Tercera parte de la obra cumbre de la escritora chilena
Capítulo XI
Alrededor de los dieciocho años Alba abandonó definitivamente la infancia. En el momento preciso en que se sintió mujer, fue a encerrarse a su antiguo cuarto, donde todavía estaba el mural que había comenzado muchos años atrás. Buscó en los viejos tarros de pintura hasta que encontró un poco de rojo y de blanco que todavía estaban frescos, los mezcló con cuidado y luego pintó un gran corazón rosado en el último espacio libre de las paredes. Estaba enamorada. Después tiró a la basura los tarros y los pinceles y se sentó un largo rato a contemplar los dibujos, para revisar la historia de sus penas y alegrías. Sacó la cuenta que había sido feliz y con un suspiro se despidió de la niñez.
Ese año cambiaron muchas cosas en su vida. Terminó el colegio y decidió estudiar filosofía, para darse el gusto, y música, para llevar la contra a su abuelo, que consideraba el arte como una forma de perder el tiempo y predicaba incansablemente las ventajas de las profesiones liberales o científicas. También la prevenía contra el amor y el matrimonio, con la misma majadería con que insistía para que Jaime se buscara una novia decente y se casara, porque se estaba quedando solterón. Decía que para los hombres es bueno tener una esposa, pero, en cambio, las mujeres como Alba siempre salían perdiendo con el matrimonio. Las prédicas de su abuelo se volatilizaron cuando Alba vio por primera vez a Miguel, en una memorable tarde de llovizna y frío en la cafetería de la universidad.
Miguel era un estudiante pálido, de ojos afiebrados, pantalones desteñidos y botas de minero, en el último año de Derecho. Era dirigente izquierdista. Estaba inflamado por la más incontrolable pasión: buscar la justicia. Eso no le impidió darse cuenta de que Alba lo observaba. Levantó la vista y sus ojos se encontraron. Se miraron deslumbrados y desde ese instante buscaron todas las ocasiones para juntarse en las alamedas del parque, por donde paseaban cargados de libros o arrastrando el pesado violoncelo de Alba. Desde el primer encuentro ella notó que él llevaba una pequeña insignia en la manga: una mano alzada con el puño cerrado. Decidió no decirle que era nieta de Esteban Trueba y, por primera vez en su vida, usó el apellido que tenía en su cédula de identidad: Satigny. Pronto se dio cuenta que era mejor no decírselo tampoco al resto de sus compañeros. En cambio, pudo jactarse de ser amiga de Pedro Tercero García, que era muy popular entre los estudiantes, y del Poeta, en cuyas rodillas se sentaba cuando niña y que para entonces era conocido en todos los idiomas y sus versos andaban en boca de los jóvenes y en el graffiti de los muros.
Miguel hablaba de la revolución. Decía que a la violencia del sistema había que oponer la violencia de la revolución. Alba, sin embargo, no tenía ningún interés en la política y sólo quería hablar de amor. Estaba harta de oír los discursos de su abuelo, de asistir a sus peleas con su tío Jaime, de vivir las campañas electorales. La única participación política de su vida había sido salir con otros escolares a tirar piedras a la Embajada de los Estados Unidos sin tener motivos muy claros para ello, debido a lo cual la suspendieron del colegio por una semana y a su abuelo casi le da otro infarto. Pero en la universidad la política era ineludible. Como todos los jóvenes que entraron ese año, descubrió el atractivo de las noches insomnes en un café, hablando de los
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Isabel Allende 193 cambios que necesitaba el mundo y contagiándose unos a otros con la pasión de las ideas. Volvía a su casa tarde en la noche, con la boca amarga y la ropa impregnada de olor a tabaco rancio, con la cabeza caliente de heroísmos, segura de que, llegado el momento, podría dar su vida por una causa justa. Por amor a Miguel, y no por convicción ideológica, Alba se atrincheró en la universidad junto a los estudiantes que se tomaron el edificio en apoyo a una huelga de trabajadores. Fueron días de campamento, de discursos inflamados, de gritar insultos a la policía desde las ventanas hasta quedar afónicos. Hicieron barricadas con sacos de tierra y adoquines que desprendieron del patio principal, tapiaron las puertas y ventanas con la intención de transformar el edificio en una fortaleza y el resultado fue una mazmorra de la cual era mucho más difícil para los estudiantes salir, que para la policía entrar. Fue la primera vez que Alba pasó la noche fuera de su casa, acunada en los brazos de Miguel, entre montones de periódicos y botellas vacías de cerveza, en la cálida promiscuidad de los compañeros, todos jóvenes, sudados, con los ojos enrojecidos por el sueño atrasado y el humo, un poco hambrientos y sin nada de miedo, porque aquello. se parecía más a un juego que a una guerra. El primer día lo pasaron tan ocupados haciendo barricadas y movilizando sus cándidas defensas, pintando pancartas y hablando por teléfono, que no tuvieron tiempo para preocuparse cuando la policía les cortó el agua y la electricidad.
Desde el primer momento, Miguel se convirtió en el alma de la toma, secundado por el profesor Sebastián Gómez, quien a pesar de sus piernas baldadas, los acompañó hasta el final. Esa noche cantaron para darse ánimos y cuando se cansaron de las arengas, las discusiones y los cantos, se acomodaron en grupos para pasar la noche lo mejor posible. El último en descansar fue Miguel, que parecía ser el único que sabía cómo actuar. Se hizo cargo de la distribución del agua, juntando en recipientes hasta la que había almacenada en los estanques de los excusados, improvisó una cocina y produjo, nadie sabe de dónde, café instantáneo, galletas y unas latas de cerveza. Al día siguiente, el hedor de los baños sin agua era terrible, pero Miguel organizó la limpieza y ordenó que no se ocuparan: había que hacer sus necesidades en el patio, en un hoyo cavado junto a la estatua de piedra del fundador de la universidad. Miguel dividió a los muchachos en cuadrillas y los mantuvo todo el día ocupados, con tanta habilidad, que no se notaba su autoridad. Las decisiones parecían surgir espontáneamente de los grupos.
-¡Parece que fuéramos a quedarnos por varios meses! -comentó Alba, encantada con la idea de estar sitiados.
En la calle, rodeando el antiguo edificio, se colocaron estratégicamente los carros blindados de la policía. Comenzó una tensa espera que iba a prolongarse por varios días.
-Se plegarán los estudiantes de todo el país, los sindicatos, los colegios profesionales. Tal vez caiga el gobierno -opinó Sebastián Gómez.
-No lo creo -replicó Miguel-. Pero lo que importa es establecer la protesta y no dejar el edificio hasta que se firme el pliego de peticiones de los trabajadores. Comenzó a llover suavemente y muy temprano se hizo de noche dentro del edificio sin luz. Encendieron algunas improvisadas lámparas con gasolina y una mecha humeante en tarros. Alba pensó que también habían cortado el teléfono, pero comprobó que la línea funcionaba. Miguel explicó que la policía tenía interés en saber lo que ellos hablaban y los previno respecto a las conversaciones. De todos modos, Alba llamó a su casa para avisar que se quedaría junto a sus compañeros hasta la victoria final o la muerte, lo cual le sonó falso una vez que lo hubo dicho. Su abuelo arrebató el aparato de la mano de Blanca y con la entonación iracunda que su nieta La casa de los espíritus
Isabel Allende 194 conocía muy bien, le dijo que tenía una hora para llegar a la casa con una explicación razonable por haber pasado toda la noche afuera. Alba le replicó que no podía salir y aunque pudiera, tampoco pensaba hacerlo.
-¡No tienes nada que hacer allá con esos comunistas! -gritó Esteban Trueba. Pero en seguida dulcificó la voz y le rogó que saliera antes que entrara la policía, porque él estaba en posición de saber que el gobierno no iba a tolerarlos indefinidamente-. Si no salen por las buenas, se va a meter el Grupo Móvil y los sacarán a palos -concluyó el senador.
