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Revolución en punto cero. Trabajo doméstico, reproducción y luchas feministas III

Silvia Federici :: 25.09.18

Tercera y Última Parte: la reproducción de lo común

11. Sobre el trabajo de cuidados de los mayores y los límites del marxismo (2009)
Introducción

El «trabajo de cuidados», especialmente en lo relativo al cuidado de los mayores, se ha situado en los últimos años en el centro de la atención pública en los países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) como respuesta a una serie de tendencias que han provocado una crisis en numerosas formas de asistencia y cuidados. La primera de estas tendencias ha sido y es el aumento, tanto en términos absolutos como relativos, de la población anciana y de la esperanza de vida, que, sin embargo, no ha conllevado un aumento de los servicios de asistencia a los mayores. También se ha producido un importante aumento del número de mujeres empleadas de manera asalariada fuera de los hogares, lo que ha provocado una reducción de la contribución de estas a la reproducción de sus familias. A estos factores le debemos añadir el continuo proceso de crecimiento urbano y de gentrifi cación de los barrios obreros, que han destruido las redes sociales y los diversos modelos de apoyo mutuo en los que podían confi ar las personas mayores que vivían solas, ya que contaban con vecinos que les proporcionaban alimentos, ayudaban con las tareas domésticas, les visitaban para darles conversación… Como resultado de estas tendencias, para un gran número de personas mayores los efectos positivos del aumento de la esperanza de vida han perdido su signifi cado o incluso se ven ensombrecidos por una perspectiva de soledad, exclusión social e incremento de su vulnerabilidad frente a abusos físicos y psíquicos. Teniendo esto en mente, con el análisis aquí propuesto sobre la cuestión del cuidado de los mayores, pretendo refl exionar acerca del tipo de acciones que se pueden desarrollar y sobre por qué la cuestión del cuidado de los mayores se encuentra totalmente ausente de la literatura de la izquierda radical.
El principal objetivo de este análisis es lanzar un llamamiento a la redistribución de la riqueza social hacia el cuidado de los mayores, y a la construcción de formas colectivas de reproducción social, que permitan que se proporcione este cuidado, que se cubran sus necesidades ―una vez que ellos ya no son capaces de hacerlo por sí mismos― y que esto no se produzca a costa de la calidad de vida de sus cuidadores. Para que esto suceda, el trabajo de cuidados de las personas mayores debe adquirir una dimensión política y posicionarse dentro de la agenda política de los movimientos por la justicia social. También es indispensable una revolución cultural en el concepto de ancianidad, contra la degradada representación que se hace de este sector, por un lado, al considerarlo una carga fi scal para el Estado y, por otro, al presentarlo como una etapa «opcional» de la vida que podemos superar e incluso prevenir, a través de tecnologías médicas y productos desarrollados por el mercado «que aumentan la esperanza de vida». En la politización del cuidado de los mayores se encuentra en juego no solo el destino de estos y la insostenibilidad de los movimientos radicales, que cometen un grave error al ignorar lo crucial de esta cuestión, sino también la posibilidad de crear una solidaridad generacional y de clase. Esta solidaridad ha sido objetivo durante años de una inagotable campaña en su contra por parte de economistas políticos y gobiernos que han señalado las partidas presupuestarias destinadas a estos trabajadores, las que reciben debido a su edad (como las pensiones y diferentes tipos de subsidios sociales), como bombas de relojería para la economía del país y una pesada hipoteca para el futuro de los jóvenes.
La crisis del cuidado de los mayores en la era global
En muchos aspectos la actual crisis del trabajo de cuidado de los mayores no supone una novedad. Este trabajo siempre ha vivido una constante situación de crisis dentro de la sociedad capitalista, debido tanto a la devaluación que dentro del mundo capitalista sufre el trabajo reproductivo como a la visión que se tiene de las personas mayores como seres no productivos ―en vez de ser valorados como depositarios de la memoria colectiva y de la experiencia, tal y como se les consideraba en las sociedades precapitalistas. Dicho de otra manera, el trabajo de cuidado de los mayores sufre una doble devaluación cultural y social. De la misma manera que el resto del trabajo reproductivo, esta labor no es vista como trabajo pero, al contrario que la reproducción de la fuerza de trabajo, cuyo producto tiene un valor reconocido, el cuidado de los mayores está estigmatizado como una actividad que absorbe valor pero que no genera ninguno. Por eso, tradicionalmente, los presupuestos destinados al cuidado de los mayores se han asignado con un discurso tacaño y mezquino, que recuerda al predicado por las leyes de pobreza del siglo XIX; las tareas de cuidado de los mayores que ya no son capaces de valerse por sí mismos se han abandonado en manos de las familias y parientes con escaso apoyo externo, en la presunción de que las mujeres deben asumir esta tarea de una manera natural como parte de su trabajo doméstico.
Ha sido necesaria una larga e intensa lucha para forzar al capital a reproducir no solo la fuerza de trabajo «en uso» sino todo lo necesario para la reproducción de la clase trabajadora a lo largo de todo su ciclo vital, incluyendo la provisión de asistencia para aquellos que ya no forman parte del mercado laboral. Sin embargo, incluso el Estado keynesiano se quedó corto en este objetivo. Ejemplo de esta cortedad de miras es la legislación sobre Seguridad Social aprobada en Estados Unidos en 1940, laureada como «uno de los logros de nuestro siglo» cuando tan solo respondía parcialmente a los problemas a los que se enfrentan los mayores, ya que ligaba el dinero recibido del Estado a los años de empleo remunerado y proporcionaba ayuda social solo a aquellos mayores en situación de extrema pobreza.
El triunfo del neoliberalismo ha empeorado esta situación. En algunos países de la OCDE, durante los años noventa ya se dieron los pasos necesarios para incrementar la fi nanciación de los servicios de cuidados domiciliarios y para proporcionar formación y ayuda a los cuidadores. En Inglaterra el gobierno ha incluido el derecho de los cuidadores a exigir a los empresarios jornadas laborales fl exibles, para así poder «conciliar» trabajo asalariado y el trabajo de cuidados. Pero el desmantelamiento del «Estado de bienestar» y la insistencia neoliberal en que la reproducción es responsabilidad personal de los trabajadores han disparado una tendencia opuesta que está ganando velocidad y que la actual crisis económica acelerará sin lugar a dudas.
La disminución de los presupuestos sociales para los mayores ha sido especialmente severa en Estados Unidos, donde ha llegado al extremo de que los trabajadores a menudo ven empobrecida su situación económica al asumir el cuidado de los familiares dependientes. La transferencia de gran parte de los cuidados hospitalarios a los domicilios, tendencia política en auge, ha aumentado los problemas de estas familias, ya que, motivada meramente por razones fi nancieras, se está llevando a cabo sin ningún tipo de atención a las estructuras necesarias para reemplazar de forma responsable ciertos servicios que habitualmente proveían los hospitales. Tal y como describe Nona Glazer, este desarrollo no solo ha aumentado la cantidad de trabajo que deben realizar los miembros de la familia, sobre todo las mujeres, sino que incluso se han transferido al hogar tratamientos «peligrosos» e incluso «con riesgo para la vida» que en el pasado se esperaba que tan solo realizaran enfermeras tituladas y en hospitales.8 Paralelamente, los trabajadores de cuidados domésticos han visto duplicada su carga de trabajo y reducida la duración de las visitas,9 lo que les obliga a reducir sus servicios al «mantenimiento de la casa y el cuidado corporal».10 Los centros de cuidados fi nanciados por el Estado también se han visto «taylorizados», «mediante el uso de time-and-motion-estudies [estudios de racionalización del tiempo de trabajo y de movimientos] para decidir a cuántos pacientes se espera que atiendan».11
La globalización del cuidado de los mayores durante las décadas de los ochenta y de los noventa no ha solucionado esta problemática. La nueva división internacional del trabajo reproductivo que ha promovido la globalización ha transferido grandes cantidades de trabajo a las mujeres inmigrantes. Este desarrollo ha resultado ser muy benefi cioso para los gobiernos, al permitirles ahorrar miles de millones de dólares que de otra manera hubiesen tenido que pagar para proporcionar servicios de asistencia a los mayores. También ha permitido que muchas personas mayores que querían mantener su independencia y permanecer en sus hogares lo hiciesen sin caer en la bancarrota. Pero esta no puede ser considerada una «solución» al cuidado de los mayores, a falta de una transformación social y económica de las condiciones de los trabajadores de cuidados y de los factores que motivan su «elección»

