Admitir que el chavismo y el madurismo son dos momentos históricos y dos fenómenos políticos diferentes, es difícil para los actuales gobernantes, porque uno de los ejes fundamentales de su estrategia es aprovecharse del capital simbólico del primero, mientras hace y deshace como lo que es en verdad.
transición del chavismo al madurismo
Por: Jesús Puerta |
Jueves, 06/09/2018
Aporrea
Admitir que el chavismo y el madurismo son dos momentos históricos y dos fenómenos políticos diferentes, es difícil para los actuales gobernantes, porque uno de los ejes fundamentales de su estrategia es aprovecharse del capital simbólico del primero, mientras hace y deshace como lo que es en verdad. Por ello, el principio metodológico para examinar estas cosas sigue siendo aquel de Marx: el criterio de la verdad debe ser el de la práctica, no debemos fijarnos tanto en lo que se dice, sino en lo que se hace, y es ello lo que nos indica que hay, efectivamente, continuidades, pero las discontinuidades son mucho más significativas entre el chavismo y el madurismo. Valga decir que para la estrategia argumentativa de la oposición de derecha, tampoco es admisible esa diferencia, porque quiere derivar lo actual de lo anterior, como las consecuencias de unas premisas, en abstracto, como si la historia cupiese en un silogismo, como si ya en Marx estuviera el Gulag de Stalin e incluso las matanzas de Pol Pot en Camboya. Por supuesto, no estamos de acuerdo.
Vale arrancar con una precisión conceptual. Si usted piensa que identificarse como “chavista” implica obedecer, sin dudas ni preguntas, todo lo que hubiese dicho Chávez, por supuesto que se encuentra atrapado precisamente por uno de las peores desviaciones del madurismo: la autocracia, el caudillismo decimonónico, la disciplina de cuartel gomecista, la obediencia mecánica, la muerte de todo pensamiento autónomo y crítico. Precisamente, el madurismo comienza por esta actitud de secta religiosa. Por eso al madurista le basta con que a Maduro lo designó el Comandante, para ofrecerle una lealtad incondicional. Sé que el Job militante dejará en este punto de leerme, temeroso del furor de su dios ante algún pensamiento rebelde y secreto que se agita cada vez que lee cosas parecidas y que debe ser reprimido de inmediato como un pecado.
Admito de inmediato que el chavismo, como fenómeno político, fue y es heterogéneo, y hasta contradictorio, como lo son, por lo demás, todos los movimientos políticos de importancia histórica en todo el mundo. Como he escrito ya muchas veces, el chavismo alberga por lo menos tres grandes tradiciones políticas criollas: el nacionalismo bolivariano tradicional, de “Venezuela Heroica” y militar de efemérides patrias; las heterogéneas manías, incoherencias y avances de la izquierda venezolana y latinoamericana, y un cristianismo pragmático y lleno de la ampulosidad de los predicadores callejeros (ver en el archivo de Aporrea mi artículo ¿Qué es el chavismo?). Para lo que estamos considerando ahora, el chavismo reúne también varias contrariedades típicas, muy criollas.
Veamos. En el chavismo hay una pulsión democrática e igualitaria, habladora e irreverente, al lado de una propensión autoritaria, de tropa obediente, de cómplice del jefe que le “tirará algo” luego del gran festín, o de feligresía inocente y cruel que aplaude y ríe cuando en el hereje se aviva la llama. Hay, por un lado, la promesa de “nuevas formas productivas”, “empresas socialistas” y llamados al “control obrero” y, por el otro, el despilfarro irresponsable, sin el mínimo criterio gerencial, el desorden y la improvisación alegre, propios del rentismo, en el cual se mueve como pez en el agua, la corrupción. Hubo la construcción de una nueva institucionalidad, que incorporó con la Constitución de 1999, nuevas formas de participación política; hay la insistencia en la consigna de “poder popular”, y, por el otro lado, hay autocracia y autoritarismo, patentes en esas vergonzosas aclamaciones en que un colectivo, le entrega a un solo hombre todas las decisiones, incluso la de designar todos los organismos de un Partido que se supone “revolucionario”, y, encima, canta muerto de risa la triste consigna de “así es que se gobierna”, asumiendo la voz del gomecismo más atávico.
Pero con Chávez hay factores que inclinaban la balanza hacia la democracia y el logro de otra sociedad, de esas muchas contradicciones, en cuya enumeración nos hemos quedado cortos. Hubo realizaciones: la Constitución de 1999, la vuelta a la actividad política y organizativa de las masas populares, su atención luego de varios años de exclusión mediante las “misiones”, la construcción de instituciones de integración latinoamericanas, ejercicio de la nueva institucionalidad democrática (el referéndum), planes y políticas económicas que recuperaron efectivamente al país, más allá de la bonanza petrolera (es cierto lo que analiza gente como Giordani, Oly Millán y el propio Rafael Ramírez, que Chávez se manejó tanto en momentos de auge como de caída). Por supuesto, no creo que haya un “pensamiento económico de Chávez”, más allá de una lista de buenas intenciones, como la que intenta inventar Serrano Mansilla. Chávez fue un dirigente político fundamentalmente práctico. Ahí no hay teoría propiamente dicha, sino un uso creativo, experimental, de muchas ideas de fuentes heterogéneas. El mérito histórico de Chávez, aparte de resucitar la idea de una Latinoamérica unida e independiente del poderío norteamericano, fue darle un nuevo aliento al horizonte de una sociedad diferente a la que proponía el neoliberalismo, sometida a la privatización, el logro a todo costo de los equilibrios macroeconómicos y el sacrificio del pueblo.
