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El apoyo mutuo. Un factor de la evolución III

Piotr Kropotkin :: 28.09.18

Tercera y última parte.

CAPÍTULO VI: LA AYUDA MUTUA EN LA CIUDAD MEDIEVAL.
(Continuación).

Las ciudades medievales no estaban organizadas según un plano trazado de antemano por voluntad de algún legislador extraño a la población: Cada una de estas ciudades era fruto del crecimiento natural, en el sentido pleno de la palabra, era el resultado, en constante variación de la lucha entre diferentes fuerzas, que se ajustaban mutuamente una y otra vez, de conformidad con la fuerza viva de cada una de ellas, y también según las alternativas de la lucha y según el apoyo que hallaban en el medio que las circundaba. Debido a esto, no se hallarán dos ciudades cuya organización interna y cuyos destinos históricos fueran idénticos; y cada una de ellas, ––tomada en particular––, cambia su fisonomía de siglo en siglo. Sin embargo, si echamos un vistazo amplio sobre todas las ciudades de Europa, las diferencias locales y nacionales desaparecen y nos sorprendemos por la similitud asombrosa que existe entre todas ellas, a pesar de que cada una de ellas se desarrolló por sí misma, independientemente de las otras, y en condiciones diferentes. Cualquiera pequeña ciudad del Norte de Escocia, poblada por trabajadores y pescadores pobres, o las ricas ciudades de Flandes, con su comercio mundial, con su lujo, amor a los placeres y con su vida animada; una ciudad italiana enriquecida por sus relaciones con Oriente y que elaboró dentro de sus muros un gusto artístico refinado y una civilización refinada, y, por último, una ciudad pobre, de la región pantanosa lacustre de Rusia, dedicada principalmente a la agricultura, parecería que poco tienen de común entre sí. Y, sin embargo, las líneas dominantes de su organización y el espíritu de que están impregnadas asombran por su semejanza familiar.
Por doquier hallamos las mismas federaciones de pequeñas comunas o parroquias o guildas; los mismos “suburbios” alrededor de la “ciudad” madre; la misma asamblea popular; los mismos signos exteriores de independencia; el sello, el estandarte,, etc. El protector (defensor) de la ciudad bajo distintas denominaciones, y distintos ropajes, representa a una misma autoridad defendiendo los mismos intereses; el abastecimiento de víveres, el trabajo, el comercio, están organizados en las mismas líneas generales; los conflictos interiores y exteriores nacen de los mismos motivos; más aún, las mismas consignas desplegadas durante estos conflictos y hasta las fórmulas utilizadas en los anales de la ciudad, ordenanzas, documentos, son las mismas; y los monumentos arquitectónicos, ya sean de estilo gótico, romano o bizantino, expresan las mismas aspiraciones y los mismos ideales; estaban concebidos para expresar el mismo pensamiento y se construían del mismo modo. Muchas disimilitudes son simplemente el resultado de las diferencias de edad de dos ciudades, y esas disimilitudes entre ciudades de la misma región, por ejemplo, Pskof y Novgorod, Florencia y Roma, que tenían un carácter real, se repiten en distintas partes de Europa. La unidad de la idea dominante y las razones idénticas del nacimiento allanan las diferencias aparecidas como resultado del clima, de la posición geográfica, de la riqueza, del lenguaje y de la religión. He aquí por qué podemos hablar de la ciudad medieval en general, como de una fase plenamente definida de la civilización; y a pesar de que son de desear en grado superlativo las investigaciones que señalen las particularidades locales. e individuales de las ciudades, podemos, no obstante, señalar los rasgos principales del desarrollo que eran comunes a todas ellas.
No cabe duda alguna de que la protección que habitual y universalmente se acordaba al mercado, ya desde las primeras épocas bárbaras, desempeñó un papel importante, a pesar de no ser exclusivo, en la obra de la liberación de las ciudades medievales. Los bárbaros del período antiguo no conocían el comercio dentro de, sus comunas aldeanas; comerciaban solamente con los extranjeros en ciertos lugares determinados y ciertos días fijados de antemano. Y para que el extranjero, pudiera presentarse en el lugar de trueque, sin riesgo de ser muerto en cualquier altercado sostenido por dos clanes, a causa de una venganza de sangre, el mercado se ponía siempre bajo la protección especial de todos los clanes. También era inviolable, como el lugar de veneración religiosa bajo cuya sombra se organizaba generalmente. Entre los kabilas, el mercado hasta ahora es anaya, lo mismo que el sendero por el cual las mujeres acarrean el agua de los pozos; no era posible aparecer armado en el mercado ni en el sendero, ni siquiera durante las guerras intertribales. En la época medieval, el mercado gozaba por lo común exactamente de la misma protección. La venganza tribal nunca debía proseguirse hasta la plaza donde se reunía el pueblo con propósitos de comerciar, y, del mismo modo, en determinado radio alrededor de esta plaza; y si en la abigarrada multitud de vendedores y compradores se producía alguna riña, era menester someterla al examen de aquéllos bajo cuya protección se encontraba el mercado; es decir, al tribunal de la comuna, o al juez del obispado, del señor feudal o del rey. El extranjero que se presentara con fines comerciales era huésped, y hasta usaba este hombre; en el mercado era inviolable. Hasta el barón feudal, que sin escrúpulos despojaba a los comerciantes en el camino real, trataba con respeto al Weichbild, la señal de la asamblea popular, es decir, la pértiga que se elevaba en la plaza del mercado, en cuyo tope se hallaban las armas reales! o un guante de caballero, o la imagen del santo local, o simplemente la cruz, según estuviera el mercado bajo la protección del rey, de la asamblea popular, viéche, o de la iglesia local.
Es fácil comprender de qué modo el poder judicial propio de la ciudad, pudo originarse en el poder judicial especial del mercado, cuando este poder fue cedido, de buen grado o no, a la ciudad misma. Es comprensible, también, que tal origen de las libertades urbanas, cuyas huellas se pueden seguir en muchos casos, imprimió tu seno inevitablemente a su desarrollo ulterior. Dio el predominio a la parte comercial de la comuna. Los burgueses que poseían en aquellos tiempos una casa en la ciudad y que eran copropietarios de las tierras de ella, muy a menudo organizaban entonces una guilda comercial, la cual tenía en sus manos también el comercio de la ciudad, y a pesar de que al principio cada ciudadano, pobre o rico, podía ingresar en la guilda comercial, y hasta el comercio mismo era efectuado en interés de toda la ciudad, por medio de sus apoderados, no obstante la guilda comercial paulatinamente se convertía en un género de corporación privilegiada. Llena de celo, no admitió en sus filas a la población advenediza, que pronto comenzó a afluir a las ciudades libres y todas las ventajas derivadas del comercio las conservaban en beneficio de unas pocas “familias” (les familles, los staroyíby, viejos habitantes) que eran ciudadanos cuando la ciudad proclamó su independencia. De tal modo, evidentemente, amenazaba el peligro del surgimiento de una oligarquía comercial. Pero, ya en el siglo X, y aún más, en los siglos XI y XII, los oficios principales también se organizaban en guildas, que en la mayoría de los casos podían limitar las tendencias oligárquicas de los comerciantes.
La guilda de artesanos de aquellos tiempos, generalmente vendía por sí misma los productos que sus miembros elaboraban, y compraban en común las materias primas para ellos, y de este modo sus miembros eran, al mismo tiempo, tanto comerciantes corno artesanos. Debido a esto, el predominio alcanzado por las viejas guildas de artesanos desde el principio mismo de la vida libre de las ciudades dio al trabajo de artesano aquella elevada posición que ocupó posteriormente en la ciudad. En realidad, en la ciudad medieval, el trabajo del artesano no era signo de posición social inferior, por lo contrario, no sólo conservaba huellas del profundo respeto con que se le trataba antes, en la comuna aldeana, sino que el rápido desarrollo de la habilidad artística en la producción de todos los oficios: de la joyería, del tejido, de la cantería, de la arquitectura, etcétera, hacía que todos los que estaban en el poder en las repúblicas libres de aquella época, trataran con profundo respeto personal al artesano-artista.
En general, el trabajo manual se consideraba en: los “misterios” (artiéti, guildas) medieval es como un deber piadoso hacia los conciudadanos, corno una función (Amt) social, tan honorable corno cualquier otra. La idea de “justicia” con respecto a la comuna y de “verdad” con respecto al productor y al consumidor, que nos parecería tan extraña en nuestra época, entonces impregnaba todo el proceso de producción y trueque. El trabajo del curtidor, calderero, zapatero, debía ser “justo”, Concienzudo escribían entonces. La madera, el cuero o los hilos utilizados por los artesanos, debían ser “honestos”; el pan debía ser amasado “a conciencia”, etcétera. Transportado este lenguaje a nuestra vida moderna, aparecerá artificioso y afectado; pero entonces era completamente natural y estaba desprovisto de toda afectación, pues que el artesano medieval no producía para un comprador que no conocía, no arrojaba sus mercancías en un mercado desconocido; antes que nada producía para su propia guilda, que al principio vendía ella misma, en su cámara de tejedores, de cerrajeros, etcétera, la mercancía elaborada por los hermanos de la guilda; para una hermandad de hombres en la que todos se conocían, en la que todos conocían la técnica del oficio y, al estabais el precio al producto, cada uno podía apreciar la habilidad puesta en la producción de un objeto determinado y el trabajo empleado en él. Además, no era un, productor aislado que ofrecía a la comuna la mercancía pala la compra, la ofrecía la guilda; la comuna misma, a su vez, ofrecía a la hermandad de las comunas confederadas aquellas mercancías que eran exportadas por ella y por cuya calidad respondía ante ellas.
Con tal organización para cada oficio, era cuestión de amor propio no ofrecer mercancía de calidad inferior; los defectos técnicos de la mercancía o adulteraciones afectaban a toda la comuna, pues, según las palabras de una ordenanza, “destruyen la confianza pública” De tal modo la producción era un deber social y estaba puesta bajo el control de toda las amitas ––de toda la hermandad––; debido a lo cual, el trabajo manual, mientras existieron las ciudades libres, no podía descender a la posición inferior a la cual, a menudo, llega ahora.
La diferencia entre el maestro y el aprendiz, o entre el maestro y el medio oficial (compayne, Geselle) ha existido ya desde la época misma del establecimiento de las ciudades medievales libres; pero al principio esta diferencia era sólo diferencia de edad y de grado de habilidad, y no de autoridad y riqueza. Después de haber estado siete años como aprendiz y de haber demostrado conocimiento y capacidad en un determinado oficio, por medio de una obra hecha especialmente, el aprendiz se convertía, en maestro a su vez. Y solamente bastante más tarde, en el siglo XVI, cuando la autoridad real ya había destruido la organización de la ciudad y de los artesanos, se podía llegar a maestro simplemente por herencia o en virtud de la riqueza. Pero ésta ya era la época de la decadencia general de la industria y del arte de la Edad Media.
En el primer período, floreciente, de las ciudades medievales, no había en ellas mucho lugar para el trabajo alquilado y para los alquiladores individuales. El trabajo de los tejedores, armeros, herreros, panaderos, etcétera, efectuábase para la guilda y la ciudad; y cuando en los oficios de la construcción se alquilaban artesanos extraños, éstos trabajaban como corporación temporal (como se observa también en la época presente en los artiéli rusos) cuyo trabajo se pagaba a todo el artiél, en bloque. El trabajo para un patrón individual empezó a extenderse más tarde; pero también en estas circunstancias se pagaba al trabajador mejor de lo que se paga ahora, aún en Inglaterra, y considerablemente mejor de lo que se pagaba comúnmente en toda Europa en la primera mitad del siglo XIX. Thorold Rogers hizo conocer este hecho en grado suficiente a los lectores ingleses; pero es menester decir lo mismo de la Europa continental, como lo demuestran las investigaciones de Falke y Schónberg, y también muchas indicaciones ocasionales. Aún en el siglo XV, el albañil, carpintero o herrero, recibía en Amiens un salario diario a razón de cuatro sols, que correspondían a 48 libras de pan o a una octava parte de un buey pequeño (bouverd). En Sajonia, el salario de un Geselle (medio oficial) en el oficio de la construcción era tal que, expresándonos con las palabras de Falke, el obrero podía comprar con su sueldo de seis días tres ovejas y un par de botas. Las ofrendas de los obreros (Geselle) en los distintos templos son también testimonios de su relativo bienestar, sin hablar ya de las ofrendas suntuosas de algunas guildas de artesanos y de sus gastos para las festividades y sus procesiones pomposas. Realmente, cuanto más estudiamos las ciudades medievales, tanto más nos convencemos que nunca el trabajo ha sido tan bien pagado y ha gozado de respeto general como en la época en que la vida de las ciudades libres se hallaba en su punto máximo de desarrollo. Más aún. No sólo, muchas aspiraciones de nuestros radicales modernos habían sido realizadas ya en la Edad media, sino que hasta mucho de lo que ahora se considera utópico se aceptaba entonces como algo completamente natural. Se burlan de nosotros cuando decimos que el trabajo debe ser agradable, pero, según las palabras de la ordenanza de la Edad Media de Kuttenberg,

“cada uno debe hallar placer en su trabajo y nadie debe, pasando el tiempo en holganza (mit nichts thun), apropiarse de lo que ha sido producido con la aplicación y el trabajo ajeno, pues las leyes deben ser un escudo para la defensa de la aplicación y del trabajo”.

