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La decadencia del progresismo

Raúl Prada Alcoreza :: 25.10.18

Hay que observar detenidamente lo que pasa en Venezuela, en Nicaragua y en Bolivia; observar no solo los síntomas políticos sino lo que implica el vaciamiento de contenidos y, sobre todo, el régimen efectivo que se implanta. No parece que se pueda tomar en serio la autodenominación de “gobiernos socialistas”, aunque se declaren del “socialismo del siglo XXI” o del “socialismo comunitario”, como en el caso de Bolivia.
El llamado socialismo real no fue otra cosa que la versión burocrática y estatalista, de cuartel, del mismo modo de producción capitalista, que funciona mundialmente. En todo caso, los Estados “socialistas” se erigieron sobre el desgaste heroico de los pueblos, que se enfrentaron a la realidad y a la historia.

octubre 24, 2018
La decadencia del progresismo

Raúl Prada Alcoreza

Hay que observar detenidamente lo que pasa en Venezuela, en Nicaragua y en Bolivia; observar no solo los síntomas políticos sino lo que implica el vaciamiento de contenidos y, sobre todo, el régimen efectivo que se implanta. No parece que se pueda tomar en serio la autodenominación de “gobiernos socialistas”, aunque se declaren del “socialismo del siglo XXI” o del “socialismo comunitario”, como en el caso de Bolivia. Esta autodefinición es parte del discurso, no del siglo XX, sino del siglo XXI, lo que contrae exigencias interpretativas distintas, debida a los diferentes contextos históricos-políticos-culturales. En el siglo XX, sobre todo al inicio y durante el medio día del siglo y parte de las primeras décadas de la segunda mitad del siglo, se intentó construir el socialismo, en las condiciones de las correlaciones de fuerza a nivel mundial, dadas en los contextos histórico-políticos mencionados; contando con las situaciones especificas regionales y nacionales, donde las correlaciones de fuerza no son necesariamente equivalentes a las correspondientes mundiales. Las enseñanzas de estas experiencias han sido iluminadoras, sobre todo en lo que respecta a las dinámicas inherentes del sistema-mundo moderno. El llamado socialismo real no fue otra cosa que la versión burocrática y estatalista, de cuartel, del mismo modo de producción capitalista, que funciona mundialmente. En todo caso, los Estados “socialistas” se erigieron sobre el desgaste heroico de los pueblos, que se enfrentaron a la realidad y a la historia.

En cambio, lo que ocurre ahora, en las primeras décadas del siglo XXI, con los llamados “gobiernos progresistas” o del “socialismo del siglo XXI”, no corresponde a ningún intento de construir el socialismo, aunque este proyecto se circunscriba a la modestia burocrática del socialismo real. Los “gobiernos progresistas” no transforman el Estado ni buscan su transformación estructural, incluso en el caso de Bolivia y Ecuador, cuyas constituciones declaran corresponder al Estado Plurinacional. Se trata de formas gubernamentales más parecidas a las formas del populismo del siglo XX, es decir, al denominado nacionalismo-revolucionario; aunque tampoco corresponden exactamente a esta formación política. Quizás sea mejor identificarlos como gobiernos pos-neoliberales, como una primera aproximación a una definición más adecuada. Para definirlos mejor se requiere contextuarlos en la fase del ciclo largo del capitalismo vigente, además de circunscribirlo a la configuración actual del sistema-mundo capitalista. El ciclo largo del capitalismo vigente está marcado por la dominancia del capitalismo financiero, además en su forma desenvuelta más especulativa. La configuración actual del sistema-mundo capitalista parece estar marcada por los efectos de la llamada revolución tecnológica-científica-cibernética-comunicacional, empero circunscrita a cumplir tareas instrumentales de la acumulación de capital; lo que significa reducir al extremo sus potencialidades.

