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El apoyo mutuo. Un factor de la evolución I

Piotr Kropotkin :: 28.09.18

El gran escritor ruso escribió esta obra buscando superar las limitaciones y graves errores de la teoría de la evolución de las especies de Darwin.

“EL APOYO MUTUO.
UN FACTOR DE LA EVOLUCIÓN”.

Pedro Kröpotkin (1902).

• Preparado y “reproducido” para Internet por: (I.E.A.)
“Instituto de Estudios Anarquistas” (Santiago, Chile, abril de 2005), http://www.institutoanarquista.cl // contacto@institutoanarquista.cl

ÍNDICE.
Contenido: Página:
Introducción a la tercera edición en español…………………. 3 – 15
Prologo al “Apoyo Mutuo”, de P. Kröpotkin, en la edición
norteamericana…………………………………………………….. 16 – 19
Prólogo a la primera edición rusa………………………………. 20
Prólogo………………………………………………………………. 21 – 22
Introducción………………………………………………………… 23 – 32
Capítulo I: La ayuda mutua entre los animales………………. 33 – 55
Capítulo II: La ayuda mutua entre los animales
(continuación)………………………………………………………. 56 – 88
Capítulo III: La ayuda mutua entre los salvajes………………. 89 - 116
Capítulo IV: La ayuda mutua entre los bárbaros…………….. 117 – 141
Capítulo V: La ayuda mutua en la ciudad medieval……….… 142 – 163
Capítulo VI: La ayuda mutua en la ciudad medieval
(continuación)………………………………………………………. 164 – 187
Capítulo VII: La ayuda mutua en la sociedad moderna…….. 188 – 213
Capítulo VIII: La ayuda mutua en la sociedad moderna
(continuación)………………………………………………………. 214 – 235
Conclusión………………………………………………………….. 236 – 242

INTRODUCCIÓN A LA TERCERA EDICIÓN EN ESPAÑOL.

El apoyo mutuo es la obra más representativa de la personalidad intelectual de Kröpotkin[1]. En ella se encuentran expresados por igual el hombre de ciencia y el pensador anarquista; el biólogo y el filósofo social; él historiador y el ideólogo. Se trata de un ensayo enciclopédico, de un género cuyos últimos cultores fueron positivistas y evolucionistas. Abarca casi todas las ramas del saber humano, desde la zoología a la historia social, desde la geografía a la sociología del arte, puestas al servicio de, una tesis científico-filosófica que constituye, a su vez, una particular interpretación del evolucionismo darwiniano.
Puede decirse que dicha tesis llega a ser el fundamento de toda su filosofía social y política y de todas sus doctrinas e interpretaciones de la realidad contemporánea Como gozne entre aquel fundamento y estas doctrinas se encuentra una práctica de la expansión vital.
Para comprender el sentido de la tesis básica de El apoyo mutuo es necesario partir del evolucionismo darwiniano al cual se adhiere Kröpotkin, considerándolo la última palabra de la ciencia moderna.
Hasta el siglo XIX los naturalistas tenían casi por axioma la idea de la fijeza e inmovilidad de las especies biológicas: Tot sunt species quot al principio creavit infinitum ens. Aún en el siglo XIX, el más célebre de los cultores de la historia natural, el hugonote Cuvier, seguía impertérrito en su fijismo. Pero ya en 1809 Lamarck, en su “Filosofía zoológica” defendía, con gran escándalo de la Iglesia y de la Academia, la tesis de que las especies zoológicas

1
Kröpotkin, príncipe Pëtr Alekseevich (1842-1921). Teórico anarquista ruso. De origen aristocrático, fue miembro de un regimiento de cosacos en Siberia (1862-66) y realizó estudios geográficos, zoológicos y antropológicos. Se trasladó a Suiza (1872), donde ingresó en la sección bakuninista de Ginebra de la I Internacional. De regreso a Rusia fue encarcelado (1874), pero huyó a Gran Bretaña (1876) y pasó a Suiza, donde fundó con Reclús el periódico “Le Révolté” (1878). Expulsado de Suiza (1881), organizó grupos anarquistas en Francia y fue encarcelado (1882). Amnistiado (1886), se instaló en Gran Bretaña, donde se erigió en el principal exponente del anarquismo colectivista o anarco-comunismo. En su obra “Mutual Aid: a Factor of Evolution” (1902), rechazó la teoría darwiniana (solo en el sentido de que los hombres más fuertes se imponen a los débiles) y proclamó que la ayuda y cooperación mutuas eran los factores determinantes del proceso evolutivo. Partidario de la difusión de la teoría como principal actividad de los anarquistas, no descartó la revolución popular para destruir el Estado y transformar la propiedad privada de los medios de producción en propiedad colectiva, pero sobre la base de pequeñas comunidades locales federadas libremente. Regresó a Rusia (1917) y apoyó la Revolución de Febrero, pero denunció la de Octubre como un golpe de Estado de los bolcheviques. Entre sus otras obras destacan: “Paroles d’un révolté” (1885), “La conquête du pain” (1892) y “Fields, Factories and Workshops” (1898) (Salvat, diccionario. Salvat Editores, S.A. Madrid, España, 1999).
se transforman, en respuesta a una tendencia inmanente, de su naturaleza y adaptándose al medio circundante. Hay en cada animal un impulso intrínseco (o “conato”) que lo lleva a nuevas adaptaciones y lo provee de nuevos órganos, que se agregan a su fondo genético y se transmiten por herencia. A la idea del impuso intrínseco y la formación de nuevos órganos exigidos por el medio ambiente se añade la de la transmisión hereditaria. Tales ideas, a las que Cuvier oponía tres años más tarde, en su Discurso sobre las revoluciones del globo, la teoría de las catástrofes geológicas y las sucesivas creaciones [2], encontró indirecto apoyo en los trabajos del geólogo inglés, Lyell, quién, en sus Principios de geología demostró la falsedad del catastrofismo de Cuvier, probando que las causas de la alteración de la superficie del planeta no son diferentes hoy que en las pasadas eras [3].
Lamarck desciende filosóficamente de la filosofía de la Ilustración, pero no ha desechado del todo la teleología. Para él hay en la naturaleza de los seres vivos una tendencia continua a producir organismos cada vez más complejos [4]. Dicha tendencia actúa en respuesta a exigencias del medio y no sólo crea nuevos caracteres somáticos sino que los transmite por herencia. Una voluntad inconsciente y genérica impulsa, pues, el cambio según una ley general que señala el tránsito de lo simple a lo complejo.
Está ley servirá de base a la filosofía sintética de Spencer. Pese a la importancia de la teoría de Lamarck en la historia de la ciencia y aún de la filosofía, ella estaba limitada por innegables deficiencias. Lamarck no aportó muchas pruebas a sus hipótesis; partió de una química precientífica; no consideró la evolución sino como proceso lineal. Darwin, en cambio, sé preocupó por acumular, sobre todo a través de su viaje alrededor del mundo, en el Beagle un gran cúmulo de observaciones zoológicas y botánicas; se puso al día con la química iniciada por Lavoisier (aunque ignoró la genética fundada por Mendel) y tuvo de la evolución un concepto más amplio y, complejo. Desechó toda clase de teleologismo y se basó, en supuestos estrictamente mecanicistas. Sus notas revelan que tenía conciencia de las aplicaciones materialistas de sus teorías biológicas. De hecho, no sólo recibió la influencia de su abuelo Erasmus Darwin y la del geólogo Lyell sino también las del economista Adam Smith, del demógrafo Malthus y del filósofo Comte [5]. En 1859 publicó su Origen de las especies que logró pronto universal celebridad; doce años más tarde sacó a la

2
Cfr. H. Daudin, “Cuvier et Lanzarck”, París, Francia, 1926.
3 Cfr. G. Colosi, “La doctrina dell evolucione e le teorie evoluzionistiche”, Florencia, Italia, 1945.
4
S. J. Gould, “Desde Darwin”, Madrid, España, 1983, p. 80.
5 R. Grasa Hernández, “El evolucionismo: de Darwin a la sociobiología”, Madrid, España, 1986, p. 43.
luz La descendencia del hombre[6]. Darwin acepta de Lamarck la idea de adaptación al medio, pero se niega a admitir la de la fuerza inmanente que impulsa la evolución. Rechaza, en consecuencia, toda posibilidad de cambios repentinos y sólo admite una serie de cambios graduales y accidentales. Formula, en sustitución del principio lamarckiano del impulso inmanente, la ley de la selección natural [7]. Partiendo de Malthus, observa que hay una reproducción excesiva de los vivientes, que llevaría de por si a que cada especie llenara toda la tierra. Si ello no sucede es porque una gran parte de los individuos perecen. Ahora bien, la desaparición de los mismos obedece a un proceso de selección. Dentro de cada especie surgen innúmeras diferencias; sólo sobreviven aquellos individuos cuyos caracteres diferenciales los hacen más aptos para adaptarse al medio. De tal manera, la evolución aparece como un proceso mecánico, que hace superflua toda teleología y toda idea de una dirección y de una meta. Esta ley básica de la selección natural y la supervivencia del más apto (que algunos filósofos contemporáneos, como Popper, consideran mera tautología) comparte la idea de la lucha por la vida (“struggle for life”) [8]. Ésta se manifiesta principalmente entre los individuos de una misma especie, donde cada uno lucha por el predominio y por el acceso a la reproducción (selección sexual).
Herbert Spencer, quien, antes de Darwin, había esbozado ya el plan de un vasto sistema de filosofía sintética, extendió la idea de la evolución, por una parte, a la materia inorgánica (Primeros Principios, 1862, II Parte,) y, por otra parte, a la sociedad y la cultura (Principios de Sociología, 1876-1896). Para él, la lucha por la vida y la supervivencia del más apto (expresión que usaba desde 1852), representan no solamente, el mecanismo por el cual la vida se transforma y evoluciona sí no también la única vía de todo progreso humano [9]. Sienta así las bases de lo que se llamará el darwinismo social, cuyos dos hijos, el feroz capitalismo manchesteriano y el ignominioso racismo fuero tal vez más lejos de lo que aquel pacífico burgués podía imaginar. Th. Huxley, discípulo fiel de Darwin, publica, en febrero de 1888, en, la revista “The Níneteenth Century”, un artículo que como su mismo título indica, es todo un manifiesto del darwinismo social: “The Struggle for life. A Programme” [10]. Kröpotkin queda conmovido por este trabajo, en el cual ve expuestas las ideas sociales contra las que siempre había luchado, fundadas en las teorías científicas a las que

6
Cfr. J. Rostand, “Charles Darwin”, París, Francia, 1948; P. Leonardi, “Darwin”, Brescia, Italia, 1948; M.T. Ghiselin, “The Triumph of the Darwinian Meted”, Chicago, Estados Unidos, 1949.
7
Cfr. A. Pauli, “Darwinisimusund Lamarckismus”, Munich, Alemania, 1905.
8
Cfr. G. De Beer, Charles Darwin, “Evolution by Natural Selection”, Londres, Inglaterra, 1963.
9
Cfr. W.H. Hudson, “Introduction to the Philosophy of Herbert Spencer” Londres, Inglaterra, 1909.
10
Cfr. W. Irvine, T. H. Huxley Londres, Inglaterra, 1960.
consideraba como culminación, del pensamiento biológico contemporáneo. Reacciona contra él y, a partir de 1890, se propone refutarlo en una serie de artículos, que van apareciendo también en “The Níneteenth Century” y que más tarde amplía y complementa, al reunirlos en un volumen titulado El apoyo mutuo. Un factor de la evolución.
Un camino para refutar a Huxley y al darwinismo social hubiera sido seguir los pasos de Russell Wallace, quien pone el cerebro del hombre, al margen de la evolución. Hay que tener en cuenta que este ilustre sabio que formuló su teoría de la evolución de las especies casi al mismo tiempo que Darwin, al hacer un lugar aparte para la vida moral e intelectual del ser humano, sostenía que desde el momento en que éste llegó a descubrir el fuego, entró en el campo de la cultura y dejo de ser afectado por la selección natural [11]. De este modo Wallace se sustrajo, mucho más que Darwin o Spencer, al prejuicio racial [12], pero Kröpotkin, firme en su materialismo, no podía seguir a Wallace, quien no dudaba en postular la intervención de Dios para explicar las características del cerebro y la superioridad moral e intelectual del hombre.
Por otra parte, como socialista y anarquista, no podía en, modo alguno cohonestar las conclusiones de Huxley, en las que veía sin duda un cómodo fundamento para la economía del irrestricto “laissez faire” capitalista, para las teorías racistas de Gobineau (cuyo Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas había sido publicados ya en 1855), para el malthusianismo, para las elucubraciones falsamente individualistas de Stirner y de Nietzsche.
Considera, pues, el manifiesto huxleyano como una interpretación unilateral y, por tanto, falsa de la teoría darwinista del “struggle for life” y le propone demostrar que, junto al principio de la lucha (de cuya vigencia no duda), se debe tener en cuenta otro, más importante que aquél para explicar la evolución de los animales y el progreso del hombre. Este principio es el de la ayuda mutua entre los individuos de una misma especie (y, a veces, también entre las de especies diferentes). El mismo Darwin había admitido este principio. En el prólogo a la edición de 1920 de El apoyo mutuo, escrito pocos meses antes de su muerte, Kröpotkin manifiesta su alegría por el hecho de que el mismo Spencer reconociera la importancia de “la ayuda mutua y su significado en la lucha por la existencia”.

11
R. Grasa Hernández, op. cit. p. 57.
12
Cfr. W.B. George, “Biologist philosopher. A Study of the Life and Writings of A. R. Wallace”, Nueva York, Estados Unidos, 1964.
Ni Darwin ni Spencer le otorgaron nunca, sin embargo, el rango que le da Kröpotkin al ponerla al mismo nivel (cuando no por encima) de la lucha por la vida como factor de evolución.
Tras un examen bastante minucioso de la conducta de diferentes especies animales, desde los escarabajos sepultureros y los cangrejos de las Molucas hasta los insectos sociales (hormigas, abejas etc.), para lo cual aprovecha las investigaciones de Lubbock y Fabre; desde el grifo-hálcón del Brasil hasta el frailecico y el aguzanieves desde cánidos, roedores, angulados y rumiantes hasta elefantes, jabalíes, morsas y cetáceos; después de haber descrito particularmente los hábitos de los monos que son, entre todos los animales “los más próximos al hombre por su constitución y por su inteligencia” concluye que en todos los niveles de la escala zoológica existe vida social y que, a medida que se asciende en dicha escala, las colonias o sociedades animales se tornan cada vez más conscientes, dejan de tener un mero alcance fisiológico y de fundamentarse en el instinto, para llegar a ser, al fin, racionales. En lugar de sostener, como Huxley, que la sociedad humana nació de un pacto de no agresión, Kröpotkin considera que ella existió desde siempre y no fue creada por ningún contrato, sino que fue anterior inclusive a la existencia de los individuos. El hombre, para él, no es lo que es sino por su sociabilidad, es decir, por la fuerte tendencia al apoyo mutuo y a la convivencia permanente. Se opone así al contractualismo, tanto en la versión pesimista de Hobbes (honro homini lupus), que fundamenta el absolutismo monárquico, cómo en la optimista de Rousseau, sobre la cual se considera basada la democracia liberal.
Para Kröpotkin igual que par Aristóteles, la sociedad es tan connatural al hombre como el lenguaje. Nadie como el hombre merece el apelativo de “animal social” (dsóon koinonikón).
Pero a Aristóteles se opone al no admitir la equivalencia que éste establece entre “animal social” y “animal político” (dsóon politikón). Según Kröpotkin, la existencia del hombre depende siempre de una coexistencia. El hombre existe para la sociedad tanto como la sociedad para el hombre. Es claro, por eso que su simpatía por Nietzsche no podía ser profunda.
Considera al nietzscheanismo, tan de moda en su época como en la nuestra, “uno de los individualismos espúreos”. Lo identifica en definitiva con el individualismo burgués, “que sólo puede existir bajo la condición de oprimir a las masas y del lacayismo, del servilismo hacia la tradición, de la obliteración de la individualidad dentro del propio opresor, como en seno de la masa oprimida” [13]. Aún a Guyau, ese Nietzsche francés cuya moral sin obligación ni sanción encuentra tan cercana a la ética anarquista, le reprocha el no haber comprendido que la expansión vital a la cual aspira es ante todo lucha por la justicia y la Libertad del pueblo. Con mayor fuerza todavía se opone al solipsismo moral y al egotismo trascendental de Stirner, que considera “simplemente la vuelta disimulada a la actual educación del monopolio de unos pocos” y el derecho al desarrollo “para las minorías privilegiadas” Sin dejar de reconocer, pues, que la idea de la lucha por la vida, tal como la propusieron Darwin y Wallace, resulta sumamente fecunda: en cuanto hace posible abarcar una gran cantidad de hechos bajo un enunciado general, insiste en que muchos darwinistas han restringido aquella idea a límites excesivamente estrechos y tienden a interpretar el mundo de los animales como un sangriento escenario de luchas ininterrumpidas entre seres siempre hambrientos y ávidos de sangre. Gracias a ellos la literatura moderna se ha llenado con el grito de “vae victis” (¡ay de los vencidos!), grito que consideran como la última palabra de la ciencia biológica. Elevaron la lucha sin cuartel a la condición de principio y ley de la biología y pretenden que a ella se subordine el ser humano.
Mientras tanto, Marx consideraba que el evolucionismo darwiniano, basado en la lucha por la vida, formaba parte de la revolución social [14] y, al mismo tiempo, los economistas manchesterianos lo tenían como excelente soporte científico para su teoría de la libre competencia, en la cual la lucha de todos contra todos (la ley de la selva) representa el único camino hacia, la prosperidad. Kröpotkin coincide con Marx y Engels en que el darwinismo dio un golpe de gracia a la teleología. Al intento de aprovechar para los fines de la revolución social la idea darwinista de la vida (interpretada como lucha de clases) le asigna relativa importancia. Por otra parte, como Marx, ataca a Malthus, cuyo primer adversario de talla había sido Godwin, el precursor de Proudhon y del anarquismo.
Pero la decidida oposición al malthusianismo, que propicia la muerte masiva de los pobres por su inadaptación al medio, y la lucha contra Huxley, que no encuentra otro factor de evolución fuera de la perenne lucha sangrienta, no significan que Kröpotkin se adhiera a una visión idílica de la vida animal y humana ni que se libre, como muchas veces se ha dicho, a un optimismo desenfrenado e ingenuo. Como naturalista y hombre de ciencia está lejos de los rosados cuadros galantes y festivos del rococó, y no comparte simple y llanamente la

13
Félix García Morrión, “Del socialismo utópico al anarquismo”, Madrid, España, 1985, p. 59.
14 J. Hewetson, “Mutual Aid and Social Evolution”, Anarchy 55 p. 258.
idea del bien salvaje de Rousseau. Pretende situarse en un punto intermedio entre éste y Huxley. El error de Rousseau consiste en que perdió de vista por completo la lucha sostenida con picos y garras, y Huxley es culpable del error de carácter opuesto; pero ni el optimismo de Rousseau ni el pesimismo de Huxley pueden ser aceptados como una interpretación desapasionada y científica de la naturaleza.
El ilustre biólogo Ashley Montagu escribe a este respecto: “Es error generalizado creer que Kröpotkin se propuso demostrar que es la ayuda mutua y no la selección natural o la competencia el principal o único factor que actúa en el proceso evolutivo”. En un libro de genética publicado recientemente por una gran autoridad en la materia, leemos: “El reconocer la importancia que tiene la cooperación y la ayuda mutua en la adaptación no contradice de ninguna manera la teoría de la selección natural, según interpretaron Kröpotkin y otros”. Los lectores de El apoyo mutuo pronto percibirán hasta qué punto es injusto este comentario. Kröpotkin no considera que la ayuda mutua contradice la teoría de la selección natural. Una y otra vez llama la atención sobre el hecho de que existe competencia en la lucha por la vida (expresión que critica acertadamente con razones sin duda aceptables para la mayor parte de los darwinistas modernos), una y otra vez destaca la importancia de la teoría de la selección natural, que señala como la más significativa del siglo XIX. Lo que encuentra inaceptable y contradictorio es el extremismo representado por Huxley en su ensayo “Struggle for Existence Manifesto”, y así lo demuestra al calificarlo de “atroz” en sus Memorias [15]. En efecto, en Memorias de un revolucionario relata: “Cuando Huxley, queriendo luchar contra el socialismo, publicó en 1888 en “Nineteenth Century”, su atroz articulo “La lucha por la existencia es todo un programa”, me decidí a presentar en forma comprensible mis objeciones a su modo de entender la referida lucha, lo mismo entre los animales que entre los hombres, materiales que estuve acumulando durante seis años” [16]. El propósito no tuvo calurosa acogida entre los hombres de ciencia amigos, ya que la interpretación de “la lucha por la vida como sinónimo de ¡ay de los vencidos!”, elevado al nivel de un imperativo de la naturaleza, se había convertido casi en un dogma. Sólo dos personas apoyaron la rebeldía de Kröpotkin contra el dogma y la “atroz” interpretación huxleyana: James Knowles, director de la revista “Nineteenth Century” H.W. Bates, conocido autor de Un naturalista en el río Amazonas.

15 Ashley Montagu, “Prólogo a El Apoyo Mutuo”, Buenos Aires, Argentina, 1970, PP. VII - VIII.
16 P. Kröpotkin, “Memorias de un revolucionario”, Madrid, España, 1973 p. 419.
Por lo demás, la tesis que pretendía defender, contra Huxley, había sido va propuesta por el geólogo ruso Kessler, aunque éste a penas había aducido alguna prueba en favor de la misma. Eliseo Reclús, con su autoridad de sabio, dará su abierta adhesión a dicha tesis y defenderá los mismos puntos de vista que Kröpotkin [17].
De la gran masa de datos zoológicos que ha reunido infiere, pues, que aunque es cierta la lucha entre especies diferentes y entre grupos de una misma especie, en términos generales debe decirse que la pacífica convivencia y el apoyo mutuo reinan dentro del grupo y de la especie, y, más aún, que aquellas especies en las cuales más desarrollada está la solidaridad y la ayuda recíproca entre los individuos tiene mayores posibilidades de supervivencia y evolución.
El principio del apoyo mutuo no constituye, por tanto, para Kröpotkin, un ideal ético ni tampoco una mera anomalía que rompe las rígidas exigencias de la lucha por la vida, sino un hecho científicamente comprobado como factor de la evolución, paralelo y contrario al otro factor, el famoso “struggle for life”. Es claro que el principio podría interpretarse como pura exigencia moral del espíritu humano, como imperativo categórico o como postulado o fundacional de la sociedad y de la cultura. Pero en ese caso habría que adoptar una posición idealista o, por lo menos, renunciar al materialismo mecanicista y, al naturalismo antiteológico que Kröpotkin ha aceptado. Si tanto se esfuerza por demostrar que el apoyo mutuo es un factor biológico, es porque sólo así quedan igualmente satisfechas y armonizadas sus ideas filosóficas y sus ideas socio-políticas en una única “Weitanschaung”, acorde, por lo demás, con el espíritu de la época.
La concepción huxleyana de la lucha por la vida, aplicada a la historia y la sociedad humana, tiene una expresión anticipada en Hobbes, que presenta el estado primitivo de la humanidad como lucha perpetua de todos contra todos. Esta teoría, que muchos darwinistas como Huxley aceptan complacidos, se funda, según Kröpotkin, en supuestos que la moderna etnología desmiente, pues imagina a los hombres primitivos unidos sólo en familias nómadas y temporales. Invoca, a este respecto, lo mismo que Engels, el testimonio de Morgan y Bachofen. La familia no aparece así tomo forma primitiva y originaria de convivencia sino como producto más bien tardío de la evolución social. Según Kröpotkin, la antropología nos inclina a pensar que en sus orígenes el hombre vivía en grandes grupos o rebaños, similares a los que constituyen hoy muchos mamíferos superiores. Siguiendo al

17
Cfr. E. Reclús, “Correspondance París, 1911 – 1925”.
propio Darwin, advierte que no fueron monos solitarios, como el orangután y el gorila, los que originaron los primeros homínidos o antropoides, sino, al contrario, monos menos fuertes pero más sociables, como él chimpancé. La información antropológica y prehistórica, obtenida al parecer en el Museo Británico, es abundante y está muy actualizada para el momento.
Con ella cree Kröpotkin demostrar ampliamente su tesis. El hombre prehistórico vivía en sociedad: las cuevas de los valles de Dordogne, por ejemplo, fueron habitadas durante el paleolítico y en ellas se han encontrado numerosos instrumentos de sílice. Durante el neolítico, según se infiere de los restos palafíticos de Suiza, los hombres vivían y laboraban en común y al parecer en paz. También estudia, valiéndose de relatos de viajeros y estudios etnográficos, las tribus primitivas que aún habitan fuera de Europa (bosquimanos, australianos, esquimales, hotentotes, papúes etc.), en todas las cuales encuentra abundantes pruebas de altruismo y espíritu comunitario entre los miembros del clan y de la tribu.
Adelantándose en cierta manera a estudios etnográficos posteriores, intenta desmitologizar la antropofagia, el infanticidio y otras prácticas semejantes (que antropólogos y misioneros de la época utilizaban sin duda para justificar la opresión colonial). Pone de relieve, por el contrario, la abnegación de los individuos en pro de la comunidad, el débil o inexistente sentido de la propiedad privada, la actitud más pacífica de lo que se suele suponer, la falta de gobierno. En este, punto, Kröpotkin es evidentemente un precursor de la actual antropología política de Clastres [18]. Aunque considera inaceptable tanto la visión rousseauniana del hombre primitivo cual modelo de inocencia y de virtud, como la de Huxley y muchos antropólogos del siglo XIX, que lo consideran una bestia sanguinaria y feroz, cree que esta segunda visión es más falsa y anticientífica que la primera. En su lucha por la vida ––dice Kröpotkin–– el hombre primitivo llegó a identificar su propia existencia con la de la tribu, y sin tal identificación jamás hubiera negado la humanidad al nivel en que hoy se halla. Si los pueblos “bárbaros” parecen caracterizarse por su incesante actividad bélica, ello se debe, en buena parte, según nuestro autor, al hecho de que los cronistas e historiadores, los documentos y los poemas épicos, sólo consideran dignas de mención las hazañas guerreras y pasan casi siempre por alto las proezas del trabajo, de la convivencia y de la paz.