Y entre todas las charlas modernas sobre la jornada de ocho horas de trabajo, no sería inoportuno recordar la ordenanza de Fernando I, relativa a las minas imperiales de carbón; según esta ordenanza se establece la jornada de trabajo del minero en ocho horas “como se ha hecho desde antiguo” (wie vor Alters herkommen), y que estaba completamente prohibido trabajar después del medio día del sábado . Una jornada de trabajo más larga era muy rara, dice Janssen, mientras que se daban con bastante frecuencia las más cortas. Según las palabras de Rogers, en Inglaterra, en el siglo XV, los trabajadores trabajaban solamente cuarenta y ocho “horas por semana”. El semiferiado del sábado, que consideramos una conquista moderna, en realidad era una antigua institución medieval; era ese el día de baño de una parte considerable de los miembros de la comuna, y los jueves, después del mediodía, lo era para todos los medios oficiales (Geselle). Y a pesar de que en aquella época no existían aún los comedores escolares ––probablemente porque no enviaban hambrientos los niños a la escuela–– se había establecido, en diversas ciudades, el distribuir dinero a los niños para el baño, si este gasto constituía una carga para sus padres.
En cuanto a los congresos de trabajadores, eran un fenómeno corriente en la Edad Media. En algunas partes de Alemania, los artesanos de un mismo oficio, pero que pertenecían a diferentes comunas, generalmente se reunían para determinar el plazo del aprendizaje, el salario, la condición del viaje por su país, que se consideraba entonces obligatorio para todo trabajador que había terminado su aprendizaje, etcétera. En el año 1572, las ciudades que pertenecían a la liga hanseática formalmente reconocían a los artesanos el derecho de reunirse periódicamente en asamblea y adoptar cualquier género de resoluciones, siempre que estas últimas no se opusieran a las ordenanzas de las ciudades, que determinaban la calidad de las mercancías. Es sabido que tales congresos de trabajadores, en parte internacionales (como la misma Hansa), eran convocados por los panaderos, fundadores, curtidores, herreros, espaderos, toneleros.
La organización de las guildas requería, naturalmente, una supervisión cuidadosa de ellas sobre los artesanos, y para este fin se designaban jurados especiales. Es notable, sin embargo, el hecho de que mientras las ciudades llevaban una vida libre, no se oían quejas sobre supervisión; mientras que cuando el Estado intervino y confiscó la propiedad de las guildas y violó su independencia en beneficio de su propia burocracia, las quejas se hicieron simplemente innumerables. Por otra parte, el enorme progreso en el campo de todas las artes, alcanzado bajo el sistema de la guilda medieval, es la mejor demostración de que este sistema no era un obstáculo para el desarrollo de la iniciativa personal. El hecho es que la guilda medieval, como la parroquia medieval, la ulitsa o el koniets, no era una Corporación de ciudadanos puestos bajo en control de los funcionarios del Estado; era una confederación de todos los hombres unidos para una determinada producción, y en su composición entraban compradores jurados de materias primas, vendedores de mercancías manufacturadas y maestros artesanos, medio oficiales, compaynes y aprendices. Para la organización interna de una determinada producción, la asamblea de todas estas personas era soberana, mientras no afectara a las otras guildas, en cuyo caso el asunto se sometía a la consideración de la guilda de las guildas, es decir, de la ciudad. Aparte de las funciones recién indicadas, la guilda representaba aún algo más. Tenía su jurisdicción propia, es decir, el derecho propio de justicia en sus asuntos, y su propia fuerza armada; tenía sus asambleas generales o viéche, propias tradiciones de lucha, gloria e independencia, y sus relaciones propias con las otras guildas del mismo oficio u ocupación de otras ciudades. En una palabra, llevaba una vida orgánica plena, que provenía de que abrazaba en un conjunto la vida toda de esta unión. Cuando la ciudad era convocada a las urnas, la guilda marchaba como una compañía separada (Schaar), equipada con las armas que le pertenecían (y en una época más avanzada, con sus cañones propios, adornados amorosamente por la guilda), bajo el mando de los jefes elegidos por ella misma. En una palabra, la guilda era la misma unidad independiente, era la federación, como lo era la república de Uri, o Ginebra, cincuenta años atrás, en la confederación suiza. Por esta razón, comparar las guildas con los sindicatos modernos o las uniones profesionales, despojados de todos los atributos de la soberanía del Estado y reducidos al cumplimiento de dos o tres funciones secundarias, es tan irrazonable corno comparar Florencia y Brujas con cualquier comuna aldeana francesa que arrastra una vida desgraciada, bajo la opresión del prefecto y del código napoleónico, o con una ciudad rusa administrada según las ordenanzas municipales de Catalina II. La aldehuela francesa y la ciudad rusa tienen también su alcalde electo, como lo tenían Florencia y Brujas, y la ciudad rusa hasta tenía las corporaciones de aduanas; pero la diferencia entre ellos es toda la diferencia que existe entre Florencia, por una parte, y cualquier aldehuela de Fontenay-les Oises, en Francia, o Tsarevokokshaisk, por otra; o bien, entre el dux veneciano y el alcalde de aldea moderno, que se inclina ante el escribiente del señor subprefecto.
Las guildas de la Edad Media estaban en condición de sostener su independencia, y cuando más tarde especialmente en el siglo XIV, debido a varias razones que indicaremos en seguida, la antigua vida de la ciudad empezó a sufrir profundos cambios, entonces los oficios más jóvenes demostraron ser lo bastante fuertes para conquistarse, a su vez, la parte que les correspondía en la dirección de los asuntos de la ciudad. Las masas organizadas en guildas “menores” se rebelaron para arrancar el poder de manos de la oligarquía creciente, y en la mayoría de los casos obtuvieron éxito, y entonces abrieron una nueva era de florecimiento de las ciudades libres. Verdad es que, en algunas ciudades, la rebelión de las guildas menores fue ahogada en sangre, y entonces se decapitó sin piedad a los trabajadores, como sucedió en el año 1306 m París y en 1374 en Colonia. En esos casos, las libertades urbanas, después de tales derrotas, se encaminaron hacia la decadencia, y la ciudad cayó bajo el yugo del poder central. Pero en la mayoría de las ciudades existían fuerzas vitales suficientes como para salir de la lucha, renovadas y con energías nuevas. Un nuevo período de renovación juvenil fue entonces su recompensa. Se infundió a las ciudades una ola de vida nueva, que halló también su expresión en magníficos monumentos arquitectónicos nuevos y en un nuevo período de prosperidad, en el progreso repentino de la técnica y de los inventos, y en el nuevo movimiento intelectual que condujo pronto a la época del Renacimiento y de la Reforma. La vida de la ciudad medieval era una serie completa de luchas que tenían que librar los burgueses para obtener la libertad y conservarla. Verdad es que durante esta dura lucha se desarrolló la raza de los ciudadanos fuerte y tenaz; verdad es que esta lucha creó el amor y la adoración por la ciudad natal y que los grandes hechos realizados por las comunas, medievales estaban inspirados precisamente por este amor. Pero los sacrificios que tuvieron que hacer las comunas en las luchas por la libertad eran, sin embargo, muy duros, y la lucha sostenida por las comunas introdujo fuentes profundas de disensiones en su vida interior misma. Muy pocas ciudades consiguieron, gracias al concurso de circunstancias favorables, alcanzar la libertad inmediatamente, y en la mayoría de los casos la perdieron con la misma facilidad. La enorme mayoría de las ciudades hubo de luchar durante cincuenta y cien años, y a veces más, para alcanzar el primer reconocimiento de sus derechos a una vida libre, y otro siglo más antes de que consiguieran afirmar su libertad sobre una base sólida; las Cartas del siglo XII fueron solamente los primeros pasos hacia la libertad. En realidad, la ciudad medieval era un oasis fortificado en un país hundido en la sumisión feudal, y tuvo que afirmar con la fuerza de las armas su derecho a la vida.
Debido a las razones expuestas brevemente en el capítulo que precede, toda comuna aldeana cayó gradualmente bajo el yugo de algún señor laico o clérigo. La casa de tal señor poco a poco se transformó en castillo, y sus hermanos de armas se convirtieron entonces en la peor clase de vagabundos mercenarios, siempre dispuestos a despojar a los campesinos. A más de la barchina, es decir, de los tres días semanales que los campesinos debían trabajar para el señor, imponíanles ahora iodo género de contribuciones por todo: por el derecho de sembrar y cosechar por el derecho de estar triste o de alegrarse, por el derecho de vivir, casarse y morir. Pero lo peor de todo era que constantemente los despojaban los hombres armados que pertenecían a las mesnadas de los terratenientes feudales vecinos, quienes miraban a los campesinos cómo si fueran familiares del señor, y por ello, si estallaba entre sus señores una guerra tribal por venganza de sangre, ejercían su venganza sobre sus campesinos, sus ganados y sus sembrados. Además, todos los prados, todos los campos, todos los ríos y caminos, todo alrededor de la ciudad y todo hombre asentado sobre la tierra estaban bajo la autoridad de algún señor feudal.
El odio de los burgueses contra los terratenientes feudales halló una expresión muy precisa en algunas Cartas que obligaron a firmar a sus ex-señores. Enrique V, por ejemplo, debió firmar, en la Carta acordada a la ciudad de Speier, en el año 1111, que libraba a los burgueses de la ley horrible e indigna de la posesión de mano muerta, por la cual la ciudad fue llevada a la miseria más profunda (“von dem Scheusslichen und nichtswurdigen Gesetze, welches gemein Budel genannt wird. Kallsen”, T. I. 397.). En la coutume, es decir, ordenanza de la ciudad de Bayona, existen tales líneas: “El pueblo es anterior al señor. El pueblo, que sobrepasa por su número a las otras clases, deseando la paz, creó a los señores para frenar y reprimir a los poderosos”, etc. (Giry, “Establishments de Rouen”, T. I., 117, citado por Luchairel, pág. 24). Una carta sometida a la firma del rey Roberto no es menos característica. Le obligaron a decir en ella: “No robaré bueyes ni otros animales. No me apoderaré de los comerciantes ni les quitaré su dinero, ni les impondré rescate. Desde la Anunciación hasta el día de Todos los Santos, no me apoderaré, en los prados, de caballos, yeguas ni potros. No incendiaré los molinos y no robaré la harina… No prestaré protección a los ladrones”, etc. (Pfister publicó este documento, reproducido también por Luchaire). La Carta “otorgada” por el obispo de Besangon, Hugues, a la ciudad que se había rebelado contra él, en la cual debió enumerar todas las calamidades causadas por sus derechos a la posesión feudal, no es menos característica. Se podrían citar muchos otros ejemplos.
Conservar la libertad entre la arbitrariedad de los barones feudales que las rodeaban hubiera sido imposible, y por esto las ciudades libres se vieron obligadas a iniciar una guerra fuera de sus muros. Los burgueses comenzaron a enviar sus hombres para levantar a las aldeas contra los terratenientes y dirigir la insurrección; aceptaron a las aldeas en la organización de sus corporaciones; y por último iniciaron la guerra directa contra la nobleza. En Italia, donde la tierra estaba densamente poblada de castillos feudales, la guerra asumió proporciones heroicas y era librada por ambas partes con extrema dureza. Florencia tuvo que sostener, durante setenta y siete años enteros guerras sangrientas para liberar su contado (es decir, su provincia) de los nobles, pero, cuando la lucha se terminó victoriosamente (en el año 1181), hubo que empezar de nuevo. La nobleza reunió sus fuerzas y formó sus propias ligas en contraposición a las ligas de las ciudades, y recibió el apoyo creciente ya sea de parte del emperador o del papa, y prolongó la guerra aún ciento treinta años más. Lo mismo sucedió en la región de Roma, en Lombardía, en la región de Génova, por toda Italia.
Prodigios de valor, audacia y tenacidad fueron real izados por los burgueses durante estas guerras. Pero el arco y las segures de guerra de los artesanos de las ciudades no siempre se impusieron a lo! caballeros vestidos de armaduras, y muchos castillos resistieron el asedio con éxito, a pesar de las ingeniosas máquinas agresivas y la tenacidad de los burgueses que lo sitiaban. Algunas ciudades, como por ejemplo Florencia, Bolonia y muchas otras en Francia, Alemania y Bohemia, consiguieron liberar a las aldeas que las rodeaban, y la recompensa de sus esfuerzos fue una notable prosperidad y tranquilidad. Pero aún en estas ciudades, y más aún en las ciudades menos poderosas o menos emprendedoras, los comerciantes y los artesanos, agotados por la guerra y comprendiendo falsamente sus propios intereses, concertaron la paz con lo barones, vendiéndoles, por así decirlo, los campesinos. Obligaron al barón a prestar juramento de lealtad a la ciudad; su castillo fue derruido hasta los cimientos y él dio su conformidad para construir una casa y vivir en la ciudad, donde se convirtió entonces en conciudadano (combourgeois, concittadino), pero en cambio, conservó la mayoría de sus derechos sobre los campesinos, quienes de tal modo recibieron sólo un alivio parcial de la carga servil que pesaba sobre ellos. Los burgueses no comprendieron que les era menester dar iguales derechos de ciudadanía al campesino, en quien tenían que confiar en materia de aprovisionamiento de productos alimenticios para la ciudad; y debido a esta incomprensión entre la ciudad y la aldea se abrió entre ellos, desde entonces, un profundo abismo. En algunas ocasiones, los campesinos solamente cambiaron de señores, puesto que la ciudad compraba los derechos al barón y los vendía en parte a sus propios ciudadanos. La servidumbre se mantuvo de tal modo, y sólo considerablemente más tarde, al final del siglo XIII, revolución de los oficios menores le puso fin; pero, habiendo destruido la servidumbre personal, esta revolución, al mismo tiempo, quitaba no pocas veces al campesino sus tierras. Apenas es necesario agregar que las ciudades sintieron pronto en carne propia las consecuencias fatales de tal política miope: la aldea se convirtió en enemiga de la ciudad.
La guerra contra los castillos tuvo todavía una consecuencia perniciosa más: arrojó a las ciudades a guerras prolongadas, lo que permitió que se formara entre los historiadores la teoría que estuvo en boga hasta tiempos recientes, y según la cual las ciudades perdieron su libertad debido a la envidia recíproca y a la lucha entre sí. Sostenían esta teoría especialmente los historiadores imperialistas, pero fue sacudida fuertemente por las recientes investigaciones. Es indudable que en Italia las ciudades lucharon entre sí con animosidad obstinada; pero en ninguna parte, fuera de Italia, las guerras urbanas, especialmente en el período antiguo, tuvieron sus causas especiales. Fueron (como lo han demostrado ya Sismondi y Ferrari) la prolongación de la lucha contra los castillos, la prolongación inevitable de la lucha del principio del municipio libre y federativo en contra del feudalismo, del imperialismo y del papado; es decir, en contra de los partidarios de la servidumbre, apoyados unos por el emperador germano y otros por el papa. Muchas ciudades que se habían liberado sólo en parte del poder del obispo, del señor feudal o del emperador, fueron arrastradas por la fuerza a la lucha contra las ciudades libres, por los nobles, el emperador y la Iglesia, cuya política tendía a no permitir que las ciudades se unieran, y a armarlas una contra la otra. Estas condiciones especiales (que parcialmente se habían reflejado también sobre Alemania) explican por qué las ciudades italianas, de las cuales algunas buscaron el apoyo del emperador para luchar contra el papa, otras el de la Iglesia para luchar contra el emperador, Pronto se dividieron en dos campos, gibelinos y güelfos, y por qué la misma división apareció también dentro de cada ciudad. El enorme progreso económico alcanzado por la mayoría de las ciudades italianas justamente en la época en que estas guerras estaban en su apogeo, y la ligereza con que se concertaban las alianzas entre las ciudades, dan una idea aún más fiel de la lucha de las ciudades y socava más aún la teoría arriba citada. Y en los años 1130-1150 empezaron a formarse poderosas alianzas o ligas de ciudades; y transcurridos algunos años, cuando Federico Barbarroja atacó a Italia, y, apoyado por la nobleza y algunas ciudades retardadas marchó contra Milán, el entusiasmo del pueblo se despertó con fuerza en muchas ciudades, bajo la influencia de los predicadores populares. Cremona, Piacenza, Brescia, Tortona y otras se lanzaron al rescate; los estandartes de las guildas de Verona, Padua, Vicenzia y Trevisso, llameaban juntos en el campamento de las ciudades contra los estandartes del emperador y de la nobleza. El año siguiente se formó la alianza lombarda, y sesenta años después vemos ya que esta liga se fortificó con las alianzas de muchas otras ciudades, y constituyó una organización durable que guardaba la mitad de sus fondos de guerra en Génova y la mitad en Venecia. En Toscana, Florencia encabezaba otra liga poderosa, la de Toscana, a la que pertenecían Lucea, Bologna, Pistoia y otras ciudades, y la cual desempeñó un papel importante en la derrota de la nobleza de Italia central. Ligas más reducidas eran, en aquella misma época, el fenómeno más corriente. De tal modo, es indudable que a pesar de que existía rivalidad entre las ciudades, y no era difícil sembrar la discordia entre ellas, esta rivalidad no impedía a las ciudades unirse para la defensa común de su libertad. Solamente más tarde, cuando cada una de las ciudades se convirtió en un pequeño Estado, empezaron entre ellas guerras, como sucede siempre que los Estados comienzan a luchar entre sí por el predominio o por las colonias.
Ligas semejantes se formaron, con el mismo fin, en Alemania. Cuando, bajo los herederos de Conrado, el país se convirtió en un campo de interminables guerras de venganza entre los barones, las ciudades de Westfalia formaron una liga contra los caballeros, y uno de los puntos del pacto era la obligación de no dar nunca préstamo de dinero al caballero que continuara ocultando mercancías robadas. En los tiempos en que “los caballeros y la nobleza vivían de la rapiña y mataban a quienes querían”, como dice la queja de Worms (Wormser Zorn), las ciudades del Rhin (Mainz, Colonia, Speier, Strassbourg y Basel) tomaron la iniciativa de formar una liga para perseguir a los saqueadores y mantener la paz; pronto contó con sesenta ciudades que habían ingresado en la alianza. Más tarde, la liga de las ciudades de Suabia, divididas en tres círculos de paz (Augsburg, Constanza y Ulm) perseguía el mismo objeto. Y a pesar de que estas alianzas fueron rotas se prolongaron el tiempo suficiente como para demostrar que mientras los pretendidos pacificadores ––los reyes, emperadores y la Iglesia–– fomentaban la discordia, y ellos mismos eran impotentes contra los rapaces caballeros, el impulso para el establecimiento de la paz y la unión provino de las ciudades. Las ciudades ––y no los emperadores–– fueron los verdaderos creadores de la unión nacional.
Alianzas similares, mejor dicho, federaciones, con fines semejantes, se organizaron también entre las aldeas, y ahora que Luchaire ha llamado la atención sobre este fenómeno es de esperar que pronto conoceremos más detalles de estas federaciones. Sabemos que las aldeas se unieron en pequeñas ligas en el distrito (contado) de Florencia; también en los distritos sometidos a Novgorod y Pskof. En cuanto a Francia, existe el testimonio positivo de la federación de diecisiete aldeas campesinas que ha existido en el Laonnais durante casi cien años (hasta el año 1256) y que han luchado obstinadamente por su independencia. Además, en las vecindades de la ciudad de Laon existían tres repúblicas campesinas que tenían tartas juradas, según el modelo de la Carta de Laon y Soissons, y como sus tierras lindaban, se apoyaban mutuamente en sus guerras de liberación. En general, Luchaire opina que muchas de tales uniones se formaron en Francia en los siglos XII y XIII, pero en la mayoría de los casos se han perdido las noticias documentales sobre ellas. Naturalmente, no estando protegidas por muros, como las ciudades, las uniones aldeanas fueron fácilmente destruidas por los reyes y barones, pero bajo algunas condiciones favorables, cuando hallaron apoyo en las uniones de las ciudades, o protección en sus montañas, semejantes repúblicas campesinas se hicieron independientes, como ocurrió en la Confederación Suiza.
En cuanto a las uniones concertadas por las ciudades con fines especiales, eran un fenómeno muy corriente. Las relaciones establecidas en el período de liberación, cuando las ciudades se copiaban mutuamente las cartas, no se interrumpieron posteriormente. A veces cuándo los seabini de cualquier ciudad alemana debían pronunciar una sentencia, en un caso para ellos nuevo y complejo, y declaraban que no podían hallar la resolución (des Urtheiles nieht weise zu sean), enviaban delegados a otra ciudad con el fin de buscar una solución oportuna. Lo mismo sucedía también en Francia. Sabemos también que Forli y Ravenna naturalizaban recíprocamente a sus ciudadanos y les daban plenos derechos en ambas ciudades.
Someter una disputa surgida entre dos ciudades, o dentro de la ciudad, a la resolución de otra comuna, a la que incitaban a actuar en calidad de árbitro, estaba también en el espíritu de la época. En cuanto a los pactos comerciales entre las ciudades eran cosa muy corriente. Las uniones para la regulación de la producción y la determinación del volumen de los toneles utilizados en el comercio de vinos, las “uniones de los arenqueros”, etc., fueron precursores de la gran federación comercial de la Hansa flamenca, y más tarde, de la gran Hansa germánica del Norte, en la cual ingresaron la soberana Novgorod y algunas ciudades polacas. La historia de estas dos vastas uniones es interesante en grado sumo, e instructiva, pero se requerirían muchas páginas para relatar su vida compleja y multiforme. Observaré, solamente, que gracias a las Uniones de la Edad Media hicieron más por el desarrollo de las relaciones internacionales, de la navegación marítima y de los descubrimientos marítimos que todos los Estados de los primeros diecisiete siglos de nuestra era.
Resumiendo lo dicho, las ligas y las uniones entre pequeñas unidades territoriales, lo mismo que entre los hombres que se unían con fines comunes en sus guildas correspondientes, y también las federaciones entre las ciudades y grupos de ciudades, constituyó la esencia misma de la vida y del pensamiento de todo este período. Los primeros cinco siglos del segundo milenio de nuestra era (hasta el XVI) pueden ser considerados, de tal modo, una colosal tentativa de asegurar la ayuda mutua y el apoyo mutuo en gran escala, sobre los principios de la unión y de la colaboración, llevados a través de todas las manifestaciones de la vida humana y en todos los grados posibles. Este intento fue coronado por el éxito en grado considerable. Unió a los hombres, antes divididos, les aseguró una libertad considerable, decuplicó sus fuerzas. En aquella época en que multitud de toda clase de influencias creaban en los hombres la tendencia a aislarse de los otros en su célula, y existía tal abundancia de causas de discordia, es consolador ver y observar que las ciudades diseminadas por toda Europa tuvieran tanto en común y que con tal presteza se unieran para la persecución de tan numerosos objetivos comunes. Verdad es que, al final de cuentas, no resistieron ante, enemigos poderosos. Practicaban ampliamente los principios de ayuda mutua, pero, sin embargo, separándose de los campesinos labradores, aplicaron estos principios a la vida de una manera que no fue suficientemente amplia, y privadas del apoyo de los campesinos, las ciudades no pudieron resistir la violencia de los reinos e imperios nacientes. Pero no perecieron debido a la enemistad recíproca, y sus errores no fueron la consecuencia del desarrollo insuficiente del espíritu federativo entre ellos.
La nueva dirección tomada por la vida humana en la ciudad de la Edad Media tuvo enormes consecuencias en el desarrollo de toda la civilización. A comienzos del siglo XI, las ciudades de Europa constituían solamente pequeños grupos de miserables chozas, que se refugiaban alrededor de iglesias bajas y deformes, cuyos constructores apenas si sabían trazar un arco. Los oficios, que se reducían principalmente a la tejeduría y a la forja, se hallaban en estado embrionario; la ciencia encontraba refugio sólo en algunos monasterios. Pero trescientos cincuenta años más tarde el aspecto mismo de Europa cambió por completo. La tierra estaba ya sembrada de ricas ciudades, y estas ciudades hallábanse rodeadas por muros dilatados y espesos que se hallaban adornados por torres y puertas ostentosas cada una de, las cuales constituía una obra de arte. Catedrales concebidas en estilo grandioso y cubiertas por numerosos ornamentos decorativos, elevaban a las nubes sus altos campanarios, y en su arquitectura se manifestaba tal audacia de imaginación y tal pureza de forma, que vanamente nos esforzamos en alcanzar en la época presente. Los oficios y las artes se elevaron a tal perfección que aún, ahora apenas podemos decir que las hemos superado en mucho, si no colocamos la velocidad de la fabricación por encima del talento inventiva del trabajador y de la terminación de su trabajo. Las naves de las ciudades libres surcaban en todas direcciones el mar Mediterráneo norte y sur; un esfuerzo más y cruzarían el océano. En vastas extensiones, el bienestar ocupó el lugar de la miseria anterior; se desarrolló y se extendió la educación.
Junto con esto se elaboró el método científico de investigación ––positivo y natural en lugar de la escolástica anterior–– y fueron establecidas las bases de la mecánica y de las ciencias físicas. Más aún: estaban preparados todos aquellos inventos mecánicos de que tanto se enorgullece el siglo XIX. Tales fueron los cambios mágicos que se habían producido en Europa en menos de cuatrocientos años. Y las pérdidas sufridas por Europa cuando cayeron sus ciudades libres pueden ser plenamente apreciadas si se compara el siglo diecisiete con el catorce o hasta con el trece. En el siglo dieciocho desapareció el bienestar que distinguía a Escocia, Alemania, las llanuras de Italia. Los caminos decayeron, las ciudades se despoblaron, el trabajo libre se convirtió en esclavitud, las artes se marchitaron, y hasta el comercio decayó. . Si tras las ciudades medievales no hubiera quedado monumento escrito alguno, por los cuales se pudiera juzgar el esplendor de su vida, si hubieran quedado tras ellas solamente los monumentos de su arte arquitectónico, que hallamos dispersos por toda Europa, de Escocia a Italia, y de Gerona, en España, hasta Breslau, en el territorio eslavo, aún entonces podríamos decir que la época de las ciudades independientes fue la del máximo florecimiento del intelecto humano durante todos los siglos del cristianismo, hasta el fin del siglo XVIII. Mirando, por ejemplo, el cuadro medieval que representa Nuremberg, con sus decenas de torres y elevados campanarios que llevaban en si cada una el sello del arte creador libre, apenas podemos imaginar que sólo trescientos años antes Nuremberg era únicamente un montón de chozas miserables.
Lo mismo con respecto a todas las ciudades libres de la Edad Media, sin excepción. Y nuestro asombro aumenta a medida que observamos en detalle la arquitectura y los ornatos de cada una de las innumerables iglesias, campanarios, puertas de las ciudades y casas consistoriales, diseminados por toda Europa, empezando por Inglaterra, Holanda, Bélgica, Francia e Italia, y llegando, en el Este, hasta Bohemia y hasta las ciudades de la Galitzia polaca, ahora muertas. No solamente Italia ––madre del arte––, sino toda Europa, estaba repleta de semejantes monumentos. Es extraordinariamente significativo, además, el hecho de que de todas las artes, la arquitectura arte social por excelencia alcanzara en esta época el más elevado desarrollo. Y realmente, tal desarrollo de la arquitectura fue posible sólo como resultado de la sociabilidad altamente desarrollada en la vida de entonces.
La arquitectura medieval alcanzó tal grandeza no sólo porque era el desarrollo natural de un oficio artístico, como insistió sobre esto justamente Ruskin; no solamente porque cada edificio y cada ornato arquitectónico fueron concebidos por hombres que conocían por la experiencia de sus propias manos cuáles efectos artísticos pueden producir la piedra, el hierro, el bronce o simplemente las vigas y el cemento mezclado con guijarros; no sólo porque cada monumento era el resultado de la experiencia colectiva reunida, acumulada en cada arte u oficio, la arquitectura medieval era grande porque era la expresión de una gran idea. Como el arte griego, surgió de la concepción de la fraternidad y unidad alentadas por la ciudad. Poseía una audacia que pudo ser lograda sólo merced a la lucha atrevida de las ciudades contra sus opresores y vencedores; respiraba energía porque toda la vida de la ciudad estaba impregnada de energía. La catedral o la casa consistorial de la ciudad encarnaba, simbolizaba, el organismo en el cual cada albañil y picapedrero eran constructores. El edificio medieval nunca constituía el designio de un individuo, para cuya realización trabajan miles de esclavos, desempeñando un trabajo determinado por una idea ajena: toda la ciudad tomaba parte en su construcción. El alto campanario era parte de un gran edificio; en el que palpitaba la vida de la ciudad; no estaba colocado sobre una plataforma que no tenla sentido como la torre Eiffel de París; no era una construcción falsa, de piedra: erigida con objeto de ocultar la fealdad del armazón de hierro que le servía de base, como fue hecho recientemente en el Towér Bridge, Londres. Como la Acrópolis de Atenas, la catedral de la ciudad medieval tenía por objeto glorificar las grandezas de la ciudad victoriosa; encarnaba y espiritualizaba la unión de los oficios, era la expresión del sentimiento de cada ciudadano, que se enorgullecía de su ciudad, puesto que era su propia creación. No raramente ocurría también que la ciudad, habiendo realizado con éxito la segunda resolución de los oficios menores, comenzaba a construir una nueva catedral con objeto de expresar la unión nueva, más profunda y amplia, que había aparecido en su vida.
Las catedrales y casas consistoriales de la Edad Media tienen un rasgo asombroso más. Los recursos efectivos con que las ciudades empezaron sus grandes construcciones solían secar en la mayoría de los casos, desproporcionadamente reducidos. La catedral de Colonia, por ejemplo, fue iniciada con un desembolso anual de 500 marcos en total; una donación de 100 marcos se inscribió como dádiva importante. Hasta cuando la obra se aproximaba a su fin, el gasto anual apenas avanzaba a 5.000 marcos, y nunca sobrepasó los 14.000. La catedral de Basilea fue construida con los mismos insignificantes medios. Pero cada corporación ofrendaba para su monumento común tu parte de piedra de trabajo y de genio decorativo. Cada guilda expresaba en ese momento sus opiniones políticas, refiriendo, en la piedra o el bronce, la historia de la ciudad, glorificando los principios de libertad, igualdad y fraternidad; ensalzando a los aliados de la ciudad y condenando al fuego eterno a sus enemigos. Y cada guilda expresaba su amor al monumento común ornándolo ricamente con ventanas y vitrales, pinturas, “con puertas de iglesia dignas de ser las puertas del cielo” ––según la expresión de Miguel Ángel–– o con ornatos de piedra en todos los más pequeños rincones de la construcción. Las pequeñas ciudades, y hasta las más pequeñas parroquias, rivalizaban en este género de trabajos con las grandes ciudades, y las catedrales de Lyon o de Saint Ouen apenas ceden a la catedral de Reims, a la Casa Consistorial de Bremen o al campanario del Consejo Popular de Breslau. “Ninguna obra debe ser comenzada por la comuna si no ha sido concebida en consonancia con el gran corazón del la comuna, formada por los corazones de todos sus ciudadanos, unidos en una sola voluntad común” ––tales eran las palabras del Consejo de la Ciudad, en Florencia––; y este espíritu se manifiesta en todas las obras comunales que están destinadas a la utilidad pública, como por, ejemplo, en los canales, las terrazas, los plantíos de viñedos y frutales alrededor de Florencia, o en los canales de regadío que atravesaban las llanuras de Lombardía, en el puerto y en el acueducto de Génova, y, en suma, en todas las construcciones comunales que se emprendían en casi todas las ciudades.
Todas las artes tenían el mismo éxito en las ciudades medievales, y nuestras adquisiciones actuales en este campo, en la mayoría de los casos, no. son nada más que la prolongación de lo que había crecido entonces. El bienestar de las ciudades flamencas se fundaba en la fabricación de los finos tejidos de lana., Florencia, a comienzos del siglo XIV hasta la epidemia de la “muerte negra”, fabricaba de 70.000 a 100.000 piezas de lana, que se evaluaban en 1.200.000 florines de oro. El cincelado de metales preciosos, el arte de la. fundición, la forja artística del hierro, fueron creación de las guildas medievales (misterios), que alcanzaron en sus respectivos dominios todo cuanto se podía lograr mediante el trabajo manual, sin, recurrir a la ayuda de un motor mecánico poderoso; por medio del traba o manual y la inventiva, pues, sirviéndose de las palabras de Whewell,
“recibimos el pergamino y el papel, la imprenta y el grabado, el vidrio perfeccionado y el acero, la pólvora, el reloj, el telescopio, la brújula marítima, el calendario reformado, el sistema decimal, el álgebra, la trigonometría, la química, el contrapunto (descubrimiento que equivale a una nueva creación de la música): hemos heredado todo esto de aquella época que tan despreciativamente llamamos “período de estancamiento” ”.

Verdad es que, como observó Whewell, ninguno, de estos descubrimientos introdujo un principio nuevo; pero la ciencia medieval alcanzó algo más que el descubrimiento real de nuevos principios. Preparó al descubrimiento de todos aquellos nuevos principios que conocemos actualmente en el dominio de las ciencias mecánicas: enseñó al investigador a observar los hechos y extraer conclusiones. Entonces se creó la ciencia inductiva, y a pesar de que no había captado aún plenamente el sentido y la fuerza de la inducción, echó las bases tanto de la mecánica como de la física. Francis Bacon, Galileo y Copérnico, fueron descendientes directos de Roger Bacon y Miguel Scott, como la máquina de vapor fue el producto directo de las investigaciones sobre la presión atmosférica realizadas en las universidades italianas y de la educación matemática y técnica que distinguía a Nurember.
Pero, ¿es necesario, en verdad, extenderse y demostrar el progreso de las ciencias y de las artes en las ciudades de la Edad Media? ¿No basta mencionar simplemente las catedrales, en el campo de las artes, y la lengua italiana y el poema de Dante, en el dominio del pensamiento, para dar en seguida la medida de lo que creó la ciudad medieval durante los cuatro siglos de su existencia?
No cabe duda alguna de que las ciudades medievales prestaron un servicio inmenso a la civilización europea. Impidieron que Europa cayera en los estados teocráticos y despóticos que se crearon en la antigüedad en Asia; diéronle variedad de manifestaciones vivientes, seguridad en sí misma, fuerza de iniciativa y aquella enorme energía intelectual y moral que posee ahora y que es la mejor garantía de que la civilización europea podrá rechazar toda nueva invasión de Oriente.
Pero, ¿por qué estos centros de civilización que trataron de hallar respuestas a las exigencias de la naturaleza humana y que se distinguieron por tal plenitud de vida no pudieron prolongar su existencia? ¿Por qué en el siglo XVI fueron atacadas de debilidad senil y por qué, después de haber rechazado tantas invasiones exteriores y de haber sabido extraer una nueva energía aún de sus discordias interiores, estas ciudades, al final de cuentas, cayeron víctimas de los ataques exteriores y de las disensiones intestinas?.
Diferentes causas provocaron esta caída, algunas de las cuales tuvieron su raíz en el pasado lejano, mientras que las otras fueron el resultado de errores cometidos por las ciudades mismas. El impulso en este sentido fue dado primeramente por las tres invasiones de Europa: la mogol a Rusia en el siglo XIII, la turca a la península balcánica y a los eslavos del Este, en el siglo XV, y la invasión de los moros a España y Sur de Francia, desde el siglo IX hasta el XII. Detener estás invasiones fue muy difícil; y se consiguió arrojar a los mogoles, turcos y moros, que se habían afirmado en diferentes lugares de Europa, solamente cuando en España y Francia, Austria y Polonia, en Ucrania y en Rusia, los pequeños y débiles knyaziá, condes, príncipes, etc., sometidos por los más fuertes de ellos, comenzaron a formar, estados capaces de mover ejércitos numerosos contra los conquistadores orientales.
De tal modo, a fines del siglo XV, en Europa, comenzó a surgir una serie de pequeños estados, formados según el modelo romano antiguo. En cada país y en cada dominio, cualquiera de los señores feudales que fuera más astuto que los otros, más inclinado a la codicia y, a menudo, menos escrupuloso que su vecino, lograba adquirir en propiedad personal patrimonios más ricos, con mayor cantidad de campesinos, y también reunir en tomo a sí mayor cantidad de caballeros y mesnaderos y acumular más dinero en sus arcas. Un barón, rey o knyaz, generalmente escogía como residencia no una ciudad administrativa con el consejo popular, sino un grupo de aldeas, de posición geográfica ventajosa, que no se habían familiarizado aún con la vida libre de la ciudad; París, Madrid, Moscú, que sé, convirtieron en centros de grandes Estados, se hallaban justamente en tales condiciones; y con ayuda del trabajo servil se creó aquí la ciudad real fortificada, a la cual atraía, mediante una distribución generosa de aldeas “para alimentarse”, a los compañeros de hazañas, y también a los comerciantes, que gozaban de la protección que él ofrecía al comercio.
Así se citaron, mientras se hallaban aún en condición embrionaria, los futuros estados, qué comenzaron gradualmente a absorber a otros centros iguales. Los jurisconsultos, educados en el estudio del derecho romano, afluían de buen grado a tales ciudades; una raza de hombres, tenaz y ambiciosa, surgida de entre los burgueses y que odiaba por igual la altivez de los feudales Ala manifestación de lo que llamaban iniquidad de los campesinos. Ya las formas mismas de la comuna aldeana, desconocidas en sus códigos, los mismos principios del federalismo, les eran odiosos, como herencia de los bárbaros. Su ideal era el cesarismo, apoyado por la ficción del consenso popular y ––especialmente–– por la fuerza de las armas; y trabajaban celosamente para aquellos en quienes confiaban para la realización de este ideal.
La Iglesia cristiana, que antes se había rebelado contra el derecho romano y que ahora se había convertido en su aliada, trabajaba en el mismo sentido. Puesto que la tentativa de formar un imperio teocrático en Europa, bajo la supremacía del Papa, no fue coronada por el éxito, los obispos más inteligentes y ambiciosos comenzaron a ofrecer entonces apoyo a los que consideraban capaces de reconstituir el poder de los reyes de Israel y el de los emperadores de Constantinopla. La Iglesia investía a los gobernantes que surgían con su santidad; los coronaba como representantes de Dios sobre la tierra, ponía a su servicio la erudición y el talento estadista de sus servidores; les traía sus bendiciones y, sus maldiciones, sus riquezas y la simpatía que ella conservaba entre los pobres. Los campesinos, a los cuales las ciudades no pudieron o no quisieron liberar, viendo a los burgueses impotentes para poner fin a las guerras interminables entre los caballeros ––por las cuales los campesinos hubieron de pagar tan caro–– depositaron entonces sus esperanzas en el rey, el emperador, el gran knyaz; y ayudándoles a destruir el poder de los señores feudales, al mismo tiempo les ayudaron a establecer el Estado Centralizado. Por último, las guerras que tuvieron que sostener durante dos siglos contra los mogoles y los turcos, y la guerra santa contra los moros en España, y del mismo modo también aquellas guerras terribles que pronto comenzaron dentro de cada pueblo entre los centros crecientes de soberanía: Ile de France y Borgogne, Escocia e Inglaterra, Inglaterra y Francia, Lituania y Polonia, Moscú y Tver, etc., condujeron finalmente, a lo mismo. Surgieron estados poderosos y las ciudades tuvieron que entablar lucha no sólo con las federaciones, débilmente unidas entre sí, de los barones feudales o knyaziá, sino con centros fuertemente organizados que tenían a su disposición ejércitos enteros de siervos.