Alba miró por una rendija de la ventana, tapiada con tablas y sacos de tierra, y vio las tanquetas alineadas en la calle y una doble fila de hombres en pie de guerra, con cascos, palos y máscaras. Comprendió que su abuelo no exageraba. Los demás también los habían visto y algunos temblaban. Alguien mencionó que había unas nuevas bombas, peores que las lacrimógenas, que provocaban una incontrolable cagantina, capaz de disuadir al más valiente con la pestilencia y el ridículo. A Alba la idea le pareció aterradora. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no llorar. Sentía punzadas en el vientre y supuso que eran de miedo. Miguel la abrazó, pero eso no le sirvió de consuelo. Los dos estaban cansados y empezaban a sentir la mala noche en los huesos y en el alma,
-No creo que se atrevan a entrar -dijo Sebastián Gómez-. El gobierno ya tiene bastantes problemas. No va a meterse con nosotros.
-No sería la primera vez que carga contra los estudiantes -observó alguien. -La opinión pública no lo permitirá -replicó Gómez-. Ésta es una democracia. No es una dictadura y nunca lo será.
-Uno siempre piensa que esas cosas pasan en otra parte -dijo Miguel-. Hasta que también nos pase a nosotros.
El resto de la tarde transcurrió sin incidentes y en la noche todos estaban más tranquilos, a pesar de la prolongada incomodidad y del hambre. Las tanquetas seguían fijas en sus puestos. En los largos pasillos y las aulas los jóvenes jugaban al gato o a los naipes, descansaban tirados por el suelo y preparaban armas defensivas con palos y piedras. La fatiga se notaba en todos los rostros. Alba sentía cada vez más fuertes los retortijones en el vientre y pensó que si las cosas no se resolvían al día siguiente, no tendría más remedio que utilizar el hoyo en el patio. En la calle seguía lloviendo y la rutina de la ciudad continuaba imperturbable. A nadie parecía importar otra huelga de estudiantes y la gente pasaba delante de las tanquetas sin detenerse a leer las pancartas que colgaban de la fachada de la universidad. Los vecinos se acostumbraron rápidamente a la presencia de los carabineros armados y cuando cesó la lluvia salieron los niños a jugar a la pelota en el estacionamiento vacío que separaba el edificio de los destacamentos policiales. Por momentos, Alba tenía la sensación de estar en un barco a vela en un mar inmutable, sin una brisa, en una eterna y silenciosa espera, inmóvil, oteando el horizonte durante horas. La alegre camaradería del primer día se transformó en irritación y constantes discusiones a medida que transcurrió el tiempo y aumentó la incomodidad. Miguel registró todo el edificio y confiscó los víveres de la cafetería.
-Cuando esto termine, se los pagaremos al concesionario. Es un trabajador como cualquier otro -dijo.
Hacia frío. El único que no se quejaba de nada, ni siquiera de la sed, era Sebastián Gómez. Parecía tan incansable como Miguel, a pesar de que lo doblaba en edad y tenía aspecto de tuberculoso. Era el único profesor que quedó con los estudiantes cuando tomaron el edificio. Decían que sus piernas baldadas eran la consecuencia de una
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195 ráfaga de metralla en Bolivia. Era el ideólogo que hacía arder en sus alumnos la llama que la mayoría vio apagarse cuando abandonaron la universidad y se incorporaron al mundo que en su primera juventud creyeron poder cambiar. Era un hombre pequeño, enjuto, de nariz aguileña y pelo ralo, animado por un fuego interior que no le daba tregua. A él le debía Alba el apodo de «condesa», porque el primer día su abuelo tuvo la mala idea de mandarla a clases en el automóvil con chofer y el profesor la divisó. El apodo era un acierto casual, porque Gómez no podía saber que, en el caso improbable de que ella algún día quisiera hacerlo, podía desenterrar el título de nobleza de Jean de Satigny que era una de las pocas cosas auténticas que tenía el conde francés que le dio el apellido. Alba no le guardaba rencor por el sobrenombre burlón, por el contrario, algunas veces había fantaseado con la idea de seducir al esforzado profesor. Pero Sebastián Gómez había visto a muchas niñas como Alba y sabía distinguir esa mezcla de compasión y curiosidad que provocaban sus muletas sosteniendo sus pobres piernas de trapo.
Así pasó todo el día, sin que el Grupo Móvil moviera sus tanquetas y sin que el gobierno cediera ante las demandas de los trabajadores. Alba empezó a preguntarse qué diablos estaba haciendo en ese lugar, porque el dolor de vientre se estaba haciendo insoportable y la necesidad de lavarse en un baño con agua corriente empezaba a obsesionarla. Cada vez que miraba hacia la calle y veía a los carabineros se le llenaba la boca de saliva. Para entonces ya se había dado cuenta que los entrenamientos de su tío Nicolás no eran tan efectivos en el momento de la acción como en la ficción de los sufrimientos imaginarios. Dos horas después Alba sintió entre las piernas una viscosidad tibia y vio sus pantalones manchados de rojo. La invadió tina sensación de pánico. Durante esos días el temor de que eso ocurriera la atormentó casi tanto como el hambre. La mancha en sus pantalones era como una bandera. No intentó disimularla. Se encogió en un rincón sintiéndose perdida. Cuando era pequeña, su abuela le había enseñado que las cosas propias de la función humana son naturales y podía hablar de la menstruación como de la poesía, pero más tarde, en el colegio, se enteró que todas las secreciones del cuerpo, menos las lágrimas, son indecentes. Miguel se dio cuenta de su bochorno y su angustia, salió a buscar a la improvisada enfermería un paquete de algodón y consiguió unos pañuelos, pero al poco rato se dieron cuenta que no era suficiente y al anochecer Alba lloraba de humillación y de dolor, asustada por las tenazas en sus entrañas y por ese gorgoriteo sangriento que no se parecía en nada a lo de otros meses. Creía que algo se le estaba reventando dentro. Ana Díaz, una estudiante que, como Miguel, llevaba la insignia del puño alzado, hizo la observación de que eso sólo duele a las mujeres ricas, porque las proletarias no se quejan ni cuando están pariendo, pero al ver que los pantalones de Alba eran un charco y que estaba pálida como un moribundo, fue a hablar con Sebastián Gómez.
Éste se declaró incapaz de resolver el problema.
-Esto pasa por meter a las mujeres en cosas de hombres -bromeó.
-¡No! ¡Esto pasa por meter a los burgueses en las cosas del pueblo! -replicó la joven indignada.
Sebastián Gómez fue hasta el rincón donde Miguel había acomodado a Alba y se deslizó a su lado con dificultad, debido a las muletas.
-Condesa, tienes que irte a tu casa. Aquí no contribuyes en nada, al contrario, eres una molestia -le dijo.
Alba sintió una oleada de alivio. Estaba demasiado asustada y ésa era una honrosa salida que le permitiría volver a su casa sin que pareciera cobardía. Discutió un poco con Sebastián Gómez para salvar la cara, pero aceptó casi enseguida que Miguel saliera con una bandera blanca a parlamentar con los carabineros. Todos lo observaron
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desde las mirillas mientras cruzaba el estacionamiento vacío. Los carabineros habían estrechado filas y le ordenaron, con un altoparlante, detenerse, depositar la bandera en el suelo y avanzar con las manos en la nuca.
-¡Esto parece una guerra! -comentó Gómez.
Poco después regresó Miguel y ayudó a Alba a ponerse en pie. La misma joven que antes había criticado los quejidos de Alba, la tomó de un brazo y los tres salieron del edificio sorteando las barricadas y los sacos de tierra, iluminados por los potentes reflectores de la policía. Alba apenas podía caminar, se sentía avergonzada y le daba vueltas la cabeza. Una patrulla les salió al paso a medio camino y Alba se encontró a pocos centímetros de un uniforme verde y vio una pistola que la apuntaba a la altura de la nariz. Levantó la vista y enfrentó un rostro moreno con ojos de roedor. Supo al punto quién era: Esteban García.
-¡Veo que es la nieta del senador Trueba! -exclamó García con ironía. Así se enteró Miguel de que ella no le había dicho toda la verdad. Sintiéndose traicionado, la depositó en las manos del otro, dio media vuelta y regresó arrastrando su bandera blanca por el suelo, sin darle ni una mirada de despedida, acompañado por Ana Díaz, que iba tan sorprendida y furiosa como él.
-¿Qué te pasa? -preguntó García señalando con su pistola los pantalones de Alba-.
¡Parece un aborto!
Alba enderezó la cabeza y lo miró a los ojos.
