En una sociedad fuertemente estratificada, con una potente herencia colonial, las nuevas clases medias necesitan diferenciarse de los pobres y se identifican con los más ricos. Porque saben que su repentino y reciente ascenso es frágil y temen deslizarse, en medio de la crisis, cuesta abajo hacia los estratos de los que provienen.
Por eso se aferran a algo, como el náufrago se aferra a una madera que ahora lleva el nombre de ‘orden’ y ’seguridad’, en una sociedad violenta que es la más desigual del mundo.
Esta nueva derecha no puede combatirse con argumentos ideológicos, ni aplicándole adjetivos como “fascista” que solo entiende una minoría militante formada en universidades. La clave está en la disputa viva de la vida cotidiana. Eso es lo que vienen haciendo en las últimas décadas las iglesias evangélicas y pentecostales, con un éxito sorprendente.
17/10/2018
Bolsonaro es una creación de la clase media
Raúl Zibechi
La Haine
En una sociedad fuertemente estratificada, con una potente herencia colonial, las nuevas clases medias necesitan diferenciarse de los pobres
El 17 de marzo de 2016 la pediatra María Dolores Bressan envió un mensaje a la mamá de Francisco, un niño de un año, diciéndole que renunciaba “con carácter irrevocable” como pediatra de su hijo porque ella y su esposo “forman parte del Partido de los Trabajadores (él, del PSOL)”.
Su comportamiento fue avalado por el Sindicato Médico de Rio Grande do Sul, cuyo presidente dijo que esa actitud le hizo ganar su “admiración” y que ella debe estar orgullosa por la decisión tomada.
Ese año en la ciudad de Brasilia escuché, en diferentes espacios, un relato que me dejó perplejo. Una madre salía del cine abrazada a su hija, en un shopping lujoso de clase alta. Fueron golpeadas porque las confundieron con lesbianas.
En el mismo período, el comandante de un vuelo de Avianca que salía de Salvador, llamó a la Policía para expulsar al actor Érico Brás por considerarlo una “amenaza” para los demás pasajeros. Brás es un conocido actor de la Red Globo, pero es negro y mantuvo una discusión por el lugar donde debía colocar las maletas su esposa, también negra, porque no había espacio suficiente. El actor dijo que fue “tratado como un terrorista”. Ocho pasajeros salieron del avión en solidaridad en un acto que fue calificado como racista, por el tono y los modales de la tripulación.
La exposición Queermuseu — Cartografías de la Diferencia en el Arte Brasileño, que llevaba un mes en cartel, en setiembre de 2017, en el centro Santander Cultural en Porto Alegre, fue cancelada por el banco que la auspiciaba por el vendaval de reproches que recibió en las redes sociales. Los críticos acusaban a la muestra artística de “blasfemia” y de “apología de la zoofilia y la pedofilia”.
Se trataba de 270 obras de 85 artistas que defienden la diversidad sexual. Las críticas provinieron del Movimiento Brasil Libre (MBL). En un comunicado, el Santander llamó a reflexionar “sobre los retos a los que nos debemos enfrentar en relación con las cuestiones de género, diversidad y violencia”. Pero la amenaza de boicot pudo más que cualquier razonamiento.
Todos estos hechos, a los que podrían sumarse una enorme cantidad de otros muy similares, sucedieron mucho antes de la campaña electoral, cuando Jair Bolsonaro era un personaje poco conocido por los brasileños. Mi propuesta es entender que la sociedad fue virando hacia la derecha, lentamente primero, de modo exponencial desde las manifestaciones de junio de 2013 que comenzaron como una protesta contra el aumento del transporte urbano, organizadas por grupos juveniles de izquierda.
La derecha militante, formada por pequeños grupos de clase media, sobre todo estudiantiles, comprendió que había llegado su oportunidad para salir de la marginalidad política y se volcó a la calle ante la pasividad de la izquierda gubernamental, en particular del PT y los sindicatos.
Hasta ese momento los grupos de derecha eran minoritarios, pero ya no marginales.
Antes de junio de 2013, una nueva derecha había ganado los centros de estudiantes de universidades estatales como Minas Gerais, Rio Grande do Sul y Brasilia, espacios donde antes dominaba la izquierda. En 2011, la derecha ultra convocó a marchas contra la corrupción en 25 ciudades, siendo la de Brasilia la más numerosa con 20.000 personas con el apoyo de la Orden a Abogados de Brasil (OAB). Recién en 2014 nacen los grupos que convocaron a millones por la destitución de Dilma Rousseff: Movimento Brasil Livre, Vem Pra Rua y Revoltados On Line.
Luego del triunfo de Bolsonaro en la primera vuelta de las elecciones, las agresiones de sus partidarios estallaron en todo el país, pero principalmente en el sur y en el estado de Sao Paulo. El caso más grave fue el asesinato del maestro de ‘capoeira’ de 63 años, en Salvador, que recibió doce puñaladas de un partidario de Bolsonaro por identificarse con su adversario.
En apenas una semana se registraron hasta 50 agresiones contra gays y lesbianas, contra negros y mulatos y contra personas que llevaban pegatinas de la izquierda.
Las agresiones y la intolerancia provienen de las clases medias angustiadas ante la posibilidad de perder sus privilegios de color, de clase y de género. Los agresores suelen ser varones blancos, que viven en barrios ‘nobles’, como se llama en Brasil a los barrios de clase media para distinguirlos de las favelas y los barrios plebeyos.
En una sociedad fuertemente estratificada, con una potente herencia colonial, las nuevas clases medias necesitan diferenciarse de los pobres y se identifican con los más ricos. Porque saben que su repentino y reciente ascenso es frágil y temen deslizarse, en medio de la crisis, cuesta abajo hacia los estratos de los que provienen.
Por eso se aferran a algo, como el náufrago se aferra a una madera que ahora lleva el nombre de ‘orden’ y ’seguridad’, en una sociedad violenta que es la más desigual del mundo.
Esta nueva derecha no puede combatirse con argumentos ideológicos, ni aplicándole adjetivos como “fascista” que solo entiende una minoría militante formada en universidades. La clave está en la disputa viva de la vida cotidiana. Eso es lo que vienen haciendo en las últimas décadas las iglesias evangélicas y pentecostales, con un éxito sorprendente.
Defienden un patriarcado fundamentalista, con la intención de retrotraer las relaciones sociales al siglo XIX. Han levantado miles de templos, sobre todo en los barrios pobres y favelas, desde donde proclaman sus verdades y han jugado un papel destacado en el crecimiento de la nueva derecha.
Los pentecostales atacan la cultura negra para disciplinar a los más pobres, que encuentran en las religiones de origen africano formas de relacionarse sin mediaciones, horizontales y con cierta autonomía en espacios propios, como los ‘terreiros’. En apenas cinco años, las denuncias por “intolerancia religiosa” crecieron 4.960%, de 15 en 2011 a 759 en 2016.
Atacan también a gays y lesbianas y a quienes defienden el aborto. Con una masa de 42,3 millones de personas —22% de la población—, los evangélicos son determinantes en las elecciones brasileñas. Tienen mucha más responsabilidad en el viraje derechista de los brasileños que el propio Bolsonaro, quien, sin embargo, se ha beneficiado de esa inflexión reaccionaria.
Texto completo en: https://www.lahaine.org/bolsonaro-es-una-creacion-de