18 Cfr. P. Clastres, “La sociedad contra el Estado”, Caracas, Venezuela, 1978.
Gran importancia concede a la comuna aldeana, institución universal y célula de toda sociedad futura, que existió en todos los pueblos y sobrevive aún hoy en algunos. En lugar de ver en ella, como hacen no pocos historiadores, un resultado de la servidumbre, la entiende como organización previa y hasta contraria a la misma. En ella no sólo se garantizaban a cada campesino los frutos de la tierra común sino también la defensa de la vida y el solidario apoyo en todas las necesidades de la vida. Enuncia una especie de ley sociológica al decir que, cuanto más íntegra se conserva la obsesión comunal, tanto más nobles y suaves son las costumbres de los pueblos. De hecho, las normas morales de los bárbaros eran muy elevadas y el derecho penal relativamente humano frente a la crueldad del derecho romano o bizantino.
Las aldeas fortificadas, se convirtieron desde comienzos del Medioevo en ciudades, que llegaron a ser políticamente análogas a las de la antigua Grecia. Sus habitantes, con unanimidad que hoy parece casi inexplicable, sacudieron por doquier el yugo de los señores y se rebelaron contra el dominio feudal. De tal modo, la ciudad libre medieval, surgida de la comuna bárbara (y no del municipio romano, como sostiene Savigny), llega a ser, para Kröpotkin, la expresión tal vez más perfecta de una sociedad humana, basada en el libre acuerdo y en el apoyo mutuo. Kröpotkin sostiene, a partir de aquí, una interpretación de la Edad Medía que contrasta con la historiografía de la Ilustración y también, en gran parte, con la historiografía liberal, y Marxista. Inclusive algunos escritores anarquistas, como Max Nettlau, la consideran excesivamente laudatoria e idealizada [19]. Sin embargo, dicha interpretación supone en el Medioevo un claro dualismo por una parte, el lado oscuro, representado por la estructura vertical del feudalismo (cuyo vértice ocupan el emperador y el papa); por otra, el lado claro y luminoso, encarnado en la estructura horizontal de las ligas de ciudades libres (prácticamente ajenas a toda autoridad política). Grave error de perspectiva sería, pues, equiparar está reivindicación de la edad Media, no digamos ya con la que intentaron ultramontonos como De Maistre o Donoso Cortés sino inclusive con la que propusieron Augusto Comte y algunos otros positivistas [20].
Para Kröpotkin, la ciudad libre medieval es como una preciosa tela, cuya urdimbre está constituida por los hilos de gremios y guiadas. El mundo libre del Medioevo es, a su vez, una tela más vasta (que cubre toda Europa, desde Escocia a Sicilia y desde Portugal a
Noruega), formada por ciudades libremente federadas y unidas entre sí por pactos de

19 Álvarez Junco, “Introducción a Panfletos revolucionarios de Kröpotkin”, Madrid, España, 1977, p. 26.
20 D. Negro Pavón, “Comte: Positivismo y revolución”, Madrid, España, 1985, PP. 98 - 99.
solidaridad análogos a los que unen a los individuos en gremios y guiadas en la ciudad. No le hasta, sin embargo, explicar así la estructura del medioevo libertario. Juzga indispensable explicar también su génesis. Y, al hacerlo, subraya con fuerza esencial la lucha contra el feudalismo, de tal modo que, si tal lucha basta para dar razón del nacimiento de gremios, guiadas, ciudades libres y ligas de ciudades, la culminación de la misma explica su apogeo, y la decadencia posterior su derrota y absorción por el nuevo Estado absolutista de la época moderna. Las guiadas satisfacían las necesidades sociales mediante la cooperación, sin dejar de respetar por eso las libertades individuales. Los gremios organizaban el trabajo también sobre la base de la cooperación y con la finalidad de satisfacer las necesidades materiales, sin preocuparse, fundamentalmente par el lucro. Las ciudades, liberadas del yugo feudal estaban regidas en la mayoría de los casos por una asamblea popular. Gremios y guildas tenían, a su vez, una constitución más igualitaria de lo que se suele suponer, la diferencia entre maestro y aprendiz menos en un comienzo una diferencia de edad más que de poder o riqueza, y no existía el régimen del salariado. Sólo en la baja Edad Media, cuando las ciudades libres, comenzaron a decaer por influencia de una monarquía en proceso, de unificación y de absolutización del poder, el cargo de maestro de un gremio empezó, a ser hereditario y el trabajo de los artesanos comenzó a ser alquilado a patronos particulares Aún entonces, el salario que percibían era muy superior al de los obreros industriales del siglo XIX, se realizaba en mejores condiciones y en jornadas más cortas (que, en Inglaterra no sumaban más de 48 horas por semana) [21]. Con esta sociedad de trabajadores libres solidarios se asociaba necesariamente, según Kröpotkin, el arte grandioso de las catedrales, obra, comunitaria para el disfrute de la comunidad. La pintura no la ejecutaba un genio solitario para ser después guardada en los salones de un duque ni los poetas componían sus versos para que los leyera en su alcoba la querida del rey. Pintura y poesía, arquitectura a y música surgían del pueblo y eran, por eso, muchas veces, anónimas; su finalidad era también el goce colectivo y la elevación espiritual del pueblo. Aún en la filosofía medieval ve Kröpotkin un poderoso esfuerzo “racionalista”, no desconectado con el espíritu de las ciudades libres. Esto, aunque resulte extraño para muchos, parece coherente con toda la argumentación anterior: ¿Acaso la universidad, creación esencialmente medieval, no era en sus orígenes un gremio (universitas magistrorum et scolarium), igual que los demás? [22].

21
Cfr. Thorold Rogers, “Six Centuries of Wages”.
22 E. Bréhier, “La philosophie du Moyen Age”, París, Francia, 1971, p. 226.
La resurrección del derecho romano y la tendencia a constituir Estados centralizados y unitarios, regidos por monarcas absolutos, caracterizó el comienzo de la época moderna. Esto puso fin no sólo al feudalismo (con la domesticación de los aristócratas, transformados en cortesanos) sino también en las ciudades libres (convertidas en partes integrantes de un calado unitario). Los Ubres ciudadanos se convierten en leales súbditos burgueses del rey. No por eso desaparece el impulso connatural hacia la ayuda mutua y hacia la libertad, que se manifiesta en la prédica comunista y libertaria de muchos herejes (husitas, anabaptistas etc.). Y aunque es verdad que la edad moderna comparte un crecimiento maligno del Estado que corno cáncer devora las instituciones sociales libres, y promueve un individualismo malsano (concomitante o secuela del régimen capitalista), aquel impulso no ha muerto. Se manifiesta durante el siglo XIX, en las uniones obreras, que prolongan el espíritu de gremios y guiadas en el contexto de la lucha obrera contra la explotación capitalista. En Inglaterra, por ejemplo, donde Kröpotkin vivía, la derogación de las leyes contra tales uniones (Combinatioms Laws), en 1825, produjo una proliferación de asociaciones gremiales y federaciones que Owen, gran promotor del socialismo en aquel país, logró federar dentro de la “Gran Unión Consolidada Nacional”. Pese a las continuas trabas impuestas par el gobierno de la clase propietaria, los sindicatos (Trade Unions) siguieron creciendo en Inglaterra. Lo mismo sucedió en Francia y en los demás países europeos y americanos, aunque a veces las persecuciones los obligaran a una actividad clandestina subterránea. Kröpotkin ve así la lucha obrera de los sindicatos y en el socialismo la más significativa (aunque no la única) manifestación de la ayuda mutua y de la solidaridad en los días en que le tocó vivir. El movimiento obrero se caracteriza, por él, por la abnegación, el espíritu de sacrificio y el heroísmo de sus militantes. Al sostener esto, no está sin duda exagerando nada, en una época en que sindicatos estaban lejos de la burocratización y la mediatización estatal que hoy los caracteriza en casi todas partes, aún cuando la Internacional había sido ya disuelta gracias a las maquinaciones burocratizantes de Carlos Marx y sus amigos alemanes. Algunos sociólogos burgueses, que hacen gala de un “realismo” verdaderamente irreal, se han burlado del “ingenuo optimismo” de Kröpotkin y, en nombre del evolucionismo darwiniano, han pretendido negarle sólidos fundamentos científicos.
Esto no obstante, su ingente esfuerzo por hallar una base biológica para el comunismo libertario, no puede ser tenida hoy como enteramente descaminada. Es verdad que, como dice el ilustre zoólogo Dobzhansky, fue poco crítico en algunas de las pruebas que adujo en apoyo de sus opiniones. Pero de acuerdo con el mismo autor, una versión modernizada de su tesis, tal como la presentada por Ashley Montagu, resulta más bien compatible que contradictoria con la moderna teoría de la selección natural. Para Dobzhansky, uno de los autores de la teoría sintética de la evolución, elaborada entre 1936 y 1947 como fruto de las observaciones experimentales sobre la variabilidad de las poblaciones y la teoría cromosómica de la herencia [23], la aseveración de que en la naturaleza cada individuo no tiene más opción que la de comer o ser comido resulta tan poco fundada como la idea de que en ella todo es dulzura y paz. Hace notar que los ecólogos atribuyen cada vez mayor importancia a las comunidades de la misma especie y que la especie no podría sobrevivir sin cierto grado de cooperación y ayuda mutua [24]. Los trabajos de C.H. Waddington, como Ciencia y ética, por ejemplo, van todavía más allá en su aproximación a las ideas de Kröpotkin sobre el apoyo mutuo. Un etólogo de la escuela de Lorenz Irenaeus EiblEibesfeldt, sin adherirse por completo a las conclusiones de El apoyo mutuo, reconoce que, en lo referente al altruismo y la agresividad, ellas están más próximas a la verdad científica que las de sus adversarios. Para Eibl-Eibesfeld, los impulsos agresivos están compensados, en el hombre, por tendencias no menos arraigadas a la ayuda mutua [25]. Pese a los años transcurridos, que no son pocos si se tiene en cuenta la aceleración creciente de los descubrimientos de la ciencia, la obra con que Kröpotkin intentó brindar una base biológica al comunismo libertario, no carece hoy de valor científico. Además de ser un magnífico exponente de la soñada alianza entre ciencia y revolución, constituye una interpretación equilibrada y básicamente aceptable de la evolución biológica y social. El ya citado Ashley Montagu escribe:
“Hoy en, día El Apoyo Mutuo es la más famosa de las muchas obras escritas por Kröpotkin; en rigor, es ya un clásico. El punto de vista que representa se ha ido abriendo camino lenta pero firmemente, y seguramente pronto entrará a formar parte de los cánones aceptados de la biología evolutiva” [26].

Angel J. Cappelletti.

23 R. Grasa Hernández, op. cit. p.91.
24 T. Dobzhansky. “Las bases biológicas de la libertad humana”, Buenos Aires, 1957, p. 58.
25
G. Eibl-Eibesfeldt. “Amor y odio. Historia de las pautas elementales del comportamiento”, México, 1974, p.
8. 26
Ashley Montagu. op. cit. p. IX.
PRÓLOGO AL “APOYO MUTUO”, DE P. KRÖPOTKIN,
EN LA EDICIÓN NORTEAMERICANA.

El “Apoyo Mutuo”, de Kröpotkin, es uno de los grandes libros del mundo. Un hecho que evidencia tal afirmación es el que está siendo continuamente reeditado y que también constantemente se encuentra agotado. Es un libro que siempre ha sido difícil de conseguir, incluso en bibliotecas, pues parece estar en demanda perenne.
Cuando Kröpotkin decidió marchar a Siberia, en julio de 1862, la geografía, zoología, botánica y antropología de esta región era escasamente conocida. Allí, su trabajo de investigación en este tema fue sobresaliente.
Las publicaciones resultantes de sus observaciones meteorológicas y geográficas fueron publicadas por la Sociedad Geográfica Rusa, y por este trabajo Kröpotkin recibió una de sus medallas de oro. La teoría kröpotkiniana sobre el desarrollo de la estructura geográfica de Asia represento una de las grandes generalizaciones de la geografía científica, y es suficiente como para darle un lugar permanente en la historia de esta ciencia. Kröpotkin mantuvo a lo largo de toda su vida un interés activo por esta ciencia, y, además de muchas conferencias sobre el tema y artículos en revistas científicas y publicaciones de carácter general, escribió artículos geográficos en la “Geografía Universal” de Reclús, en la “Enciclopedia Chambers” y en la “Enciclopedia Británica”.
El trabajo de Kröpotkin en zoología fue principalmente el de un naturalista de campo.
De 1862 a 1866, en que marchó de Siberia, Kröpotkin aprovechó al máximo las oportunidades que tuvo para estudiar la vida de la naturaleza.
Bajo la influencia del “Origen de las especies”, de Darwin (1859), Kröpotkin, como nos dice en el primer párrafo del presente libro, buscó atentamente “esa amarga lucha por la subsistencia entre animales de la misma especie” que era considerada por la mayoría de los Darwinistas ––aunque no siempre por Darwin mismo–– como la característica dominante de la lucha por la vida y el principal factor de evolución.
Lo que Kröpotkin vio con sus propios ojos, sobre el terreno, le motivó a desarrollar ciertas dudas graves en lo que concierne a la teoría de Darwin, dudas que no llegarían, sin embargo, a encontrar expresión plena hasta que T.H. Huxley, en su famoso “Manifiesto de la lucha por la existencia”, (titulado “La lucha por la existencia: un programa”) le dio ocasión para ello.
Otro gran cambio operado en Kröpotkin por su experiencia siberiana fue su toma de conciencia de la “absoluta imposibilidad de hacer nada realmente útil a la masa del pueblo por medio de la maquinaria administrativa”.
“De este engaño ––escribe en sus “Memorias”–– me desprendí para siempre… perdí en Siberia toda clase de fe en la disciplina estatal que antes hubiera tenido. Estaba preparado para convertirme en un anarquista”. Y en un anarquista se convirtió, y permaneció siéndolo toda su vida.
Viviendo, como hizo, entre los nativos de Siberia, a lo largo de las riberas del Amur, Kröpotkin descubrió, impresionado, el papel que las masas desconocidas juegan en el desarrollo y realización de todos los acontecimientos históricos.
“Desde los diecinueve a los veinticinco años, ––escribe––, tuve que proyectar importantes planes de reforma, tratar con cientos de hombres en el Amur, preparar y llevar a cabo arriesgadas expediciones con medios ridículamente pequeños, etc.; y si todas estas cosas terminaron con más o menos éxito yo lo achaco solamente al hecho de que pronto comprendí que, en e¡ trabajo serio, el mando y la disciplina son de poco provecho. Se requieren en todas partes hombres de iniciativa; pero una vez que el impulso ha sido dado, la empresa debe ser conducida, especialmente en Rusia, no al modo militar, sino en una especie de manera comunal, por medio del entendimiento común. Yo desearía que todos los creadores de planes de disciplina estatal pudieran pasar por la escuela de la vida real antes de que empezaran a proyectar sus utopías estatales.
Entonces escucharíamos muchos menos esfuerzos de organización militar y piramidal de la sociedad que en la actualidad…”.

Este pasaje es clave para la comprensión de Kröpotkin como filósofo anarquista. Para él el anarquismo era una parte de la filosofía que debía ser tratada por los mismos métodos que las ciencias naturales. El veía el anarquismo como el medio por el cual podía ser establecida la justicia (esto es, igualdad y reciprocidad), en todas las relaciones humanas, en todo el orbe de la humanidad.
Aunque el “Apoyo mutuo” ha tenido innumerables admiradores y ha influido en el pensamiento y la conducta de muchas personas, también ha sufrido alguna falta de comprensión por parte de aquellos que conocen el libro de segunda o tercera mano, o que habiéndole leído en su juventud no tienen más que un vago recuerdo de su carácter, Un error muy extendido es que Kröpotkin pretendió mostrar que la ayuda mutua y no la selección o competición natural, es el principal o el único factor implicado en el proceso evolutivo. En un reciente libro sobre genética de un gran maestro en el tema se afirma, que “el reconocimiento de la importancia adaptable de la cooperación y el socorro mutuo no contradice, de ningún modo, la teoría de la selección natural, como fue forzado a pensar por Kröpotkin y otros”. Los lectores de “El apoyo mutuo” percibirán pronto lo injusto de este comentario.
Kröpotkin no consideró que la ayuda mutua contradijera la teoría de la selección natural. Una y otra vez llama la atención del lector sobre el hecho de la competición en la lucha por la existencia (frase que muy correctamente crítica en términos que ciertamente serían aceptables para la mayoría de los darwinistas modernos); una y otra vez subraya la importancia de la teoría de, la selección natural como la más significativa generalización del siglo XIX. Lo que Kröpotkin encontró inaceptable y contradictorio era el extremismo evolucionista representado por Huxley en su “Manifiesto de la lucha por la existencia”. Ello le iba a la filosofía de la época, el laissez-faire, como anillo al dedo. A Kröpotkin no le gustaban sus implicaciones, ni políticas ni en cuanto al evolucionismo. Habiendo ya dedicado durante varios años mucha reflexión a estas materias, Kröpotkin decidió contestara Huxley con amplitud.
Hoy “El apoyo mutuo” es el más famoso de los muchos libros de Kröpotkin. Es un clásico. El punto de vista que representa se ha abierto camino lenta, pero firmemente, y, en verdad, poco lejos estamos del momento en que se convierta en parte del canon generalmente aceptado de la biología evolucionista.
A la luz de la investigación científica, en los muchos campos que toca “El apoyo mutuo” desde su publicación, los datos de Kröpotkin y la discusión que basa en ellos se mantienen notablemente en pie. Los trabajos de ecólogos como Allen y sus alumnos, de Wheeler, Emerson y otros, de antropólogos, demasiado numerosos como para nombrarlos, sobre pueblos primitivos y sin literatura, y de naturalistas, han servido abundantemente cada uno en su campo para confirmar las principales tesis de Kröpotkin. Nuevos datos pueden llegar a ser obtenidos, pero ya podemos ver con seguridad que todos ellos servirán mayormente para apoyar la conclusión de Kröpotkin de que “en el progreso ético del hombre, el apoyo mutuo ––y no la lucha mutua–– ha constituido la parte determinantes”. En su amplia extensión, incluso en los tiempos actuales, vemos también la mejor garantía de una evolución aún más sublime de nuestra raza.

Ashley Montagu.

PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN RUSA.

Mientras preparaba la impresión de esta edición rusa de mi libro ––la primera que ha sido traducida del libro “Mutual aid: a Factor of Evolution”, y no de los artículos publicados en la revista inglesa–– he aprovechado para revisar cuidadosamente todo el texto, corregir pequeños errores y completar los apéndices basándome en algunas obras nuevas, en parte respecto a la ayuda mutua entre los animales (apéndice III, VI y VIII), y en parte respecto a la propiedad comunal en Suiza e Inglaterra (apéndices XVI y XVII).

Pedro Kröpotkin.
Bromley, Kent. Mayo, 1907.

PRÓLOGO.

Mis investigaciones sobre la ayuda mutua entre los animales y entre los hombres se imprimieron por vez primera en la revista inglesa Nineteenth Century. Los dos primeros capítulos: sobre la sociabilidad en los animales y sobre la fuerza adquirida por las especies sociables en la lucha por la existencia, eran respuesta al artículo desconocido del fisiólogo y darwinista Huxley, aparecido en Nineteenth Century en febrero de 1888 ––“La lucha por la existencia: un programa” en donde se pintaba la vida de los animales como una lucha desesperada de uno contra todos––. Después de la aparición de mis dos artículos, donde refuté esa opinión, el editor de la revista, James Knowies, expresando mucha simpatía hacia mi trabajo, y rogándome que lo continuara, observó: “Es indudable que usted ha demostrado su posición en cuanto a los animales, pero ¿cuál es su posición con respecto al hombre primitivo?”. Esta observación me alegró mucho, puesto que, indudablemente, reflejaba no sólo la opinión de Knowles, sino también la de Herbert Spencer, con el cual Knowles se veía a menudo en Brighton, donde ambos vivían muy próximos. El reconocimiento por Spencer de la ayuda mutua y su significado en la lucha por la existencia era muy importante. En cuanto a sus opiniones sobre el hombre primitivo, era sabido que estaban formadas sobre la base de las deducciones falsas acerca de los salvajes, hechas por los misioneros y los viajeros ocasionales del siglo dieciocho y principios del diecinueve. Estos datos fueron reunidos para Spencer por tres de sus colaboradores, y publicados por ellos mismos bajo el título de Datos de la Sociología, en ocho grandes tomos; fundado en éstos escribió él su obra Bases de la Sociología.
Sobre la cuestión del hombre respondí también en dos artículos, donde, después de un estudio cuidadoso de la rica literatura moderna sobre las complejas instituciones de la vida tribal, que no podían analizar los primeros viajeros y misioneros, describí estas instituciones entre los salvajes y los llamados “bárbaros”. Esta obra, y especialmente el conocimiento de la Comuna rural a principios de la Edad Media, que desempeñó un enorme papel en el desarrollo de la civilización que renacía nuevamente, me condujeron al estudio de la etapa siguiente, aún más importante, del desarrollo de Europa ––de la ciudad medieval libre y sus guiadas de artesanos––. Señalando luego el papel corruptor del Estado militar que destruyó el libre desarrollo de las ciudades libres, sus artes, oficios, ciencias y comercio, mostré, en el último artículo, que a pesar de la descomposición de las federaciones y uniones libres por la centralización estatal, estas federaciones y uniones comienzan a desarrollarse ahora cada vez más, y a apoderarse de nuevos dominios. La ayuda mutua en la sociedad moderna constituyó, de tal modo, el último artículo de mi obra sobre la ayuda mutua.
Al editar estos artículos en libro, introduce algunos agregados esenciales, especialmente acerca de la relación de mis opiniones con respecto a la lucha darwiniana por la existencia; y en los apéndices cité algunos hechos nuevos y analicé algunas cuestiones que, a causa de su brevedad, hube de omitir en los artículos de la revista.
Ninguna de las ediciones en lenguas europeas occidentales, y tampoco las escandinavas y polacas fueron hechas, naturalmente, de los artículos, sino del libro, y es por ello que contenían los agregados hechos en el texto y los apéndices. De las traducciones rusas sólo una, aparecida en 1907, en la Editorial Conocimientos (Znania) era completa; además, introduje, fundado en nuevas obras, varios apéndices nuevos, parte sobre la ayuda mutua entre los animales y parte sobre la propiedad comunal de la tierra en Inglaterra y Suiza. Las otras ediciones rusas fueron hechas de los artículos de la revista inglesa, y no del libro, y por ello no tienen los agregados hechos por mí en el texto, o bien han omitido los apéndices. La edición que se ofrece ahora contiene completos todos los agregados y apéndices, y he revisado nuevamente todo el texto y la traducción.

Pedro Kröpotkin. Dimitrof, Rusia. Marzo, 1920.

INTRODUCCIÓN.

Dos rasgos característicos de la vida animal de la Siberia Oriental y del Norte de Manchuria llamaron poderosamente mi atención durante los viajes que, en mi juventud, realicé por esas regiones del Asia Oriental.
Me llamó la atención, por una parte, la extraordinaria dureza de la lucha por la existencia que deben sostener la mayoría de las especies animales contra la naturaleza inclemente, así como la extinción de grandes cantidades de individuos, que ocurría periódicamente, en virtud de causas naturales, debido a lo cual se producía extraordinaria pobreza de vida y despoblación en la superficie de los vastos territorios donde realizaba yo mis investigaciones.
La otra particularidad era que, aún en aquellos pocos puntos aislados en donde la vida animal aparecía en abundancia, no encontré, a pesar de haber buscado empeñosamente sus rastros, aquella lucha cruel por los medios de subsistencia entre los animales pertenecientes a una misma especie que la mayoría de los darwinistas (aunque no siempre el mismo Darwin) consideraban como el rasgo predominante y característica de la lucha por la vida, y como la principal fuerza activa del desarrollo gradual en el mundo de los animales.
Las terribles tormentas de nieve que azotan la región norte de Asia al final del invierno, y la congelación que a menudo sucede a la tormenta; las heladas, las nevadas que se repiten todos los años en la primera quincena de mayo cuando los árboles están en plena floración y la vida de los insectos en su apogeo; las ligeras heladas tempranas y, a veces, las nevadas abundantes que caen ya en julio y en agosto, aún en las regiones de los prados de la Siberia Occidental, aniquilando, repentinamente, no sólo miríadas de insectos, sino también la segunda nidada de las aves; las lluvias torrenciales, debidas a los monzones, que caen en agosto en las regiones templadas del Amur y del Usuri, y se prolongan semanas enteras y producen inundaciones en las tierras bajas del Amur y del Sungari en proporciones tan grandes como sólo se conoce en América y Asia Oriental, y, en los altiplanos, grandísimas extensiones se transforman en pantanos comparables, por sus dimensiones, con Estados europeos enteros, y, por último, las abundantes nevadas que caen a veces a principios de octubre, debido a las cuales un vasto territorio, igual por su extensión a Francia o Alemania, se hace completamente inhabitable para los rumiantes que perecen, entonces, por millares; éstas son las condiciones en que se sostiene la lucha por la vida en el reino animal del Asia Septentrional.
Estas difíciles condiciones de la vida animal ya entonces atrajeron mi atención hacia la extraordinaria importancia, en la naturaleza, de aquellas series de fenómenos que Darwin llama “limitaciones naturales a la multiplicación” en comparación con la lucha por los medios de subsistencia. Esta última, naturalmente, se produce no sólo entre las diferentes especies, sino también entre los individuos de la misma especie, pero jamás alcanza la importancia de los obstáculos naturales a la multiplicación. La escasez de la población, no el exceso, es el rasgo característico de aquella inmensa extensión del globo que llamamos Asia Septentrional.
Por consiguiente, ya desde entonces comencé a abrigar serias dudas, que más tarde no hicieron sino confirmarse, respecto a esa terrible y supuesta lucha por el alimento y la vida dentro de los límites de una misma especie, que constituye un verdadero credo para la mayoría de los darwinistas. Exactamente del mismo modo comencé a dudar respecto a la influencia dominante que ejerce esta clase de lucha, según las suposiciones de los darwinistas, en el desarrollo de las nuevas especies.
Además, dondequiera que alcanzaba a ver la vida animal abundante y bullente como, por ejemplo, en los lagos, donde, en primavera decenas de especies de aves y millones de individuos se reúnen para empollar sus crías o en las populosas colonias de roedores, o bien durante la migración de las aves que se producía, entonces, en proporciones puramente “americanas” a lo largo del valle del Usuri, o durante una enorme emigración de gamos que tuve oportunidad de ver en el Amur, en que decenas de millares de estos inteligentes animales huían en grandes tropeles de un territorio inmenso, buscando salvarse de las abundantes nieves caídas, y se reunían en grandes rebaños para atravesar el Amur en el punto más estrecho, en el Pequeño Jingan; en todas estas escenas de la vida animal que se desarrollaba ante mis ojos, veía yo la ayuda y el apoyo mutuo llevado a tales proporciones que involuntariamente me hizo pensar, en la enorme importancia que debe tener en la economía de la naturaleza, para el mantenimiento de la existencia de cada especie, su conservación y su desarrollo futuro.

