso debate y de una intensa polémica. No entraremos aquí en sus aspectos más álgidos en la medida en que no corresponden a los propósitos de nuestro estudio. Parte significativa del debate puede verse en Holloway (2006).
titario, un movimiento de negación permanente, una dialéctica negativa.
Por otra parte, la concepción de Holloway (2006: 5; 8; 11) apunta a una idea de proceso en donde la autonomía es un proyecto y un movimiento:
No hay autonomía, no hay autodeterminación posible dentro del capi- talismo. La autonomía (en el sentido de autodeterminación) sólo puede ser entendida como un proyecto que continuamente nos lleva en-contra y más allá de las barreras del capitalismo […].
Cada paso es prefiguración de la meta: autodeterminación social […]
El impulso a la autodeterminación connota un movimiento constante, una búsqueda constante, un experimentar.
En este sentido, la autonomía es una experimentación pero no una experiencia en la medida en que no es, ni siquiera acaba siendo. Lo real sería, para Holloway (2002: 271), el anti poder, la lucha. Esto se traduce en una negación –el grito– que se presenta en los intersticios de las luchas cotidianas:
La lucha por la autonomía es el rechazo de la dominación, el no que reverbera de una forma u otra, no sólo en los lugares de trabajo sino, ubicuo, en toda la sociedad.
Al mismo tiempo, la idea del “más allá” implica una salida –por medio de la negación– de la interioridad de la relación de dominación.
Desde la óptica que estamos proponiendo, el sugerente itinerario teórico trazado por Holloway –aún compartiendo las principales coordenadas conceptuales– opera un salto teórico en la medida en que funde el adentro y el afuera, el contra y el más allá, el poder hacer al anti poder, la negación con la afirmación. En este sentido, la polaridad entre la subalternidad (fetichismo y poder sobre) y la autonomía (emancipación y poder hacer) subsume al poder contra, simplifi- cando el pasaje del conflicto y obviando la especificidad del antago- nismo. Así como en Negri, interioridad y exterioridad se sobrepo- nen. El contra y el más allá –insubordinación y no subordinación– se funden y se confunden. Se trata de una operación teórica que obstruye la visibilidad de una de las tres dimensiones fundamentales en la medida en que, por una parte, en términos analíticos, distingue dominación y emancipación diluyendo la especificidad del antagonismo; por la otra, en términos del proceso real, articula lucha y emancipación, pero separa y aísla la dominación (la fetichización o la subalternidad), eliminando su influencia y permanencia en los procesos de subjetivación política.
En el fondo, más que víctima del fantasma del idealismo esencialista, que Holloway elude insistiendo en el carácter relacional de la lucha de clases, su planteamiento está orientado a exaltar la emergencia de un potencial subjetivo de nítida orientación antisistémica más que a forjar herramientas conceptuales que permitan descifrar las contradicciones que atraviesan la conformación de las subjetividades políticas.
Sin la pretensión de mencionar y analizar a fondo todas las expresiones del consejismo y su extensión en el autonomismo contemporáneo –que merecerían un tratamiento monográfico actualmente inexistente– ni mucho menos la totalidad de las referencias implícitas al problema de la autonomía, podemos sintetizar, en primera instancia, el debate marxista en relación a dos dimensiones o acepciones de la noción. La primera, generalizada, de independencia social, política e ideológica del sujeto-clase y la segunda, menos difusa, que asume a la autonomía como emancipación, entendida como proceso, prefiguración o modelo de sociedad. Al interior de esta bifurcación, emergen distinciones y articulaciones que complejizan el debate. Por ejemplo, ambas acepciones –como independencia y como emancipación– incluyen una ambigüedad en la medida en que designan tanto un dato –el medio o el fin– como el proceso.
En efecto, la acepción que ubica la autonomía como independencia se asienta en una triple determinación real (social, política e ideológica) que el marxismo ha ido postulando tanto como:
• La autonomía-independencia como dato o como acontecimiento –como punto de partida o de llegada.
• La autonomía-independencia como condición o instrumento para la lucha.
• La autonomía-independencia como proceso de construcción subjetiva.
Al mismo tiempo, la acepción que vincula autonomía y emancipación –más polémica al interior del marxismo– puede ser desagregada de la misma manera y, al mismo tiempo, abrirse a una vertiente de análisis de los procesos de subjetivación que nos interesa destacar.
Conclusión
Este recorrido, pero en particular las aportaciones de SoB, sobre la idea de autonomía permiten desarrollar los alcances del concepto y especificar su contenido.
Por una parte, articulan su acepción como independencia de clase a partir de su separación de la clase dominante –el nacimiento del sujeto– asumiendo las implicaciones subjetivas de su formación permanente con la emancipación en su cuádruple dimensión: como medio, como fin, como proceso y como prefiguración. Por la otra, como contraparte de esta extensión procesual, relacionan la autonomía a una determinada forma de subjetivación política que se desprende de prácticas y experiencias de liberación, forjadas en el diálogo entre espontaneidad y conciencia.
En cuanto al primer aspecto, hay que recordar que la asociación de la autonomía a la emancipación acarrea los debates relativos a su ubicación entre presente y futuro, entre el énfasis sobre el valor en sí de las luchas autonómicas de hoy y el acento en la autonomía como autorregulación societal futura. Este último énfasis no implica forzosamente la existencia de un modelo, sino el reconocimiento del papel político de una abstracción, un mito –en la línea trazada por Georges Sorel (1972) y retomada por Gramsci y Mariátegui– un eco del pasado –como sugería Walter Benjamin– un horizonte de futuro y una utopía posible –el todavía no planteado por Ernst Bloch.
Por otro lado, como intento de articulación entre temporalidades, destaca la hipótesis de la prefiguración. En este caso la autonomía no designa sólo la forma de la sociedad emancipada del porvenir –el fin– o el significado de las luchas del presente –el proceso– sino que caracteriza su sentido y su orientación como anticipación de la emancipación, como representación en el presente de la liberación futura. En este sentido, se presente o no como modelo abstracto, como proyecto definido o como mito, la autonomía empieza a existir en las experiencias concretas que la prefiguran, dando vida a un proceso emancipatorio que adquiere materialidad si la entendemos, como Marx y Engels entienden al comunismo, como un “movimiento real que anula y supera el estado de cosas actual” (Marx y Engels). En esta dirección, la autonomía puede pensarse como sinónimo de comunismo, un sinónimo que apunta al método y al contenido libertario y democrático, una utopía procedimental que corresponde a la utopía substancial o material propia del comunismo.
Ya sea referente abstracto o experiencia concreta, la autonomía orienta un proceso real: la autonomización, el camino hacia la autonomía integral, plagado de autonomías parciales o relativas, lo cual supone el rechazo a todo autonomismo que comporte una idealización de una propiedad metafísica del sujeto.
En estos términos, la idea de la autonomía como proceso de emancipación contradictorio es sostenida por Mabel Thwaites (2004: 20) de la siguiente manera:
La autonomía es un proceso de autonomización permanente, de comprensión continuada del papel subalternizado que impone el sistema a las clases populares y de la necesidad de su reversión, que tiene sus marchas y contra-marchas, sus flujos y reflujos.
Por otra parte, si la autonomía es, por definición, la capacidad de establecer normas, es poder y, por lo tanto, se desprende de relaciones de poder; es poder entendido como relación y no como cosa u objeto, relación entre sujetos. La autonomía surge y se forja en el cruce entre relaciones de poder y construcción de sujetos. En esta intersección, la autonomía aparece como parte del proceso de conformación del sujeto socio-político, es decir como la condición del sujeto que, emancipándose, dicta sus propias normas de conducta.
En este sentido, pensando la democracia como “autodeterminación de la masa”, escribía Zavaleta (1989: 87):
[…] el acto de autodeterminación de la masa como momento constitutivo lleva en su seno al menos dos tareas. Hay, en efecto, una fundación del poder, que es la irresistibilidad convertida en pavor incorporado; hay, en otro lado, la fundación de la libertad, es decir, la implantación de la autodeterminación como una costumbre cotidiana.
Regresando a la doble acepción independencia-emancipación, evitando su petrificación temporal –es decir que una precede y es condición de la otra– podemos asumirlas como caras de la misma moneda, manifestaciones simultáneas de un mismo proceso.
En el debate marxista se ha asumido que la independencia de clase es una condición sine qua non para la maduración de una lucha de clases en la cual son representados los intereses de los oprimidos, la clase para sí. Sin embargo, también se ha considerado que esta condición es el resultado de un proceso de construcción subjetiva, es decir de una primera etapa de emancipación, de salida de la subalternidad. En este sentido, se justifica considerar que este primer peldaño de conquista de autonomía no necesariamente tiene que ser circunscrito a la emergencia del sujeto en un contexto de dominación, en su delimitación –escisión diría Sorel (1972: 124)– sino que se prolonga en el tiempo, en la circunstancias del conflicto hasta convertirse en la forma por excelencia de la sociedad emancipada.
Con esta connotación procesual, la idea de autonomía entra en el acervo marxista como una categoría fundamental para el análisis y la comprensión de los procesos de subjetivación política correspondientes a las experiencias de independencia y emancipación y, de esta manera, se coloca potencialmente a la par de los conceptos de subalternidad y antagonismo.
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“Flores salvajes” Reflexiones sobre el principio de autonomía
CLAUDIO ALBERTANI
La sociedad crea la libertad del individuo, en vez de reducirla y limitarla. La sociedad es la raíz, el árbol de la libertad, y la autonomía es su fruto.
Mijail Bakunin
La verdadera autonomía debe producir la originalidad individual y no la uniformidad universal.
Jean Marie Guyau
1. Ante la marcha aparentemente imparable de un totalitarismo cada vez más insidioso, nuevas expresiones de autonomía individual y colectiva invaden fragmentos desligados de tejido social. ¿Autonomía? ¿Qué es? ¿Un ideal? ¿Una organización? ¿Una filosofía? ¿Una corriente política? “Autonomía somos todos”, contestan algunos. Y es verdad. Las prácticas de autonomía no se dejan enclaustrar en definiciones políticas, jurídicas o filosóficas. Existen autonomías obreras, pero también las hay indígenas; autónomo puede ser un grupo de jóvenes okupas en una urbe indeterminada, un colectivo de trabajadores rebeldes, o una comunidad de campesinos en resistencia. Autónomas son las mujeres que rechazan la doble explotación del trabajo enajenado y del trabajo familiar, pero autónomos son también los seres humanos que aspiran a formas de vida más allá del valor de cambio.
La autonomía no es una secta, una ideología o una agrupación política, sino un camino de lucha. Implica un modo de estar en el mundo, un uso intensivo de la creatividad y de la imaginación con profundas implicaciones políticas, filosóficas y existenciales. Expresa, por lo mismo, el gran potencial de transformación que yace dormido en los intersticios de la sociedad actual y que todos podemos despertar. Las prácticas de autonomía, donde existen, remiten a una necesidad amplia y difusa de cambio radical. Son, claro está, voces minoritarias que se expresan en contextos tremendamente diferentes pero, más allá de las diferencias evidentes, manifiestan algunos rasgos comunes: resistencia a la dominación, creación de espacios públicos no jerarquizados y una marcada tendencia a la acción directa al margen de la izquierda tradicional y de su vieja aspiración a conquistar el poder estatal. Tres grandes filones integran, me parece, la reflexión sobre lo que, siguiendo a Castoriadis, llamo “principio de autonomía” (Albertani, 2009b: 17-23). El primero se remonta a la tradición anarquista, el segundo al marxismo libertario y el tercero a las civilizaciones indígenas no sólo en México y en América Latina, sino en el mundo entero.
2. En el pensamiento ácrata, la autonomía remite a las fuerzas constitutivas de los seres humanos, a su potencia y a su capacidad de desarrollar la totalidad de los recursos que se necesitan para lograr dos objetivos: 1) afirmarse a sí mismos; 2) asociarse con otros creando así una fuerza vital cada vez más poderosa (Colson, 2001: 47-48). “La autonomía, individual y colectiva –precisa Eduardo Colombo– no es ni delegable ni representable, pertenece al sujeto de la acción, sujeto concebido, contrariamente a la teoría liberal, no como sujetado sino como el agente –sociohistórico– del acto, sea individual o colectivo” (Colombo, 2006: 72-3).
A principios de la era moderna, Nicolás Maquiavelo identificó el choque entre el deseo de poder de los dominadores y la exigencia de libertad de los dominados como el principal factor de la historia humana. Acto seguido, estableció, fría e imperturbablemente, lo que debe (y no debe) hacer el príncipe para ejercer su poder, pero también lo que deben (y no deben) hacer los súbditos para defender su libertad contra los príncipes. Es por esto que Luce Fabbri, brillante pensadora libertaria, definió El príncipe como un libro “objetivamente” anarquista: el combate épico entre dominadores y dominados es el escenario perenne en donde actuamos los humanos (Maquiavelo, 2009: 285). Contemporáneo del secretario florentino, Etienne de La Boétie caminó más lejos al plantear unas preguntas de tremenda actualidad. Si la libertad es el estado natural de los seres humanos, si la esclavitud es un ultraje, ¿por qué los hombres obedecen a uno solo? ¿Por qué además de obedecerle, le sirven? ¿Y por qué además de servirle, le quieren servir? La respuesta de La Boétie introduce la idea de voluntad: la libertad es voluntaria y la servidumbre también. La tiranía se apoya menos en la fuerza brutal que en el sentimiento de dependencia; el apetito de poder puede satisfacerse únicamente cuando encuentra su contraparte: el deseo de sumisión. El pueblo crea un fantoche y luego se le somete ciegamente; pudiendo escoger entre la servidumbre y la libertad, prefiere abandonar los derechos que recibió de la naturaleza para cargar con un yugo que le embrutece. He aquí otra definición de autonomía: el espacio político en que los pueblos consiguen sustraerse al dominio del tirano.
3. Falta una determinación esencial pues la autonomía colectiva descansa en la autonomía individual. Charles Fourier avanza en esa dirección cuando muestra que es necesario realizar al instante la emancipación individual, sin posponerla a un futuro inasible:
No sacrifiquéis la felicidad de hoy a la felicidad futura. Disfrutad del momento, evitad toda unión de matrimonio o de interés que no satisfaga vuestras pasiones desde el mismo instante (Fourier, 1808).