Lo peor de todo era, sin embargo, que los centros crecientes de la monarquía hallaron apoyo en las disensiones que surgían dentro de las ciudades mismas. Una gran idea, sin duda, constituía la base de la ciudad medieval, pero fue comprendida con insuficiente amplitud. La ayuda y el apoyo mutuo no pueden ser limitados por las fronteras de una asociación pequeña; deben extenderse a todo lo circundante, de lo contrario, lo circundante absorbe a la asociación; y en este respecto, el ciudadano medieval, desde el principio mismo, cometió un error enorme. En lugar de considerar a los campesinos y artesanos que se reunían bajo la protección de sus muros, como colaboradores que podían aportar su parte en la obra de creación de la ciudad ––lo que han hecho en realidad––, “las familias” de los viejos burgueses se apresuraron a separarse netamente de los nuevos inmigrantes. A los primeros, es decir, a los fundadores de la ciudad, se les dejaba todos los beneficios del comercio comunal de ella, y el usufructo de sus tierras, y a los segundos no se les dejaba más, que el derecho de manifestar libremente la habilidad de sus manos. La ciudad, de tal modo, se dividió en “burgueses” o “comuneros” y en “residentes” o “habitantes”. El comercio, que tenía antes carácter comunal, se convirtió ahora en privilegio de las familias de los comerciantes y artesanos: de la guilda mercantil y de algunas guildas de los llamados “viejos oficios”; y el paso siguiente: la transición al comercio personal o a los privilegios de las compañías capitalistas opresoras ––de los trusts–– se hizo inevitable.
La misma división surgió también entre la ciudad, en el sentido propio de la palabra, y las aldeas que la rodeaban. Las comunas medievales trataron, pues, de liberar a los campesinos; pero, sus guerras contra los feudales, poco a poco, se convirtieron, como se ha dicho antes, más bien en guerras por liberar la ciudad misma del poder, de los feudales que por liberar a los campesinos. Entonces las ciudades dejaron a los feudales sus derechos sobre los campesinos, con la condición de que no causarían más daño a la ciudad y se hicieron “conciudadanos”. Pero la nobleza “adoptada” por la ciudad introdujo sus viejas guerras familiares, en los límites de ella. No se conformaba con la idea de qué los nobles debían someterse al tribunal de simples artesanos y comerciantes, y continuó librando en las calles de las ciudades sus viejas guerras tribales por venganza de sangre. En cada ciudad existían sus Colonnas y Orsinis, sus Montescos y Capuletos, sus Overtolzes y Wises. Extrayendo mayores rentas de las posesiones que consiguieron conservar, los señores feudales se rodearon de numerosos clientes e introdujeron hábitos y costumbres feudales en la vida de la ciudad misma. Cuando en las ciudades comenzó a surgir el descontento entre las clases artesanas contra las viejas guildas y familias, los feudales comenzaron a ofrecer a ambas partes sus espadas y sus numerosos servidores para resolver, por medio de la guerra, los conflictos que surgían, en lugar de dar al descontento una salida pacífica valiéndose de los medios que hasta entonces había hallado siempre, sin recurrir a las armas.
El error más grande y más fatal cometido por la mayoría de las ciudades fue también el basar sus riquezas en el comercio y la industria, junto con un trato despectivo hacia la agricultura. De tal modo, repitieron el error cometido ya una vez por las ciudades de la antigua Grecia y debido al cual cayeron en los mismos crímenes. Pero el distanciamiento entre las ciudades y la tierra las arrastró, necesariamente, a una política hostil hacia las clases agrícolas, que se hizo especialmente visible en Inglaterra durante Eduardo III, en Francia durante las jacqueries (las grandes rebeliones campesinas), en Bohemia en las guerras hussitas, y en Alemania durante la guerra de los campesinos del siglo XVI.
Por otra parte, la política comercial arrastró también a las autoridades populares urbanas a empresas lejanas, y desarrolló la pasión’ por enriquecerse con las colonias. Surgieron las colonias fundadas por las repúblicas italianas, en, el sureste, en Asia Menor y a orillas del mar Negro; por los alemanes en el Este, en tierras eslavas, y por los eslavos, es decir, por Novgorod y Pskof, en el lejano noroeste. Entonces fue necesario mantener ejércitos de mercenarios para las guerras coloniales, y luego esos mercenarios fueron utilizados también para oprimir a los mismos burgueses. Merced a esto, ciudades enteras comenzaron a concertar empréstitos en tales proporciones que pronto tuvieron una influencia profundamente desmoralizadora sobre los ciudadanos; las ciudades se convirtieron en tributarías y no raramente en instrumentos obedientes en manos de algunos de sus capitalistas. Asumir el poder fue cosa muy ventajosa, y las disensiones internas se desarrollaron en mayores proporciones en cada elección, durante las cuales la política colonial desempeñaba un papel importante en interés de unas pocas familias. La división entre ricos y pobres, entre los hombres “mejores” y “peores”, se extendió más y más, y en el siglo XVI el poder real halló en cada ciudad aliados y colaboradores dispuestos, a veces entre “las familias” que luchaban por el poder, y muy a menudo también entre los pobres, a quienes prometían apaciguar a los ricos.
Sin embargo, existía todavía una razón de la decadencia de las instituciones comunales, que era más profunda que las restantes. La historia de las ciudades medievales constituye uno de los ejemplos más asombrosos de la poderosa influencia de las ideas y de los principios, fundamentales reconocidos por los hombres, sobre el destino de la humanidad. Del mismo modo nos enseña también que ante un cambio radical en las ideas dominantes de la sociedad, se producen resultados completamente nuevos que encauzan la vida en una nueva dirección. La fe en sus fuerzas y en el federalismo, el reconocimiento de la libertad y de la administración propia a cada grupo separado y en general, la estructura del cuerpo político de lo simple a lo complejo, tales fueron los pensamientos dominantes del siglo XI. Pero desde aquélla época, las concepciones sufrieron un cambio completo., Los eruditos jurisconsultos (legistas) que habían estudiado, derecho romano y los prelados de la Iglesia, estrechamente unidos desde la época de Inocencio III, lograron paralizar la idea la antigua idea griega de la libertad y de la federación que predominaba en la época de la liberación de las ciudades y existía primeramente en la fundación de estas repúblicas.
Durante dos o tres siglos, los jurisconsultos y el clero comenzaron a enseñar, desde el púlpito, desde la cátedra universitaria y en los tribunales, que la salvación de los hombres se encuentra en un estado fuertemente centralizado, sometido al poder semidivino de uno o de unos pocos; que un hombre puede y debe ser el salvador de la sociedad, y en nombre de la salvación pública puede realizar cualquier acto de violencia: quemar a los hombres en las hogueras, matarlos con muerte lenta en medio de torturas indescriptibles, sumir provincias enteras en la miseria más abyecta. Y no escatimaron el dar lecciones visuales en gran escala, y con una crueldad inaudita se daban estas lecciones donde quiera que pudiese llegar la espada del rey o la hoguera de la Iglesia Debido a estas lecciones y a los ejemplos correspondientes, constantemente repetidos e inculcados por la fuerza en la conciencia pública bajo el signo de la fe, del poder y de lo que consideraba ciencia, la mente misma de los hombres comenzó a adquirir una nueva forma. Los ciudadanos comenzaron a encontrar que ningún poder puede ser desmedido, ningún asesinato lento demasiado cruel cuando se trata de la “seguridad pública”. Y en esta nueva dirección de las mentes, y en esta nueva fe en la fuerza de un gobernante único, el antiguo principio federal perdió su fuerza, y junto con él murió también el genio creador de las masas. La idea romana venció, y en tales circunstancias los estados militares centralizados hallaron en las ciudades una presa fácil.
La Florencia del siglo XV constituye el modelo típico de semejante cambio. Anteriormente, la revolución popular solía ser el comienzo de un progreso nuevo y más grande. Pero entonces, cuando el pueblo, reducido a la desesperación, se rebeló, ya no poseía el espíritu constructivo v creador, y el movimiento popular no produjo idea nueva alguna. En lugar de los anteriores cuatrocientos representantes ante el consejo popular, se introdujeron en ella cien. Pero esta revolución en los números no condujo a nada. El descontento popular crecía, y siguió una serie de nuevas revueltas. Entonces se buscó la salvación en el “tirano”, que recurrió a la masacre de los rebeldes, pero la desintegración del organismo comunal prosiguió. Y cuando, después de una nueva revuelta, el pueblo florentino solicitó consejo a su favorito, Jerónimo Savonarola, el monje respondió: “Oh, pueblo mío, tú sabes que no puedo intervenir en los asuntos del estado… Purifica tu alma, y si en tal disposición de mente reformas la ciudad, entonces tú, pueblo de Florencia, debes comenzar la reforma de toda Italia”. Se quemaron las máscaras que se ponían durante los paseos en carnaval y los libros tentadores; se promulgó una ley de ayuda a los pobres y otra dirigida contra los usureros, pero la democracia de Florencia quedó donde estaba. El antiguo espíritu creador había desaparecido. Debido a la excesiva confianza en el gobierno, los florentinos cesaron de confiar en sí mismos; y demostraron ser impotentes para renovar su vida. El estado no tuvo más que avanzar y destruir sus últimas libertades. Y así lo hizo.
Y sin embargo, la corriente de ayuda y apoyo mutuo no se apagó en las masas, y continuó fluyendo aún después de esta derrota de las ciudades libres. Pronto surgió de nuevo, con fuerza poderosa, en respuesta al llamado comunista de los primeros propagandistas de la reforma, y siguió viviendo aún después de que las masas, que hablan sufrido de nuevo el fracaso en su tentativa de construir una nueva vida, inspirada por una religión reformada, cayeron bajo el poder de la monarquía. Fluye hoy todavía y busca los caminos para una nueva expresión que no será ya el estado, ni la ciudad medieval, ni la comuna aldeana de los bárbaros, ni la organización tribal de los salvajes, sino que, procediendo de todas estas formas, será más perfecta que ellas, por su profundidad y por la amplitud de sus principios humanos.

CAPÍTULO VII: LA AYUDA MUTUA EN LA SOCIEDAD MODERNA.