Por último, tuve oportunidad de observar entre el ganado cornúpeta semisalvaje y entre los caballos en la Transbaikalia, y en todas partes entre las ardillas y los animales salvajes en general, que cuando los animales tedian que luchar contra la escasez de alimento debida a una de las causas ya indicadas, entonces todo la parte de la especie a quien afectaba esta calamidad salía de la prueba experimentada con una pérdida de energía y salud tan grande que ninguna evolución progresista de las especies podía basarse en semejantes períodos de lucha aguda.
Debido a las razones ya expuestas, cuando más tarde las relaciones entre el darwinismo y la sociología atrajeron mi atención, no pude estar de acuerdo con ninguno de los numerosos trabajos que juzgaban de un modo u otro una cuestión extremadamente importante. Todos ellos trataban de demostrar que el hombre, gracias a su inteligencia superior y a sus conocimientos puede suavizar la dureza de la lucha por la vida entre los hombres pero al mismo tiempo, todos ellos reconocían que la lucha por los medios de subsistencia de cada animal contra todos sus congéneres, y de cada hombre contra todos los hombres, es una “ley natural”. Sin embargo, no podía estar de acuerdo con este punto de vista, puesto que me había convencido antes de que, reconocer la despiadada lucha interior por la existencia en los límites de cada especie, y considerar tal guerra como una condición de progreso, significaría aceptar algo que no sólo no ha sido demostrado aún, sino que de ningún modo es confirmado por la observación directa.
Por otra parte, habiendo llegado a mi conocimiento la conferencia “Sobre la ley de la ayuda mutua”, del profesor Kessler, entonces decano de la Universidad de San Petersburgo, que pronunció en un Congreso de naturalistas rusos, en enero de. 1880, vi que arrojaba nueva luz sobre toda esta cuestión. Según la opinión de Kessler, además de la ley de lucha mutua, existe en la naturaleza también la ley de ayuda mutua, que, para el éxito de la lucha por la vida y, particularmente, para la evolución progresiva de las especies, desempeña un papel mucho más importante que la ley de la lucha mutua. Esta hipótesis, que no es en realidad más que el desarrollo máximo de las ideas anunciadas por el mismo Darwin en su Origen del hombre, me pareció tan justa y tenía tan enorme importancia, que, desde que tuve conocimiento de ello (en 1883), comencé a reunir materiales para el máximo desarrollo de esta idea que Kessler apenas tocó, en su discurso, y no tuvo tiempo de desarrollar, puesto que murió en 1881.

Solamente en un punto no pude estar completamente de acuerdo con las opiniones de Kessler. Mencionaba éste los “sentimientos familiares” y los cuidados de la descendencia (véase capítulo 1) como la fuente de las inclinaciones mutuas de los animales. Pero creo que el determinar cuánto contribuyeron realmente estos dos sentimientos al desarrollo de los instintos sociales entre los animales y cuánto los otros instintos actuaron en el mismo sentido constituye una cuestión aparte, y muy compleja, a la cual apenas estamos, ahora, en condiciones de responder.
Sólo después que establezcamos bien los hechos mismos de la ayuda mutua entre las diferentes clases de animales y su importancia para la evolución podremos determinar qué parte del desarrollo de los instintos sociales corresponde a los sentimientos familiares y qué parte a la sociabilidad misma; y el origen de la última, evidentemente, se ha de buscar en los estadios más elementales de evolución del mundo animal hasta, quizá, en los “estadios coloniales”. Debido a esto, dediqué toda mi atención a establecer, ante todo, la importancia de la ayuda mutua como factor de evolución, especialmente de la progresiva, dejando para otros investigadores el problema del origen de los instintos de ayuda mutua en la Naturaleza, La importancia del factor de la ayuda mutua ––“si tan sólo pudiera demostrarse su generalidad”–– no escapó a la atención de Goethe, en quien de manera tan brillante se manifestó el genio del naturalista. Cuando, cierta vez, Eckerman contó a Goethe ––sucedía esto en el año 1827–– que dos pichoncillos de “reyezuelo”, que se le habían escapado cuando mató a la madre, fueron hallados por él, al día siguiente, en un nido de pelirrojos que los alimentaban ala par de los suyos, Goethe se emocionó mucho por este relato. Vio en ello la confirmación de sus opiniones panteístas sobre la, naturaleza y dijo: “Si resultara, cierto que alimentar a los extraños es inherente a la naturaleza toda, como algo que tiene carácter de ley general, muchos enigmas quedarían entonces resueltos”. Volvió sobre esta cuestión al día siguiente, y rogó a Eckerman (quien, como es sabido, era zoólogo) que hiciera un estudio especial de ella, agregando que Eckerman, sin duda, podría obtener “resultados valiosos e inapreciables” (Gespráche, ed. 1848, tomo III, págs. 219, 221). Por desgracia, tal estudio nunca fue emprendido, aunque es muy probable que Brehm, que ha reunido en sus obras materiales tan ricos sobre la ayuda mutua entre los animales, podría haber sido llevado a esta idea por la observación citada de Goethe.
Durante los años 1878-1886 se imprimieron varias obras voluminosas sobre la inteligencia y la vida mental de los animales (esas obras se citan en las notas del capítulo I de este libro), tres de las cuales tienen una relación más estrecha con la cuestión que nos interesa, a saber: “Les Sociétés animales”, de Espinas (Paris, 1887); “La lutte pour I’existence et l’association pour la lutte”, conferencia de Lanessan (abril 1881); y el libro, cuya primera edición apareció en el año 1881 ó 1882, y la segunda, considerablemente aumentada, en 1885. Pero, a pesar de la excelente calidad de cada una, estas obras dejan, sin embargo, amplio margen para una investigación en la que la ayuda mutua fuera considerada no solamente en calidad de argumento en favor del origen prehumano de los instintos morales, sino también como una ley de la naturaleza y un factor de evolución.
Espinas llamó especialmente la atención sobre las sociedades de animales (hormigas, abejas) que están fundadas en las diferencias fisiológicas de estructura de los diversos miembros de la misma especie y la división fisiológica del trabajo entre ellos, y aún cuando su obra trae excelentes, indicaciones en todos los sentidos posibles, fue escrita en una época en que el desarrollo de las sociedades humanas, no podía ser examinado como podemos hacerlo ahora, gracias al caudal de conocimientos acumulado desde entonces. La conferencia de Lanessan tiene más bien el carácter de un plan general de trabajo, brillantemente expuesto, como una obra en la cual fuera examinado el apoyo mutuo comenzando desde las rocas a orillas del mar, y pasando al mundo de los vegetales, de los animales y de los hombres.
En cuanto a la obra recién editada de Büchner, a pesar de que induce a la reflexión sobre el papel de la ayuda mutua en la naturaleza, y de que es rica en hechos, no estoy de acuerdo con su idea dominante. El libro se inicia con un himno al amor, y casi todos los ejemplos son tentativas para demostrar la existencia del amor y la simpatía entre los animales. Pero, reducir la sociabilidad de los animales al amor y a la simpatía significa restringir su universalidad y su importancia, exactamente lo mismo que una ética humana basada en el amor y la simpatía personal conduce nada más que a restringir la concepción del sentido moral en su totalidad. De ningún modo me guía el amor hacia el dueño de una determinada casa a quien muy a menudo ni siquiera conozco cuando, viendo su casa presa de las llamas, tomo un cubo con agua y corro hacia ella, aunque no tema por la mía. Me guía un sentimiento más amplio, aunque es más indefinido, un instinto, más exactamente dicho, de solidaridad humana; es decir, de caución solidaria entre todos los hombres y de sociabilidad. Lo mismo se observa también entre los animales. No es el amor, ni siquiera la simpatía (comprendidos en el sentido verdadero de éstas palabras) lo que induce al rebaño de rumiantes o caballos a formar un círculo con el fin de defenderse de las agresiones de los lobos; de ningún modo es el amor el que hace que los lobos se reúnan en manadas para cazar; exactamente lo mismo que no es el amor lo que obliga a los corderillos y a los gatitos a entregarse a sus juegos, ni es el amor lo que junta las crías otoñales de las aves que pasan juntas días enteros durante casi todo el otoño. Por último, tampoco puede atribuirse al amor ni a la simpatía personal el hecho de que muchos millares de gamos, diseminados por territorios de extensión comparable a la de Francia, se reúnan en decenas de rebaños aislados que se dirigen, todos, hacia un punto conocido, con el fin de atravesar el Amur y emigrar a una parte más templada de la Manchuria.
En todos estos casos, el papel más importante lo desempeña un sentimiento incomparablemente más amplio que el amor o la simpatía personal. Aquí entra el instinto de sociabilidad, que se ha desarrollado lentamente entre los animales y los hombres en el transcurso de un período de evolución extremadamente largo, desde los estadios más elementales, y que enseñó por igual a muchos animales y hombres a tener conciencia de esa fuerza que ellos adquieren practicando la ayuda y el apoyo mutuos, y también a tener conciencia del placer que se puede hallar en la vida social.
Una importancia de esta distinción podrá ser apreciada fácilmente por todo aquél que estudie la psicología de los animales, y más aún, la ética humana. El amor, la simpatía y el sacrificio de sí mismos, naturalmente, desempeñan un papel enorme en el desarrollo progresivo de nuestros sentimientos morales. Pero la sociedad, en la humanidad, de ningún modo le ha creado sobre el amor ni tampoco sobre la simpatía.
Se ha creado sobre la conciencia ––aunque sea instintiva–– de la solidaridad humana y de la dependencia recíproca de los hombres. Se ha creado sobre el reconocimiento inconscientes semiconsciente de la fuerza, que la práctica común de dependencia estrecha, de la felicidad de cada individuo, de la felicidad de todos, y sobre los sentimientos de justicia o de equidad, que obligan al individuo a considerar los derechos de cada uno de los otros como iguales a sus propios derechos. Pero esta cuestión sobrepasa los límites del presente trabajo, y yo me limitaré más que a indicar mi conferencia “Justicia y Moral”, que era contestación a la Ética de Huxley, y en la cual me refería esta cuestión con mayor detalle.
Debido a todo, lo dicho anteriormente, Pensé que un libro sobre “La ayuda mutua como ley de la naturaleza y factor de evolución” podría llenar una laguna muy importante. Cuándo Huxley publicó, en el año 1888 su “manifiesto” sobre la lucha por la existencia (“Struggle for Existence and its Bearing upon Man”) el cual, desde mi punto de vista, era una representación completamente infiel de los fenómenos de la naturaleza, tales como los vemos en las taigas y las estepas, me dirigí al redactor de la revista “Nineteenth Century” rogando dar ubicación en las páginas, de la revista que él dirigía a una critica cuidadosa de las opiniones de uno de los más destacados darwinistas, y Mr. James Knowles acogió mi propósito con la mayor simpatía por este motivo hablé también, con W. Bates, con el gran “naturalista del Amazonas”, quien reunió, como es sabido, los materiales para Wallace y Darwin, y a quien Darwin, con perfecta justicia, calificó en su autobiografía como uno de los hombres más inteligentes qué había encontrado, “sí, por cierto; eso es verdadero darwinismo exclamó Bates, lo que han hecho de Darwin es sencillamente indignante. Escriba esos artículos y cuando estén impresos le enviaré una carta que podrá publicar”. Por desgracia, la composición de estos artículos me ocupó casi siete años, y cuándo el último fue publicado, Bates ya no estaba entre los vivos.
Después de haber examinado la importancia de la ayuda mutua para el éxito y desarrollo de las diferentes clases de animales, evidentemente, estaba obligado a juzgar la importancia de aquel mismo factor en el desarrollo del hombre. Esto era aún más indispensable, porque existen evolucionistas dispuestos a admitir la importancia de la ayuda mutua entre los animales, pero, a la vez, como Herbert Spencer, negándola al respecto al hombre. Para los salvajes primitivos ––afirman–– la guerra de uno contra todos era la ley dominante de la vida. He tratado de analizar en este libro, en los capítulos dedicados a los salvajes y bárbaros, hasta dónde esta afirmación que con excesiva complacencia repiten todos sin la necesaria comprobación desde la época de Hobbes, coincide con lo que conocemos respecto a los grados más antiguos del desarrollo del hombre.
El número y la importancia de las diferentes instituciones de ayuda mutua que se desarrollaron en la humanidad gracias al genio creador las masas salvajes y semisalvajes, ya durante el período siguiente de la comuna aldeana, y también la inmensa influencia que estas instituciones antiguas ejercieron sobre el desarrollo posterior de la humanidad hasta los tiempos modernos, me indujeron a extender el camino de mis investigaciones a los períodos de los tiempos históricos más antiguos. Especialmente me detuve en el período de mayor interés, el de las ciudades repúblicas, libres, de la Edad Media, cuya universalidad y cuya influencia sobre nuestra civilización moderna no ha sido suficientemente apreciada hasta ahora. Por último, también traté de indicar brevemente la enorme importancia que tienen todavía las costumbres de apoyo mutuo transmitidas en herencia por el hombre a través de un período extraordinariamente largo de su desarrollo, sobre nuestra sociedad contemporánea, a pesar de que se piensa y se dice que descansa sobre el principio: “cada uno para sí y el Estado para todos”, principio que las sociedades humanas nunca siguieron por entero y que nunca será llevado a la realización, íntegramente.
Quizá se me objetará que en este libro tanto los hombres como los animales están representados desde un punto de vista demasiado favorable: que sus cualidades sociales son destacadas en exceso, mientras que sus inclinaciones antisociales, de afirmación de sí mismos, apenas están marcadas. Sin embargo, esto era inevitable. En los últimos tiempos hemos oído hablar tanto de “la lucha dura y despiadada por la vida” que aparentemente sostiene cada animal contra todos los otros, cada salvaje contra todos los demás salvajes, y cada hombre civilizado contra todos sus conciudadanos semejantes opiniones se convirtieron en una especie de dogma, de religión de la sociedad instruida, que fue necesario, ante todo oponer una serie amplia de hechos que muestran la vida de los animales y de los hombres completamente desde otro ángulo. Era necesario mostrar, en primer lugar, el papel predominante que desempeñan las costumbres sociales en la vida de la naturaleza y en la evolución progresiva, tanto de las especies animales como igualmente de los seres humanos.
Era necesario demostrar que las costumbres de apoyo mutuo dan a los animales mejor protección contra sus enemigos, que hacen menos difícil obtener alimentos (provisiones invernales, migraciones, alimentación bajo la vigilancia de centinelas, etc.), que aumentan la prolongación de la vida y debido a esto facilitan el desarrollo de las facultades intelectuales; que dieron a los hombres, aparte de las ventajas citadas, comunes con las de los animales, la posibilidad de formar aquellas instituciones que ayudaron a la humanidad a sobrevivir en la lucha dura con la naturaleza y a perfeccionarse, a pesar de todas las vicisitudes de la historia. Así lo hice. Y por esto el presente libro es libro de la ley de ayuda mutua considerada como una de las principales causas activas del desarrollo progresivo, y no la investigación de todos los factores de evolución y su valor respectivo. Era necesario escribir este libro antes de que fuera posible investigar la cuestión de la importancia respectiva de los diferentes agentes de la evolución.
Y menos aún, naturalmente, estoy inclinado a menospreciar el papel que desempeñó la autoafirmación del individuo en el desarrollo de la humanidad. Pero esta cuestión, según mi opinión, exige un examen bastante más profundo que el que ha hallado hasta ahora. En la historia de la humanidad, la autoafirmación del individuo a menudo representó, y continúa representando, algo perfectamente destacado, y algo más amplio y profundo que esa mezquina e irracional estrechez mental que la mayoría de los escritores presentan como “individualismo” y “autoafirmación”. De modo semejante, los individuos impulsores de la historia no se redujeron solamente a aquellos que los historiadores nos describen en calidad de héroes. Debido a esto, tengo el propósito, siempre que sea posible, de analizar en detalle, posteriormente, el papel que ha desempeñado la autoafirmación del individuo en el desarrollo progresivo de la humanidad. Por ahora, me limito a hacer nada más que la observación general siguiente:
Cuando las instituciones de ayuda mutua, es decir, la organización tribal, la comuna aldeana, las guildas, la ciudad de la edad media empezaron a perder en el transcurso del proceso histórico su carácter primitivo, cuando comenzaron a aparecer en ellas las excrecencias parasitarias que les eran extrañas, debido a lo cual estas mismas instituciones se transformaron en obstáculo para el progreso, entonces la rebelión de los individuos en contra de estas instituciones tomaba siempre un carácter doble. Una parte de los rebeldes se empezaba en purificar las viejas instituciones de los elementos extraños a ella, o en elaborar formas superiores de libre convivencia, basadas una vez más en los principios de ayuda mutua; trataron de introducir, por ejemplo, en el derecho penal, el principio de compensación (multa), en lugar de la ley del Talión, y más tarde, proclamaron el “perdón de las ofensas”, es decir, un ideal aún más elevado de igualdad ante la conciencia humana, en lugar de la “compensación” que se pagaba según el valor de clase del damnificado.
Pero al mismo tiempo, la otra parte de esos individuos, que se rebelaron contra la organización que se había consolidado, intentaban simplemente destruir las instituciones protectoras de apoyo mutuo a fin de imponer, en lugar de éstas, su propia arbitrariedad, acrecentar de este modo sus riquezas propias y fortificar su propio poder.
En esta triple lucha entre las dos categorías de individuos, los qué se habían rebelado y los protectores de lo existente, consiste toda la verdadera tragedia de la historia. Pero, para representar esta lucha y estudiar honestamente el papel desempeñado en el desarrollo de la humanidad por cada una de las tres fuerzas citadas, hará falta, por lo menos, tantos años de trabajo como hube de dedicar a escribir este libro.
De las obras que examinan aproximadamente el mismo problema, pero aparecidas ya después de la publicación de mis artículos sobre la ayuda mutua entre los animales, debo mencionar “The Lowell Lectures on the Ascent of Man”, por Henry Drummond, Londres, 1894, y “The Origin and Growth of the Moral Instinct”, por A. Sutherland, Londres, 1898. Ambos libros están concebidos, en grado considerable, según el mismo plan del libro citado de Büchner, y en el libro de Sutherland le consideran con bastantes detalles los sentimientos paternales y familiares corno único factor en el proceso de desarrollo de los sentimientos morales. La tercera obra de esta clase que trata del hombre y está escrita según el mismo plan es el libro del profesor americano F. A. Giddings, cuya primera edición apareció en el año 1896, en Nueva York y en Londres, bajo el título “The Principles of Sociology”, y cuyas ideas dominantes habían sido expuestas por el autor en un folleto, en el año 1894.
Debo, sin embargo, dejar por completo a la crítica literaria el examen de las coincidencias, similitudes y divergencias entre las dos obras citadas y la mía.
Todos los capítulos de este libro fueron publicados primeramente en la revista Nineteenth Century (“La ayuda mutua entre los animales”, en septiembre y noviembre de 1890; “La ayuda mutua entre los salvajes”, en abril de 1891; “ayuda mutua entre los bárbaros”, en enero de 1892; “La ayuda mutua en la Ciudad Medieval”, en agosto y septiembre de 1884, y “La ayuda mutua en la época moderna”, en enero y junio de 1896). Al publicarlos en forma de libro, pensé, en un principio, incluir en forma de apéndices la masa de materiales reunidos por mí que no pude aprovechar para los artículos que aparecieron en la revista, así como el juicio sobre diferentes puntos secundarios que tuve que omitir.
Tales apéndices habrían duplicado el tamaño del libro, y me vi obligado a renunciar a su publicación o, por lo menos, a aplazarla. En los apéndices de este libro está incluido solamente el juicio sobre algunas pocas cuestiones que han sido objeto de controversia científica en el curso de estos últimos años; del mismo modo en el texto de los artículos primitivos intercalé sólo el poco material adicional que me fue posible agregar sin alterar la estructura general de esta obra.
Aprovecho esta oportunidad para expresar al editor de “Nineteenth Century”, James Knowles, mi agradecimiento, tanto por la amable hospitalidad que mostró hacia la presente obra, apenas se enteró de su idea general, como por su amable permiso para la reimpresión de este trabajo.
Pedro Kröpotkin. Bromley, Kent, 1902.
CAPÍTULO I: LA AYUDA MUTUA ENTRE LOS ANIMALES.