Fourier pensaba que el nuevo mundo debe ser mejor que el actual por razones materiales y éticas pero, además, tiene que ser más atractivo. Rechazó la moral represiva, las convenciones sociales, los tabúes y el trabajo asalariado que llamó “servidumbre indirecta, prenda de infortunio, de persecución, de desesperación” (Fourier, 1822). Comprendió que el problema de la felicidad es más complejo que el de la justicia e insistió en un aspecto crucial: la vida cotidiana. Una vida cotidiana animada por el amor, la sexualidad libre y las pasiones alegres, es decir emancipadas de las camisas de fuerza impuestas por la religión, la moral cristiana y los gobiernos. Como Marx, Fourier pensaba que la sociedad está regida por la fuerza, la coerción y la mentira, pero, a diferencia de Marx, creía que lo que une a los hombres es la atracción apasionada. En consecuencia, cambiar la sociedad significa emanciparla de los obstáculos que impiden la operación de esa atracción y abrir el camino hacia la plena realización de las potencialidades humanas.
Al privilegiar la libertad del individuo por encima de la coerción económica y de la centralización política, Fourier anticipa el anarquismo y formula una estimulante reflexión sobre la autonomía, aunque no la llame así. La actualidad de su concepción radica en el intento de armonizar las ventajas colectivas con las necesidades individuales: en el falansterio se puede vivir en común, aislarse, encontrarse, pero también huir.
4. La reivindicación filosófica más articulada de la autonomía individual se encuentra, probablemente, en la obra de Johann Kaspar Schmidt, mejor conocido como Max Stirner, autor poco leído y menos aún comprendido. En El único y su propiedad, libro que le valiera las agrias críticas de Marx y Engels, Stirner afirma que mientras permanezca de pie una sola institución que no podamos transformar, no existe autonomía (Stirner, 1976: 220). Matar a dios es necesario, pero no suficiente, pues el hombre se comporta en forma religiosa también en relación a la ley, al derecho y a las instituciones establecidas. Por lo tanto, después de acabar con todo sucedáneo de lo divino, Stirner arremete contra el Espíritu de Hegel y particularmente contra su encarnación histórica, el Estado:
[…] el pensamiento del Estado penetró en todos los corazones y excitó en ellos el entusiasmo; servir a ese dios terrenal se convirtió en un culto nuevo. […] Servir al Estado o la nación fue el ideal supremo” (Ibíd.: 104).
Protector de los poseedores, ángel guardián del capitalista, promotor de la histeria militar, el Estado concede su protección al obrero, no en virtud de su condición humana, sino por su docilidad (Ibíd.: 120). Al mismo tiempo, defender la libertad abstracta que pregonan los filósofos tampoco es suficiente pues no implica de ningún modo la soberanía del individuo, sino únicamente su derecho a ser “libremente” explotado.
Aun cuando Stirner sigue reflexionando en los términos de la izquierda hegeliana, el yo de El único no es el yo pienso de los filósofos, tampoco el yo compro de los economistas, sino el yo corpóreo de hombres y mujeres de carne y hueso que actúan, desean, sufren, gozan. Asimismo, el egoísmo que pregona no es la ley del más fuerte y la propiedad que defiende no es la propiedad privada. Sin apoyarse en dogmas y sin arrodillarse ante ningún ídolo, Stirner nos entrega un formidable arsenal conceptual para conquistarnos a nosotros mismos contra toda determinación exterior. En el camino, echa los cimientos de una ética sin imperativos categóricos que se desarrolla de forma autónoma, a partir de la necesidad de vivir una vida intensa y fecunda. Es por esto que su voz se eleva más allá del tiempo. Contrario a lo que argumentó Marx, no contradice, sino complementa, toda reflexión sobre el socialismo proporcionando un formidable contrapeso a las tendencias autoritarias que incuban en sus entrañas.
5. La tradición inaugurada por Stirner y continuada por Jean-Marie Guyau, Han Ryner, Friedrich Nietzsche (a pesar de sus resbalones autoritarios), E. Armand, Renzo Novatore, Raoul Vaneigem y muchos otros llega hasta nosotros para recordarnos que toda revolución social está condenada al fracaso si no enriquece y fortalece el individuo. Paradoja revolucionaria: es por la vía del individualismo que alcanzamos la humanidad entera. Rechazamos la falsa separación entre lo individual y lo colectivo: todo individuo es un colectivo, todo colectivo es un individuo. Los individuos no son mónadas, sino fragmentos sueltos, campos de fuerzas en equilibrio precario. ¿Cómo tender ese puente tan necesario entre mi deseo de autonomía y el de los demás? ¿Cómo alcanzar la autonomía colectiva? Quien nos entrega una reflexión imprescindible al respecto es Pierre-Joseph Proudhon, uno de los espíritus socialistas más creativos de todos los tiempos. En su primer trabajo importante, ¿Qué es la propiedad? Investigaciones sobre el principio del derecho y del gobierno (1840), Proudhon echa los cimientos de la crítica de la economía política mostrando que el capital no tiene más origen que el robo de un valor producido exclusivamente por los obreros. Son los capitalistas quienes convierten la propiedad en monopolio, expoliando a los seres humanos de sus capacidades creativas y reduciéndolos a la condición de parias. El fundador del anarquismo piensa que el Estado y la propiedad privada –dominium et imperium– están relacionados. Introduce, acto seguido, las categorías de “explotación”, “antagonismo” y “sistema” que Marx desarrollará con provecho. Sin embargo, mientras el autor de El Capital cree en el centralismo y en la acción política, Proudhon le apuesta a la acción autónoma de los trabajadores. En la Idea general de la revolución en el Siglo xIX (1851), analiza las prácticas de ayuda mutua de las nacientes asociaciones obreras llegando a la conclusión de que los principios de reciprocidad que las rigen (mutualismo) ofrecen una solución al problema de la explotación y prefiguran la sociedad futura. Emprende, acto seguido, la crítica al “principio de autoridad” que, retomada por Bakunin, quedará como pilar del socialismo libertario. Abolición de la propiedad privada y abolición del gobierno se refrendan en El principio federativo (1863) en donde Proudhon destaca la importancia de la autonomía de las comunas libres contra todo centralismo estatal un tema que Kropotkin retomará en El apoyo mutuo (1902).
Federalismo y mutualismo son los principios que pueden guiar nuestra acción aquí y ahora. El federalismo no es, por supuesto, una teoría del Estado, sino una invitación a acelerar su muerte. Tampoco es un ideal lejano, sino una teoría de las relaciones humanas: relaciones solidarias y horizontales entre individuos, relaciones del individuo con el grupo y relaciones de los grupos entre sí. Sólo federándome con los demás puedo conquistar mi propia autonomía. Por otra parte, el mutualismo es el equivalente del federalismo en el terreno de la crítica de la economía política. Mientras en el pasado se expresó principalmente en las asociaciones obreras y en las cooperativas, hoy, además de encontrarse en las relaciones horizontales que prevalecen en las comunidades indígenas, se articula en torno a la socialización del trabajo cognitivo, a los flujos de información sustraídos al dominio de la mediocracia y a la inteligencia hacker. En el pasado fue clasista e identitario, hoy es proteico y nómada (Berardi, 2007: 57-60).
6. Las ideas de Fourier, Stirner y Proudhon encontraron una primera aplicación práctica en la Asociación Internacional de los Trabajadores, o Primera Internacional, fundada en Londres en 1864 por obreros integrantes de diferentes países y tendencias. La AIT no era un partido, ni una alianza de partidos, sino una federación de asociaciones obreras que admitía la adhesión individual, además de la colectiva. Adhesión individual: he aquí un punto fundamental que seguimos reivindicando para organizar nuestras redes, junto a la afirmación de que “la emancipación de la clase obrera debe ser obra de la propia clase obrera”. Con una precisión: ahora es claro que los obreros ya no son los únicos protagonistas de la revolución social y, probablemente, nunca lo fueron. La centralidad obrera fue el gran mito del siglo xx pero, a diferencia del marxismo, la tradición anarquista –Bakunin, Reclus, Kropotkin, Malatesta, Flores Magón– siempre desconfió de los planteamientos que privilegian una fracción del proletariado a expensas de otra rechazando la idea de que existe un sujeto histórico inmutable y definido de una vez por todas. Para los anarquistas, el proletariado no incluye únicamente a la clase obrera, sino también a los campesinos, los artesanos y todo tipo de marginales (esos, que Marx y Engels llamaban, despectivamente, lúmpenes). Es de señalar que algunas fracciones del marxismo autonomista llegaron a conclusiones parecidas al señalar que “el sujeto no es algo dado, socialmente determinado e ideológicamente consistente”. La noción de sujeto revolucionario se transforma así en la de subjetivación (Berardi, 2007: 47). Hoy, cuando vivimos la subsunción real de toda la experiencia humana en el proceso de reproducción social y el propio capitalismo pulveriza a la clase obrera, todos somos potencialmente lúmpenes.
7. En Europa, la Comuna de París (1871) ofreció un impulso formidable a las ideas de autogobierno y federalismo. Al renunciar voluntariamente a su predominio sobre el resto de Francia, la Comuna se convirtió en el punto de partida de un nuevo concepto de organización social en la que viven y actúan simultáneamente el espíritu individual y la solidaridad colectiva para la satisfacción de todos. Uno de sus integrantes, Gustave Lefrançais, anotó:
[…] no es suficiente afirmar la autonomía. Hay que saber bajo cuáles condiciones se puede realizar. Para pasar de la abstracción a la realidad, dos supresiones son indispensables: la supresión del gobierno –del poder- en el orden político; la del trabajo asalariado en el orden económico. Esta doble supresión no puede llevarse a cabo más que con el triunfo de la idea comunalista que encarna la revolución social, la única legítima, la única que nos interesa. (Lefrançais, 1874).
Hoy como entonces, de lo que se trata es de restituir al individuo su autonomía: la sociedad debe estar hecha para el individuo y no el individuo para la sociedad. El socialismo estatal (tanto en la versión reformista, como en la bolchevique) eclipsó e, incluso, reprimió las ideas comunalistas, pero en la segunda mitad del siglo xx la reflexión de Lefrançais fue continuada, entre otros, por el poeta y agitador social norteamericano Kenneth Rexroth en su estudio sobre el comunalismo:
[…] antes de 1918, la palabra comunismo no quería decir socialdemocracia de izquierda del tipo que encarnaban los bolcheviques rusos, es decir una forma radical y revolucionaria de socialismo de Estado. Muy por el contrario, era empleada por los que pretendían abolir el Estado, convencidos de que el socialismo no quiere decir tomar el poder, sino abolirlo para instaurar una sociedad dominada por la comunidad orgánica y relaciones humanas no coercitivas (Rexroth, 1974).
Hoy, el mismo espíritu sigue vivo en las luchas de los pueblos indígenas del mundo entero y concretamente en los planteamientos en torno a la “comunalidad” de los teóricos oaxaqueños Floriberto Díaz, Jaime Martínez Luna, Benjamín Maldonado y Carlos Beas.
8. La Comuna de París fue ahogada en la sangre y la aIt se desmoronó a raíz de la controversia entre Marx y Bakunin. No es mi intención volver sobre este tema muy trillado. Algunas precisiones, sin embargo, ayudan a focalizar la cuestión de la autonomía. Los principios expuestos en el Manifiesto Inaugural (Marx, 1864) y en los Estatutos (Marx, 1864 y 1871), ambos redactados por Marx, aseguraban una completa libertad a las federaciones nacionales y locales. Había muchos desacuerdos, pero mientras todas las tendencias tuvieron la posibilidad de actuar en favor del objetivo común, la emancipación económica, social y política de la clase trabajadora, nadie pensó en una escisión. Esto cambió radicalmente a partir de la Conferencia de Londres (1871) cuando el Consejo General, controlado por Marx y Engels, tomó decisiones que iban en contra de sus propios principios destruyendo la autonomía de las federaciones regionales e intentando imponer al conjunto del movimiento los métodos de una escuela particular.
Según Hermann Jung –quien fuera secretario de la aIt y un marxista convencido– la responsabilidad de la ruptura recae en gran parte sobre Engels y Pablo Lafargue quienes orillaron a la Federación Regional Española a romper con el Consejo General (Rocker, 1967: 125-36) de- sencadenando una sucesión interminable de altercados y disputas que no acaban de terminar. En una franca conversación con Rudolf Rocker, Jung admitió que en el famoso Congreso de la Haya (1872), los autores del Manifiesto lograron la expulsión de Bakunin y sus amigos “gracias al contrabando de credenciales y a los métodos más repudiables” (Ibíd.: 133). Acto seguido, a sabiendas de no disponer de una mayoría en las diferentes secciones nacionales, Marx y Engels impusieron el cambio del Consejo General de Londres a Nueva York, en donde la causa obrera apenas tenía raíces. Esto, junto al estatalismo de la socialdemocracia alemana, causó la muerte prematura de la aIt. Inspiradas por las posiciones de Bakunin –a quien corresponde el mérito de haber echado los cimientos del movimiento anarquista organizado– las secciones suizas apoyadas por los países latinos rechazaron las posiciones del Consejo General reivindicando enérgicamente su “autonomía” (Bakunin, 1869).
Desde entonces, el término se volvió recurrente en los medios ácratas. Apuntaba a la organización de la sociedad desde abajo, por medio de la libre federación de asociaciones obreras, comunas y sindicatos, sin la tutela de los partidos políticos. En 1883, por ejemplo, apareció en Sevilla el periódico La Autonomía (1883-84) como expresión de la Federación Regional de los Trabajadores, mientras que en Alemania los adeptos de un socialismo de izquierda, antiparlamentario y antireformista dieron vida al periódico, Die Autonomie (1890).