En este contexto mundial y en la singularidad de la genealogía del ciclo largo del capitalismo vigente, los “gobiernos progresistas” se convierten en dispositivos políticos de convocatoria para resolver los problemas de legitimación del capitalismo tardío. Lo que no pueden hacer los gobiernos neoliberales, que circunscriben sus tareas políticas al ajuste estructural económico, es decir, a lograr el equilibrio imposible de la macroeconomía nacional. Tomando en cuenta esta definición genealógica de los “gobiernos progresistas”, resulta harto ingenuo tratar de explicarlos desde el discurso ideológico. Cierto discurso conservador, que revive de su cadavérica condición, los señala como “socialistas”, incluso “comunistas”, no solamente sin entender estas diferencias, sino asumiendo que lo son solo por el hecho de que se declaran así. En este caso, estos discursos conservadores y hasta recalcitrantemente conservadores develan sus simplezas argumentativas, además de sus miedos y sus fantasmas que los atormentan. Lo que no pueden ver es que estos gobiernos, aborrecidos por ellos, tienen más en común con los gobiernos neoliberales; es más, con los gobiernos liberales, incluso conservadores. ¿Qué es lo que tienen en común?

Lo primero que tienen en común es la crisis del Estado-nación. Las genealogías de las formas de gubernamentalidad muestran que, desde los gobiernos liberales hasta los gobiernos neoliberales, desde los gobiernos conservadores hasta los “gobiernos progresistas”, son diseños y proyectos políticos que buscan resolver la crisis del Estado-nación. Si al principio parecía que se podía hacerlo, sobre todo cuando se establecen Estados liberales, cuando se confiaba que solo se trataba de ser independientes, de establecer un Estado moderno, basado en el Estado de Derecho y sobre todo en el ejercicio institucional de la democracia formal, esta confianza se deterioró cuando se tuvo que hacer funcionar el Estado liberal en los contextos concretos de las formaciones sociales nacionales. Sobre la crisis de los Estados liberales hablamos en la serie de ensayos abarcados en Acontecimiento político[1]. Las contradicciones inherentes al desenvolvimiento de los Estados liberales en los contextos nacionales de América Latina y el Caribe llevaron temprano a la crisis de estos Estados; sobre todo, como crisis de gobernabilidad. El recurso recurrente fue el uso de la violencia ilegitima, es decir, no constitucional, para imponer el orden de las oligarquías regionales.

El uso de la fuerza descarnada, sin respaldo constitucional, estaba lejos de resolver la crisis inherente del Estado-nación. Lo que hizo es imponer la dominación a secas, sin legitimidad, otorgada por la Constitución liberal. Estos son los límites del conservadurismo recalcitrante de América Latina y el Caribe. Es importante decirlo ahora, cuando renace en Brasil una fuerte corriente ultraconservadora, con amplio apoyo votante. Es como volver a los substratos más violentos de las genealogías de las dominaciones. ¿Cómo es que se ha llegado a esta situación asombrosa? Como dijimos en La banalización de la izquierda[2], no podría explicarse este desenlace sin la concurrencia del ejercicio de poder de los “gobiernos progresistas”. Si las genealogías de las formas de gubernamentalidad se desenvuelven en el substrato de la crisis del Estado-nación, entonces, se puede decir que estos gobiernos neo-populistas abrieron hendiduras profundas desde la superficie política hasta el substrato magmático de la crisis del Estado-nación. Formas crudas de la crisis del Estado emergen a la superficie de los eventos políticos. La corrosión institucional y la corrupción adquieren expansiones desbordantes, a tal punto que ningún intento de legitimidad se hace posible, ni siquiera guardar las apariencias.

Lo que hacen los “gobiernos progresistas” con este demoledor desborde corrosivo es develar lo que tiene toda forma de gubernamentalidad. ¿Por qué se hace más evidente en estos gobiernos neo-populistas, más que en las otras formas de gobierno? Los “gobiernos progresistas” no pueden ocultar los mecanismos de dominación, ligados a lo que hemos llamado el lado oculto del poder. No pueden hacerlo, pues las redes clientelares sobre las que basan su dominación y sus gestiones políticas son también sumamente extensas, pretenden abarcar a toda la sociedad. A propósito, se puede sugerir una hipótesis esquemática, que ayuda a figurar el drama de los gobiernos neo-populistas: Cuanto más clientelaje se requiere para gobernar más corrosión institucional se irradia y más corrupción galopante se desata.

La caracterización política más adecuada de los “gobiernos progresistas” del siglo XXI parece ser la de que se trata de régimenes clientelares. En efecto, no se trata, de ninguna manera, de diseños y proyectos de instauración del “socialismo en un solo país”; algo que incluso en el siglo XX estaba teóricamente cuestionado. Lo que decimos no se encamina a defender el proyecto socialista, diferenciándolo de estos proyectos barrocos del “socialismo del siglo XXI”. No se trata de esto, de una defensa ideológica del socialismo, sino de distinguir la experiencia social de las revoluciones socialistas del siglo XX de las experiencias sociales barrocas del “socialismo del siglo XXI”. Sobre todo, para aproximarnos a una comprensión histórica-política-cultural del decurso dramático de los “gobiernos progresistas”.