de estos recortes, de 20 a 50 millones de personas proporcionan a sus familias el cuidado que tradicionalmente llevaban a cabo enfermeras y trabajadores sociales. Los cuidadores familiares suplen el 80 % de los cuidados a los enfermos y a los familiares dependientes, y la necesidad de sus servicios no hará sino crecer debido al aumento de la esperanza de vida y a los adelantos de la medicina moderna capaces de prolongar la vida. Cada vez más enfermos terminales deciden permanecer en su hogar hasta que les llegue su fi n y los miembros de la familia y los amigos son los que a día de hoy ejercen de cuidadores informales para cerca de las tres cuartas partes de los enfermos o los dependientes mayores, que viven en comunidad durante esos años de su vida, según un informe de los Archivos de Medicina Interna de enero de 2007; véase Jane E. Brody, «When Families Take Care of Their Own», The New York Times, 11 de noviembre de 2008.
8 Como consecuencia de este «traspaso» (según describe Glazer), el hogar se ha convertido en una fábrica médica, en la que se hacen diálisis y donde las amas de casa y sus apoyos deben aprender a insertar catéteres y sondas médicas; además, se está produciendo todo un nuevo rango de equipo médico para su uso en casa. Glazer, Women’s Unpaid Labor, op, cit., p. 154.
9 Glazer, Women’s Paid and Unpaid Labor, op. cit., pp. 166-167, 173-174.
10 Eileen Boris y Jennifer Klein, «We Were the Invisible Workforce: Unionizing Home Care», en Dorothy Sue Cobble (ed.), The Sex of Class: Women Transforming American Labor, Ithaca, Cornell University Press, 2007, p. 180.
11 Glazer, Women’s Paid and Unpaid Labor, op. cit., p. 174.
de este trabajo. Es debido al impacto destructor de la «liberalización económica» y de los «ajustes estructurales» en sus países de origen que millones de mujeres de África, Asia, las islas del Caribe y los antiguos países socialistas migran a las regiones más ricas de Europa, Oriente Medio y Estados Unidos, para servir como niñeras, trabajadoras domésticas y cuidadoras de los mayores. Para hacerlo, deben abandonar a sus propias familias, incluyendo niños y progenitores ancianos, y emplear a familiares o a otras mujeres con menos recursos y capacidad económica que ellas mismas para reemplazarlas en unas tareas de las que ya no se pueden hacer cargo. Si tomamos como ejemplo el caso de Italia, se calcula que tres de cada cuatro badanti (como se llama a las cuidadoras de los mayores) tienen hij os, pero solo un quince por ciento tiene a sus familias con ellas. Esto signifi ca que la mayor parte de estas mujeres sufren fuertes estados de ansiedad, al enfrentarse al hecho de que sus propias familias tienen que pasar sin el cuidado que ellas proporcionan a otras personas en otras partes del mundo. Arlie Hochschild habla, en este contexto, de «transferencia global del cuidado y las emociones» y de la formación de la «cadena de cuidados global». Pero la cadena a menudo se rompe: las mujeres inmigrantes se vuelven desconocidas para sus hij os, los acuerdos estipulados se rompen y los familiares pueden morir durante su ausencia.
No menos importante es el que, debido a la devaluación del trabajo reproductivo y al hecho de que son inmigrantes ―a menudo sin papeles en regla― y mujeres de color, las trabajadoras asalariadas son muy vulnerables ante un amplio abanico de chantajes y abusos: largas jornadas laborales, vacaciones no remuneradas ni derecho alguno, siempre expuestas a comportamientos racistas y abusos sexuales. Tan mínima es la paga de las trabajadoras de cuidados en Estados Unidos que al menos la mitad de ellas depende de vales de alimentos y de diferentes tipos de ayudas sociales para llegar a fi n de mes. De hecho, como ha expresado la Domestic Workers Union [Sindicato de Trabajadoras Domésticas] ―la principal organización de trabajadoras domésticas y de cuidados del Estado de Nueva York, promotora de la Domestic Workers Bill of Rights [Carta de Derechos de las Trabajadoras Domésticas]―, las trabajadoras de cuidados viven y trabajan «a la sombra de la esclavitud».
También es importante señalar que la mayor parte de las personas mayores y sus familias no pueden permitirse contratar cuidadoras o pagar los servicios que cubrirían realmente sus necesidades. Esto es especialmente cierto en el caso de personas mayores dependientes que requieren de cuidados durante todo el día. Según las estadísticas de CNEL de 2003, en Italia tan solo el 2,8 % de los ancianos reciben asistencia no familiar en su hogar; en Francia es el doble y en Alemania el triple. Pero la cifra todavía es muy baja. Un gran número de personas mayores viven solas, enfrentándose a difi cultades que son aún más devastadoras cuanto más invisibles son. Durante el «verano caliente» de 2003, miles de personas murieron en toda Europa por deshidratación, falta de comida y medicinas o simplemente por el insoportable calor. Murieron tantos en París que las autoridades tuvieron que almacenar sus cuerpos en espacios públicos refrigerados hasta que sus familias les reclamaron.
Cuando son los miembros de las familias los que se hacen cargo de los mayores, la mayor parte de las tareas suelen recaer en las espaldas de las mujeres, quienes durante meses y a veces años viven al límite del agotamiento físico y nervioso, consumidas por el trabajo y la responsabilidad de tener que proporcionar unos cuidados y realizar unas tareas para las cuales a menudo no están preparadas. Muchas tienen trabajos fuera de casa que frecuentemente se ven forzadas a abandonar cuando aumenta el trabajo de cuidados. Particularmente estresadas se encuentran las pertenecientes a la «generación sándwich» quienes deben criar a sus hij os a la vez que cuidan de sus padres. La crisis del trabajo de cuidados ha alcanzado tal punto que, en Estados Unidos, familias con bajos ingresos, familias monoparentales, adolescentes y niños, a veces no mayores de once años, administran terapias e inyecciones. Como ha informado The New York Times, un estudio de alcance nacional realizado durante 2005 reveló que «el tres por ciento de los hogares con niños de entre ocho y dieciocho años incluyen niños cuidadores».
La alternativa, para aquellos que no pueden pagar ningún tipo de «cuidado en casa», son los centros de día o residencias públicas, que en cualquier caso se parecen más a cárceles que a residencias para mayores. Habitualmente, debido a la falta de personal y de recursos económicos, estas instituciones suelen proporcionar cuidados mínimos. En la mayor parte de los casos, dejan a sus residentes durante largas horas tumbados en la cama sin que haya nadie cerca para cambiarles de posición, ahuecarles y colocarles las almohadas, masajearles las piernas, cuidar las heridas que provocan largas horas de estar tumbado, o simplemente para hablar con ellos, elementos básicos para mantener su sentimiento de identidad y dignidad y que se sigan sintiendo vivos y valorados. En los peores casos, las residencias son lugares en los que se droga a las personas mayores, se las amarra a la cama, se les deja durmiendo sobre sus excrementos y en los que están sujetas a todo tipo de abusos psicológicos y físicos. Gran parte de esta realidad la han revelado diferentes estudios, incluyendo uno de 2008 del gobierno de Estados Unidos, que relatan historias de abusos, negligencias y violaciones de las normas de sanidad y seguridad en el 94 % de las residencias. La situación no es más alentadora en otros países. En Italia las denuncias de abusos cometidos contra los disminuidos o los enfermos crónicos son muy frecuentes, así como los casos en los que se les deniega la asistencia médica necesaria.
El cuidado de los mayores, los sindicatos y la izquierda
Los problemas descritos son tan comunes y apremiantes que se podría suponer que poseen un lugar preeminente dentro de la agenda política de los movimientos por la justicia social y de los sindicatos a nivel internacional. Sin embargo, este no es el caso. A no ser que trabajen dentro de alguna institución, como es el caso de enfermeras y auxiliares, las trabajadoras de cuidados son ignoradas por los sindicatos, incluso por los más combativos como es el caso del Congress of South African Trade Unions (COSATU).
Los sindicatos negocian las pensiones, las condiciones de la jubilación y la asistencia sanitaria, pero poco dicen en sus programas de los sistemas de apoyo requeridos por las personas al envejecer o de las necesidades de las trabajadoras de cuidados, independientemente de si se les remunera o no. En Estados Unidos, hasta hace bien poco, los sindicatos ni siquiera habían intentado organizar a las trabajadoras de cuidados, y mucho menos si eran trabajadoras no remuneradas. Por eso, hasta el día de hoy, las trabajadoras de cuidados que se dedican a individuos o familias se encuentran excluidas de la Fair Labor Standards Act, una legislación que data de los tiempos del New Deal y que garantiza el «acceso al salario mínimo, a las horas extra, a la negociación de derechos y a otros derechos laborales». Como ya se ha mencionado, de los cincuenta Estados, solo el de Nueva York ha reconocido hasta ahora a las trabajadoras de cuidados como trabajadoras, con la aprobación, en noviembre de 2010, de la Carta de Derechos por la que el sindicato Unión de Trabajadoras Domésticas había luchado largamente. Y Estados Unidos no es un caso aislado. Según un informe de la OIT realizado en 2004, «los índices de sindicación transnacional dentro del sector doméstico apenas alcanzan el uno por ciento». Tampoco las pensiones son algo común a todas las trabajadoras sino tan solo a aquellas que han trabajado a cambio de un salario, y desde luego no son un derecho reconocido a los familiares cuidadores no remunerados. Ya que el trabajo de cuidados no es un trabajo reconocido como tal y el
tercio de las instituciones para ancianos violan las normas legales; véase htt p//:www.ansa.it/ notizie/rubriche/cronaca/2010/02/26/visualizza_new
sistema de pensiones computa su retribución en función de los años cotizados según una base asalariada, las mujeres que han trabajado como amas de casa a tiempo completo solo pueden obtener una pensión a través de su marido asalariado y no tienen derecho a prestaciones de la seguridad social en caso de divorcio.
Las organizaciones sindicales no han plantado cara a estas desigualdades, como tampoco lo han hecho los movimientos sociales ni las organizaciones marxistas, que, pese a algunas excepciones, parecen haber borrado a los mayores de las luchas, a juzgar por la ausencia de referencia alguna al cuidado de los mayores en los análisis marxistas actuales. La responsabilidad por este estado de las cosas puede remontarse hasta el mismo Marx. El cuidado de los mayores no es algo que se tenga en cuenta en su obra, pese a que la cuestión de los ancianos ha estado dentro de la agenda política revolucionaria desde el siglo XVIII y pese a que las sociedades basadas en el apoyo mutuo y las visiones utópicas de comunidades abundaron en su época (foueristas, owenistas, icarianos).
Marx estaba preocupado por el entendimiento de los mecanismos de la producción capitalista, en las diferentes formas o caminos que la clase obrera adopta para enfrentarse a ésta y en las distintas maneras en las que conforma sus luchas. Dentro de su debate y del desarrollo de su pensamiento no tenía cabida la seguridad en la edad anciana ni el cuidado de los mayores. Si tenemos que dar credibilidad a los informes de los contemporáneos de Marx, llegar a viejo era algo extraño entre los trabajadores fabriles y los mineros de esta época, cuya esperanza media de vida, en zonas industriales como Manchester y Liverpool, no sobrepasaba en el mejor de los casos los treinta años.
Más importante todavía, Marx no reconoció la centralidad del trabajo reproductivo ni en la acumulación capitalista ni en la construcción de la nueva sociedad comunista. Aunque tanto él como Engels escribieron acerca de la dramática situación en la que vivían y trabajaban los obreros ingleses, Marx prácticamente naturalizó el proceso reproductivo sin ni siquiera esbozar o vislumbrar cómo debería o cómo sería la reorganización del mismo en una sociedad postcapitalista y/o durante el mismo desarrollo de la lucha. Por ejemplo, Marx desarrolló el proceso de «cooperación» solo dentro del proceso de producción de mercancías, obviando las formas cualitativamente diferentes de cooperación proletarias dentro de los procesos de reproducción, que más tarde Kropotkin denominaría «apoyo mutuo».
La cooperación entre trabajadores es, para Marx, un carácter fundamental de la organización laboral capitalista, «simple resultado del capital que los emplea simultáneamente», y se da únicamente cuando los trabajadores «ya han dejado de pertenecerse a sí mismos» y son funcionales al aumento de la productividad y la efectividad laboral. Como tales, no dejan espacio a las habituales expresiones de solidaridad, para las muchas «instituciones y hábitos de ayuda mutua» ―«guildas, sociedades, hermandades, mutuas»― que Kropotkin encontraba presentes en las diferentes poblaciones industriales de su época. Tal y como Kropotkin percibió, estas mismas formas de apoyo mutuo limitaban los efectos y el poder del capital y el Estado sobre las vidas de los trabajadores, permitiendo el que innumerables trabajadores no cayesen en la ruina más profunda, y plantando las semillas de un sistema de seguro médico autogestionado, que garantizaba cierto tipo de protección contra el desempleo, la enfermedad, la vejez y la muerte.
Típico de los límites de la perspectiva marxista es su visión utópica recogida en el «Fragmento sobre las máquinas» de los Grundrisse (1857-58), en el que proyecta un mundo en el que las máquinas se encargan de todas las tareas, y los seres humanos solo las atienden, funcionando como sus supervisores. Esta visión omite el que, incluso en los países más avanzados, gran parte del trabajo socialmente necesario consiste en las actividades reproductivas y que este trabajo ha demostrado ser irreductible a la mecanización.
Las necesidades, los deseos y las potencias de la gente mayor, o de las personas sin salario, tan solo pueden ser mínimamente atendidos mediante la introducción de tecnologías. La automatización del cuidado de los mayores ya es un sendero bien desarrollado. Como ha demostrado Nancy Folbre (la más importante economista y teórica del cuidado de los mayores de Estados Unidos), las industrias japonesas ya están bastante avanzadas en el intento de tecnifi car este tipo de cuidados, como en general lo están en la producción de robots interactivos. Los robots enfermeros, que bañan personas o que les «pasean para ejercitarles», y los «robots de acompañamiento» (robot-perros, ositos robóticos) ya se encuentran en el mercado, aunque a un coste prohibitivo. También sabemos que para muchas personas mayores las televisiones y los ordenadores personales se han convertido en sustitutos de las badantis. Las sillas de ruedas dirigidas electrónicamente mejoran la movilidad de aquellos que tienen sufi ciente capacidad de manejo de sus propios movimientos como para dirigir los mandos de las mismas.
Estos desarrollos científi cos y tecnológicos pueden benefi ciar en gran medida a las personas mayores, si estos se lo pueden permitir económicamente. La alta circulación de conocimientos pone de hecho gran cantidad de riqueza a su disposición. Pero esto no puede reemplazar el trabajo de los cuidadores, especialmente en el caso de las personas que viven solas y en el de las que sufren enfermedades o discapacidades. Como señala Folbre, la compañía robótica puede incluso incrementar la soledad de estas personas y su aislamiento. Ninguna máquina automática puede hacerse cargo de los sentimientos ―el miedo, la ansiedad, la pérdida de identidad o la propia dignidad― que la gente experimenta cuando envejece y pasan a depender de otros para la satisfacción de incluso sus necesidades más básicas.
No es innovación tecnológica lo que se necesita para afrontar la cuestión del cuidado de los mayores, sino un cambio en las relaciones sociales, por el que la valorización económica deje de ser el motor de la actividad social, y que impulse la reproducción social como un proceso colectivo. De todas maneras, esto no puede darse dentro de un marco de trabajo marxista, carente de un replanteamiento amplio del signifi cado del trabajo similar al planteado por las feministas durante los años setenta como parte de nuestros debates políticos sobre la función del trabajo doméstico y del origen de la discriminación de género. Las feministas han rechazado la centralidad de la cuestión laboral que el marxismo ha asignado históricamente al trabajo asalariado y a la producción de mercancías como lugares cruciales en la transformación social, y han criticado la negligencia mostrada a la hora de tomar en cuenta la reproducción de los seres humanos y de la fuerza de trabajo. La lección mostrada por el movimiento feminista no es solo que la reproducción sea el pilar central de la «fábrica social», sino que es en el cambio de las condiciones bajo las cuales nos reproducimos donde radica el elemento esencial de nuestra capacidad para crear «movimientos que se (auto)reproduzcan». Obviar que lo «personal» es «político» mina en gran medida la fuerza de nuestras luchas.
En este tema, los marxistas actuales no han avanzado mucho más que el propio Marx. Si tomamos como ejemplo la teoría de la autonomía marxista del «trabajo afectivo e inmaterial», se observa cómo todavía obvia la profusa problemática que el análisis feminista sobre el desarrollo reproductivo ha puesto al descubierto. La teoría del «trabajo afectivo e inmaterial» afi rma que en la fase actual del capitalismo, la distinción entre producción y reproducción se encuentra totalmente desdibujada, ya que el trabajo se ha transformado en producción de estados del ser, de los «afectos» y de lo «inmaterial» más que de objetos físicos. En este sentido el «trabajo afectivo» sería un componente de todas y cada una de las formas de trabajo, más que de un tipo determinado de (re)producción. El ejemplo que habitualmente se da de los «trabajadores afectivos» prototipo son las trabajadoras de los establecimientos de comida rápida quienes deben voltear las hamburguesas del McDonald’s con una sonrisa, o las azafatas que deben vender una sensación de seguridad a las personas a las que atienden. Sin embargo, este tipo de ejemplos es engañoso puesto que gran parte del trabajo reproductivo, como por ejemplo el cuidado de los mayores, necesita de un compromiso total para con las personas reproducidas, una relación que difícilmente puede ser concebida como «inmaterial».
Aun así, es importante reconocer que el concepto de «trabajo de cuidados» también es hasta cierto punto reduccionista. El término entró a formar parte del habla común durante la década de los ochenta y de los noventa en conjunción con el surgimiento un nuevo tipo de división del trabajo dentro del trabajo reproductivo, que contempla los aspectos físicos y los emocionales de manera separada. Algunas trabajadoras de cuidados remuneradas se han aferrado a esta distinción, en una búsqueda de especifi cación de las tareas que pueden esperar o demandar de ellas sus empleadores, y de un reconocimiento de su trabajo como cualifi cado. Pero esta distinción es insostenible, tal y como ellas mismas son las primeras en reconocer. Porque lo que diferencia la reproducción de los seres humanos de la producción de mercancías es el carácter holístico de muchas de las tareas implicadas en la reproducción. De hecho, al introducir una separación, nos sumergimos en un mundo de alienación radical, ya que a las personas mayores (o a los niños en muchos casos) se les alimenta, lava, cepilla el cabello, masajea o medica sin consideración alguna hacia su estado emocional, su respuesta «afectiva» y su estado general de bienestar. La teoría del «trabajo afectivo» ignora esta problemática así como la complejidad comprendida en la reproducción de la vida. También sugiere que todas las formas de trabajo en el capitalismo «postindustrial» son cada vez más homogéneas. Sin embargo, un vistazo a la organización del cuidado de los mayores, tal y como está constituido hoy en día, disipa esa ilusión.
Mujeres, ancianidad y cuidado de los mayores desde la perspectiva de las economistas feministas
Tal y como han afi rmado las economistas feministas, la crisis del cuidado de los mayores, ya sea considerada desde el punto de vista de los mayores o desde el de las cuidadoras, supone esencialmente una cuestión de género. Aunque cada vez está más mercantilizada, la mayor parte de esta labor la llevan a cabo mujeres, y generalmente en forma de trabajo no remunerado lo que no les concede derecho a ningún tipo de pensión o ayuda económica social. Por esto, paradójicamente, cuanto más cuidan de otros las mujeres, menos reciben ellas mismas en contraprestación, puesto que dedican menos tiempo al trabajo asalariado que los hombres y gran parte de los sistemas de seguridad social se calculan en función de los años realizados de trabajo remunerado. También se ven afectadas por la devaluación del trabajo reproductivo las trabajadoras de cuidados, conformando una «subclase» que hoy en día todavía debe luchar por ser reconocida como trabajadora. En resumen, debido a la devaluación del trabajo reproductivo, casi todas las mujeres se enfrentan al envejecimiento con menores recursos que los hombres, medido esto en términos de apoyo familiar, ingresos económicos y bienes disponibles. En Estados Unidos, donde las pensiones y la seguridad social se cuantifi can en función de los años dedicados al trabajo asalariado, son mujeres la mayoría de los pobres y de los habitantes de las residencias subvencionadas para personas con rentas bajas, auténticos campos de concentración de nuestros días, precisamente por haber empleado tanto tiempo de sus vidas fuera de la fuerza de trabajo asalariada en actividades no reconocidas como trabajo.
La ciencia y la tecnología no pueden resolver este problema. Lo que se necesita es una transformación de la división social y sexual del trabajo y, por encima de todo ello, el reconocimiento del trabajo reproductivo como trabajo, lo que les permitiría reclamar un salario por estas tareas y que los familiares que trabajan como cuidadores no se vean penalizados social ni económicamente por su trabajo. El reconocimiento y la valorización del trabajo reproductivo también es indispensable para la superación de las divisiones existentes dentro del trabajo de cuidados, que enfrentan por un lado a los familiares que intentan minimizar sus gastos y, por el otro, a las trabajadoras de cuidados empleadas que se enfrentan a la desmoralización por trabajar en el límite de la pobreza y de la devaluación.
Las economistas feministas que trabajan en este campo han articulado posibles alternativas a los sistemas actuales. En Warm Hands in Cold Age, Nancy Folbre, Lois B. Shaw y Agneta Stark desarrollan y argumentan las reformas necesarias para proporcionar seguridad a la población en fase de envejecimiento, especialmente a las mujeres mayores, mediante una perspectiva internacional que evalúa a los países punteros en este tema. La clasifi cación la encabezan los países escandinavos que proporcionan un sistema de seguridad social casi universal. Al fi nal de la clasifi cación sitúan a Estados Unidos e Inglaterra, países en los cuales la asistencia a los mayores está ligada a la vida laboral asalariada. Pero en ambos casos existe un problema en la manera en la que este tipo de políticas están diseñadas, ya que refl ejan una división sexual del trabajo desigual así como las expectativas tradicionales concernientes a los roles de las mujeres en la familia y la sociedad. Esta es el área crucial en la que se debe producir el cambio.
Folbre también hace un llamamiento a la redistribución de los recursos para reconducir el dinero público destinado al complejo militar-industrial y a otras empresas destructivas hacia el cuidado de las personas mayores. Reconoce que esto puede parecer «ingenuo» y el equivalente a un llamamiento a la revolución. Pero insiste en que debería situarse en «nuestra agenda», ya que lo que está en juego es el futuro de todos los trabajadores, sin olvidar que una sociedad ciega al tremendo sufrimiento que le espera a muchas personas al llegar a la vejez, como es el caso de Estados Unidos hoy en día, es una sociedad abocada a la autodestrucción.
De todas maneras, no hay señal alguna de que esta ceguera vaya a disiparse en breve. En nombre de la crisis económica, los diseñadores de políticas apartan la mirada de esta problemática y blanden continuamente la amenaza de rebajar el gasto social y recortar las pensiones estatales y los sistemas de seguridad social, incluyendo los subsidios al trabajo de cuidados. La cantinela repetida una y otra vez es la obsesiva queja sobre la terquedad de una población envejecida pero más vital y energética, que se ha empeñado en vivir más tiempo, y que es la que está provocando la insostenibilidad de los presupuestos destinados a las pensiones públicas. ¡Es probable que Alan Greenspan tuviera en mente a los millones de norteamericanos que han decidido vivir más allá de los ochenta cuando se asustó, tal y como confi esa en sus memorias, al darse cuenta de que la Administración Clinton había, de hecho, acumulado un superávit económico! Pese a todo, incluso antes de la crisis, los diseñadores de políticas llevaban años orquestando una guerra generacional, alertando incesantemente de la bancarrota de la Seguridad Social a la que conducía el crecimiento de la población mayor de sesenta y cinco años, que legaría una hipoteca mortal a las generaciones jóvenes. Ahora, en un momento en que la crisis se hace más profunda, el asalto a los presupuestos destinados a la asistencia y al cuidado de las personas mayores está destinado a aumentar, ya sea en forma de hiperinfl ación que diezme los ingresos fi jos, de privatización parcial del sistema de la Seguridad Social o mediante el aumento de la edad de jubilación. Lo que resulta evidente es que nadie está reclamando un aumento del gasto en el cuidado de los mayores. Por eso es necesario que los movimientos por la justicia social, incluyendo activistas y eruditos radicales, intervengan en este terreno para prevenir una solución a la crisis a costa de los mayores, y para formular iniciativas capaces de reunir a los diferentes sujetos sociales implicados en la cuestión del cuidado de los mayores ―las trabajadoras de cuidados, las familias de los ancianos y, sobre todo, los mismos mayores―, que hoy en día se encuentran situados en posiciones antagónicas. Ya existen ejemplos de este tipo de alianzas en algunas de las luchas que tienen lugar en relación con el cuidado de los mayores, en las que las enfermeras y los pacientes, las trabajadoras de cuidados asalariadas y las familias de sus clientes, se alían para confrontar conjuntamente al Estado, conscientes de que cuando las relaciones de reproducción se vuelven imposibles, los que pagan el precio son tanto los productores como los «reproducidos».
Mientras tanto, también está por venir la «construcción de comunes» [commoning] en el terreno del trabajo reproductivo y de cuidados. Por ejemplo, hoy por hoy, en algunas ciudades italianas ya se están desarrollando modelos de vida comunales basados en «contratos solidarios» impulsados por personas mayores, que, para evitar ser institucionalizados, agrupan sus esfuerzos y recursos cuando no pueden contar con sus familias o contratar un cuidador. En Estados Unidos las «comunidades de cuidados» las forman generaciones más jóvenes de activistas políticos, que aspiran a socializar y colectivizar la experiencia de la enfermedad, el dolor, la pena, y el «trabajo de cuidados» involucrado en estas experiencias, y comienzan a reclamar y redefi nir en este proceso qué signifi ca enfermar, envejecer, morir. Estos esfuerzos deben expandirse. Son esenciales para la reorganización de nuestra cotidianidad y la creación de relaciones sociales de no explotación. Puesto que las semillas de un nuevo mundo no se plantarán online, sino que solo mediante la cooperación podremos desarrollarnos y reproducir nuestros movimientos, esta cooperación y reproducción debe comenzar por aquellos de nosotros que se enfrentan a los momentos de mayor vulnerabilidad de sus vidas sin los recursos y la ayuda que necesitan, lo que supone una forma oculta pero indudable de tortura en nuestra sociedad.