Enrique Malatesta precisó algunos puntos fundamentales:
[…] una organización anarquista debe fundarse, a mi juicio, sobre la plena autonomía, sobre la plena independencia, y por lo tanto la plena responsabilidad de los individuos y de los grupos; el libre acuerdo entre los que creen útil unirse para cooperar con un fin común; el deber moral de mantener los compromisos aceptados y no hacer nada que contradiga el programa aceptado. Sobre estas bases se adoptan luego las formas prácticas, los instrumentos adecuados para dar vida real a la organización. De ahí los grupos, las federaciones de grupos, las federaciones de federaciones, las reuniones, los congresos, los comités encargados de la correspondencia o de otras tareas (Richards, 2007: 86).
9. A principios del siglo xx, el movimiento anarcosindicalista enriqueció el principio de autonomía inventando la noción de acción directa para subrayar el derecho de los sindicatos revolucionarios a la independencia contra toda injerencia externa. Según uno de sus principales teóricos, Pierre Besnard, la acción directa indica “la acción individual o colectiva ejercida contra el adversario social por los individuos, los grupos, las sociedades” (Enciclopedia Anarquista, tomo I: 30). Besnard precisa que la acción directa se opone a la insurrección armada de los partidos políticos en la medida en que éstos, sin excepción, buscan tomar el poder político y conservarlo, lo cual converge con algunos de los planteamientos del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (Ezln) y, más recientemente, de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (appo). La acción directa puede ser legal o ilegal, defensiva, preventiva u ofensiva; no excluye el uso de la violencia, pero no necesariamente es violenta. Incluye el boicot, el sabotaje, la desobediencia civil, la resistencia pasiva y activa. A lo largo del siglo xx ha sido la bandera de los principales movimientos revolucionarios: los Consejos de obreros y campesinos en Rusia (1905 y 1917-21), la Comuna de Morelos (191115), la revolución alemana (1918-19), el movimiento de ocupación de las fábricas en Italia (1920), las colectividades de Cataluña y Aragón (193637), la revuelta de Budapest (1956), la rebelión mundial de 1968 y los movimientos insurreccionales en algunos países asiáticos (Katsiaficas, 2009).
Hoy, la acción directa sigue siendo el recurso que tienen los individuos y las comunidades de actuar sin mediaciones ni representaciones. Aun cuando es, en primer lugar, la manera de oponer la fuerza colectiva a la fuerza del poder, se despliega también en el terreno individual. Consiste en la lucha constante que todos libramos por lograr una vida activa, contra toda sumisión y servidumbre voluntaria. Se desenvuelve en los terrenos más variados: el amor, la poesía, la comunicación, el arte, la meditación…
En ocasiones, desemboca en explosiones sociales y movimientos democratizadores. La sublevación de Gwangju, Corea del sur (1980) –primer anuncio de un amplio movimiento social que acabaría con la dictadura militar en ese país– trazó los lineamientos de una autonomía colectiva que volvieron a aparecer en Oaxaca (Albertani, 2009a: 63-8; Albertani, 2010). En ambos casos, a la violencia gubernamental, el pueblo contestó con la dignidad, la solidaridad y la fiesta. En el camino, suspendió los poderes del Estado y reinventó la democracia directa descubriendo lo que el sociólogo coreano Choi Jungwoon llama comunidad absoluta y George Katsiaficas, efecto eros, es decir una suerte de experiencia mística de comunión total que la colectividad descubre al tomar el camino de la rebelión. En la comunidad absoluta, el yo individual se funde con el yo colectivo, la separación entre “tu” y “yo” se anula, el amor fluye, el sentido de propiedad desaparece (Jungwoon, 1999: 8193; Katsiaficas, 1989).
10. Las corrientes anti-partido del marxismo, es decir los llamados “consejistas” –Anton Pannekoek, Hermann Goerter, Otto Rühle, Karl Korsch, Paul Mattick y Maximillen Rubel, entre otros– elaboraron una reflexión sobre la autonomía que converge con el anarquismo.
Consejo obrero –nos dice Pannekoek- no significa una forma determinada de organización cuidadosamente pre-trazada, que habría que describir con absoluto detalle; significa, por el contrario, un principio: el principio del poder de los trabajadores para disponer ellos mismos de las industrias y de la producción. Su efectivación no es un asunto de discusión teórica acerca de la mejor realización práctica, sino que es el asunto de la lucha práctica contra el aparato de poder del capitalismo (Pannekoek, 1952).
En los años cincuenta y hasta bien entrados los setenta, cuando gran parte de la izquierda oficial todavía se encontraba dominada por el comunismo soviético, en Europa y en Estados Unidos, una nueva generación de marxistas disidentes empezó una reflexión que se revelaría fecunda. Cornelius Castoriadis y sus camaradas del grupo Socialismo o Barbarie rompieron con las diferentes ortodoxias bolcheviques y se solidarizaron con las revueltas de los trabajadores en los países llamados comunistas (Castoriadis, 1953-54). Al mismo tiempo, llegaron a la conclusión de que la lucha del viejo movimiento obrero contra el capital se había agotado y que nadie podría revivirla. No se trataba únicamente de la bancarrota de la izquierda histórica, sino de un cambio de época. El proceso de valorización tendía ahora a rebasar la esfera de la producción material y el comando capitalista sobre el trabajo se extendía a la totalidad de las relaciones sociales. Despojada de toda autenticidad, la vida se transformaba en representación o, mejor dicho, en una inmensa acumulación de espectáculos. El antagonismo obreros-capital descrito magistralmente por Marx en su crítica de la economía política no había desaparecido, sino que se había salido de las fábricas hallándose en todas partes, aunque de manera mistificada. Si el capital se había adueñado –o tendía a adueñarse– del ciclo de la vida, se necesitaba un nuevo comienzo; avanzar hacia la emancipación humana implicaba ahora el rechazo al trabajo y la lucha por la independencia del tiempo social frente a la temporalidad del capitalismo. La descolonización de la vida cotidiana asumía un papel estratégico y también la lucha de las mujeres, de los negros, de los marginales, de los indígenas, de los ecologistas…
Es para pensar estos conflictos que Castoriadis y sus compañeros volvieron a descubrir el principio de autonomía como medio de la acción histórica del proletariado y contenido concreto del socialismo. Con diferentes matices, reflexiones así se encuentran en la obra de Guy Debord y Raoul Vaneigem en Francia, es decir la Internacional Situacionista; Danilo Montaldi, Romano Alquati y Raniero Panzieri en Italia, o sea los Quaderni Rossi y el obrerismo de los orígenes; Raya Dunayevskaya y C. R. L. James en Estados Unidos, es decir la tendencia Forrest-Johnson de la IV Internacional. No tenemos aquí la oportunidad de acercarnos a las distintas facetas de sus obras. Baste señalar que se gestó en el umbral de un periodo extraordinario de luchas sociales –esa asombrosa ola expansiva que culminó en el prodigioso año de 1968– de la cual todos ellos fueron profetas y también activistas.
11. A finales de los años setenta, después de un corto periodo de autonomía social en el que la solidaridad prevaleció sobre la competición y la calidad de la vida sobre el poder del dinero, hubo un repliegue de los movimientos sociales a nivel mundial. La autonomía de la sociedad respecto al Estado se trocó en libertad de la empresa frente a las regulaciones estatales; las luchas de los trabajadores contra la explotación en el desempleo y el rechazo al trabajo en la marginalización de los trabajadores mismos por parte del capital.
Era un nuevo cambio de época. La informatización, la flexibilización, la deslocalización y el desempleo acabaron con 150 años de conquistas sociales bajo el membrete del “neoliberalismo”, una ideología que no era nueva ni mucho menos liberal. Formas productivas inéditas se difundieron primero en la micro-electrónica y sucesivamente en la producción material fragmentando la fuerza de trabajo, misma que ahora se encontraba aparentemente “autónoma”, pero realmente subsumida en el capital (Berardi, 2003: 73). A diferencia de los trabajadores asalariados clásicos, a quienes el Estado-providencia garantizaba cierta cobertura asistencial, pensión y vacaciones pagadas, esos trabajadores “autónomos” debían ahora hacerse cargo de sí mismos, interiorizar los valores capitalistas y pregonarlos como propios.
La simultánea deslocalización de la producción industrial hacia los países periféricos produjo enormes ganancias por un lado y un terrible empobrecimiento por el otro. Se buscó “homogenizar” a pueblos enteros que hasta entonces se habían mantenido relativamente al margen de los flujos económicos. La esclavitud reapareció como modo esencial de extracción de plusvalía, junto al narcotráfico y a múltiples formas de economía criminal no solamente en el “tercer mundo”, sino en el corazón mismo de los países metropolitanos. Ciudades como Nápoles en Italia o Ciudad Juárez en México, en donde reina el crimen organizado, lejos de ser arcaísmos irracionales apuntan a formas “avanzadas” de dominación capitalista: la compenetración entre Estado, iniciativa privada y economía mafiosa. En ambos casos, pandillas organizadas e incrustadas en las estructuras de poder dictan quién ocupa un cargo y quién no.
12. Aún así, el principio de autonomía quedó como referente para los sectores inconformes del proletariado juvenil europeo, los pueblos indígenas de América Latina y franjas de trabajadores insumisos. En Italia, los llamados “centros sociales” promovieron nuevas formas de agregación y prácticas de contracultura. Significativamente, sus corrientes radicales se llamaban a sí mismas “indios metropolitanos”. En las principales ciudades del mundo, barrios completos fueron ocupados por jóvenes sin vivienda que crearon espacios de autonomía social.
Vino la caída del llamado socialismo real y contrario a lo que esperaban los poderosos, la insubordinación de las clases peligrosas no terminó. Y es que, mientras producía miseria, destrucción y guerra en cantidad excepcional, la globalización creaba también una nueva contemporaneidad, así como desconocidas posibilidades de comunicación e interacción.
En 1992, las contra-celebraciones del Quinto Centenario de la conquista de América abrieron paso a una nueva estación de resistencia indígena que empezó a entenderse de manera inédita tanto en Europa como Estados Unidos. Con la revuelta zapatista de 1994, arrancó un nuevo ciclo internacional de rebeldía que buscó incorporar la enorme sabiduría de las poblaciones indígenas a las demandas de los movimientos sociales urbanos. Ya no se trataba de solidarizarse con los “pobres”, sino de buscar convergencias, afinidades y complicidades. Por su parte, los insurrectos de Chiapas recogían la añeja reivindicación indígena de autonomía insertándola en nuevo discurso que presentaba ciertas analogías con las experiencias maduradas en Europa y en Estados Unidos (por ejemplo, la necesidad de refundar la política). Sus puntos medulares se centraban en la crítica al poder y a los partidos políticos, en el abandono de la idea vanguardia, en la apasionada reivindicación de los vínculos comunitarios y en la necesidad de establecer una nueva relación con la naturaleza.
Esa, que Pablo González Casanova llamó “teoría de la selva”, encontró oídos atentos en los movimientos sociales europeos. ¿Por qué? Porque la demanda de autonomía de los pueblos indios se enlazaba con la idea de democracia radical y autogestiva que soñaban los “indios metropolitanos” del mundo entero. Suponía como en la tradición anarquista una federación de poderes locales y un sistema de delegados revocables que interactúan de abajo hacia arriba. Según Benjamín Maldonado,
[…] hoy la lucha india en México es por autonomía y la autonomía no puede ser entendida sin autogestión, por lo que el anarquismo –en tanto corriente de pensamiento y como experiencias históricas– tiene mucho que aportar en el alumbramiento de la nueva sociedad mexicana; la más consistente corriente anarquista en México, el magonismo, puede ser una forma de identidad capaz de recoger experiencias en función de nuevos planes. La definición magonista de anarquía como “orden basado en el apoyo mutuo” sintetiza el aporte de Kropotkin con la característica histórica de organización de los pueblos indios y abre una perspectiva de discusión sobre estas sociedades, que no son un paraíso, pero se han esforzado y organizado para tratar de serlo (Maldonado, 2007).
A cien años de la revolución mexicana, cuando se agotan el triunfalismo capitalista y el auge neoliberal, podemos retomar el viejo sueño magonista de conjugar la resistencia de los pueblos indígenas con las luchas de los trabajadores urbanos y ambas al movimiento obrero norteamericano. Sólo que ahora la apuesta involucra a la humanidad entera.
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Las autonomías indígenas en América Latina
Francisco López Bárcenas
La lucha por esta América Latina liberada, frente a las voces obedientes de quienes usurpan su representación oficial, surge ahora con potencia invencible, la voz genuina de los pueblos, voz que se abre paso desde las entrañas de sus minas de carbón y estaño, desde sus fábricas y centrales azucareras, desde sus tierras enfeudadas, donde rotos, cholos, gauchos, jíbaros, herederos de Zapata y de Sandino, empuñan las armas de la libertad.
ernesto Che Guevara En respaldo a La declaración de la Habana, 1960
tiempos de autonomías
En América Latina se viven tiempos de autonomías. De autonomías indígenas. El reclamo se posicionó como demanda central de los movimientos indígenas en la década de los noventa del siglo xx y se consolidó a principios del siglo xxI. No es que antes no existiera, al contrario, desde la época de la conquista –española en unos casos, portuguesa en otros– hasta la consolidación de los Estados nacionales, desde las rebeliones de Lautaro, en tierras mapuches, Tupac Amaru, Tupac Katari y Bartolina Sisa, en tierras andinas, hasta las de Jacinto Canek en tierras mayas contra el poder colonial; pasando por las del Willka Pablo Zarate en Bolivia, o las de Tetabiate y Juan Banderas entre los pueblos yaquis de México, durante la época republicana, o las de Emiliano Zapata en México y Manuel Quintín Lame en Colombia, durante el siglo xx, hasta la rebelión del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, también en tierras mayas, a finales del siglo xx y principios del siglo xxI, las luchas de resistencia y emancipación de los pueblos indígenas han estado permeadas por las reivindicaciones autonómicas; no siempre con ese nombre, pero sí con los mismos proyectos utópicos, que pasan por ser pueblos con derechos plenos, territorios, recursos naturales, formas propias de organización y de representación política ante instancias estatales, ejercicio de la justicia interna a partir de su propio derecho, conservación y desarrollo de sus culturas y elaboración y ejecución y puesta en práctica de sus propios planes de desarrollo, dentro de sus demandas más significativas.
