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Crítica de los mitos. Lectura de las huellas dejadas por los caminantes migrantes de Venezuela

Raúl Prada Alcoreza :: 12.09.18

Es menester una crítica de los mitos. No, por cierto, como lo hacía la epistemología empirista y positivista, suponiendo que la ciencia moderna nacía para librar a las sociedades humanas de los mitos; pues la ciencia, en el sentido propuesto por el positivismo es también un mito. Sino como crítica de lo que expresan como narrativa válida, avalada institucionalmente y por las tradiciones. Por ejemplo, el mito de la Patria Grande, de la unidad latinoamericana, se quiebra ante la evidencia de lo que devela la migración venezolana por el continente. La xenofobia despertada nos muestra, mas bien, otra realidad, distinta a la que supone el mito. Las poblaciones ven como amenaza a la población caminante que migra, escapando del infierno de la República Bolivariana de Venezuela. Las poblaciones latinoamericanas de los otros países no reciben a los migrantes, que, en este caso, son refugiados políticos o lo demandan ser con el solo hecho de pisar las tierras de los otros países “hermanos”.

SEPTIEMBRE 12, 2018
Crítica de los mitos
Lectura de las huellas dejadas por los caminantes migrantes de Venezuela

Raúl Prada Alcoreza

Dedicado a los caminantes migrantes venezolanos

Los fantasmas del pasado nos atosigan, los mitos no nos dejan vivir, porque sencillamente nos encontramos atrapados en los mitos; los mitos dan sentido, pero al darlo, al narrar las interpretaciones del origen, del comienzo civilizatorio, del regalo del fuego, de la invención de los instrumentos de caza, del nacimiento de la agricultura – hablando de los mitos arquetípicos -, nos hacen creer que ya todo está dado, resuelto y explicado. Lo mismo ocurre, pero de una manera más pedestre, menos mágica y poética, con los mitos modernos; éstos proponen el fin de la historia, el desarrollo, el dominio del hombre sobre la naturaleza, la hegemonía de la ciencia. El hombre moderno, como el hombre antiguo, se encuentra atrapado en los mitos, cree en la verdad que transmiten los mitos; entonces, no se cuestiona, sobre las finalidades inherentes a los mitos mismos. Es más, aunque parezca paradójico, donde más han proliferado los mitos es en la modernidad, que se cree libre de los mitos; aparece como ideología. Hay mitos de identidad, mitos relativos a la nación, incluso, a pesar de la contrastación histórica, que suponen que la nación es anterior al Estado. En la llamada América Latina y el Caribe se han constituidos mitos sobre la formación de la consciencia nacional, así como el mito de la Patria Grande. Si bien estos mitos han sido substratos de las interpretaciones histórico-políticas, es decir, los discursos que se oponen a las dominaciones que se enfrentan, como el colonialismo, la colonialidad, el imperialismo, los estados oligárquicos; si bien han servido para expresar las luchas de los pueblos, a partir de un momento, los mitos de identidad se han convertido en obstáculos para construir interpretaciones renovadas, actualizadas, que ayuden a replantear las luchas sociales y de los pueblos. De manera paradójica, terminaron sirviendo como creencias que sostienen a las nuevas dominaciones, las oligárquicas, las liberales, las nacionalistas, las neoliberales, las populistas.

Es menester una crítica de los mitos. No, por cierto, como lo hacía la epistemología empirista y positivista, suponiendo que la ciencia moderna nacía para librar a las sociedades humanas de los mitos; pues la ciencia, en el sentido propuesto por el positivismo es también un mito. Sino como crítica de lo que expresan como narrativa válida, avalada institucionalmente y por las tradiciones. Por ejemplo, el mito de la Patria Grande, de la unidad latinoamericana, se quiebra ante la evidencia de lo que devela la migración venezolana por el continente. La xenofobia despertada nos muestra, mas bien, otra realidad, distinta a la que supone el mito. Las poblaciones ven como amenaza a la población caminante que migra, escapando del infierno de la República Bolivariana de Venezuela. Las poblaciones latinoamericanas de los otros países no reciben a los migrantes, que, en este caso, son refugiados políticos o lo demandan ser con el solo hecho de pisar las tierras de los otros países “hermanos”. ¿Síntoma de qué son estos comportamientos xenófobos?