La concepción de la lucha por la existencia como condición del desarrollo progresivo, introducida en la ciencia por Darwin y Wallace, nos permitió abarcar, en una generalización, una vastísima masa de fenómenos, y esta generalización fue, desde entonces, la base de todas nuestras teorías filosóficas, biológicas y sociales. Un número infinito de los más diferentes hechos, que antes explicábamos cada uno por una causa propia, fueron encerrados por Darwin en una amplia generalización. La adaptación de los seres vivientes a su medio ambiente, su desarrollo progresivo, anatómico y fisiológico, el progreso intelectual y aún el perfeccionamiento moral, todos estos fenómenos empezaron a presentársenos como parte de un proceso común. Comenzamos a comprenderlos como una serie de esfuerzos ininterrumpidos, como una lucha contra diferentes condiciones desfavorables, ––lucha que conduce al desarrollo de individuos, razas, especies y sociedades tales–– que representarían la mayor plenitud, la mayor variedad y la mayor intensidad de vida.
Es muy posible que, al comienzo de sus trabajos, el mismo Darwin no tuviera conciencia de toda la importancia y generalidad de aquel fenómeno la lucha por la existencia, al que recurrió buscando la explicación de un grupo de hechos, a saber: la acumulación de desviaciones del tipo primitivo y la formación de nuevas especies. Pero comprendió que el término que él introducía en la ciencia perdería su sentido filosófico exacto si era comprendido exclusivamente en sentido estrecho, como lucha entre los individuos por los medios de subsistencia. Por eso, al comienzo mismo de su gran investigación sobre el origen de las especies, insistió en que se debe comprender “la lucha por la existencia en su sentido amplio y metafórico”, es decir, incluyendo en él la dependencia de un ser viviente de los otros, y también ––lo que es bastante más importante–– no sólo la vida del individuo mismo, sino también la posibilidad de que deje descendencia.
De este modo, aunque el mismo Darwin, para su propósito especial, utilizó la expresión “lucha por la existencia” preferentemente en su sentido estrecho, previno a sus sucesores en contra del error (en el cual parece que cayó él mismo en una época) de la comprensión demasiado estrecha de estas palabras. En su obra posterior, Origen del hombre, hasta escribió varias páginas bellas y vigorosas para explicar el verdadero y amplio sentido de esta lucha. Mostró cómo, en innumerables sociedades animales, la lucha por la existencia entre los individuos de estas sociedades desaparece completamente, y cómo, en lugar de la lucha, aparece la cooperación que conduce al desarrollo de las facultades intelectuales y de las cualidades morales, y que asegura a tal especie las mejores oportunidades de vivir y propasarse.
Señaló que, de tal modo, en estos casos, no se muestran de ninguna manera “más aptos” aquellos que son físicamente más fuertes o más astutos, o más hábiles, sino aquellos que mejor saben unirse y apoyarse los unos a los otros ––tanto los fuertes como los débiles– – para el bienestar de toda su comunidad “Aquellas comunidades ––escribió–– que encierran la mayor cantidad de miembros que simpatizan entre sí, florecerán mejor y dejarán mayor cantidad de descendientes” (segunda edición inglesa, página 163).
La expresión, tomada por Darwin de la concepción malthusiana de la lucha de todos contra uno, perdió, de tal modo, su estrechez cuando fue transformada en la mente de un hombre que comprendía la naturaleza profundamente.
Por desgracia, estas observaciones de Darwin, que podrían haberse convertido en base de las investigaciones más fecundas, pasaron inadvertidas, a causa de la masa de hechos en que entraba, o se suponía, la lucha real entre los individuos por los medios de subsistencia.
Y Darwin no sometió a una investigación más severa la importancia comparativa y la relativa extensión de las dos formas de la “lucha por la vida” en el mundo animal: la lucha inmediata entre las personas aisladas, y la lucha común, entre muchas personas, en conjunto; tampoco escribió la obra que se proponía escribir sobre los obstáculos naturales a la multiplicación excesiva de los animales, tales como la sequía, las inundaciones, los fríos repentinos, las epidemias, etc.
Sin embargo, tal investigación era ciertamente indispensable para determinar las verdaderas proporciones y la importancia en la naturaleza de la lucha individual por la vida entre los miembros de una misma especie de animales en comparación con la lucha de toda la comunidad contra los obstáculos naturales y los enemigos de otras especies. Más aún, en este mismo libro sobre el origen del hombre, donde escribió los pasajes citados que refutan la estrecha comprensión malthusiana de la “lucha” se abrió paso nuevamente el fermento malthusiano; por ejemplo, allí donde se hacía la pregunta: ¿es menester conservar la vida de los “débiles de mente y cuerpo” en nuestras sociedades civilizados? (capítulo V). Como si miles de poetas, sabios inventores y reformadores “locos”, Y también los llamados “entusiastas débiles de mente” no fueran el arma más fuerte de la humanidad en su lucha por la vida, en la lucha que se sostiene con medios intelectuales y morales, cuya importancia expuso tan bien el mismo Darwin en los mismos capítulos de su libro.
Luego sucedió con la teoría de Darwin lo que sucede con todas las teorías que tienen relación con la vida humana. Sus continuadores no sólo no la ampliaron, de acuerdo con sus indicaciones, sino que, por lo contrario, la restringieron aún más. Y mientras Spencer, trabajando independientemente, pero en análogo sentido, trataba hasta cierto punto de ampliar las investigaciones acerca de la cuestión de quién es el más apto (especialmente en el apéndice de la tercera edición de “Data of Ethics”), numerosos continuadores de Darwin restringieron la concepción de la lucha por la existencia hasta los límites más estrechos. Empezaron a representar el mundo de los animales como un mundo de luchas ininterrumpidas entre seres eternamente hambrientos y ávidos de la sangre de sus hermanos. Llenaron la literatura moderna con el grito de ¡Ay de los vencidos! y presentaron este grito como la última palabra de la biología.
Elevaron la lucha “sin cuartel”, Y en pos de ventajas individuales, a la altura de un principio, de una ley de toda la biología, a la cual el hombre debe subordinarse, de lo contrario, sucumbirá en este mundo que está basado en el exterminio mutuo. Dejando de lado a los economistas, los cuales generalmente apenas conocen, del campo de las ciencias naturales, algunas frases corrientes, y ésas tomadas de los divulgadores de segundo grado, debemos reconocer que aún los más autorizados representantes de las opiniones de Darwin emplean todas sus fuerzas para sostener estás falsas ideas. Si tomamos, por ejemplo, a Huxley, a quien se considera, sin duda, como uno de los mejores representantes de la teoría del desarrollo (evolución) veremos entonces que en el artículo titulado “La lucha por la existencia y su relación con el hombre” no enseña que “desde el punto de vista del moralista, el mundo animal se encuentra en el mismo nivel que la lucha de gladiadores: alimentan bien a los animales y los arrojan a la lucha: en consecuencia, sólo los más fuertes, los más ágiles y los más astutos sobreviven únicamente para entrar en lucha al día siguiente. No es necesario que el espectador baje el dedo para exigir que sean muertos los débiles, aquí, sin ello, no hay cuartel para nadie”.
En el mismo artículo, Huxley dice más adelante que entre los animales, lo mismo que entre los hombres primitivos “los más débiles y los más estúpidos están condenados a muerte, mientras que sobreviven los más astutos y aquellos a quienes es más difícil vulnerar, a que los que mejor supieron adaptarse a las circunstancias, pero que de ningún modo son mejores en los otros sentidos. La vida ––dice–– era una lucha constante y general, y con excepción de las relaciones limitadas y temporales dentro de la familia, la guerra hobbesiana de uno contra todos era el estado normal de las existencias”.
Hasta dónde se justifica o no semejante opinión sobre la naturaleza, se verá en los hechos que este libro aporta, tanto del mundo animal como de la vida del hombre primitivo. Pero podemos decir ya ahora que la opinión de Huxley sobre la naturaleza tiene tan poco derecho a ser reconocida en tanto que deducción científica, como la opinión opuesta de Rousseau, que veía en la naturaleza solamente amor, paz y armonía, perturbados por la aparición del hombre. En realidad, el primer paseo por el bosque, la primera observación sobre cualquier sociedad animal o hasta el conocimiento de cualquier trabajo serio en donde se habla de la vida de los animales en los continentes que aún no están densamente poblados por el hombre (por ejemplo de D’Orbigny, Audubon, Le Vaillant), debía obligar al naturalista a reflexionar sobre el papel que desempeña la vida social en el mundo de los animales, y preservarle tanto de concebir la naturaleza en forma de campo de batalla general como del extremo opuesto, que ve en la naturaleza sólo paz y armonía. El error de Rousseau consiste en que perdió de vista, por completo, la lucha sostenida con picos y garras, y Huxley es culpable del error de carácter opuesto; pero ni el optimismo de Rousseau ni el pesimismo de Huxley pueden ser aceptados como una interpretación desapasionada y científica de la naturaleza.
Si bien, comenzamos a estudiar los animales no únicamente en los laboratorios y museos sino en el bosque, en los prados, en las estepas y en las zonas montañosas, en seguida observamos que, a pesar de que entre diferentes especies y, en particular, entre diferentes clases de animales, en proporciones sumamente vastas, se sostiene la lucha y el exterminio, se observa, al mismo tiempo, en las mismas proporciones, o tal vez mayores, el apoyo mutuo, la ayuda mutua y la protección mutua entre los animales pertenecientes a la misma especie o, por lo menos, a la misma sociedad. La sociabilidad es tanto una ley de la naturaleza como lo es la lucha mutua.
Naturalmente, sería demasiado difícil determinar, aunque fuera aproximadamente, la importancia numérica relativa de estas dos series de fenómenos. Pero si recurrimos, a la verificación indirecta y preguntamos a la naturaleza: “¿Quiénes son más aptos, aquellos que constantemente luchan entre sí o, por lo contrario, aquellos que se apoyan entre sí?”, en seguida veremos que los animales que adquirieron las costumbres de ayuda mutua resultan, sin duda alguna, los más aptos. Tienen más posibilidades de sobrevivir como individuos y como especie, y alcanzan en sus correspondientes clases (insectos, aves, mamíferos) el más alto desarrollo mental y organización física. Si tomamos en consideración los Innumerables hechos que hablan en apoyo de esta opinión, se puede decir con seguridad que la ayuda mutua constituye tanto una ley de la vida animal como la lucha mutua. Más aún. Como factor de evolución, es decir, como condición de desarrollo en general, probablemente tiene importancia mucho mayor que la lucha mutua, porque facilita el desarrollo de las costumbres y caracteres que aseguran el sostenimiento y el desarrollo máximo de la especie junto con el máximo bienestar y goce de la vida para cada individuo, y, al mismo tiempo, con el mínimo de desgaste inútil de energías, de fuerzas.
Hasta donde yo sepa, de los sucesores científicos de Darwin, el primero que reconoció en la ayuda mutua la importancia de una ley de la naturaleza y de un factor principal de la evolución, fue el muy conocido biólogo ruso, ex-decano de la Universidad de San Petersburgo, profesor K.F. Kessler. Desarrolló este pensamiento en un discurso pronunciado en enero del año 1880, algunos meses antes de su muerte, en el congreso de naturalistas rusos, pero, como muchas cosas buenas publicadas, sólo en la lengua rusa, esta conferencia pasó casi completamente inadvertida.
Como zoólogo viejo ––decía Kessler––, se sentía obligado a expresar su protesta contra el abuso del término “lucha por la existencia”, tomado de la zoología, o por lo menos contra la valoración excesivamente exagerada de su importancia. Especialmente en la zoología ––decía–– en las ciencias consagradas al estudio multilateral del hombre, a cada paso se menciona la lucha cruel por la existencia, y a menudo se pierde de vista por completo, que existe otra ley que podemos llamar de la ayuda mutua, y que, por lo menos ton relación a los animales, tal vez sea más importante que la ley de la lucha por la existencias. Señaló luego Kessler que la necesidad de dejar descendencia, inevitablemente une a los animales, y “cuando más se vinculan entre si los individuos de una determinada especie, cuanto más ayuda mutua se prestan, tanto más se consolida la existencia de la especie y tanto más se dan la! posibilidades de que dicha especie vaya más lejos en su desarrollo y se perfeccione, además, en su aspecto intelectual”. “Los animales de todas las clases, especialmente de las superiores, se prestan ayuda mutua” ––proseguía Kessler (pág. 131)––, y confirmaba su idea con ejemplos tomados de la vida de los escarabajos enterradores o necróforos y de la vida social de las aves y de algunos mamíferos. Estos ejemplos eran poco numerosos, como era menester en un breve discurso de inauguración, pero puntos importantes fueron claramente establecidos. Después de haber señalado luego que en el desarrollo de la humanidad la ayuda mutua desempeña un papel aún más grande, Kessler concluyó su discurso con las siguientes observaciones:
“Ciertamente, no niego la lucha por la existencia, sino que sostengo que, el desarrollo progresivo, tanto de todo el reino animal como en especial de la humanidad, no contribuye tanto la lucha recíproca cuanto la ayuda mutua.
Son inherentes a todos los cuerpos orgánicos dos necesidades esenciales: la necesidad de alimento y la necesidad de multiplicación. La necesidad de alimentación los conduce a la lucha por la subsistencia, y al exterminio recíproco, y la necesidad de la multiplicación los conduce a aproximarse a la ayuda mutua. Pero, en el desarrollo del mundo orgánico, en la transformación de unas formas en otras, quizá ejerza mayor influencia la ayuda mutua entre los individuos de una misma especie que la lucha entre ellos”.

La exactitud de las opiniones expuestas más arriba llamó la atención de la mayoría de los presentes en el congreso de los zoólogos rusos, y N.A. Syevertsof, cuyas obras son bien conocidas de los ornitólogos y geógrafos, las apoyó e ilustró con algunos ejemplos complementarios.
Mencionó algunas especies de halcones dotados de una organización quizá ideal para los fines de ataque, pero a pesar de ello, se extinguen, mientras que las otras especies de halcones que practican la ayuda mutua prosperan.
“Por otra parte, tomad un ave tan social como el pato ––dijo–– en general, está mal organizado, pero practica el apoyo mutuo y, a juzgar por sus innumerables especies y variedades, tiende positivamente a extenderse por toda la tierra”.