-Eso no le importa. ¡Lléveme a mi casa! -ordenó copiando el tono autoritario que empleaba su abuelo con todos los que no consideraba de su misma clase social. García vaciló. Hacía mucho tiempo que no oía una orden en boca de un civil y tuvo la tentación de llevarla al retén y dejarla pudriéndose en una celda, bañada en su propia sangre, hasta que le rogara de rodillas, pero en su profesión había aprendido la lección de que había otros mucho más poderosos que él y que no podía darse el lujo de actuar con impunidad. Además, el recuerdo de Alba con sus vestidos almidonados tomando limonada en la terraza de Las Tres Marías, mientras él arrastraba los pies desnudos en el patio de las gallinas y se sorbía los mocos, y el temor que todavía le tenía al viejo Trueba, fueron más fuertes que su deseo de humillarla. No pudo sostener la mirada de la muchacha y agachó imperceptiblemente la cabeza. Dio media vuelta, ladró una breve frase y dos carabineros llevaron a Alba de los brazos hasta un carro de la policía. Así llegó a su casa. Al verla, Blanca pensó que se habían cumplido los pronósticos del abuelo y la policía había arremetido a palos contra los estudiantes. Empezó a chillar y no paró hasta que Jaime examinó a Alba y le aseguró que no estaba herida y que no tenía nada que no se pudiera curar con un par de inyecciones y reposo.
Alba pasó dos días en la cama, durante los cuales se disolvió pacíficamente la huelga de los estudiantes. El ministro de Educación fue relevado de su puesto y lo trasladaron al Ministerio de Agricultura.
-Si pudo ser ministro de Educación sin haber terminado la escuela, igual puede ser ministro de Agricultura sin haber visto en su vida una vaca entera -comentó el senador Trueba.
Mientras estuvo en la cama, Alba tuvo tiempo para repasar las circunstancias en que había conocido a Esteban García. Buscando muy atrás en las imágenes de la infancia, recordó a un joven moreno, la biblioteca de la casa, la chimenea encendida con grandes leños de espino perfumando el aire, la tarde o la noche, y ella sentada sobre sus rodillas. Pero esa visión entraba y salía fugazmente de su memoria y llegó a dudar
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Isabel Allende 197 de haberla soñado. El primer recuerdo preciso que tenía de él era posterior. Sabía la fecha exacta porque fue el día que cumplió catorce años y su madre lo anotó en el álbum negro que inició su abuela cuando ella nació. Para la ocasión se había encrespado el pelo y estaba en la terraza, con el abrigo puesto, esperando que llegara su tío Jaime para llevarla a comprar su regalo. Hacía mucho frío, pero a ella le gustaba el jardín en invierno. Se sopló las manos y se subió el cuello del abrigo para protegerse las orejas. Desde allí podía ver la ventana de la biblioteca, donde su abuelo hablaba con un hombre. El vidrio estaba empañado, pero pudo reconocer el uniforme de los carabineros y se preguntó qué podía estar haciendo si¡ abuelo con uno de ellos en su despacho. El hombre daba la espalda a la ventana y estaba sentado rígidamente en la punta de una silla, con la espalda tiesa y un aire patético de soldadito de plomo. Alba estuvo mirándolos un rato, hasta que calculó que su tío estaba por llegar, entonces caminó por el jardín hasta una glorieta semidestruida, golpeándose las manos para entrar y se sentó a esperar. Poco después, la encontró allí mismo Esteban García, cuando salió de la casa y tuvo que cruzar el jardín para dirigirse a la reja. Al verla se detuvo bruscamente. Miró hacia todos lados, vaciló y luego se acercó.
-¿Te acuerdas de mí? -preguntó García.
-No… -dudó ella.
-Soy Esteban García. Nos conocimos en Las Tres Marías.
Alba sonrió mecánicamente. Le traía un mal recuerdo a la memoria. Había algo en sus ojos que le producía inquietud, pero no pudo precisarlo. García barrió con la mano las hojas y se sentó a su lado en la glorieta, tan cerca, que sus piernas se tocaban. -Este jardín parece una selva -dijo, respirándole muy cerca. Se quitó la gorra del uniforme y ella vio que tenía el pelo muy corto y tieso, peinado con gomina. De pronto, la mano de García se posó sobre su hombro. La familiaridad del gesto desconcertó a la muchacha, que por un momento se quedó paralizada, pero en seguida se echó hacia atrás, tratando de zafarse. La mano del carabinero le apretó el hombro, enterrándole los dedos a través de la gruesa tela de su abrigo. Alba sintió que el corazón le latía como una máquina y el rubor le cubrió las mejillas.
-Has crecido, .Alba, pareces casi una mujer -susurró el hombre en su oreja.
-Tengo catorce años, hoy los cumplo -balbuceó ella.
-Entonces tengo un regalo para ti -dijo Esteban García sonriendo con la boca torcida.
Alba trató de quitar la cara, pero él la sujetó firmemente con las dos manos, obligándola a enfrentarlo. Fue su primer beso. Sintió una sensación caliente, brutal, la piel áspera y mal afeitada le raspó la cara, sintió su olor a tabaco rancio y cebolla, su violencia. La lengua de García trató de abrirle los labios mientras con una mano le apretaba las mejillas hasta obligarla a despegar las mandíbulas. Ella visualizó esa lengua como un molusco baboso y tibio, la invadió la náusea y le subió una arcada del estómago, pero mantuvo los ojos abiertos. Vio la dura tela del uniforme y sintió las manos feroces que le rodearon el cuello y, sin dejar de besarla, sus dedos comenzaron a apretar. Alba creyó que se ahogaba y lo empujó con tal violencia que consiguió apartarlo. García se separó del banco y sonrió con burla. Tenía manchas rojas en las mejillas y respiraba agitadamente.
-¿Te gustó mi regalo? -se rió.
Alba lo vio alejarse a grandes trancos por el jardín y se sentó a llorar. Se sentía sucia y humillada. Después corrió a la casa a lavarse la boca con jabón y cepillarse los dientes como si eso pudiera quitar la mancha de su memoria. Cuando llegó su tío
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Jaime a buscarla, se colgó de su cuello, hundió la cara en su camisa y le dijo que no quería ningún regalo, porque había decidido meterse a monja. Jaime se echó a reír con una risa sonora y honda que le nacía de las entrañas y que ella sólo le había oído en muy pocas ocasiones, porque su tío era un hombre taciturno. -¡Te juro que es verdad! ¡Voy a meterme a monja! -sollozó Alba.
-Tendrías que nacer de nuevo -replicó Jaime-. Y además tendrías que pasar por encima de mi cadáver.
Alba no volvió a vera Esteban García hasta que lo tuvo a su lado en el estacionamiento de la universidad, pero nunca pudo olvidarlo. No contó a nadie de aquel beso repugnante ni de los sueños que tuvo después, en los que él aparecía como una bestia verde dispuesta a estrangularla con sus patas y asfixiarla introduciéndole un tentáculo baboso en la boca.
Recordando todo eso, Alba descubrió que la pesadilla había estado agazapada en su interior todos esos años y que García seguía siendo la bestia que la acechaba en las sombras, para saltarle encima en cualquier recodo de la vida. No podía saber que eso era una premonición.
A Miguel se le esfumó la decepción y la rabia de que Alba fuera nieta del senador Trueba, la segunda vez que la vio deambular como alma perdida por los pasillos cercanos a la cafetería donde se habían conocido. Decidió que era injusto culpar a la nieta por las ideas del abuelo y volvieron a pasear abrazados. Al poco tiempo los besos interminables se hicieron insuficientes y comenzaron a citarse en la pieza donde vivía Miguel. Era una pensión mediocre para estudiantes pobres, regentada por una pareja de edad madura con vocación para el espionaje. Observaban a Alba con indisimulada hostilidad cuando subía de la mano con Miguel a su habitación y para ella era un suplicio vencer su timidez y enfrentar la crítica de esas miradas que le arruinaban la dicha del encuentro. Para evitarlos prefería otras alternativas, pero tampoco aceptaba la idea de ir juntos a un hotel, por la misma razón que no quería ser vista en la pensión de Miguel.
-¡Eres la peor burguesa que conozco! -se reía Miguel.