12. Mujeres, luchas por la tierra y globalización: una
perspectiva internacional
(2004)
Pese a los intentos sistemáticos de los poderes coloniales de destruir los sistemas femeninos de agricultura, las mujeres constituyen el grueso de los trabajadores agrícolas del planeta y forman la primera línea de resistencia en las luchas por un uso no capitalista de los recursos naturales (tierra, bosques y agua). Mediante la defensa de la agricultura de subsistencia, el acceso comunal a la tierra y la oposición a la expropiación de tierras, las mujeres están construyendo el sendero hacia una sociedad no explotadora, una en la cual hayan desaparecido las amenazas de hambrunas y de desastres ecológicos.
¿Cómo podemos salir de la pobreza si ni siquiera disponemos de un pedazo de tierra para cultivar? Si tuviésemos tierras para cultivar, no necesitaríamos que nos enviasen comida desde Estados Unidos. No. Tendríamos la nuestra. Pero mientras el gobierno se niegue a proporcionarnos las tierras y otros recursos que necesitamos, continuaremos teniendo extranjeros que decidan cómo gobernar nuestra tierra.
Elvia Alvarado
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Las mujeres mantienen el mundo con vida
Hasta hace poco, los temas relacionados con la tierra y las luchas por la defensa de esta no habían logrado generar interés entre la mayor parte de norteamericanos, a no ser que fuesen granjeros o descendientes de nativos americanos para quienes la importancia de la tierra como cimiento para la vida es, al menos culturalmente, todavía primordial. Muchos de los confl ictos por la defensa de la tierra parecen haberse esfumado en un pasado borroso, que se nos escapa. En el periodo subsiguiente a la urbanización masiva, la tierra ya no parecía ser uno de los medios básicos para la reproducción social, mientras que las nuevas tecnologías proclamaban ser capaces de proveer toda la energía, la autonomía y la creatividad que una vez se asociaron con el autoabastecimiento y la agricultura a pequeña escala.
Esto ha supuesto una gran pérdida, empezando porque esta amnesia ha creado un mundo en el que las cuestiones más básicas acerca de nuestra existencia ―de dónde surge la comida, si nos alimenta o si, en cambio, nos envenena― permanecen sin respuesta y, lo que es peor, sin que nadie se las cuestione. Esta indiferencia entre los urbanitas respecto al territorio está tocando a su fi n. La preocupación por la ingeniería genética en los cultivos agrícolas y el impacto ecológico provocado por la destrucción de los bosques tropicales, junto con el ejemplo que suponen las luchas llevadas a cabo por los pueblos indígenas, como los zapatistas levantados en armas para oponerse a la privatización de su territorio, han provocado un aumento de la concienciación en Europa y en Estados Unidos sobre la importancia de la «cuestión del territorio» que hasta hace poco se identifi caba como un problema del «Tercer Mundo».
Como consecuencia de este cambio conceptual, hoy en día se asume que la tierra no es un factor irrelevante para el capitalismo moderno. La tierra es la base material esencial para el trabajo de subsistencia de las mujeres, que a su vez es la principal fuente de «seguridad alimentaria» de millones de personas en todo el mundo. Es en este contexto que hay que analizar las luchas que las mujeres desarrollan en todo el planeta no solo como manera de reapropiarse de la tierra sino también como forma de impulsar la agricultura de subsistencia y la utilización no comercial de los recursos. Son esfuerzos extremadamente importantes no solo porque gracias a ellos sobreviven miles de millones de personas, sino porque nos señalan los cambios que tenemos que realizar si queremos construir una sociedad en la que nuestra reproducción no tenga lugar a expensas de otras personas y que tampoco signifi que una amenaza para la continuidad de la vida en este planeta.
Mujeres y tierra: una perspectiva histórica
Es un hecho indiscutible, pero a la vez de difícil cuantifi cación tanto en las áreas urbanas como en las rurales, que las mujeres son las agricultoras de subsistencia del planeta. Es decir, las mujeres producen la mayor parte de los alimentos consumidos por sus familiares (directos o indirectos) o que se venden en los mercados para el consumo cotidiano, especialmente en África y Asia donde vive el grueso de la población mundial.
Es difícil estimar el alcance de la agricultura de subsistencia, ya que en su mayor parte no es un trabajo asalariado y a menudo no se produce en granjas formales. A esto habría que añadir que muchas de las mujeres que lo realizan no lo perciben como un trabajo. Esto camina en paralelo con otro factor económico bien conocido: el número de trabajadoras domésticas y el valor de su trabajo es difícil de calcular. Dado que el capitalismo está orientado a la producción para el mercado, el trabajo doméstico no se contabiliza como trabajo, y aún muchas personas no lo consideran un «trabajo de verdad».
Las agencias internacionales como la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y las mismas Naciones Unidas a menudo han hecho caso omiso de las difi cultades que presenta el cálculo de la agricultura de subsistencia. Pero sí que han reconocido que depende mucho de la defi nición que se utilice en cada momento. Por señalar un ejemplo, afi rman que en Bangladesh la participación de las mujeres en la mano de obra era del 10 % según la Encuesta de Población Activa de 1985-1986 y, sin embargo, cuando en 1989 esta misma investigación incluyó en el cuestionario actividades específi cas como la trilla de cultivos, el procesamiento de alimentos y la cría de aves el índice de actividad económica creció hasta un 63 %.
No es sencillo entonces evaluar exactamente, en función de las estadísticas disponibles, cuántas personas y cuántas mujeres en particular están involucradas en la agricultura de subsistencia; pero lo que está claro es que suponen una cantidad importante. En el África subsahariana, por ejemplo, según la FAO: «Las mujeres producen hasta el 80 % de todos los alimentos básicos para el consumo doméstico y para el comercio».3 Teniendo en cuenta que la población del África subsahariana es de casi setecientos cincuenta millones de personas, y que un gran porcentaje de la misma está compuesto por niños, esto signifi ca que más de cien millones de mujeres deben de ser agricultoras de subsistencia.4 Tal y como señala el eslogan feminista: «las mujeres sujetan más de la mitad del cielo».
Se debería reconocer lo asombroso de la persistencia de la agricultura de subsistencia si consideramos que para el desarrollo capitalista ha sido prioritaria la separación de los productores agricultores, en especial las mujeres, de la tierra. Y esto tan solo puede ser explicado por las tremendas luchas que las mujeres han llevado a cabo para resistir la mercantilización de la agricultura.
Evidencias de esta lucha se encuentran a lo largo de toda la historia de la colonización, de los Andes a África. Como respuesta a la expropiación territorial de los españoles (apoyados por los jefes locales), las mujeres de México y de Perú durante los siglos XVI y XVII escaparon a las montañas, reunieron allí a las poblaciones para resistir a los invasores extranjeros y se convirtieron en las defensoras