La disposición de los zoólogos rusos a aceptar las opiniones de Kessler le explica muy naturalmente porque casi todos ellos tuvieron oportunidad de estudiar el mundo animal en las extensas regiones deshabitadas del Asia Septentrional o de Rusia Oriental, y el estudio de tales regiones conduce, inevitablemente, a esas mismas conclusiones. Recuerdo la impresión que me produjo el mundo animal de Siberia, cuando yo exploraba las tierras altas de Oleminsk Vitimsk en compañía de tan destacado zoólogo como era mí amigo Iván Simionovich Poliakof. Ambos estábamos bajo la impresión reciente de El origen de las especies, de Darwin, pero yo buscaba vanamente esa aguzada competencia entre los animales de la misma especie a que nos había preparado la lectura de la obra de Darwin, aún después de tomar en cuenta la observación hecha en el capítulo III de esta obra (pág. 54).
¿Dónde está esa lucha? ––preguntaba yo a Poliakof––. Veíamos muchas adaptaciones para la lucha, muy a menudo para la lucha en común, contra las condiciones climáticas desfavorables, o contra diferentes enemigos, y I. S. Poliakof escribió algunas páginas hermosas sobre la dependencia mutua de los carnívoros, rumiantes y roedores en su distribución geográfica. Por otra parte, vi yo allí, y en el Amur, numerosos casos de apoyo mutuo, especialmente en la época de la emigración de las aves y de los rumiantes, pero aún en las regiones del Amur y del Ussuri, donde la vida animal se distingue por su gran abundancia, muy raramente me ocurrió observar, a pesar de que los buscaba, casos de competencia real y de lucha entre los individuos de una misma especie de animales superiores. La misma impresión brota de los trabajos de la mayoría de los zoólogos rusos, y esta circunstancia quizá aclare por qué las ideas de Kessler fueron tan bien recibidas por los darwinistas rusos, mientras que semejantes opiniones no son corrientes entre los continuadores de Darwin de Europa Occidental, que conocen el mundo animal preferentemente en la Europa más occidental, donde el exterminio de los animales por el hombre alcanzó tales proporciones que los individuos de muchas especies, que fueron en otros tiempos sociales, viven ahora solitarios.
Lo primero que nos sorprende, cuando comenzamos a estudiar la lucha por la existencia, tanto en sentido directo como en el figurado de la expresión, en las regiones aún escasamente habitadas por el hombre, es la abundancia de casos de ayuda mutua practicada por los animales, no sólo con el fin de educar a la descendencia, como está reconocido por la mayoría de los evolucionistas, sino también para la seguridad del individuo y para proveerse del alimento necesario. En muchas vastas subdivisiones del reino animal, la ayuda mutua es regla general. La ayuda mutua se encuentra hasta entre los animales más inferiores y probablemente conoceremos alguna vez, por las personas que estudian la vida microscópica de las aguas estancadas, casos de ayuda mutua inconsciente hasta entre los microorganismos más pequeños.
Naturalmente, nuestros conocimientos de la vida de los invertebrados ––excluyendo las termitas, hormigas y abejas–– son sumamente limitados; pero a pesar de esto, de la vida de los animales más inferiores podemos citar algunos casos de ayuda mutua bien verificados. Innumerables sociedades de langostas, mariposas ––especialmente vanessae––, grillos, escarabajos (cicindelae), etc., en realidad se hallan completamente inexploradas, pero ya el mismo hecho de su existencia indica que deben establecerse aproximadamente sobre los mismos principios que las sociedades temporales de hormigas y abejas con fines de migración. En cuanto a los escarabajos, son bien conocidos casos exactamente observados de ayuda mutua entre los sepultureros (Necrophorus). Necesitan alguna materia orgánica en descomposición para depositar los huevos y asegurar la alimentación de sus larvas; pero la putrefacción de ese material no debe producirse muy rápidamente. Por eso, los escarabajos sepultureros entierran los cadáveres de todos los animales pequeños con que se topan casualmente durante sus búsquedas. En general, los escarabajos de esta raza viven solitarios; pero, cuando alguno de ellos encuentra el cadáver de algún ratón o de un ave, que no puede enterrar, convoca a varios otros sepultureros más (se juntan a veces hasta seis) para realizar esta operación con sus fuerzas asociadas.
Si es necesario, transportan el cadáver a un suelo más conveniente y blando. En general, el entierro se realiza de un modo sumamente meditado y sin la menor disputa con respecto a quién corresponde disfrutar del privilegio de poner sus huevos en el cadáver enterrado. Y cuando Gleditsch ató un pájaro muerto a una cruz hecha de dos palitos, o suspendió una rana de un palo clavado en el suelo, los sepultureros, del modo más amistoso, dirigieron la fuerza de sus inteligencias reunidas para vencer la astucia del hombre. La misma combinación de esfuerzos se observa también en los escarabajos del estiércol.
Pero, aún entre los animales situados en un grado de organización algo inferior, podemos encontrar ejemplos semejantes. Ciertos cangrejos anfibios de las Indias Orientales y América del Norte se reúnen en grandes masas cuando se dirigen hacia el mar para depositar sus huevas, por lo cual cada una de estas migraciones presupone cierto acuerdo mutuo. En cuanto a los grandes cangrejos de las Molucas (Limulus), me sorprendió ver en el año 1882, en el acuario de Brighton, hasta qué punto son capaces estos animales torpes de prestarse ayuda entre sí cuando alguno de ellos la necesita. Así, por ejemplo, uno se dio vuelta Y quedó de espalda en un rincón de la gran cuba donde se les guarda en el acuario, y su pesada caparazón, parecida a una gran cacerola, le impedía tomar su posición habitual, tanto más cuanto que en ese rincón habían hecho una división de hierro que dificultaba más aún sus tentativas de volverse.
Entonces, los compañeros corrieron en su ayuda, y durante una hora entera observé cómo trataban de socorrer a su camarada de cautiverio.
Al principio aparecieron dos cangrejos, que empujaron a su amigo por debajo, y después de esfuerzos empeñosos, consiguieron colocarlo de costado, pero la división de hierro impedíales terminar su obra, y él cangrejo cala de nuevo, pesadamente, de espaldas.
Después de muchas tentativas, uno de los salvadores se dirigió hacia el fondo de la cuba y trajo consigo otros dos cangrejos, los cuales, con fuerzas frescas, se entregaron nuevamente a la tarea de levantar y empujar al camarada incapacitado. Permanecimos en el acuario, más de dos horas, y cuando nos íbamos, nos acercamos de nuevo a echar; un vistazo a la cuba: ¡el trabajo de liberación continuaba aún! Después de haber sido testigo de este episodio, creo plenamente en la observación hecha por Erasmo Darwin, a saber: que “el cangrejo común, durante la muda, coloca en calidad de centinela a cangrejos que no han sufrido la muda o bien a un individuo cuya caparazón se ha endurecido ya, a fin de proteger a los individuos que han mudado, en su situación desamparada, contra la agresión de los enemigos marinos”.
Los casos de ayuda mutua entre las termitas, hormigas y abejas son tan conocidos para casi todos los lectores, en especial gracias a los populares libros de Romanes, Büchner y John Lubbock, que puedo limitarme a muy pocas citas. Si tomamos un hormiguero, no sólo veremos que todo género de trabajo ––la cría de la descendencia el aprovisionamiento, la construcción, la cría de los pulgones, etc.––, se realiza de acuerdo con los principios de ayuda mutua voluntaria, sino que, junto con Forel, debemos también reconocer que el rasgo principal, fundamental, de la vida de muchas especies de hormigas es que cada hormiga comparte y está obligada a compartir su alimento, ya deglutido y en parte digerido, con cada miembro de la comunidad que haya manifestado su demanda de ello. Dos hormigas pertenecientes a dos especies diferentes o a dos hormigueros enemigos, en un encuentro casual, se evitarán la una a la otra. Pero dos hormigas pertenecientes al mismo hormiguero, o a la misma colonia de hormigueros, siempre que se aproximan, cambian algunos movimientos de antena y, “si una de ellas está hambrienta o siente sed, y si especialmente en ese momento la otra tiene el papo lleno, entonces la primera pide inmediatamente alimento”. La hormiga a la cual se dirigió el pedido de tal modo, nunca se rehúsa; separa sus mandíbulas, y dando a su cuerpo la posición conveniente, devuelve una gota de líquido transparente, que la hormiga hambrienta sorbe.
La devolución de alimentos para nutrir a otros es un rasgo tan importante de la vida de la hormiga (en libertad) y se aplica tan constantemente, tanto para la alimentación de los camaradas hambrientos como para la nutrición de las larvas, que, según la opinión de Forel, los órganos digestivos de las hormigas se componen de dos partes diferentes; una de ellas, la posterior, se destina al uso especial de la hormiga misma, y la otra, la anterior, principalmente a utilidad de la comunidad. Si cualquier hormiga con el papo lleno, mostrara ser tan egoísta que rehusara alimento a un camarada, la tratarían como enemiga o peor aún. Si la negativa fuera hecha en el momento en que sus congéneres luchan contra cualquier especie de hormiga o contra un hormiguero extraño, caerían sobre su codiciosa compañera con mayor furor que sobre sus propias enemigas. Pero, si la hormiga no se rehusara a alimentar a otra hormiga perteneciente a un hormiguero enemigo, entonces las congéneres de la última la tratarían como amiga. Todo esto está confirmado por observaciones y experiencias sumamente precisas, que no dejan ninguna duda sobre la autenticidad de los hechos mismos ni sobre la exactitud de su interpretación.
De tal modo, en esta inmensa división del mundo animal, que comprende más de mil especies y es tan numerosa que el Brasil, según la afirmación de los brasileños, no pertenece a los hombres, sino a las hormigas, no existe en absoluto lucha ni competencia por el alimento entre los miembros de un mismo hormiguero o de una colonia de hormigueros. Por terribles que sean las guerras entre las diferentes especies de hormigas y los diferentes hormigueros, y cualesquiera que sean las atrocidades cometidas durante la guerra, la ayuda mutua dentro de la comunidad, la abnegación en beneficio común, se ha transformado en costumbre, y el sacrificio, en bien común, es la regla general. Las hormigas, y las termitas repudiaron de este modo la “guerra hobbesiana”, y salieron ganando. Sus sorprendentes hormigueros, sus construcciones, que sobrepasan por la altura relativa, a las construcciones de los hombres; sus caminos pavimentados y galerías cubiertas entre los hormigueros; sus espaciosas salas y graneros; sus campos trigo; sus cosechas, los granos “malteados”, los “huertos” asombrosos de la “hormiga umbelífera”, que devora hojas y abona trocitos de tierra con bolitas de fragmentos de hojas masticadas y por eso crece en estos huertos solamente una clase de hongos, y todos los otros son exterminados; sus métodos racionales de cuidado de los huevos y de las larvas, comunes a todas las hormigas, y la construcción de nidos especiales y cercados para la cría de los pulgones, que Linneo llamó tan pintorescamente “vacas de las hormigas” y, por último, su bravura, atrevimiento y elevado desarrollo mental; todo esto es la consecuencia natural de la ayuda mutua que practican a cada paso de su vida activa y laboriosa. La sociabilidad de las hormigas condujo también al desarrollo de otro rasgo esencial de su vida, a saber: el enorme desarrollo de la iniciativa individual que, a su vez, contribuyó a que se desarrollaran en la hormiga tan elevadas y variadas capacidades mentales que producen la admiración y el asombro de todo observador.
Si no conociéramos ningún otro caso de la vida de los animales, aparte de aquellos conocidos de las hormigas y termitas, podríamos concluir con seguridad que la ayuda mutua (que conduce a la confianza mutua, primera condición de la bravura) y la iniciativa personal (primera condición del progreso intelectual), son dos condiciones incomparablemente más importantes en el desarrollo del mundo de los animales que la lucha mutua. En realidad, las hormigas prosperan, a pesar de que no poseen ninguno de los rasgos “defensivos” sin los cuales no puede pasarse animal alguno que lleve vida solitaria. Su color les hace muy visibles para sus enemigos, y en los bosques y en los prados, los grandes hormigueros de muchas especies, llaman la atención en seguida. La hormiga no tiene caparazón duro; su aguijón, por más que resulte peligroso cuando centenares se hunden en el cuerpo de un animal, no tiene gran valor para la defensa individual. Al mismo tiempo, las larvas y los huevos de las hormigas constituyen un manjar para muchos de los habitantes de los bosques.
No obstante, las mal defendidas hormigas no sufren gran exterminio por parte de las aves, ni aún de los osos hormigueros; e infunden terror a insectos que son bastante más fuertes que ellas mismas. Cuando Forel vació un saco de hormigas en un prado, vio que los grillos se dispersaban abandonando sus nidos al pillaje de las hormigas; las arañas y los escarabajos abandonaban sus presas por miedo a encontrarse en situación de víctimas; las hormigas se apoderan hasta de los nidos de avispas, después de una batalla durante la cual muchas perecieron en bien de la comunidad. Aún los más veloces insectos no alcanzaron a salvarse, y Forel tuvo ocasión de ver, a menudo, que las hormigas atacaban y mataban, inesperadamente, mariposas, mosquitos, moscas, etc. Su fuerza reside en el apoyo mutuo y en la confianza mutua. Y si la hormiga ––sin hablar de otras termitas más desarrolladas–– ocupa la cima de una clase entera de insectos por su capacidad mental; si por su bravura se puede equiparar a los más valientes vertebrados, y su cerebro ––usando las palabras de Darwin–– “constituye uno de los más maravillosos átomos de materia del mundo, tal vez aún más asombroso que el cerebro del hombre” ¿no debe la hormiga todo esto a que la ayuda mutua reemplaza completamente la lucha mutua en su comunidad?.
Lo mismo es cierto también con respecto a las abejas. Estos pequeños insectos, que podrían ser tan fácil presa de numerosas aves, y cuya miel atrae a toda clase de animales, comenzando por el escarabajo y terminando con el oso, tampoco tienen particularidad alguna protectora en la estructura o en lo que a mimetismo se refiere, sin los cuales los insectos que viven aislados apenas podrían evitar el exterminio completo.
Pero, a pesar de eso, debido a la ayuda mutua practicada por las abejas, como es sabido, alcanzaron a extenderse ampliamente por la tierra; poseen una gran inteligencia, y han elaborado formas de vida social sorprendentes.
Trabajando en común, las abejas multiplican en proporciones inverosímiles sus fuerzas individuales, y recurriendo a una división temporal del trabajo, por lo cual cada abeja conserva su aptitud para cumplir cuando es necesario, cualquier clase de trabajo, alcanzando tal grado de bienestar y seguridad que no tiene ningún animal, por fuerte que sea o bien armado que esté. En sus sociedades, las abejas a menudo superan al hombre, cuando éste descuida las ventajas de una ayuda mutua bien planeada. Así, por ejemplo, cuando un enjambre de abejas se prepara a abandonar la colmena para fundar una nueva sociedad, cierta cantidad de abejas exploran previamente la vecindad, y si logran descubrir un lugar conveniente para vivienda, por ejemplo, un cesto viejo, o algo por el estilo, se apoderan de él, y lo limpian y lo guardan, a veces durante una semana entera, hasta que el enjambre se forma y se asienta en el lugar elegido. ¡En cambio, muy a menudo los hombres hubieron de perecer en sus emigraciones a nuevos países, sólo porque los emigrantes no comprendieron la necesidad de unir sus esfuerzos!.
Con la ayuda de su inteligencia colectiva reunida, las abejas luchan con éxito contra las circunstancias adversas, a veces completamente imprevistas y desusadas, como sucedió, por ejemplo, en la exposición de París, donde las abejas fijaron con su propóleo resinoso (cera) un postigo que cerraba una ventana construida en la pared de sus colmenas. Además, no se distinguen por las inclinaciones sanguinarias, ––y por el amor a los combates inútiles con que muchos escritores dotan tan gustosamente a todos los animales––. Los centinelas que guardan las entradas de las colmenas matan sin piedad a todas las abejas ladronas que tratan de penetrar en ella; pero las abejas extrañas que caen por error no son tocadas, especialmente si llegan cargadas con la provisión del polen recogido, o si son abejas jóvenes, que pueden errar fácilmente el camino. De este modo, las acciones bélicas, se reducen a las más estrictamente necesarias.
La sociabilidad de las abejas es tanto más instructiva cuanto más los instintos de rapiña y de pereza continúan existiendo entre ellas, y reaparecen de nuevo cada vez que las circunstancias les son favorables. Sabido es que siempre hay un cierto número de abejas que prefieren la vida de ladrones a la vida laboriosa de obreras; por lo cual, tanto en los períodos de escasez de alimentos como en los períodos de abundancia extraordinaria, el número de las ladronas crece rápidamente. Cuando la recolección está terminada y en nuestros campos y praderas queda poco material para la elaboración de la miel, las abejas ladronas aparecen en gran número: por otra parte, en las plantaciones de azúcar de las Indias Orientales y en las refinerías de Europa, el robo, la pereza y, muy a menudo, la embriaguez, se vuelven fenómenos corrientes entre las abejas. Vemos, de este modo, que los instintos antisociales continúan existiendo; pero la selección natural debe aniquilar incesantemente a las ladronas, ya que, a la larga, la práctica de la reciprocidad se muestra más ventajosa para la especie que el desarrollo de los individuos dotados de inclinaciones de rapiña. “Los más astutos y los más inescrupulosos” de los que hablaba Huxley como de los vencedores, son eliminados para dar lugar a los individuos que comprenden las ventajas de la vida social y del apoyo mutuo.
Naturalmente, ni las hormigas ni las abejas, ni siquiera las termitas, se han elevado hasta la concepción de una solidaridad más elevada, que abrazase toda su especie. En este respecto, evidentemente, no alcanzaron un grado de desarrollo que no encontrarnos siquiera entre los dirigentes políticos, científicos y religiosos, de la humanidad. Sus instintos sociales casi no van más allá de los límites del hormiguero o de la colmena. A pesar de eso, Forel describió colonias de hormigas en Mont Tendré y en la montaña Saleve, que incluían no menos de doscientos hormigueros, y los habitantes de tales colonias pertenecían a dos diferentes especies (Formica exsecta y F. pressilabris). Forel afirma que cada miembro de estas colonias conoce a los miembros restantes, y que todos toman parte en la defensa común. Mac Cook observó, en Pensilvania, una nación entera de hormigas, compuesta de 1600 a 1700 hormigueros, que vivían en completo acuerdo; y Bates describió las enormes extensiones de los campos brasileños cubiertos de montículos de termitas, en done algunos hormigueros servían de refugio a dos o tres especies diferentes, y la mayoría de estas construcciones estaban unidas entre sí por galerías abovedadas y arcadas cubiertas. De este modo, algunos ensayos de unificación de subdivisiones bastante amplias de una especie, con fines de defensa mutua y de vida social, se encuentra hasta entre los animales invertebrados.
Pasando ahora a los animales superiores, encontramos aún más casos de ayuda mutua, indudablemente consciente, que se practica con todos los fines posibles, a pesar de que, por otra parte, debernos observar qué nuestros conocimientos de la vida, hasta de los animales superiores, todavía se distinguen sin embargo, por su gran insuficiencia. Una multitud de casos de este género fueron descritos por zoólogos eminentísimos, pero, sin embargo, hay divisiones enteras del reino animal de los cuales casi nada nos es conocido.
Sobre todo, tenemos pocos testimonios fidedignos con respecto a los peces, en parte debido a la dificultad de las observaciones y en parte porque no se ha prestado a esta materia la debida atención. En cuanto a los mamíferos, ya Kessler observó lo poco que conocemos de su vida. Muchos de ellos sólo salen de noche de sus madrigueras; otros, se ocultan debajo de la tierra; los rumiantes, cuya vida social y cuyas migraciones ofrecen un interés muy profundo, no permiten al hombre aproximarse a sus rebaños. De las que sabemos más, es de las aves; sin embargo, la vida social de muchas especies continúa siendo aún poco conocida para nosotros. Por otra parte, en general, no tenemos de qué quejamos poca la falta de casos bien establecidos, como se verá a continuación. Llamo la atención únicamente que la mayor parte de estos hechos han sido reunidos por zoólogos indiscutiblemente eminentes ––fundadores de la zoología descriptiva–– sobre la base de sus propias observaciones, especialmente en América, en la época en que aún estaba muy densamente poblada por mamíferos y aves. El gran desarrollo de la ayuda mutua que ellos observaron, ha sido notado también recientemente en el África central, todavía poco poblada por el hombre.
No tengo necesidad de detenerme aquí sobre las asociaciones entre macho y hembra para la crianza de la prole, para asegurar su alimento en las primeras épocas de su vida y para la caza en común. Es menester recordar solamente que semejantes asociaciones familiares están extendidas ampliamente hasta entre los carnívoros menos sociables y las aves de rapiña; su mayor interés reside en que la asociación familiar constituye el medio en donde se desarrollan los sentimientos más tiernos, hasta entre los animales muy feroces en otros aspectos. Podemos, también, agregar que la rareza de asociaciones que traspasen los límites de la familia en los carnívoros y las aves de rapiña, aunque en la mayoría de los casos es resultado de la forma de alimentación, sin embargo, indudablemente constituye también, hasta cierto punto, la consecuencia de cambios en el mundo animal, provocados por la rápida multiplicación de la humanidad. Hasta ahora se ha prestado poca atención a estas circunstancias, pero sabemos que hay especies cuyos individuos llevan una vida completamente solitaria en regiones densamente pobladas, mientras que aquellas mismas especies o sus congéneres más próximos viven en rebaños, en lugares no habitados por el hombre. En este sentido podemos citar como ejemplo a los lobos, zorros, osos y algunas aves de rapiña.
Además, las asociaciones que no traspasan los limites de la familia presentan para nosotros comparativamente poco interés; tanto más cuanto que son conocidas muchas otras asociaciones, de carácter bastante más general, como, por ejemplo, las asociaciones formadas por muchos animales, para la caza, la defensa mutua o, simplemente, para el goce de la vida. Audubon ya mencionó que las águilas se reúnen a veces en grupos de varios individuos, y su relato sobre dos águilas calvas, macho y hembra, que cazaban en el Mississipi, es muy conocido como modelo de descripción artística, pero una de las más convincentes observaciones en este sentido Pertenece a Syevertsof. Mientras estudiaba la fauna de las estepas rusas, vio cierta vez un águila perteneciente a la especie gregaria (cola blanca, Haliaetos abicilla) que se elevaba hacia lo alto; durante media hora, el águila describió círculos amplios, en silencio, y repentinamente resonó su penetrante graznido. Al poco tiempo respondió a este grito el graznido de otro águila que se había acercado volando a la primera, le siguió una tercera, una cuarta, etcétera, hasta que se reunieron nueve o diez, que pronto se perdieron de vista. Después de medio día, Syevertsof se dirigió hacia el lugar donde notó que habían volado las águilas y, ocultándose detrás de una ondulación de la estepa, se acercó a la bandada y observó que se habían reunido alrededor del cadáver de un caballo. Las águilas viejas, que generalmente se alimentan primero ––tales son las reglas de la urbanidad entre las águilas––, ya estaban posadas sobre las parvas de heno vecinas, en calidad de centinelas, mientras las jóvenes continúan alimentándose, rodeadas por bandadas de cornejas. De esta y otras observaciones semejantes Syevertsof dedujo que las águilas de cola blanca se reúnen para la caza; elevándose a gran altura, si son por ejemplo alrededor de una decena, pueden observar una superficie de cerca de 50 verstas cuadradas, y, en cuanto descubren algo, en seguida, consciente e inconscientemente, avisan a sus compañeras, que se acercan y sin discusión, se reparten el alimento hallado.
En general, Syevertsof más tarde tuvo varias veces ocasión de convencerse de que las águilas de cola blanca se reúnen siempre para devorar la carroña y que algunas de ellas (al comienzo del festín, las jóvenes) desempeñan siempre el papel de vigilantes, mientras las otras comen.
Realmente, las águilas de cola blanca, unas de las más bravas y mejores cazadoras, son, en general, aves gregarias, y Brehm dice que, encontrándose en cautiverio, se aficionan rápidamente al hombre (I. c., pág. 499-501).
La sociabilidad es el rasgo común de muchas otras aves de rapiña. El grifo halcón brasileño (Caravara), uno de los rapaces más “desvergonzados”, es, sin embargo, extraordinariamente sociable. Sus asociaciones para la caza han sido descritas por Darwin y otros naturalistas, y está probado que, si se apoderan de una presa demasiado grande, convocan entonces a cinco ó seis de sus camaradas para llevarla. Por la tarde, cuando estas aves, que se encuentran siempre en movimiento, después de haber volado todo el día, se dirigen a descansar y se posan sobre algún árbol aislado del campo, siempre se reúnen en bandadas poco numerosas, y entonces se juntan con ellas los pernócteros, pequeños milanos de alas oscuras, parecidos a las cornejas, sus “verdaderos amigos”, como dice D’Orbigny. En el viejo mundo, en las estepas transcaspianas, los milanos, según las observaciones de Zarudnyi, tienen la misma costumbre de construir sus nidos en un mismo lugar, agrupándose varios. El grifo social ––una de las razas más fuertes de los milanos–– recibió su propio nombre por su amor a la sociedad. Viven en grandes bandadas, y en el África se encuentran montañas enteras literalmente cubiertas, en todo lugar libre, ––por sus nidos––.
Decididamente, gozan de la vida social y se reúnen en bandadas muy grandes para volar a gran altura, lo que constituye para ellos una especie de deporte. “Viven en gran amistad ––dice Le Vaillant––, y a veces en una misma cueva encontré hasta tres nidos”.
Los milanos urubú, en Brasil, se distinguen quizá por una mayor sociabilidad que las cornejas de pico blanco, dice Bates, el conocido explorador del río Amazonas. Los pequeños milanos egipcios (Pernocterus stercorarius), también viven en buena amistad. Juegan en el aire, en bandadas, pasan la noche juntos, y, por la mañana, en montones, se dirigen en busca de alimento, y entre ellos no se produce ni la más pequeña riña; así lo atestigua Brehm, que ha tenido posibilidad plena de observar su vida. El halcón de cuello rojo se encuentra también en bandadas numerosas en los bosques del Brasil, y el halcón rojo cernícalo (Tinunculus cenchyis), después de abandonar Europa y de haber alcanzado en invierno las estepas y los bosques de Asia, se reúne en grandes sociedades.
En las estepas meridionales de Rusia lleva (más exactamente, llevaba) una vida tan social que Nordman lo observó en grandes bandadas juntos con otros gerifaltes (falco tinunculus, F. oesulon y F. subbuteo) que se reunían los días claros alrededor de las cuatro de la tarde, y se recreaban con sus vuelos hasta entrada la noche. Generalmente volaban todos juntos, en una línea completamente recta, hasta un punto conocido y determinado; después de lo cual, volvían inmediatamente siguiendo la misma línea, y luego repetían nuevamente aquel vuelo.
Tales vuelos en bandadas por el placer mismo del vuelo son muy comunes entre las aves de todo género. Ch. Dixon informa que, especialmente en el río Humber, en las llanuras pantanosas, a menudo aparecen. a fines de agosto, numerosas bandadas de becasas (traga alpina; “arenero de montaña” llamada también “buche negro”) y se quedan durante el invierno. Los vuelos de estas aves son sumamente interesantes, puesto que, reunidas en una enorme bandada, describen círculos en el aire, luego se dispersan y se reúnen de nuevo, repitiendo esta maniobra con la precisión de soldados bien instruidos. Dispersos entre ellos suelen encontrarse areneros de otras especies, alondras de mar y chochas.
Enumerar aquí las diversas asociaciones de caza de las aves sería simplemente imposible: constituyen el fenómeno más corriente; pero, es menester, por lo menos, mencionar las asociaciones de pesca de los pelícanos, en las que estas torpes aves evidencian una organización y una inteligencia notables. Se dirigen a la pesca siempre en grandes bandadas, Y, eligiendo una bahía conveniente, forman un amplio semicírculo, frente a la costa; poco a poco, este semicírculo se estrecha, a medida que las aves nadan hacia la costa, y, gracias a esta maniobra, todo pez caído en el semicírculo es atrapado. En los ríos, canales, los pelícanos se dividen en dos partes, cada una de las cuales forma su semicírculo, y va al encuentro de la otra, nadando, exactamente como irían al encuentro dos partidas de hombres con dos largas redes, para recoger el pez caído entre ellas. A la entrada de la noche, los pelícanos vuelven a su lugar de descanso habitual ––siempre el mismo para cada bandada–– y nadie ha observado nunca que se hayan originado peleas entre ellos por un lugar de pesca o por un lugar de descanso.
En América del sur, los pelícanos se reúnen en bandadas hasta 50.000 aves, una parte de las cuáles se entrega al sueño mientras otras vigilan, y otra parte se dirige a la pesca.
Finalmente, cometería yo una gran injusticia con nuestro gorrión doméstico, tan calumniado, si no mencionara cuán de buen girado comparte toda la comida que encuentra con los miembros dé la sociedad a que pertenece. Este hecho era bien conocido por los griegos antiguos, y hasta nosotros ha llegado el relato del orador que exclamó cierta vez (cito de memoria): “Mientras os hablo, un gorrión vino a decir a los otros gorriones que un esclavo ha desparramado un saco de trigo, y todos s han ido a recoger el grano”. Muy agradable fue para mi encontrar confirmación de esta observación de los antiguos en el pequeño libro contemporáneo de Gurney, el cual está completamente convencido que los gorriones domésticos se comunican entre si siempre que puedan conseguir comida en alguna parte. Dice: “Por lejos del patio de la granja que se hubiesen trillado las parvas de trigo, los gorriones de dicho patio siempre aparecían con los buches repletos de granos”. Cierto es que los gorriones guardan sus dominios con gran celo de la invasión de extraños, como, por ejemplo, los gorriones del jardín de Luxemburgo, París, que atacan con fiereza a todos los otros gorriones que tratan, a su vez, de aprovechar el jardín y la generosidad de sus visitantes; pero dentro de sus propias comunidades o grupos practican con extraordinaria amplitud el apoyo mutuo a pesar de que a veces se producen riñas, como sucede, por otra parte, entre los mejores amigos.
La caza en grupos y la alimentación en bandadas son tan corrientes en el mundo de las aves que apenas es necesario citar más ejemplos: es menester considerar estos dos fenómenos como un hecho plenamente establecido. En cuanto a la fuerza que dan a las aves semejantes asociaciones, es cosa bien evidente. Las aves de rapiña más grandes suelen verse obligadas a ceder ante las asociaciones de los pájaros más pequeños. Hasta las águilas ––aún la poderosísima y terrible águila rapaz y el águila marcial, que se destacan por una fuerza tal que pueden levantar en sus garras una liebre o un antílope joven–– suelen versé obligadas a abandonar su presa a las bandadas de milanos, que emprenden una caza regular de ellas, no bien notan que alguna ha hecho una buena presa. Los milanos también dan caza al rápido gavilán pescador, y le quitan el pescado capturado; pero nadie ha tenido ocasión de observar que los milanos se pelearan por la posesión de la presa arrebatada de tal modo. En la isla Kerguelen el doctor Coués ha visto que el Buphagus, la pequeña gallina marina, de los pescadores de focas, persigue a las gaviotas con el fin de obligarlas a vomitar el alimento; a pesar de que, por otra parte, las gaviotas, unidas a las golondrinas marinas, ahuyentan a la pequeña gallina de mar en cuanto se aproxima a sus posesiones, especialmente durante el anidamiento.
Los frailecicos (Vanellus oristatus), pequeños pero muy rápidos, atacan osadamente a los buhardos, a los mochuelos, o a una corneja o águila que atisban sus huevos, es un espectáculo instructivo. Se siente que están seguros de la victoria, y se ve la decepción del ave de rapiña. En semejantes casos, las avefrías se apoyan mutuamente, a la perfección, y la bravura de cada una aumenta con el número.
Ordinariamente persiguen al malhechor de tal modo que éste prefiere abandonar la caza con tal de alejarse de sus atormentadores. El frailecico ha merecido bien el apodo de “buena madre” que le dieron los griegos, puesto que jamás rehusa defender a las otras aves acuáticas, de los ataques de sus enemigos.
Lo mismo es menester decir acerca del pequeño habitante de nuestros jardines, la blanca nevatilla, o aguzanieve (Motacilla alba), cuya longitud total alcanza apenas a ocho pulgadas. Obliga hasta al cemicalo a suspender la caza. “No bien las aguzanieves ven al ave de rapiña ––ha escrito Brehm, padre–– lanzando un grito fuerte la persiguen, previniendo así a todas las otras aves, y, de tal modo, obligan a muchos buitres a renunciar a la caza. A menudo he admirado su coraje y su agilidad, y estoy firmemente convencido de que sólo el halcón, rapidísimo y noble, es capaz de capturar a la nevatilla… Cuando sus bandadas obligan a cualquier ave de rapiña a alejarse, ensordecen con sus chillidos triunfantes y luego se separan” (Brehm tomo tercero, pág. 950). En tales casos, se reúnen con el fin determinado de dar caza al enemigo, exactamente lo mismo tuve oportunidad de observar en la población volátil de un bosque que se elevaba de golpe ante el anuncio de la aparición de alguna ave nocturna, y todos, tanto las aves de rapiña como los pequeños e inofensivos cantores, empezaban a perseguir al recién venido y, finalmente, le obligaban a volver a su refugio.
¡Qué diferencia enorme entre las fuerzas del milano, del cernícalo o del gavilán y la de tan pequeños pajarillos, como la nevatilla del prado, sin embargo, estos pequeños pajarillos gracias a su acción conjunta y su bravura, prevalecen sobre las rapaces, que están dotadas de vuelo poderoso y armadas de manera excelente para el ataque. En Europa, las nevatillas no sólo persiguen a las aves de rapiña que pueden ser peligrosas para ellas, sino también a los gavilanes pescadores, “más bien para entretenerse que para hacerles daño” ––dice Brehm––. En la India, según el testimonio del Dr. Jerdón, los grajos, persiguen al milano gowinda “simplemente para distraerse”. Y Wied dice que a menudo rodean al águila brasileña urubitinga innumerables bandadas de tucanes (“burlones”) y caciques (ave que está estrechamente emparentado con.nuestras cornejas de Pico blanco) y se burlan de él. “El cernícalo ––agrega Wied––, ordinariamente soporta tales molestias con mucha tranquilidad; además, de tanto en tanto, coge a uno de los burlones que lo rodean”.
Vemos, de tal modo, en todos estos casos (y se podría citar decenas de ejemplos semejantes), que los pequeños pájaros, inmensamente inferiores por su fuerza al ave de rapiña, se muestran, a pesar de eso, más fuertes que ella gracias a que actúan en común.
Dos grandes familias de aves, a saber, las grullas y los papagayos han alcanzado los más admirables resultados en lo que respecta a la seguridad individual, al goce de la vida en común. Las grullas son sumamente sociables, y viven en excelentes relaciones no sólo con sus congéneres, sino también con la mayoría de las aves acuáticas. Su prudencia no es menos asombrosa que su inteligencia. Inmediatamente disciernen las condiciones nuevas y actúan de acuerdo con las nueve exigencias. Sus centinelas vigilan siempre que las bandadas comen o descansan, y los cazadores saben, por experiencia, cuán difícil es aproximárseles. Si el hombre consigue cogerlas desprevenidas, no vuelven más a ese lugar sin enviar primero un explorador, y tras él una partida de exploradores; y cuando esta partida vuelve con la noticia de que no se vislumbra peligro, envían una segunda partida exploradora para comprobar el informe de los primeros, antes de que toda la bandada se decida a adelantarse. Con especies próximas, las grullas contraen verdaderas amistades, y, en cautiverio, ninguna otra ave, excepción hecha solamente del no menos social e inteligente papagayo, contrae una amistad tan verdadera con el hombre.
“La grulla no ve en el hombre un amo, sino un amigo, y trata de demostrárselo de todos modos” ––dice Brehm basado en su experiencia personal––. Desde la mañana temprano hasta bien entrada la noche, la grulla se encuentra en incesante actividad; pero, consagra en total algunas horas de la mañana a la búsqueda del alimento, en especial el alimento vegetal; el resto del tiempo se entrega a la vida social.
“Estando con ánimo de juguetear ––escribe Brehm–– la grulla levanta de la tierra danzando, piedrecillas, pedacitos de madera, los arroja al aire tratando de agarrarlos tuerce el cuello, despliega las alas, danza, brinca, corre, y, por todos los medios, expresa su buen humor, y siempre es hermosa y graciosa”. Puesto que viven constantemente en sociedad, casi no tienen enemigos, a pesar de que Brehm tuvo ocasión de ver, a veces, que alguna era atrapada accidentalmente por un cocodrilo, pero con excepción del cocodrilo, no conoce la grulla ningún otro enemigo.
La prudencia de la grulla, que se ha hecho proverbial, la salva de todos los enemigos, y, en general, vive hasta una edad muy avanzada. Por esto no es sorprendente que la grulla, para conservar la especie, no tenga necesidad de criar una descendencia numerosa y, generalmente, no pone más de dos huevos. En cuanto al elevado desarrollo de su inteligencia, bastará decir que todos los observadores reconocen unánimemente que la capacidad intelectual de la grulla recuerda poderosamente la capacidad del hombre. Otra ave sumamente social, el papagayo, ocupa, como es sabido, por el desarrollo de su capacidad intelectual, el primer puesto en todo el mundo volátil. Su modo de vida está tan excelentemente descrito por Brehm, que me será suficiente reproducir el trozo siguiente, como la mejor característica:
“Los papagayos ––dice–– viven en sociedades o bandadas muy numerosas, excepto durante el período de aparejamiento. Eligen como vivienda un lugar del bosque, de donde salen todas las mañanas para sus expediciones de caza.
Los miembros de cada bandada están muy ligados entre sí, comparten tanto el dolor corno la alegría. Todas las mañanas se dirigen juntos al campo, al huerto, o a cualquier árbol frutal, para alimentarse de frutas. Apostan centinelas para proteger a toda la bandada y siguen con atención sus advertencias. En caso de peligro, se apresuran todos a volar, prestándose mutuo apoyo, y por la tarde, todos vuelven al lugar de descanso al mismo tiempo. Dicho más brevemente, viven siempre en unión estrechamente amistosa”.

Encuentran también placer en la sociedad de otras aves. En la India: ––dice Leyard–– los grajos y los cuervos cubren volando una distancia de muchas millas, para pasar la noche junto con los papagayos, en las espesuras de bambúes. Cuando se dirigen a la caza, los papagayos no sólo demuestran un ingenio y una prudencia sorprendentes, sino también capacidad para adaptarse a las circunstancias. Así, por ejemplo, una bandada de cacatúas blancas de Australia, antes de iniciar el saqueo de un trigal, indefectiblemente envía una partida de exploradores, que se distribuye en los árboles más altos de la vecindad del campo citado, mientras que otros exploradores se posan sobre los árboles intermedios entre el campo y el bosque, y transmiten señales. Si las señales comunican que todo está en orden, entonces una decena de cacatúas se separa de la bandada, traza varios círculos en el aire y se dirige hacia los árboles más próximos al campo. Esta segunda partida, a su vez, observa con bastante detención los alrededores, y sólo después de esa observación, da la señal para el traslado general; después, toda la bandada se eleva al mismo tiempo y saquea rápidamente el campo. Los colonos australianos vencen con mucha dificultad la vigilancia de los papagayos; pero, si el hombre, con toda su astucia y sus armas, consigue matar algunas cacatúas, entonces se vuelven tan vigilantes y prudentes, que desbaratan todas las artimañas de los enemigos.
No hay duda alguna de que sólo gracias al carácter social de su vida, pudieron los papagayos alcanzar ese elevado desarrollo de la inteligencia y de los sentidos (que encontramos en ellos) y que casi llega al nivel humano. Su elevada inteligencia indujo a los mejores naturalistas a llamar a algunas especies ––especialmente al papagayo gris–– “aves-hombres”.
En cuanto a su afecto mutuo, sabido es que si ocurre que uno de la bandada es muerto por un cazador, los restantes comienzan a volar sobre el cadáver de su camarada lanzando gritos lastimeros y “caen ellos mismos víctimas de su afección amistosa” ––como escribió Audubon––, y si dos papagayos cautivos, aunque sean pertenecientes a dos especies distintas, contrajeran amistad, y uno de ellos muriera accidentalmente, no es raro entonces que el otro también perezca de tristeza y de pena por su amigo muerto.
No es menos evidente que en sus asociaciones los papagayos encuentren una protección contra los enemigos incomparablemente superior a la que podrían encontrar por medio del desarrollo más ideal de sus “picos y garras”.
Muy escasas aves de rapiña y mamíferos se atreven a atacar a los papagayos ––y esto solamente a las especies pequeñas–– y Brehm tiene toda la razón cuando dice, hablando de los papagayos, que ellos, igual que las grullas y los monos sociales, apenas tienen otro enemigo fuera del hombre; y agrega: “Muy probablemente, la mayoría de los papagayos grandes mueren de vejez y no en las garras de sus enemigos”.
Únicamente el hombre, gracias a su superior inteligencia, y a sus armas ––que también constituyen el resultado de su vida en sociedad––, puede, hasta cierto punto, exterminar a los papagayos. Su misma longevidad se debe de tal modo al resultado de la vida social. Y, muy probablemente, es necesario decir lo mismo con respecto a su memoria sorprendente, cuyo desarrollo, sin duda, favorece la vida en sociedad, y también la longevidad, acompañada por la plena conservación, tanto de las capacidades físicas como intelectuales hasta una edad muy avanzada.
Se ve, por todo lo que precede que la guerra de todos contra cada uno no es, de ningún modo, la ley dominante de la naturaleza. La ayuda mutua es ley de la naturaleza tanto como la guerra mutua y esta ley se hace para nosotros más exigente cuando observamos algunas otras asociaciones de aves y observamos la vida social de los mamíferos. Algunas rápidas referencias a la importancia de la ley de la ayuda mutua en la evolución del reino animal han sido ya hechas en las páginas precedentes; pero su importancia se aclarará con mayor precisión cuando, citando algunos hechos, podamos hacer, basados en ellos, nuestras conclusiones.

CAPÍTULO II: LA AYUDA MUTUA ENTRE LOS ANIMALES.
(Continuación).