La inclinación de los hombres a la ayuda mutua tiene un origen tan remoto y está tan profundamente entrelazada con todo el desarrollo pasado de la humanidad, que los hombres la han conservado hasta la época presente, a pesar de todas las vicisitudes de la historia. Esta inclinación se desarrolló, principalmente, en los períodos de paz y bienestar; pero aún cuando las mayores calamidades azotaban a los hombres, cuando países enteros eran devastados por las guerras, y poblaciones enteras morían de miseria, o gemían bajo el yugo del poder que los oprimía, la misma inclinación, la misma necesidad continuó existiendo en las aldeas y entre las clases más pobres de la población de las ciudades. A pesar de todo, las fortificó, y, al final de cuentas, actuó aún sobre la minoría gobernante, belicosa y destructiva que trataba a esta necesidad como si fuera una tontería sentimental. Y cada vez que la humanidad tenía que elaborar una hueva organización social, adaptada a una nueva fase de su desarrollo, el genio creador del hombre siempre extraía la inspiración y los elementos para un nuevo adelanto en el camino del progreso, de la misma inclinación, eternamente viva, a la ayuda mutua. Todas las nuevas doctrinas morales y las nuevas religiones provienen de la misma fuente. De modo que el progreso moral del género humano, si lo consideramos desde un punto de vista amplio, constituye una extensión gradual de los principios de la ayuda mutua, desde el clan primitivo, a la nación y a la unión de pueblos, es decir, a las agrupaciones de tribus v hombres, más y más amplia, hasta que por último estos principios abarquen a toda la humanidad sin distinciones de creencias, lenguas y razas.
Atravesando el período del régimen tribal y el período siguiente de la comuna aldeana, los europeos, como hemos visto, elaboraron en la Edad Media una nueva forma de organización que tenía una gran ventaja. Dejaba un amplio margen a la iniciativa personal y, al mismo tiempo, respondía en grado considerable a la necesidad de apoyo mutuo del hombre. En las ciudades medievales, fue llamada a la vida la federación de las comunas aldeanas, cubierta por una red de guildas y hermandades, v con ayuda de esta nueva forma de doble unión se alcanzaron resultados inmensos en el bienestar común, en la industria, en el arte. la ciencia y el comercio. Hemos considerado estos resultados con bastante detalle en los dos capítulos precedentes, y hemos tratado de explicar por qué, al final, del siglo XV las repúblicas medievales, rodeadas por los feudos hostiles, incapaces de liberar a los campesinos del yugo servil y gradualmente corrompidas por las ideas del cesarismo romano, inevitablemente debían ser presa de los estados guerreros que nacían y habían sido creados para ofrecer resistencia a las invasiones de los mogoles, turcos y árabes.
Sin embargo, antes que someterse, en los trescientos años siguientes, al poder del estado que lo absorbía todo, las masas populares hicieron una tentativa grandiosa de reconstruir la sociedad, conservando la base anterior de la ayuda y el apoyo mutuos. Ahora es ya bien sabido que el gran movimiento de los hussitas y de la reforma no fue, de ningún modo, sólo una revuelta en contra de los abusos de la Iglesia católica. Este movimiento expuso también su ideal constructivo, y ese ideal era la vida en las comunas fraternales libres. Los escritos y discursos de los predicadores del período primitivo de la reforma, que habían hallado el mayor eco en el pueblo, estaban impregnados de las ideas de una hermandad económica y social de los hombres. Son conocidos los “doce puntos” de los campesinos alemanes, expuestos por ellos en su guerra contra los terratenientes y duques, y los artículos de fe, parecidos a ellos, difundidos entre los campesinos y artesanos alemanes y suizos, que exigían no sólo el establecimiento del derecho de cada uno a interpretar la Biblia según su propia razón, sino que incluían también la exigencia de la devolución de las tierras comunales a las comunas aldeanas y la supresión de la prestación feudal, y en estas exigencias se aludía siempre a la fe cristiana “verdadera”, es decir a la fe en la fraternidad humana. Al mismo tiempo, decenas de miles de hombres ingresaron en Moravia en las hermandades comunistas, sacrificando en beneficio de las hermandades todos sus bienes y creando numerosas y florecientes poblaciones, fundadas en los principios del comunismo. Solamente las masacres en masa, durante las cuales perecieron decenas de miles de personas, pudieron detener éste movimiento popular que se extendía ampliamente y solamente con ayudas de la espada, del fuego y de la rueda, los estados jóvenes se aseguraron la primera y decisiva, victoria sobre las masas populares.
Durante los tres siglos siguientes, los Estados que se formaron en toda Europa destruían sistemáticamente las instituciones en las que hallaba expresión la tendencia de los hombres al apoyo mutuo. Las comunas aldeanas fueron privadas del derecho de sus asambleas comunales, de la jurisdicción propia y de la administración independiente, y las tierras que les pertenecían fueron sometidas al control de los funcionarios del estado y entregadas a merced de los caprichos y de la venalidad. Las ciudades fueron desposeídas de su soberanía, y las fuentes mismas de su vida interior, la véche (la asamblea, el tribunal electo, la administración electa y la soberana de la parroquia y de las guildas, todo esto fue destruido. Los funcionarios del estado, tornaron en sus manos todos los eslabones de lo que antes constituía un todo orgánico.
Debido a esta política fatal y a las guerras engendradas por ella, países enteros, antes poblados y ricos, fueron asolados. Ciudades ricas populosas se transformaron en aldehuelas insignificantes; hasta los caminos que unían a las ciudades entre sí se hicieron intransitables. La industria, el arte, la ilustración, decayeron. La educación política, la ciencia y el derecho fueron sometidos a la idea de la centralización estatal. En las universidades, y desde las cátedras eclesiásticas se empezó a enseñar que las instituciones en que los hombres acostumbraban a encarnar hasta entonces su necesidad de ayuda mutua no pueden ser toleradas en un estado debidamente organizado; que sólo el estado y la iglesia pueden constituir los lazos de unión entre sus súbditos; que el federalismo y el “particularismo” es decir, el cuidado de los intereses locales de una región o de una ciudad eran enemigos del progreso. El estado es el único impulsor apropiado de todo desarrollo ulterior.
Al final del siglo XVIII., los reyes del continente europeo, el Parlamento, en Inglaterra, y hasta la convención revolucionaria en Francia, aunque se hallaban en guerra, entre sí, coincidían, en la afirmación de que dentro del Estado no debía haber ninguna clase de uniones separadas entre los ciudadanos, aparte de las establecidas por, el estado y sometidas a él; que para los trabajadores que se atrevían a ingresar a una “coalición”, es decir, en uniones para la defensa de sus derechos, el único castigo conveniente era el trabajo forzado y la muerte. “No toleraremos un estado en el estado”. Únicamente el estado y la Iglesia del estado debían ocuparse de los intereses generales de los súbditos, los mismos súbditos debían ser grupos de hombres poco vinculados entre sí, no unidos por clase alguna de lazos especiales y obligados a recurrir al estado cada vez que tenían una necesidad común. Hasta la mitad del siglo XIX esta teoría y su práctica correspondiente dominaban en Europa.
Hasta las sociedades comerciales e industriales eran miradas con desconfianza por todos los estados. En cuanto a los trabajadores, recordamos aún que sus uniones eran consideradas ilegales hasta en Inglaterra. El mismo punto de vista sosteníase no hace mucho más de veinte años, al final del siglo XIX, en todo el continente, incluso en Francia; a pesar de las revoluciones que vivió, los mismos revolucionarios eran tan feroces partidarios del estado como los funcionarios del rey y del emperador. Todo el sistema de nuestra educación estatal, hasta la época presente, aún en Inglaterra, era tal que una parte importante de la sociedad consideraba como una medida revolucionaria que el pueblo recibiese los derechos de que gozaban todos ––libres y siervos–– en la Edad Media, quinientos años Antes, en la asamblea aldeana, en su guilda, en su parroquia y en la ciudad.
La absorción por el estado de todas las funciones sociales, fatalmente favoreció el desarrollo del individualismo estrecho, desenfrenado. A medida que los deberes del ciudadano hacia el estado se multiplicaban, los ciudadanos evidentemente se liberaban de los deberes hacia los otros. En la guilda ––en la Edad Media todos pertenecían a alguna guilda o cofradía––, dos “hermanos” debían cuidar por turno al hermano enfermo; ahora basta con dar al compañero de trabajo la del hospital, para pobres, más próximo. En la sociedad “bárbara” presenciar una pelea entre dos personas por cuestiones personales y no preocuparse de que no tuviera consecuencias fatales significaría atraer sobre sí la acusación de homicidio, pero, de acuerdo con las teorías más recientes del estado que todo lo vigila, el que presencia una pelea no tiene necesidad de intervenir, pues para eso está la policía. Cuando entre los salvajes ––por ejemplo, entre los hotentotes––, se considerarla inconveniente ponerse a comer sin haber hecho a gritos tres veces una invitación Al que deseara unirse al festín, entre nosotros el ciudadano respetable se limita a pagar un impuesto para los pobres, dejando a los hambrientos arreglárselas como puedan.
El resultado obtenido fue que por doquier ––en la vida, la ley, la ciencia, la religión–– triunfa ahora la afirmación de que cada uno puede y debe procurarse su propia felicidad, sin prestar atención alguna a las necesidades ajenas. Esto se transformó en la religión de nuestros tiempos, y los hombres que dudan de ella son considerados utopistas peligrosos. La ciencia proclama en alta voz que la lucha de cada uno contra todos constituye el principio dominante de la naturaleza en general, y de las sociedades humanas en particular. Justamente a esta guerra la biología actual atribuye el desarrollo progresivo del mundo animal. La historia juzga del mismo modo; y los economistas, en su ignorancia ingenua, consideran que el éxito de la industria y de la mecánica contemporánea son los resultados “asombrosos” de la influencia del mismo principio. La religión misma de la Iglesia es la religión del individualismo, ligeramente suavizada por las relaciones más o menos caritativas hacia el prójimo, con preferencia los domingos. Los hombres “prácticos” y los teóricos, hombres de ciencia y predicadores religiosos, legistas y políticos, están todos de acuerdo en que el individualismo, es decir, la afirmación de la propia personalidad en sus manifestaciones groseras, naturalmente, pueden ser suavizadas con la beneficencia, y que ese individualismo es la única base segura para el mantenimiento de la sociedad y su progreso ulterior.
Parecería, por esto, algo desesperado buscar instituciones de ayuda mutua en la sociedad moderna, y en general las manifestaciones prácticas de este principio. ¿Qué podía restar de ellas? Y además, en cuanto empezamos a examinar cómo viven millones de seres humanos y estudiamos sus relaciones cotidianas, nos asombra, ante todo, el papel enorme que desempeñan en la vida humana, aún en la época actual, los principios de ayuda y apoyo mutuo. A pesar de que hace ya trescientos o cuatrocientos años que, tanto en la teoría, como en la vida misma se produce una destrucción de las instituciones y de los hábitos de ayuda mutua, sin embargo, centenares de millones de hombres continúan viviendo con ayuda de estas instituciones y hábitos; y religiosamente las apoyan allí donde pudieron ser conservadas y tratan de reconstruirlas donde han sido destruidas. Cada uno de nosotros, en nuestras relaciones mutuas, pasamos minutos en los que nos indignamos contra el credo estrechamente individualista, de moda en nuestros días; sin embargo los actos en cuya realización los hombres son guiados por su inclinación a la ayuda mutua constituyen una parte tan enorme de nuestra vida cotidiana que, si fuera posible ponerles término repentinamente, se interrumpiría de inmediato todo el progreso moral ulterior de la humanidad. La sociedad humana, sin la ayuda mutua, no podría ser mantenida más allá de la vida de una generación.
Los hechos de tal género, a los que no se presta atención, que son muy numerosos y que describen la vida de las sociedades, tienen un sentido de primer orden para la vida y la elevación ulterior de la humanidad. También los examinaremos ahora, comenzando por las instituciones existentes de apoyo mutuo y pasando luego a los actos de ayuda mutua que tienen origen en las simpatías personales o sociales.
Echando una mirada amplia a la constitución contemporánea de la sociedad europea nos asombra, en primer lugar, el hecho de que, a pesar de todos los esfuerzos para terminar con la comuna aldeana, está forma de unión de los hombres continúa existiendo en grandes proporciones, como se verá a continuación, y que en el presente se hacen tentativas ya sea para reconstituirla en una u otra forma, ya sea para hallar algo en su reemplazo. Las teorías corrientes de los economistas burgueses y de algunos socialistas afirman que la comuna ha muerto en la Europa occidental de muerte natural, puesto que se encontró que la posesión comunal de la tierra era incompatible con las exigencias contemporáneas del cultivo de la tierra. Pero la verdad es que en ninguna parte desapareció la comuna aldeana por propia voluntad, al contrario, en todas partes las clases dirigentes necesitaron varios siglos de medidas estatales persistentes para desarraigar la comuna y confiscar las tierras comunales. Un ejemplo de tales medidas y de los métodos para ponerla en práctica nos lo ha dado recientemente el gobierno zarista en el celo del ministro Stolypin.
En Francia, la destrucción de la independencia de las comunas aldeanas y el despojo de las tierras que les pertenecían empezó ya en el siglo XVI. Además, sólo en el siglo siguiente, cuando la masa campesina fue reducida a la completa esclavitud y a la miseria por las requisiciones y las guerras tan brillantemente descritas por todos los historiadores, el despojo de las tierras comunales pudo realizarse impunemente y entonces alcanzó proporciones escandalosas “Cada uno les tomaba cuanto podía… las dividían… para despojar a las comunas, se servían de deudas simuladas”. Así sé expresaba el edicto promulgado por Luis XIV, en el año 1667. Y como era de esperar, el estado no halló otro medio de curar éstos males que una mayor sumisión de las comunas a su autoridad y un despojo mayor, esta vez hecho por el Estado mismo. En realidad, dos años después todos los ingresos monetarios de las comunas fueron confiscados por el rey. En cuanto a la usurpación de las tierras comunales, se extendió más y más, y en el siglo siguiente la nobleza y el clero eran ya dueños de enormes extensiones de tierra: Según algunas apreciaciones, poseían la mitad de la superficie apta para el cultivo, y la mayoría de esas tierras permanecía inculta. Pero los campesinos todavía conservaban sus instituciones comunales y hasta el año 1787 la asamblea comunal campesina, compuesta por todos los jefes de familia, se reunía, generalmente a la sombra de un campanario o de un árbol, para distribuir las porciones de tierra o partir los campos que quedaban en su posesión, para fijar los impuestos y elegir la administración comunal, exactamente lo mismo que el mir ruso hoy. Esto ha sido demostrado ahora plenamente por Babeau.
El gobierno francés encontró, sin embargo, que las asambleas populares comunales eran “demasiado ruidosas”, es decir, demasiado desobedientes, y en el año 1787 fueron sustituidas por consejos electivos, compuestos por un alcalde y de tres o seis síndicos que eran elegidos entre los campesinos más acomodados. Dos años más tarde, la Asamblea Constituyente “revolucionaria”, que en este sentido concordaba plenamente con la vieja organización, ratificó (el 14 de diciembre de 1789) la ley citada, y la burguesía aldeana se dedicó ahora, a su vez, al despojo de las tierras campesinas, que se prolongó durante todo el período revolucionario. El 16 de agosto del año 1792, la Asamblea Legislativa, bajo la presión de las insurrecciones campesinas y del ánimo alterado del pueblo de París, después de haber éste ocupado el palacio real, decidió devolver a las comunas las tierras que les habían quitado; pero, al mismo tiempo, dispuso que de estas tierras, las de laboreo fueran distribuidas solamente entre los “ciudadanos”, es decir, entre los campesinos más acomodados. Esta medida, naturalmente, provocó nuevas insurrecciones, y fue derogada al año siguiente cuando, después de la expulsión de los girondinos de la Convención, los jacobinos dispusieron, el 11 de junio de 1793, que todas las tierras comunales quitadas a los campesinos por los terratenientes y otros, a partir del año 1669, fueran devueltas a las comunas que podían ––si lo decidía una mayoría de dos tercios de votos–– repartir las tierras comunales, pero, en tal caso, en partes iguales entre todos los habitantes, tanto ricos como pobres, tanto “activos” como “inactivos”.
Sin embargo, las leyes sobre la repartición de las tierras comunales eran contrarias de tal modo a las concepciones de los campesinos, que estos últimos no las cumplían, y en todas partes donde los campesinos volvían a poseer, aunque no fuera más que una parte de las tierras, comunales que les habían usurpado, las poseían en común, dejándolas sin dividir. Pero pronto sobrevinieron los largos años de guerras y la reacción, y las tierras comunales fueron llanamente confiscadas por el estado (en el año 1794) para asegurar los préstamos estatales; una parte fue destinada a la venta, y al final de cuentas, usurpada; luego fueron devueltas las tierras nuevamente a las comunas, y otra vez confiscadas (en el año 1813), y recientemente en el año 1816, los restos de estas tierras, constituidos por alrededor de 6.000.000 de deciatinas de la tierra menos productiva, fueron devueltas a las comunas aldeanas. Todo, régimen nuevo veía en las tierras comunales una fuente accesible para recompensar a sus partidarios, y tres leyes (la primera en 1837, y la última bajo Napoleón III) fueron promulgadas con el fin de incitar a las comunas aldeanas a realizar la repartición de las tierras comunales. Pero tampoco éste fue, todavía, el fin de las penurias comunales. Hubo que derogar tres veces estas leyes, debido a la resistencia que encontraron en las aldeas, pero cada vez, el gobierno consiguió usurpar algo de las posesiones comunales; así Napoleón III, con el pretexto de proteger, con un método perfeccionado, la agricultura, entregó grandes posesiones comunales a algunos de sus favoritos.
He aquí la serie de violencias con que los adoradores del centralismo luchaban contra la comuna. Y a esto llaman los economistas “muerte natural de la agricultura comunal, en virtud de las leyes económicas”
En cuanto a la administración propia de las comunas aldeanas, ¿qué podía quedar de ella después de tantos golpes? El gobierno consideraba al alcalde y a los síndicos Como funcionarios gratuitos, que cumplían determinadas funciones de la máquina estatal. Aún ahora, bajo la tercera república, la aldea está privada de toda independencia, y dentro de la comuna no puede ser realizado el más mínimo acto sin la intervención y aprobación de casi todo el complejo mecanismo estatal, incluyendo los prefectos y los ministros. Resulta difícil creerlo, y sin embargo tal es la realidad. Si, por ejemplo, un campesino tiene intención de pagar con un depósito en dinero su parte de trabajo en la reparación de un camino comunal (en lugar de poner él mismo la cantidad necesaria de pedregullo), no menos de doce funcionarios del Estado, de diferentes rangos, deben dar su conformidad y para ello se necesitan 52 documentos, que deben intercambiar los funcionarios, antes de que se permita al campesino hacer su pago en dinero al consejo comunal. Lo mismo si una tormenta arroja un árbol en el camino; y todo el resto tiene igual carácter.
Lo que ocurrió en Francia sucedió en toda Europa occidental y central. Aún los años principales del colosal saqueo de las tierras comunales coinciden en todas partes. En Inglaterra, la única diferencia reside en que el pillaje se efectuó por medio de actos aislados y no por medio de una ley general, en una palabra, se produjo con menor precipitación que en Francia pero, sin embargo, con mayor solidez. La usurpación de las tierras comunales por los terratenientes (landlords) empezó en el siglo XV, después de la sofocación de la insurrección campesina en el año 1380, como se desprende de la Historia de Rossus y del estatuto de Enrique VII, en los cuales se habla de estas usurpaciones bajo el título de “Abominaciones y fecharías que perjudican al bien público”. Más tarde, bajo Enrique VIII, se inició, como es sabido, una investigación especial (Great Inquest), cuyo objeto era hacer cesar la usurpación de las tierras comunales: pero esta investigación terminó con la ratificación de las dilapidaciones, en las proporciones en que ya se habían llevado a cabo.
La dilapidación de las tierras comunales se prolongó y se continuó expulsando a los campesinos de las tierras. Pero solamente desde mediados del siglo XVIII, en Inglaterra como por doquier en los, otros países, se instituyó una política sistemática, con miras a destruir la posesión comunal; de modo que no es menester asombrarse de que la posesión comunal haya desaparecido, sino de que haya podido conservarse hasta en Inglaterra y “predominar aún en el recuerdo de los abuelos de nuestra generación”. El verdadero objeto de las actas de cercamiento (Enclosure Acts), como fue demostrado por Seebohm, era la eliminación de la posesión, comunal’ y fue eliminada tan por completo cuando el Parlamento promulgó, entre 1760 y 1844, casi 4.000 actas de cercamiento, que de ella quedan ahora sólo débiles huellas. Los lores se apoderaron de las tierras de las comunas aldeanas y cada caso de despojo fue ratificado por el Parlamento.
En Alemania, Austria y Bélgica, la comuna aldeana fue destruida por el estado de modo exactamente igual. Fueron raros los casos en que los comuneros mismos dividieran entre sí las tierras comunales, a pesar de que en todas partes el estado obligaba a tal repartición o, simplemente, favorecía el despojo de sus tierras por particulares, El último golpe a la posesión comunal en el norte de Europa fue asestado también a mediados del siglo XVIII. En Austria, el gobierno tuvo qué poner en acción la fuerza bruta, en el año 1768, para obligar a las comunas a realizar la división de las tierras, y dos años después se designó, para este objeto, una comisión especial. En Prusia, Federico II, en varias de sus ordenanzas (en 1752, 1763, 1765 y 1769) recomendó a las Cámaras judiciales (Justizcollegien) efectuar la división por medio de la violencia. En un distrito de Polonia, Silesia, con el mismo objeto, fue publicada, en 1771, una resolución especial. Lo mismo sucedió también en Bélgica, pero, como las comunas demostraron desobediencia, entonces, en el año 1847, fue emitida una ley que daba al gobierno el derecho de comprar los prados comunales y venderlos en parcelas y realizar una venta obligatoria de las tierras comunales si hubiese compradores.
Para abreviar, lo que se dice acerca de la muerte natural de las comunas aldeanas, en virtud de las leyes económicas, constituye una broma tan pesada como si habláramos de la muerte natural de los soldados caídos en el campo de batalla. El lado positivo de la cuestión es este: las comunas aldeanas vivieron más de mil años, y en los casos en que los campesinos no fueron arruinados por las guerras y las requisiciones, gradualmente mejoraron los métodos de cultivo; pero, como el valor de la tierra aumentaba debido al crecimiento de la industria, y la nobleza, bajo la organización estatal, alcanzó una autoridad como nunca tuvo en el sistema feudal, se apoderó de la mejor parte de las tierras comunales y aplicó todos sus esfuerzos en destruir las instituciones comunales.
Sin embargo, las instituciones de la comuna aldeana responden tan bien a las necesidades y concepciones de los que cultivan la tierra, que a pesar de todo, Europa hasta en la época presente está aún cubierta de supervivencias vivas de las comunas aldeanas, y en la vida aldeana abundan aún hoy hábitos y costumbres cuyo origen se remonta al período comunal. En Inglaterra misma, a pesar de todas las medidas draconianas adoptadas para destruir el viejo orden de cosas, existió hasta principios del siglo XIX. Gomme, uno de los pocos sabios ingleses que ha llamado la atención sobre esta materia, señala en su obra que en Escocia se han conservado muchas huellas de la posesión comunal de las tierras, y la “runrigtenancy”; es decir, la posesión por los granjeros de parcelas en muchos campos (derechos del comunero traspasados al granjero), se mantuvo en Forfarshire hasta el año 1813; y en algunas aldeas de Invernes, hasta el año 1801, era costumbre arar la tierra para toda la comuna, sin trazar límites, distribuyéndola después de la labor. En Kilmoriel la participación y repartición de los campos estuvo en pleno vigor “hasta los últimos veinticinco años”, decía Gomme, y la Comisión Crofter del año ochenta halló que esta costumbre se conservaba todavía en algunas islas. En Irlanda, este mismo sistema predominó hasta la época del hambre terrible del año 1848. En cuanto a Inglaterra, las obras de Marshall, que pasaron inadvertidas mientras Nasse y Mine no llamaron la atención sobre ellas, no dejan la menor duda de que el sistema de la comuna aldeana gozaba de amplia difusión en casi todas las regiones de Inglaterra, aún en los comienzos del siglo XIX.
En el año 1870, sir Henry Maine fue “sorprendido extraordinariamente por la cantidad de casos de títulos de propiedad anormales, los que de modo necesario suponen una existencia primitiva de la posesión colectiva y del cultivo conjunto de la tierra”, y estos casos llamaron su atención después de un estudio comparativamente breve. Y como la posesión comunal se conservó en Inglaterra hasta una época tan reciente, es indudable que en las aldeas inglesas se hubiera podido hallar gran número de hábitos y costumbres de ayuda mutua, con sólo que los escritores ingleses hubieran prestado mayor atención a la vida aldeana real.
Por último, tales rastros fueron señalados, no hace mucho, en un artículo del Journal of the Statistical Society, vol. IX, junio 1897, y en un excelente artículo de la nueva edición, undécima, de la Enciclopedia Británica. Por este artículo nos enteramos de que, valiéndose del “cercamiento” de los campos comunales y dehesas, los supuestos dueños y los herederos de los derechos feudales quitaron a las comunas 1.016.700 deciatinas desde el año 1709 hasta 1797, con preferencia campos cultivables; 484.490 deciatinas desde 1801 hasta 1842, y 228.910 deciatinas desde 1845 hasta 1869; además, 37.040 deciatinas de bosques; en total 1.767.140 deciatinas, es decir, más de la octava parte de toda la superficie de Inglaterra, incluido Gales (13.789.000 deciatinas), fue quitada al pueblo.
Y a pesar de esto, la posesión comunal de la tierra se ha conservado hasta ahora en algunos lugares de Inglaterra y Escocia, como lo demostró en el año 1907 el doctor Gilbert Slater en su obra detallada “The English Peasantry and the Enclosure of Common Fields”, donde están los planos de algunas de dichas comunas ––que recuerdan plenamente los planos del libro de P.P. Semionof–– y se describe su vida así: sistema de tres o cuatro amelgas, y los comuneros deciden todos los años en la asamblea con qué sembrar la tierra en barbecho y se conservan las “franjas” lo mismo que en la comuna rusa. El autor del artículo de la “Enciclopedia Británica” considera que hasta ahora quedan bajo posesión comunal, en Inglaterra, de 500.000 a 700.000 deciatinas de campos, y principalmente dehesas.
En la parte continental de Europa, numerosas instituciones comunales, que han conservado hasta ahora su fuerza vital, se encuentran en Francia, Suiza, Alemania. Italia, Países Escandinavos y en España, sin hablar de toda la Europa occidental eslava. Aquí la vida aldeana, hasta ahora, está impregnada de hábitos y costumbres comunales, y la literatura europea casi anualmente se enriquece con trabajos serios consagrados a esta materia, y lo que tiene relación con ella. Por esto, en la elección de los ejemplos, tengo que limitarme a algunos, los más típicos.
Suiza nos ofrece uno de estos ejemplos. Existen allí como repúblicas: Uri, Schwytz, Appenzell, Glarus y Unterwalden, que poseen una parte importante de sus tierras sin dividir y son administradas todas por la asamblea popular de toda la república (cantón), pero, en todas las otras repúblicas, las comunas aldeanas también gozan de amplia autonomía y vastas partes del territorio federal permanecen hasta ahora en posesión comunal. Dos tercios de todos los prados alpinos y dos tercios de todos los bosques de Suiza y un número importante de campos, huertos, viñedos, turberas, canteras, hasta ahora siguen siendo de propiedad comunal. En el cantón de Vaud, donde todos los jefes de familia tienen derecho a participar con voto consultivo en las deliberaciones de los asuntos comunales, el espíritu comunal se manifiesta con vivacidad especial en los consejos elegidos por ellos. Al final del invierno, en algunas aldeas, toda la juventud masculina se encamina al bosque por algunos días, para cortar árboles y lanzarlos por las pendientes abruptas de las montañas (en forma semejante al deslizamiento en trineo desde las montañas); la madera para construcción y la leña se reparte entre todos los jefes de familia o se vende en su beneficio. Estas excursiones son verdaderas fiestas del trabajo viril. Sobre las orillas del lago de Ginebra, una parte del trabajo necesario para conservar en orden las terrazas de los viñedos aún ahora se realiza en común; y en primavera, cuando el termómetro amenaza descender a bajo cero antes de la salida del sol y cuando la helada podría dañar los sarmientos, el sereno nocturno despierta a todos los jefes de familias, los cuales encienden hogueras de paja y estiércol y preservan de tal modo a las vides de la helada, envolviéndolas en nubes de humo.
En el Tessino, los bosques son de dominio comunal; se realiza la tala con mucha regularidad, por secciones, y los ciudadanos de cada comuna reciben, por familia, su porción de rendimiento. Luego, casi en todos los cantones las comunas aldeanas poseen las llamadas Bürgernútzen, es decir, mantienen en común una determinada cantidad de vacas para proveer de manteca a todas las familias; o bien cuidan en común los campos o viñedos, cuyos productos se reparten entre los comuneros, o bien, por último, arriendan su tierra, en cuyo caso el ingreso se destina al beneficio de toda la comuna.
En general, puede tomarse como regla que allí donde las comunas han retenido una esfera de derechos lo suficientemente amplia como para ser partes vivas del organismo nacional, y donde no han sido reducidas a la miseria completa, los comuneros no dejan de cuidar sus tierras con atención. Debido a esto, las propiedades comunales de Suiza presentan un contraste asombroso, en comparación con la situación lamentable de las tierras “comunales” de Inglaterra. Los bosques comunales del cantón de Vaud y de Valais se conservan en excelente orden, según las reglas de la moderna silvicultura. En otros lugares, “las pequeñas franjas” de los campos comunales, que cambian de dueños bajo el sistema de reparticiones, están muy bien abonados, puesto que no hay escasez de ganado ni de prados. Los elevados prados alpinos, en general, se conservan bien, y los caminos de las aldeas son excelentes. Y cuando admiramos el chalet suizo, es decir, la cabaña, los caminos montañeses, el ganado campesino, las terrazas de los viñedos y las casas de escuela en Suiza, debemos recordar que la madera para la construcción del chalet, en su mayor parte, proviene de los bosques comunales, y los caminos y las casas escolares son resultado del trabajo comunal. Naturalmente, en Suiza, como en todas partes, la comuna perdió muchos de sus derechos y funciones, y la “corporación”, compuesta por un pequeño número de viejas familias, ocupó el lugar de la comuna aldeana anterior, a la que pertenecían todos. Pero lo que se conservó, mantuvo, según la opinión de investigadores serios, su plena vitalidad.
Apenas es necesario decir que en las aldeas suizas se conservan, hasta ahora, muchos hábitos y costumbres de ayuda mutua. Las veladas para descascarar nueces, que se realizan por turno en cada hogar; las reuniones al atardecer para coser el ajuar en casa de la doncella que se va a casar; las invitaciones a la “ayuda” cuando se construyen casas y para la recolección de la cosecha, y de igual manera para todos los trabajos posibles que pudieran ser necesarios a cada uno de los comuneros; la costumbre de intercambiar los niños de un cantón a otro con el fin de enseñarles dos idiomas distintos, francés y alemán, etc., todo esto es un fenómeno completamente corriente.
Es curioso observar que también diferentes necesidades modernas se satisfacen de este mismo modo. Así, por ejemplo, en Glarus, la mayoría de los prados alpinos fueron vendidos en época de calamidades, pero las comunas continúan aún comprando campos llanos, y así, después que las parcelas recompradas han permanecido en poder de diferentes comuneros durante diez, veinte o treinta años, vuelven al cuerpo de las tierras comunales, que se distribuyen según las necesidades de todos los miembros. Existen también grandes cantidades de pequeñas uniones que se dedican a la producción de artículos alimenticios necesarios ––pan, queso, vino–– por medio del trabajo común, a pesar de que esta producción no ha alcanzado grandes proporciones; y finalmente, gozan de gran difusión en Suiza las cooperativas rurales. Las asociaciones de diez a treinta campesinos que compran y siembran en común prados y campos constituyen un fenómeno corriente; y las asociaciones para la venta de leche y queso están organizadas en todo el país. En suma, Suiza fue la cuna de esta forma de cooperación. Además, allí se presenta un amplio campo para el estudio de toda clase de sociedades pequeñas y grandes, fundadas para la satisfacción de todas las posibles necesidades modernas. Así, por ejemplo, casi en todas las aldeas de algunas partes de Suiza se puede hallar toda una serie de sociedades: de protección contra incendios, de aprovisionamiento del agua, de paseos en botes, de conservación de los muelles del lago, etc.; además, todo el país está sembrado de sociedades de arqueros, tiradores, topógrafos, exploradores y de otras sociedades semejantes, nacidas de los peligros que significa el militarismo moderno y el imperialismo.
Sin embargo, Suiza no es, de ningún modo, una excepción en Europa, puesto que instituciones y hábitos semejantes se pueden observar en las aldeas de Francia, Italia, Alemania, Dinamarca, etcétera. Así, en las páginas precedentes hemos hablado de lo que hicieron los gobernantes de Francia con el fin de destruir la comuna aldeana y usurparle sus tierras, pero, a pesar de todos los esfuerzos del gobierno, una décima parte de todo el territorio apto para el cultivo, es decir, alrededor de 13.500.000 acres que comprenden la mitad de los prados naturales y casi la quinta parte de los bosques del país continúan bajo posesión comunal. Estos bosques proveen a los comuneros de combustible, y la madera de construcción, en la mayoría de los casos, es cortada por medio del trabajo comunal, con toda la regularidad deseable; el ganado de los comuneros pace libremente en las dehesas comunales, y el remanente de los campos comunales se divide y reparte en algunos lugares. de Francia ––como en las Ardenas–– de modo corriente.
Estas fuentes suplementarias que ayudan a los campesinos más pobres a sobrellevar los años de malas cosechas sin vender las parcelas pequeñas de tierra de su pertenencia y sin enredarse en deudas impagables, sin duda tienen importancia tanto para los trabajadores agrícolas como para casi 3.000.000 de modestos campesinos-propietarios. Hasta es dudoso que la pequeña propiedad campesina pudiera conservarse sin ayuda de estas fuentes suplementarias. Pero la importancia ética de la propiedad comunal, por pequeñas que fueran sus proporciones, sobrepasa en mucho a su importancia económica. Ayuda a la conservación, en la vida aldeana, de un núcleo de hábitos y costumbres de ayuda mutua que indudablemente actúa como contrapeso del individualismo estrecho y de la codicia, que tan fácilmente se desarrolla entre los pequeños propietarios de la tierra, y facilita el desenvolvimiento de las formas modernas de cooperación y sociabilidad. La ayuda mutua, en todas las circunstancias de la vida aldeana, entra en la rutina habitual de la aldea. Por todas partes encontramos, bajo nombres distintos, el “charroi”, es decir, ayuda libre prestada por los vecinos para levantar la cosecha, para la recolección de uva, para la construcción de una casa, etcétera; por todas partes encontramos las mismas reuniones vespertinas que en Suiza. En todas partes los comuneros se asocian para efectuar todos los trabajos posibles que ellos por sí solos no podrían realizar. Casi todos los que han escrito sobre la vida aldeana francesa han mencionado esta costumbre. Pero quizá lo mejor de todo sería citar aquí algunos fragmentos de cartas que recibí de un amigo, al que rogué comunicarme sus observaciones sobre esta materia. Estas informaciones se deben a un hombre de edad, que ha sido durante mucho tiempo alcalde de su comuna natal en el Sur de Francia (en el departamento de Ariége); los hechos qué ha comunicado le eran conocidos merced a una observación personal de muchos años y tienen la ventaja de que provienen de una localidad y no están tomados por partes, de observaciones hechas en lugares alejados entre sí. Algunos de ellos pueden parecer baladíes, pero en general, pintan el mundillo entero de la vida aldeana.
“En algunas comunas, próximas a las nuestras ––escribe mi amigo–– se mantiene en pleno vigor la vieja costumbre de l’emprount. Cuando en la granja se necesitan muchas manos para el cumplimiento rápido de cierto trabajo ––recoger papas o segar un prado–– se convoca a los jóvenes de la vecindad; reúnense mozos y muchachas y realizan el trabajo animada y gratuitamente, y por la tarde, después de una cena alegre, los jóvenes organizan bailes”.
“En las mismas aldeas, cuando una moza se va a casar, las vecinas de la aldehuela se reúnen en su casa para coser su ajuar. En algunas aldeas las mujeres, aún ahora, hilan con bastante celo. Cuando le llega la época a determinada familia de devanar el hilo, se realiza este trabajo en una tarde, con la ayuda de los vecinos invitados. En muchas comunas de Ariége, y en otros lugares del Suroeste de Francia, el desgranamiento del maíz también se efectúa con la ayuda de todos los vecinos. Se les agasaja con castañas y vino, y los jóvenes danzan después de terminado el trabajo. La misma costumbre se practica al elaborarse el aceite de nueces y al recoger el cáñamo. En la comuna L., la misma costumbre se observa cuando se transporta el trigo. Estos días de trabajo pesado se convierten en fiestas, puesto que el dueño considera un honor agasajar a los voluntarios con una buena comida. No se fija pago alguno: todos se ayudan mutuamente”.
“En la comuna C., la superficie de las dehesas comunales se aumenta cada año, de modo que actualmente casi toda la tierra de la comuna ha pasado a ser de uso común. Los pastores son elegidos por los dueños del ganado, incluyendo también las mujeres. Los toros son comunales”.
“En la comuna M., los pequeños rebaños de 40 a 50 cabezas que pertenecen a los comuneros, se reúnen en uno y luego se dividen en tires o cuatro rebaños antes de enviarlos a los prados de la montaña. Cada dueño permanece durante una semana junto al rebaño, en calidad de pastor”.
“En la aldea C., algunos jefes de familia compraron en común una trilladora, todas las familias, en común, proveen los hombres que son necesarios, quince o veinte, para atender la máquina. Otras tres trilladoras compradas por los jefes de familia de la misma aldea son ofrecidas en alquiler por ellos, pero el trabajo en este caso es realizado por ayudantes forasteros, invitados del modo habitual”.
“En nuestra comuna R., era necesario levantar un muro alrededor del cementerio. La mitad de la suma requerida para la compra de la cal y para el pago de los obreros hábiles fue dada por él consejo del distrito, y la otra mitad fue reunida por suscripción. En cuanto al trabajo de suministrar arena y agua, mezclar la argamasa y ayudar a los albañiles, todo fue realizado por voluntarios (lo mismo que sé hace en la djemâa kabileña). Los caminos de la aldea son limpiados también por medio del trabajo voluntario de los comuneros. Otras comunas construyeron de tal modo sus fuentes. La prensa para extraer el jugo de la uva y otras pequeñas instalaciones a menudo son de propiedad comunal”.
Dos habitantes de la misma localidad, interrogados por mi amigo, agregaron lo siguiente:
“En O., hace algunos años no existía molino. La comuna construyó un molino imponiendo una contribución a los comuneros. En cuanto al molinero, para evitar que incurriera en cualquier clase de engaños y de parcialidad, se decidió pagarle dos francos por consumidor y que el trigo fuera molido gratis”.
“En Saint G., muy pocos campesinos se aseguran contra incendio. Cuando se produce un incendio ––como sucedió recientemente–– todos entregan algo a la familia damnificada: una caldera, una sábana, una silla, etc., y de tal modo el modesto hogar es reconstituido. Todos los vecinos ayudan al perjudicado por el incendio a reconstruir su casa, y la familia, mientras tanto, se aloja gratuitamente en casa de los vecinos”.