El surgimiento de los pueblos indígenas como actores centrales de los nuevos movimientos sociales no ha sido fortuito. En ello han sido determinantes los nuevos rumbos que el imperialismo capitalista ha tomado para entrar en una nueva fase económica que diversos analistas denominan acumulación por desposesión. De acuerdo a quienes suscriben esta tesis, una vertiente importante del capital se está enfocando en despojar a los pueblos de sus riquezas naturales. Aguas, bosques, minas, recursos naturales y los saberes ancestrales y conocimientos asociados a su uso común, están perdiendo el carácter de bienes comunes que por siglos han mantenido para beneficio de la humanidad, convirtiéndose en propiedad privada y por lo mismo en mercancía, lo que representa un nuevo colonialismo, más rapaz que el sufrido por los pueblos indígenas de América Latina durante los siglos xv y xvIII. Los pueblos lo saben por eso lo resisten y luchan por liberarse de él.
El asunto no es para menos. Así lo ha entendido la misma Agencia Central de Inteligencia americana (CIA), que desde principios del siglo xx advertía que los movimientos indígenas serían uno de los principales desafíos a los gobiernos nacionales en los próximos 15 años, los cuales, desde su punto de vista, se incrementarían ‘facilitados por redes transnacionales de activistas de derechos indígenas, apoyados por grupos internacionales de derechos humanos y ecologistas bien financiados’. ‘Las tensiones –añadía el informe– se intensificarán en un área desde México a través de la región del Amazonas’. Más recientemente, el representante de los Estados Unidos para América Latina en Asuntos Hemisféricos, John Dimitri Negroponte, refiriéndose al triunfo del aymara Evo Morales Ayma en las elecciones presidenciales de la República de Bolivia, afirmó que los movimientos subversivos están haciendo mal uso de los beneficios de la democracia y eso pone en peligro la estabilidad de los Estados nacionales en toda América Latina.
Los movimientos de los pueblos indígenas y su lucha por la autonomía son una preocupación para los grupos económicos y políticos dominantes, porque forman parte de otros movimientos sociales de América Latina que resisten a las políticas neoliberales y sus efectos sobre la humanidad, pero también son parte integrante de los amplios sectores sociales que impulsan propuestas alternativas que buscan remontar la crisis civilizatoria en que se encuentra el mundo, que se materializa en crisis económica, política, ecológica y, sobre todo, del horizonte humano. Sólo que a diferencia de los demás movimientos, los que protagonizan los pueblos indígenas y sus organizaciones son más radicales y profundos en sus planteamientos, tanto por los métodos de lucha que han utilizado para hacerse presentes –la mayoría de las veces de manera pacífica pero cuando esto no es posible de manera violenta– como porque sus demandas para ser posibles requieren de una transformación profunda de los Estados nacionales y sus instituciones, que prácticamente nos llevaría a la refundación de los Estados en Latinoamérica.
El reclamo del los pueblos indígenas para que se reconozca su autonomía tiene otro componente que pone a pensar a las clases hegemónicas que detentan el poder en cada uno de los Estados de América Latina donde suceden. Éstos se presentan justo cuando los Estados entran en un fuerte debilitamiento, producto del empuje de las fuerzas económicas internacionales para que se vayan retirando de la esfera pública, reduciéndolos en la práctica a simples gerentes de los intereses capitalistas. Paradójicamente, son esas mismas clases sociales las que ponen el grito en el cielo ante el reclamo indígena de reformar o refundar los Estados para hacerlos funcionales a las realidades pluriétnicas de sus habitantes, afirmando que de aceptarse los reclamos de los pueblos indígenas los Estados terminarían hechos pedazos. Aunque la realidad es otra, si se pactara un nuevo Estado en donde los pueblos indígenas fueran reconocidos como sujetos políticos autónomos, seguramente los Estados se fortalecerían y entonces las fuerzas económicas del libre mercado perderían hegemonía en el diseño de sus políticas antipopulares.
El argumento ha sido usado por los poderosos para diseñar verdaderas políticas de contrainsurgencia con las que enfrentan a los movimientos sociales y sus aliados, bajo el argumento de la defensa de la soberanía nacional, lo cual ha sucedido de muy diversas maneras. En algunos casos entre los que se cuentan los de Bolivia y México, el Estado ha confrontado directamente a los movimientos indígenas, inclusive movilizando su aparato militar fuera de los marcos constitucionales; en otros como Panamá, Nicaragua, y en alguna medida Ecuador –sobre todo en la parte andina–, han optado por el uso de una ‘estrategia envolvente’ para recuperar los espacios perdidos; en estos casos no se llega a la confrontación violenta sino que se opta por el uso de los partidos políticos como mecanismo de control, ofreciendo cauces para acceder al poder, que terminan siendo formas de control y desarticulación; otra estrategia usada es el aislamiento, como se ha hecho en Brasil y parte de Ecuador, donde se ha dejado el campo abierto para que sean las compañías transnacionales que se apropian de los recursos naturales las que enfrenten directamente el descontento indígena mientras el Estado actúa como si nada pasara (Gabriel y López y Rivas, 2005: 19).
Digámoslo con toda claridad. Los pueblos indígenas de América Latina luchan por su autonomía porque en el siglo xxI siguen siendo colonias. Las guerras de independencia del siglo xIx acabaron con la colonización extranjera –española o portuguesa– pero quienes accedieron al poder siguieron viendo a los pueblos indígenas como colonias. Colonias que las clases hegemónicas escondieron tras la mascarada de los derechos individuales y la igualdad jurídica, pregonadas por el liberalismo decimonónico y que, ante la evidencia de la falsedad de ese argumento, ahora se esconden bajo el discurso del multiculturalismo conservador, que se manifiesta en reformas legales que reconocen las diferencias culturales de las poblaciones de los Estados pero éste sigue actuando como si no existieran. Todo eso mientras los pueblos indígenas de América Latina sufrían y sufren el poder de un colonialismo interno. Por eso los movimientos indígenas, a diferencia de otros tipos de movimientos sociales, son luchas de resistencia y emancipación. Por eso su demanda se aglutina en la lucha por la autonomía, por eso las preocupaciones de las fuerzas imperiales aumentan en la medida en que los movimientos crecen, por eso es que el logro de sus demandas implica la refundación de los Estados nacionales.
¿Pero cómo llegamos a esta situación? ¿Cómo se materializan las luchas por la autonomía y qué peligros enfrentan? ¿Qué futuro puede avizorarse de ellas? Son preocupaciones que rondan en los pensamientos de actores de los movimientos indígenas y de los que no lo son pero apoyan sus causas porque las consideran justas. Buscando respuestas a estas interrogantes se ha escrito el presente documento. Comienza con la época colonial y la invención del indio por los colonizadores, para rastrear el fondo del problema; pasa por la creación de los Estados nacionales y el colonialismo interno impulsado por la burocracia estatal y la clase a la cual representaba; trata de explicar el colonialismo interno y su relación con las políticas indigenistas, y cómo los movimientos indígenas han cuestionado éstas y luchado por construir su autonomía. Después de esto se pasa a un breve recuento de las tendencias autonómicas para seguirnos con una explicación de las razones en que se fundan los reclamos indígenas de autonomía, los sujetos titulares del derecho, las enseñanzas que nos dejan los procesos autonómicos, para cerrar con unas reflexiones finales.
el colonialismo y la invención del indio
Por principio hay que decir que fueron los invasores europeos –españoles y portugueses– que en el siglo xv andaban buscando nuevos mercados para su expansión económica, los que inventaron al indio. Antes que los españoles llegaran a tierras del continente americano en ella no habitaban indígenas, sino grandes sociedades con culturas diferentes y un alto grado de desarrollo que la invasión europea truncó. El indio o indígena es un concepto inventado por los invasores con propósitos muy claros. En primer lugar, buscaban diferenciarse de quienes con todo derecho habitaban estas tierras cuando ellos llegaron a ocuparlas sin tener ninguno. Como no podían aceptar que por estos lugares tan alejados de la ciencia, la cultura, el progreso y la ‘civilización’ europea existieran seres con iguales derechos y muchas veces con un conocimiento superior al suyo sobre la naturaleza, la sociedad y el universo, decidieron imponerles una etiqueta que los diferenciara de ellos. Así inventaron al indio, lo subordinaron a sus intereses, le reconocieron derechos que no se opusieran a sus ambiciones y lo identificaron como algo inferior al invasor. Con ello también buscaban englobar en una sola categoría a todas las culturas que en el continente florecían, sin importarles las diferencias existentes entre ellas y los diversos grados de desarrollo de cada una.
Guillermo Bonfil Batalla, un antropólogo mexicano, lo dijo sin ningún embaje:
La categoría de indio es una categoría supraétnica que no denota ningún contenido específico de los grupos que abarca, sino una particular relación entre ellos y otros sectores del sistema social global del que los indios forman parte. La categoría de indio denota la condición de colonizado y hace referencia necesaria a la relación colonial (Bonfil Batalla, 1995: 343344).
El mismo autor explicó que la categoría de indio “se aplicó indiscriminadamente a toda la población aborigen, sin tomar en cuenta ninguna de las profundas diferencias que separaban a los distintos pueblos y sin hacer concesión a las identidades preexistentes” agregando que los mejores ejemplos del uso colonial que se hizo de esa categoría colonial se encuentra en los testimonios que revelan la identidad de los misioneros: para ellos los indios eran infieles, gentiles, idólatras y herejes. No cabía en esta visión ningún esfuerzo por hacer distinciones entre las diversas religiones prehispánicas; lo que importaba era el contraste, la relación excluyente frente a la religión del conquistador. Así, todos los pueblos aborígenes quedaban equiparados, porque lo que contaba era el dominio colonial en la que sólo cabían dos polos antagónicos, excluyentes y necesarios: el dominador y el dominado, el superior y el inferior, la verdad y el error.
Ésta fue la tónica que marcó la relación entre los colonizadores europeos –españoles o portugueses– durante los aproximadamente trescientos años que se mantuvo la colonización extranjera en este continente que ellos bautizaron como americano, en honor a un hombre que les abrió el camino: Américo Vespucio. En el siglo xIx el sistema hizo crisis, hubo rebeliones generalizadas por todas partes y las colonias lucharon por su independencia. Los pueblos indígenas participaron activamente en las guerras, pensando que de esa manera recobrarían sus derechos.
los estados nacionales y el colonialismo interno
Pero se equivocaron. Como en la vieja Europa, los Estados que surgieron de los escombros de las antiguas colonias, se fundaron bajo la idea de un poder soberano, único, una sociedad homogénea, compuesta de individuos sometidos a un solo régimen jurídico y por lo mismo con iguales derechos para todos. En ella no cabían los pueblos indígenas porque el ideal que dio sustento a este modelo de Estado era que surgían de una unión de ciudadanos libres, que además se ligaban voluntariamente a un convenio político, en donde todos cedían parte de su libertad a favor del Estado que se formaba, a cambio de que éste les garantizara a todos un mínimo de derechos fundamentales, entre ellos la vida, la igualdad, la libertad y la seguridad jurídica.
Lo asombroso de esto es la constatación de que bajo la idea del respeto a los derechos individuales, los mestizos comenzaron a violar impunemente los derechos de los pueblos indígenas que durante tres siglos las mismas potencias colonizadoras habían respetado, entre ellos la posesión colectiva de sus tierras y el mantenimiento de sus gobiernos propios. En el primer caso, la nueva clase que se hizo del poder al terminar el régimen colonial consideró que la posesión colectiva de las tierras por los pueblos indígenas atentaba contra el derecho de propiedad privada y promovió leyes que las fraccionaran junto con políticas de colonización, para aplicarlas ahí donde según su parecer permanecían baldías. Para el caso de los gobiernos indígenas arguyó el falso argumento de que esa situación constituía un fuero que atentaba contra la igualdad que era un derecho humano, así reclamó su derecho de intervenir en asuntos internos de los pueblos y sus comunidades. Junto a ello se impulsaron legislaciones y políticas que atentaban contra los pueblos indígenas y sus culturas.
Lo anterior ha llevado al filósofo mexicano Luis Villoro a afirmar que las distintas repúblicas se constituyeron por un poder criollo y mestizo, que impuso su concepción de Estado moderno y que en el ‘pacto social’ que dio origen a tales Estados no entraron para nada los pueblos indígenas, porque nadie los consultó respecto de si querían formar parte del convenio. No obstante esta anomalía, los pueblos indígenas terminaron aceptando esta forma de organización política que les era ajena, después de ser vencidos por las armas de sus nuevos conquistadores, o convencidos de que era mejor eso que seguir luchando en una guerra que parecía interminable. Pero, cualquiera que hubiera sido la forma en que los pueblos indígenas se integraron a los nacientes Estados, lo que hay que resaltar es que el convenio político por el cual se crearon no fue el resultado de una libre decisión de los pueblos indígenas (Villoro, 1998: 80), sino imposición de los mestizos.
Estas políticas dieron como resultado que el colonialismo que por tantos años ejercieran los imperios –español y portugués– sobre los habitantes originarios de América, se siguiera practicando sobre los pueblos indígenas por los criollos que se hicieron del poder cuando aquellos fueron expulsados. Ésa era y es una realidad que los pueblos indígenas vivieron y siguen viviendo, misma que desde la década de los setenta explicaron los estudiosos de las realidades nacionales. Al analizar la realidad política del Estado mexicano, el sociólogo Pablo González Casanova concluyó:
El problema del indígena es esencialmente un problema de colonialismo interno. Las comunidades indígenas son nuestras colonias internas. La comunidad indígena es una colonia en el interior de los límites nacionales. La comunidad indígena tiene las características de una sociedad colonizada (González Casanova, 1965: 82-86).
En ese mismo sentido, otro sociólogo, Rodolfo Stavenhagen, acuñó la tesis de que por efectos de las relaciones coloniales la sociedad indígena como un todo, se enfrentaba a la sociedad colonial, situación que se manifestaba en la discriminación étnica, la dependencia política, la inferioridad social, la segregación residencial, la sujeción económica y la incapacidad jurídica. De manera paralela al colonialismo interno, las sociedades indígenas y mestizas sostenían relaciones de clase, las cuales se definían en torno del trabajo y la propiedad. De acuerdo con lo anterior, estos dos tipos de relaciones recibían su sanción moral a partir de la rígida estratificación social en la que el indígena siempre ocupaba el peldaño más bajo, sólo superado por el de los esclavos.