Apenas vuelve la primavera a la zona templada, miríadas de aves, dispersas por los países templados del sur, se reúnen en bandadas innumerables y se apresuran, llenas de alegre energía, a ir hacia el norte para criar su descendencia. Cada seto, cada bosquecillo, cada roca de la costa del océano, cada lago o estanque de los que se halla sembrado el norte de América, el norte de Europa, y el norte de Asia, podrían decirnos, en esa época del año, qué representa la ayuda mutua en la vida de las aves; qué fuerza, qué energía y cuánta protección dan a cada ser viviente por débil e indefenso que sea de por sí.
Tomad, por ejemplo, uno de los innumerables lagos de las estepas rusas o siberianas, al principio de la primavera. Sus orillas están pobladas de miríadas de aves acuáticas, pertenecientes por lo menos a veinte especies diferentes que viven en pleno acuerdo y que se protegen entre sí constantemente. He aquí cómo describe Syevertsof uno de estos lagos: “El lago se halla oculto entre las arenas de color rojo amarillo, las talas verde oscuro y las cañas. Aquello es un hervidero de aves, un torbellino que nos marea… El espacio, lleno de gaviotas (Larus rudibundus) y golondrinas marinas (Sterna hirundo) es conmovido por sus gritos sonoros. Miles de avefrías recorren las orillas y silban… Más allá, casi sobre cada ola, un pato se mece y grita. En lo alto se extienden las bandadas de patos kazarki; más abajo, de tanto en tanto, vuelan sobre el lago los ‘podorliki’ (Aquila clanga) y los buhardos de pantano, seguidos inmediatamente por la bandada bullanguera de los pescadores. Mis ojos se fueron en pos de ellos”.
Por todas partes brota la vida. Pero he aquí las rapaces, “las más fuertes y ágiles” –– como dice Huxley–– e “idealmente dotadas para el ataque” ––como dice Syeverstof––. Se oyen sus voces hambrientas y ávidas y sus gritos exasperados cuando, durante horas enteras, esperan una ocasión conveniente para atrapar, en esta masa de seres vivientes, siquiera un solo individuo indefenso. No bien se acercan, decenas de centinelas voluntarios avisan su aparición, y en seguida centenares de gaviotas y golondrinas marinas inician la persecución del rapaz. Enloquecido por el hambre, deja de lado por último sus precauciones habituales; se arroja de improviso sobre la masa viva de aves; pero, atacado por todas partes, de nuevo es obligado a retirarse. En un arranque de hambre desesperada, se arroja sobre los patos salvajes; pero, las ingeniosas aves sociales, rápidamente, se reúnen en una bandada y huyen si el rapaz es un águila pescadora; si es un halcón, se zambullen en el lago; si es un buitre, levantan nubes de salpicaduras de agua y sumen al rapaz en una confusión completa. Y mientras la vida continúa pululando en el lago, como antes, el rapaz huye con gritos coléricos en busca de carroña, o de alguna pajarilla joven o ratón de campo, aún no acostumbrado a obedecer a tiempo las advertencias de los camaradas. En presencia de toda esta vida que fluye a torrentes, el rapaz, armado idealmente, tiene que contentarse sólo con los desechos de ella.
Aún más lejos, hacia el norte, en los archipiélagos árticos, podéis navegar millas enteras a lo largo de la orilla y veréis que todos los saledizos, todas las rocas y los rincones de las pendientes de las montañas hasta doscientos pies, y a veces hasta quinientos sobre el nivel del mar, están literalmente cubiertos de aves marinas, cuyos pechos blancos se destacan sobre el fondo de las rocas sombrías, de tal modo que parecen salpicadas de creta. El aire, tanto de cerca como a lo lejos, está repleto de aves.
Cada una de estas “montañas de aves” constituye un ejemplo viviente de la ayuda mutua, y también de la variedad sin fin de caracteres, individuales y específicos, que son resultado de la vida social. Así, por ejemplo, el ostrero es conocido por su presteza en atacar a cualquier ave de presa. El arga de los pantanos es renombrada por su vigilancia e inteligencia como guía de aves más pacíficas. Pariente de la anterior, el revuelve piedras, cuando está rodeado de camaradas pertenecientes a especies más grandes, deja que se ocupen ellos de la protección de todos, y hasta se vuelve un ave bastante tímida; pero cuando está rodeado de pájaros más pequeños, toma a su cargo, en interés de la sociedad, el servicio de centinela, y hace que le obedezcan, dice Brehm.
Se puede observar aquí a los cisnes, dominadores, y a la par de ellos, a las gaviotas KittyWake extremadamente sociables y hasta tiernas y entre las cuales, como dice Nauman, las disputas se producen muy raramente y siempre son breves; se ve a las atractivas kairas polares, que continuamente se prodigan caricias; a las gansas-egoístas, que entregan a los caprichos de la suerte los huérfanos de la camarada muerta, y junto a ellas, a otras gansas que adoptan a los huérfanos y nadan rodeadas de cincuenta o sesenta pequeñuelos, de los cuales cuidan como si fueran sus propios hijos. Junto a los pingüinos, que se roban los huevos unos a otros, se ven las calandrias marinas, cuyas relaciones familiares son “tan encantadoras y conmovedoras” que ni los cazadores apasionados se deciden a disparar a la hembra rodeada de su cría; o a los gansos del norte, entre los cuales (como los patos velludos o “coroyas” de las sabanas), varias hembras empollan los huevos en un mismo nido; o los kairas (Uria troile) que ––afirman observadores dignos de fe–– a veces se sientan por turno sobre el nido común. La naturaleza es la variedad misma, y ofrece todos los matices posibles de caracteres, hasta lo más elevado: por eso no es posible representarla en una afirmación generalizada. Menos aún puede juzgársela desde el punto de vista moral, puesto que las opiniones mismas del moralista son resultado ––la mayoría de las veces inconsciente–– de las observaciones sobre la naturaleza.
La costumbre de reunirse en el período de anidamiento es tan común entre la mayoría de las aves, que apenas es necesario dar otros ejemplos. Las cimas de nuestros árboles están coronadas por grupos de nidos de pequeños pájaros; en las granjas anidan colonias de golondrinas; en las torres viejas y campanarios se refugian centenares de aves nocturnas; y fácil sería llenar páginas enteras con las más encantadoras descripciones de la paz y armonía que se encuentran en casi todas estas sociedades volátiles para el anidamiento. Y hasta dónde tales asociaciones sirven de defensa a las aves más débiles, es evidente de por sí. Un excelente observador, como el americano Dr. Couës, vio, por ejemplo, que las pequeñas golondrinas (cliff swallaws) construían sus nidos en la vecindad inmediata de un halcón de las estepas (Falco polyargus). El halcón había construido su nido en la cúspide de uno de aquellos minaretes de arcilla de los que tantos hay en el Cañón del Colorado, y la colonia de golondrinas vivía inmediatamente debajo de él. Los pequeños pájaros pacíficos no temían a su rapaz vecino: simplemente no le permitían acercarse a su colonia. Si lo hacía, inmediatamente lo rodeaban y comenzaban correrlo, de modo que el rapaz había de alejarse enseguida.
La vida en sociedades no cesa cuando ha terminado la época del anidamiento; toma solamente nueva forma. Las crías jóvenes se reúnen en otoño, en sociedades juveniles, en las que ordinariamente ingresan varias especies. La vida social es practicada en esta época principalmente por los placeres que ella proporciona, y también, en parte, por su seguridad. Así encontramos en otoño, en nuestros bosques, sociedades compuestas de picamaderos jóvenes (Sitta coesia), junto con diversos paros, trepadores, reyezuelos, pinzones de montaña y pájaros carpinteros. En España, las golondrinas se encuentran en compañía de cernícalos, atrapamoscas y hasta de palomas.

En el Far West americano, las jóvenes calandrias copetudas (Horned Park) viven en grandes sociedades, conjuntamente con otras especies de cogujadas (Spragues Lark), con el gorrión de la sabana (Savannah sparoow) y algunas otras especies de verderones y hortelanos. En realidad, sería más fácil describir todas las especies que llevan vida aislada que enumerar aquellas especies cuyos pichones constituyen sociedades, cuyo objeto de ningún modo es cazar o anidar, sino solamente disfrutar de la vida en común y pasar el tiempo en juegos y deportes, después de las pocas horas que deben consagrar a la búsqueda de alimento.
Por último, tenemos ante nosotros, todavía, un campo amplísimo de estudio de la ayuda mutua en las aves, durante sus migraciones, y hasta tal punto es amplio que sólo puedo mencionar, en pocas palabras, este gran hecho de la naturaleza. Bastará decir que las aves que han vivido, hasta entonces, meses enteros en pequeñas bandadas diseminadas por una superficie vasta, comienzan a reunirse en la primavera o en el otoño a millares; durante varios días seguidos, a veces una semana o ‘ más, acuden a un lugar determinado, antes de ponerse en camino, y parlotean con vivacidad, probablemente sobre la migración inminente. Algunas especies, todos los días, antes de anochecer, se ejercitan en vuelos preparatorios, alistándose para el largo viaje. Todas esperan a sus congéneres retrasadas, y, por último, todas juntas desaparecen un buen día; es decir vuelan, en una dirección determinada, siempre bien escogida, que representa, sin duda, el fruto de la experiencia colectiva acumulada. Los individuos fuertes vuelan a la cabeza de la bandada, cambiándose por turno para cumplir con esta difícil obligación. De tal modo, las aves atraviesan hasta los vastos mares, en grandes bandadas compuestas tanto de aves grandes como de pequeñas; y, cuando, en la primavera siguiente vuelven al mismo lugar, cada ave se dirige al mismo sitio bien conocido, y en la mayoría de los casos, hasta cada pareja ocupa el mismo nido que reparó o construyó el año anterior.
Este, fenómeno de migración se halla tan extendido, y está al mismo tiempo tan eficientemente estudiado, creó tantas costumbres asombrosas de ayuda mutua ––y estas costumbres y el hecho mismo de la migración requerirían un trabajo especial–– que me veo obligado a abstenerme de dar mayores detalles. Mencionaré solamente las reuniones numerosas y animadas que tienen lugar de año en año en el mismo sitio, antes de emprender su largo viaje al norte o al sur; y, del mismo modo, las reuniones que se pueden ver en el norte, por ejemplo, en las desembocaduras del Yenesei, o en los condados del norte de Inglaterra, cuando las aves vuelven del sur a sus lugares habituales de anidamiento, pero no se han asentado aún en sus nidos. Durante muchos días, a veces hasta un mes entero, se reúnen todas las mañanas y pasan juntas alrededor de media hora, antes de echar a volar en busca de alimento, quizá deliberando sobre los lugares donde se dispondrán a construir sus nidos, si durante la migración sucede que las columnas de aves que emigran son sorprendidas por una tormenta, entonces la desgracia común une a las aves de las especies más diferentes. La diversidad de aves que, sorprendidas por una nevasca durante la migración, golpean contra los vidrios de los faros de Inglaterra, sencillamente es asombrosa. Necesario es observar también que las aves no migratorias, pero que se desplazan lentamente hacia el norte o sur, conforme a la época del año; es decir, las llamadas aves nómadas, también realizan sus traslados en pequeñas bandadas. No emigran aisladas, para asegurarse de tal modo, y por separado, el mejor alimento y encontrar mejor refugio en la nueva región sino, que siempre se esperan mutuamente y se reúnen en bandadas antes de comenzar su lento cambio de lugar hacia el norte o el sur.
Pasando ahora a los mamíferos, lo primero que nos asombra en esta vasta clase de animales es la enorme supremacía numérica de las especies sociales sobre aquellos pocos carnívoros que viven solitarios. Las mesetas, las regiones montañosas, estepas y depresiones del nuevo y viejo mundo, literalmente hierven de rebaños de ciervos, antílopes, gacelas, búfalos, cabras y ovejas salvajes; es decir, de todos los animales que son sociales. Cuando los europeos comenzaron a penetrar en las praderas de América del Norte, las hallaron hasta tal punto densamente poblados por búfalos, que sucedía que los pioneros tenían, a veces, que detenerse, y durante mucho tiempo, cuando las columnas de búfalos en densa columna se prolongaba a veces hasta dos o tres días; y cuando los rusos ocuparon Siberia, encontraron en ella una cantidad tan enorme de ciervos, antílopes, corzos, ardillas y otros animales, que la conquista dé Siberia no fue más que una expedición cinegética que se prolongó durante dos siglos. Las llanuras herbosas de África oriental aún ahora están repletas de cebras, jirafas y diversas especies de antílopes.
Hasta hace un tiempo no muy lejano, los ríos pequeños de América del Norte y de la Siberia Septentrional estaban todavía poblados por colonias de castores, y en la Rusia europea, toda su parte norte, todavía en el siglo XVIII, estaba cubierta por colonias semejantes. Las llanuras de los cuatro grandes continentes están aún ahora pobladas de innumerables colonias de topos, ratones, marmotas, tarbaganes, “ardillas de tierra” y otros roedores. En las latitudes más bajas de Asia y África, en esta época, los bosques son refugios de numerosas familias de elefantes, rinocerontes, hipopótamos y de innumerables sociedades de monos. En el lejano norte, los ciervos se reúnen en innumerables rebaños, y aún más al norte, encontramos rebaños de toros almizcleros e incontables sociedades de zorros polares. Las costas del océano están animadas por manadas de focas y morsas, y sus aguas por manadas de animales sociales pertenecientes a la familia de las ballenas; por último, y aún en los desiertos del altiplano del Asia central, encontramos manadas de caballos salvajes, asnos salvajes, camellos salvajes y ovejas salvajes. Todos estos mamíferos viven en sociedades y en grupos que cuentan, a veces, cientos de miles de individuos, a pesar de que ahora, después de tres siglos de civilización a base de pólvora, quedan únicamente restos lastimosos de aquellas incontables sociedades animales que existían en tiempos pasados.
¡Qué insignificante, en comparación con ella, es el número de los carnívoros! ¡Y qué erróneo, en consecuencia, el punto de vista de aquellos que hablan del mundo animal como si estuviera compuesto solamente de leones y hienas que clavan sus colmillos ensangrentados en la presa! Es lo mismo que si afirmásemos que toda la vida de la humanidad se reduce solamente a las guerras y a las masacres.
Las asociaciones y la ayuda mutua son regla en la vida de los mamíferos. La costumbre de la vida social se encuentra hasta en los carnívoros, y en toda esta vasta clase de animales solamente podemos nombrar una familia de felinos (leones, tigres, leopardos, etc.), cuyos miembros realmente prefieren la vida solitaria a la vida social, y sólo raramente se encuentran, por lo menos ahora, en pequeños grupos. Además, aún entre los leones “el hecho más común es cazar en grupos”, dice el célebre cazador y conocedor S. Baker. Hace poco, N. Schillings, que estaba cazando en el este del África Ecuatorial, fotografió de noche ––al fogonazo repentino de la luz de magnesio–– leones que se habían reunido en grupos de tres individuos adultos, y que cazaban en común; por la mañana, contó en el río, adonde durante la sequía acudían de noche a beber los rebaños de cebras, las huellas de una cantidad mayor aún de leones ––hasta treinta–– que iban a cazar cebras, y naturalmente, nunca, en muchos años, ni Schillings ni otro alguno, oyeron decir que los leones se pelearan o se disputaran la presa. En cuanto a los leopardos, y esencialmente al puma sudamericano (género de león), su sociabilidad es bien conocida. El puma, en consecuencia, como lo describió Hudson, se hace amigo del hombre gustosamente.
En la familia de los viverridoe, carnívoros que representan algo intermedio entre los gatos y las martas, y en la familia de las martas (marta, armiño, comadreja, garduña, tejón, etc.), también predomina la forma de vida solitaria. Pero puede considerarse plenamente establecido que en épocas no más tempranas que el final del siglo XVIII, la comadreja vulgar (mustela, vulgaris) era más social que ahora; se encontraba entonces en Escocia y también en el cantón de Unterwald, en Suiza, en pequeños grupos.
En cuanto a la vasta familia canina (perros, lobos, chacales, zorros y zorros polares), su sociabilidad, sus asociaciones con fines de caza pueden considerarse como rasgo característico de muchas variedades de esta familia. Es por todos sabido que los lobos se reúnen en manadas para cazar, y el investigador de la naturaleza de los Alpes, Tschudi, dejó una descripción excelente de cómo, disponiéndose en semicírculo, rodean a la vaca que pace en la pendiente montañosa y, luego, saltando súbitamente, lanzando un fuerte aullido, la hacen caer al precipicio, Audubon, en el año 1830 vio también que los lobos del Labrador cazaban en manadas, y que una manada persiguió a un hombre hasta su choza y destrozó a sus perros. En los crudos inviernos, las manadas de lobos vuelven tan numerosas que son peligrosas para las poblaciones humanas, como sucedió en Francia por el año 1840. En las estepas rusas, los lobos nunca atacan a los caballos si no es en manadas, y deben soportar una lucha feroz, durante la cual los caballos (según el testimonio de Kohl), a veces pasan al ataque; en tal caso, si los lobos no se apresuran a retroceder corren riesgo de ser rodeados por los caballos, que los matan a coces. Sabido es, también, que los lobos de las praderas americanas (canis latrans) se reúnen en manadas de 20 y 30 individuos para atacar al búfalo que se ha separado accidentalmente del rebaño. Los chacales, que se distinguen por su gran bravura y pueden ser considerados entre los más inteligentes representantes de la familia canina, siempre cazan en manadas; reunidos de tal modo, no temen a los carnívoros mayores.
En cuanto a los perros salvajes del Asia (Jolzuni o Dholes), Williamson vio que sus grandes manadas atacan resueltamente a todos los animales grandes, excepto elefantes y rinocerontes, y que hasta consiguen vencer a los osos y tigres, a quienes, como es sabido, arrebatan siempre los cachorros.
Las hienas viven siempre en sociedades y cazan en manadas, y Cummings se refiere con gran elogio a las organizaciones de caza de las hienas manchadas (Lycain). Hasta los zorros, que en nuestros países civilizados indefectiblemente viven solitarios, se reúnen a veces para cazar, como lo testimonian algunos observadores. También el zorro polar, es decir, el zorro ártico, es o más exactamente era, en los tiempos de Steller, en la primera mitad del siglo XVIII, uno de los animales más sociables. Leyendo el relato de Steller sobre la lucha que tuvo que sostener la infortunada tripulación de Behring con estos pequeños e inteligentes animales, no se sabe de qué asombrarse más: de la inteligencia no común de los zorros polares y del apoyo mutuo que revelaban al desenterrar los alimentos ocultos debajo de las piedras o colocados sobre pilares (uno de ellos, en tal caso, trepaba a la cima del pilar y arrojaba los alimentos a los compañeros que esperaban abajo), o de la crueldad del hombre, llevado a la desesperación por sus numerosas manadas. Hasta, algunos osos viven en sociedades en los lugares donde el hombre no los molesta. Así, Steller vio numerosas bandas de osos negros de Kamchatka, y, a veces, se ha encontrado osos polares en pequeños grupos. Ni siquiera los insectívoros, no muy inteligentes, desdeñan siempre la asociación.
Por otra parte, encontramos las formas más desarrolladas de ayuda mutua especialmente entre los roedores, ungulados y rumiantes. Las ardillas son individualistas en grado considerable. Cada una de ellas construye su cómodo nido y acumula su provisión. Están inclinadas a la vida familiar, y Brehm halló que se sienten muy felices cuando las dos crías del mismo año se juntan con sus padres en algún rincón apartado del bosque. Mas, a pesar de esto, las ardillas mantienen relaciones recíprocas, y si en el bosque donde viven se produce una escasez de piñas, emigran en destacamentos enteros. En cuanto a las ardillas negras del Far West americano, se destacan especialmente por su sociabilidad. Con excepción de algunas horas dedicadas diariamente al aprovisionamiento, pasan toda su vida en juegos, juntándose para esto en numerosos grupos. Cuando se multiplican demasiado rápidamente en alguna región, como sucedió, por ejemplo, en Pensylvania en 1749, se reúnen en manadas casi tan numerosas como nubes de langostas y avanzan ––en este caso–– hacia el Suroeste, devastando en su camino bosques, campos y huertos. Naturalmente, detrás de sus densas columnas se introducen los zorros, las garduflas, los halcones y toda clase de aves nocturnas, que se alimentan con los individuos rezagados. El pariente de la ardilla común, burunduk, se distingue por una sociabilidad aún mayor. Es un gran acaparador, y en sus galerías subterráneas acumula grandes provisiones de raíces comestibles y nueces, que generalmente son saqueadas en otoño por los hombres. Según la opinión de algunos observadores, el burunduk conoce, hasta cierto punto, las alegrías que experimenta un avaro. Pero, a pesar de eso, es un animal social. Vive siempre en grandes poblaciones, y cuando Audubon abrió, en invierno, algunas madrigueras de “hackee” (el congénere americano más cercano de nuestro burunduk) encontró varios individuos en un refugio. Las provisiones en tales cuevas, habían sido preparadas por el esfuerzo común.
La gran familia de las marmotas, en la que entran tres grandes géneros: las marmotas propiamente dichas, los susliki y los “perros de las praderas” americanas (Arctomys, Spermophilus y Cynomys), se distingue por una sociabilidad y una inteligencia aún mayor. Todos los representantes de esta familia prefieren tener cada cual su madriguera, pero viven en grandes poblaciones. El terrible enemigo de los trigales del Sur de Rusia ––el suslik–– de los cuales el hombre sólo extermina anualmente alrededor de diez millones, vive en innumerables colonias; y mientras las asambleas provinciales (Ziemstvo) rusas, discuten seriamente los medios de liberarse de este “enemigo social”, los susliki, reunidos a millares en sus poblados, disfrutan de la vida. Sus juegos son tan encantadores que no existe observador alguno que no haya expresado su admiración y referido sus conciertos melodiosos, formados por los silbidos agudos de los machos y los silbidos melancólicos de las hembras, antes de que, recordando sus obligaciones ciudadanas, se dedicaran a la invención de diferentes medios diabólicos para el exterminio de estos saqueadores. Puesto que la reproducción de todo género de aves rapaces y bestias de presa para la lucha con los susliki resultó infructuosa, actualmente la última palabra de la ciencia en esta lucha consiste en inocularles el cólera.
Las Poblaciones de los “perros de las praderas” (Cynomys), en las llanuras de la América del Norte, presentan uno de los espectáculos más atrayentes. Hasta donde el ojo puede abarcar la extensión de la pradera se ven, por doquier, pequeños montículos de tierra, y sobre cada uno se encuentra una bestezuela, en conversación animadísima con sus vecinos, valiéndose de sonidos entrecortados parecidos al ladrido. Cuando alguien da la señal de la aproximación del hombre, todos, en un instante, se zambullen en sus pequeñas cuevas, desapareciendo como por encanto. Pero no bien el peligro ha pasado, las bestezuelas salen inmediatamente. Familias enteras salen de sus cuevas y comienzan a jugar. Los jóvenes se arañan y provocan mutuamente, se enojan, páranse graciosamente sobre las patas traseras, mientras los viejos vigilan. Familias enteras se visitan, y los senderos bien trillados entre los montículos de tierra, demuestran que tales visitas se repiten muy a menudo. Dicho más brevemente, algunas de las mejores páginas de nuestros mejores naturalistas están dedicadas a la descripción de las sociedades de los perros de las praderas de América, de las marmotas del Viejo Continente y de las marmotas polares de las regiones alpinas. A pesar de eso, tengo que repetir, respecto a las marmotas lo mismo que dije sobre las abejas. Han conservado sus instintos bélicos, que se manifiestan también en cautiverio. Pero en sus grandes asociaciones, en contacto con la naturaleza libre, los instintos antisociales no encuentran terreno para su desarrollo, y el resultado final es la paz y la armonía.
Aún animales tan gruñones como las ratas, que siempre se pelean en nuestros sótanos, son lo bastante inteligentes no sólo para no enojarse cuando se entregan al saqueo de las despensas, sino para prestarse ayuda mutua durante sus asaltos y migraciones. Sabido es que a veces hasta alimentan a sus inválidos. En cuanto al castor o rata almizclera del Canadá (nuestra ondrata) y la desman, se distinguen por su elevada sociabilidad. Audubon habla con admiración de sus “comunidades pacíficas, que, para ser felices, sólo necesitan que no se les perturbe”. Como todos los animales sociales, están llenos de alegría de vivir, son juguetones y fácilmente se unen con otras especies de animales, y, en general, se puede decir que han alcanzado un grado elevado de desarrollo intelectual. En la construcción de sus poblados, situados siempre a orillas de los lagos y de los ríos, evidentemente toman en cuenta el nivel variable de las aguas, dice Audubon; sus casas cupuliformes, construidas con arca y cañas, poseen rincones apartados para los detritus orgánicos; y sus salas, en la época invernal, están bien tapizadas con hojas y hierbas: son tibias, y al mismo tiempo están dotados de un carácter sumamente simpático; sus asombrosos diques y poblados, en los cuales viven y mueren generaciones enteras sin conocer más enemigos que la nutria y el hombre, constituyen asombrosas muestras de lo que la ayuda mutua puede dar al animal para la conservación de la especie, la formación de las costumbres sociales y el desarrollo de las capacidades intelectuales. Los diques y poblados de los castores son bien conocidos por todos los que se interesan en la vida animal, y por esto no me detendré más en ellos. Observaré únicamente que en los castores, ratas almizcleras y algunos otros roedores, encontramos ya aquel rasgo que es también característico de las sociedades humanas, o sea, el trabajo en común.
Pasaré en silencio dos grandes familias, en cuya composición entran los ratones saltadores (la yerboa egipcia o pequeño emuran, y el alataga), la chinchilla, la vizcacha (liebre americana subterránea) y los tushkan (liebre subterránea del sur de Rusia), a pesar de que las costumbres de todos estos pequeños roedores podrían servir como excelentes muestras de los placeres que los animales obtienen de la vida social. Precisamente de los placeres, puesto que es sumamente difícil determinar qué es lo que hace reunirse a los animales: si la necesidad de protección mutua o simplemente el placer, la costumbre, de sentirse rodeados de sus congéneres. En todo caso, nuestras liebres vulgares, que no se reúnen en sociedades para la vida en común, y más aún, que no están dotadas de sentimientos paternales especialmente fuertes, no pueden vivir, sin embargo, sin reunirse para los juegos comunes. Dietrich de Winckell, considerado el mejor conocedor de la vida de las liebres, las describe como jugadoras apasionadas; se embriagan de tal manera con el proceso del juego, que es conocido el caso de unas libres que tomaron a un zorro, que se aproximó sigilosamente, como compañero de juego. En cuanto a los conejos, viven constantemente en sociedades, y toda su vida reposa sobre él principio de la antigua familia patriarcal; los jóvenes obedecen ciegamente al padre, y hasta el abuelo. Con respecto a esto, hasta sucede algo interesante; estas dos especies próximas, los conejos y las liebres, no se toleran mutuamente, y no porque se alimentan de la misma clase de comida, como suelen explicarse casos semejantes, sino, lo que es más probable, porque la apasionada liebre, que es una gran individualista, no puede trabar amistad con una criatura tan tranquila, apacible y humilde como el conejo. Sus temperamentos son tan diferentes, que deben constituir un obstáculo para su amistad.
En la vasta familia de los equinos, en la que entran los caballos salvajes y asnos salvajes de Asia, las cebras, los mustangos, los cimarrones de las pampas y los caballos semisalvajes de Mongolia y Siberia, encontramos de nuevo la sociabilidad más estrecha. Todas estas especies y razas viven en rebaños numerosos, cada uno de los cuales se compone de muchos grupos, que comprenden varias yeguas bajo la dirección de un padrino. Estos innumerables habitantes del viejo y del nuevo mundo ––hablando en general, bastante débilmente organizados para la lucha con sus numerosos enemigos y también para defenderse de las condiciones climáticas desfavorables–– desaparecerían de la faz de la tierra si no fuera por su espíritu social. Cuando se aproxima un carnicero, se reúnen inmediatamente varios grupos; rechazan el ataque del carnívoro y, a veces, hasta lo persiguen; debido a esto, ni el lobo, ni siquiera el león, pueden capturar un caballo, ni aún una cebra mientras no se haya separado del grupo. Hasta, de noche, gracias a su no común prudencia gregaria y a la inspección preventiva del lugar, que realizan individuos experimentados, las cebras pueden ir a abrevar al río, a pesar de los leones que acechan en los matorrales.
Cuando la sequía quema la hierba de las praderas americanas, los grupos de caballos y cebras se reúnen en rebaños cuyo número alcanza, a veces, hasta diez mil cabezas, y emigran a nuevos lugares. Y cuando en invierno, en nuestras estepas asiáticas, rugen las nevascas, los grupos se mantienen cerca unos de otros y juntos buscan protección en cualquier quebrada. Pero, si la confianza mutua, por alguna razón, desaparece en el grupo, o el pánico hace presa de los caballos y los dispersa, entonces la mayor parte perece, y se encuentra a los sobrevivientes, después de la nevasca, medio muertos de cansancio. La unión es, de tal modo, su arma principal en la lucha por la existencia, y el hombre, su principal enemigo. Retirándose ante el número creciente de este enemigo, los antecesores de nuestros caballos domésticos (denominados por Poliakof Equus Przewalski), prefirieron emigrar a las más salvajes y menos accesibles partes del altiplano de las fronteras del Tibet, donde han sobrevivido hasta ahora, rodeados en verdad de carnívoros y en un clima que poco cede por su crudeza a la región ártica, pero en un lugar todavía inaccesible al hombre.
Muchos ejemplos sorprendentes de sociabilidad podrían ser tomados de la vida de los ciervos, y en especial de la vasta división de los rumiantes, en la que pueden incluirse a los gamos, antílopes, las gacelas, cabras, ibex, etcétera, en suma de la vida de tres familias numerosas: antilopides, caprides y ovides. La vigilancia con que preservan sus rebaños de los ataques de los carnívoros; la ansiedad demostrada por el rebaño entero de gamuzas, mientras no han atravesado todos un lugar peligroso a través de los peñascos rocosos; la adopción de los huérfanos; la desesperación de la gacela, cuyo macho o cuya hembra, o hasta un compañero del mismo sexo, han sido muertos; los juegos de los jóvenes, y muchos otros rasgos, podríase agregar para caracterizar su sociabilidad. Pero, quizá, constituyan el ejemplo más sorprendente de apoyo mutuo las migraciones ocasionales de los corzos, parecidas a las que observé una vez en el Amur.
Cuando crucé los altiplanos del Asia Oriental y su cadena limítrofe, el Gran Jingan, por el camino de Transbaikalia a Merguen, y luego seguí viaje por las altas planicies de Manchuria, en mi marcha hacia el Amur puede comprobar cuán escasamente pobladas de corzos se hallan estás regiones casi inhabitables. Dos años más tarde, viajaba yo a caballo Amur arriba y, a fines de octubre, alcancé la comarca inferior de aquel pintoresco paisaje estrecho con el cual el Amur penetra a través de Dousse-Alin (Pequeño Jingan), antes de alcanzar las tierras bajas, donde se une con el Sungari. En las stanitsas distribuidas en esta parte del pequeño Jingan, encontré a los cosacos Henos de la mayor excitación, pues sucedía que miles y miles de corzos cruzaban a nado el Amur allí, en el lugar estrecho del gran río, para llegar a las sierras bajas del Sungari. Durante algunos días, en una extensión de alrededor de sesenta verstas río arriba, los cosacos masacraron infatigablemente a los corzos que cruzaban a nado el Amur, el cual ya entonces llevaba mucho hielo. Mataban miles por día, pero el movimiento de corzos no se interrumpía. Nunca habían visto antes una migración semejante, y es necesario buscar sus causas, con toda probabilidad, en el hecho de que en el Gran Jingan y en sus declives orientales habían caído entonces nieves tempranas desusadamente copiosas, que habían obligado a los corzos a hacer el intento desesperado de alcanzar las tierras bajas del Este del Gran Jingan. Y en realidad, pasados algunos días, cuando comencé a cruzar estas últimas montañas, las hallé profundamente cubiertas de nieve porosa que alcanzaba dos y tres pies de profundidad. Vale la pena reflexionar sobre esta migración de corzos. Necesario es imaginarse el territorio inmenso (unas 200 verstas de ancho por 700 de largo), de donde debieron reunirse los grupos de corzos dispersos en él, para iniciar la emigración, que emprendieron bajo la presión de circunstancias completamente excepcionales. Necesario es imaginarse, luego, las dificultades que debieron vencer los corzos antes de llegar a un pensamiento común sobre la necesidad de cruzar el Amur, no en cualquier parte, sino justo más al sur, donde su lecho se estrecha en una cadena, y donde al cruzar el río, cruzarían al mismo tiempo la cadena y saldrían a las tierras bajas templadas. Cuando se imagina todo esto concretamente, no es posible dejar de sentir profunda admiración ante el grado y la fuerza de la sociabilidad evidenciada en el caso presente por estos inteligentes animales.
No menos asombrosas, también, en lo que respecta a la capacidad de unión y de acción común, son las migraciones de bisontes y búfalos que tienen lugar en América del Norte. Verdad es que los búfalos ordinariamente pacían en cantidades enormes en las praderas, pero esas masas estaban compuestas de un número infinito de pequeños rebaños que nuca se mezclaban. Y todos estos pequeños grupos, por más dispersos que estuvieran sobre el inmenso territorio, en caso de necesidad, se reunían y formaban las enormes columnas de centenares de miles de individuos de que he hablado en una de las páginas precedentes.
Debería decir, también, siquiera unas pocas palabras de las “familias compuestas” de los elefantes, de su afecto mutuo, de la manera meditada como apostan sus centinelas, y de los sentimientos de simpatía que se desarrollan entre ellos bajo la influencia de esa vida, plena de estrecho apoyo mutuo. Podría hacer mención, también, de los sentimientos sociales existentes entre los jabalíes, que no gozan de buena fama, y sólo podría alabarlos por su inteligencia al unirse en el caso de ser atacados por un animal carnívoro. Los hipopótamos y los rinocerontes deben también tener su lugar en un trabajo consagrado a la sociabilidad de los animales. Se podría escribir también varias páginas asombrosas sobre la sociabilidad y el mutuo afecto de las focas y morsas; y finalmente, podría mencionarse los buenos sentimientos desarrollados entre las especies sociales de la familia de los cetáceos. Pero es necesario, aún, decir algo sobre las sociedades de los monos, que son especialmente interesantes porque representan la transición a las sociedades de los hombres primitivos.
Apenas es necesario recordar que estos mamíferos que ocupan la cima misma del mundo animal, y son los más próximos al hombre, por su constitución y por su inteligencia, se destacan por su extraordinaria sociabilidad. Naturalmente, en tan vasta división del mundo animal, que incluye centenares de especies, encontramos inevitablemente la mayor diversidad de pareceres y costumbres. Pero, tomando todo esto con consideración, es necesario reconocer que la sociabilidad, la acción en común, la protección mutua y el elevado desarrollo de los sentimientos que son consecuencia necesaria de la vida social, son los rasgos distintivos de casi toda la vasta división de los monos. Comenzando por las especies más pequeñas y terminando por las más grandes, la sociabilidad es la regia, y tiene sólo muy pocas excepciones.
Las especies de monos que viven solitarios son muy raras. Así, los monos nocturnos prefieren la vida aislada; los capuchinos (Cebus capacinus), y los “ateles” ––grandes monos aulladores que se encuentran en el Brasil–– y los aulladores en general, viven en pequeñas familias; Wallace nunca encontró a los orangutanes de otro modo que aislados o en pequeños grupos de tres a cuatro individuos; y los gorilas, según parece, nunca se reúnen en grupos. Pero todas las restantes especies de monos: chimpancés gibones, los monos arbóreos de Asia y África, los macacos, mogotes, todos los pavianos parecidos a perros, los mandriles y todos los pequeños juguetones, son sociables en alto grado. Viven en grandes bandas y algunas reúnen varias especies distintas. La mayoría de ellos se sienten completamente infelices cuando se hallan solitarios. El grito de llamada de cada mono inmediatamente reúne a toda la banda, y todos juntos rechazan valientemente los ataques de casi todos los animales carnívoros y aves de rapiña. Ni siquiera las águilas se deciden a atacar a los monos. Saquean siempre nuestros campos en bandas, y entonces los viejos se encargan de la tarea de cuidar la seguridad de la sociedad. Los pequeñas titíes, cuyas caritas infantiles tanto asombraron a Humboldt, se abrazan Y protegen mutuamente de la lluvia enrollando la cola alrededor del cuello del camarada que tiembla de frío. Algunas especies tratan a sus camaradas heridos con extrema solicitud, y durante la retirada nunca abandonan a un herido antes de convencerse de que ha muerto, que está fuera de sus fuerzas el volverlo a la vida. Así, James Forbes refiere en sus “Oriental Memoirs” con qué persistencia reclamaron los monos a su partida la entrega del cadáver de una hembra muerta, y que esta exigencia fue hecha en forma tal que comprendió perfectamente por qué “los testigos de esta extraordinaria escena decidieron en, adelante no disparar nunca más contra los monos”.
Los monos de algunas especies reúnense varios cuando quieren volcar una piedra y recoger los huevos de hormigas que se encuentran bajo ella. Les pavianos de África del Norte (Hamadryas), que viven en grandes bandas, no sólo colocan centinelas, sino que observadores dignos de toda fe los han visto formar una cadena para transportar a lugar seguro los frutos robados. Su coraje es bien conocido, y bastará recordar la descripción clásica de Brehm, que refirió detalladamente la lucha regular sostenida por su caravana antes de que los pavianos les permitieran proseguir viaje en el valle de Mensa, en Abisinia.
Son conocidas también las travesuras de los monos de cola, que los han hecho merecedores de su propio nombre (juguetones), y gracias a este rasgo de sus sociedades, también es conocido el afecto mutuo que reina en las familias de chimpancés. Y si entre los monos superiores hay dos especies (orangután y gorila) que no se distinguen por la sociabilidad, necesario es recordar que ambas especies están limitadas a superficies muy reducidas (una vive en África Central y la otra en las islas de Borneo y Sumatra), y con toda evidencia constituyen los últimos restos moribundos de dos especies que fueron antes incomparablemente más numerosas. El gorila, por lo menos así parece, ha sido sociable en tiempos pasados, siempre que los monos citados por el cartaginés Hannon en la descripción de su viaje (Periplus) hayan sido realmente gorilas.
De tal modo, aún en nuestra rápida ojeada vemos que la vida en sociedades no constituye excepción en el mundo animal; por lo contrario, es regla general ––ley de la naturaleza–– y alcanza su más pleno desarrollo en los vertebrados superiores. Hay muy pocas especies que vivan solitarias o solamente en pequeñas familias, y son comparativamente poco numerosas. A pesar de eso, hay fundamentos para suponer que, con pocas excepciones, todas las aves y los mamíferos que en el presente no viven en rebaños o bandadas han vivido antes en sociedades, hasta que el género humano se multiplicó sobre la superficie de la tierra y comenzó a librar contra ellos una guerra de exterminio, y del mismo modo comenzó a destruir las fuentes de sus alimentos. “On ne s’associe pas pour mourir” ––observó justamente Espinas (en el libro “Les Sociétés animales”). Houzeau, que conocía bien el mundo animal de algunas partes de América antes de que los animales sufrieran el exterminio en gran escala de que los hizo objeto el hombre, expresó en sus escritos el mismo pensamiento––.
La vida social se encuentra en el mundo animal en todos los grados de desarrollo; y de acuerdo con la gran idea de Herbert Spencer, tan brillantemente desarrollada en el trabajo de Perrier, “Colonies Animales”, las “colonias”, es decir, sociedades estrechamente ligadas, aparecen ya en el principio mismo del desarrollo del mundo animal. A medida que nos elevamos en la escala de la evolución, vemos cómo las sociedades de los animales se vuelven más y más conscientes. Pierden su carácter puramente físico, luego cesan de ser instintivas y se hacen razonadas. Entre los vertebrados superiores, la sociedad es ya temporaria, periódica, o sirve para la satisfacción de alguna necesidad definida, por ejemplo la reproducción, las migraciones, la caza o la defensa mutua. Se hace hasta accidental, por ejemplo, cuando las aves se reúnen contra un rapaz, o los mamíferos se juntan para emigrar bajo la presión de circunstancias excepcionales. En este último caso, la sociedad se convierte en una desviación voluntaria del modo habitual de vida.
Además, la unión a veces es de dos o tres grados: al principio, la familia; después, el grupo, y por último, la sociedad de grupos, ordinariamente dispersos, pero que se reúnen en caso de necesidad, como hemos visto en el ejemplo de los búfalos y otros rumiantes durante sus cambios de lugar. La asociación también toma formas más elevadas, y entonces asegura mayor independencia para cada individuo, sin privarlo, al mismo tiempo, de las ventajas de la vida social. De tal modo, en la mayoría de los roedores, cada familia tiene su propia vivienda, a la que puede retirarse si desea el aislamiento; pero esas viviendas se distribuyen en pueblos y ciudades enteras, de modo que aseguren a todos los habitantes las comodidades todas y los placeres de la vida social. Por último, en algunas especies, como, por ejemplo, las ratas, marmotas, liebres, etc…, la sociabilidad de la vida se mantiene a pesar de su carácter pendenciero, o, en general, a pesar de las inclinaciones egoístas de los individuos tomados separadamente.
En estos casos, la vida social, por consiguiente, no está condicionada, como en las hormigas y abejas, por la estructura fisiológica; aprovechan de ella, por las ventajas que presenta, la ayuda mutua o por los placeres que proporciona. Y esto, finalmente, se manifiesta en todos los grados posibles, y la mayor variedad de caracteres individuales y específicos y la mayor variedad de formas de vida social es su consecuencia, y para nosotros una prueba más de su generalidad.
La sociabilidad, es decir, la necesidad experimentada por los animales de asociarse con sus semejantes, el amor a la sociedad por la sociedad, unido al “goce de la vida”, sólo ahora comienza a recibir la debida atención por parte de los zoólogos. Actualmente sabemos que todos los animales, comenzando por las hormigas, pasando a las aves y terminando con los mamíferos superiores, aman los juegos, gustan de luchar y correr uno en pos de otro, tratando de atraparse mutuamente, gustan de burlarse, etcétera, y así muchos juegos son, por así decirlo, la escuela preparatoria para los individuos jóvenes, preparándolos para obrar convenientemente cuando entren en la madurez; a la par de ellos, existen también juegos que, aparte de sus fines utilitarios, junto con las danzas y canciones, constituyen la simple manifestación de un exceso de fuerzas vitales, “de un goce de la vida”, y expresan el deseo de entrar, de un modo u otro, en sociedad con los otros individuos de su misma especie, o hasta de otra. Dicho más brevemente, estos juegos constituyen la manifestación de la sociabilidad en el verdadero sentido de la palabra, como rasgo distintivo de todo el mundo animal. Ya sea el sentimiento de miedo experimentado ante la aparición de un ave de rapiña, o una “explosión de alegría” que se manifiesta cuando los animales están sanos y, en especial, son jóvenes, o bien sencillamente el deseo de liberarse del exceso de impresiones y de la fuerza vital bullente, la necesidad de comunicar sus impresiones a los demás, la necesidad del juego en común, de parlotear, o simplemente la sensación de la proximidad de otros seres vivos, parientes, esta necesidad se extiende a toda la naturaleza; y en tal alto grado como cualquier función fisiológica, constituye el rasgo característico de la vida y la impresionabilidad en general. Esta necesidad alcanza su más elevado desarrollo y toma las formas más bellas en los mamíferos, especialmente en los individuos jóvenes, y más aún en las aves; pero ella se extiende a toda la naturaleza. Ha sido detenidamente observada por los mejores naturalistas, incluyendo a Pierre Huber, aún entre las hormigas; y no hay duda de que esa misma necesidad, ese mismo instinto, reúne a las mariposas y otros insectos en, las enormes columnas de que hemos hablado antes.
La costumbre de las aves de reunirse para danzar juntas y adornar los lugares donde se entregan habitualmente a las danzas probablemente es bien conocida por los lectores, aunque sea gracias a las páginas que Darwin dedicó a esta materia en su “Origen del Hombre” (cap. XIII). Los visitantes del jardín zoológico de Londres conocen también la glorieta, bellamente adornada, del “pajarito satinado” construida con ese mismo fin. Pero esta costumbre de danzar resulta mucho más extendida de lo que antes se suponía, y W. Hudson, en su obra maestra sobre la región del Plata, hace una descripción sumamente interesante de las complicadas danzas ejecutadas por numerosas especies de aves: rascones, jilgueros, avefrías.
La costumbre de cantar en común que existe en algunas especies de aves, pertenece a la misma categoría de instintos sociales. En grado asombro está desarrollada en el chajá sudamericano (Chauna Chavarria, de raza próxima al ganso) y al que los ingleses dieron el apodo más prosaico de “copetuda chillona”. Estas aves se reúnen, a veces, en enormes bandadas y en tales casos organizan a menudo todo un concierto, Hudson las encontró cierta vez en cantidades innumerables, posadas alrededor de un lago de las Pampas, en bandadas separadas de unas quinientas aves.
“Pronto ––dice–– una de las bandadas que se hallaba cercana a mí comenzó a cantar, y este coro poderoso no cesó durante tres o cuatro minutos. Cuando hubo cesado, la bandada vecina comenzó el canto, y, a continuación de ella, la siguiente, y así sucesivamente hasta que llegó el canto de la bandada que se hallaba en la orilla opuesta del lago, y cuyo sonido se transmitía claramente por el agua; luego, poco a poco, se callaron y de nuevo comenzó a resonar a mi lado”.