No es justificativo decir que lo mismo pasa en otras partes del mundo, donde los estados colindantes se enfrentan a la llegada multitudinaria de refugiados; se repite el fenómeno en otros estados más distantes, sobre todo en aquellos que se suponen desarrollados y con una larga tradición institucional democrática. Si el mismo comportamiento xenófobo se da mundialmente, esto parece mostrarnos un fenómeno contemporáneo, un fenómeno social y subjetivo contemporáneo. La xenofobia se sostiene en el miedo, en la creencia de la amenaza; de esta manera, se toma la llegada de los extranjeros que huyen como una invasión. Entonces, el miedo ya estaba instalado en las cavernas de la subjetividad, la amenaza estaba ya contenida en las interpretaciones en boga. La oportunidad para que este miedo salga rabiosamente y que esta amenaza sea señalada es la llegada de los extranjeros fugitivos.

Algo ha pasado con las sociedades humanas en la contemporaneidad; han perdido seguridad, incluso confianza en sí mismas. Se trata de sociedades que se sienten amenazadas; entonces están afectadas profundamente; los mitos modernos que les daban seguridad no son suficientes para calmarlas. Presienten que algo anda mal en estas interpretaciones, pero no lo dicen, ni se dan el tiempo para reflexionar; prefieren cómodamente mantener los mitos y encontrar culpables, hallar la culpa en los enemigos. Con esto habrían perdido la oportunidad de encarar sus propios mitos, su propia ideología; en otras palabras, encarar el problema que se presenta como desafío insoslayable. Prefieren la catarsis, exteriorizar sus miedos y castigar a los que señala como amenaza. Prefieren comportarse de la manera mezquina como se comporta el humano rendido a sus prejuicios.

Los resientes sucesos nos presentan un panorama desolador; las poblaciones se dejan llevar por sus prejuicios y miedos, se dejan arrastrar por sus fantasmas, que los jalan al pasado no resuelto. Recurren, por así decirlo, a toda su incapacidad para resolver problemas. En consecuencias no los solucionan, se alejan de cualquier solución, salvo ésta sea imaginaría. Este es el caldo de cultivo de los conservadurismos recalcitrantes, de lo que comúnmente se llama “derecha” conservadora o reaccionaria, de lo que de manera panfletaria se llama fascismo; así como es el caldo de cultivo de los fundamentalismos atroces.

En contraste, los llamados populismo tienen otro caldo de cultivo; esta es la memoria mitológica del pueblo, un substrato imaginario barroco, que tiene como estratificación sedimentaria a las narrativas milenarista. Después, en los estratos posteriores o menos profundos o más superficiales, aparecen las ideologías modernas, todas combinadas de manera abigarrada; la ideología liberal, de las primeras épocas, aquellas ligadas a la lucha contra las expresiones conservadoras oligárquicas; la ideología socialista, sobre todo aquella que estuvo motivada por las inclinaciones románticas; la ideología nacional-popular, sobre todo aquella que corresponde al discurso histórico-político que convoca a la nación oprimida. El eterno retorno del populismo, teniendo en cuenta sus expresiones singulares, dependiendo del contexto y la coyuntura, tiene este caldo de cultivo, que, en resumidas cuentas, podemos llamar el de la convocatoria del mito, en distintas tonalidades y formas. En este trance o tránsito, el socialismo tiene otro caldo de cultivo; en este caso, resumiendo también, el caldo de cultivo es la promesa; que en su arqueología se tiene como substrato a la promesa religiosa y en el estrato de la modernidad se encuentra la promesa política socialista de la justicia.