En esas condiciones surgió la comunidad corporativa y se formaron las características indígenas de la colonia, las mismas que hoy denominamos cultura indígena. Tanto las relaciones coloniales como las de clase se combinaban en la opresión del indígena pero sus efectos eran distintos en cada una; mientras, en las relaciones coloniales entre la sociedad mestiza y la sociedad indígena éstas fortalecían su identidad, las relaciones de clase tendían a la desintegración de las comunidades indígenas y a su integración pura y simple a la sociedad mestiza.
De acuerdo con el mismo autor, la expansión de la economía capitalista en América Latina en la segunda mitad del siglo xIx, junto con la ideología del liberalismo económico, como en la época de la colonización europea, transformó la calidad de las relaciones no indígenas, dando origen a una segunda forma de colonialismo que desde entonces se denominó colonialismo interno.
Los indios de las comunidades tradicionales –afirmó- se encontraron nuevamente en el papel de un pueblo colonizado: perdieron sus tierras, eran obligados a trabajar para los ‘extranjeros’, eran integrados, contra su voluntad, a una nueva economía monetaria, eran sometidos a nuevas formas de dominio político. Esta vez la sociedad colonial era la propia sociedad nacional que extendía progresivamente su control sobre su propio territorio (Stavenhagen, 1996: 247-248).
Del colonialismo al indigenismo
Para superar los problemas del colonialismo interno sin reconocer los derechos de los pueblos indígenas, durante todo el siglo xx América Latina vio surgir de las instituciones estatales políticas específicas dirigidas hacia pueblos indígenas, dando origen a lo que se conoció como indigenismo. Gonzalo Aguirre Beltrán, un antropólogo mexicano impulsor de ellas, lo expresó claramente:
El indigenismo no es una política formulada por indios para solución de sus propios problemas sino la de los no-indios respecto a los grupos étnicos heterogéneos que reciben la general designación de indígenas (Aguirre Beltrán, 1976: 24-25).
El indigenismo asumió muchos rostros pero todos ellos pueden agruparse en dos etapas de su instrumentación: la etapa de la integración y la de participación. En el primer caso se trató de un indigenismo incorporativo y comenzó después del Congreso de Pátzcuaro, Michoacán, –en el Estado mexicano– realizado en 1940, cuyo lema central fue la asimilación de las comunidades indígenas a la cultura nacional, objetivo que se pretendió lograr por vía de la castellanización. Décadas después, convencidos de la limitación de mantener una política de corte culturalista y de que fueran únicamente funcionarios mestizos quienes diseñaran las políticas indigenistas, los órganos estatales evolucionaron hacia lo que se conoció como indigenismo de participación, para lo cual buscaron que las comunidades indígenas participaran en el diseño de los programas gubernamentales enfocados hacia ellas al tiempo que extendían su alcance a programas de desarrollo, lo cual avanzó a lo que los académicos denominaron como etnodesarrollo (Sariego Rodríguez, 2003: 71-83). Con sus matices, el indigenismo nunca dejó de ser una política de Estado diseñada por mestizos para los indígenas, con la finalidad de que éstos dejaran de ser indígenas y se incorporaran a la vida nacional.
Por lo anterior, no le falta razón al antropólogo Héctor Díaz Polanco, quien afirma que en América Latina el indigenismo ha atravesado por varias fases y en todas ellas se ha utilizado el control ideológico y la dominación política de los pueblos como instrumento para mantenerlos bajo la férula del Estado. Con estas acciones los gobiernos han manipulado al movimiento indígena y lo mantienen separado de otras luchas sociales, a menudo con la colaboración de intelectuales de izquierda. De acuerdo con él, la fase predominante ha sido la del integracionismo un poco bronco (dispuesto a integrar, en el sentido indicado, a los pueblos indígenas a cualquier costo), que tiene poco o ningún respeto por la diversidad (Díaz Polanco, 2003: 39).
Pero los pueblos indígenas no estaban pasivos. Resistían. Y lo hacían de múltiples maneras: movilizándose contra las políticas estatales, denunciando la situación en foros internacionales, tejiendo redes de colaboración entre ellos y con otros sectores sociales, construyendo los caminos que después caminarían para su emancipación. Algo lograron de esas luchas. Unos gobiernos disfrazaron sus políticas para mostrarlas con otros rostros, aunque en el fondo seguían siendo las mismas; algunos derechos se introdujeron en la legislación, considerándolos como minorías a las que había que apoyar para que se incorporaran a la cultura nacional. Quizás el logro más importante sea que los pueblos indígenas aprendieron que para cambiar de fondo la situación en que vivían era necesario dar una lucha política de gran envergadura. Y se prepararon para eso.
Del indigenismo a la autonomía
En el año 1992, en el contexto de la campaña continental 500 años de resistencia indígena, negra y popular, con la cual los diversos movimientos indígenas del continente americano protestaban por las celebraciones que los gobiernos impulsaban con motivo de los cinco siglos de la invasión europea al continente americano –descubrimiento le decían ellos– los movimientos indígenas transformaron sustantivamente sus formas de manifestación política y sus demandas. En el primer caso dejaron de ser apéndice de los movimientos campesinos, que siempre los colocaban a la cola tanto en su participación como en sus reivindicaciones, convirtiéndose en sujetos políticos ellos mismos; en el segundo, denunciaron el colonialismo interno que en los Estados nacionales ejercían contra ellos, exhibieron al indigenismo como una política para encubrir su situación colonial y reclamaron su derecho a la libre determinación, como pueblos que son. Panamá y Nicaragua son dos casos excepcionales. El primero porque desde la década de los cincuenta el Estado panameño comenzó a reconocer comarcas autonómicas en los territorios donde habitan y el segundo porque, debido a la contrarrevolución impulsada por Estados Unidos para detener el proceso revolucionario de los sandinistas, el gobierno adoptó el discurso étnico, y en el año 1987 incorporó el régimen de las autonomías regionales para desactivar la oposición armada. Con el paso del tiempo estas medidas también desactivaron al movimiento indígena. Pero fuera de esos casos, desde el año 1992 los movimientos indígenas son movimientos de resistencia y emancipación: resistencia para no dejar de ser pueblos, emancipación para no seguir siendo colonias. Las reivindicaciones étnicas se juntaron con las reivindicaciones de clase.
Desde entonces el eje de las demandas de los movimientos indígenas pasó a ser el derecho de libre determinación expresado en autonomía. Tal y como se ha concebido para nuestro continente –que en muchos aspectos varía de la manera en que se presenta en Europa– la demanda se nutrió de varias partes. Una de ellas es el derecho internacional, donde desde el año 1966, los Pactos de Derechos Civiles y Políticos y de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, reconocían el derecho de los pueblos a libre determinación y como consecuencia de ello a establecer libremente su condición política, así como a decidir de la misma manera sobre su desarrollo económico, social y cultural. El derecho reconocido incluía la disposición libre de sus recursos naturales para su beneficio, sin dejar de lado la obligación de cooperación internacional bajo el principio del beneficio recíproco.
Pero el derecho de la libre determinación puede asumir diversas formas, mismas que se pueden agrupar en externas o internas a los pueblos que hacen uso de ella. De acuerdo con Javier Ruipérez (1995: 49-76) en su vertiente externa se expresa cuando el pueblo se separa del Estado al que pertenece para convertirse él mismo en Estado, unirse a otro ya existente o bien para que varios pueblos se unan entre ellos para formar uno nuevo; mientras en su versión interna el pueblo libremente decide seguir perteneciendo a un Estado nacional siempre que éste acepte reconocerlo como pueblo, le reconozca sus derechos como tal y pacte con él la forma de ejercerlos. La primera versión de la libre determinación da lugar a la soberanía, la segunda a la autonomía. La autonomía es la forma que los movimientos indígenas han elegido para ejercer su derecho a la libre determinación, por eso se dice que la autonomía es una forma específica de ejercicio de la libre determinación.
El reclamo de libre determinación por los movimientos indígenas tiene sus implicaciones ya que este derecho comprende a su vez los de autoafirmación, autodefinición autodelimitación y autodisposición interna y externa de los pueblos indígenas. De acuerdo con José A. De Obieta Chalbaud (1993: 63-101), el derecho de autoafirmación otorga a los pueblos –indígenas en este caso– la capacidad exclusiva de proclamarse existentes, mientras el de autodefinición les permite determinar por sí mismos quiénes son las personas que lo constituyen; el de autodelimitación les posibilita determinar por sí mismos los límites de su territorio, y el de autodisposición, organizarse de la manera que más les convenga. En el caso de que la libre determinación asuma la forma de la autonomía, estos derechos deberán negociarse con el Estado del cual formen parte, pero no podrán establecerse condiciones que los hagan nugatorios.
De ahí que sea explicable y lógico que los movimientos indígenas no sólo exijan derechos individuales para las personas indígenas sino también colectivos, para los pueblos de los que forman parte; que no limiten su exigencia a que las instituciones estatales cumplan sus funciones sino que los mismos Estados se transformen; que no reclamen tierras sino territorios; que no demanden que les permitan usufructuar los recursos naturales que se encuentran en sus territorios sino la propiedad de ellos; que no reclamen participar en los órganos estatales sino reconocimiento de su propios gobiernos, que no sólo se les administre justicia conforme al derecho estatal sino que se reconozca su derecho a administrar justicia por ellos mismos y de acuerdo con su derecho propio; que no busquen que haya planes de desarrollo para ellos sino que se reconozca su derecho a diseñar su propio desarrollo; que no sólo les lleven la cultura dominante sino que también se reconozca y respete la suya. Los pueblos indígenas no quieren seguir siendo colonias sino pueblos con plenos derechos.
Erica-Irene A. Daes, quien fuera Presidenta Relatora del Grupo de Trabajo sobre Poblaciones Indígenas de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), entendió que para los pueblos indígenas de todo el mundo la autodeterminación es el elemento central y el eje principal de sus movimientos; por lo tanto, exigen que sea respetada rigurosamente e insisten en que no es negociable. De acuerdo con su experiencia, los pueblos indígenas se consideran los últimos pueblos colonizados aún existentes y aseveran que cualquier incumplimiento en la concesión de los mismos derechos y la condición de que han gozado otros pueblos colonizados en el mundo representa una forma de racismo y discriminación por parte de la comunidad internacional. Por eso entendió su afirmación de que han sido y siguen siendo grupos bien definidos cultural y lingüísticamente, que durante milenios estuvieron organizados en sociedades autónomas complejas y fueron reconocidos como tales por otros Estados, a través de tratados y relaciones diplomáticas, y no han cedido voluntariamente el control de sus territorios a los pueblos y Estados que actualmente los gobiernan (Daes, 2003: 37).
De igual manera agregó que, a su juicio, a lo que realmente se refieren los indígenas cuando hablan de ‘autodeteminación’, ‘es a la libertad para vivir de la forma en que el Creador nos hizo y nos enseñó’. Afirmó que el énfasis es sobre la libertad, no sobre la reproducción de nuevos centro de poder, y aunque su afirmación puede ser correcta, desde el punto de vista de muchos indígenas el poder es necesario para conseguir la libertad de sus pueblos, aunque no sea el poder estatal sino uno propio. Por último, expresó que el derecho de los pueblos indígenas a la autodeterminación debe entenderse como la demanda para la ‘construcción tardía de una nación’. Creía que los pueblos indígenas demandan la oportunidad de escoger su propio lugar en los Estados en donde viven, oportunidad que se les ha negado en el pasado.
Los nuevos reclamos de los movimientos indígenas abrieron una nueva etapa en la historia de los derechos indígenas, la cual en un principio se manifestó en el hecho de que los Estados nacionales de América Latina que no habían modificado sus constituciones políticas y su legislación interna para incorporar en ellas el reconocimiento de la existencia de los pueblos indígenas y la garantía de sus derechos colectivos, lo hicieran. Se desató así una fiebre legislativa en donde se legislaba más que para reconocer derechos, para que la clase política no perdiera legitimidad. De esa manera, a excepción de algunos Estados, como el chileno, casi todos reformaron sus constituciones políticas para incorporar en ellas a los pueblos indígenas y algunos de sus derechos, sobre todo aquellos que no se opusieran a los intereses del capital.
Las condiciones políticas en que las legislaciones estatales se crearon fueron muy distintas en cada uno de los países. En algunos casos como el chileno, guatemalteco y mexicano, estuvieron precedidas o apuntaladas por pactos específicos con los pueblos indígenas. Pero en ningún caso los Estados firmantes cumplieron los compromisos asumidos. En el Pacto de Nueva imperial, de diciembre de 1989, los partidos políticos chilenos opositores a la dictadura militar encabezada por Augusto Pinochet se comprometieron con los pueblos indígenas de ese país, que de ganar las elecciones presidenciales, ratificarían el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) sobre derechos indígenas, formularían reformas constitucionales para reconocer sus derechos y elaborarían un marco jurídico adecuado para su desarrollo. Ganaron la presidencia pero sólo cumplieron a medias con el último punto de dicho pacto.6 Otro tanto sucedió con los Acuerdos de Paz, firmados entre la Unión Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) y el gobierno guatemalteco, para poner fin a la guerra civil de varias décadas. Como parte de tales acuerdos, en marzo de 1995, en la ciudad de México, se suscribió el Acuerdo sobre Identidad y Derechos de los Pueblos Indígenas,7 donde se asentaron los derechos que deberían ser reconocidos en la legislación guatemalteca a los pueblos indígenas, cosa que no
Barabas, Autonomías étnicas y Estados nacionales, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes-Instituto Nacional de Antropología e Historia, México, 1999; Derechos de los pueblos indígenas: Legislación en América, Comisión Nacional de Derechos Humanos, México, 1999; Willen Assies, et. al., El reto de la diversidad, El Colegio de Michoacán, México, 1999; Compendio de legislación para los pueblos indígenas y comunidades nativas, Defensoría del Pueblo, Perú, 1999; Cletus Gregor Barié, Pueblos indígenas y derechos constitucionales en América Latina, Instituto Indigenista Interamericano, México, 2000; Marco Aparicio, Los pueblos indígenas y el Estado. El reconocimiento constitucional de los derechos indígenas en América Latina, CEDES, Estudios constitucionales y políticos, Barcelona, 2000; Marco Aparicio Wilhelmi (coord.), Caminos hacia el reconocimiento: pueblos indígenas, derechos y pluralismo, Universidad de Girona-Cátedra UNESCO Desenvolupament Huma Sostenible, España, 2005. 6 René Patricio Aguilera Barraza, Evaluación del acuerdo de nueva imperial y su impacto en la realidad indígena chilena, desde la percepción de la dirigencia aymara, Revista de antropología americana, Ed. Electrónica, Vol. 1, núm. 2, marzo-julio 2006, pp. 311-330. www.aibr.org. 7 www.oit.or.cr/unfip/estudios/acuerdopaz.htm
sucedió. Por último, los Acuerdos sobre Derechos y Cultura Indígenas, suscritos entre el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y el gobierno mexicano, contenían los derechos mínimos que debieron reconocerse a los pueblos indígenas de México, pero aunque se realizó una reforma constitucional, ésta se apartó de lo pactado (Gómez, 1998).