Otra vez el mismo zoólogo tuvo ocasión de observar a una innumerable bandada de chajás que cubría toda la Ranura, pero esta vez dividida no en secciones, sino en parejas y en grupos pequeños. Alrededor de las nueve de la noche, “de repente toda esta masa de aves, que cubría los pantanos en millas enteras a la redonda, estalló en un poderoso canto vespertino… Valía la pena cabalgar un centenar de millas para escuchar tal concierto”.
A la observación precedente se puede agregar que el chajá, como todos los animales sociales, se domestica fácilmente y se aficiona mucho al hombre. Dícese que “son aves pacíficas que raramente disputan” a pesar de estar bien armadas y provistas de espolones bastante amenazadores en las alas. La vida en sociedad, sin embargo, hace superflua esta arma.
El hecho de que la vida social sirva de arma poderosísima en la lucha por la existencia (tomando este término en el sentido amplio de la palabra) es confirmado, como hemos visto en las páginas precedentes, por ejemplos bastante diversos, y de tales ejemplos, si necesario fuera, se podría citar un número incomparablemente mayor. La vida en sociedad, como hemos visto, da a los insectos más débiles, a las aves más débiles y a los mamíferos más débiles, la posibilidad de defenderse de los ataques de las aves y animales carnívoros más temibles, o prevenirse de ellos. Ella les asegura la longevidad; da a las especies la posibilidad de criar una descendencia con el mínimo de desgaste innecesario de energías y de sostener su número aún en caso de natalidad muy baja; permite a lo animales gregarios realizar sus migraciones y encontrar nuevos lugares de residencia. Por esto, aún reconociendo enteramente que la fuerza, la velocidad, la coloración protectora, la astucia, y la resistencia al frío y hambre, mencionadas por Darwin y Wallace realmente constituye cualidades que hacen al individuo o a las especies más aptos en algunas circunstancias, nosotros, junto con esto, afirmamos que la sociabilidad es la ventaja más grande en la lucha por la existencia en todas las circunstancias naturales, sean cuales fueran. Las especies que voluntaria o involuntariamente reniegan de ella, están condenadas a. la extinción, mientras que los animales que saben unirse del mejor modo, tienen mayores oportunidades para subsistir y para un desarrollo máximo, a pesar de ser inferiores a los otros en cada una de las particularidades enumeradas por Darwin y Wallace, con excepción solamente de las facultades intelectuales. Los vertebrados superiores, y en especial él género humano, sirven como la mejor demostración de esta afirmación.
En cuanto a las facultades intelectuales desarrolladas, todo darwinista está de acuerdo con Darwin en que ellas constituyen el instrumento más poderoso en la lucha por la existencia y la fuerza más poderosa para el desarrollo máximo; pero debe estar de acuerdo, también, en que las facultades intelectuales, más aún que todas las otras, están condicionadas en su desarrollo por la vida social. La lengua, la imitación, la experiencia acumulada, son condiciones necesarias para el desarrollo de las facultades intelectuales, y precisamente los animales no sociables suelen estar desprovistos de ellas. Por eso nosotros encontramos que en la cima de las diversas clases se hallan animales tales como la abeja, la hormiga y termita, en los insectos, entre los cuales está altamente desarrollada la sociabilidad, y con ella, naturalmente, las facultades intelectuales.
“Los más aptos, los mejor dotados para la lucha con todos los elementos hostiles son, de tal modo, los animales sociales, de manera que se puede reconocer la sociabilidad como el factor principal de la evolución progresiva, tanto indirecto, porque asegura el bienestar de la especie junto con la disminución del gasto inútil de energía, como directo, porque favorece el crecimiento de las facultades intelectuales”.
Además, es evidente que la vida en sociedad sería completamente imposible sin el correspondiente desarrollo de los sentimientos sociales, en especial, si el sentimiento colectivo de justicia (principio fundamental de la moral) no se hubiera desarrollado y convertido en costumbre. Si cada individuo abusara constantemente de sus ventajas personales y los restantes no intervinieran en favor del ofendido, ninguna clase de vida social sería posible. Por esto, en todos los animales sociales, aunque sea poco, debe desarrollarse el sentimiento de justicia. Por grande que sea la distancia de donde vienen las golondrinas o las grullas, tanto las unas como las otras vuelven cada una al mismo nido que construyeron o repararon el año anterior. Si algún gorrión perezoso (o joven) trata de apoderarse de un nido que construye su camarada, o aún robar de él algunas piajuelas, todo el grupo local de gorriones interviene en contra del camarada perezoso; lo mismo en muchas otras aves, y es evidente que, si semejantes intervenciones no fueran la regla general, entonces las sociedades de aves para el anidamiento serían imposibles. Los grupos separados de pingüinos tienen su lugar de descanso y su lugar de pesca y no se pelean por ellos. Los rebaños de ganado cornúpeta de Australia tienen cada uno su lugar determinado, adonde invariablemente se dirigen día a día a descansar, etcétera.
Disponemos de gran cantidad de observaciones directas que hablan del acuerdo que reina entre las sociedades de aves anidadoras, en las poblaciones de roedores, en los rebaños de herbívoros, etc.; pero por otra parte, sabemos que son muy pocos los animales sociales que disputan constantemente entre sí, como hacen las ratas de nuestras despensas, o las morsas que pelean por el lugar para calentarse al sol en las riberas que ocupan. La sociabilidad, de tal modo, pone límites a la lucha física y da lugar al desarrollo de los mejores sentimientos morales. Es bastante conocido el elevado desarrollo del amor paternal en todas las clases de animales, sin exceptuar siquiera a los leones y tigres. Y en cuanto a las aves jóvenes y a los mamíferos, que vemos constantemente en relaciones mutua!, en sus sociedades reciben ya el máximo desarrollo, la simpatía, la comunidad de sentimientos y no el amor de sí mismos.
Dejando de lado los actos realmente conmovedores de apego y compasión que se han observado tanto entre los animales domésticos como entre los salvajes mantenidos en cautiverio, disponemos de un número suficiente de hechos plenamente comprobados que testimonian la manifestación del sentimiento de compasión entre los animales salvajes en libertad. Max Perty y L. Büchner reunieron no pocos de tales hechos. El relato de Wood de cómo una marta apareció para levantar y llevarse a una compañera lastimada, goza de una popularidad bien merecida. A la misma categoría de hechos se refiere la conocida observación del capitán Stanbury, durante su viaje por la altiplanicie de Utah, en las Montañas Rocosas, citada por Darwin. Stanbury observó a un pelicano ciego que era alimentado, y bien alimentado, por otros pelícanos, que le traían pescado desde cuarenta y cinco verstas. H. Weddell, durante su viaje por Bolivia y Perú, observó más de una vez que, cuando un rebaño de vicuñas es perseguido por cazadores, los machos fuertes cubren la retirada del rebaño, separándose a propósito para proteger a los que se retiran. Lo mismo se observa constantemente en Suiza entre las cabras salvajes. Casos de compasión de los animales hacia sus camaradas heridos son constantemente citados por los zoólogos que estudian la vida de la naturaleza: y sólo ha de asombrarse uno por la vanagloria del hombre, que desea indefectiblemente apartarse del mundo animal, cuando se ve que semejantes casos no son generalmente reconocidos. Además, son perfectamente naturales. La compasión necesariamente se desarrolla en la vida social. Pero la compasión, a su vez, indica un progreso general importante en el campo de las facultades intelectuales y de la sensibilidad. Es el primer paso hacia el desarrollo de los sentimientos morales superiores, y, a su vez, se vuelve agente poderoso del máximo desarrollo progresivo, de la evolución.
Si las opiniones expuestas en las páginas precedentes son correctas, entonces surge, naturalmente, la cuestión: ¿hasta dónde concuerdan con la teoría de la lucha por la existencia, de la manera como ha sido desarrollada por Darwin, Wallace y sus continuadores? Y yo contestaré brevemente ahora a esta importante cuestión. Ante todo, ningún naturalista dudará de que la idea de la lucha por la existencia, conducida a través de toda la naturaleza orgánica, constituye la más grande generalización de nuestro siglo. La vida es lucha, y en esta lucha sobreviven los más aptos. Pero, la cuestión reside en esto: ¿llega esta competencia hasta los límites supuestos por Darwin o, aún, por Wallace? y, ¿desempeñó en el desarrollo del reino animal el papel que se le atribuye?.
La idea que Darwin llevó a través de todo su libro sobre el origen de las especies es, sin duda, la idea de la existencia de una verdadera competencia, de una lucha dentro de cada grupo animal por el alimento, la seguridad y la posibilidad de dejar descendencia. A menudo habla de regiones saturadas de vida animal hasta los límites máximos, y de tal saturación deduce la inevitabilidad de la competencia, de la lucha entre los habitantes. Pero si empezamos a buscar en su libro pruebas reales de tal competencia, debemos reconocer que no existen testimonios suficientemente convincentes. Si acudirnos al párrafo titulado “La lucha por la existencia es rigurosísima entre individuos y variedades de una misma especie”, no encontramos entonces en él aquella abundancia de pruebas y ejemplos que estamos acostumbrados a encontrar en toda obra de Darwin. En confirmación de la lucha entre los individuos de una misma especie no se trae, bajo el título arriba citado, ni un ejemplo; se acepta como axioma. La competencia entre las especies cercanas de animales es afirmada sólo por cinco ejemplos, de los cuales, en todo caso, uno (que se refiere a dos especies de mirlos) resulta dudoso, según las más recientes observaciones, y otro (referente a las ratas), también suscitará dudas.
Si comenzamos a buscar en Darwin mayores detalles con objeto de convencernos hasta dónde el crecimiento de una especie realmente está condicionado por el decrecimiento de otra especie, encontramos que, con su habitual rectitud, dice él lo siguiente:
“Podemos conjeturar (dimley see) por qué la competencia debe ser tan rigurosa entre las formas emparentadas que llenan casi un mismo lugar en la naturaleza; pero, probablemente en ningún caso podríamos determinar con precisión por qué una especie ha logrado la victoria sobre otras en la gran batalla de la vida”.