Semejantes hábitos de ayuda mutua, y se podrían citar un sinnúmero, indudablemente nos explican por qué los campesinos franceses se asocian con tal facilidad para el uso por turno del arado y sus yuntas de caballos, o bien de la prensa de uva o de la trilladora, cuando los últimos pertenecen a una cierta persona de la aldea, y de igual modo también para la realización en común de todo género de trabajos de aldea. La conservación de los canales de riego, el desmonte de los bosques, la desecación de pantanos, la plantación de árboles, etc., desde tiempo inmemorial, eran realizados por el municipio. Lo mismo continúa haciéndose ahora. Así, por ejemplo, muy recientemente en La Bome, en el departamento de Lozére, las colinas áridas y bravías fueron convertidas en ricos huertos mediante el trabajo común. “La gente llevaba la tierra sobre sus hombros; construyeron terrazas y las sembraron de castaños y durazneros; diseñaron huertos y trajeron el agua, por medio de un canal, desde dos o tres millas de distancia”. Ahora, según parece, se ha construido allí un nuevo acueducto de once millas de longitud.

El mismo espíritu comunal explica el notable éxito obtenido en los últimos tiempos por los sindicatos agrícolas; es decir, las asociaciones de campesinos y granjeros. En el año 1884, se autorizaron, en Francia, las asociaciones compuestas por más de 19 personas, y apenas es necesario agregar que cuando se decidió hacer esta “experiencia peligrosa” ––como se dijo en la Cámara de los Diputados–– los funcionarios tomaron todas aquellas “precauciones” posibles que sólo la burocracia puede inventar. Pero, a pesar de todo, Francia se llena de asociaciones agrícolas (sindicatos). Al principio se formaban solamente para la compra de abono y semillas, puesto que las adulteraciones en estos dos ramos y las mezclas de toda clase de desperdicios alcanzaron proporciones inverosímiles. Pero gradualmente extendieron su actividad en diversas direcciones; incluso a la venta de productos agrícolas y a la mejora constante de las parcelas de tierras. En el sur de Francia, los estragos producidos por la filoxera originaron la formación de gran número de asociaciones entre los propietarios de viñedos. Diez, veinte, a veces treinta de esos propietarios organizaban un sindicato, compraban una máquina a vapor para bombear agua y hacían los preparativos necesarios para inundar sus viñedos por turno. Constantemente se forman nuevas asociaciones para la defensa contra las inundaciones, para el riego, para la conservación de los canales de riego ya existentes, etc. Y no constituye obstáculo alguno el deseo unánime de todos los campesinos de la vecindad en cuestión que la ley exige. En otros lugares encontramos las fruitiéres o asociaciones de queseros o lecheros, y algunos de ellos reparten el queso y la manteca en partes iguales, independientemente del rendimiento de leche de cada vaca. En Ariége existe una asociación de ocho comunas diferentes para el cultivo conjunto de sus tierras, que se unieron en una; en el mismo departamento, comunas en 172 sindicatos han organizado la ayuda médica gratuita; en conexión con los sindicatos surgen también sociedades de consumidores, etcétera. “Una verdadera revolución se realiza en nuestras aldeas ––dice Alfred Baudrillart–– por medio de estas asociaciones que adquieren en cada región de Francia su carácter propio”.
Casi Tomismo puede decirse también de Alemania. En todas partes donde los campesinos han podido detener el despojo de sus tierras comunales, las conservan en propiedad comunal, la que predomina ampliamente en Württemberg, Baden, Hohenzollern, y en la provincia de Hessen, en Starkenberg. Los bosques comunales, en general, se conservan en estado excelente, y en miles de comunas tanto la madera de construcción como la leña se reparte anualmente entre todos los habitantes; hasta la antigua costumbre denominada Lesholztag goza aún ahora de amplia difusión: al tañido de la campana del campanario de la aldea, todos los habitantes se dirigen al bosque para traer cada uno cuanta leña pueda. En Westfalia existen comunas en las cuales se cultiva toda la tierra como si fuera una propiedad común, según las exigencias de la agronomía moderna. En cuanto a los viejos hábitos y costumbres comunales, se hallan hasta ahora en vigor en la mayor parte de Alemania. Las invitaciones a la “ayuda”, verdaderas fiestas del trabajo, son un fenómeno arteramente corriente en Westfalia, Hessen y Nassau. En las regiones en que abundan maderas de construcción, para la construcción de una casa nueva, se toma habitualmente del bosque comunal y todos los vecinos ayudan en la edificación. Hasta en los arrabales de la gran ciudad de Francfort, entre los hortelanos, en casa de enfermedad de alguno de ellos, existe la costumbre de ir los domingos a cultivar el huerto del camarada enfermos.
En Alemania, lo mismo que en Francia, cuando los gobernantes del pueblo derogaron las leyes dirigidas contra las asociaciones de campesinos ––lo que fue hecho en 1884-1888–– este género de uniones comenzó a desarrollarse con rapidez asombrosa, a pesar de toda clase de obstáculos ofrecidos por la nueva ley, que estaba lejos de favorecerlas. El hecho es que ––dice Buchenberger–– “debido a estas uniones, en millares de comunas aldeanas, en las que antes nada sabían de abonos químicos ni de alimentación racional del ganado, ahora tanto el uno como la otra se aplican en proporciones sin precedentes” (t. II, pág. 507). Con ayuda de estas uniones se compra todo género de instrumentos y de máquinas agrícolas que economizan trabajo, y de modo parecido se introducen diferentes métodos para el mejoramiento de la calidad de los productos. Se forman también uniones para la venta de los productos agrícolas y para la mejora constante de las parcelas de tierra.
Desde el punto de vista de la economía social, todos estos esfuerzos de los campesinos naturalmente no tienen gran importancia. No pueden aliviar de modo sustancial ––y menos todavía durable–– la miseria a que están condenadas las clases agrícolas de toda Europa. Pero desde el punto de vista moral, que es el que nos ocupa en este momento, su importancia es enorme. Demuestra que, aún bajo el sistema del individualismo desenfrenado que domina ahora, las masas agrícolas conservan piadosamente la ayuda mutua heredada por ellos; y en cuanto los Estados debilitan las leyes férreas mediante las cuales destruyeron todos los lazos existentes entre los hombres para tenerlos mejor en sus manos, estos lazos se reanudan inmediatamente, a pesar de las innumerables dificultades políticas, económicas y sociales; y se reconstituyen en las formas que mejor responden a las exigencias modernas de la producción. Y señalan también las direcciones en que es menester buscar el máximo progreso, y las formas en que tienden a fundirse.
Fácilmente podría aumentarse la cantidad de ejemplos, tomándolos de Italia, España y, especialmente, Dinamarca, y podrían señalarse algunos rasgos muy interesantes, propios de cada uno de estos países. Sería menester, también, mencionar la población eslava de Austria y de la península balcánica, en la que aún existe la “familia compuesta” y el “hogar indiviso” y gran número de instituciones de apoyo mutuo. Pero me apresuro a pasar a Rusia, donde la misma tendencia al apoyo mutuo asume algunas formas nuevas e inesperadas. Además, examinando la comuna aldeana en Rusia, tenemos la ventaja de poseer una enorme cantidad de material, emprendido por algunos ziemstva (concejos campesinos) y que comprendía una población de casi 20.000.000 de campesinos de diferentes partes de Rusia.
De la enorme cantidad de datos reunidos por los censos rusos se pueden extraer dos importantes conclusiones. En la Rusia Media, donde una tercera parte de la población campesina, si no más, fue arrastrada a la ruina completa (por los impuestos gravosos, los nadiely muy pequeños, de tierra mala, el elevado arriendo y la recaudación muy severa de’ impuestos después de pérdidas completas de cosechas) se hizo evidente, durante los primeros veinticinco años de la emancipación de los campesinos de la servidumbre, la tendencia decidida a establecer la propiedad, personal de la tierra dentro de las comunas aldeanas. Muchos campesinos empobrecidos, “sin caballos”, abandonaron sus nadiely, y sus tierras a menudo pasaban a ser propiedad de los campesinos más ricos, los cuales, dedicados al comercio, poseían fuentes suplementarias de ingresos; o bien los nadiely cayeron en manos de comerciantes extraños que compraban tierras, principalmente con objeto de arrendarlas luego a los mismos campesinos a precios desproporcionadamente elevados. Se debe observar también que, debido a una omisión en la Ley de Emancipación de 1861, ofrecíase una gran posibilidad de acaparar las tierras de los campesinos a precio muy bajo y los funcionarios del Estado, a su vez, utilizaban su influencia poderosa en favor de la propiedad privada y se comportaban en forma negativa hacia la propiedad comunal.
Sin embargo, desde el año 1880 comenzó también una fuerte oposición en Rusia Media contra la propiedad personal, y los campesinos que ocupaban una posición intermedia entre los ricos y los pobres hicieron esfuerzos enérgicos para mantener las comunas. En cuanto a las fértiles estepas del sur, que son las partes de la Rusia europea actualmente más pobladas y ricas, fueron principalmente colonizadas durante el siglo XIX, bajo el sistema de la propiedad personal o la usurpación reconocida en esta forma por el estado. Pero desde que en la Rusia del sur fueron introducidos, con ayuda de la máquina, métodos mejorados de agricultura, los campesinos propietarios de algunos lugares comenzaron, por sí mismos, a pasar de la propiedad personal a la comunal, de modo que ahora en este granero de Rusia se puede hallar, según parece, una cantidad bastante importante de comunas aldeanas, creadas libremente y de origen muy reciente.
La Crimea y la parte del continente situada al norte de ella (la provincia de Tauride), de las cuales tenemos datos detallados, pueden servir mejor que nada para ilustrar este movimiento. Después de su anexión a Rusia, en el año 1783, esta localidad comenzó a ser colonizada por emigrantes de la gran Rusia, la pequeña Rusia y la Rusia blanca ––por cosacos, hombres libres y siervos fugitivos–– que afluían aisladamente o en pequeños grupos de todos los rincones de Rusia. Al principio se dedicaron a la ganadería, y más tarde, cuando comenzaron a arar la tierra, cada uno araba cuanto podía. Pero, cuando debido al aflujo de colonos que se prolongaba, y a la introducción de los arados perfeccionados, aumentó la demanda de tierra, surgieron entre los colonos disputas exasperadas. Las disputas se prolongaron años enteros hasta que estos hombres, no ligados antes por ningún vínculo mutuo, llegaron gradualmente al pensamiento de que era necesario poner fin a las discordias introduciendo la propiedad comunal de la tierra. Entonces comenzaron a concertar acuerdos según los cuales la tierra que hablan poseído hasta entonces personalmente pasaba a ser de propiedad comunal; e inmediatamente después comenzaron a dividir y a repartir esta tierra, según las costumbres establecidas en las comunas aldeanas. Este movimiento fue adquiriendo, gradualmente, vastas proporciones, y en un territorio relativamente pequeño, las estadísticas de Tauride hallaron 161 aldeas en las que la posesión comunal había sido introducida por los mismos campesinos propietarios, en reemplazo de la propiedad privada, principalmente durante los años 1855-1885. De tal modo, los colonos elaboraron libremente los tipos más variados de comuna aldeana. Lo que, añade todavía un especial interés a este paso de la posesión personal de la tierra a la comunas que se realizó no sólo entre los grandes rusos, acostumbrados a la vida comunal, sino también entre los pequeños rusos, que hacía mucho que bajo el dominio polaco habían olvidado la comuna, y también entre los griegos y búlgaros y hasta entre los alemanes, quienes ya hacía tiempo habían conseguido elaborar, en sus florecientes colonias semiindustriales, en el Volga, un tipo especial de comuna aldeana. Los tártaros musulmanes de la provincia de Tauride, evidentemente, continuaron poseyendo la tierra según el derecho común musulmán, que permitía sólo una limitada posesión personal de la tierra; pero, aún entre ellos, en algunos contados casos implantaron la comuna aldeana europea. En cuanto a las otras nacionalidades que pueblan la provincia de Tauride, la posesión privada fue suprimida en seis aldeas estonas, dos griegas, dos búlgaras, una checa y una alemana.
El retorno a la posesión comunal de la tierra es característico de las fértiles estepas del sur. Pero, ejemplos aislados del mismo retorno se pueden encontrar también en la pequeña Rusia. Así, en algunas aldeas de la provincia de Chernigof, los campesinos eran antes propietarios privados de la tierra; tenían documentos legales individuales de sus parcelas, y disponían libremente de la tierra, dándola en arriendo o dividiéndola. Pero en 1850 se inició entre ellos un movimiento en favor de la posesión comunal, y sirvió de argumento principal el aumento del número de familias empobrecidas. Inicióse tal movimiento en una aldea, y después le siguieron otras, y el último caso citado por V. V. se remontaba al año 1882. Naturalmente, se originaron choques entre los campesinos pobres que exigían el paso a la posesión comunal y los ricos, que ordinariamente prefieren la propiedad privada, y a veces la lucha se prolongaba años enteros. En algunas localidades, la resolución unánime de toda la comuna, exigida por la ley para el paso a la nueva forma de posesión de la tierra, no pudo ser alcanzada, y la aldea se dividió entonces en dos partes: una continuaba con la posesión privada de la tierra y la otra pasaba a la comunal; a veces, se fundían, más tarde, en una comuna, y a veces quedaban así, cada cual con su forma de posesión de la tierra.
En cuanto a Rusia central, en muchas aldeas cuya población se inclinaba a la posesión privada surgió, desde el año 1880, un movimiento de masas en favor del restablecimiento de la comuna aldeana. Hasta los campesinos propietarios, que habían vivido durante años bajo el sistema de posesión personal de la tierra, volvían al orden comunal. Así, por ejemplo, existe una cantidad importante de ex-siervos que han recibido sólo una cuarta parte de nadiely, pero Ubres de redención y con títulos de propiedad privada. En el año 1890, iniciose entre ellos un movimiento (en las provincias de Kursk, Riazan, Tanibof y otras) cuya finalidad era establecer en común sus parcelas, sobre la base de la posesión comunal. Exactamente lo mismo “los agricultores libres” (vólnye klebopáshtsy) que fueron emancipados de la servidumbre por la ley de 1803 y que compraron sus nadiely cada familia por separado casi todos pasaron ahora al sistema comunal, libremente introducido por ellos. Todos estos movimientos se remontan a una época muy reciente, y en ellos participan también los campesinos de otras nacionalidades, además de la rusa. Así, por ejemplo, los búlgaros del distrito de Tiraspol, que poseyeron la tierra durante sesenta años bajo régimen de propiedad privada, introdujeron la posesión comunal en los años 1876-1882. Los, menonitas alemanes del distrito de Berdiansk lucharon, en el año 1890. por la introducción de la posesión comunal, y los pequeños campesinos-propietarios (Kleinwirthschafiliche), entre los bautistas alemanes, hicieron propaganda en sus aldeas para la adopción de la misma medida. Para concluir citaré un ejemplo más: en la provincia de Samara, el gobierno ruso organizó, a modo de ensayo, en el año 1840, 103 aldeas bajo el régimen de la posesión privada de la tierra. Cada jefe de familia recibió un excelente nadiel, de 40 deciatinas. En el año 1890, en 72 aldeas de estas 103, los campesinos expresaron su deseo de pasar a la posesión comunal. Tomo todos estos hechos del excelente trabajo de V. V., quien, a su vez, se limitó a clasificar los que las estadísticas territoriales señalaron durante los censos por hogar arriba citados.
Tal movimiento en favor de la posesión comunal va rotundamente en contra de las teorías económicas modernas, según las cuales el cultivo intensivo de la tierra es incompatible con la comuna aldeana. Pero de estás teorías se puede decir solamente que nunca pasaron por el luego de la experiencia práctica: pertenecen enteramente al dominio de las teorías abstractas. Los hechos mismos que tenemos ante nuestros ojos demuestran, por el contrario, que en todas partes donde los campesinos rusos, gracias al concurso de circunstancias favorables, fueron menos presa de la miseria, y en todas partes donde hallaron entre sus vecinos hombres experimentados y que tenían iniciativa la comuna aldeana contribuían la introducción de diferentes perfeccionamientos en el dominio de la agricultura y, en general, de, la vida campesina. Aquí, como en todas partes, la ayuda mutua conduce al progreso más rápidamente y mejor que la guerra de cada uno contra todos, como puede verse por los hechos siguientes. Hemos visto ya (apéndice XVI) que los campesinos ingleses de nuestro tiempo, allí donde la comuna se conservó intacta, convirtieron el campo en barbecho, en campos de leguminosas y tuberosas. Lo mismo empieza a hacerse también en Rusia.
Bajo Nicolás I, muchos funcionarios del Estado y terratenientes obligaban a los campesinos a introducir el cultivo comunal en las pequeñas parcelas que pertenecían a la aldea, con el fin de llenar los depósitos comunales de grano. Tales cultivos, que en el espíritu de los campesinos van unidos a los peores recuerdos de la servidumbre, fueron abandonados inmediatamente después de la caída del régimen servil; pero ahora los campesinos comienzan, en algunas partes, a establecerlos por iniciativa propia. En un distrito (Ostrogozh, de la provincia de Kursk) fue suficiente el espíritu de empresa de una persona para introducir tales cultivos en las cuatro quintas partes de las aldeas del distrito. Lo mismo se observa también en algunas otras localidades. En. el día fijado, los comuneros se reúnen para el trabajo: los ricos con arados o carros, y los más pobres aportan al trabajo común sólo sus propias manos, y no se hace tentativa alguna de calcular cuánto trabaja cada uno. Luego, lo recaudado por el cultivo comunal es destinado a préstamo para los comuneros más pobres ––la mayoría de las veces sin devolución––, o bien se utiliza para mantener a los huérfanos y viudas, o para reparar la iglesia de la aldea o la escuela, o, por último, para el pago de cualquier deuda de la comuna.
Como debe esperarse de hombres que viven bajo el sistema de la comuna aldeana, todos los trabajos que entran, por así decirlo, en la rutina de la vida aldeana (la reparación de caminos y puentes, la construcción de diques y caminos de fajina, la desecación de pantanos, los canales de riego y pozos, la tala de bosques, la plantación de árboles, etc.), son realizados por las comunas enteras; exactamente lo mismo que la tierra, muy a menudo, se arrienda en común, y los prados son segados por todo el mir, y al trabajo van los ancianos y los jóvenes, los hombres y las mujeres, como lo ha descrito magníficamente L.N. Tolstoy. Tal género de trabajo es cosa de todos los días en todas partes de Rusia; pero la comuna aldeana no elude de modo alguno las mejoras de la agricultura moderna, cuando puede hacer los gastos correspondientes y cuando el conocimiento, que habla sido hasta entonces privilegio de los ricos, penetra, por fin, en la choza de la aldea.
Hemos indicado ya que los arados perfeccionados se extienden rápidamente en el sur de Rusia, y está probado que en muchos casos precisamente las comunas aldeanas, cooperaron en esta difusión. Sucedía también, cuando el arado era comprado por la comuna, que, después de probarlo en la parcela de la tierra comunal, los campesinos indicaban los cambios necesarios a aquellos a quienes habían comprado el arado; o bien, ellos mismos prestaban ayuda para organizar la producción artesana de atados baratos. En el distrito de Moscú, donde la compra de arados por los campesinos se extendió rápidamente, el impulso fue dado por aquellas comunas que arrendaban la tierra en común y fue hecho esto con el fin especial de mejorar sus cultivos.
En el nordeste de Rusia, en la provincia de Viatka, pequeñas asociaciones de campesinos que viajaban con sus aventadoras (fabricadas por los artesanos de uno de los distritos en que abundaba el hierro) extendieron el uso de estas máquinas entre ellos, y aún en las provincias vecinas. La amplia difusión de las trilladoras en las provincias de Samara, Sartof y Jerson, es el resultado de la actividad de las asociaciones de campesinos, que pueden llegar a comprar hasta una máquina cara, mientras que el campesino aislado no está en condiciones de hacerlo. Y mientras que en casi todos los tratados económicos dícese que la comuna aldeana está condenada a desaparecer en cuanto el sistema de tres amelgas sea reemplazado por el cultivo rotativo, vemos que en Rusia muchas comunas aldeanas tomaron la iniciativa de la introducción justamente de este sistema de cultivo rotativo, lo mismo que hicieron en Inglaterra. Pero antes de pasar a él, los campesinos habitualmente reservan, una parte de los campos comunales para efectuar ensayos de siembra artificial de pastos, y las semillas son compradas por el mir.
Si el ensayo tiene éxito, los campesinos no se sienten embarazados en hacer una nueva repartición de los campos para pasar a la economía de cuatro, cinco y aún seis amelgas.
Este sistema se practica ahora en centenares de aldeas de la provincia de Moscú, Tver, Smolensk, Viatka y Pskof. Y allí donde el posible separar cierta cantidad de tierra para este fin, las comunas reservan parcelas para el cultivo de plantíos de frutales.
Además, las comunas emprenden, con bastante frecuencia, mejoras constantes, como el drenaje y el riego. Así, por ejemplo, en tres distritos de la provincia de Moscú, de carácter industrial marcado, durante una década (1880-1890), se ejecutaron trabajos de drenaje en gran escala en 180 a 200 aldeas diferentes, y los comuneros mismos trabajaron con el pico. En el otro extremo de Rusia, en las estepas áridas del distrito de Novouzen, fueron erigidos por la comuna más de 1.000 diques para estanques y fosos, y fueron excavados algunos centenares de pozos profundos. Al mismo tiempo, en una rica colonia alemana del sureste de Rusia, los comuneros ––hombres y mujeres–– trabajaron cinco semanas consecutivas en la erección de un dique de tres verstas de largo destinado al riego. Pues, ¿cómo podrían luchar contra el clima seco hombres aislados? ¿Y a dónde podrían llegar con el esfuerzo personal, en aquella época en que el sur de Rusia sufría por la multiplicación de marmotas, y todos los agricultores, ricos y pobres comuneros e individualistas hubieron de aplicar el trabajo de sus propias manos para conjurar esa calamidad? La policía, en tales circunstancias, no sirve de ayuda, y el único medio es la asociación.
Como es sabido, bajo el reinado de Nicolás II, el ministro Stolypin hizo una tentativa en gran escala para destruir la posesión comunal de la tierra y transportar los campesinos a parcelas de granjas separadas. Muchos esfuerzos y mucho dinero del estado se gastó en esto, con éxito en algunas provincias, según parece, especialmente en Ucrania. Pero la guerra y la revolución que siguió sacudieron tan profundamente toda la vida de la aldea que en el momento presente es imposible dar respuesta que tenga cierta precisión sobre, los resultados de esta campaña del estado contra la comuna.
Después de haber hablado tanto de la ayuda y del apoyo mutuos practicados por los agricultores de los países “civilizados”, veo que podría aún llenarse un tomo bastante voluminoso de ejemplos tomados de la vida de los centenares de millones de hombres que viven más o me nos bajo la autoridad o la protección de estados más o menos civilizados, pero que, sin embargo, están aún fuera de la civilización moderna y de las ideas modernas. Podría describir, por ejemplo, la vida interior de la aldea turca, con su red de asombrosos hábitos y costumbres ayuda mutua. Consultando mis cuadernos de apuntes con respecto a la ayuda campesina del Cáucaso, hallo hechos muy conmovedores de apoyo mutuo. Los mismos hábitos hallo en mis notas sobre la djemáa árabe, la purra afgana, sobre las aldeas de Persia, India y Java, sobre la familia indivisa de los chinos, sobre los seminómadas del Asia Central y los nómadas del lejano Norte. Consultando las notas, tomadas en parte al azar, de la riquísima literatura sobre África, encuentro que están llenas de los mismos hechos; aquí también se convoca a la “ayuda” para recoger la cosecha; las casas también se construyen con ayuda de todos los habitantes de la aldea. a veces para reparar el estrago ocasionado por las incursiones de bandidos “civilizados”; en algunos casos, pueblos enteros se prestan ayuda en la desgracia o bien protegen a los viajeros, etcétera. Cuando recurro a trabajos como el compendio del derecho común africano hecho por Post, empiezo a comprender por qué, a pesar de toda la tiranía, de todas las opresiones, de los despojos y de las incursiones, a pesar de las guerras internacionales, de los reyes antropófagos, de los hechiceros charlatanes y de los sacerdotes, a pesar de los cazadores de esclavos, etc., la población de estos países no se ha dispersado por los bosques; por qué conservó un determinado grado de civilización; empiezo a comprender por qué estos “salvajes” siguieron siendo, sin embargo, hombres, y no descendieron al nivel de familias errantes, como los orangutanes que se están extinguiendo. El caso es que los cazadores de esclavos, europeos y americanos, los saqueadores de los depósitos de marfil, lo reyes belicosos, los “héroes” matabeles y malgaches desaparecen dejando tras sí sólo huellas marcadas con sangre y fuego; pero el núcleo de instituciones, hábitos y costumbres de ayuda mutua creadas primero por la tribu y luego por la comuna aldeana permanece y mantiene a los hombres unidos en sociedades, abiertas al progreso de la civilización y prestas a aceptarla cuando llegue el día en que, en lugar de balas y aguardiente, comiencen a recibir de nosotros la verdadera civilización.
Lo mismo se puede decir también de nuestro mundo civilizado. Las calamidades naturales y las provocadas por el hombre pasan. Poblaciones enteras son periódicamente reducidas a la miseria y al hambre; las mismas tendencias vitales son despiadadamente aplastadas en millones de hombres reducidos al pauperismo de las ciudades; el pensamiento y los sentimientos de millones de seres humanos están emponzoñados por doctrinas urdidas en interés de unos pocos. Indudablemente, todos estos fenómenos constituyen parte de nuestra existencia. Pero el núcleo de instituciones, hábitos y costumbres de ayuda mutua continúa existiendo en millones de hombres; ese núcleo los une, y los hombres prefieren aferrarse a esos hábitos, creencias y tradiciones suyas antes que aceptar la doctrina de una guerra de cada uno contra todos, ofrecida en nombre de una pretendida ciencia, pero que en realidad nada tiene de común con la ciencia.