En otros casos los procesos de reconocimiento de derechos fueron por la participación política activa de las organizaciones indígenas. Es el caso de Colombia, Ecuador y Venezuela donde los reconocimientos fueron a través de procesos constituyentes. En el año 1991 se realizó el de Colombia, donde la representación indígena logró incluir los derechos de sus pueblos, otro tanto sucedió en Ecuador en el año 1998 y al año siguiente se dio el mismo proceso en Venezuela. Una comparación de los contenidos de las reformas derivadas de pactos políticos y las que emanaron de procesos constituyentes arroja un saldo favorable, en la forma, para estas últimas.
Con el paso del tiempo se vería que los derechos consignados en la legislación en muy poco ayudaban a cambiar la situación de colonialismo de los pueblos indígenas y a que éstos gozaran de sus derechos colectivos. Una de las razones para que esto sucediera era que el reconocimiento se encontraba acotado a criterios de derechos individuales y a los principios del orden jurídico que no reconocía más norma que la estatal –“siempre y cuando no atenten contra los derechos individuales y el orden jurídico interno” era la frase consabida que acompañaba a toda disposición jurídica–, rescatando la práctica colonial impuesta por los reyes españoles durante la colonia, según la cual los pueblos indígenas podían regirse por sus usos y costumbres siempre y cuando no se opusieran a la religión católica y los mandatos regios. En ese mismo sentido operaba el hecho de que en las reformas sólo se consignaban derechos culturales porque la institucionalidad estatal continuaba intacta y con facultades que chocaban con los derechos reconocidos a los pueblos indígenas.
las tendencias autonómicas
Cuando los pueblos indígenas se dieron cuenta de que su lucha por el reconocimiento constitucional de sus derechos no había dado los resultados esperados, enfocaron sus esfuerzos a la construcción de las autonomías en los hechos. De esa manera algunos movimientos que ya caminaban en ese rumbo se potenciaron mientras otros iniciaban el largo caminar por el mismo camino. Para hacerlo apelaron a lo que tenían a la mano: sus culturas, sus experiencias de resistencias pasadas, sus estructuras propias, construidas a través del tiempo; sus relaciones con otros movimientos sociales y las realidades concretas de sus países. Con ello los movimientos indígenas no sólo cuestionaban el autoritarismo y la antidemocracia como rasgos distintivos de los Estados nacionales latinoamericanos, sino también ciertas formas de organización popular que seguían la lógica de los dominadores y cuando triunfaban terminaban realizando las prácticas que antes combatieron.
De distintas maneras y en diversos niveles, en la década de los noventa, los Estados latinoamericanos vieron transformarse a los movimientos indígenas que venían luchando desde la década anterior reivindicando sus derechos. Algunos de estos movimientos trascendieron las luchas locales y rompieron los cercos de las fronteras nacionales, alcanzando más notoriedad que otros. Se puede decir que los movimientos indígenas por la autonomía fueron un fenómeno social que se vio en toda América Latina. Justo cuando los movimientos obreros y campesinos decaían, desde Mesoamérica hasta la Patagonia, los movimientos indígenas se reactivaban, para enojo de los neoliberales.
Después de quince años de luchas por la construcción de las autonomías en América Latina pueden verse al menos tres grandes tendencias: las autonomías comunitarias, las regionales y la reconstrucción de los Estados étnicos. Cada una de ellas, a su vez, se encuentra marcada por las acciones de los sujetos que las impulsan, las realidades en que se desarrollan cada uno de estos procesos de lucha, así como por la influencia de los Estados nacionales, las instituciones internacionales y la cooperación internacional, que dicen apoyar las luchas de los pueblos indígenas pero la mayoría de las veces les imponen sus propias agendas.
Las autonomías comunitarias surgieron como expresión concreta de la resistencia de los pueblos indígenas al colonialismo y la lucha por su emancipación. Estando la mayoría de los pueblos indígenas desestructurados políticamente, y siendo las comunidades la expresión concreta de su existencia, cuando los movimientos indígenas comenzaron a impulsar la lucha por su autodeterminación como pueblos, fueron las comunidades las que salieron a defender el derecho. Para hacerlo echaron mano de su experiencia por siglos de resistencia pero también de las prácticas autogestivas, aprendidas cuando formaron parte del movimiento campesino.
En esas condiciones el derecho de ser pueblos se expresaba como ser comunidades. Se podría decir que querían que se les reconociera lo que ya eran y tenían; convertir en derecho lo que ya eran de hecho. Que no sólo tuvieran derechos los individuos que las integraban sino ellas mismas se convirtieran en sujeto colectivo de derecho; que no sólo se reconocieran sus tierras sino también sus territorios, es decir, no sólo los espacios para la producción sino también para el ejercicio de derechos políticos, para ejercerlo a su manera; que no sólo se permitiera a sus autoridades ejercer su gobierno interno como excepción sino que se reconociera validez a todos sus actos; que no sólo le llevaran planes de desarrollo diseñados desde las oficinas gubernamentales sino se les reconociera su derecho a decidir libremente el tipo de desarrollo que más les convenía.
Atrincherados en las estructuras comunitarias los movimientos indígenas se hicieron escuchar con fuerza y en muchos casos a los Estados no les quedó más alternativa que ceder a sus demandas. La prueba de ello es que la mayoría de la legislación latinoamericana sobre derechos indígenas reconoce a las comunidades indígenas su personalidad jurídica y enuncia algunas de las competencias que los Estados les reconocen, las cuales deberán realizarse –como expresan los reconocimientos– dentro del marco de la ley estatal.
Los reconocimientos de las comunidades indígenas como sujetos de derecho en lugar de los pueblos de los que forman parte casi siempre, de una u otra manera, las subordinaba a los gobiernos locales establecidos por el orden constitucional y legal sin que éstos sufrieran reforma alguna para darles viabilidad. Dicho de otra manera, en lugar de reconocer a un sujeto político de manera libre para que interactuara con el Estado, lo reconocía para subordinarlo a sus políticas colonialistas, al tiempo que desconocía el derecho de los pueblos que el había desestructurado, a reconstituirse.
A pesar de lo anterior no se puede decir que las luchas por las autonomías comunitarias sean un desperdicio. Por ellas se demostró el gran potencial de los pueblos como base de la resistencia pero también de la emancipación. Sin ellas es muy probable que los movimientos indígenas no existieran o fueran otros sus rostros y sus caminos.
Otra tendencia de las autonomías indígenas es la propuesta de autonomía regional. Surgió como una respuesta a la necesidad de superar el espacio comunitario de los pueblos indígenas, así como de buscar otros superiores a las comunidades indígenas y a los propios gobiernos locales del Estado. Su primera expresión fueron las regiones autónomas del Estado de Nicaragua, introducidas como forma de gobierno en la Constitución Política del Estado en el año 1987. Después de este suceso, inédito en América Latina, la academia, por vía de los intelectuales cercanos a las reivindicaciones indígenas, lo difundió por varios países del continente, al grado que en algunos países como México y Chile (Lavanchy, 1999), inclusive se formularon propuestas de reformas constitucionales y estatutos de autonomía; mientras en otros sólo quedaron como una tendencia más de las luchas por la autonomía indígena, pero sin ninguna expresión concreta de ellas.
Las autonomías regionales tienen su fuente de inspiración en las regiones autónomas del Estado español. Quienes las impulsan buscan crear regiones autónomas que se integrarían por los pueblos o comunidades indígenas que queden incluidas en la región y con la unidad de ellas crear un régimen especial de gobierno, que responda a sus especificidades culturales, históricas, económicas y políticas, entre otras. La región que se creara contaría con su propio gobierno, a la manera de una entidad federativa más, con facultades ejecutivas, legislativas y judiciales.
En sus inicios las propuestas de autonomías regionales se presentaron como opuestas a las autonomías comunitarias, lo cual hizo que quienes simpatizaban o luchaban por hacer realidad éstas, las vieran con suspicacia, recelo y animadversión, esgrimiendo varias razones. Una de ellas es que la realidad española, de donde se recogió el modelo autonómico, es muy diferente a la realidad latinoamericana, en donde se proponía implantarlo; una segunda es que en varios Estados latinoamericanos difícilmente se podría encontrar una región indígena como tal, lo cual implicaba que en todo caso se tratara de regiones creadas, es decir, impuestas a las comunidades indígenas; la tercera es que las formas de gobierno indígenas tienen una composición y obedecen a una lógica distinta a la de los Estados y difícilmente se adaptarían al modelo que se proponía. En muchos casos se antojaba un modelo ideal que no encajaba con la realidad, sobre todo porque las regiones autónomas nicaragüenses no funcionaban como se había pensado; algunos indígenas incluso afirmaban que lo que ellos tenían no eran autonomías indígenas sino autonomías regionales y éstas eran bastante distintas a la primera.
Como en muchos otros casos, fueron los propios movimientos indígenas los que resolvieron la ‘contradicción’ entre comunitaristas y regionalistas. Cuando la ocasión se presentó, primero demostraron que las propuestas no eran contradictorias sino que podían complementarse. Eso ha sido muy claro en México, con los caracoles zapatistas, pero también con la policía comunitaria del Estado de Guerrero; igual sucede en la región del Cauca en el Estado de Colombia; o en el Departamento de Cochabamba, en el Estado de Bolivia. En todos estos casos se ha demostrado que mientras las comunidades funcionen como base de la estructura regional y ésta como techo de la autonomía, pueden conjugarse de manera eficaz porque entonces la autonomía regional no se impone desde arriba, sino como un proceso que consolida las autonomías comunales y éstas deciden la amplitud de la región.
Junto con las tendencias comunitarias y regionales existen otros movimientos indígenas que no reclaman autonomías sino la refundación de los Estados nacionales con base en las culturas indígenas. Ésta es una tendencia que se manifiesta en varios movimientos de la región andina del continente, sobre todo entre los pueblos aymaras de Bolivia. Quienes participan de estos movimientos dicen no entender por qué ellos siendo una población mayor a la mestiza deben ajustarse a la voluntad política de las minorías.
Aunque desde un punto de vista sociodemográfico estas expresiones tengan razón, no se puede perder de vista que la realidad es más compleja. Si se tratara sólo de contar cuántas personas son indígenas y cuántas no y, en función de eso, definir el diseño del Estado, hace mucho tiempo que varios Estados serían indígenas. Pero en la correlación de fuerzas influyen otros factores: el capital financiero internacional, las instituciones supranacionales, los grupos de poder nacionales y extranjeros, el grado de consolidación del Estado en donde se presentan los procesos autonómicos y, obviamente, la conversión de los pueblos indígenas en sujetos políticos. Y si no, que lo digan los pueblos indígenas de Guatemala que tras una cruenta guerra civil y la firma de unos Acuerdos de Paz donde se incluía el reconocimiento de los derechos indígenas, lo más que han conseguido es impulsar un proceso de mayanización de la población, pero su influencia política en las decisiones del Estado todavía son bastante débiles.
Claro, no se puede decir que el hecho de que los pueblos indígenas sean mayoría no influya en el modelo de Estado. Influye, pero el grado en que lo haga depende también de la articulación que puedan generar al interior de ellos y la coordinación con otros sectores sociales. Y aún en el supuesto de que se lograra refundar al Estado en función de la presencia indígena y lo que ello implica, no se puede olvidar que las autonomías comunitarias y regionales también implican la refundación de los Estados y que las minorías tienen derechos que deben ser reconocidos y garantizados por el Estado, cualquiera que éste sea.
las razones autonómicas
Cualquiera que sea la tendencia autonómica que se exprese en los movimientos indígenas, lo que se ve en estas luchas es que la construcción de autonomías es una propuesta concreta a la necesidad de formular, desde los actores políticos y de manera seria y profunda, una política que de respuesta a la plurietnicidad de las sociedades latinoamericanas, situación reconocida en las Constituciones Políticas de los Estados latinoamericanos donde suceden, pero negadas en la realidad. Porque el reconocimiento de la pluriculturalidad de la sociedad, sustentada en la presencia de sus pueblos indígenas –como muchas constituciones políticas reconocen–, obliga a los Estados y a la sociedades a reconocer a los pueblos indígenas como sujetos de derecho colectivo, y en consecuencia a garantizarle sus derechos, lo cual conllevaría a su vez a modificar las bases sobre las que se fundan los Estados nacionales, para que los incluyan, y de esa manera los pueblos indígenas como tales sean parte integrante de los Estados, sin dejar de ser lo que son, pero sin conservar su condición de sociedades colonizadas. En otras palabras, las autonomías que los pueblos indígenas luchan por construir son necesarias porque existen diversas sociedades con culturas diferentes a la dominante, con presencia previa inclusive a la formación de los Estados nacionales en que se desenvuelven y que, a pesar de las políticas colonialistas impulsadas contra ellos, conservan su propio horizonte de vida. Las autonomías son cuestiones de derecho, no de políticas. Crean obligaciones del Estado con los pueblos indígenas, no le dan facultades para que desarrolle las políticas dirigidas a ellos que a él le parezcan convenientes.