familiares» (ONU, ibídem) ―una vaga defi nición en función de la noción de «ingreso económico mínimo» y de «suministro» que use cada uno. Más si cabe, su signifi cado clave se deriva de las intenciones, por ejemplo, de la falta de «orientación mercantil» de los trabajadores de subsistencia y de las carencias que experimentan como el acceso al crédito formal y a la tecnología avanzada.
3 Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, Gender and Agriculture, disponible en htt p://www.fao.org/Gender/agrib4e.htm.
4 El impacto social y económico del colonialismo varió profundamente dependiendo (en parte) de la duración del control colonial directo. Podemos incluso tomar las actuales diferencias en la participación de las mujeres en la agricultura de subsistencia y en la agricultura comercial como medida de la extensión alcanzada por la apropiación colonial de las tierras. Tomando como referencia las encuestas de población activa de la OIT-ONU, y teniendo en cuenta la problemática anteriormente señalada acerca de la cuantifi cación de la agricultura de subsistencia, podemos observar que el África subsahariana posee el mayor porcentaje de mano de obra femenina dedicada a la agricultura, 75 %, mientras que en el sur de Asia es del 55 %, del 42 % en el sudeste de Asia y en el este del 35 %. Por el contrario, América del Sur y América Central muestran los índices más bajos de participación en la agricultura, similares a los encontrados en aquellas regiones «desarrolladas» como Europa, que oscilan entre el 7 y el 10 %. Esto quiere decir que los índices de participación en la agricultura tienen cierta correlación con la duración del colonialismo formal en cada región.
más devotas y acérrimas de las antiguas culturas y religiones, basadas en la adoración a los dioses de la naturaleza. Más tarde, durante el siglo XIX, en África y Asia, las mujeres defendieron los sistemas agrícolas femeninos tradicionales de los ataques sistemáticos que los colonizadores europeos lanzaron para desmantelarlos y redefi nir las labores agrícolas como un trabajo masculino.
Como Ester Boserup (entre otras) ha demostrado en relación a África Oriental, no solo los funcionarios coloniales, los misioneros y después los granjeros impusieron el cultivo comercial a expensas de la producción alimentaria, sino que también excluyeron a las mujeres africanas, que realizaban la mayor parte de los trabajos agrícolas, del aprendizaje de los sistemas modernos de agricultura y de asistencia técnica. Invariablemente privilegiaban a los hombres en lo tocante a las asignaciones de terrenos, incluso cuando se ausentaban de sus casas. Gracias a esto, además de erosionar los derechos «tradicionales» de las mujeres en relación con su participación en los sistemas de tierras comunales y como cultivadoras independientes, los colonizadores y los granjeros de este tipo introdujeron nuevas divisiones entre hombres y mujeres. Impusieron una nueva división sexual del trabajo, basada en la subordinación de las mujeres a los hombres, que según los esquemas colonialistas incluía la cooperación no remunerada con sus maridos en la labranza de los cultivos comerciales.
De todas maneras, las mujeres no aceptaron sin protestar este deterioro de su posición social. En el África colonial cada vez que temían que el gobierno fuera a vender sus terrenos o a apropiarse de sus cultivos se rebelaban. Ejemplar fue la protesta de las mujeres que se organizaron contra las autoridades coloniales en Kedjom Keku y en Kedjom Ketinguh (noroeste de Camerún, entonces bajo mandato británico) en 1958. Furiosas por los rumores que afi rmaban que el gobierno iba a poner a la venta sus tierras, 7.000 mujeres marcharon repetidas veces sobre Bamenda, capital de la provincia en aquel momento, y en su más larga estancia acamparon fuera de los edifi cios administrativos de los colonos británicos durante dos semanas, «cantando fuertemente y haciendo sentir su alborotadora presencia».
En la misma región, las mujeres lucharon contra la destrucción de sus cultivos de subsistencia debido al forrajeo del ganado propiedad de la élite masculina local o por los nómadas fulani a los que las autoridades coloniales habían garantizado derechos de pastoreo estacionales con la idea de recaudar impuestos por el ganado. También en este caso, las bulliciosas protestas de las mujeres impidieron el plan, obligando a las autoridades a sancionar a los pastores trashumantes que lo incumpliesen. Como escribe Susan Diduk:
Durante las protestas las mujeres percibieron ellas mismas que estaban luchando por la supervivencia y las necesidades de su familia y sus allegados. Su labor agricultora era indispensable y continúa siéndolo para la producción diaria de alimentos. Los hombres kedjom también enfatizaron la importancia de estos roles tanto en el pasado como en el presente. Hoy en día todavía es frecuente escuchar: «¿No sufren las mujeres labrando y gestando a los niños durante nueve meses? Sí, lo hacen por el bien del país».8
Se produjeron luchas similares durante los años cuarenta y cincuenta por toda África, en las que las mujeres se resistían a la introducción de cultivos comerciales y al trabajo que este cultivo les imponía y que les apartaba de sus cultivos de subsistencia. La resistencia de la agricultura de subsistencia de las mujeres tiene que ser valorada, desde el punto de vista de las comunidades colonizadas, como la contribución que hicieron a la lucha anticolonial, en particular para la supervivencia de los luchadores por la libertad en los bosques (por ejemplo en Argelia, Kenia o Mozambique).9 También después de

Grassfi elds», Africa, vol. 59, núm. 3, 1989, pp. 339-340.
8 Susan Diduk «Women’s Agricultural Production», op. cit., p. 343. Sobre las luchas de las agricultoras en el Camerún occidental de los años cincuenta, véase también el estudio de Margaret Snyder y Mary Tadesse, quienes escriben: «Las mujeres persistieron en sus actividades económicas durante los tiempos coloniales pese a las inmensas difi cultades a las que se enfrentaban. Un ejemplo es la manera en la que se movilizaron para construir asociaciones para moler el trigo en el Camerún occidental en los años cincuenta. En esos momentos se formaron más de doscientas sociedades de este tipo con un total de 18.000 miembros. Utilizaban molinos que se poseían en común, vallaron sus terrenos y construyeron depósitos de agua y almacenes cooperativos […] En otras palabras, durante generaciones las mujeres establecieron formas de trabajo cooperativo para incrementar la productividad grupal, para llenar los vacíos socioeconómicos de la administración colonial, o para protestar contra las políticas que les privaban de los recursos necesarios para proveer a sus familias». Margaret Snyder y Mary Tadesse, African Women and Development: A History, Londres, Zed Books, 1995, p. 23.
9 Basil Davidson, The People’s Cause: A History of Guerrillas in Africa, Londres, Longman, 1981, pp. 76-78, 96-98, 170.
las independencias, las mujeres lucharon para no ser reclutadas para los proyectos de desarrollo agrícola como «ayudantes» no remuneradas de sus maridos. El mejor ejemplo de esta resistencia es la lucha intensa que mantuvieron en Senegambia contra la cooperación obligada en los cultivos comerciales de arroz, que se producían a expensas de la producción agrícola de subsistencia.
Gracias a estas luchas ―a día de hoy reconocidas como principal causa del fracaso de los proyectos de desarrollo agrícola de los años sesenta y setenta―, una proporción considerable del sector de subsistencia ha sobrevivido en muchas regiones del mundo, pese al compromiso de los gobiernos, pre- y post- independencia, de impulsar un «desarrollo económico» de corte capitalista.
La determinación de millones de mujeres en África, Asia y en las Américas de no abandonar la agricultura de subsistencia debe ser enfatizada para contrarrestar la tendencia, común incluso entre los científi cos sociales radicales, de interpretar la supervivencia de la agricultura femenina de subsistencia como una necesidad del capital internacional tanto de abaratar el coste de la reproducción de la mano de obra como de «liberar» trabajadores masculinos para el cultivo de las plantaciones comerciales y otros trabajos remunerados. Claude Meillassoux, marxista partidario de esta teoría, ha defendido que la producción femenina orientada a la subsistencia, o la «economía doméstica» como él la denomina, ha servido para asegurar un suministro de trabajadores baratos para el sector capitalista doméstico y exterior, y como tal, ha subsidiado la acumulación capitalista. Según su argumentación, gracias al trabajo de los «poblados», los trabajadores que emigraron a París o a Johannesburgo proporcionaron mercancía «gratuita» a los capitalistas que les empleaban; ya que los patrones no habían tenido que pagar por su desarrollo ni tenían que proporcionarles seguros de desempleo cuando ya no necesitasen de su trabajo.
Desde esta perspectiva, el trabajo de las mujeres en la agricultura de subsistencia supone un añadido para los gobiernos, las empresas y las agencias de desarrollo, que les permite explotar más efectivamente el trabajo asalariado y obtener una constante transferencia de riqueza de las áreas rurales a las urbanas, degradando consecuentemente las vidas de las mujeres agricultoras. En su favor, decir que Meillassoux reconoce los esfuerzos invertidos por los gobiernos y las agencias de desarrollo para «subdesarrollar» el sector de subsistencia. Es consciente del constante expolio de los recursos de este sector así como también reconoce la naturaleza precaria de esta forma de trabajoreproducción, pronosticando el advenimiento de una crisis a corto plazo. Sin embargo, no es capaz de identifi car la importancia de la lucha soterrada por la supervivencia del trabajo de subsistencia ni lo necesario de su continuidad, pese a los ataques lanzados sobre él, desde el punto de vista de la capacidad de la comunidad de resistir la invasión de las relaciones capitalistas.
En la línea de los economistas liberales, su visión del «trabajo de subsistencia» lo degrada completamente al nivel de actividad «antieconómica», «improductiva», de la misma manera que los economistas liberales se niegan a considerar el trabajo doméstico no remunerado de las mujeres como trabajo. Por eso, los economistas liberales, incluso cuando parecen tomar un posición feminista, proponen como alternativa «proyectos generadores de ingresos», el remedio universal a la pobreza y presumiblemente la clave para la emancipación de las mujeres en la era neoliberal.
Estas dos perspectivas, aun siendo diferentes, obvian la importancia estratégica que tiene para las mujeres y sus comunidades el acceso a la tierra, por mucho que las empresas y los gobiernos consigan utilizarla algunas veces para sus propios fi nes. Aquí podemos establecer una analogía con la situación que prevaleció en algunas islas del Caribe (por ejemplo Jamaica) durante la esclavitud, donde los dueños de las plantaciones cedían parcelas de terreno a los esclavos [provision grounds] para que los cultivasen para su propia alimentación. Los propietarios tomaron esta decisión para ahorrar en los alimentos que tenían que importar y reducir los costes de reproducción de sus trabajadores, pero esta estrategia también aportó benefi cios a los trabajadores, ya que les permitió un mayor grado de movilidad y de independencia hasta tal punto que ―según algunos historiadores― incluso antes de la emancipación se había alcanzado en algunas islas un protocampesinado con un remarcable grado de libertad de movimiento, y que incluso algunas veces lograba obtener ciertos ingresos de la venta de sus propios productos.17
La extensión de esta analogía para ilustrar la importancia de la agricultura de subsistencia en el periodo capitalista postcolonial nos permite afi rmar que este tipo de agricultura ha supuesto un importante método de supervivencia para miles de millones de trabajadores, al dar la oportunidad a los asalariados de obtener mejores condiciones laborales y de sobrevivir a las huelgas laborales y a las protestas políticas; es por esto que en algunos países el sector asalariado ha tenido una importancia desproporcionada respecto a su tamaño numérico.18
El «poblado» ―una metáfora para denominar la agricultura y la ganadería de subsistencia en un asentamiento comunal― también ha supuesto un punto crucial en las luchas de las mujeres, proporcionándoles una base desde la que reclamar la riqueza que el Estado y el capital les estaban arrebatando. Estas luchas han adquirido muchas y diversas formas, dirigidas tanto contra