CAPÍTULO VIII: LA AYUDA MUTUA EN LA SOCIEDAD MODERNA (Continuación).

Observando la vida cotidiana de la población rural de Europa he visto que, a pesar de todos los esfuerzos de los estados modernos para destruir la “comuna” aldeana, la vida de los campesinos está llena dé hábitos y costumbres de ayuda mutua y apoyo mutuo; hemos encontrado que se han conservado hasta ahora restos de la posesión comunal de la tierra que están ampliamente difundidos y tienen todavía importancia; y que apenas fueron suprimidos, en época reciente, los obstáculos legales que embarazaban el resurgimiento de las asociaciones y uniones rurales; en todas partes surgió rápidamente entre los campesinos una red entera de asociaciones libres con todos los fines posibles; y este movimiento juvenil evidencia indudablemente la tendencia a restablecer un género determinado de unión, semejante a la que existía en la comuna aldeana anterior. Tales fueron las conclusiones a que llegamos en el capítulo precedente; y por eso nos ocuparemos ahora de examinar las instituciones de apoyo mutuo que se forman en la época presente entre la población industrial.
Durante los tres últimos siglos, las condiciones para la elaboración de dichas asociaciones fueron tan desfavorables en las ciudades como en las aldeas. Sabido es que, prácticamente, cuando las ciudades medievales fueron sometidas, en el siglo XVI, al dominio de los estados militares que nacían entonces, todas las instituciones que asociaban a los artesanos, los maestros y los mercaderes en guildas y en comunas ciudadanas fueron aniquiladas por la violencia. La autonomía y la jurisdicción propia, tanto en las guildas como en la ciudad, fueron destruidas; el juramento de fidelidad entre hermanos de las guildas comenzó a ser considerado como una manifestación de traición hacia el estado; los bienes de las guildas fueron confiscados del mismo modo que las tierras de las comunas aldeanas; la organización interior y técnica de cada ramo del trabajo cayó en manos del estado. Las leyes, haciéndose gradualmente más y más severas, trataban de impedir de todos modos que los artesanos se asociaran de cualquier manera que fuese. Durante algún tiempo se permitió, por ejemplo, la existencia de las guildas comerciales, bajo condición de que otorgarían subsidios generosos a los reyes; se toleró también la existencia de algunas guildas de artesanos, a las qué utilizaba el estado como órganos de administración. Algunas de las guildas del último género todavía arrastran su existencia inútil. Pero lo que antes era una fuerza vital de la existencia y de la industria medievales, hace va mucho que ha desaparecido bajo el peso abrumador del estado centralizado.
En Gran Bretaña, que puede ser tomada como el mejor ejemplo de la política industrial de los estados modernos, vemos que ya en el siglo XV el Parlamento inició la obra de destrucción de las guildas; pero las medidas decisivas contra ellas fueron tomadas sólo en el siglo siguiente, Enrique VIII no sólo destruyó la organización de las guildas, sino que en el momento oportuno confiscó sus bienes “con mayor desconsideración ––dijo Toulmin Smith– que la demostrada en la confiscación de los bienes de los monasterios” Eduardo VI terminó su obra. Y ya en la segunda mitad del siglo XVI hallamos que el Parlamento se ocupó de resolver todas las divergencias entre los artesanos y los comerciantes que antes eran resueltas en cada ciudad por separado. El Parlamento y el rey no sólo se apropiaron del derecho de legislación en todas las disputas semejantes, sino que teniendo en cuenta los intereses de la corona, ligados a la exportación al extranjero, enseguida comenzaron a determinar el número necesario, según su opinión, de aprendices para cada oficio, y a regularizar del modo más detallado la técnica misma de cada producción: el peso del material, el número de hilos por pulgada de tela, etc. Se debe decir, sin embargo, que estas tentativas no fueron coronadas por el éxito, puesto que las discusiones y dificultades técnicas de todo género, que durante una serie de siglos fueron resueltas por el acuerdo entre las guildas estrechamente dependientes una de otra y entre las ciudades que ingresaban en la unión, están completamente fuera del alcance de los funcionarios del estado. La intromisión constante de los funcionarios no permitía a los oficios vivir y desarrollarse, y llevó a la mayoría de ellos a una decadencia completa; y por ello, los economistas, ya en el siglo XVIII, rebelándose contra la regulación de la producción por el estado, expresaron un descontento plenamente justificado y extendido entonces. La destrucción hecha por la revolución francesa de este género de intromisión de la burocracia en la industria fue saludada corno un acto de liberación; y pronto otros países siguieron el ejemplo de Francia.
El estado no pudo, tampoco, alabarse de haber obtenido mejor éxito en la determinación del salario. En las ciudades medievales, cuando en el siglo XV comenzó a marcarse cada vez más agudamente la distinción entre los maestros y sus medio oficiales o jornaleros, los medio oficiales opusieron sus uniones (Geseilverbande), que a veces tenían carácter internacional, contra las uniones de maestros y comerciantes. Ahora, el estado se encargó de resolver sus discusiones, y según el estatuto de Isabel, de 1 año 1563, se confirió a los jueces de paz la obligación de establecer la proporción del salario, de modo que asegurara una existencia “decorosa” a los jornaleros y aprendices. Los jueces de paz, sin embargo, resultaron completamente impotentes en la obra de conciliar los intereses opuestos de amos y obreros, y de ningún modo pudieron obligar a los maestros a someterse a la resolución judicial. La ley sobre el salario, de tal modo, se convirtió gradualmente en letra muerta, y fue derogada al final del siglo XVIII.
Pero, a la vez que el estado se vio obligado a renunciar al deber de establecer el salario, continuó, sin embargo, prohibiendo severamente todo género de acuerdo entre los jornaleros y los maestros, concertados con el fin de aumentar los salarios o de mantenerlos en un determinado nivel. Durante todo el siglo XVIII, el estado emitió leyes dirigidas contra las uniones obreras, y en el año 1799, finalmente, prohibió todo género de acuerdo de los obreros, bajo amenaza de los castigos más severos. En suma, el Parlamento británico sólo siguió, en este caso, el ejemplo de la Convención revolucionaria francesa, que dictó en 1793 una ley draconiana contra las coaliciones obreras; los acuerdos entre un determinado número de ciudadanos eran considerados por esta asamblea revolucionaria como un atentado contra la soberanía del estado, del que se suponía que protegía en igual medida a todos sus súbditos.
De tal modo fue terminada la obra de la destrucción de las uniones medievales. Ahora, tanto en la ciudad como en la aldea, el estado reinaba sobre los grupos, débilmente unidos entre sí, de personas aisladas, y estaba dispuesto a prevenir, con las medidas más severas, todas sus tentativas de restablecer cualquier unión especial.
Tales fueron las condiciones en que tuvo que abrirse paso la tendencia a la ayuda mutua en el siglo XIX. Es comprensible, sin embargo, que todas estas medidas no tuvieran fuerza como para destruir esa tendencia perdurable. En el transcurso del siglo XVIII, las uniones obreras se reconstituían constantemente. No pudieron detener su nacimiento y desarrollo ni siquiera las crueles persecuciones que comenzaron en virtud de las leyes de 1797 y 1799. Los obreros aprovechaban cada advertencia de la ley y de la vigilancia establecida, cada demora de parte de los maestros, obligados a informar de la constitución de las uniones, para ligarse entre sí. Bajo la apariencia de sociedades amistosas (friendly societies), de clubs de entierros, o de hermandades secretas, las uniones se extendieron por todas partes: en la industria textil, entre los trabajadores de las cuchillerías de Sheffield, entre los mineros: y se formaron también poderosas organizaciones federales para apoyar a las uniones locales durante las huelgas y persecuciones. Una serie de agitaciones obreras se produjeron a principios del siglo XIX, especialmente después de la conclusión de la paz de 1815, de modo que finalmente hubo que derogar las leyes de 1797 y 1799.
La derogación de la ley contra las coaliciones (Combinations Laws), en 1825, dio un nuevo impulso al movimiento. En todas las ramas de producción se organizaron inmediatamente uniones y federaciones nacionales y cuando Robert Owen comenzó la organización de su “Gran Unión Consolidada Nacional” de las uniones profesionales, en algunos meses alcanzó a reunir hasta medio millón de miembros. Verdad es que este período de libertad relativo duró poco. Las persecuciones comenzaron de nuevo en 1830, y en el intervalo entre 1832 y 1844 siguieron condenas judiciales feroces contra las organizaciones obreras, con destierro a trabajos forzados a Australia. La “Gran Unión Nacional” de Owen fue disuelta, y éste hubo de renunciar a su ensayo de Unión Internacional, es decir, a la Internacional. Por todo el país, tanto las empresas particulares como igualmente el estado en sus talleres, empezaron a obligar a sus obreros a romper todos los lazos con las uniones y a firmar un “document”, es decir, una renuncia redactada en este sentido. Los unionistas fueron perseguidos en masa y detenidos bajo la acción de la ley “Sobre los amos y sus servidores”, en virtud de la cual era suficiente la simple declaración del patrono de la fábrica sobre la supuesta mala conducta de sus obreros para arrestarlos en masa y juzgarlos
Las huelgas fueron sofocadas del modo más despótico, y condenas asombrosas por su severidad fueron pronunciadas por la simple declaración de huelga, o por la participación en calidad de delegado de los huelguistas, sin hablar ya de las sofocaciones, por vía militar, de los más mínimos desórdenes durante las huelgas, o de los juicios seguidos por las frecuentes manifestaciones de violencias de diferentes géneros por parte de los obreros. La práctica de la ayuda mutua, bajo tales circunstancias, estaba bien lejos de ser cosa fácil. Y, sin embargo, a pesar de todos los obstáculos, de cuyas proporciones nuestra generación ni siquiera tiene la debida idea, ya. desde el año 1841 comenzó el renacimiento de las uniones obreras, y la obra de la asociación de los obreros se prolongó incansablemente desde entonces hasta el presente; hasta que, por fin, después de una larga lucha que duraba ya más de cien años, fue conquistado el derecho de pertenecer a las uniones. En el año 1900 casi una cuarta parte de todos los trabajadores que tenían ocupación fija, es decir, alrededor de 1.500.000 hombres, pertenecían a las uniones obreras (trace unions), y ahora su número casi se ha triplicado.
En cuanto a los otros estados europeos, es suficiente decir que hasta épocas muy recientes todo género de uniones era perseguido como conjuración; en Francia, la formación de las uniones (sindicatos) con más de 19 miembros sólo fue permitida por la ley en 1884. Pero a pesar de esto, las uniones obreras existen por doquier, si bien a menudo han de tomar la forma de sociedades secretas; al mismo tiempo, la difusión y la fuerza de las organizaciones, en especial de “Los Caballeros del Trabajo” en los Estados Unidos y de las uniones obreras de Bélgica, se manifestó claramente en las huelgas del 90.
Sin embargo, es necesario recordar que el hecho mismo de pertenecer a una unión obrera, aparte de las persecuciones posibles, exige del obrero sacrificios bastante importantes en dinero, tiempo y trabajo impago, o implica riesgo constante de perder el trabajo por el mero hecho de pertenecer a la unión obrera. Además, el unionista tiene que recordar continuamente la posibilidad de huelga, y la huelga cuando se ha agotado el limitado crédito que da el panadero y el prestamista, la entrega del fondo de huelga no alcanza para alimentar a la familia trae consigo el hambre de los niños. Para los hombres que viven en estrecho contacto con los obreros, una huelga prolongada constituye uno de los espectáculos que más oprimen el corazón; por esto, fácilmente puede imaginarse qué significa, aún ahora, en las partes no muy ricas de la Europa continental. Continuamente, aún en la época presente, la huelga termina con la ruina completa y la emigración forzosa de casi toda la población de la localidad y el fusilamiento de los huelguistas por a menor causa, y hasta sin causa alguna, aún ahora constituye el fenómeno más corriente en la mayoría de los estados europeos.
Y sin embargo, cada año, en Europa y América, se producen miles de huelgas y despidos en masa, y las así llamadas huelgas, “por solidaridad”, provocadas por el deseo de los trabajadores de apoyar a los compañeros despedidos del trabajo o bien para defender los derechos de sus uniones, son las que se destacan por su esencial duración y severidad. Y mientras la parte reaccionaria de la prensa suele estar siempre inclinada a declarar las huelgas como una “intimidación”, los hombres que viven entre huelguistas hablan con admiración de la ayuda del apoyó mutuo practicado entre ellos. Probablemente, muchos han oído hablar del trabajo colosal realizado por los trabajadores Voluntarios para organizar la ayuda y la distribución de comida durante la gran huelga de los obreros de los docks de Londres en el 80, o de los mineros que habiendo estado ellos mismos sin trabajo durante semanas enteras, en cuánto volvieron al trabajo de nuevo empezaron inmediatamente a pagar cuatro chelines por semana al fondo de huelga; o de la viuda del minero que durante los disturbios obreros de Yorkshire, en 1894, aportó todos los ahorros de su difunto esposo al fondo de huelga; de cómo durante la huelga los vecinos se repartían siempre entre sí el último trozo de pan; de los mineros de Redstoc, que poseían vastos huertos e invitaron a 400 camaradas de Bristol a llevarse gratuitamente coles, patatas, etc. Todos los corresponsales de los diarios, durante la gran huelga de los mineros de Yorkshire, en 1894, conocían un cúmulo de hechos semejantes, a pesar de que bien lejos estaban todos ellos de atreverse a escribir sobre semejantes “bagatelas” inconvenientes en las páginas de sus respetables diarios.
La unión de los obreros profesionales no constituye, sin embargo, la única forma en que se encauza la necesidad del obrero de ayuda mutua. Además de las uniones obreras existen las asociaciones políticas, cuya acción, según consideran muchos obreros, conduce mejor al bienestar público que las uniones profesionales, que ahora se limitan, en su mayor parte, a sus solos estrechos fines. Naturalmente, no es posible considerar el simple hecho de pertenecer a una corporación política como una manifestación de la tendencia a la ayuda mutua. La política, como es sabido, constituye precisamente el campo donde los hombres egoístas entran en las más complicadas combinaciones con los hombres inspirados por tendencias sociales. Pero todo político experimentado sabe que los grandes movimientos políticos, todos, surgieron teniendo justamente objetivos amplios y, a menudo, lejanos, y los más poderosos de estos movimientos fueron aquellos que provocaron el entusiasmo más desinteresado.
Todos los grandes movimientos históricos tenían este carácter, y el socialismo brinda a nuestra generación un ejemplo de este género de movimientos. “Es obra de agitadores pegados” tal es el estribillo corriente de aquellos que nada saben de estos movimientos. Pero, en realidad ––hablando sólo de los hechos que conozco personalmente–– si durante los últimos treinta y cinco años hubiera llevado un diario y anotado en él todos los ejemplos por mí conocidos de abnegación y sacrificio con que he tropezado en el movimiento social, la palabra “heroísmo” no abandonaría los labios de los lectores de ese diario. Pero los hombres de que tendría que hablar en él estaban lejos de ser héroes; eran gente mediocre, inspirada solamente por una gran idea. Todo diario socialista ––y en Europa solamente existen muchos centenares–– representa la misma historia de largos años de sacrificio, sin la más mínima esperanza de venta a material alguna, y en la inmensa mayoría de los casos, casi sin la satisfacción de la ambición personal, si es que ésta existe. He visto cómo familias que vivían sin saber si tendrían un trozo de pan al día siguiente ––boicoteado el esposo en todas partes, en su pequeña ciudad, por su participación en un diario, y la esposa manteniendo a la familia con su trabajo de aguja–– prolongaban semejante situación meses y años, hasta que, por, último, la familia, agotada, se retiraba, sin una palabra de reproche, diciendo a los nuevos compañeros: “Continuad, nosotros ya no tenemos fuerzas para resistir”. He visto hombres que morían de tisis y que lo sabían, y, sin embargo, corrían bajo la llovizna helada y la nieve para organizar mítines, y ellos mismos hablaban en los mítines hasta pocas semanas antes de su muerte, y por último, al ir al hospital, nos decían: “Bueno, amigos, mi canción ha terminado: los médicos han decidido que me quedan sólo pocas semanas de vida. Decid a los camaradas que me harán feliz si alguno viene a visitarme”. Conozco hechos que serían considerados “una idealización” de parte mía si los refiriera a mis lectores, y hasta los nombres mismos de estos hombres apenas son conocidos más allá del círculo estrecho de sus amigos, y serán pronto olvidados cuando éstos también dejen de existir.
En suma, no sé qué admirar más: si la ilimitada abnegación de estos pocos o la suma total de las pequeñas manifestaciones de abnegación de las masas conmovidas por el movimiento. La venta de cada decena de números de un diario obrero, cada mitin, cada centenar de votos ganados en favor de los socialistas en las elecciones, son el resultado de una masa tal de energía y de sacrificios de que los que están fuera del movimiento no tienen siquiera la menor idea. Y así como obran los socialistas, obraba en el pasado todo partido popular y progresista, político y religioso. Todo el progreso realizado por nosotros en el pasado es el resultado del trabajo de unos hombres de una abnegación semejante.
A menudo se presenta, especialmente en Gran Bretaña, a la cooperación como un “individualismo por acciones”, y es indudable que en su aspecto presente puede contribuir fácilmente a desarrollar el egoísmo cooperativista, no solamente, con respecto a la sociedad general, sino entre los mismos cooperadores. Sin embargo, es sabido de manera cierta que al principio tenía este movimiento un carácter profundo de ayuda mutua. Aún en la época presente, los más ardientes partidarios de dicho movimiento están firmemente convencidos de que la cooperación conducirá a la humanidad a una forma armoniosa superior, de relaciones económicas; y después de haber estado en algunas localidades del norte de Inglaterra, donde la cooperación se halla muy desarrollada, es imposible no llegar a la conclusión de que un número importante de los participantes de este movimiento sostienen justamente tal opinión. La mayoría de ellos perdería todo interés en el movimiento cooperativo si perdiera la fe mencionada. Es necesario decir también que en los últimos años comenzaron a evidenciarse, entre los cooperadores, ideales más amplios de bienestar público y de solidaridad entre los productores. Imposible es negar también la inclinación manifestada en ellos, que tiende a mejorar las relaciones entre los propietarios de las cooperativas productoras y sus obreros.
La importancia del cooperativismo en Inglaterra, Holanda y Dinamarca es bien conocido, y en Alemania, especialmente en el, Rhin, las sociedades cooperativas, en la época presente, son ya una fuerza poderosa de la vida industrial, Pero quizá Rusia constituya el mejor campo para el estudio del cooperativismo en su infinita variedad de formas. En Rusia, la cooperativa, es decir, el artiel, ha crecido de manera natural; fue una herencia de la Edad Media, y mientras que la sociedad cooperativa constituida oficialmente habría tenido que luchar contra un cúmulo de dificultades legales y contra la suspicacia de la burocracia, la forma de cooperativa no oficial ––el artiel–– constituye la esencia misma de la vida campesina rusa. Toda la historia de la “creación de Rusia” y de la organización de Siberia se presenta en realidad corno la historia de los artiéli de cazadores y de industriales, inmediatamente después de los cuales se extendieron las comunas aldeanas. Ahora hallamos el artiél por todas partes: en cada grupo de campesinos que de una misma aldea va a ganarse la vida a la fábrica, en todos los oficios de la construcción, entre los pescadores y cazadores, entre los presos que van en viaje a Siberia y los fugitivos de Siberia, entre los mozos de cuerda de los ferrocarriles, entre los miembros de los artiéli de la bolsa, de los obreros de la aduana, en muchas de las industrias artesanos (que dan trabajo a siete millones de hombres), etcétera. En una palabra, de arriba a abajo, en todo el mundo trabajador, hallamos artiéli: permanentes y temporales, para la producción y para el consumo, y en todas las formas posibles. Hasta la época presente las secciones de las pesquerías, en los ríos que afluyen al mar Caspio, son arrendadas por artiéli colosales; el río Ural pertenece a todo el Ejército de cosacos del Ural, que divide y reparte sus secciones de pesquerías ––quizá las más ricas del mundo–– entre las aldeas cosacas, sin intromisión alguna por parte de las autoridades. En el Ural, el Volga y en todos los lagos del norte de Rusia, la pesca es realizada por los artiéli (véase el apéndice XIX).
Junto con estas organizaciones permanentes existe también una multitud innumerable de artiéli temporales, constituidos con todos los fines posibles. Cuando de diez a veinte campesinos de una localidad se dirigen a una ciudad grande a ganarse la vida; sea en calidad de tejedores, carpinteros, albañiles, navegantes, etc., siempre constituyen un artiél, alquilan un alojamiento común y toman una cocinera (muy a menudo la esposa de uno de ellos se ocupa de la cocina), elijen a un stárosta, comen en común y cada uno paga al artiél el alojamiento y la comida. La partida de presos en viaje a Siberia obra siempre del mismo modo, y el stárosta elegido por ellos es el intermediario, reconocido oficialmente, entre los presos y el jefe militar del convoy que acompaña a la partida. En los presidios, los presos tienen la misma organización. Los mozos de cuerda de los ferrocarriles, los mandaderos de la bolsa, los miembros de los artiéli de la aduana, y los mandaderos de la ciudad, unidos por canción solidaria, gozan de tal reputación que los comerciantes confían a un miembro del artiél de los mandaderos cualquier suma de dinero. En la construcción se forman artiéli que cuentan, a veces decenas de miembros, a veces también unos pocos, y los grandes contratistas de la construcción de casas y ferrocarriles prefieren siempre tratar con el artiél antes que con los obreros contratados separadamente.
Las tentativas hechas por el Ministro de la Guerra, en 1890, para negociar directamente con los artiéli de productores, formados para producciones especiales entre artesanos, y encargarles zapatos y todo género de artículos de cobre y hierro para los uniformes de los soldados, a juzgar por los informes, dieron resultados enteramente satisfactorios; y la entrega de una fábrica fiscal (Votkinsk) en arriendo a los artiéli de obreros viose coronada, un tiempo, por un éxito positivo. De tal modo, podemos ver en Rusia cómo las antiguas instituciones medievales, que habían evitado la intromisión del estado (en sus manifestaciones no oficiales) sobrevivieron íntegras hasta la época presente, y tomaron las formas más diferentes, de acuerdo, con las exigencias de la industria y el comercio modernos. En cuanto a la península balcánica, en el imperio turco y el Cáucaso, las viejas guildas se conservaron allí con plena fuerza. Los esnafy servios conservaron plenamente el carácter medieval: en su constitución entran tanto los maestros tomo los jornaleros; regulan la industria y son los órganos de apoyo mutuo, tanto en el campo del trabajo cómo en un caso de enfermedad, mientras que los amkari georgianos del Cáucaso, y en especial en Tiflis, no sólo cumplen los deberes de las uniones profesionales, sino que ejercen una influencia importante sobre la vida de la ciudad.
Relacionado con la cooperación, debería, quizá, mencionar la existencia en Inglaterra de las sociedades amistosas de apoyo mutuo (friendly societies), las uniones de los “chistosos” (oddfellows), los clubs de las aldeas de las ciudades para pagar la asistencia médica, los clubs para entierros o para la adquisición de ropas, los pequeños clubs organizados a menudo entre las muchachas de las fábricas, que abonan algunos peniques semanales y luego sortean entre sí la suma de una libra, que les da la posibilidad de realizar alguna compra más o menos importante, y muchas otras sociedades de género semejante. Toda la vida del pueblo trabajador de Inglaterra está impregnada de tales instituciones En todas estas sociedades y clubs se puede observar no poca reserva de alegre sociabilidad y camaradería, a pesar de que se lleva cuidadosamente el “crédito” y el “débito” de cada miembro. Pero aparte de estas instituciones, existen tantas uniones basadas en la disposición a sacrificar, si necesario fuera, el tiempo, la salud y la vida, que podemos extraer dé su actividad ejemplos de las mejores formas de apoyo mutuo.
En primer lugar es menester citar aquí la sociedad de salvamento marítimo en Inglaterra, e instituciones semejantes en el resto de Europa, La sociedad inglesa tiene más de 300 botes de salvamento a lo largo las orillas de Inglaterra, y tendría dos veces más si no fuera por la pobreza de los pescadores, quienes no siempre pueden comprar por mismos los caros botes de salvamento. La tripulación de estos botes se compone siempre de voluntarios, cuya disposición a sacrificar la vida para salvar a hombres que les son completamente desconocidos es sometida todos los años a una prueba dura, cada invierno, y en realidad algunos de los más valientes perecen en las aguas. Y si preguntáis a estos hombres qué fue lo que los incitó a arriesgar la vida, a veces en condiciones tales que, según parecía, no había posibilidad alguna de éxito, os contestarán probablemente con un relato, del género del siguiente, que yo, escuché en la costa meridional. Una furiosa tormenta, de nieve soplaba sobre el canal de la Mancha; rugía sobre las llanas orillas arenosas donde se hallaba una pequeña aldehuela, y el mar arrojó sobre las arenas próximas a ella, una embarcación de un solo mástil, cargada de naranjas. En aguas tan poco profundas sólo se mantiene el bote salvavidas de fondo chato, de tipo simplificado, y salir con él de tal tormenta significaba, ir a un verdadero desastre, y sin embargo, los hombres se decidieron y fueron. Horas enteras lucharon contra la tormenta de nieve; dos veces el bote se volcó. Uno de los remeros se ahogó, y los restantes fueron arrojados a la playa. A la mañana siguiente, hallaron, a uno de los últimos ––un guarda aduanero inteligente–– seriamente herido y medio helado en la nieve. Yo le pregunté cómo habían decidido a hacer aquella tentativa desesperada.
“Yo mismo no lo sé ––respondió––. Allí, en el mar, la gente perecía; toda la aldea estaba en la orilla, y decían todos que hacerse a la mar hubiera sido una locura y que nunca venceríamos la rompiente. Veíamos que había en el barco cinco o seis hombres que se aferraban al mástil y hacían señales desesperadas. Todos sentíamos que era necesario emprender algo, pero, ¿qué podíamos hacer? Pasó una hora, otra, y permanecíamos aún en la playa, teníamos todos el alma oprimida. Luego, de repente, nos pareció oír que a través de los aullidos de la tempestad nos llegaban sus lamentos… Había un niño con ellos. No pudimos resistir más la tensión: todos juntos dijimos: ¡Es necesario salir! Las mujeres decían lo mismo; nos hubieran considerado cobardes si nos hubiéramos quedado, a pesar de que ellas mismas nos llamaban locos el día siguiente, por nuestra tentativa. Como un solo hombre, nos arrojamos al bote salvavidas partimos. El bote volcó, pero conseguimos volver a enderezarlo. Lo peor de todo fue cuando el desdichado N. se ahogó, aferrado a una cuerda del bote, y nada pudimos hacer por salvarlo. Luego nos azotó una ola enorme, el bote voló de nuevo y nos arrojó a todos a la playa. Los hombres del buque náufrago fueron salvados por un bote de Dungenes, y nuestro bote fue recogido muchas millas al oeste. A mí me hallaron a la mañana siguiente sobre la nieve”.