El argumento de propaganda que dice que estos “gobiernos progresistas” han logrado disminuir notoriamente la pobreza, además de incorporar a masas al consumo de las “clases medias”, no resuelve el problema de la caracterización de esta forma de gubernamentalidad. Que haya disminuido la pobreza y que haya crecido masivamente la “clase media” no convierte a los Estado-nación que gobiernan los “progresistas” en “socialistas”. Sencillamente se trata de incidencias sociales requeridas para lograr preservar el control de las mayorías, aunque hayan perdido la convocatoria. Se trata de las formas de dominación del populismo; convertir en sujetos dependientes a gran parte de la población votante.

La relación del populismo con el pueblo es afectiva, para después convertirse en el despliegue del chantaje emocional. Lo que no ocurre con las otras formas de gubernamentalidad, salvo, quizás, con las formas de gubernamentalidad del socialismo real. Esta convocatoria, que se da a un principio, y después el control masivo mediante la extensión de las relaciones clientelares, no parece poder darse en la forma de gubernamentalidad liberal, tampoco en la forma de gubernamentalidad neoliberal. Antes, tampoco en las formas de dominación conservadoras; sin embargo, el fenómeno de la votación que logró Jair Bolsonaro en Brasil nos muestra un fenómeno masificado de rechazo al “gobierno progresista” del PT. No parece, por cierto, comparable a la relación afectiva populista, pues se trata del rechazo a la corrupción, que simboliza el gobierno del PT para gran parte de la población votante; empero, que el conservadurismo recalcitrante logre este alcance de la votación, convirtiendo a la fuerza política electoral de “ultra-derecha” en la mayoritaria, es ya un fenómeno político de magnitud, por lo menos electoral, aunque pueda ser coyuntural. No lo sabemos. ¿Cómo interpretar estos contrastes, pasar de votaciones consecutivas, donde el PT ganaba como amplia mayoría, aunque haya conformado alianzas, a una votación donde el conservadurismo recalcitrante, asociado a minorías, sea ampliamente mayoritaria?

Parece que nos encontramos en niveles muy altos e intensos de la crisis del Estado-nación. Las poblaciones convocadas ya no parecen asistir a experiencias llanas, cuando se logra la ilusión de “normalidad”, sino que asistirían a experiencias extremas, incluso abismales, cuando confrontan desencantos, cuando se diluyen expectativas, cuando merma la esperanza, cuando se confrontan al crudo ejercicio del poder, entonces, empujados por la desilusión, optan por el castigo.

Uno de estos abismos es el que abre la violencia descarnada por la que optan los “gobiernos progresistas” para mantenerse en el poder. Esto ocurre en Venezuela como en Nicaragua. En Bolivia la violencia descarnada no ha llegado a esos extremos, aunque puede llegar; es una posibilidad latente. Sin embargo, ya es violencia descarnada cuando se vulneran los derechos de las naciones y pueblos indígenas, consagrados en la Constitución; cuando se desconoce la voluntad popular, expresada en un referéndum; cuando se imponen magistrados, a pesar de perder consecutivas elecciones de magistrados; cuando se vuelven a entregar los recursos naturales a las empresas trasnacionales extractivistas, cínicamente, a nombre de preservar la “nacionalización” efectuada; cuando se despilfarra y se evaporan las inversiones en elefantes blancos y en empresas fantasmas; cuando desaparece, como por arte de magia, más de la mitad de las reservas internacionales; cuando sube estrepitosamente, sin justificación alguna la deuda externa. Sobre todo, se hace patético, cuando importa un comino las mínimas apariencias y se opta por imponer, contra viento y marea, a candidatos inhabilitados.

[1] Ver la serie Acontecimiento político. En Cuadernos activistas. https://issuu.com/raulpradaalcoreza/stacks/715dbb6b8faf4b70bef012832f796319.

[2] Ver La banalización de la izquierda.
https://www.pluriversidad-oikologias.es/l/la-banalizacion-de-la-izquierda/.


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