trabajo extra que les suponía, los esclavos encontraron en estos terrenos espacios de solidaridad y complicidad, de seguridad alimentaria, de transmisión de información, de la cultura y de tradiciones propias, y de conspiración para la rebelión. Los terrenos se trabajaban habitualmente de manera colectiva y en base al apoyo mutuo. [N. de la T.]
17 Barbara Bush, Slave Women in Caribbean Society, 1650-1838, Bloomington, Indiana, Indiana University Press, 1990; Mariett a Morrissey, Slave Women in the New World, Lawrence, University Press of Kansas, 1989. Pese a todo, tan pronto como el precio del azúcar aumentó en el mercado mundial, los propietarios de las plantaciones redujeron el tiempo que otorgaban a los esclavos para el cultivo de sus terrenos.
18 Silvia Federici, «The Debt Crisis, Africa, and the New Enclosures» incluido en Midnight Oil: Work, Energy, War, 1973-1992, Nueva York, Autonomedia, 1992. Véanse, por ejemplo, los textos de Michael Chege en los que escribe acerca de los trabajadores africanos: «La mayor parte de los trabajadores africanos mantienen un pie en las zonas agrícolas; la existencia de trabajo totalmente alienado de la propiedad de la tierra todavía no ha ocurrido»; «The State and Labour in Kenya» en Peter Anyang’Nyong’o (ed.), Popular Struggles for Democracy in Africa, Londres, Zed Books, 1987, p. 250. Una de las consecuencias de esta «falta de alienación es que el trabajador africano puede confi ar en una base material solidaria (especialmente la provisión de alimentos) de parte de la gente de los poblados en el momento que él/ella decidan ponerse en huelga».
los hombres como contra los gobiernos, pero siempre reforzadas por el hecho de que las mujeres tenían acceso directo a la tierra y, de esta manera, podían mantenerse ellas mismas y sus hij os y obtener ciertas ganancias de la venta del excedente producido. Por eso, incluso cuando se han visto urbanizadas, las mujeres han continuado cultivando cualquier pedazo de tierra al que lograsen acceder, con la idea de poder alimentar a sus familias y mantener cierto grado de autonomía del mercado.
La importancia de los poblados y la fuente de fortaleza que suponían para los trabajadores masculinos y femeninos dentro del antiguo orden colonial puede medirse en relación con los radicales ataques que desde principios de los años ochenta y durante la década de los noventa el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y la Organización Internacional del Comercio (OIT) han lanzado contra las raíces de estos asentamientos bajo la guisa del ajuste estructural y la «globalización».
El Banco Mundial ha hecho de la destrucción de la agricultura de subsistencia y de la promoción de la mercantilización de la tierra la pieza central de sus omnipresentes programas de ajuste estructural. Al fi nal de los años ochenta y durante los años noventa, no solo se han cercado tierras sino que también se ha inundado los mercados de las recién liberalizadas economías de África y Asia (países a los que no se les permite subsidiar a sus granjeros) con alimentos «baratos» (por ejemplo, los subsidiados, provenientes de Europa y Estados Unidos), expulsando aún más de los mercados locales a las granjeras. Mientras tanto grandes porciones de las antiguas tierras comunales han sido absorbidas por las empresas agroindustriales dedicadas a la producción de cultivos para la exportación. Por último, las guerras y las hambrunas han forzado a millones de personas a abandonar sus tierras.
Todo esto se ha visto seguido de una gran crisis reproductiva cuyas proporciones no se habían alcanzado ni siquiera durante el periodo colonial. Incluso en regiones que antaño fueron famosas por su productividad agrícola, como el sur de Nigeria, los alimentos son escasos hoy en día o demasiado caros para la mayor parte de la población, que como consecuencia de los ajustes estructurales ha tenido que enfrentarse simultáneamente a la escalada de precios, la congelación salarial, la devaluación de las divisas, el desempleo masivo y los recortes en los servicios sociales.
Aquí radica la importancia de las luchas de las mujeres por la tierra. Las mujeres han supuesto el principal parachoques del mundo proletario frente a las hambrunas provocadas por el régimen neoliberal del Banco Mundial. Ellas han sido las principales oponentes frente a la exigencia neoliberal de que sean los «precios del mercado» los que determinen quién debe vivir y quién debe morir, y son ellas las que han proporcionado un modelo práctico para la reproducción de la vida bajo un modelo no comercial.
Las luchas por la subsistencia y en contra de la «globalización» en África, Asia y Latinoamérica
Enfrentadas a una renovación del impulso de la privatización de tierras, de la extensión de los cultivos comerciales y del incremento en los precios de los alimentos durante la era de la globalización, las mujeres han recurrido a diferentes estrategias para oponerse a las instituciones más poderosas del planeta.
La estrategia primordial adoptada por las mujeres para defender sus comunidades del impacto del ajuste económico y de la dependencia del mercado global ha sido la expansión de la agricultura de subsistencia incluso en los centros urbanos. El caso de Guinea Bissau resulta bastante ilustrativo: desde principios de los años ochenta las mujeres han plantado pequeños jardines con verduras, mandioca y árboles frutales alrededor de la mayor parte de las casas en la capital de Bissau y en otras ciudades, y han elegido renunciar en tiempos de carestía a las posibles ganancias que pudiesen obtener de la venta de sus productos para asegurarse que sus familias no sufran por la falta de alimentos. También en referencia a África, Crista Wichterich señalaba cómo, durante los años noventa, la agricultura de subsistencia y los huertos urbanos (cooking pot economics [economía de puchero]) resurgieron en muchas localidades, y que las responsables de todo esto eran mujeres de clase baja, en su mayor parte:
En Dar-es-Salaam, en lugar de arriates de fl ores frente a las viviendas de protección ofi cial de los mal pagados funcionarios, había cebollas y árboles de papayas; pollos y plataneras en los jardines traseros de Lusaka; huertos en las medianas de las calles principales de Kampala, y especialmente en Kinshasa, donde el sistema de suministro de alimentos hacía mucho tiempo que se había derrumbado […] [También] en las ciudades [keniatas] […] las franjas laterales de las carreteras, los jardines frontales y los descampados fueron ocupados inmediatamente con maíz, plantas y sukum wiki, la col más habitual de esta zona.
Pero para expandir la producción de alimentos, las mujeres deben poder ampliar la cantidad de tierra a la que tienen acceso, y este acceso peligra debido a las campañas impulsadas por las agencias internacionales para mercantilizar el uso del suelo y crear un mercado de bienes raíces. Para mantener las tierras de cultivo, otras mujeres han preferido quedarse en las zonas rurales,

mientras que la mayor parte de los hombres han emigrado, lo que ha provocado una «feminización de los poblados» y que los trabajos los realicen mujeres que cultivan solas o en cooperación con otras mujeres.
La necesidad de mantener o expandir la tierra para cultivos de subsistencia es también en Bangladesh una de las principales luchas de las mujeres rurales, hecho que condujo en 1992 a la formación de la Landless Women Association [Asociación de Mujeres Sin Tierra], que desde entonces ha llevado a cabo innumerables ocupaciones de tierras. Durante todo este tiempo la asociación ha conseguido realojar a 50.000 familias, enfrentándose a menudo con los propietarios de las tierras en violentos choques. Según Shamsun Nakar Doli, una de las líderes de esta organización y a la cual le debo esta información, muchas de las ocupaciones de tierras se producen en chars, pequeños islotes poco elevados formados por el depósito de barro y tierra que se acumula en los cauces de los ríos e incluso en el mismo río. Estos nuevos lotes de tierras, tal y como recoge la ley bangladesí, deberían ser entregados a agricultoras sin tierras, pero debido al aumento de su valor comercial, los grandes propietarios de tierras se apoderan cada vez más de ellos; aun así las mujeres se han organizado para detenerlos, defendiéndose ellas mismas con escobas, lanzas de bambú e incluso cuchillos. También han instalado sistemas de alarma, para avisar a otras mujeres cuando se acercan los botes de los propietarios o sus matones, y así resistir su ataque o evitar que lleguen a desembarcar.
Luchas similares por la defensa de la tierra se han mantenido en Sudamérica. En Paraguay la Coordinación de Mujeres Campesinas (CMC) se formó en 1985 en alianza con el Movimiento Campesino Paraguayo (MCP) para reclamar la distribución de tierras. Como señala Jo Fisher, la CMC fue el primer movimiento de mujeres campesinas que salió a la calle para defender así sus demandas y que incorporó a sus reclamaciones las preocupaciones de las mujeres, condenando al mismo tiempo «su doble opresión, como campesinas y como mujeres».

El punto de infl exión de la CMC llegó cuando el gobierno prometió grandes lotes de tierras al movimiento campesino en las zonas boscosas cercanas a la frontera con Brasil. Las mujeres tomaron estas cesiones de terreno como una oportunidad para organizar una comunidad modelo, juntándose para cultivar colectivamente sus parcelas de terreno. Como relata Geraldina, una de las primeras fundadoras del CMC:
Trabajamos todo el rato, ahora más que nunca, pero también cambiamos la manera en la que trabajábamos. Experimentamos con el trabajo comunal para ver si nos permitía tener tiempo para más cosas. También nos da la oportunidad de compartir nuestras experiencias y preocupaciones. Es una manera muy diferente de vivir. Antes, ni siquiera conocíamos a nuestras vecinas.
Las luchas de las mujeres por la tierra han incluido la defensa de las comunidades amenazadas por los proyectos de construcción erigidos en nombre del «desarrollo urbano». Los conceptos «vivienda y realojo» tradicionalmente han conllevado la pérdida de «tierra» para la producción alimentaria. Un ejemplo de resistencia de este tipo es la lucha sostenida por las mujeres en Kawaala, un barrio de Kampala (Uganda) en el que el Banco Mundial, junto con el ayuntamiento de Kampala, patrocinó, durante 1992 y 1993, un gran proyecto de construcción de viviendas que amenazaba con destruir buena parte de las tierras agrícolas de subsistencia alrededor o cerca de las casas de los habitantes de la zona. No sorprende que fuesen las mujeres las que se organizaron más enérgicamente contra el proyecto, mediante la formación de un comité de vecinos, Abataka Committ ee, obligando fi nalmente al Banco Mundial a retirarse del proyecto. En palabras de una de las mujeres que lideraba el movimiento:
Mientras que los hombres evitaban el confl icto, las mujeres tuvieron la fuerza de decir todo lo que pensaban en los encuentros con representantes del gobierno. Las mujeres eran más ruidosas porque les afectaba directamente. Es muy duro para las mujeres estar sin ningún tipo de ingresos […] la mayor parte de esas mujeres son las encargadas de alimentar a sus hij os y sin ningún tipo de ingreso o comida no pueden hacerlo […] Si vienes y les arrebatas su tranquilidad y sus ingresos, van a luchar y no porque lo deseen sino porque las han oprimido y reprimido.
Aili Mari Tripp señala que la situación en el vecindario de Kawaala dista mucho de ser única. Se tiene noticia de al menos trece luchas parecidas en diferentes partes de África y Asia, donde las organizaciones de mujeres campesinas se han enfrentado al desarrollo de zonas industriales que amenazaban con desplazarlas a ellas y a sus familias y con dañar el entorno. El desarrollo industrial y urbanístico choca frecuentemente con las necesidades de la agricultura de subsistencia de las mujeres, y todo esto en un contexto en el cada vez más mujeres, incluso en las ciudades, se dedican a cultivar el terreno que tienen a su disposición (en Kampala las mujeres producen cerca del 45 % de los alimentos para sus familias). Es importante añadir que al defender la tierra del asalto de los intereses comerciales y reafi rmar el principio de que «la tierra y la vida no están en venta», de nuevo las mujeres, tal y como hicieron en el pasado frente a la invasión colonial, están defendiendo la historia y la cultura de su gente. En el caso de Kawaala, la mayor parte de los residentes de la tierra en disputa llevaban viviendo allí durante generaciones y allí era donde estaban enterrados sus familiares ―evidencia fi nal para muchos ugandeses de la propiedad de la tierra. Las refl exiones de Tripp sobre esta lucha por la tierra vienen al caso en este análisis:
Volviendo atrás en el desarrollo de los hechos en confl icto, se hace evidente que los residentes, especialmente las mujeres que han formado parte de él, intentaban institucionalizar nuevas formas de movilización comunitaria, y no solo en Kawaala sino con miras más amplias, de cara a proporcionar un modelo a seguir por otros proyectos comunitarios. Buscaban una alianza que recogiese las necesidades de las mujeres, las viudas, los niños y los mayores como punto de partida y que reconociese su dependencia de la tierra para la supervivencia.