En este punto, tenemos que decir que el chavismo, ese sistema de poder en desarrollo entre 1999 y 2012, se montó sobre un carisma, que sirvió de base simbólica de todo un aparato de poder. Ya dejamos entrever que en este poder carismático, como lo caracterizaría Weber, hay mucha tradición personalista y caudillista sembrada en nuestra historia. Con el madurismo, la cosa es justamente inversa. El “aparato”, ese detritus pastoso, hecho de la mezcla indistinta de Partido, estado y gobierno, con usos y elementos militares, pretende construir un carisma a juro, a fuerza de reproducir las peores prácticas autocráticas y usar las instituciones estatales hasta destruirlas a su conveniencia.
Para construir el nuevo “liderazgo”, entró en marcha un proceso de “micropurgas” y de alianzas de “tribus de poder”, cuyos movimientos se rigieron por la lógica de la concentración del poder. Sociológicamente, el conglomerado de burócratas y militares, es una fórmula tan antigua como el bonapartismo, analizado por Marx en su 19 Brumario a mediados de la década de los 70 del siglo XIX. De hecho, todas las experiencias de “socialismo real” del siglo XX terminaron en eso: un capitalismo de estado dirigido por una cúpula burocrática y militar que, a la postre, fue el germen de una nueva alta burguesía cuando el disfraz socialista resultó incómodo (aunque el gran empresariado chino sigue usándolo con mucho descaro oriental). Pero, en el caso venezolano, el madurismo fue decisivo para que los demonios bajo control del Comandante, se soltasen, y los delicados equilibrios en el chavismo, tuvieran sus peores desenlaces.
En fin, con Chávez teníamos una fuerza política de izquierda, nucleada en torno a un gran carisma; con el madurismo, un “carisma” a juro, una autocracia condicional, impuesta por una cúpula burocrático-militar responsable de una inmensa apropiación mafiosa de la renta, desviada hacia la derecha. Chávez ejercía su liderazgo sobre los militares. Maduro negocia con ellos, para asegurar su apoyo, varias decenas de empresas, especialmente esa que se asocia con el capital extranjero “estimulado” para la explotación del petróleo y los minerales del Arco del Orinoco. En el ínterin, han ido eliminando al detal, los posibles rivales.
Maduro, por supuesto, no es Stalin. Para nada: primero porque el tirano soviético de verdad transformó la sociedad rusa, a sangre y fuego, y con el costo de millones de vidas, pero lo hizo; segundo, porque las purgas de Stalin implicaban miles de muertos, porque vencer un adversario, para él, era lo mismo que su aniquilación física. Maduro y su combo, no. Aquí se mantiene (hay que reconocerlo) una rendija de prácticas democráticas. Pero, las pequeñas purgas de Maduro, hechas al detal, uno por uno, gracias a unas correlaciones de fuerzas circunstanciales, se van configurando indudablemente en función a la unificación del mando. A grandes trazos, en eso, Maduro se parece de lejos a Stalin, y no por su bigote.
Así, salieron Giordani, los ministros de Chávez, hasta la familia del Comandante, Ramírez, asesores como Temir Porras, la Fiscal Ortega y un largo etcétera. Lo más reciente es Jaua. No sé si por haber promovido la “discusión” en el congreso del PSUV, o simplemente porque la torta se ha venido reduciendo peligrosamente y Jaua, de verdad, no tiene lo que se diga un magnífico record de efectividad y servicio. Las micropurgas maduristas, además, se distinguen de las stalinistas, porque , a veces, pasan por el almíbar de una representación diplomática.
En fin, que el madurismo decidió las contradicciones internas del chavismo, hacia la derecha. Con el plan de mantenerse en el poder como fuera, terminó por acabar una institucionalidad avanzada, democrática participativa, y afirmar las tendencias autocráticas y autoritarias. Se llena la boca de un discurso antiimperialista, pero, como lo hace al tiempo que procura nuevos pactos con el capital transnacional para la entrega de las riquezas mineras y petroleras del país, todo queda en demagogia nacionalista de viejo cuño. Administra mal la crisis económica, tomando decisiones que a la postre, le dan la razón a sus críticos de siempre, pero a destiempo, demasiado tarde, cuando ya los remedios sugeridos no causan el efecto deseado, sino que empeoran la situación del pueblo.
Por supuesto, el madurismo es la otra cabeza del mismo cuerpo de la mediocre dirigencia política de este país. La otra condición de posibilidad del madurismo, fue la dirigencia de la oposición de derecha, torpe e incapaz, con los mismos vicios y mediocridad aderezados por la falta de pensamiento propio y su actitud adulante hacia la oligarquía colombiana y los dueños norteamericanos. A esa oposición de derecha, el madurismo debe hacerle un homenaje. Incluso a sus “coaches” Rubio, Uribe, los gobernantes de Brasil, Argentina, Perú, etc., porque posibilitan continuar sacando réditos al discurso antiimperialista.
Los escenarios futuros son muchos. Pero, uno de ellos, muy probable, es que el madurismo logre estabilizar una suerte de relanzamiento del rentismo, un “sistema” en que se estabilice la coalición burocrática-militar, junto a una base clientelar popular, y una asociación con el gran capital transnacional, con mayor participación china y rusa. Todo, como parte del reacomodo de los equilibrios geopolíticos a escala mundial. Esta perspectiva (y las otras, no consideradas aquí, por falta de espacio), reafirma la necesidad de la construcción de una nueva referencia política, con un pensamiento actualizado. Sobre ello hablaremos en ulteriores artículos.