El mismo sentimiento movía también a los mineros del valle de Ronda cuando salvaron a sus camaradas de un pozo de la mina que había sufrido una inundación. Tuvieron que atravesar una capa de carbón de 96 pies de espesor para llegar hasta los compañeros enterrados vivos. Pero cuando sólo les faltaba perforar en total nueve pies, los sorprendió el gas grisú. Las lámparas se extinguieron y los mineros hubieron de retirarse. Trabajar en tales condiciones significaba correr el riesgo de ser volado en cualquier momento y, finalmente, perecer todos. Pero se oían todavía los golpes de los enterrados; estos hombres estaban vivos y clamaban ayuda, y algunos mineros voluntariamente se propusieron salvar a sus camaradas, arriesgando sus vidas. Cuando descendieron al pozo, las mujeres los acompañaban con lágrimas silenciosas, pero ninguna pronunció una palabra para detenerlos.
Tal es la esencia de la psicología humana. Mientras los hombres no se han embriagado con la lucha hasta la locura, no “pueden oír” pedidos de ayuda sin responderles. Al principio se habla de cierto heroísmo personal, y tras del héroe sienten todos que deben seguir su ejemplo. Los Artificios de la mente no pueden oponerse al sentimiento de ayuda mutua, pues este sentimiento ha sido educado durante muchos miles de años por la vida social humana y por centenares de miles de años de vida prehumana en las sociedades animales.
Sin embargo, quizá todos preguntarán: Pero, “¿cómo es que pudieron ahogarse recientemente los hombres en el Serpentine, el lago que se halla en medio del Hyde Park, en presencia de una multitud de espectadores y nadie se arrojó en su ayuda?” O bien; “¿cómo pudo ser dejado sin ayuda el niño que cayó al agua en el Regent’s Park, también en presencia de una multitud numerosa de público dominguero, y sólo fue salvado gracias a la presencia de ánimo de una niña jovencita, criada de una casa vecina, que azuzó al perro Terranova de un buzo?” La respuesta a estas preguntas es simple. El hombre constituye una mezcla no sólo de instintos heredados, sino también de educación. Entre los mineros y marinos, gracias a sus ocupaciones comunes y al contacto cotidiano entré si, se crea un sentimiento de reciprocidad, y los peligros que los rodean educan en ellos el coraje y el ingenio audaz. En las ciudades, por lo contrario, la ausencia de intereses comunes educa la indiferencia; y el coraje y el ingenio, que raramente hallan aplicación, desaparecen o toman otra dirección.
Además, la tradición de las hazañas heroicas en los pozos de las minas y en el mar vive en las aldehuelas de los mineros y de los pescadores, rodeada de una aureola poética. Pero, ¿qué tradición puede existir en la abigarrada multitud de Londres? Toda tradición, que es en ellos patrimonio común, hubo de ser creada por la literatura o la palabra; pero apenas si existe en la gran ciudad una literatura equivalente a las leyes de las aldeas. El clero, en sus sermones, tanto se empeña en demostrar lo pecaminoso de la naturaleza humana y el origen sobrehumano de todo lo bueno en el hombre, que, en la mayoría de los casos, pasa en silencio aquellos hechos que no se pueden exhibir en calidad de ejemplo de una gracia divina enviada del cielo. En cuanto a los escritores “laicos”, su atención se dirige principalmente a un aspecto del heroísmo, a saber, el heroísmo del pescador casi sin prestarle atención alguna. El poeta y el pintor suelen ser impresionados por la belleza del corazón humano, es verdad, pero sólo en raras ocasiones conocen la vida de las clases más pobres; y si pueden aún cantar o representar, en un ambiente convencional, al héroe romano o militar, demuestran ser incapaces cuando tratan de representar al héroe que actúa en ese modesto ambiente de la vida popular que les es extraño. No es de asombrar, por esto, si la mayoría de tales tentativas se destacan invariablemente por la ampulosidad y la retórica.
La cantidad innumerable de sociedades, clubs y asociaciones de distracción, de trabajos científicos e investigaciones, y con diferentes fines educacionales, etc., que se constituyeron y se extendieron en los últimos tiempos, es tal que se necesitarían muchos volúmenes para su simple inventario. Todos ellos constituyen la manifestación de la misma fuerza, enteramente activa que incita a los hombres a la asociación y al apoyo mutuo. Algunas de estas sociedades, como las asociaciones de las crías jóvenes de aves de diferentes especies, que se reúnen en el otoño, persiguen un objetivo único, el goce de la vida en común. Casi todas las aldeas de Inglaterra, Suiza, Alemania, etc., tienen sus sociedades de juego de cricket, football, tennis, bolos o clubs de palomas, musicales y de canto. Existen luego grandes sociedades nacionales que se destacan por el número especial de sus miembros, como, por ejemplo, las sociedades de ciclistas, que en los últimos tiempos se desarrollaron en proporciones inusitadas. A pesar de que los miembros de estas asociaciones no tienen nada en común, excepto su afición de andar en velocípedo, han conseguido formar entre ellos un género de francmasonería con fines de ayuda mutua, especialmente en los lugares apartados, libres todavía del aflujo de velocípedos. Los miembros consideran al club de ciclistas asociados de cualquier aldehuela, hasta cierto punto, como si fuera su propia casa, y en el campamento de ciclistas, que se reúne todos los años en Inglaterra, a menudo se entablan sólidas relaciones amistosas. Los Kegelbruder, es decir, las sociedades de bolos, de Alemania, constituyen la misma asociación; exactamente lo mismo las sociedades gimnásticas (que cuentan hasta 300.000 miembros en Alemania), las hermandades no oficializadas de remeros de los ríos franceses, los clubs de yates, etc. Semejantes asociaciones, naturalmente, no cambian la estructura económica de la sociedad, pero especialmente en las ciudades pequeñas ayudan a nivelar las diferencias sociales, y puesto que ellas tienden a unirse en grandes federaciones nacionales e internacionales, ya por esto contribuyen al desenvolvimiento de las relaciones amistosas personales entre toda clase de hombres diseminados en las diferentes partes del globo.
Los clubs alpinos, la unión para la protección de la caza (Jagdpschutzverlein) de Alemania, que tiene más de 100.000 miembros ––cazadores, guardabosques y zoólogos profesionales, y simples amantes de la naturaleza–– y, del mismo modo, la “Sociedad Ornitológica Internacional”, cuyos miembros son zoólogos, criadores de aves y simples campesinos de Alemania, tienen el mismo carácter. Consiguieron, en el curso de unos pocos años, no sólo realizar una enorme obra de utilidad pública que está al alcance únicamente de las sociedades importantes (el trazado de cartas geográficas, la construcción de refugios y apertura de caminos en las montañas; el estudio de los animales, de los insectos nocivos, de la migración de aves, etc.), sino que han creado también nuevos lazos entre los hombres. Dos alpinistas de diferentes nacionalidades que se encuentran, en una cabaña de refugio, construida por el club en la cima de las montañas del Cáucaso, o bien el profesor y el campesino ornitólogo, que han vivido bajo un mismo techo, no han de sentirse ya dos hombres completamente extraños. Y la “Sociedad del Tío Toby”, de New Castle, que ha persuadido a más de 300.000 niños y niñas que no destruyan los nidos de pájaros y a ser buenos con todos los animales, es indudable que ha hecho bastante más en pro del desarrollo de los sentimientos humanos y de la afición al estudio de las ciencias naturales que el conjunto de predicadores de todo género y que la mayoría de nuestras escuelas.
Ni siquiera en nuestro breve ensayo podemos pasar en silencio los millares de sociedades científicas, literarias, artísticas y educativas. Naturalmente, necesario es decir que, hasta la época presente, las corporaciones científicas, que se encuentran bajo el control del estado y que con frecuencia reciben de él subsidios, generalmente se han convertido en un círculo muy estrecho, ya que los hombres de carrera a menudo consideran a las sociedades científicas como medios para ingresar en las filas de sabios pagados por el estado, mientras que, indudablemente, la dificultad de ser miembro de algunas sociedades privilegiadas sólo conduce a suscitar envidias mezquinas. Pero, con todo, es indudable que tales sociedades nivelan hasta cierto punto las diferencias de clases, creadas por el nacimiento o por pertenecer a tal o cual capa, a tal o cual partido político o creencia. En las pequeñas ciudades apartadas, las sociedades científicas, geográficas, musicales, etc., especialmente aquellas que incitan a la actividad de un círculo de aficionados más o menos amplios, se convierten en pequeños centros y en un género de eslabón que une a la pequeña ciudad con un mundo vasto, y también en el lugar en que se encuentran en un pie de igualdad hombres que ocupan las posiciones más diferentes en la vida social. Para apreciar la importancia de tales centros es necesario conocerlos, por ejemplo, en Siberia.
Por último, una de las manifestaciones más importantes del mismo espíritu lo constituyen las innumerables sociedades que tienen por fin la difusión de la educación, y que sólo ahora comienzan a destruir el monopolio de la iglesia y del estado en esta rama de la vida, importante en grado sumo. Puede osar decirse que, dentro de un tiempo extremadamente breve, estas sociedades adquirirán una importancia dominante en el campo de la educación popular. Debemos ya a la “Asociación Froebel” el sistema de jardines infantiles, y a una serie entera de sociedades oficializadas y no oficializadas debemos el nivel elevado que ha alcanzado la educación femenina en Rusia. En cuanto a las diferentes sociedades pedagógicas de Alemania, como es sabido, les corresponde una enorme parte de influencia en la elaboración de los métodos modernos de enseñanza en las escuelas populares. Tales asociaciones son también el mejor sostén de los maestros. ¡Cuán infeliz se sentiría sin su ayuda el maestro de aldea, abrumado por el peso de un trabajo mal retribuido!.
¿Todas estas asociaciones, sociedades, hermandades, uniones, institutos etcétera, que se pueden contar por decenas de miles en Europa solamente, y cada una de las cuales representa una masa enorme de trabajo voluntario, desinteresado, impagado o retribuido muy pobremente no son todas ellas manifestaciones, en formas infinitamente variadas, de aquella necesidad, eternamente viva en la humanidad, de ayuda y apoyo mutuos? Durante casi tres siglos se ha impedido que el hombre se tendiera mutuamente las manos, ni aún con fines literarios, artísticos y educativos. Las sociedades podían formarse solamente con el conocimiento y bajo la protección del estado o de la Iglesia, o debían existir en calidad de sociedades secretas semejantes a las francmasonas; pero ahora que esta oposición del estado ha sido, quebrantada, surgen por todas partes, abarcando las ramas más distintas de la actividad humana. Empiezan a adquirir un carácter internacional, e indudablemente contribuyen ––en grado tal que aún no hemos apreciado plenamente–– al quebrantamiento de las barreras internacionales erigidas por los estados. A pesar de la envidia, a pesar del odio, provocados por los fantasmas de un pasado en descomposición, la conciencia de la solidaridad internacional crece, tanto entre los hombres avanzados como entre las masas obreras, desde que ellas se conquistaron el derecho a las relaciones internacionales; y no hay duda alguna de que este espíritu de solidaridad creciente ejerció ya cierta influencia al conjurar una guerra entre estados europeos en los últimos treinta años. Y después de esa cruel lección recibida por Europa, y en parte por América, en la última guerra de cinco años, no hay duda alguna que la voz del sano juicio, poniendo freno a la explotación de unos pueblos por otros, hará imposible por mucho tiempo otra guerra semejante.
Por último, es menester mencionar aquí también las sociedades de beneficencia que, a su vez, constituyen todo un mundo original, ya que no hay la menor duda de que mueven a la inmensa mayoría de los miembros de estas sociedades los mismos sentimientos de ayuda mutua que son inherentes a toda la humanidad. Por desgracia, nuestros maestros religiosos prefieren atribuir origen sobrenatural a tales sentimientos. Muchos de ellos tratan de afirmar que el hombre no puede inspirarse conscientemente en las ideas de ayuda mutua, mientras no esté iluminado por las doctrinas de aquella religión especial de la cual son los representantes, y junto con San Agustín, la mayoría de ellos no reconocen la existencia de esos sentimientos en los “salvajes paganos”. Además, mientras el cristianismo primitivo, como todas las otras religiones nacientes, era un llamado a un sentimiento de ayuda mutua y de solidaridad, ampliamente humano, que le es propio, como hemos visto, de todas las instituciones de ayuda y apoyo mutuo que existían antes, o se habían desarrollado fuera de ella. En lugar de la ayuda mutua que todo salvaje consideraba como el cumplimiento de un deber hacia sus congéneres, la Iglesia cristiana comenzó a predicar la caridad, que constituía, según su doctrina, una virtud inspirada por el cielo, una virtud que por obra de tal interpretación atribuye un determinando género de superioridad a aquél que da sobre el que recibe, en lugar de reconocer la igualdad común al género humano, en virtud de la cual la ayuda mutua es un deber. Con estas limitaciones, y sin intención alguna de ofender a aquellos que se consideran entre los elegidos, mientras cumplen una exigencia de simple humanitarismo, nosotros podemos considerar, naturalmente, al enorme número de sociedades diseminadas por todas partes como una manifestación de aquella inclinación a la ayuda mutua.
Todos estos hechos demuestran que la búsqueda irrazonada de la satisfacción de intereses personales, con olvido completo de las necesidades de los otros hombres, de ningún modo constituye el rasgo principal, característico, de la vida moderna. Junto a estas corrientes egoístas, que orgullosamente exigen que se les reconozca importancia dominante en los negocios humanos, observamos la lucha porfiada que sostiene la población rural y obrera con el fin de reintroducir las firmes instituciones de ayuda y apoyo mutuos. No sólo eso: descubrimos en todas las clases de la sociedad un movimiento ampliamente extendido que tiende a establecer instituciones infinitamente variadas, más o menos firmes, con el mismo fin. Pero, cuando de la vida pública pasamos a la vida privada del hombre moderno, descubrimos todavía otro amplio mundo de ayuda y apoyos mutuos, a cuyo lado pasan la mayoría de los sociólogos sin observarlo, probablemente porque está limitado al círculo estrecho de la familia y de la amistad personal.
Bajo el sistema moderno de vida social, todos los lazos de unión entre los habitantes de una misma calle o “vecindad” han desaparecido. En los barrios ricos de las grandes ciudades, los hombres viven juntos sin saber siquiera quién es su vecino. Pero en las calles y callejones densamente poblados de esas mismas ciudades, todos se conocen bien y se encuentran en continuo contacto. Naturalmente, en los callejones, lo mismo que en todas partes, las pequeñas rencillas son inevitables, pero se desarrollan también relaciones según las inclinaciones personales, y dentro de estas relaciones se practica la ayuda mutua en tales proporciones que las clases más ricas no tienen idea. Si, por ejemplo, nos detenemos a mirar a los niños de un barrio pobre, que juegan en la plazuela, en la calle, o en el viejo cementerio (en Londres se ve esto a menudo) observaremos en seguida que entre estos niños existe una estrecha unión, a pesar de las peleas que se producen, y esta unión preserva a los niños de numerosas desgracias de todo género. Basta que algún chico se incline curiosamente sobre el orificio abierto de un sumidero para que su compañero de juego le grite: “¡Sal de ahí, que en ese agujero está la fiebre!” “¡No trepes por esta pared; si caes del otro lado el tren te destrozará!” “¡No te acerques a la zanja!” “¡No comas de estas bayas: es veneno, te morirás!” Tales son las primeras lecciones que el chico recibe cuando se une con sus compañeros de, calle. ¡Cuántos niños a quienes sirven de lugar de juego, las calles de las proximidades de las viviendas modelo para obreros recientemente construidas, o las riberas y puentes de los canales, perecerían bajo las ruedas de los carros o en el agua turbia de la corriente si entre ellos no existiera este género de ayuda mutua! Si a pesar de todo algún chiquillo cae en un foso sin parapeto, o una niña resbala y cae en el canal, la horda callejera arma tal griterío que todo el vecindario torre a ayudarlos. De todo esto hablo por experiencia personal.
Viene luego la unión de las madres: “No puede usted imaginarse ––me escribe una doctora inglesa que vivía en un barrio pobre de Londres, y a la cual rogué que me comunicara sus impresionase––, no puede usted imaginarse cuánto se ayudan entre sí. Si una mujer no ha preparado, o no puede preparar, lo necesario para el niño que espera ––¡y cuán a menudo sucede esto!–– todas las vecinas traen algo para el recién nacido. Al mismo tiempo, una de las vecinas se hace cargo en seguida del cuidado de los niños, y otra del hogar, mientras la parturienta permanece en cama”. Es éste un fenómeno corriente que mencionan todos los que tuvieron, que vivir entre los pobres de Inglaterra, y en general entre la población pobre de una ciudad. Las madres se apoyan mutuamente haciendo miles de pequeños servicios y cuidan de los niños ajenos. Es menester que la dama perteneciente a las clases ricas tenga una cierta disciplina ––para mejor o para peor, que lo juzgue ella misma–– para pasar por la calle al lado de niños que tiritan de frío y están hambrientos, sin notario. Pero las madres de las clases pobres no poseen tal disciplina. No pueden soportar el cuadro de un chico hambriento: “deben alimentarlo; y así lo hacen. Cuando los niños que van a la escuela piden pan, raramente, o más bien nunca, reciben una negativa” ––me escribe otra amiga, que trabajó durante algunos años en White-Chapel, en relación con un club obrero––. Pero mejor será transcribir algunos fragmentos de su carta:
“Es regla general entre los obreros cuidar a un vecino o una vecina enfermos, sin buscar ninguna clase de retribución. Del mismo modo, cuando una mujer que tiene niños pequeños se va al trabajo, siempre se los cuida una de las vecinas”.
“Si los obreros no se ayudaran mutuamente, no podría n vivir en absoluto. Conozco familias obreras que se ayudan constantemente entre sí, con dinero, alimento, combustible, vigilancia de los niños, en caso de enfermedad y en casos de muerte”.
“Entre los pobres, lo “mío”, y lo “tuyo” se distingue bastante menos que entre los ricos. Botines, vestidos, sombreros, etc. ––en una palabra, lo que se necesita en un momento dado––, se prestan constantemente entre sí, y del mismo modo todo género de efectos del hogar”.
“Durante el invierno pasado (1894), los miembros del United Radical Club reunieron en su medio una pequeña suma de dinero y empezaron después de Navidad a suministrar gratuitamente sopa y pan a los niños que concurrían a la escuela. Gradualmente, el número de niños que alimentaban alcanzó hasta 1.800. Las donaciones llegaban de fuera, pero todo el trabajo recaía sobre los hombros de los miembros del club”.

Algunos de ellos ––aquellos que entonces estaban sin trabajo–– venían a las cuatro de la mañana para lavar y limpiar legumbres: cinco mujeres venían a las nueve o diez de la mañana (después de haber terminado el trabajo de su hogar) a vigilar el cocimiento de la comida, y se quedaban hasta las seis o siete de la tarde para lavar la vajilla. Durante la hora del almuerzo, entre las doce y doce y media, venían de 20 a 30 obreros a ayudar a repartir la sopa; para lo cual habían de robar tiempo a su propia comida. Tal trabajo se prolongó dos meses, y siempre fue hecho completamente gratis.