Hay que mencionar otros dos tipos de desarrollo junto a la defensa de las mujeres de la producción de subsistencia. Primero, la formación de sistemas autosufi cientes regionales dirigidos a garantizar la «seguridad alimentaria» y a mantener una economía basada en la solidaridad y en el rechazo a la competitividad. El ejemplo más impresionante a este respecto nos llega de la India donde las mujeres han formado la National Alliance for Women’s Food Rights [Alianza Nacional por los Derechos Alimentarios de las Mujeres], un movimiento nacional compuesto por treinta y cinco grupos de mujeres. Uno de los principales esfuerzos de la alianza se ha centrado en la campaña en defensa de la economía basada en el cultivo de las semillas de mostaza, un cultivo crucial para muchas mujeres de la India, tanto del ámbito rural como urbano. Este cultivo de subsistencia se ha visto amenazado por los intentos de las corporaciones multinacionales radicadas en Estados Unidos de imponer la soja genéticamente modifi cada como fuente de aceite de cocina. En respuesta a esto, la Alianza ha desarrollado «vínculos directos entre productor y consumidor» con el objetivo de «defender el modo de vida de los granjeros y las diferentes elecciones culturales de los consumidores», tal y como declaró Vandana Shiva, una de las líderes del movimiento. En sus propias palabras: «Protestamos contra las importaciones de soja y reclamamos que se prohíba la importación de productos de soja genéticamente modifi cada. Como cantan las mujeres de los guetos de Delhi: “Sarson Bachao, Soya Bhagao”, que quiere decir: “Salvemos la mostaza, abandonemos la soja”».
Segundo, a lo largo del planeta, las mujeres han liderado las luchas contra la tala comercial y por la protección y la reforestación de bosques, pilares de las economías de subsistencia de los habitantes de cada zona afectada, ya que les proporcionan alimento además de combustible y medicinas, y también actúan como eje de las relaciones comunitarias. Vandana Shiva, haciéndose eco de testimonios que provienen de todas las partes del planeta, afi rma que son la «mayor expresión de la fertilidad y productividad del planeta». De esta manera, cuando las selvas caen bajo el ataque de la tala intensiva también signifi ca una sentencia de muerte para los miembros de las tribus que en ella viven, especialmente para las mujeres. Por ello las mujeres hacen todo lo que pueden para evitar estas talas. En este contexto, Shiva cita a menudo el movimiento Chipko: un movimiento de mujeres, en Garhwall, a los pies del Himalaya, que a principios de los años setenta utilizaban la táctica de abrazarse a los árboles que iban a ser talados interponiendo sus cuerpos entre ellos y las sierras cuando aparecían los leñadores.36 Mientras que las mujeres de Garhwall se movilizaban para evitar la tala de las selvas, en los pueblos del norte de Tailandia se protestaba contra las plantaciones de eucaliptos, impuestas a la fuerza en los terrenos que anteriormente les había expropiado, con el apoyo del gobierno militar tailandés, una compañía papelera japonesa.37 En África, ha supuesto una importante iniciativa el «movimiento cinturón verde» que bajo el liderazgo de Wangari Maathai crea zonas verdes alrededor de las principales ciudades, y que desde 1977 ha plantado decenas de millones de árboles previniendo la deforestación, la pérdida de suelos, la desertización y la escasez de madera para combustible.38
Sin embargo la lucha más sorprendente por la supervivencia de las selvas tuvo lugar en el Delta del Níger, donde los manglares se encuentran en constante peligro debido a la extracción de crudo. La oposición lleva veinte años organizada, y comenzó en Ogharefe, en 1984, cuando miles de mujeres del área sitiaron la planta de la empresa Pan Ocean demandando compensaciones por la destrucción de los acuíferos, de los árboles y del terreno. Para demostrar su determinación, las mujeres amenazaron con desnudarse en el caso de que se ignorasen sus reclamaciones ―amenaza que cumplieron cuando llegó el director de la empresa, quien se encontró rodeado de miles de mujeres desnudas, una grave maldición a los ojos de las comunidades del Delta del Níger, que le convencieron para que aceptase efectuar los pagos de compensación.
[ed. cast: Abrazar la vida: mujer, ecología y supervivencia, Madrid, Horas y Horas, 1995].
Matsui, Women in the New Asia. From Pain to Power, Londres, Zed Books, 1999, pp. 88-90.
Wangari Maathai, «Kenya’s Green Belt Movement», recogido en F. Jeff ress Ramsay (ed.), Africa, Guilford (CT), The Duskin Publishing Group, 1993.
La lucha por la defensa del territorio también se desarrolla desde los años setenta en el sitio más insospechado del mundo ―la ciudad de Nueva York; el movimiento de protesta ha adquirido aquí, entre otras formas, la de huertos urbanos. La iniciativa surgió de un grupo capitaneado por mujeres llamado «Green Guerrillas» que comenzó limpiando parcelas abandonadas en el Lower East Side. En los años noventa ya había ochocientos cincuenta huertos urbanos en toda la ciudad y se habían organizado docenas de agrupaciones comunitarias, como la Greening of Harlem Coalition, que fue fundada por mujeres que deseaban «reconectarse con la tierra y darle a los niños una alternativa a las calles». Hoy en día cuenta con treinta y una organizaciones y treinta proyectos.
Es importante resaltar que los huertos no solo han supuesto una fuente de verduras y fl ores sino que han servido para promover la construcción comunitaria y otras luchas como la ocupación de viviendas y el homesteading. Debido a esta implicación con otras luchas y a su papel instigador de las mismas, bajo el mandato del alcalde Giuliani, los huertos urbanos han estado en el punto de mira de sus ataques, y desde hace algunos años uno de los principales retos del movimiento ha sido la lucha contra los bulldozers. Durante la última década, el «desarrollo» ha hecho que desaparecieran cien huertos, más de cuarenta de ellos arrasados por los bulldozers, y las previsiones de futuro son bastante sombrías. De hecho, desde su nombramiento, el sucesor de Giuliani y actual alcalde, Michael Bloomberg, ha declarado como su predecesor la guerra a estos proyectos.
La importancia de la lucha
Como hemos podido ver, en muchas ciudades del planeta los habitantes de las ciudades dependen de los alimentos que las mujeres producen mediante la agricultura de subsistencia. Por ejemplo en África, un cuarto de la población residente en las ciudades afi rma que no podría sobrevivir sin la producción de la agricultura de subsistencia. Esto lo confi rma el Fondo de Población de las Naciones Unidas, que afi rma que «cerca de doscientos millones de residentes de las ciudades cultivan alimentos, proporcionando gran parte de los alimentos necesarios a casi mil millones de personas».43 Si tenemos en cuenta que la mayor parte de los productores de subsistencia son mujeres podemos entender por qué los hombres de Kedjom, Camerún dicen: «Sí, las mujeres que mantienen cultivos de subsistencia lo hacen por el bien de la humanidad». Gracias a ellas, los miles de millones de personas, tanto de zonas rurales como urbanas, que ganan uno o dos dólares al día no se van a pique incluso en tiempos de crisis económica.
La producción de subsistencia de las mujeres se enfrenta a la presión de las compañías agroalimentarias para reducir las tierras de cultivo ―una de las principales causas del aumento de los precios y de las hambrunas― mientras que aseguran cierto control sobre la calidad de los alimentos producidos y protegen a los consumidores de los cultivos manipulados genéticamente y envenenados con pesticidas; la producción de subsistencia de las mujeres representa una forma de agricultura segura, consideración crucial en un momento en el que los efectos de los pesticidas sobre los cultivos está causando altas tasas de mortalidad y de enfermedades entre los campesinos de todo el mundo, comenzando por las mujeres.44 Por eso, el cultivo de subsistencia otorga a las mujeres los medios esenciales de control sobre su salud y la salud y las vidas de sus familias.
43 United Nations Population Fund, State of the World Population 2001, Nueva York, 2001.
44 Véase por ejemplo, L. Sett imi et al., «Cancer Risk Among Female Agricultural Workers: A Multicenter Case-Control Study», American Journal of Industrial Medicine, núm. 36, 1999, pp. 135-141.
También podemos observar que la producción de subsistencia contribuye a la creación de un modelo de vida no competitivo basado en la solidaridad, básico para la creación de un nuevo modelo de sociedad. Esta es la semilla de lo que Veronika Bennholdt-Thomsen y Maria Mies denominan la «otra» economía la que «sitúa la vida y todo lo necesario para reproducir y mantener la vida de este planeta en el centro de su actividad económica y social» frente a la «acumulación sin fi n del dinero muerto».

13. El feminismo y las políticas de lo común en una era de acumulación primitiva (2010)
Nuestro punto de vista es el de los comuneros del planeta: seres humanos con cuerpos, necesidades y deseos, cuya tradición más esencial es la de cooperar en el desarrollo y mantenimiento de la vida, que a día de hoy se tiene que realizar en condiciones de sufrimiento y alienación entre unos y otros, separados de la naturaleza y de los bienes comunes, una brecha que hemos creado durante generaciones.
The Emergency Exit Collective, «The Great Eigth Masters and the Six Billions Commoners», Bristol, Mayday, 2008.
La manera en la que tanto los trabajos de subsistencia como la contribución de los comunes a la supervivencia concreta de los habitantes locales se invisibiliza mediante su idealización no es solo similar sino que tiene las mismas raíces […] En cierto modo, las mujeres son tratadas como comunes y los comunes son tratados como mujeres.
Maria Mies y Veronica Benholdt-Thomsen, «Defending, Reclaiming, Reinventing the Commons», 1999.
La reproducción precede a la producción social. Si tocas a las mujeres tocas la base.
Peter Linebaugh, The Magna Carta Manifesto, 2008.
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Introducción: ¿Por qué lo común?
Al menos desde que los zapatistas conquistaran la plaza del Zócalo, el 31 de diciembre de 1993 en San Cristóbal de las Casas, para protestar por la legislación impuesta que disolvía el sistema mejicano de ejidos, el concepto de «lo común» ha ido ganando en popularidad dentro de la izquierda radical, tanto en Estado Unidos como internacionalmente, emergiendo como punto de encuentro y campo de acción común entre anarquistas, marxistas/socialistas, ecologistas y ecofeministas.
Existen razones de peso que justifi can el arraigo e importancia que estas ideas, aparentemente arcaicas, han adquirido dentro de los movimientos sociales contemporáneos. Dos de ellas destacan en particular. Por un lado, se ha producido la desaparición del modelo revolucionario estatalista que durante décadas había conformado los esfuerzos de los movimientos sociales radicales para construir una alternativa al capitalismo. Por otro, el intento neoliberal de subordinar todas y cada una de las formas de vida y de conocimiento a la lógica del mercado ha incrementado nuestra conciencia del peligro que supone vivir en un mundo en el que ya no tenemos acceso a los mares, los árboles, los animales ni a nuestros congéneres excepto a través del nexo económico. Los «nuevos cercamientos» también han visibilizado un mundo de propiedades y relaciones comunales que muchos consideraban extinto o al que no habían concedido importancia hasta que se ha cernido la amenaza de la privatización. Irónicamente los nuevos cercamientos han demostrado no solo que las propiedades comunales no habían desaparecido, sino que se producen de manera constante nuevas formas de cooperación social, incluso en áreas que previamente no existían, como Internet.
La idea de lo común/comunes, en este contexto, ha proporcionado una alternativa lógica e histórica al binomio Estado y propiedad privada, Estado y mercado, permitiéndonos rechazar la fi cción de que son ámbitos mutuamente excluyentes y de que solo podemos elegir entre ellos, en relación con nuestras posibilidades políticas. También ha realizado una función ideológica, como concepto unifi cador prefi gurativo de la sociedad cooperativa que la izquierda radical lucha por construir. Sin embargo, existen tanto ambigüedades como diferencias signifi cativas en las interpretaciones dadas a este concepto, que hay que clarifi car si queremos que el principio de lo común se traduzca en un proyecto político coherente.
Por ejemplo, ¿qué constituye lo común? Abundan los ejemplos. Tenemos aire, agua y tierras comunes, los bienes digitales y servicios comunes; también se describen a menudo como comunes los derechos adquiridos (por ejemplo, las pensiones de la seguridad social), del mismo modo que se recogen bajo esta denominación las lenguas, las bibliotecas y las producciones colectivas de culturas antiguas. Pero, ¿se encuentran al mismo nivel todos estos comunes desde un punto de vista de una estrategia anticapitalista? ¿Son compatibles todos ellos? ¿Y cómo podemos estar seguros de que no se está proyectando una imagen de unidad que aún está por construirse?
Teniendo en mente estas cuestiones, en este ensayo se analizan los comunes desde una perspectiva feminista, en la que feminista se refi ere a un punto de partida conformado por la lucha contra la discriminación sexual y por las luchas sobre el trabajo reproductivo, que (en palabras de Linebaugh) es la piedra angular sobre la que se construye la sociedad, y desde la que debe de ser analizada toda organización social. Esta intervención es necesaria, desde mi punto de vista, para defi nir mejor estas políticas, expandir un debate que hasta ahora han dominado los hombres, y clarifi car bajo qué condiciones los principios de lo común pueden constituir los cimientos de un programa anticapitalista. A día de hoy existen dos confl ictos que hacen que estas tareas sean especialmente importantes.
Los comunes globales y los comunes del Banco Mundial
Primero, recordar que al menos desde principios de la década de los noventa, el lenguaje de los comunes ha sido absorbido y puesto al servicio de la privatización por el Banco Mundial y por la Organización de las Naciones Unidas. Bajo la excusa de proteger la biodiversidad y de conservar los «comunes globales», el Banco Mundial ha transformado las selvas tropicales en reservas ecológicas y ha expulsado con esta excusa a las poblaciones que durante siglos habían extraído su sustento de ellas, a la vez que ha dado acceso a personas que no las necesitan pero que pueden pagar por visitarlas gracias, por ejemplo, al ecoturismo. Mano a mano y de nuevo en nombre de la preservación de la herencia común del ser humano, las Naciones Unidas han revisado las leyes internacionales que rigen el acceso a los océanos, permitiendo que los gobiernos consoliden el uso de las aguas marinas en manos de unos pocos.
El Banco Mundial y las Naciones Unidas no están solos en su adaptación de la idea de los comunes a los intereses del mercado. Por diferentes motivos, la revalorización de los comunes se ha convertido en una tendencia de moda entre muchos economistas ortodoxos y planifi cadores económicos, vista la creciente literatura sobre esta materia y el desarrollo de conceptos asociados como: «capital social», «economía de donación» o «altruismo». Se hace patente también la diversidad de intereses en el reconocimiento ofi cial, mediante la concesión del Premio Nobel de Economía de 2009, de la principal representante de esta tendencia, la politóloga y profesora de Ciencia Política, Elinor Ostrom. Los planifi cadores del desarrollo y los diseñadores de políticas han descubierto que, bajo las condiciones adecuadas, la gestión colectiva de los recursos naturales puede resultar más efi ciente y menos confl ictiva que la privatización de los mismos, y que los comunes pueden ser redirigidos para la producción del mercado, de la misma manera que han comprendido, que llevada a su extremo, la mercantilización de las relaciones sociales tiene consecuencias autodestructivas. La ampliación de la forma-mercancía a todos los aspectos de la fábrica social promovida por el neoliberalismo es un límite ideal para las ideologías capitalistas, pero no solo supone un proyecto imposible sino que tampoco es deseable desde el punto de vista de la reproducción a largo plazo del sistema capitalista. La acumulación capitalista es estructuralmente dependiente de la apropiación gratuita de aquellas inmensas áreas de trabajo que deben aparecer como externalidades al mercado, como el trabajo doméstico no remunerado que las mujeres han proporcionado y en el cual han confi ado los capitalistas para la reproducción de la fuerza de trabajo.
Mucho antes del «desastre» de Wall Street, y no por casualidad, desde un amplio espectro de economistas y teóricos sociales se advertía de que la mercantilización de todas las esferas de la vida es perjudicial para el correcto funcionamiento del mercado, ya que también los mercados, continúa el argumento, dependen de la existencia de relaciones no monetarias como la confi anza, el fi deicomiso y las donaciones. En resumen, el capital está aprendiendo cuáles son las virtudes de los «bienes comunes». En el número del 31 de julio de 2008, incluso la publicación London Economist, órgano de expresión durante más de ciento cincuenta años de los economistas del capitalismo de libre mercado, se unía cautelosamente al coro.
La economía de «los nuevos comunes» ―se leía en la publicación― se encuentra todavía en un estado infantil. Es demasiado pronto para estar seguros de sus hipótesis. Pero puede que ya esté mostrando un camino práctico para el planteamiento de ciertos problemas, como la gestión de Internet, la propiedad intelectual o la contaminación medioambiental internacional, para los cuales los legisladores necesitan toda la ayuda que puedan obtener.
Por eso, debemos de ser bastante cautelosos, para no estructurar el discurso de los bienes comunes de tal manera que permita a la clase capitalista, promotora y dirigente de la crisis, que reviva mediante este discurso, postulándose, por ejemplo, como guardianes del planeta.
¿Qué comunes?
Una segunda preocupación es que, mientras que las instituciones internacionales han aprendido a recuperar lo común como una tendencia funcional al mercado, se sigue sin estructurar una respuesta de cómo los comunes pueden constituirse en cimientos de una economía no capitalista. El trabajo de Peter Linebaugh nos muestra, especialmente la Carta Magna Manifesto,12 que los comunes han supuesto un hilo conductor que ha recorrido la historia de las luchas de clase en nuestro tiempo, y que, de hecho, la lucha por lo común es una realidad cotidiana en nuestro mundo. Los habitantes de Maine mantienen una lucha para preservar sus zonas de pesca y sus aguas, los residentes en las regiones de los Apalaches unen esfuerzos para salvar sus montañas amenazadas por la minería a cielo abierto, los movimientos de defensa del código abierto y del soft ware libre se oponen a la mercantilización del saber abriendo nuevos espacios para la comunicación y la cooperación. De la misma manera, se está desarrollando un abanico invisible de actividades y de comunidades en Norteamérica, que Chris Carlsson ha descrito en su obra Nowtopia.13 Como muestra Carlsson, hay muchísima creatividad invertida en la producción de «comunes virtuales» y de distintas formas de socialidad que prosperan fuera de los radares de la economía dineraria/mercantil.