Lo anterior es fundamental para entender tanto el reclamo de reconocimiento constitucional del derecho a la autonomía, como los procesos para implementarlas de hecho. Porque en su origen los Estados se fundaron bajo la idea de una sociedad homogénea, compuesta de individuos sometidos a un solo régimen jurídico y político y por lo mismo con iguales derechos para todos. Pero eso resolvería un problema normativo, no la realidad social en que los pueblos indígenas se han desenvuelto, que siempre resulta ser más compleja. La legislación que durante todo el siglo xIx y parte del xx se elaboró sobre esta materia fue para negar estos derechos, no para reconocerlos, lo cual, dicho sea de paso, nos aclara que no todas las leyes reconocen derechos, hay algunas que los niegan. Los indígenas han entendido esto por eso se rebelan ante una legislación que no cumple con sus expectativas, porque no les garantiza ni siquiera derechos mínimos. Ellos reclaman derechos fundamentales que saben o intuyen que existen, más allá de los contenidos de las legislaciones estatales.
A contrapelo de esta realidad, muchos gobiernos latinoamericanos se han apropiado del discurso del movimiento indígena, lo han despojado de su contenido y han comenzado a hablar de una ‘nueva relación entre los pueblos indígenas y el gobierno’, así como de elaborar ‘políticas transversales’, con la participación de los interesados, cuando en realidad siguen impulsando los mismos programas indigenistas de hace años que los pueblos indígenas rechazan. Para legitimar su discurso y sus acciones han incorporado a la administración pública a algunos líderes indígenas que por mucho tiempo habían luchado por la autonomía, quienes les sirven de pantalla para mostrar una continuidad que presentan como cambio. En algunos países incluso se ha ido más allá al desnaturalizar la demanda de autonomía y presentarla como mecanismo para que algunos sectores privilegiados sigan manteniendo sus privilegios. Es el caso de las burguesías de los Departamentos de Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia; Guayaquil, en Ecuador o el Estado de Zulia, en Venezuela.
En estas condiciones la decisión de los movimientos indígenas de impulsar las autonomías de hecho resulta una política correcta y una práctica consecuente para el movimiento indígena.
Pero no es una tarea fácil. En la realidad cotidiana, esta situación genera problemas que requieren solución para la consolidación de los procesos autonómicos. Entre ellos se pueden mencionar los sujetos de la autonomía, los contenidos de ella y los procesos para su construcción.
los sujetos de las autonomías
Si se asume que la autonomía es una expresión concreta del derecho a la libre determinación y que éste es un derecho de los pueblos, no se puede olvidar que los sujetos titulares de los derechos indígenas son los pueblos indígenas, no las comunidades que los integran, menos las organizaciones que ellos construyen para impulsar su lucha. Por eso es que, junto con la construcción de las autonomías, los movimientos indígenas asumen el compromiso de su reconstitución. En esta coyuntura específica, dada la fragmentación en que se encuentra la mayoría de los pueblos indígenas, las comunidades resultan importantes para articular sus luchas de resistencia y construcción de las autonomías, pero no pueden renunciar a la utopía de reconstituir los pueblos indígenas de los que forman parte, para que éstos asuman la titularidad del derecho. Por esa razón la defensa de los derechos comunitarios la hacen al mismo tiempo que establecen relaciones con otras comunidades y pueblos de sus países y de otros, para apoyarse mutuamente en sus demandas propias pero también enarbolando demandas comunes.
En otras palabras, se necesita que los pueblos indígenas se conviertan en sujetos políticos plenos superando las divisiones internas y los conflictos intercomunitarios en que muchas veces viven, para lo cual combaten las causas que los provocan. Entre las causas externas sobresalen los diseños institucionales de los Estados, que los excluyen, así como las políticas de dominación ejercidas en la vida cotidiana; mientras en las internas se pueden contar problemas concretos de la vida de las comunidades y los intereses de sus habitantes, que chocan con los de sus vecinos. Como es lógico entender, a cada uno de estos problemas le dan un tratamiento distinto. A los primeros los ven como parte de sus luchas de emancipación, mientras a los segundos los tratan como parte de su resistencia para no dejar de ser pueblos indígenas.
Un problema externo que los pueblos indígenas han encontrado para poder ser sujetos políticos es que, en la mayoría de los casos, están políticamente desestructurados. En esto han pesado bastante las políticas de colonialismo ejercidas desde los órganos de gobierno para subordinarlos a los intereses de la clase en el poder. Un ejemplo concreto de estas políticas es que los pueblos indígenas numéricamente grandes se encuentran divididos entre varios estados o departamentos y los más pequeños entre varios municipios, municipalidades o alcaldías, según la forma como los Estados nacionales organicen los gobiernos locales. Sólo por excepción se puede encontrar un pueblo indígena numéricamente grande que pertenezca a un mismo estado o departamento y cuando esto sucede se les divide en los gobiernos locales. La historia demuestra que los pueblos indígenas que han sorteado la división administrativa estatal son aquellos que han resistido de diversas maneras, incluida la violencia, para seguir siendo lo que son.
Por eso los pueblos indígenas insisten en denunciar que este tipo de organizaciones políticas y administrativas constituyen estructuras con demarcaciones ajenas a ellos y han servido más para dividirlos y subordinarlos al poder estatal que para poder organizar su vida, además de que muchos están controlados por mestizos, como se les denomina en México; caxlanes, como se les nombra entre los mayas; o q’aras, como también los llaman en la región andina. Desde ahí se impide a los pueblos indígenas ejercer sus derechos políticos y por lo mismo participar en las grades decisiones de la vida nacional.
Los pueblos indígenas saben que en esta situación la construcción de autonomías muy pocas veces puede hacerse desde esos espacios, porque aún cuando tuvieran el control de los gobiernos locales, su estructura y funcionamiento responde a la lógica estatal, limitando sus facultades a las que resultan funcionales al control estatal; pero en el peor de los casos podría llevar a que, en nombre de los derechos indígenas, se entregara el poder a los grupos de mestizos, muchas veces caciquiles, y éstos lo usaran en contra de los pueblos indígenas.
Por otro lado saben que las comunidades indígenas de un mismo pueblo se encuentran divididas y enfrentadas entre ellas, por diversas razones, que van desde la tenencia de la tierra, el uso de los recursos naturales, las creencias religiosas o las preferencias políticas, entre otras.
En otros casos se presentan problemas ficticios o creados por actores externos a las comunidades que los sufren. Para enfrentar estos problemas los pueblos indígenas interesados hacen esfuerzos por identificar las causas de la división y el enfrentamiento, ubicar las que tienen su origen en problemas de las propias comunidades y buscarles solución. De igual manera evidencian los problemas creados desde fuera y buscan diversas maneras de rechazarlos.
A la división de los pueblos y los conflictos comunitarios se agrega el hecho de que las comunidades indígenas se encuentran subordinadas políticamente a las redes de poder regional. Para la construcción de estas redes donde las comunidades quedan atrapadas confluyen muchos factores, algunos de ellos no perceptibles a simple vista. Uno es el carácter monocultural y de clase del Estado, que responde a los intereses de los grupos económicos y políticos que le dan sustento. El Estado crea las condiciones para que estos grupos sigan manteniendo el poder porque son ellos quienes le crean las condiciones a él para su existencia. En muchos casos son los grandes comerciantes y los representantes de consorcios internacionales, que ligados a agentes regionales y a los especuladores, detentan el poder. A ellos y no a los pueblos indígenas les sirve el Estado porque ellos también están a su servicio.
En esta situación los intereses de las comunidades indígenas quedan subordinados a los grandes planes programas de éstos para defender sus intereses. En el aspecto económico los indígenas difícilmente pueden acceder a los espacios del comercio que aquellos se han apropiado, a menos que dejen de ser indígenas. Para ellos queda reservado el mercado de frutas y hortalizas en menor escala y el papel de vendedores y revendedores en los tianguis semanales. En el aspecto político siguen siendo el voto cautivo de candidaturas que se deciden en las grandes esferas de la política estatal o nacional, donde ellos no tienen ninguna injerencia.
Estos son aspectos que se construyen bajo el discurso de la igualdad de todos los ciudadanos, apuntalados por la idea de la nación mestiza, para quienes las culturas indígenas sólo existen como folclor, para lucirse en las fiestas regionales o para consumo de turistas. Plantear la construcción de procesos autonómicos sin romper los nudos y redes que los grupos de poder construyen resulta una utopía inviable. Pero para lograr romperlos se requieren muchas cosas. La primera de ella, trascender las fronteras de los otros y asumirse culturalmente diversos, con todo lo que esto implica. Y es que, no es correcto reflexionar sobre ‘los otros’, sobre la población indígena de Latinoamérica, que es mantenida y se mantiene como una población diferenciada del resto de la sociedad, separada por fronteras culturales como de clase, sin tratar de trascender esa fronteras.
los contenidos de las autonomías
Ahora bien, la lucha por la instalación de gobiernos autónomos indígenas representa un esfuerzo de los propios pueblos indígenas por construir regímenes políticos diferentes a los actuales, donde ellos y las comunidades que los integran puedan organizar sus propios poderes, con facultades y competencias específicas de sus autoridades, relativas a su vida interna. Ese es el primer problema que enfrentan quienes han decidido caminar ese camino, y las posibilidades de lograr sus propósitos se encuentran determinadas por la naturaleza de las relaciones históricas de subordinación en que se encuentran y el carácter sociopolítico del régimen del Estado en que las autonomías pretenden construirse y practicarse. Los pueblos indígenas no ignoran que para la construcción de ellas sus prácticas políticas van a contrapelo de una legislación que minimiza la posibilidad de su ejercicio hasta casi pulverizarlo, al grado de colocar a los pueblos y sus comunidades indígenas casi fuera de las leyes dictadas por el Estado, aunque no necesariamente contra ellas; que el régimen político actual no cuenta con políticas públicas que las favorezcan, sino otras de carácter asistencial que las niegan y que el tránsito a la democracia sigue siendo una asignatura pendiente en muchos sentidos.
Ellos entienden el contexto y no pueden ignorar que en términos políticos la construcción de autonomías indígenas implica que las comunidades y pueblos indígenas le disputen el poder a los grupos políticos regionales que los detentan y que para lograr este fin no pueden caminar solo por los cauces institucionales marcados por los Estados, porque están construidos en base a una ideología mestiza que niega la posibilidad de una ciudadanía étnica, aunque tampoco fuera de las reglas creadas por él mismo, sino abriendo otros que rompan la subordinación de los pueblos y comunidades indígenas y creando una legalidad alternativa, propia de los pueblos. En otras palabras, no se trata de luchar contra los poderes establecidos para ocupar los espacios gubernamentales de poder sino de construir desde las bases contrapoderes capaces de convertir a las comunidades indígenas en sujetos políticos con capacidad para tomar decisiones sobre su vida interna, al tiempo que modifican las reglas por medio de las cuales se relacionan con el resto de la sociedad, incluidos otros pueblos indígenas y los tres niveles de gobierno.
Con la decisión de construir autonomías, los pueblos indígenas buscan dispersar el poder para posibilitar su ejercicio directo por las comunidades indígenas que lo reclaman. Es una especie de descentralización que nada tiene que ver con la que desde el gobierno y con el apoyo de instituciones internacionales se impulsa, que en el fondo pretende hacer más efectivo el control gubernamental sobre la sociedad. La descentralización de la que aquí se habla, la que los pueblos y comunidades indígenas que avanzan por caminos autonómicos nos están enseñando, pasa por la edificación de formas paralegales de ejercicio del poder, diferentes a los órganos de gobierno, donde las comunidades puedan fortalecerse y tomar sus propias decisiones. Asimismo, incluye la necesidad de transformar las relaciones con otros poderes como los económicos, religiosos y políticos, se encuentren institucionalizados o no dentro de las leyes, pues no tiene ningún sentido construir un poder distinto que se ejercerá en las mismas condiciones de aquel que se pretende combatir. Esto a su vez reclama que al interior de las comunidades indígenas ellas mismas realicen los ajustes necesarios para que ese poder sea ejercido con la participación de todos o la mayoría de sus integrantes y no caiga en manos de grupos de poder locales, que después lo usen en nombre de la comunidad pero para su propio beneficio. Las autonomías transforman las relaciones de los pueblos con el resto de la sociedad y con las comunidades que los integran, pero también las de éstas con los ciudadanos que forman parte de ellas.
Cuando los pueblos indígenas deciden construir autonomías han tomado una decisión que va contra las políticas del Estado y obliga a quienes optan por ese camino a iniciar procesos políticos de construcción de redes de poder, capaces de enfrentar la embestida estatal, contrapoderes que les permitan afianzarse ellos mismos como una fuerza con la que se debe negociar la gobernabilidad y poderes alternativos que obliguen al Estado a tomarlos en cuenta. Por eso la construcción de autonomías no puede ser un acto voluntarista de líderes ‘iluminados’ o de una organización, por muy indígena que se considere. En todo caso requiere la participación directa de las comunidades indígenas en los procesos autonómicos. En otras palabras, se necesita que las comunidades indígenas se constituyan en sujetos políticos con capacidad y ganas de luchar por sus derechos colectivos, que conozcan la realidad social, económica, política y cultural en que se encuentran inmersos, así como los diversos factores que inciden en su condición de subordinación y los que pueden influir para trascender esa situación, de tal manera que les permita tomar una posición sobre sus actos.
Con su lucha por la autonomía los pueblos y comunidades indígenas trascienden las visiones folcloristas, culturalistas y desarrollistas que el Estado impulsa y muchos todavía aceptan pasivamente. Porque la experiencia les enseña que para hacerlo no basta con que se reconozca en alguna ley su existencia y algunos derechos que no se opongan a las políticas neoliberales, o los aportes culturales de los pueblos indígenas a la constitución multicultural del país; tampoco es suficiente que los gobiernos destinen fondos específicos para impulsar proyectos de desarrollo en las regiones indígenas que siempre son insuficientes y se aplican en actividades y por las formas decididas desde el gobierno, que despojan a las comunidades de todo tipo de decisión y niegan su autonomía. Éstas son políticas que, si bien expresan que buscan modificar las prácticas de asimilación y aculturación impulsadas desde hace años por el indigenismo, no dejan de reproducir las relaciones de subordinación de los pueblos indígenas con respecto a la sociedad mestiza y hasta legitiman las políticas de negación de los derechos indígenas. Por el contrario, se requiere desmitificar el carácter ‘neutral’ del Estado y mostrar su carácter de clase, evidenciando que se encuentra al servicio de la clase dominante y los agentes políticos, económicos, sociales que la sustentan.