A veces él conseguía una moto prestada y se escapaban unas horas, viajando a una velocidad suicida, acaballados en la máquina, con las orejas heladas y el corazón ansioso. Les gustaba ir en invierno a las playas solitarias, andar sobre la arena mojada dejando sus huellas que el agua lamía, espantar a las gaviotas y respirar a bocanadas el aire del mar. En verano preferían los bosques más tupidos, donde podían retozar impunemente una vez que eludían a los niños exploradores y a los excursionistas. Pronto Alba descubrió que el lugar más seguro era su propia casa, porque en el laberinto y el abandono de los cuartos traseros, donde nadie entraba, podían amarse sin perturbaciones.
-Si las empleadas oyen ruidos, creerán que han vuelto los fantasmas -dijo Alba y le contó del glorioso pasado de espíritus visitantes y mesas voladoras de la gran casa de la esquina.
La primera vez que lo condujo a través de la puerta posterior del jardín, abriéndose paso en la maraña y sorteando las estatuas manchadas de musgo y cagadas de pájaro, el joven tuvo un sobresalto al ver la triste casona. «Yo he estado aquí antes», murmuró, pero no pudo recordar, porque esa selva de pesadilla y esa lúgubre mansión apenas guardaban semejanza con la luminosa imagen que había atesorado en la memoria desde su infancia.
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Los enamorados probaron uno por uno los cuartos abandonados y terminaron improvisando un nido para sus amores furtivos en las profundidades del sótano. Hacía varios años que Alba no entraba allí y llegó a olvidar su existencia, pero en el momento en que abrió la puerta y respiró el inconfundible olor, volvió a sentir la mágica atracción de antes. Usaron los trastos, los cajones, la edición del libro del tío Nicolás, los muebles y los cortinajes de otros tiempos para acomodar una sorprendente cámara nupcial. Al centro improvisaron una cama con varios colchones, que cubrieron con unos pedazos de terciopelo apolillado. De los baúles extrajeron incontables tesoros. Hicieron sábanas con viejas cortinas de damasco color topacio, descosieron el suntuoso vestido de encaje de Chantilly que usó Clara el día en que murió Barrabás, para hacer un mosquitero color del tiempo, que los preservara de las arañas que se descolgaban bordando desde el techo. Se alumbraban con velas y hacían caso omiso de los pequeños roedores, del frío y de ese tufillo de ultratumba. En el crepúsculo eterno del sótano, andaban desnudos, desafiando a la humedad y a las corrientes de aire. Bebían vino blanco en copas de cristal que Alba sustrajo del comedor y hacían un minucioso inventario de sus cuerpos y de las múltiples posibilidades del placer. Jugaban como niños. A ella le costaba reconocer en ese joven enamorado y dulce que reía y retozaba en una inacabable bacanal, al revolucionario ávido de justicia que aprendía, en secreto, el uso de las armas de fuego y las estrategias revolucionarias. Alba inventaba irresistibles trucos de seducción y Miguel creaba nuevas y maravillosas formas de amarla. Estaban deslumbrados por la fuerza de su pasión, que era como un embrujo de sed insaciable. No alcanzaban las horas ni las palabras para decirse los más íntimos pensamientos y los más remotos recuerdos, en un ambicioso intento de poseerse mutuamente hasta la última estancia. Alba descuidó el violoncelo, excepto para tocarlo desnuda sobre el lecho de topacio, y asistía a sus clases en la universidad con un aire alucinado. Miguel también postergó su tesis y sus reuniones políticas, porque necesitaban estar juntos a toda hora y aprovechaban la menor distracción de los habitantes de la casa para deslizarse hacia el sótano. Alba aprendió a mentir y disimular. Pretextando la necesidad de estudiar de noche, dejó el cuarto que compartía con su madre desde la muerte de su abuela y se instaló en una habitación del primer piso que daba al jardín, para poder abrir la ventana a Miguel y llevarlo en puntillas a través de la casa dormida, hasta la guarida encantada. Pero no sólo se juntaban en las noches. La impaciencia del amor era a veces tan intolerable, que Miguel se arriesgaba a entrar de día, arrastrándose entre los matorrales, como un ladrón, hasta la puerta del sótano, donde lo esperaba Alba con el corazón en un hilo. Se abrazaban con la desesperación de una despedida y se escabullían a su refugio sofocados de complicidad.
Por primera vez en su vida, Alba sintió la necesidad de ser hermosa y lamentó que ninguna de las espléndidas mujeres de su familia le hubiera legado sus atributos, y la única que lo hizo, la bella Rosa, sólo le dio el tono de algas marinas a su pelo, lo cual, si no iba acompañado por todo lo demás, parecía más bien un error de peluquería. Cuando Miguel adivinó su inquietud, la llevó de la mano hasta el gran espejo veneciano que adornaba un rincón de su cámara secreta, sacudió el polvo del cristal quebrado y luego encendió todas las velas que tenía y las puso a su alrededor. Ella se miró en los mil pedazos rotos del espejo. Su piel, iluminada por las velas, tenía el color irreal de las figuras de cera. Miguel comenzó a acariciarla y ella vio transformarse su rostro en el caleidoscopio del espejo y aceptó al fin que era la más bella de todo el universo, porque pudo verse con los ojos que la miraba Miguel.
Aquella orgía interminable duró más de un año. Al fin, Miguel terminó su tesis, se graduó y empezó a buscar trabajo. Cuando pasó la apremiante necesidad del amor insatisfecho, pudieron recuperar la compostura y normalizar sus vidas. Ella hizo un
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-Se avecinan tiempos muy malos, mi amor -explicó-. No puedo tenerte conmigo, porque cuando sea necesario, entraré en la guerrilla.
-Iré contigo adonde sea -prometió ella.
-A eso no se va por amor, sino por convicción política y tú no la tienes -replicó Miguel-. No podemos darnos el lujo de aceptar aficionados.
A Alba aquello le pareció brutal y tuvieron que pasar algunos años para que pudiera comprenderlo en toda su magnitud.
El senador Trueba ya estaba en edad de retirarse, pero esa idea no le pasaba por la cabeza. Leía el periódico del día y mascullaba entre dientes. Las cosas habían cambiado mucho en esos años y sentía que los acontecimientos lo sobrepasaban, porque no pensó que iba a vivir tanto como para tener que enfrentarlos. Había nacido cuando no existía la luz eléctrica en la ciudad y le había tocado ver por televisión a un hombre paseando por la luna, pero ninguno de los sobresaltos de su larga vida lo habían preparado para enfrentar la revolución que se estaba gestando en su país, bajo sus propias barbas, y que tenía a todo el mundo convulsionado.
El único que no hablaba de lo que estaba ocurriendo, era Jaime. Para evitar las peleas con su padre había adquirido el hábito del silencio y pronto descubrió que le resultaba más cómodo no hablar. Las pocas veces que abandonaba su laconismo trapense era cuando Alba iba a visitarlo en su túnel de libros. Su sobrina llegaba en camisa de dormir, con el pelo mojado después de la ducha, y se sentaba a los pies de su cama a contarle asuntos felices, porque, tal como ella decía, él era un imán para atraer los problemas ajenos y las miserias irremediables, y era necesario que alguien lo pusiera al día sobre la primavera y el amor. Sus buenas intenciones se estrellaban con la urgencia de discutir con su tío todo lo que la preocupaba. Nunca estaban de acuerdo. Compartían los mismos libros, pero a la hora de analizar lo que habían leído, tenían opiniones totalmente encontradas. Jaime se burlaba de sus ideas políticas, de sus amigos barbudos y la regañaba por haberse enamorado de un terrorista de cafetín.
Era el único en la casa que conocía la existencia de Miguel.
-Dile a ese mocoso que venga un día a trabajar conmigo en el hospital, a ver si le quedan ganas de andar perdiendo el tiempo con panfletos y discursos -decía a Alba.
-Es abogado, tío, no médico -replicaba ella.