nomadism», 31 de julio de 2008; disponible en htt p://www.economist.com/fi nancePrinterFriendly. cfm?story_id=11848182
12 Peter Linebaugh, The Carta Magna Manifesto. Liberties and Commons for All, Berkeley, University of California Press, 2007 [ed. cast.: El Manifi esto de la Carta Magna, Madrid, Trafi cantes de Sueños, 2013].
13 Chris Carlsson, Nowtopia, Oakland, California, AK Press, 2008. [Puede descargarse el audio de su conferencia en la librería Trafi cantes de Sueños (2013) en htt ps://soundcloud.com/ trafi cantesdesue-os/nowtop-a-de-c-mo-los-hackers. N. de E.]
Más importante ha sido la creación de los huertos urbanos, fenómeno que se ha extendido durante los años ochenta y noventa, a lo largo del país, gracias sobre todo a las iniciativas de las comunidades inmigrantes de África, el Caribe o el sur de Estados Unidos. Su importancia no debe infravalorarse. Los huertos urbanos han abierto el camino para un proceso de «rurbanización», indispensable si queremos mantener el control sobre nuestra producción alimentaria, regenerar el medioambiente y producir para nuestra supervivencia. Los huertos son mucho más que una fuente de seguridad alimentaria. Suponen espacios de encuentro y de socialización, de producción de saberes, y de intercambio cultural e intergeneracional. Tal y como describe Margarita Fernández, los huertos de Nueva York, estos jardines urbanos, «refuerzan la cohesión de la comunidad», con su papel de lugares comunes donde la gente se reúne, no solo para trabajar la tierra, sino para jugar a las cartas, celebrar casamientos, baby showers o fi estas de cumpleaños. Algunos de ellos colaboran con escuelas locales, en las cuales imparten educación medioambiental extraescolar. No menos importante es el que los huertos funcionen como «un medio para la transmisión y el encuentro de prácticas culturales diversas», permitiendo por ejemplo que las prácticas y productos africanos se mezclen con aquellas provenientes del Caribe.
De todas maneras, la función más importante de los huertos urbanos es su producción para el consumo vecinal, más que con propósitos comerciales. Esto los distingue de la producción de otros comunes que o bien se destina al mercado, como es el caso de las piscifactorías de la Lobster Coast [Costa Langosta] de Maine, o bien se adquiere en el mercado, como los land-trust ―fi deicomisos territoriales que preservan los espacios abiertos. Sin embargo, el problema es que los huertos urbanos se han mantenido como iniciativas espontáneas de base, y ha habido pocos intentos de parte de los movimientos de Estados Unidos de expandir su presencia, y convertir el acceso a la tierra en un tema clave para las luchas. De un modo más general, el planteamiento acerca de cómo toda la proliferación de comunes, defendidos, desarrollados y por los que se lucha, pueden agruparse para conformar un todo cohesionado que proporcione una base para un nuevo modelo de producción es una cuestión que la izquierda no ha enfrentado.
Una excepción es la teoría propuesta por Negri y Hardt en Imperio, Multitud y, más recientemente, en Commonwealth,18 que defi ende que una sociedad construida sobre los principios de «lo común» ya se está desarrollando a partir de la informatización de la producción. Según esta teoría, en cuanto que la producción deviene cada vez más producción del conocimiento organizada a través de Internet, emerge un espacio común que escapa al problema de defi nir reglas de exclusión o inclusión, ya que el acceso y el uso de los múltiples recursos existentes en la Red, más que la extracción de los mismos, permite la posibilidad de una sociedad construida en la abundancia ―según esto, el único cabo suelto al que se enfrenta la «multitud» sería el cómo evitar la «captura» capitalista de la riqueza producida.
La crítica a esta teoría es la indistinción entre la formación de «lo común» y la organización del trabajo y de la producción, tal y como está actualmente constituida, que es vista como inmanente al mismo. Su mismo límite es que no pone en cuestión la base material que necesita la tecnología digital, y gracias a la cual funciona Internet, y margina el hecho de que los ordenadores dependen de ciertas actividades económicas ―minería, microchips y extracción de recursos terrestres escasos― que, tal y como están organizadas hoy en día, son extremadamente destructivas social y ecológicamente. Y aún más, con su énfasis en la ciencia, la producción de saberes e información, esta teoría evita la cuestión de la reproducción de la vida cotidiana. De todas maneras, esta es una realidad incómoda para el discurso de los comunes como un todo, ya que generalmente se ha centrado