En cuanto a Wallace, que cita en su exposición del darwinismo los mismos hechos, pero bajo el título ligeramente modificado (“La lucha por la existencia entre los animales y las plantas estrechamente emparentadas a menudo es rigurosísima”), hace la observación siguiente, que da a los hechos arriba citados un aspecto completamente distinto. Dice (las cursivas son mías):
“En algunos casos, sin duda, se libra una verdadera guerra entre dos especies, y la especie más fuerte mata a la más débil; pero esto de ningún modo es necesario y pueden darse casos en que especies más débiles físicamente pueden vencer, debido a su mayor poder de multiplicación rápida, a la mayor resistencia con respecto a las condiciones climáticas hostiles o a la mayor astucia que les permite evitar los ataques de sus enemigos comunes”.

De tal manera, en casos semejantes, lo que se atribuye a la competencia, a la lucha, puede ocurrir que de ningún modo sea competencia ni lucha. De ningún modo una especie desaparece porque otra especie la ha exterminado o la ha hecho morir de consunción tomándole los medios de subsistencia, sino porque no pudo adaptarse bien a nuevas condiciones, mientras que la otra especie logré hacerlo. La expresión “lucha por la existencia” tal vez se emplea aquí, una vez más, en su sentido figurado, y por lo visto no tiene otro sentido. En cuanto a la competencia real por el alimento entre los individuos de una misma especie que Darwin ilustró en otro lugar con un ejemplo tomado de la vida del ganado cornúpeta de América del Sur durante una sequía, el valor de este ejemplo disminuye significativamente porque ha sido tomado de la vida de animales domésticos. En circunstancias semejantes, los bisontes emigran con el objeto de evitar la competencia por el alimento. Por más rigurosa que sea la lucha entre las plantas ––y está plenamente demostrada––, podemos sólo repetir con respecto a ella la observación de Wallace: “Que las plantas viven allí donde pueden”, mientras que los animales, en grado considerable, tienen la posibilidad de elegirse ellos mismos el lugar de residencia. Y nosotros nos preguntamos de nuevo: ¿en qué medida existe realmente la competencia, la lucha, dentro de cada especie animal? ¿ En qué está basada esta suposición?.
La misma observación tengo que hacer con respecto al argumento “indirecto” en favor de la realidad de una competencia rigurosa y la lucha por la existencia dentro de cada especie, que se puede deducir del “exterminio de las variedades de transición”, mencionadas tan a menudo por Darwin. Lo que pasa es lo siguiente: Como es sabido, durante mucho tiempo ha confundido a todos los naturalistas, y al mismo Darwin la dificultad que él veía en la ausencia de una gran cadena de formas intermedias entre especies estrechamente emparentadas; y sabido es que Darwin buscó la solución de esta dificultad en el exterminio supuesto por él de todas las formas intermedias. Sin embargo, la lectura atenta de los diferentes capítulos en los que Darwin y Wallace habían de esta materia, fácilmente llevan a la conclusión de que la palabra “exterminio” empleada por ellos de ningún modo se refiere al exterminio real, y menos aún al exterminio por falta de alimento y, en general, por la superpoblación. La observación que hizo Darwin acerca del significado de su expresión: “lucha por la existencia”, evidentemente se aplica en igual medida también a la palabra “exterminio”: la última de ninguna manera puede ser comprendida en su sentido directo, sino únicamente en el sentido “metafórico” figurado.

Si partimos de la suposición que una superficie determinada está saturada de animales hasta los límites máximos de su capacidad, y que, debido a esto, entre todos sus habitantes se libra una lucha aguda por los medios de subsistencia indispensables ––y en cuyo caso cada animal está obligado a luchar contra todos sus congéneres para obtener el alimento cotidiano––, entonces la aparición de una variedad nueva, y que ha tenido éxito, sin duda consistirá en muchos casos (aunque no siempre) en la aparición de individuos tales que podrán apoderarse de una parte de los medios de subsistencia mayor que la que les corresponde en justicia; entonces el resultado sería realmente que semejantes individuos condenarían a la consunción tanto a la forma paterna original que no pelee la nueva modificación, como a todas las formas intermedias que ni poseyeran la nueva especialidad en el mismo grado que ellos. Es muy posible que al principio Darwin comprendiera la aparición de las nuevas variedades precisamente en tal aspecto; por lo menos, el uso frecuente de la palabra “exterminio” produce tal impresión. Pero tanto él como Wallace conocían demasiado bien la naturaleza para no ver que de ningún modo ésta es la única solución posible y necesaria.
Si las condiciones físicas y biológicas de una superficie determinada y también la extensión ocupada por cierta especie, y el modo de vida de todos los miembros de esta especie, permanecieron siempre invariables, entonces la aparición repentina de una variedad realmente podría llevar a la consunción y al exterminio de todos los individuos que no poseyeran, en la medida necesaria, el nuevo rasgo que caracteriza a la nueva variedad. Pero, precisamente, no vemos en la naturaleza semejante combinación de condiciones, semejante invariabilidad. Cada especie tiende constantemente a la expansión de su lugar de residencia, y la emigración a nuevas residencias es regla general, tanto para las aves di vuelo rápido como para el caracol de marcha lenta. Luego, en cada extensión determinada de la superficie terrestre, se producen constantemente cambios físicos, y el rasgo característico de las nuevas variedades entre los animales en un inmenso número de casos ––quizá en la mayoría–– no es de ningún modo la aparición de nuevas adaptaciones para arrebatar el alimento de la boca de sus congéneres ––el alimento es sólo una de las centenares de condiciones diversas de la existencia––, sino, como el mismo Wallace demostró en un hermoso párrafo sobre la divergencia de las caracteres (“Darwinism”, página 107), el principio de la nueva variedad puede ser “la formación de nuevas costumbres, la migración a nuevos lugares de residencia y la transición a nuevas formas de alimentos”.
En todos estos casos, no ocurrirá ningún exterminio, hasta faltará ¡a lucha por el alimento, puesto que la nueva adaptación servirá para suavizar la competencia, si la última existiera realmente, y sin embargo, se producirá, transcurrido cierto tiempo, una ausencia de eslabones intermedias como resultado de la simple supervivencia de aquéllos que están mejor adaptados a las nuevas condiciones. Se realizará esto también, sin duda, como si ocurriera el exterminio de las formas originales supuesto por la hipótesis. Apenas es necesario agregar que, si admitimos junto con Spencer, junto con todos los lamarckianos y el mismo Darwin, la influencia modificadora del medio ambiente en las especies que viven en él ––y la ciencia contemporánea se mueve más y más en esta dirección––, entonces habrá menos necesidad aún de la hipótesis del exterminio de las formas intermedias.
La importancia de las migraciones de los animales para la aparición y el afianzamiento de las nuevas variedades, y, por último, de las nuevas especies, que señaló Moritz Wagner, ha sido bien reconocida posteriormente por el mismo Darwin. En realidad, no es raro que parte de los animales de una especie determinada sean sometidos a nuevas condiciones de vida, y a veces separados de la parte restante de su especie, por lo cual aparece y se afianza una nueva raza o variedad. Esto fue reconocido ya por Darwin, pero las últimas investigaciones subrayaron aún más la importancia de este factor, y mostraron también de qué modo la amplitud del territorio ocupado por esta determinada especie a esta amplitud Darwin, con fundamentos plenos, atribuía gran importancia para la aparición de nuevas variedades puede estar unida al aislamiento de cierta parte de una especie determinada, en virtud de los cambios geológicos locales o la aparición de obstáculos locales. Entrar aquí a juzgar toda esta amplia cuestión sería imposible, pero bastarán algunas observaciones para ilustrar la acción combinada de tales influencias. Corro es sabido, no es raro que parte de una especie determinada recurra a un nuevo género de alimento. Por ejemplo, si se produce una escasez de piñas en los bosques de alerces, las ardillas se trasladan a los pinares, y este cambio de alimento, como señaló Poliakof, produce cambios fisiológicos determinados en el organismo de esas ardillas. Si este cambio de costumbres no se prolonga, si al año siguiente hay otra vez abundancia de piñas en los sombríos bosques de alerces, entonces, evidentemente, no se forma ninguna variedad nueva. Pero si parte de la inmensa extensión ocupada por las ardillas empieza a cambiar de carácter físico, digamos debido a la suavización del clima, o a la desecación, y estas dos causas facilitaran el aumento de la superficie de los pinares en desmedro de los bosques de alerces, y si algunas otras condiciones contribuyeran a hacer que parte de las ardillas se mantuvieran en los bordes de la región, entonces aparecerá una nueva variedad, es decir, una especie nueva de ardillas. Pero la aparición de esta variedad no irá acompañada, decididamente, por nada que pudiese merecer el nombre, de exterminio entre ardillas. Cada año sobrevivirá una proporción algo mayor, en comparación con otras, de ardillas de esta variedad nueva y mejor adaptada, y los eslabones intermedios se extinguirán en el transcurso del tiempo, de año en año, sin que sus competidores malthusianos las condenen de ningún modo a muerte por hambre. Precisamente procesos semejantes se realizan ante nuestros ojos, debidos a los grandes cambios físicos que se producen en las vastas extensiones de Asia Central a consecuencia de la desecación que evidentemente se viene produciendo allí desde el período glacial.
Tomemos otro ejemplo. Ha sido demostrado por los geólogos que el actual caballo salvaje (Equus Przewalski) es el resultado del lento proceso de evolución que se realizó en el transcurso de las últimas partes del período terciario y de todo el cuaternario (el glacial y el posglacial), y durante el transcurso de esta larga serie de siglos, los antecesores del caballo actual no permanecieron en ninguna superficie determinada del globo terrestre. Por lo contrario, erraron por el viejo y el nuevo mundo, y con toda probabilidad, por último, volvieron completamente transformados en el curso de sus numerosas migraciones, a los mismos pastos que dejaron en otros tiempos. De esto resulta claro que, si no encontramos ahora en Asia todos los eslabones intermedios entre el caballo salvaje actual y sus ascendientes asiáticos posterciarios, de ningún modo significa que los eslabones intermedios fueran exterminados. Semejante exterminio jamás ha ocurrido. Ni siquiera puede haber tan elevada mortandad entre las especies ancestrales del caballo actual: los individuos que pertenecían a las variedades y especies intermedias perecieron en las condiciones más comunes ––a menudo aún en medio de la abundancia de alimento–– y sus restos se hallan dispersos ahora en el seno de la tierra por todo el globo terráqueo. Dicho más brevemente, si reflexionamos sobre esta materia y releemos atentamente lo que el mismo Darwin escribió sobre ella, veremos que si empleamos ya la palabra “exterminio” en relación con las variedades transitorias, hay que utilizarla una vez más en el sentido metafórico, figurado.
Lo mismo es menester observar con respecto a expresiones tales como “rivalidad” o “competencia” (competition). Estas dos expresiones fueron empleadas también constantemente por Darwin (véase por ejemplo, el capítulo “Sobre la extinción”) más bien como imagen o como medio de expresión, no dándole el significado de lucha real por los medios de subsistencia entre las dos partes de una misma especie. En todo caso, la ausencia de las formas intermedias no constituye un argumento en favor de la lucha recrudecida y de la competencia aguda por los medios de subsistencia ––de la rivalidad, prolongándose ininterrumpidamente dentro de cada especie animal–– es, según la expresión del profesor Geddes, el “argumento aritmético” tomado en préstamo a Malthus.
Pero este argumento no prueba nada semejante. Con el mismo derecho podríamos tomar algunas aldeas del Sureste de Rusia, cuyos habitantes no han sufrido por la carencia de alimento, pero que, al mismo tiempo, nunca tuvieron clase alguna de instalaciones sanitarias; y habiendo observado que en los últimos setenta u ochenta años la natalidad media alcanza en ellas al 60 por 1.000, y, sin embargo, la población durante este tiempo no ha aumentado ––tengo en mis manos tales hechos concretos–– podríamos quizá llegar a la conclusión de que un tercio de los recién nacidos muere cada año sin haber llegado al sexto mes de vida; la mitad de los niños muere en el curso de los cuatro años siguientes, y de cada centenar de nacidos, sólo 17 alcanzan la edad de veinte años. De tal modo los recién venidos al mundo se van de él antes de alcanzar la edad en que pudieran llegar a ser competidores. Es evidente, sin embargo, que si algo semejante ocurre en el medio humano. ello es más probable aún entre los animales. Y realmente, en el mundo de los plumíferos se produce la destrucción de huevos en medida tan colosal que al principio del verano los huevos constituyen el alimento principal de algunas especies de animales. No hablo ya de las tormentas e inundaciones que destruyen por millones los nidos en América y en Asia, y de los cambios bruscos de tiempo por los cuales perecen en masa los individuos jóvenes de los mamíferos. Cada tormenta, cada inundación, cada cambio brusco de temperatura, cada incursión de las ratas a los nidos de las aves, destruyen a aquellos competidores que parecen tan terribles en el papel. En cuanto a los hechos de la multiplicación extremadamente rápida de los caballos y del ganado cornúpeta de América, y también de los cerdos y de los conejos de Nueva Zelanda, desde que los europeos los introdujeron en esos países, y aún de los animales salvajes importados de Europa (donde su cantidad disminuye por la acción del hombre y no por la de los competidores) es evidente que más bien contradicen la teoría de la superpoblación. Si los caballos y el ganado cornúpeto pudieron multiplicarse en América con tal velocidad, demuestra esto simplemente que, por numerosos que fueran los bisontes y otros rumiantes en el Nuevo Mundo en aquellos tiempos, su población herbívora, sin embargo, estaba muy por debajo de la cantidad que hubiera podido alimentarse en las praderas. Si millones de nuevos inmigrantes hallaron, no obstante, alimento suficiente sin obligar a sufrir hambre a la población anterior de las praderas, deberíamos llegar más bien a la conclusión de que los europeos hallaron en América una cantidad no excesiva, sino insuficiente de herbívoros, a pesar de la cantidad increíblemente enorme de bisontes o de palomas silvestres que fue encontrada por los primeros exploradores de América del Norte.
Además, me permito decir que existen bases serias para pensar que tal escasez de población animal constituye la situación natural de las cosas sobre la superficie de todo el globo terrestre, con pocas excepciones, que son temporales, a esta regla general. En realidad, la cantidad de animales existentes en una extensión determinada de la tierra de ningún modo se determina por la capacidad máxima de abastecimiento de este espacio, sino por lo que ofrece cada año en las condiciones menos favorables. Lo importante no es saber cuántos millones de búfalos, cabras, ciervos, etc., pueden alimentarse en un territorio determinado durante un verano exuberante y de lluvias moderadas, sino cuántos sobrevivirán si se produce uno de esos veranos secos en que toda la hierba se quema, o un verano húmedo en que territorios semejantes a la. Europa central se convierten en pantanos continuos, como he visto en la meseta de Vitimsk o cuando las praderas y los bosques se incendian en miles de verstas cuadradas, como hemos visto en Siberia y en Canadá.
He aquí por qué, debido a esta sola cansa, la competencia, la lucha por el alimento, difícilmente puede ser condición normal de la vida. Pero, aparte de esto, otras causas hay que a su vez rebajan aún más este nivel no tan alto de población. Si tomamos los caballos (y también el ganado cornúpeta) que pasan todo el invierno pastando en las estepas de la Transbaikalia, encontramos, al finalizar el invierno, a todos ellos mira, enflaquecidos y exhaustos. Este agotamiento, por otra parte, no es resultado de la carencia de alimento, puesto que debajo de la delgada capa de nieve, por doquier, hay pasto en abundancia: su causa reside en la dificultad de extraer el pasto que está debajo de la nieve, y esta dificultad es la misma para todos los caballos. Además, a principios de la primavera suele haber escarcha, y si se prolonga ésta algunos días sucesivos los caballos son víctimas de una extenuación aún mayor. Pero frecuentemente, a continuación sobrevienen las nevascas, las tormentas de nieve, y entonces los animales, ya debilitados, suelen verse obligados a permanecer algunos días completamente privados de alimento, y por ello caen cantidades muy grandes. Las pérdidas durante la primavera suelen ser tan elevadas, que si ésta se ha distinguido por una extrema crudeza no pueden ser reparadas ni aún por el nuevo aumento, tanto más cuanto que todos los caballos suelen estar agotados y los potrillos nacen débiles. La cantidad de caballos y de ganado cornúpeto siempre se mantiene, de tal modo, considerablemente inferior al nivel en que podrían mantenerse si no existiera esta causa especial: la primavera fría y tormentosa. Durante todo el año hay alimento en abundancia: alcanzaría para una cantidad de animales cinco o diez veces mayor de la que existe en realidad; y sin embargo, la población animal de las estepas crece en forma extremadamente lenta, pero apenas los buriatos, amos del ganado y de los rebaños de caballos, comienzan a hacer aún la más insignificante provisión de heno en las estepas, y les permiten el acceso durante la escarcha o las nieves profundas, inmediatamente se observará el aumento de sus rebaños.
En las mismas condiciones se encuentran casi todos los animales herbívoros que viven en libertad, y muchos roedores de Asia y América; por eso podemos afirmar con seguridad que su número no se reduce por obra de la rivalidad y de la lucha mutua; que en ninguna época tienen que, luchar por alimentos: y que si nunca se reproducen hasta llegar al grado de superpoblación, la razón reside en el clima, y no en la lucha mutua por el alimento.
La importancia en la naturaleza de los obstáculos naturales a la reproducción excesiva: y en especial su relación con la hipótesis de la Competencia, aparentemente nunca fue tomada todavía en consideración en la medida debida. Estos obstáculos, o, más exactamente, algunos de ellos se citan de paso, pero, hasta ahora, no se ha examinado en detalle su acción. Sin embargo, si se compara la acción real de las causas naturales sobre la vida de las especies animales, con la acción posible de la rivalidad dentro de las especies, debemos reconocer en seguida que la última no soporta ninguna comparación con la anterior. Así, por ejemplo, Bates menciona la cantidad sencillamente inimaginable de hormigas aladas que perecen cuando enjambran. Los cuerpos muertos o semimuertos de la hormiga de fuego (Myrmica saevissima), arrastrados al río durante una tormenta, “presentaban una línea de una pulgada o dos de alto y de la misma anchura, y la línea se extendía sin interrupción en la extensión de algunas millas, al borde del agua”. Miríadas de hormigas suelen ser destruidas de tal modo, en medio de una naturaleza que podría alimentar mil veces más hormigas de las que vivían entonces en este lugar.
El Dr. Altum, forestal alemán que escribió un libro muy instructivo los animales dañinos a nuestros bosques, aporta también muchos hechos que demuestran la gran importancia de los obstáculos naturales a la multiplicación excesiva. Dice que una sucesión de tormentas o el tiempo frío y neblinoso durante la enjumbrazón de la polilla de pino (Bombyx Pini), la destruye en cantidades inverosímiles, y en la primavera del año 1871 todas estas polillas desaparecieron de golpe, probablemente destruidas por una sucesión de noches frías. Se podrían citar ejemplos semejantes, relativos a los insectos de diferentes partes de Europa. El Dr. Altum también menciona las aves que devoran a las y la enorme cantidad de huevos de este insecto destruidos por los zorros; pero agrega que los hongos parásitos que la atacan periódicamente son enemigos de la polilla considerablemente más terribles que cualquier ave, puesto que destruyen a la polilla de golpe, en una extensión enorme. En cuanto a las diferentes especies de ratones (Mus sylvaticus, Arvicola orvalis, y Aeagretis) Altum, exponiendo una larga lista de sus enemigos, observa: “Sin embargo, los enemigos más terribles de los ratones no son los otros animales, sino los cambios bruscos de tiempo que se producen casi todos los años”. Si las heladas y el tiempo templado se alternan, destruyen a los ratones en cantidades innumerables; “un solo cambio brusco de tiempo puede dejar, de muchos miles de ratones, nada más que algunos individuos vivos”. Por otra parte, un invierno templado, o un invierno que avanza paulatinamente, les da la posibilidad de multiplicarse en proporciones amenazantes, a pesar de cualesquiera enemigos; así fue en los años 1876 y 1877. La rivalidad es, de tal modo, con respecto a los ratones, un factor completamente insignificante en comparación con el tiempo. Hechos del mismo género son citados por el mismo autor también con respecto a las ardillas.
En cuanto a las aves, todos sabemos bien cómo sufren por los cambios bruscos de tiempo. Las nevascas a fines de la primavera son tan ruinosas para las aves en los pantanos de Inglaterra como en la Siberia y Ch. Dixon tuvo ocasión de ver a las gelinotas reducidas por el frío de inviernos excepcionalmente crudos, a tal extremo, que abandonaban lugares salvajes en grandes cantidades “y conocemos casos en que eran cogidas en las calles de Sheffield”. “El tiempo húmedo y prolongado ––agrega–– es también casi desastroso para ellas”.
Por otra parte, las enfermedades contagiosas que afectan de tiempo en tiempo a la mayoría de las especies animales, las destruyen en tal cantidad que a menudo las pérdidas no pueden ser repuestas durante muchos años, ni aún entre los animales que se multiplican más rápidamente. Así por ejemplo, allá por el año 40, los susliki súbitamente desaparecieron de los alrededores de Sarepta, en la Rusia suroriental, debido a cierta epidemia, y durante muchos años no fue posible encontrar en estos lugares ni un susliki. Pasaron muchos años antes de que se multiplicaran como anteriormente.

Se podría agregar en cantidad hechos semejantes, cada uno de los cuales disminuye la importancia atribuida a la competencia y a la lucha dentro de la especies. Naturalmente, se podría contestar con las palabras de Darwin, de que, sin embargo, cada ser orgánico, “en cualquier período de su vida, en el transcurso de cualquier estación del año, en cada generación, o de tiempo en tiempo, debe luchar por la existencia y sufrir una gran destrucción”, y de que sólo los más aptos sobrevivan a tales períodos de dura lucha por la existencia. Pero si la evolución del mundo animal estuviera basada exclusivamente, o aún preferentemente en la supervivencia de los más aptos en períodos de calamidades, si la selección natural estuviera limitada en su acción a los períodos de sequía excepcional, o cambios bruscos de temperatura o inundaciones, entonces la regla general en el mundo animal seria la regresión, y no el progreso.
Aquellos que sobreviven al hambre, o a una epidemia severa de cólera, viruela o difteria, que diezman en tales medidas como las que se observan en países incivilizados, de ninguna manera son ni más fuertes, ni más sanos ni más inteligentes. Ningún progreso podría basarse sobre semejantes supervivencias, tanto más cuanto que todos los que han sobrevivido ordinariamente salen de la experiencia con la salud quebrantada, como los caballos de Transbaikalia que hemos mencionado antes, o las tripulaciones de los barcos árticos, o las guarniciones de las fronteras obligadas a vivir durante algunos meses a media ración y que, al levantarse el sitio, salen con la salud destrozada y con una mortalidad completamente anormal como consecuencia. Todo lo que la selección natural puede hacer en los períodos de calamidad se reduce a la conservación de los individuos dotados de una mayor resistencia para soportar toda clase de privaciones. Tal es el papel de la selección natural entre los caballos siberianos y el ganado cornúpeto. Realmente se distinguen por su resistencia; pueden alimentarse, en caso de necesidad, con abedul polar, pueden hacer frente al frío y al hambre, pero, en cambio, el caballo siberiano sólo puede llevar la mitad de la carga que lleva el caballo europeo sin esfuerzo; ninguna vaca siberiana da la mitad de la cantidad de leche que da la vaca Jersey, y ningún indígena de los países salvajes soporta la comparación con los europeos. Esos indígenas pueden resistir más fácilmente el hambre y el frío, pero sus fuerzas físicas son considerablemente inferiores a las fuerzas del europeo que se alimenta bien, y su progreso intelectual se produce con una lentitud desesperante. “Lo malo no puede engendrar lo bueno”, como escribió Chemishevsky en un ensayo notable consagrado al darwinismo.

Por fortuna, la competencia no constituye regla general ni para el mundo animal ni para la humanidad. Se limita, entre los animales, a períodos determinados, y la selección natural encuentra mejor terreno para su actividad. Mejores condiciones para la selección progresiva son creadas por medio de la eliminación de la competencia, por medio de la ayuda mutua y del apoyo mutuo. En la gran lucha por la existencia ––por la mayor plenitud e intensidad de vida posible con el mínimo de desgaste innecesario de energía–– la selección natural busca continuamente medios, precisamente con el fin de evitar la competencia en cuanto sea posible. Las hormigas se unen en nidos y tribus; hacen provisiones, crían “vacas” para sus necesidades, y de tal modo evitan la competencia; y la selección natural escoge de todas las hormigas aquellas especies que mejor saben evitar la competencia intestina, con sus consecuencias perniciosas inevitables. La mayoría de nuestras aves se trasladan lentamente al Sur, a medida que avanza el invierno, o se reúnen en sociedades innumerables y emprenden viajes largos, y de tal modo evitan la competencia. Muchos roedores se entregan al sueño invernal cuando llega la época de la posible competencia, otras razas de roedores se proveen de alimento para el invierno y viven en común en grandes poblaciones a fin de obtener la protección necesaria durante el trabajo. Los ciervos, cuando los líquenes se secan en el interior del continente emigran en dirección del mar. Los búfalos atraviesan continentes inmensos en busca de alimento abundante. Y las colonias de castores, cuando se reproducen demasiado en un río, se dividen en dos partes: los viejos descienden el río, y los jóvenes lo remontan, para evitar la competencia. Y si, por último, los animales no pueden entregarse al sueño invernal ni emigrar, ni hacer provisiones de alimentos, ni cultivar ellos mismos el alimento necesario como hacen las hormigas, entonces se portan como los paros (véase la hermosa descripción de Wallace en “Darwinism”; cap. V); a saber: recurren a una nueva clase de alimento, y, de tal modo, una vez más, evitan incompetencias.
“Evitad la competencia. Siempre es dañina para la especie, y vosotros tenéis abundancia de medios para evitarla”. Tal es la tendencia de la naturaleza, no siempre realizable por ella, pero siempre inherente a ella. Tal es la consigna que llega hasta nosotros desde los matorrales, bosques, ríos y océanos. “Por consiguiente: ¡Uníos! ¡Practicad la ayuda mutua! Es el medio más justo para garantizar la seguridad máxima tanto para cada uno en particular como para todos en general; es la mejor garantía para la existencia y el progreso físico, intelectual y moral”.

He aquí lo que nos enseña la naturaleza; y esta voz suya la escucharon todos los animales que alcanzaron la más elevada posición en sus clases respectivas. A esta misma orden de la naturaleza obedeció el hombre ––el más primitivo–– y sólo debido a ello alcanzó la posición que ocupa ahora. Los capítulos siguientes, consagrados a la ayuda mutua en las sociedades humanas, convencerán al lector de la verdad de esto.


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