Estos dos últimos caldos de cultivo, como los nombramos metafóricamente, el relativo al populismo y el referido al socialismo, son usados por expresiones políticas progresistas, en sus inicios por expresiones románticas, aunque también fueron usadas por el liberalismo de los primeros tiempos. Las expresiones de las manifestaciones y movilizaciones radicales también tuvieron como substrato a estos caldos de cultivo histórico-culturales. El contraste con el primer caldo de cultivo mencionado tiene que ver no solo con la predisposición a la paranoia, por lo tanto, al miedo y al señalamiento de la amenaza, del substrato cultural de la sensación de inseguridad y de vulnerabilidad, sino en que dio lugar a formas discursivas y formas de acción claramente recalcitrantemente conservadoras y fundamentalistas ultramontanas. En cambio, los otros substratos histórico-culturales dieron lugar a manifestaciones políticas esperanzadoras, abriendo expectativas sociales y dibujando el porvenir con optimismo.

Sin embargo, la historia efectiva jugó con paradojas histórico-políticas a las manifestaciones socialistas y a las manifestaciones populistas. El periodo de oro, por así decirlo, de la revolución, se despliega en un primer periodo, quizás solo al inicio mismo de la revolución; empero, después, en la medida que la revolución se institucionaliza, los mismos caldos de cultivo son usados por expresiones políticas pragmáticas o del realismo político, que obstruyen la continuidad de la fiesta revolucionaria, que anulan o borran toda huella o halo romántico, que, en definitiva, se comportan como el termidor mismo de la revolución. Entonces, la forma de Estado, sobre todo el ejercicio del poder, de las formas de gubernamentalidad socialista y de las formas de gubernamentalidad populista, se comienzan a parecer, a las formas de gubernamentalidad conservadoras recalcitrantes, reaccionarias, fascistas y fundamentalistas ultramontanas.

Volviendo al tema, los caminantes migrantes venezolanos, que escapan del infierno del “socialismo del siglo XXI”, se enfrentan a dos panoramas adversos; primero, el incumplimiento de la promesa, en su propio país; promesa convertida en una mueca grotesca, que se ríe descaradamente de la inocencia de un pueblo, que creyó en la convocatoria del mito. El segundo, se enfrenta a la xenofobia destilada en las poblaciones “hermanas” de Latinoamérica. Y los latinoamericanos, para nombrarnos de esa manera, nos enfrentamos a la cruda realidad, mejor dicho, nos enfrentamos, a través de ella, a nuestros mitos, que develan su propia insostenibilidad narrativa.

Para decirlo fácilmente, no somos lo que creíamos ser, por lo menos en esta actualidad conflictiva y perturbadora. No somos poblaciones con vocación de la Patria Grande; somos tan mezquinos como las oligarquías iniciales de las repúblicas inauguradas del siglo XIX. Estas oligarquías construyeron Estados del tamaño de sus propios prejuicios y sus propias miserias humanas; hoy, leyendo los comportamientos xenófobos de las poblaciones, podemos ver que nos aferramos a un localismo conservador del tamaño de los prejuicios ateridos socialmente, prejuicios que son compartidos, paradójicamente, con la oligarquía ultramontana. Con esto demostramos que no somos capaces de asumir el presente, con toda su complejidad dinámica, con todos sus espesores histórico-territoriales-culturales-sociales. Que preferimos aferrarnos a un pasado que imaginamos, no como utopía, que sería, mas bien, expectativa esperanzadora, sino como apuesta pragmática y oportunista a una seguridad supuesta que perdimos.

Como quien dice, es momento de enfrentarnos a nosotros mismos, a lo que somos nosotros en el momento presente, a cómo llegamos a ser lo que somos; que es también, enfrentarse a los mitos que sostienen nuestras justificaciones de lo que hacemos. Tomando posición al respecto, decimos que hay que deconstruir nuestros mitos constitutivos; esto equivale a autocriticas colectivas y sociales de los pueblos de Abya Yala. Esto implica pasar de la deconstrucción a la diseminación de las mallas institucionales constituidas, instituidas y consolidados, que ahora, se han convertido en nuestras prisiones agobiantes, así como en embarcaciones al naufragio. La autocrítica es deconstrucción, por lo tanto, destrucción, también es diseminación, por sus consecuencias materiales, de las mallas institucionales, que, en vez de ser instrumentos de sobrevivencia, cambiables, modificables desechables, se han convertido en los principios y fines abstractos de la dialéctica nihilistas.


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