Shares or Share-Croopers?», Fishermen’s Voice, vol. 14, núm. 12, diciembre de 2009.
18 Hardt y Negri, Empire, Cambridge, Harvard University Press, 2000 [ed. cast.: Imperio, Barcelona, Paidós, 2002]; Multitudes, Cambridge, Harvard University Press, 2004 [ed. cast.: Multitud: Guerra y democracia en la era del Imperio, Barcelona, Debate, 2004]; y Commonwealth, Cambridge, Harvard University Press, 2009 [ed. cast.: Commonwealth: el proyecto de una revolución del común, Madrid, Akal, 2011].
mucho más en pensar las condiciones necesarias para su existencia que en las posibilidades que pueden brindar los comunes ya existentes, y su potencial para crear formas de reproducción que nos permitan resistir frente a la dependencia del trabajo asalariado y la subordinación a las relaciones capitalistas.
Las mujeres y los comunes
En este contexto resulta fundamental una perspectiva feminista. Esta comienza con el reconocimiento de que, como sujetos principales del trabajo reproductivo, tanto histórica como actualmente, las mujeres han dependido en mayor manera que los hombres del acceso a los recursos comunes, y que han estado más comprometidas con su defensa. Como recogía en Caliban and the Witch, durante la primera fase del desarrollo capitalista, las mujeres supusieron la primera línea de defensa contra los cercamientos tanto en Inglaterra como en el «Nuevo Mundo», y fueron las defensoras más aguerridas de las culturas comunales que amenazaba con destruir la colonización europea. En Perú, cuando los conquistadores se hicieron con el control de los pueblos, las mujeres escaparon a las montañas, en las que recrearon modos de vida colectivos que han sobrevivido hasta nuestros días. No es sorprendente que los ataques más violentos contra las mujeres en la historia del mundo se produjesen durante los siglos XVI y XVII: la persecución de las mujeres como brujas. Hoy en día, con la perspectiva de un nuevo proceso de acumulación primitiva, las mujeres suponen la fuerza de oposición principal en el proceso de mercantilización total de la naturaleza. Las mujeres son las agricultoras de subsistencia del planeta. En África producen el 80 % de los alimentos que consumen sus habitantes, pese a los esfuerzos del Banco Mundial y de otras agencias internacionales por convencerlas para que dediquen sus esfuerzos a los cultivos comerciales. El rechazo a la falta de acceso a la tierra ha sido tan fuerte que, en las ciudades, muchas mujeres han decidido apropiarse de parcelas de terreno público, sembrando maíz y cassava en parcelas vacías, alterando con este proceso el paisaje urbano de las ciudades africanas y derrumbando así la separación entre campo y ciudad. También en la India, las mujeres han luchado por recuperar los bosques degradados, han protegido los árboles, unido esfuerzos para expulsar a los leñadores y bloqueado operaciones de minería y de construcción de pantanos.
La otra cara de la lucha de las mujeres por el acceso directo a la tierra ha sido la formación, a lo largo de todo el Tercer Mundo ―de Camboya a Senegal―, de asociaciones de crédito que funcionan con el dinero como bien común. Los «tontines» (como los denominan en algunas zonas de África) son sistemas bancarios desarrollados por mujeres, autónomos y autogestionados, que bajo diferentes denominaciones proporcionan dinero en efectivo a grupos e individuos que no tienen acceso a los bancos, y que funcionan exclusivamente en base a la confi anza. Esto los convierte en experiencias totalmente diferentes a los sistemas de microcrédito promovidos por el Banco Mundial, que funcionan basándose en la vergüenza, llegando al extremo (por ejemplo en Níger) de pegar en zonas públicas fotos con los rostros de las mujeres que no pueden devolver los créditos, lo que ha ocasionado que algunas mujeres se hayan visto empujadas al suicidio.
También son las mujeres las que han liderado los esfuerzos para colectivizar el trabajo reproductivo como herramienta para economizar los costes reproductivos y para protegerse mutuamente de la pobreza, de la violencia estatal y de la ejercida de manera individual por los hombres. Un ejemplo destacado son las ollas comunes (cocinas comunes) que las mujeres de Chile y Perú construyeron durante los años ochenta, cuando debido a la fuerte infl ación ya no se podían permitir afrontar la compra de alimentos de manera individual. Estas prácticas constituyen, del mismo modo que lo hacen las reforestaciones colectivas y la ocupación y demanda de tierras, la expresión de un mundo en el que los lazos comunales aún son poderosos. Pero sería un error considerarlas actitudes prepolíticas, «naturales» o producto de la «tradición». En realidad, y como señala Leo Podlashuc, estas luchas encierran una identidad colectiva, constituyen un contrapoder tanto en el terreno doméstico como en la comunidad, y abren un proceso de autovaloración y autodeterminación del cual tenemos mucho que aprender.
La primera lección que tenemos que aprender de estas luchas es el hecho de que el «bien común» es la puesta en común de los medios materiales y supone el mecanismo primordial por el cual se crea el interés colectivo y los lazos de apoyo mutuo. También supone la primera línea de resistencia frente a una vida de esclavitud, ya sea en los ejércitos, los prostíbulos o los talleres clandestinos. Para nosotras, en América del Norte, supone una lección añadida el darnos cuenta de que mediante la unión de nuestros recursos, mediante la recuperación de las aguas y de las tierras, y su devolución al terreno de lo común, podemos empezar a separar nuestra reproducción de los fl ujos mercantiles que, en consonancia con el mercado mundial, son culpables de la desposesión de tantas personas en otras partes del planeta. Gracias a esto, podríamos desenganchar nuestros modos de vida, no solo del mundo mercantil, sino también de la maquinaria de guerra y del sistema carcelario que sustentan la hegemonía de este sistema. No menos importante sería la superación de la solidaridad abstracta que a menudo caracteriza las relaciones dentro de nuestros movimientos y que limitan nuestros compromisos y capacidad de perdurar, así como los riesgos que estamos decididas a tomar.
No hay duda de que esta es una tarea formidable que solo puede ser llevada a cabo mediante un proceso a largo plazo de aumento de la conciencia, intercambio intercultural, y construcción colectiva, junto a todas las comunidades que en Estados Unidos están interesadas en demandar la recuperación de la tierra desde un punto de vista vital, comenzando por las Naciones Americanas Originarias. Y aunque esta tarea parezca más complicada que hacer pasar un camello por el ojo de una aguja, también es la única condición que puede ampliar nuestros espacios de autonomía, evitar que sigamos alimentando el proceso de acumulación capitalista, y rechazar la asunción de que nuestra reproducción debe tener lugar a expensas del resto de los comunes (o comuneros) y de los bienes comunes del planeta.
La reconstrucción feminista
Lo que supone abordar estos desafíos es algo que se encuentra poderosamente defi nido en la obra de Maria Mies cuando señala que la producción de los comunes requiere primeramente de una profunda transformación de nuestro modo de vida cotidiano, con el objetivo primero de recombinar lo que en el capitalismo ha separado la división social del trabajo. La brecha abierta entre producción, reproducción y consumo nos conduce a ignorar las condiciones bajo las cuales han sido producidas las mercancías que comemos, con las que nos vestimos o trabajamos, además de su coste social y medioambiental y el destino de las poblaciones sobre las que se arrojan todos los desperdicios que producimos.
En otras palabras, necesitamos superar el estado de negación constante y de irresponsabilidad en relación a las consecuencias de nuestras acciones, resultado de las estructuras destructivas sobre las que se organiza la división social del trabajo dentro del capitalismo; sin eso, la producción de nuestra vida se transforma, inevitablemente, en la producción de muerte para otros. Como señala Mies, la globalización ha empeorado esta crisis, ensanchando la distancia entre lo que es producido y lo que es consumido intensifi cando de esta manera, pese al aumento en apariencia de la interconectividad global, nuestra ceguera frente a la sangre que cubre los alimentos que consumimos, las ropas que vestimos, y los ordenadores con los que nos comunicamos.
Es en la superación de este olvido donde una perspectiva feminista puede mostrarnos cómo comenzar nuestra reconstrucción desde los comunes. No hay común posible a no ser que nos neguemos a basar nuestra vida, nuestra reproducción, en el sufrimiento de otros, a no ser que rechacemos la visión de un nosotros separada de un ellos. De hecho si el «bien común» tiene algún sentido, este debe ser la producción de nosotros mismos como sujeto común. Este es el signifi cado que debemos obtener del eslogan «no hay comunes sin comunidad». Pero entendiendo «comunidad» no como una realidad cerrada, como un grupo de personas unidas por intereses exclusivos que les separa de los otros, como las comunidades basadas en la etnicidad o en la religión.
Comunidad entendida como un tipo de relación, basada en los principio de cooperación y de responsabilidad: entre unas personas y otras, respecto a la tierra, los bosques, los mares y los animales.
Es cierto que la consecución de este tipo de comunidad, como la colectivización de nuestro trabajo reproductivo cotidiano, solo puede suponer un comienzo. No sustituye a campañas antiprivatización más amplias ni a la reconstrucción del acervo colectivo. Pero constituye una parte esencial dentro del proceso de nuestra educación para la gestión colectiva y para el reconocimiento de la historia como un proyecto colectivo ―principal víctima de la era neoliberal capitalista.
Para ello, debemos incluir en la agenda política la puesta en común/colectivización del trabajo doméstico, reviviendo la rica tradición feminista existente en Estados Unidos, que abarca desde los experimentos de los socialismos utópicos de mediados del siglo XIX hasta los intentos que las «feministas materialistas» llevaron a cabo, desde fi nales del siglo XIX hasta mediados del siglo XX, para reorganizar, socializar el trabajo doméstico y en consecuencia el hogar y el vecindario, mediante una labor doméstica colectiva ―esfuerzos que continuaron hasta 1920 cuando la «caza de brujas anticomunista» acabó con ellos. Estas prácticas y la capacidad que tuvieron las feministas en el pasado para identifi car el trabajo reproductivo como una esfera importante de la actividad humana, no para negarla sino para revolucionarla, debe ser revisada y revitalizada.
Una razón crucial para crear formas colectivas de vida es que la reproducción de los seres humanos supone el trabajo más intensivo que existe sobre la faz de la tierra, y lo es hasta tal punto que se ha mostrado como un trabajo irreductible a la mecanización. No podemos mecanizar el cuidado infantil o el de los enfermos, o el trabajo psicológico necesario para reintegrar nuestro equilibrio físico y emocional. Pese a los esfuerzos que hacen los industriales futuristas, no podemos robotizar el «cuidado» sino es a partir de un coste terrible para las personas afectadas. Nadie aceptará que las «robot enfermeras» adopten el papel de cuidadoras, especialmente en el caso de los niños y de los enfermos. La responsabilidad compartida y el trabajo cooperativo, que el cuidado no sea a costa de la salud de las que lo proveen, es la única garantía de un cuidado adecuado. Durante siglos la reproducción de los seres humanos ha sido un proceso colectivo. Suponía el trabajo compartido de familias y comunidades extensas, en las cuales podía confi ar la gente, especialmente en los entornos proletarios, incluso cuando se trataba de personas que vivían solas, y gracias a ello la edad avanzada no iba acompañada de la soledad y la dependencia que experimentan muchos de nuestros mayores. Ha sido el advenimiento del capitalismo el que ha producido la privatización de la reproducción, un proceso que ha llegado a tal extremo que está destruyendo nuestras vidas. Necesitamos cambiar esto si queremos poner fi n a la continua devaluación y fragmentación de nuestras vidas.
Los tiempos son propicios para este tipo de comienzos. En estos momentos en los que la actual crisis capitalista está destruyendo los elementos básicos necesarios para la reproducción de millones de personas en todo el mundo, incluyendo Estados Unidos, la reconstrucción de nuestra vida cotidiana es una posibilidad y una necesidad. Como si de latigazos se tratasen, las crisis económico-sociales rompen la disciplina del trabajo asalariado, obligándonos a crear nuevas formas de socialidad. Un claro ejemplo es lo que ocurrió durante la Gran Depresión, que produjo el movimiento de los hobo-men, que convirtieron los trenes de mercancías en su común, dentro de una búsqueda de libertad en la movilidad y el nomadismo. En las intersecciones de las líneas ferroviarias organizaban sus hobo-jungles, prefi guraciones, con sus reglas de autogestión y solidaridad, del mundo comunista en el que creían muchos de sus habitantes. De todas maneras, pese a algunas «boxcar Berthas», este era un mundo predominantemente masculino, una fraternidad de hombres que no era sostenible a largo plazo. Una vez que la crisis económica y la guerra llegaron a su fi n, los hobo-men fueron domesticados gracias a dos mecanismos de fi jación laboral: la familia y la casa. Consciente del peligro que suponía la reconstrucción de la clase obrera, el capital norteamericano ha destacado en la aplicación de los principios característicos de la organización de la vida económica capitalista: cooperación en los puntos productivos, separación y atomización en el estadio reproductivo. El modelo familiar, de un hogar atomizado y seriado, diseñado y promocionado por Levitt own, y exacerbado por su apéndice umbilical, el coche, no solo sedentarizó a los trabajadores, sino que acabó con el tipo de comunes que los trabajadores autónomos crearon en las hobo-jungles.34 A día de hoy, cuando se está produciendo el embargo de millones de casa y de automóviles, cuando la ejecución de hipotecas, los desahucios y la pérdida masiva de empleos están resquebrajando de nuevo los pilares de la disciplina capitalista del trabajo, nos encontramos con nuevos campos para lo común en pleno desarrollo, como las ciudades de tiendas de campaña que se están extendiendo de costa a costa. Esta vez, de todas maneras, son las mujeres las que deben construir los nuevos comunes, para que estos no constituyan meros espacios de transición o zonas temporalmente autónomas, sino que se desarrollen plenamente como nuevas formas de reproducción social.
Si la casa es el oikos sobre el cual se construye la economía, entonces son las mujeres, tradicionalmente las trabajadoras y las prisioneras domésticas, las que deben tomar la iniciativa de reclamar el hogar como centro de la vida colectiva, de una vida transversal a múltiples personas y formas de cooperación, que proporcione seguridad sin aislamiento y sin obsesión, que permita el intercambio y la circulación de las posesiones comunitarias, y sobre todo que cree los cimientos para el desarrollo de nuevas formas colectivas de reproducción. Como se ha señalado anteriormente, podemos extraer enseñanzas e inspiración para estos proyectos de las «feministas materialistas» del siglo XIX, quienes, convencidas de que el espacio doméstico suponía un «componente espacial en la opresión de las mujeres», organizaron cocinas comunales,
autobiografía fi ccionada de la transeúnte radical Bertha Thomson. [Boxcar Bertha es por extensión el nombre que comúnmente reciben las mujeres del movimiento de los hobo-men. N. de la T.]
casas cooperativas, lanzaron llamamientos al control de la reproducción por parte de los trabajadores. Estos objetivos son cruciales para nuestro presente: la ruptura con el aislamiento de la vida en el hogar no es solo una condición básica para la consecución de nuestras necesidades básicas y el incremento de nuestra fuerza frente a los empresarios y el Estado. Como argumenta Massimo de Angelis, también suponen una protección frente al desastre ecológico: no hay duda alguna de las destructivas consecuencias de la antieconómica multiplicación de activos reproductivos y viviendas atomizadas, que hoy en día llamamos casas, que escupen calor a la atmósfera durante el invierno, exponiéndonos a un calor insoportable en verano. Pero sobre todo lo más importante es que no podremos construir una sociedad alternativa y un movimiento fuerte capaz de reproducirse a no ser que redefi namos nuestra reproducción en términos más cooperativos y pongamos punto y fi nal a la separación entre lo personal y lo político, entre el activismo político y la reproducción de nuestra vida cotidiana.
Llegados a este punto queda por puntualizar o clarifi car que el asignar a las mujeres esta tarea de puesta en común/colectivización de la reproducción no es ninguna concesión a la visión naturalista de la «feminidad». Comprensiblemente, muchas feministas verían esta posibilidad como «un destino peor que la muerte». Está profundamente esculpido en nuestra consciencia que las mujeres han sido designadas como el común de los hombres, como una fuente de riqueza y servicios puestos a su libre disposición, de la misma manera que los capitalistas se han apropiado de la naturaleza. Pero, citando a Dolores Hayden, la reorganización del trabajo reproductivo, y en consecuencia la reorganización de la estructura domiciliaria y del espacio público, no es una cuestión de identidad, es una cuestión laboral y, podríamos añadir, una cuestión de poder y de seguridad. Aquí viene al caso recordar la experiencia de las mujeres del Movimiento de los Sin Tierra (MST) de Brasil, quienes, cuando sus comunidades conquistaron el derecho a mantenerse en las tierras que habían ocupado, insistieron en que las nuevas casas debían construirse formando un conjunto, para que pudiesen continuar compartiendo sus trabajos domésticos, lavar juntas, cocinar juntas y hacer turnos con los hombres tal y como lo habían hecho durante el transcurso de la lucha, y para estar preparadas para acudir prestamente a darse apoyo mutuo y socorro en caso de agresión por parte de los hombres. Afi rmar que las mujeres deben tomar las riendas en la colectivización del trabajo reproductivo y de la estructuración de las viviendas no signifi ca naturalizar el trabajo doméstico como una vocación femenina. Es mostrar el rechazo a la obliteración de las experiencias colectivas, del conocimiento y de las luchas que las mujeres han acumulado en relación al trabajo reproductivo, y cuya historia es parte esencial de nuestra resistencia al capitalismo. Hoy en día, tanto para las mujeres como para los hombres, es crucial dar un paso y reconectar nuestra realidad con esta parte de la historia, para desmantelar la arquitectura generizada de nuestras vidas y para reconstruir nuestros hogares y nuestras vidas como comunes.

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