-No importa. Allá necesitamos cualquier cosa. Hasta un fontanero nos sirve. Jaime estaba seguro que triunfarían finalmente los socialistas, después de tantos años de lucha. Lo atribuía a que el pueblo había tomado conciencia de sus necesidades y de su propia fuerza. Alba repetía las palabras de Miguel, que sólo a través de la guerra se podía vencer a la burguesía. Jaime tenía horror de cualquier forma de extremismo y sostenía que los guerrilleros sólo se justifican en las tiranías, donde no queda más remedio que batirse a tiros, pero que son una aberración en un país donde los cambios se pueden obtener por votación popular.
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-Eso no ha ocurrido nunca, tío, no seas ingenuo -replicaba Alba-. jamás dejarán que ganen tus socialistas!
Ella trataba de explicar el punto de vista de Miguel: que no se podía seguir esperando el lento paso de la historia, el laborioso proceso de educar al pueblo y organizarlo, porque el mundo avanzaba a saltos y ellos se quedaban atrás, que los cambios radicales nunca se implantaban por las buenas y sin violencias. La historia lo demostraba. La discusión se prolongaba y ambos se perdían en una oratoria confusa que los dejaba agotados, acusándose mutuamente de ser más testarudos que una mula, pero al final se daban las buenas noches con un beso y quedaban ambos con la sensación de que el otro era un ser maravilloso.
Un día a la hora de la cena, Jaime anunció que ganarían los socialistas, pero como hacía veinte años que pronosticaba lo mismo, nadie le creyó.
-Si tu madre estuviera viva, diría que van a ganar los de siempre -le respondió el senador Trueba desdeñosamente.
Jaime sabía por qué lo decía. Se lo había dicho el Candidato. Hacía muchos años que eran amigos y Jaime iba a menudo a jugar ajedrez con él en la noche. Era el mismo socialista que había estado postulando a la Presidencia de la República desde hacía dieciocho años. Jaime lo había visto por primera vez a espaldas de su padre, cuando pasaba en medio de una nube de humo en los trenes del triunfo, durante las campañas electorales de su adolescencia. En aquellos tiempos el Candidato era un hombre joven y robusto, con mejillas de perro cazador, que gritaba exaltados discursos entre las pifias y la silbatina de los patrones y el silencio rabioso de los campesinos. Era la época en que los hermanos Sánchez colgaron en el cruce de los caminos al dirigente socialista y que Esteban Trueba azotó a Pedro Tercero García delante de su padre, por repetir ante los inquilinos las perturbadoras versiones bíblicas del padre José Dulce María. Su amistad con el Candidato nació por casualidad, un domingo en la noche que lo mandaron del hospital a atender una emergencia a domicilio. Llegó a la dirección indicada en una ambulancia del servicio, tocó el timbre y el Candidato en persona abrió la puerta. Jaime no tuvo dificultad en reconocerlo, porque había visto su imagen muchas veces y porque no había cambiado desde que lo viera pasar en su tren.
-Pase, doctor, lo estamos esperando -saludó el Candidato.
Lo condujo a la habitación de servicio, donde sus hijas intentaban ayudar a una mujer que parecía estar asfixiándose, tenía la cara amoratada, los ojos desorbitados y una lengua monstruosamente hinchada que le colgaba fuera de la boca.
-Comió pescado -le explicaron.
-Traigan el oxígeno que está en la ambulancia -dijo Jaime mientras preparaba una jeringa.
-Se quedó con el Candidato, los dos sentados al lado de la cama, hasta que la mujer empezó a respirar normalmente y pudo meter la lengua dentro de su boca. Hablaron del socialismo y de ajedrez y ése fue el comienzo de una buena amistad. Jaime se presentó con el apellido de su madre, que siempre usaba, sin pensar que al día siguiente los servicios de seguridad del Partido entregarían al otro la información de que era hijo del senador Trueba, su peor enemigo político. El Candidato sin embargo, nunca lo mencionó y hasta la hora final, cuando ambos se estrecharon la mano por última vez en el fragor del incendio y de las balas, Jaime se preguntaba si alguna vez tendría el valor de decirle la verdad.
Su larga experiencia en la derrota y su conocimiento del pueblo, permitieron al
Candidato darse cuenta antes que nadie que en esa ocasión iba a ganar. Se lo dijo a
Jaime y agregó que la consigna era no divulgarlo, para que la derecha se presentara a
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las elecciones segura del triunfo, arrogante y dividida. Jaime replicó que aunque se lo dijeran a todo el mundo, nadie iba a creerlo, ni los mismos socialistas, y para probarlo se lo anunció a su padre.
Jaime siguió trabajando catorce horas diarias, incluso los domingos, sin participar en la contienda política. Estaba acobardado por el rumbo violento de aquella lucha, que estaba polarizando las fuerzas en dos extremos, dejando al centro sólo un grupo indeciso y voluble, que esperaba ver perfilarse al ganador para votar por él. No se dejó provocar por su padre, que aprovechaba todas las ocasiones en que estaban juntos para advertirlo sobre las maniobras del comunismo internacional y el caos que azotaría a la patria en el caso improbable que triunfara la izquierda. La única vez que Jaime perdió la paciencia fue cuando una mañana encontró la ciudad tapizada de afiches truculentos donde aparecía una madre barrigona y desolada, que intentaba inútilmente arrebatar su hijo a un soldado comunista que se lo llevaba a Moscú. Era la campaña del terror organizada por el senador Trueba y sus correligionarios, con ayuda de expertos extranjeros importados especialmente para ese fin. Aquello fue demasiado para Jaime. Decidió que no podía vivir bajo el mismo techo que su padre, cerró su
túnel, se llevó su ropa y se fue a dormir al hospital.
Los acontecimientos se precipitaron en los últimos meses antes de la elección. En todas las murallas estaban los retratos de los candidatos, tiraron volantes desde el aire con aviones y taparon las calles con una basura impresa que caía como nieve del cielo, las radios aullaban las consignas políticas y se cruzaron las apuestas más descabelladas entre los partidarios de cada bando. En las noches salían los jóvenes en pandillas para tomar por asalto a sus enemigos ideológicos. Se organizaron concentraciones multitudinarias para medir la popularidad de cada Partido y con cada una se atochaba la ciudad y se apiñaba la gente en igual medida. Alba estaba eufórica, pero Miguel le explicó que la elección era una bufonada y que cualquiera que ganara daba lo mismo, porque se trataba de la misma jeringa con distinto bitoque y que la revolución no se podía hacer desde las urnas electorales, sino con la sangre del pueblo. La idea de una revolución pacífica en democracia y con plena libertad era un contrasentido.
-¡Ese pobre muchacho está loco! -exclamó Jaime cuando Alba se lo contó -. Vamos a ganar y tendrá que tragarse sus palabras.
Hasta ese momento, Jaime había conseguido eludir a Miguel. No quería conocerlo. Unos secretos e inconfesables celos lo atormentaban. Había ayudado a nacer a Alba y la había tenido mil veces sentada en sus rodillas, le había enseñado a leer, le había pagado el colegio y celebrado todos sus cumpleaños, se sentía como su padre y no podía evitar la inquietud que le producía verla convertida en mujer. Había notado el cambio en los últimos años y se engañaba con falsos argumentos, a pesar de que su experiencia cuidando a otros seres humanos le había enseñado que sólo el conocimiento del amor puede dar ese esplendor a una mujer. De la noche a la mañana había visto madurara Alba, abandonando las formas imprecisas de la adolescencia, para acomodarse en su nuevo cuerpo de mujer satisfecha y apacible. Esperaba con absurda vehemencia que el enamoramiento de su sobrina fuera un sentimiento pasajero, porque en el fondo no quería aceptar que necesitara a otro hombre más que a él. Sin embargo, no pudo seguir ignorando a Miguel. En esos días, Alba le contó que su hermana estaba enferma.
-Quiero que hables con Miguel, tío. Él te va a contar de su hermana. ¿Harías eso por mí? -pidió Alba.
Cuando Jaime conoció a Miguel, en un cafetín del barrio, toda su suspicacia no pudo impedir que una oleada de simpatía lo hiciera olvidar su antagonismo, porque el
La casa de los espíritus
Isabel Allende 203 hombre que tenía al frente revolviendo nerviosamente su café no era el extremista petulante y matón que había esperado, sino un joven conmovido y tembloroso, que mientras explicaba los síntomas de la enfermedad de su hermana, luchaba contra las lágrimas que nublaban sus ojos.
-Llévame a verla -dijo Jaime.