Mi amiga cita también diferentes casos particulares, de los cuales menciono los más típicos:
“La niña Anita W. fue entregada, en pensión, por su madre a una anciana de la calle Wilmot. Cuando murió la madre de Anita, la anciana, que vivía ella misma en la mayor indigencia, crió a la niña a pesar de qué nadie le pagaba un centavo. Cuando murió también la anciana, la niña, que tenía entonces cinco años quedó, durante la enfermedad de su madre adoptiva, sin cuidado alguno, e iba en andrajos; pero le ofreció asilo entonces la esposa de un zapatero, que tenía ya seis varones. Más tarde, cuando el zapatero cayó enfermo, todos ellos tuvieron que sufrir hambre”.
“Hace unos días, M., madre de seis niños, atendía a la vecina Mg. durante su enfermedad, y llevó a su casa al niño más grande… Pero, ¿son necesarios a usted estos hechos? Constituyen el fenómeno más corriente… Conozca a la señora D. (en dirección tal) que tiene una máquina de coser. Continuamente cose para los otros, no aceptando retribución alguna por el trabajo, a pesar de que debe cuidar a cinco niños y al esposo…, etc”.

Para todo aquél que tiene siquiera una pequeñísima idea de la vida de las clases obreras, resulta evidente que si en su medio no se practicara en grandes proporciones la ayuda mutua, no podrían, de modo alguno, vencer las dificultades de que está llena su vida. Solamente gracias a la combinación de felices circunstancias la familia obrera puede pasar la vida sin atravesar por momentos duros como los que fueron descritos por el tejedor de cintas Josept Guttridge en su autobiografía. Y si no todos los obreros caen, en tales circunstancias, hasta los últimos grados de miseria, se lo deben precisamente a la ayuda mutua practicada entre ellos. Una vieja nodriza que vivía en la pobreza más extrema ayudó a Guttridge en el instante mismo en que su familia se avecinaba a un desenlace fatal: les consiguió a crédito pan, carbón y otros artículos de primera necesidad. En otros casos era otro el que ayudaba, o bien los vecinos se unían para arrebatar a la familia de las garras de la miseria. Pero, si los pobres no acudieran en ayuda de los pobres, ¡en qué proporciones enormes aumentaría el número de aquellos que llegan a la miseria espantosa ya irreparable!.
Samuel Plimsoll, conocido en Inglaterra por su campaña en contra el seguro de las naves podridas e inútiles que eran enviadas al mar con la esperanza de que se hundieran para cobrar la prima de seguro, después de haber vivido algún tiempo entre pobres gastando solamente siete chelines seis peniques (tres rublos cincuenta copecas) por semana viose obligado a reconocer que los buenos sentimientos hacia los pobres que tenía cuando comenzó este género de vida “se cambiaron en sentimientos de sincero respeto y admiración, cuando vio hasta dónde las relaciones entre los pobres están imbuidas de ayuda y apoyo mutuos, y cuando conoció los medios simples con que se prestan este género de apoyo. Después de muchos años de experiencia llegó a la conclusión de que si bien se piensa, resulta que semejantes hombres constituyen la inmensa mayoría de las clases obreras”. En cuanto a la crianza de huérfanos practicada hasta por las familias más pobres de los vecinos, es un fenómeno tan ampliamente difundido que se puede considerar regla general; así, después de la explosión de gases de las minas de Warren Vale y Lund Hill, revelose que “casi un tercio de los mineros muertos, ––según las investigaciones de la comisión––, mantenía, aparte de sus esposas e hijos, también a otros parientes pobres”. “¿Habéis pensado ––agrega a esto Plimsoll–– qué significa este hecho? No dudo de que semejante fenómeno no es raro entre los ricos o hasta entre personas pudientes. Pero, pensad bien en la diferencia”. Y, realmente, vale la pena pensar qué significa, para el obrero que gana 16 chelines (menos de ocho rublos) por semana y que alimenta con estos módicos recursos a la esposa y a veces cinco o seis hijos, gastar un chelín en ayudar a la viuda de un camarada o sacrificar medio chelín para el entierro de uno tan pobre como él mismo. Pero semejantes sacrificios son un fenómeno corriente entre los obreros de cualquier país, aún en ocasiones considerablemente más de orden común que la muerte, y ayudar por medio del trabajo es la cosa más natural en su vida.
La misma práctica de ayuda y apoyo mutuos se observa, naturalmente, también entre las clases más ricas, con la misma sedimentación en capas que señala Plimsoll. Naturalmente, cuando se piensa en la crueldad que los empleadores más ricos muestran hacia los obreros, siéntese uno inclinado a tratar la naturaleza humana con suma desconfianza. Muchos probablemente recuerdan todavía la indignación provocada en Inglaterra por los dueños de las minas durante la gran huelga de Yorkshire, en 1894, cuando empezaron a procesar a los viejos mineros por recoger carbón en un pozo abandonado. Y aún dejando de lado los períodos agudos de lucha y de guerra civil cuando, por ejemplo, decenas de miles de obreros prisioneros fueron fusilados después de la caída de la Comuna de París, ¿quién puede leer sin estremecerse las revelaciones de las comisiones reales sobre la situación de los obreros en 1840 en Inglaterra, o las palabras de Lord Shaftesbury sobre el espantoso despilfarro de vida humana en las fábricas donde trabajan niños tomados de los hospicios, si no simplemente comprados en toda Inglaterra para venderlos después, a las fábricas.
¿Quién puede leer todo esto sin sorprenderse por la bajeza de que es capaz el hombre en su afán de lucro? Pero necesario es decir que sería erróneo atribuir tal género de fenómeno exclusivamente a la criminalidad de la naturaleza humana. ¿Acaso hasta una época reciente los hombres de ciencia, y hasta una parte importante del clero no difundían doctrinas que inculcaban desconfianza y desprecio, y casi odio a las clases más pobres? ¿Acaso los hombres de ciencia no decían que desde que la servidumbre quedó abolida sólo pueden caber en la pobreza los hombres viciosos? ¡Y qué pocos representantes de la Iglesia se ha hallado que se atrevieran a vituperar estos infanticidios, mientras que la mayoría del clero enseñaba que los sufrimientos de los pobres y hasta la esclavitud de los negros eran cumplimiento de la voluntad de la Providencia Divina! ¿Acaso el cisma (non conformism) mismo en Inglaterra no era en esencia una protesta popular contra el cruel trato que la iglesia del estado daba a los pobres?.
Con tales guías espirituales no es de extrañar que los sentimientos de las clases pudientes, como observó M. Plimsoll, debían no tanto embotarse cuanto tomar tinte de clase. Los ricos raramente se rebajan hasta los pobres, de quienes están separados por el mismo modo de vida y de quienes ignoran por completo el lado mejor de su existencia cotidiana. Pero también los ricos, dejando de lado por una parte la mezquindad y los gastos irrazonables por otro, en el círculo de la familia y de los amigos se observa la misma práctica de ayuda y apoyo mutuos que entre los pobres. Ihering y Dargun tenían plena razón al decir que si se hiciera un resumen estadístico del dinero que pasa de mano en mano en forma de préstamo amistoso y de ayuda, la suma general resultaría colosal, aún en comparación con las transacciones del comercio mundial. Y si se agrega a esto ––y necesario es agregarlo–– los gastos de hospitalidad, los pequeños servicios mutuos prestados entre sí, la ayuda para arreglar asuntos ajenos, regalo y beneficencia, indudablemente nos asombraremos de la importancia que tales gastos tienen en la economía nacional. Aún en el mundo dirigido por el egoísmo comercial existe una frase corriente: “Esta firma nos ha tratado duramente”, y está frase demuestra que hasta en el ambiente comercial existen relaciones amistosas, opuestas a las duras, es decir a las relaciones basadas exclusivamente en la ley. Todo comerciante, naturalmente, sabe cuántas firmas se salvan por año de la ruina gracias al apoyo amistoso prestado por otras firmas.
En cuanto a la beneficencia y a la masa de trabajos de utilidad pública realizados voluntariamente, tanto por los representantes de la clase acomodada como de las obreras y, en especial, por los representantes de las diferentes profesiones, todos saben qué papel desempeñan estas dos categorías de benevolencia en la vida moderna. Si el carácter verdadero de esta benevolencia a menudo suele ser echada a perder por la tendencia a adquirir fama, poder político o distinción social, a pesar de todo es indudable que en la mayoría de los casos el impulso proviene del mismo sentimiento de ayuda mutua. Muy a menudo, los hombres, adquiriendo riquezas, no hallan en ellas las satisfacciones que esperaban. Otros empiezan a sentir que a pesar de cuanto han difundido los economistas de que la riqueza es la recompensa de sus capacidades, su recompensa es demasiado grande. La conciencia de la solidaridad humana se despierta en ellos; a pesar de que la vida social está constituida como para sofocar este sentimiento con miles de métodos astutos, a pesar de todo, a menudo se sobrepone, y entonces los hombres del tipo arriba indicado tratan de hallar una salida para esta necesidad alojada en la profundidad del corazón humano, entregando su fortuna o sus fuerzas a algo que según su opinión contribuirá al desarrollo del bienestar general.
Dicho más brevemente, ni las fuerzas abrumadoras del estado centralizado, ni las doctrinas de mutuo odio y de lucha despiadada que provienen, ordenadas con los atributos de la ciencia, de los filósofos y sociólogos obsequiosos, pudieron desarraigar los sentimientos de solidaridad humana, de reciprocidad, profundamente enraizados en la conciencia Y el corazón humanos, puesto que este sentimiento fue criado por todo nuestro desarrollo precedente. Aquello que ha sido resultado de la evolución, comenzando desde sus más primitivos estadios, no puede ser destruido por una de las fases transitorias de esa misma evolución. Y la necesidad de ayuda y apoyo mutuos que se ha ocultado quizá en el círculo estrecho de la familia, entre los vecinos de las calles y callejuelas pobres, en la aldea o en las uniones secretas de obreros, renace de nuevo, hasta en nuestra sociedad moderna y proclama su derecho, el derecho de ser, como siempre lo ha sido, el principal impulsor en el camino del progreso máximo.
Tales son las conclusiones a las cuales llegamos inevitablemente después de un examen cuidadoso de cada grupo de hechos enumerados brevemente en los dos últimos capítulos.
CONCLUSIÓN.

Si tomamos ahora lo que nos enseña el examen de la sociedad moderna en relación con los hechos que señalan la importancia de la ayuda mutua en el desarrollo gradual del mundo animal y de la humanidad, podemos extraer de nuestras investigaciones las siguientes conclusiones: En el mundo animal nos hemos persuadido de que la enorme mayoría de las especies viven en sociedades y que encuentran en la sociabilidad la mejor arma para la lucha por la existencia, entendiendo, naturalmente, este término en el amplio sentido darwiniano, no como una lucha por los medios directos de existencia, sino como lucha contra todas las condiciones naturales, desfavorables para la especie.
Las especies animales en las que la lucha entre los individuos ha sido llevada a los límites más restringidos, y en las que la práctica de la ayuda mutua ha alcanzado el máximo desarrollo, invariablemente son las especies más numerosas, las más florecientes y más aptas para el máximo progreso. La protección mutua, lograda en tales casos y debido a esto la posibilidad de alcanzar la vejez y acumular experiencia, el alto desarrollo intelectual y el máximo crecimiento de los hábitos sociales, aseguran la conservación de la especie y también su difusión sobre una superficie más amplia, y la máxima evolución progresiva. Por lo contrario, las especies insaciables, en la enorme mayoría de los casos, están condenadas a la degeneración.
Pasando luego al hombre, lo hemos visto viviendo en clanes y tribus, ya en la aurora de la Edad Paleolítica; hemos visto también una serie de instituciones y costumbres sociales formadas dentro del clan ya en el grado más bajo de desarrollo de los salvajes. Y hemos hallado que los más antiguos hábitos y costumbres tribales dieron a la humanidad, en embrión, todas aquellas instituciones que más tarde actuaron como los elementos impulsores más importantes del máximo progreso. Del régimen tribal de los salvajes nació la comuna aldeana de los “bárbaros”, y un nuevo círculo aún más amplio de hábitos, costumbres e instituciones sociales, una parte de los cuales subsistieron hasta nuestra época, se desarrolló a la sombra de la posesión común de una tierra dada y bajo la protección de la jurisdicción de la asamblea comunal aldeana en federaciones de aldeas pertenecientes, o que se suponían pertenecer a una tribu y que se defendían de los enemigos con las fuerzas comunes.
Cuando las nuevas necesidades incitaron a los hombres a dar un nuevo paso en su desarrollo, formaron el derecho popular de las ciudades libres, que constituían una doble red: de unidades territoriales (comunas aldeanas) y de guildas surgidas de las ocupaciones comunes en un arte u oficio dado, o para la protección y el apoyo mutuos. Ya hemos considerado en dos capítulos, el quinto y el sexto, cuán enormes fueron los éxitos del saber, del arte y de la educación en general en las ciudades medievales que tenían derechos populares.
Finalmente, en los dos últimos capítulos se han reunido hechos que señalan cómo la formación de los estados según el modelo de la Roma Imperial destruyó violentamente todas las instituciones medievales de apoyo mutuo y creó una nueva forma de asociación, sometiendo toda la vida de la población a la autoridad del estado. Pero el Estado, apoyado en agregados poco vinculados entre sí de individuos y asumiendo la tarea de ser único principio de unión, no respondió a su objetivo.
La tendencia de los hombres al apoyo mutuo y su necesidad de unión directa para él, nuevamente se manifestaron en una infinita diversidad de todas las sociedades posibles que también tienden ahora a abrazar todas las manifestaciones de vida, a dominar todo lo necesario para la existencia humana y para reparar los gastos condicionados por la vida: crear un cuerpo viviente, en lugar del mecanismo muerto, sometido a la voluntad de los funcionarios.
Probablemente se nos observará que la, ayuda mutua, a pesar de constituir una de las grandes fuerzas activas de la evolución, es decir, del desarrollo progresivo de la humanidad, es sólo una de las diferentes formas de las relaciones de los hombres entre sí; junto con esta corriente, por poderosa que fuera, existe y siempre existió, otra corriente la de autoafirmación del individuo, no sólo en sus esfuerzos por alcanzar la superioridad personal o de casta en la relación económica, política y espiritual, sino también en una actividad que es más importante a pesar de ser menos potable; romper los lazos que siempre tienden a la cristalización y petrificación, que imponen sobre el individuo el clan, la comuna aldeana, la ciudad o el estado. En otras palabras, en la sociedad humana, la autoafirmación de la personalidad también constituye un elemento de progreso.
Es evidente que ningún esquema del desarrollo de la humanidad puede pretender ser completo si no se considera estas dos corrientes dominantes. Pero el caso es que la autoafirmación de la personalidad o grupos de personalidades, su lucha por la superioridad y los conflictos y la lucha que se derivan de ella fueron, ya en épocas inmemoriales, analizados, descritos y glorificados. En realidad, hasta la época actual sólo esta corriente ha gozado de la atención de los poetas épicos, cronistas, historiadores y sociólogos.
La historia, como ha sido escrita hasta ahora, es casi íntegramente la descripción de los métodos y medios con cuya ayuda la teocracia, el poder militar, la monarquía política y más tarde las clases pudientes establecieron y conservaron su gobierno. La lucha entre estas fuerzas constituye, en realidad, la esencia de la historia. Podemos considerar, por esto, que la importancia de la personalidad y de la fuerza individual en la historia de la humanidad es enteramente conocida, a pesar de que en este dominio ha quedado no poco que hacer en el sentido recientemente indicado.
Al mismo tiempo, otra fuerza activa ––la ayuda mutua–– ha sido relegada hasta ahora al olvido completo; los escritores de la generación actual y de las pasadas, simplemente la negaron o se burlaron de ella. Darwin, hace ya medio siglo, señaló brevemente la importancia de la ayuda mutua para la conservación y el desarrollo progresivo de los animales. Pero, ¿quién trató ese pensamiento desde entonces? Sencillamente se empeñaron en olvidarla. Debido a esto, fue necesario, antes que nada, establecer el papel enorme que desempeña la ayuda mutua tanto en el desarrollo del mundo animal como de las sociedades humanas. Sólo después que esta importancia sea plenamente reconocida será posible comparar la influencia de una y otra fuerza: la social y la individual.
Evidentemente, es imposible efectuar, con un método más o menos estadístico, siquiera una apreciación grosera de su importancia relativa.
Cualquier guerra, como todos sabemos, puede producir, ya sea directamente o bien por sus consecuencias, más daños que beneficios, puede producir centenares de años de acción, libres de obstáculos, del principio de ayuda mutua. Pero cuando vemos que en el mundo animal el desarrollo progresivo y la ayuda mutua van de la mano, y la guerra interna en el seno de una especie, por lo contrario, va acompañada “por el desarrollo progresivo”, es decir, la decadencia de la especie; cuando observamos que para el hombre hasta el éxito en la lucha y la guerra es proporcional al desarrollo de la ayuda mutua en cada una de las dos partes en lucha, sean estas naciones, ciudades, tribus o solamente partidos, y que en el proceso de desarrollo de la guerra misma (en cuanto puede cooperar en este sentido) se somete a los objetivos finales del progreso de la ayuda mutua dentro de la nación, ciudad o tribu, por todas estas observaciones ya tenemos una idea de la influencia predominante de la ayuda mutua como factor de progreso.
Pero vemos también que la práctica de la ayuda mutua y su desarrollo subsiguiente crearon condiciones mismas de la vida social, sin las cuales el hombre nunca hubiera podido desarrollar sus oficios y artes, su ciencia, su inteligencia, su espíritu creador; y vemos que los períodos en que los hábitos y costumbres que tienen por objeto la ayuda mutua alcanzaron su elevado desarrollo, siempre fueron períodos del más grande progreso en el campo de las artes, la industria y la ciencia.
Realmente, el estudio de la vida interior de las ciudades de la antigua Grecia, y luego de las ciudades medievales, revela el hecho de que precisamente la combinación de la ayuda mutua, como se practicaba dentro de la guilda, de la comuna o el clan griego ––con la amplia iniciativa permitida al individuo y al grupo en virtud del principio federativo––, precisamente esta combinación, decíamos, dio a la humanidad los dos grandes períodos de su historia: el período de las ciudades de la antigua Grecia y el período de las ciudades de la Edad Media; mientras que la destrucción de las instituciones y costumbres de ayuda mutua, realizadas durante los períodos estatales de la historia que siguieron, corresponde en ambos casos a las épocas de rápida decadencia.
Probablemente se nos replicará, sin embargo, haciendo mención del súbito progreso industrial que se realizó en el siglo XIX y que corrientemente se atribuye al triunfo del individualismo y de la competencia. No obstante este progreso, fuera de toda duda, tiene un origen incomparablemente más profundo. Después que fueron hechos los grandes descubrimientos del siglo XV, en especial el de la presión atmosférica, apoyada por una serie completa de otros en el campo de la física ––y estos descubrimientos fueron hechos en las ciudades medievales–– después de estos descubrimientos, la invención de la máquina a vapor, y toda la revolución industrial provocada por la aplicación de la nueva fuerza, el vapor, fue una consecuencia necesaria.
Si las ciudades medievales hubieran subsistido hasta el desarrollo de los descubrimientos empezados por ellas, es decir, hasta la aplicación práctica del nuevo motor, entonces las consecuencias morales, sociales, de la revolución provocada por la aplicación del vapor podrían tomar, y probablemente hubieran tomado, otro carácter; pero la misma revolución en el campo de la técnica de la producción y de la ciencia también hubiera sido inevitable. Solamente hubiera encontrado menos obstáculos. Queda sin respuesta el interrogante: ¿No fue acaso retardada la aparición de la máquina de vapor y también la revolución que le siguió luego en el campo de las artes, por la decadencia general de los oficios que siguió a la destrucción de las ciudades libres y que se notó especialmente en la primera mitad del siglo XVIII?.
Considerando la rapidez asombrosa del progreso industrial en el período que se extiende desde el siglo XII hasta el siglo XV, en el tejido, en el trabajo de metales, en la arquitectura, en la navegación, y reflexionando sobre los descubrimientos científicos a los cuales condujo este progreso industrial a fines del siglo XIX, tenemos derecho a formularnos esta pregunta: ¿No se retrasó la humanidad en la utilización de todas estas conquistas científicas cuando empezó en Europa la decadencia general en el campo de las artes y de la industria, después de la caída de la civilización medieval?.
Naturalmente, la desaparición de los artistas artesanos, como los que produjeron Florencia, Nüremberg y muchas otras ciudades, la decadencia de las grandes ciudades y la interrupción de las relaciones entre ellas no podían favorecer la revolución industrial. Realmente sabemos, por ejemplo, que James Watt, el inventor de la máquina a vapor moderna, empleó alrededor de doce años de su vida para hacer su invento prácticamente utilizable, puesto que no pudo hallar, en el siglo XVIII aquellos ayudantes que hubiera hallado fácilmente en la Florencia, Nüremberg o Brujas de la Edad Media; es decir, artesanos capacitados para realizar su invento en el metal y darle la terminación y finura artística que son necesarias para la máquina de vapor que trabaja con exactitud.
De tal modo, atribuir el progreso industrial del siglo XV a la guerra de todos contra uno significa juzgar como aquél que sin saber las verdaderas causas de la lluvia la atribuye a la ofrenda hecha por el hombre al ídolo de arcilla. Para el progreso industrial, lo mismo que para cualquier otra conquista en el campo de la naturaleza, la ayuda mutua y las relaciones estrechas sin duda fueron siempre más ventajosas que la lucha mutua.
Sin embargo, la gran importancia del principio de ayuda mutua aparece principalmente en el campo de la ética, o estudio de la moral. Que la ayuda mutua es la base de todas nuestras concepciones éticas, es cosa bastante evidente.

Pero cualesquiera que sean las opiniones que sostuviéramos con respecto al origen primitivo del sentimiento o instinto de ayuda mutua ––sea que lo atribuyamos a causas biológicas o bien sobrenaturales–– debemos reconocer que se puede ya observar su existencia en los grados inferiores del mundo animal. Desde estos grados elementales podemos seguir su desarrollo ininterrumpido y gradual a través de todas las clases del mundo animal y, no obstante, la cantidad importante de influencias que se le opusieron, a través de todos los grados de la evolución humana hasta la época presente. Aún las nuevas religiones que nacen de tiempo en tiempo ––siempre en épocas en que el principio de ayuda mutua había decaído en los estados teocráticos y despóticos de Oriente, o bajo la caída del imperio Romano––, aún las nuevas religiones nunca fueron más que la afirmación de ese mismo principio. Hallaron sus primeros continuadores en las capas humildes, inferiores, oprimidas de la sociedad, donde el principio de la ayuda mutua era la base necesaria de la vida cotidiana; y las nuevas formas de unión que fueron introducidas en las antiguas comunas budistas Y cristianas, en las comunas de los hermanos moravos, etc., adquirieron el carácter de retorno a las mejores formas de ayuda mutua que de practicaban en el primitivo período tribal.
Sin embargo, cada vez que se hacia una tentativa para volver a este venerado principio antiguo, su idea fundamental se extendía. Desde el clan se prolongó a la tribu, de la federación de tribus abarcó la nación, y, por último ––por lo menos en el ideal––, toda la humanidad. Al mismo tiempo, tomaba gradualmente un carácter más elevado. En el cristianismo primitivo, en las obras de algunos predicadores musulmanes, en los primitivos movimientos del período de la Reforma y, en especial, en los movimientos éticos y filosóficos del siglo XVIII y de nuestra época se elimina más y más la idea de venganza o de la “retribución merecida”: “bien por bien y mal por mal”. La elevada concepción: ––No vengarse de las ofensas––, y el principio: “Da al prójimo sin contar, da más de lo que piensas recibir”.
Estos principios se proclaman como verdaderos principios de moral, como principios que ocupan más elevado lugar que la simple “equivalencia”, la imparcialidad, la fría justicia, como principios que conducen más rápidamente mejor a la felicidad. Incitan al hombre, por esto, a tomar por guía, en sus actos, no sólo el amor, que siempre tiene carácter personal o, en el mejor de los casos, carácter tribal, sino la concepción de su unidad con todo ser humano, por consiguiente, de una igualdad de derecho general y, además, en sus relaciones hacia los otros, a entregar a los hombres, sin calcular la actividad de su razón y de su sentimiento y hallar en esto su felicidad superior.
En la práctica de la ayuda mutua, cuyas huellas podemos seguir hasta los más antiguos rudimentos de la evolución, hallamos, de tal modo, el origen positivo e indudable de nuestras concepciones morales, éticas, y podemos afirmar que el principal papel en la evolución ética de la humanidad fue desempeñado por la “ayuda mutua” y no por la “lucha mutua”. En la amplia difusión de los principios de ayuda mutua, aún en la época presente, vemos también la mejor garantía de una evolución aún más elevada del género humano.

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