Los pueblos indígenas saben que transitar este camino sin quedar a la mitad de él es difícil, por eso cada que deciden hacerlo antes fijan muy bien sus objetivos y ven la manera de hacerlo para que sea posible llevarlo a cabo. Una vez asegurado lo anterior, colocan junto a ellos algunos más generales que sirvan para establecer alianzas con otras comunidades. En algunos casos son objetivos concretos de las comunidades, como cuando luchan para obligar a los gobiernos a impulsar programas generales para la solución de conflictos agrarios, defensa de la tierra, o promoción de derechos. Pero no por eso se olvidan de demandas más amplias, que importan a todos los ciudadanos, como la reforma del Estado autoritario por otro democrático y multicultural, la lucha por la soberanía alimentaria, contra la privatización de la energía eléctrica y el petróleo y los recursos naturales. Esto los pueblos lo han aprendido en la práctica. No es casualidad que la rebelión del Ejército Zapatista de Liberación Nacional contra el Estado mexicano, haya comenzado el primero de enero de 1994, cuando entraba en vigencia el Tratado de Libre Comercio de este país con Estados Unidos y Canadá. Esta especificidad de la demanda de los movimientos indígenas de los últimos años se nota cuando se mira que el eje de ellos es el rescate de los recursos naturales del control de empresas transnacionales: los territorios indígenas y los bosques, en Chile; el agua, en Cochabamba, Bolivia; el petróleo y las minas, en Ecuador, y Guatemala; los territorios y los recursos naturales en México y Colombia. Estas luchas incluyen la oposición a la firma de tratados de libre comercio, porque es la vía de despojo más utilizada por el capitalismo internacional.
Los pueblos indígenas saben que la lucha por la autonomía no puede ser solo de los pueblos indígenas. Por eso construyen relaciones de solidaridad con los otros sectores de la sociedad, apoyándose mutuamente en sus propias reivindicaciones, al tiempo que impulsan demandas comunes. En este sentido cobra importancia cuidar con quien se establecen las alianzas, porque existen sectores y organizaciones sociales que discursivamente aceptan defender los derechos indígenas pero en la práctica hacen lo contrario, como sucede con algunos partidos políticos que han manifestado defender los derechos de los pueblos indígenas pero sus legisladores aprueban leyes que atentan contra ellos y sus derechos; o los partidos de la izquierda que en muchos lugares todavía intentan subsumir la demanda específica de los pueblos indígenas a las de la sociedad en general. Igual sucede con algunas organizaciones indigenistas que en el discurso defienden el derecho de los pueblos indígenas a su autonomía pero en su práctica están más ligadas a las políticas del Estado y su aspiración es vivir del presupuesto público.
los procesos autonómicos
Hemos dicho que los movimientos indígenas por la construcción de las autonomías constituyen los nuevos movimientos indígenas y que éstos son novedosos tanto por su demanda como por los actores políticos y sus formas de acción colectiva. Parafraseando a Alberto Melucci, también podríamos afirmar que los movimientos indígenas son profetas del presente, que lo que ellos poseen no es la fuerza del aparato sino el poder de la palabra y con ella anuncian los cambios posibles, no para el futuro distante sino para el presente; obligan a los poderes a mostrarse y les dan forma y rostro, utilizando un lenguaje que tal pareciera es exclusivo de ellos, pero lo que dicen los trasciende y al hablar por ellos hablan por todos (Melucci, 1999: 59).
Y es cierto, porque los pueblos indígenas al recurrir a su cultura y prácticas identitarias para movilizarse en defensa de sus derechos, cuestionan las formas verticales de la política al tiempo que construyen otras de carácter horizontal que a ellos les funcionan, porque las han probado en siglos de resistencia al colonialismo. Se trata de prácticas que surgen precisamente cuando las organizaciones tradicionales de partidos políticos, sindicatos u otras de tipo clasista y representativo entran en crisis y la sociedad ya no se ve reflejada en ellas. Estas prácticas políticas se expresan de muchas maneras, desde una guerrilla posmoderna como ha sido calificada la rebelión del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que se levantó en armas en tierras mayas en el año 1994, las largas caminatas de las autoridades de los pueblos indígenas de Colombia, los ‘levantamientos’ de los pueblos ecuatorianos, los cercos aymaras a la ciudad de La Paz, en Bolivia, hasta los enfrentamientos directos de los mapuches contra las empresas forestales que buscan despojarlos de sus recursos naturales.
En estas luchas los pueblos indígenas en lugar de recurrir a sofisticadas teorías políticas para armar sus discursos recuperan su memoria histórica para fundamentar sus demandas y sus prácticas políticas, lo cual le da un toque distintivo, simbólico si se quiere, de los nuevos movimientos indígenas. Los pueblos indígenas de México recuperan la memoria de Emiliano Zapata, el incorruptible general del Ejército del Sur durante la revolución de 1910-17, cuya demanda central fue la restitución de las tierras usurpadas a los pueblos por los hacendados; los colombianos recuperan el programa y las andanzas de Manuel Quintín Lame; los andinos de Perú, Ecuador y Bolivia traen al presente las rebeliones de Tupac Amaru, Tupac Katari y Bartolina Sisa, durante la colonia y la del Willka Pablo Zarate durante la época republicana; mientras los mapuches chilenos recuperan a Lautaro, que opuso resistencia a la invasión española. Héroes locales y nacionales vuelven a hacerse presentes en la lucha para guiar a sus huestes, como si hubieran estado descansando, esperando el mejor momento para volver a la lucha.
Junto a su memoria histórica los pueblos indígenas vuelven la vista a lo que tienen para hacerse fuertes. Desilusionados o desconfiados de las organizaciones políticas tradicionales retoman las de ellos: sus sistemas de cargos. Por eso quienes desconocen sus formas propias de organización llegan a afirmar que actúan de manera anárquica, que así no se puede, que con ello contribuyen a la dispersión y eso es un mal ejemplo para la unidad de los oprimidos, explotados y excluidos. Pero los pueblos saben lo que les conviene y sus formas organizativas les han funcionado por años sin importar que otros no las compartan. Por eso las practican y las fortalecen, adaptándolas a sus necesidades.
Claro, para avanzar hacia formas de lucha más amplias buscan trascender sus propias formas de organización, que la mayoría de las veces son locales. Y justo aquí es en donde entra el peligro de suplantar a los pueblos indígenas como sujetos de la construcción de los procesos autonómicos, porque en ese eslabón entre lo local, lo regional y lo nacional muchas organizaciones indígenas se apartan de la participación colectiva de las comunidades y en lugar de dispersar el poder para que todos participen en su ejercicio y controlen el uso que otros hacen de él, crean estructuras paralelas a las de los pueblos indígenas y actúan en su nombre como si fueran lo mismo, lo que constituye una salida falsa que aunque en el corto plazo puede traer algunas ventajas, a la larga también puede convertirse en un gran problema, pues se trata de posturas que no responden a una visión indígena de la organización sino a prácticas ajenas a los pueblos y sus comunidades.
Sólo los pueblos y las comunidades indígenas pueden evitar la tentación de que las organizaciones indígenas los suplanten. Una forma de hacerlo podría ser que se deslindara claramente entre la organización indígena propiamente dicha –la que responde a las estructuras propias de las comunidades– y la organización de indígenas, que no responde a la realidad organizativa indígena sino a las necesidades de hacerse escuchar en el ámbito regional o nacional. Ambos tipos de organizaciones no son excluyentes pero las segundas deben tener cuidado de que siempre y en todo momento el eje de la autonomía recaiga en las primeras y las otras les sirvan de apoyo. Si este último caso se presentara estaríamos ante un nuevo caso de subordinación y lo peor es que sería con el discurso de ayudar a los pueblos indígenas a alcanzar su liberación.
Lo mismo vale para los miembros de ellas y algunos de sus líderes. La sociedad nacional, ansiosa de tener interlocutores “válidos” dentro de las comunidades indígenas, muchas veces intenta convertir –y a veces lo logra– en líderes a los indígenas que por una u otra razón han trascendido las barreras comunitarias, sobre todo aquellos que por haber accedido a estudios superiores se han convertido en ‘intelectuales orgánicos’ de sus comunidades. Cuando esto sucede se crean líderes que pueden tener mucha presencia nacional pero que en las comunidades muchas veces no tienen ningún reconocimiento porque no cumplen sus obligaciones y a veces hasta están en contra de ellas. La historia reciente de los movimientos indígenas tiene muchos ejemplos de esto, que también opera contra la construcción de procesos autonómicos.
Mención aparte merecen aquellas organizaciones que se han constituido conforme a las reglas que los Estados que niegan las autonomías han diseñado para la participación política y desde ahí luchan junto con los movimientos indígenas por la construcción de la autonomía. Al aceptar las reglas del juego impuestas desde el Estado y ceñir sus actos a ellos no pueden ser, propiamente hablando, movimientos autonomistas, cuando más aliados de aquellos. De ese tipo de organizaciones existen en todos los países, desde México hasta Chile. Se trata de organizaciones o partidos políticos que apuestan a ocupar puestos administrativos en la institucionalidad gubernamental y desde ahí transformarlas, cosa que se antoja difícil, pues lo que más se ha visto es que el Estado los transforma a ellos. Como dijo un indígena mexicano, quieren montarse en un caballo viejo y cansado que lleva un rumbo equivocado y así no se va a ningún lado.
Con estas organizaciones se debe tener mucho cuidado. Mientras mantengan la congruencia entre su discurso y su práctica no existe ningún problema de tejer alianzas con ellas, pero la experiencia enseña que cuando se incorporan a las instituciones gubernamentales abandonan la lucha y se alejan de sus antiguos compañeros –caso en el que solo hay que lamentar la pérdida de antiguos compañeros– o continúan actuando como si nada hubiera pasado cuando en realidad ellos ya operan más como agentes del Estado que como líderes indígenas. Estas prácticas ya llevan años con diferentes matices y resultados en todos los países. Tal vez el más lamentable sea el de México, donde los líderes que al principio impulsaron la lucha por la autonomía indígena terminaron diseñando las políticas públicas de un gobierno de derecha. Otro caso emblemático es el del movimiento ecuatoriano, que en el año 2003 se alió a un ala militar para arribar al poder pero al poco tiempo lo abandonaron porque les pareció que desde ahí no se podían conseguir sus objetivos. Ellos, a diferencia de los mexicanos, han formulado una autocrítica y han llegado a la conclusión de que ‘nunca fueron mas débiles que cuando estuvieron en el poder’. A partir de esa autocrítica, la CONAIE resolvió no participar más en elecciones pues, en sus propias palabras, ‘corren el riesgo de ganar’.
Reflexiones finales
Todo lo que hasta aquí se ha dicho sobre las autonomías indígenas y su paso de ser demanda de reconocimiento constitucional a proceso de construcción, tiene como trasfondo, como se dijo al principio, explicar la raíz del problema que, según se ha argumentado, es la condición de colonialismo interno en que viven los pueblos indígenas en los Estados de los que forman parte. Se trata de una situación que ni la igualdad jurídica de los ciudadanos pregonada por el liberalismo decimonónico, ni las políticas indigenistas impulsadas por los diversos Estados latinoamericanos durante todo el siglo xx fueron capaces de resolver porque no iban a la raíz del problema que, según se aprecia ahora, pasa por el reconocimiento de los pueblos indígenas como sujetos colectivos de derechos, pero también por la refundación de los Estados para corregir sus anomalías históricas de considerarse monoculturales en sociedades multiculturales.
¿A dónde nos van a conducir los procesos de construcción de las autonomías indígenas en América Latina? Es una pregunta a la que nadie puede dar respuesta porque no la tienen los movimientos sociales. Los actores de este drama se trazan su horizonte utópico pero que lo logren no depende enteramente de ellos sino de muy diversos factores, la mayoría de ellos fuera de su control. De lo que sí podemos estar seguros es que el problema no encontrará solución en la situación en que actualmente se encuentran los Estados y por eso las luchas de los pueblos indígenas por su autonomía no tienen retorno. Ni la guerrilla zapatista en el Estado mexicano, ni los autogobiernos indígenas de Colombia o las luchas de los pueblos andinos o mapuches tendrán solución de fondo si los Estados nacionales donde se presentan no se refundan. Pero también es cierto que los Estados no se refundarán sin tomar en serio a sus pueblos indígenas. El reto entonces es en doble sentido: los Estados nacionales deben refundarse tomando en cuenta a sus pueblos indígenas y éstos deberían incluir dentro de sus utopías el tipo de Estado que necesitan y luchar por él. De eso se tratan las autonomías indígenas y las luchas por construirlas.
Por eso hay que celebrar que muchos pueblos y comunidades indígenas hayan decidido no esperar pasivamente a que los cambios vengan de fuera y se hayan enrolado en la construcción de gobiernos autónomos, desatando procesos donde se ensayan nuevas formas de entender el derecho, imaginan otras maneras de ejercer el poder y construyen otros tipos de ciudadanías. De acuerdo con estas ideas el derecho se mide más que por la eficacia de la norma que lo regula, por la legitimidad de quien lo reclama; el poder tiene sentido en la medida en que quien lo detenta lo reparta entre todo el grupo hasta el grado de que a él no le cree privilegios, que es en lo que se traduce el famoso “mandar obedeciendo” zapatista; y la ciudadanía, es decir, la característica que da sustento al ejercicio de los derechos políticos, no se mide por alcanzar determinada edad sino porque se está en actitud de asumir compromisos sociales y se cumple con la comunidad, cualidad muy propia de las comunidades indígenas en México.
El final de estos procesos nadie lo conoce. Lo que sí es cierto es que no tienen vuelta al pasado.
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