Miguel y Alba lo condujeron al barrio bohemio. En pleno centro, a escasos metros de los edificios modernos de acero y cristal, habían surgido en la ladera de una colina las empinadas calles de los pintores, ceramistas, escultores. Allí habían hecho sus madrigueras dividiendo las antiguas casas en minúsculos estudios. Los talleres de los artesanos se abrían al cielo por los techos vidriados y en los oscuros cuchitriles sobrevivían los artistas en un paraíso de grandezas y miserias. En las callecitas jugaban niños confiados, hermosas mujeres con largas túnicas cargaban a sus criaturas en la espalda o afirmadas en las caderas y los hombres barbudos, somnolientos, indiferentes, veían pasar la vida sentados en las esquinas y en los umbrales de las puertas. Se detuvieron frente a una casa estilo francés decorada como una torta de crema con angelotes en los frisos. Subieron por una escalera estrecha, construida como salida de emergencia en caso de incendio, y que las numerosas divisiones del edificio había transformado en el único acceso. A medida que ascendían, la escalera se doblaba sobre sí misma y los envolvía un penetrante olor a ajo, marihuana y trementina. Miguel se detuvo en el último piso, frente a una puerta angosta pintada de naranja, sacó una llave y abrió. Jaime y Alba creyeron entrar a una pajarera. La habitación era redonda, coronada por una absurda cúpula bizantina y rodeada de vidrios, desde los cuales se podía pasear la vista por los techos de la ciudad y sentirse muy cerca de las nubes. Las palomas habían anidado en el alféizar de las ventanas y contribuido con sus excrementos y sus plumas al jaspeado de los vidrios. Sentada en una silla frente a la única mesa, había una mujer con una bata adornada con un triste dragón en hilachas bordado sobre el pecho. Jaime necesitó unos segundos para reconocerla.
Amanda… Amanda… -balbuceó.
No había vuelto a verla desde hacía más de veinte años, cuando el amor que los dos sentían por Nicolás pudo más que el que se tenían entre ellos. En ese tiempo el joven atlético, moreno, con el pelo engominado y siempre húmedo, que se paseaba leyendo en alta voz sus tratados de medicina, se había transformado en un hombre ligeramente encorvado por el hábito de inclinarse sobre las camas de los enfermos, con el cabello gris, un rostro grave y gruesos lentes con montura metálica, pero básicamente era la misma persona. Para reconocer a Amanda, sin embargo, se necesitaba haberla amado mucho. Se veía mayor que los años que podía tener, estaba muy delgada, casi en los huesos, su piel macilenta y amarilla y las manos muy descuidadas, con los dedos teñidos de nicotina. Sus ojos estaban abotagados, sin brillo, enrojecidos, con las pupilas dilatadas, lo que le daba un aspecto desvalido y aterrorizado. No vio a Jaime ni a Alba, sólo tuvo ojos para Miguel. Trató de levantarse, tropezó y se tambaleó. Su hermano se acercó y la sostuvo, apretándola contra su pecho.
-¿Se conocían? -preguntó Miguel extrañado.
-Sí, hace mucho tiempo -dijo Jaime.
Pensó que era inútil hablar del pasado y que Miguel y Alba eran muy jóvenes para comprender la sensación de pérdida irremediable que él sentía en ese momento. De una plumada se había borrado la imagen de la gitana que había guardado todos esos años en su corazón, único amor en la soledad de su destino. Ayudó a Miguel a tender a la mujer en el diván que le servía de cama y le acomodó la almohada. Amanda se
La casa de los espíritus
Isabel Allende 204 sujetó la bata con las manos, defendiéndose débilmente y balbuceando incoherencias. Estaba sacudida por temblores convulsivos y acezaba como perro cansado. Alba la observó horrorizada y sólo cuando Amanda estuvo acostada, quieta y con los ojos cerrados, reconoció a la mujer que sonreía en la pequeña fotografía que Miguel siempre llevaba en su billetera. Jaime le habló con una voz desconocida y poco a poco consiguió tranquilizarla, la acarició con gestos tiernos y paternales como los que empleaba a veces con los animales, hasta que la enfermase relajó y permitió que subiera las mangas de la vieja bata china. Aparecieron sus brazos esqueléticos y Alba vio que tenía millares de minúsculas cicatrices, moretones, pinchazos, algunos infectados y supurando pus. Luego descubrió sus piernas y sus muslos estaban también torturados. Jaime la observó con tristeza, comprendiendo en ese instante el abandono, los años de miseria, los amores frustrados y el terrible camino que esa mujer había recorrido hasta llegar al punto de desesperanza donde se encontraba. La recordó cómo era en su juventud, cuando lo deslumbraba con el revoloteo de su pelo, la sonajera de sus abalorios, su risa de campana y su candor para abrazar ideas disparatadas y perseguir las ilusiones. Se maldijo por haberla dejado ir y por todo ese tiempo perdido para ambos.
-Hay que internarla. Sólo una cura de desintoxicación podrá salvarla -dijo-. Sufrirá
mucho -agregó. La casa de los espíritus
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La conspiración
Capítulo XII
Tal como había pronosticado el Candidato, los socialistas, aliados con el resto de los partidos de izquierda, ganaron las elecciones presidenciales. El día de la votación transcurrió sin incidentes en una luminosa mañana de septiembre. Los de siempre, acostumbrados al poder desde tiempos inmemoriales, aunque en los últimos años habían visto debilitarse mucho sus fuerzas, se prepararon para celebrar el triunfo con semanas de anticipación. En las tiendas se terminaron los licores, en los mercados se agotaron los mariscos frescos y las pastelerías trabajaron doble turno para satisfacer la demanda de tortas y pasteles. En el Barrio Alto no se alarmaron al oír los resultados de los cómputos parciales en las provincias, que favorecían a la izquierda, porque todo el mundo sabía que los votos de la capital eran decisivos. El senador Trueba siguió la votación desde la sede de su Partido, con perfecta calma y buen humor, riéndose con petulancia cuando alguno de sus hombres se ponía nervioso por el avance indisimulable del candidato de la oposición. En anticipación al triunfo, había roto su duelo riguroso poniéndose una rosa roja en el ojal de la chaqueta. Lo entrevistaron por televisión y todo el país pudo escucharlo: «Ganaremos los de siempre», dijo soberbiamente, y luego invitó a brindar por el «defensor de la democracia». En la gran casa de la esquina, Blanca, Alba y los empleados estaban frente al televisor, sorbiendo té, comiendo tostadas y anotando los resultados para seguir de cerca la carrera final, cuando vieron aparecer al abuelo en la pantalla, más anciano y testarudo que nunca.
-Le va a dar un yeyo -dijo Alba-. Porque esta vez van a ganar los otros.
Pronto fue evidente para todos que sólo un milagro cambiaría el resultado que se iba perfilando a lo largo de todo el día. En las señoriales residencias blancas, azules y amarillas del Barrio Alto, comenzaron a cerrar las persianas, a trancar las puertas y a retirar apresuradamente las banderas y los retratos de su candidato, que se habían anticipado a poner en los balcones. Entretanto, de las poblaciones marginales y de los barrios obreros salieron a la calle familias enteras, padres, niños, abuelos, con su ropa de domingo, marchando alegremente en dirección al centro. Llevaban radios portátiles para oír los últimos resultados. En el Barrio Alto, algunos estudiantes, inflamados de idealismo, hicieron una morisqueta a sus parientes congregados alrededor del televisor con expresión fúnebre, y se volcaron también a la calle. De los cordones industriales llegaron los trabajadores en ordenadas columnas, con los puños en alto, cantando los versos de la campaña. En el centro se juntaron todos, gritando como un solo hombre que el pueblo unido jamás será vencido. Sacaron pañuelos blancos y esperaron. A medianoche se supo que había ganado la izquierda. En un abrir y cerrar de ojos, los grupos dispersos se engrosaron, se hincharon, se extendieron y las calles se llenaron de gente eufórica que saltaba, gritaba, se abrazaba y reía. Prendieron antorchas y el desorden de las voces y el baile callejero se transformó en una jubilosa y disciplinada comparsa que comenzó a avanzar hacia las pulcras avenidas de la burguesía. Y entonces se vio el inusitado espectáculo de la gente del pueblo, hombres con sus zapatones de la fábrica, mujeres con sus hijos en los brazos, estudiantes en mangas de camisa, paseando tranquilamente por la zona reservada y preciosa donde muy pocas veces se habían aventurado y donde eran extranjeros. El clamor de sus cantos,
La casa de los espíritus
Isabel Allende 206 sus pisadas y el resplandor de sus antorchas penetraron al interior de las casas cerradas y silenciosas, donde temblaban los que habían terminado por creer en su propia campaña de terror y estaban convencidos que la poblada los iba a despedazar o, en el mejor de los casos, despojarlos de sus bienes y enviarlos a Siberia. Pero la rugiente multitud no forzó ninguna puerta ni pisoteó los perfectos jardines. Pasó alegremente sin tocar los vehículos de lujo estacionados en la calle, dio vuelta por las plazas y los parques que nunca había pisado, se detuvo maravillada ante las vitrinas del comercio, que brillaban como en Navidad y donde se ofrecían objetos que no sabía siquiera qué uso tenían y siguió su ruta apaciblemente. Cuando las columnas pasaron frente a su casa, Alba salió corriendo y se mezcló con ellas cantando a voz en cuello. Toda la noche estuvo desfilando el pueblo alborozado. En las mansiones las botellas de champán quedaron cerradas, las langostas languidecieron en sus bandejas de plata y las tortas se llenaron de moscas.
Al amanecer, Alba divisó en el tumulto que ya empezaba a dispersarse la inconfundible figura de Miguel, que iba gritando con una bandera en las manos. Se abrió paso hasta él, llamándolo inútilmente, porque no podía oírla en medio de la algarabía. Cuando se puso al frente y Miguel la vio, pasó la bandera al que estaba más cerca y la abrazó, levantándola del suelo. Los dos estaban en el límite de sus fuerzas y mientras se besaban, lloraban de alegría.
-¡Te dije que ganaríamos por las buenas, Miguel! -rió Alba. -Ganamos, pero ahora hay que defender el triunfo -replicó.
Al día siguiente, los mismos que habían pasado la noche en vela aterrorizados en sus casas salieron como una avalancha enloquecida y tomaron por asalto los bancos, exigiendo que les entregaran su dinero. Los que tenían algo valioso, preferían guardarlo debajo del colchón o enviarlo al extranjero. En veinticuatro horas, el valor de la propiedad disminuyó a menos de la mitad y todos los pasajes aéreos se agotaron en la locura de salir del país antes que llegaran los soviéticos a poner alambres de púas en la frontera. El pueblo que había desfilado triunfante fue a ver a la burguesía que hacía cola y peleaba en las puertas de los bancos y se rió a carcajadas. En pocas horas el país se dividió en dos bandos irreconciliables y la división comenzó a extenderse entre todas las familias.
El senador Trueba pasó la noche en la sede de su Partido, retenido a la fuerza por sus seguidores, que estaban seguros que si salía a la calle la multitud no iba a tener dificultad alguna en reconocerlo y lo colgaría de un poste.’Iirueba estaba más sorprendido que furioso. No podía creer lo que había ocurrido, a pesar de que llevaba muchos años repitiendo la cantinela de que el país estaba lleno de marxistas. No se sentía deprimido, por el contrario. En su viejo corazón de luchador aleteaba una emoción exaltada que no sentía desde su juventud.
-Una cosa es ganar la elección y otra muy distinta es ser Presidente -dijo misteriosamente a sus llorosos correligionarios.
La idea de eliminar al nuevo Presidente, sin embargo, no estaba todavía en la mente de nadie, porque sus enemigos estaban seguros que acabarían con él por la misma vía legal que le había permitido triunfar. Eso era lo que Trueba estaba pensando. Al día siguiente, cuando fue evidente que no había que temer de la muchedumbre enfiestada, salió de su refugio y se dirigió a una casa campestre en los alrededores de la ciudad, donde se llevó a cabo un almuerzo secreto. Allí se juntó con otros políticos, algunos militares y con los gringos enviados por el servicio de inteligencia, para trazar el plan que tumbaría al nuevo gobierno: la desestabilización económica, como llamaron al sabotaje.
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Aquélla era una casona de estilo colonial rodeada por un patio de adoquines. Al llegar el senador Trucha ya había varios coches estacionados. Lo recibieron efusivamente, porque era uno de los líderes indiscutidos de la derecha y porque él, previniendo lo que se avecinaba, había hecho los contactos necesarios con meses de anticipación. Después de la comida: corvina fría con salsa de palta, lechón asado en brandy y mousse de chocolate, despidieron a los mozos y trancaron las puertas del salón. Allí trazaron a grandes líneas su estrategia y después, de pie, hicieron un brindis por la patria. Todos ellos, menos los extranjeros, estaban dispuestos a arriesgar la mitad de su fortuna personal en la empresa, pero sólo el viejo Trucha estaba dispuesto a dar también la vida.
-No lo dejaremos en paz ni un minuto. Tendrá que renunciar -dijo con firmeza. -Y si eso no resulta, senador, tenemos esto -agregó el general Hurtado poniendo su arma de reglamento sobre el mantel.
-No nos interesa un cuartelazo, general -replicó en su correcto castellano el agente de inteligencia de la embajada-. Queremos que el marxismo fracase estrepitosamente y caiga solo, para quitar esa idea de la cabeza a otro países del continente. Comprende? Este asunto lo vamos a arreglar con dinero. ‘Todavía podemos comprar a algunos parlamentarios para que no lo confirmen como presidente. Está en su Constitución: no obtuvo la mayoría absoluta y el Parlamento debe decidir. -¡Sáquese esa idea de la cabeza, míster! -exclamó el senador Trueba-. ¡Aquí no va a poder sobornar a nadie! El Congreso y las Fuerzas Armadas son incorruptibles. Mejor destinamos ese dinero a comprar todos los medios de comunicación. Así podremos manejar a la opinión pública, que es lo único que cuenta en realidad.
-¡Eso es una locura! ¡Lo primero que harán los marxistas será acabar con la libertad de prensa! -dijeron varias voces al unísono.
-Créanme, caballeros -replicó el senador Trueba-. Yo conozco a este país. Nunca acabarán con la libertad de prensa. Por lo demás, está en su programa de gobierno, ha jurado respetar las libertades democráticas. Lo cazaremos en su propia trampa. El senador Trueba tenía razón. No pudieron sobornar a los parlamentarios y en el plazo estipulado por la ley la izquierda asumió tranquilamente el poder. Y entonces la derecha comenzó a juntar odio.
Después de la elección, a todo el mundo le cambió la vida y los que pensaron que podían seguir como siempre, muy pronto se dieron cuenta que eso era una ilusión. Para Pedro Tercero García el cambio fue brutal. Había vivido sorteando las trampas de la rutina, libre y pobre como un trovador errante, sin haber usado nunca zapatos de cuero, corbata ni reloj, permitiéndose el lujo de la ternura, el candor, el despilfarro y la siesta, porque no tenía que rendir cuentas a nadie. Cada vez le costaba más trabajo encontrar la inquietud y el dolor necesarios para componer una nueva canción, porque con los años había llegado a tener una gran paz interior y la rebeldía que lo movilizaba en la juventud se había transformado en la mansedumbre del hombre satisfecho consigo mismo. Era austero como un franciscano. No tenía ninguna ambición de dinero o de poder. El único manchón en su tranquilidad era Blanca. Le había dejado de interesar el amor sin futuro de las adolescentes y había adquirido la certeza de que Blanca era la única mujer para él. Contó los años que la había amado en la clandestinidad y no pudo recordar ni un momento de su vida en que ella no estuviera presente. Después de la elección presidencial, vio el equilibrio de su existencia destrozado por la urgencia de colaborar con el gobierno. No pudo negarse, porque,
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Isabel Allende 208 como le explicaron, los partidos de izquierda no tenían suficientes hombres capacitados para todas las funciones que había que desempeñar.
-Yo soy un campesino. No tengo ninguna preparación -trató de excusarse. -No importa, compañero. Usted, por lo menos, es popular. Aunque meta la pata, la gente se lo va a perdonar -le explicaron.
Así fue como se encontró sentado detrás de un escritorio por primera vez en su vida, con una secretaria para su uso personal y a sus espaldas un grandioso retrato de los Próceres de la Patria en alguna honrosa batalla. Pedro Tercero García miraba por la ventana con barrotes de su lujosa oficina y sólo podía ver un minúsculo cuadrilátero de cielo gris. No era un cargo decorativo. Trabajaba desde las siete de la mañana hasta la noche y al final estaba tan cansado, que no se sentía capaz de arrancar ni un acorde a su guitarra y, mucho menos, de amar a Blanca con la pasión acostumbrada. Cuando podían darse cita, venciendo todos los obstáculos habituales de Blanca, más los nuevos que le imponía su trabajo, se encontraban entre las sábanas con más angustia que deseo. Hacían el amor fatigados, interrumpidos por el teléfono, perseguidos por el tiempo, que nunca les alcanzaba. Blanca dejó de usar su ropa interior de mujerzuela, porque le parecía una provocación inútil que los sumía en el ridículo. Terminaron juntándose para reposar abrazados, como una pareja de abuelos, y para conversar amigablemente sobre sus problemas cotidianos y sobre los graves asuntos que estremecían a la nación. Un día Pedro Tercero sacó la cuenta que llevaban casi un mes sin hacer el amor y, lo que le pareció aún peor, que ninguno de los dos sentía el deseo de hacerlo. Tuvo un sobresalto. Calculó que a su edad no había razón para la impotencia y lo atribuyó a la vida que llevaba y a las mañas de solterón que había desarrollado. Supuso que si hiciera una vida normal con Blanca, en la cual ella estuviera esperándolo todos los días en la paz de un hogar, las cosas serían de otro modo. La conminó a casarse de una vez por todas, porque ya estaba harto de esos amores furtivos y ya no tenía edad para vivir así. Blanca le dio la misma respuesta que le había dado muchas veces antes.
-Tengo que pensarlo, mi amor.
Estaba desnuda, sentada en la angosta cama de Pedro Tercero. Él la observó sin piedad y vio que el tiempo comenzaba a devastarla con sus estragos, estaba más gorda, más triste, tenía las manos deformadas por el reuma y esos maravillosos pechos que en otra época le quitaron el sueño, se estaban convirtiendo en el amplio regazo de una matrona instalada en plena madurez. Sin embargo, la encontraba tan bella como en su juventud, cuando se amaban entre las cañas del río en Las Tres Marías, y justamente por eso lamentaba que la fatiga fuera más fuerte que su pasión. -Lo has pensado durante casi medio siglo. Ya basta. Es ahora o nunca -concluyó. Blanca no se inmutó, porque no era la primera vez que él la emplazaba para que tomara una decisión. Cada vez que rompía con una de sus jóvenes amantes y volvía a su lado, le exigía casamiento, en una búsqueda desesperada de retener el amor y de hacerse perdonar. Cuando consintió en abandonar la población obrera donde había sido feliz por varios años, para instalarse en un departamento de clase media, le había dicho las mismas palabras.
-O te casas conmigo ahora o no nos vemos más.
Blanca no comprendió que en esa oportunidad la determinación de Pedro lércero era irrevocable.
Se separaron enojados. Ella se vistió, recogiendo apresuradamente su ropa que estaba regada por el suelo y se enrolló el pelo en la nuca sujetándolo con algunas horquillas que rescató del desorden de la cama. Pedro Tercero encendió un cigarrillo y
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Isabel Allende 209 no le quitó la vista de encima mientras ella se vestía. Blanca terminó de ponerse los zapatos, tomó su cartera y desde la puerta le hizo un gesto de despedida. Estaba segura que al día siguiente él la llamaría para una de sus espectaculares reconciliaciones. Pedro Tercero se volvió contra la pared. Un rictus amargo le había convertido la boca en una línea apretada. No volverían a verse en dos años. En los días siguientes, Blanca esperó que se comunicara con ella, de acuerdo a un esquema que se repetía desde siempre. Nunca le había fallado, ni siquiera cuando ella se casó y pasaron un año separados. También en esa oportunidad fue él quien la buscó. Pero al tercer día sin noticias, comenzó a alarmarse. Se daba vueltas en la cama, atormentada por un insomnio perenne, dobló la dosis de tranquilizantes, volvió
a refugiarse en sus jaquecas y sus neuralgias, se aturdió en el taller metiendo y sacando del horno centenares de monstruos para Nacimientos en un esfuerzo por mantenerse ocupada y no pensar, pero no pudo sofocar su impaciencia. Por último lo llamó al ministerio. Una voz femenina le respondió que el compañero García estaba en una reunión y que no podía ser interrumpido. Al otro día Blanca volvió a llamar y siguió haciéndolo durante el resto de la semana, hasta que se convenció de que no lo conseguiría por ese medio. Hizo un esfuerzo para vencer el monumental orgullo que había heredado de su padre, se puso su mejor vestido, su portaligas de bataclana y partió a verlo a su departamento. Su llave no calzó en la cerradura y tuvo que tocar el timbre. Le abrió la puerta un hombrazo bigotudo con ojos de colegiala.
-El compañero García no está -dijo sin invitarla a entrar.
Entonces comprendió que lo había perdido. Tuvo la fugaz visión de su futuro, se vio a sí misma en un vasto desierto, consumiéndose en ocupaciones sin sentido para consumir el tiempo, sin el único hombre que había amado en toda su vida y lejos de esos brazos donde había dormido desde los días inmemoriales de su primera infancia. Se sentó en la escalera y rompió en llanto. El hombre de bigotes cerró la puerta sin ruido.
No dijo a nadie lo que había pasado. Alba le preguntó por Pedro Tercero y ella le contestó con evasivas, diciéndole que el nuevo cargo en el gobierno lo tenía muy ocupado. Siguió haciendo sus clases para señoritas ociosas y niños mongólicos y además comenzó a enseñar cerámica en las poblaciones marginales, donde se habían organizado las mujeres para aprender nuevos oficios y participar, por primera vez, en la actividad política y. social del país. La organización era una necesidad, porque «el camino al socialismo» muy pronto se convirtió en un campo de batalla. Mientras el pueblo celebraba la victoria dejándose crecer los pelos y las barbas, tratándose unos a otros de compañeros, rescatando el folklore olvidado y las artesanías populares y ejerciendo su nuevo poder en eternas e inútiles reuniones de trabajadores donde todos hablaban al mismo tiempo y nunca llegaban a ningún acuerdo, la derecha realizaba una serie de acciones estratégicas destinadas a hacer trizas la economía y desprestigiar al gobierno. Tenía en sus manos los medios de difusión más poderosos, contaba con recursos económicos casi ilimitados y con la ayuda de los gringos, que destinaron fondos secretos para el plan de sabotaje. A los pocos meses se pudieron apreciar los resultados. El pueblo se encontró por primera vez con suficiente dinero para cubrir sus necesidades básicas y comprar algunas cosas que siempre deseó, pero no podía hacerlo, porque los almacenes estaban casi vacíos. Había comenzado el desabastecimiento, que llegó a ser una pesadilla colectiva. Las mujeres se levantaban al amanecer para pararse en las interminables colas donde podían adquirir un escuálido pollo, media docena de pañales o papel higiénico. El betún para lustrar zapatos, las agujas y el café pasaron a ser artículos de lujo que se regalaban envueltos en papel de fantasía para los cumpleaños. Se produjo la angustia de la escasez, el país estaba sacudido por oleadas de rumores contradictorios que alertaban a la población
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Isabel Allende 210 sobre los productos que iban a faltar y la gente compraba lo que hubiera, sin medida, para prevenir el futuro. Se paraban en las colas sin saber lo que se estaba vendiendo, sólo para no dejar pasar la oportunidad de comprar algo, aunque no lo necesitaran. Surgieron profesionales de las colas, que por una suma razonable guardaban el puesto a otros, los vendedores de golosinas que aprovechaban el tumulto para colocar sus chucherías y los que alquilaban mantas para las largas colas nocturnas. Se desató el mercado negro. La policía trató de impedirlo, pero era como una peste que se metía por todos lados y por mucho que revisaran los carros y detuvieran a los que portaban bultos sospechosos no lo podían evitar. Hasta los niños traficaban en los patios de las escuelas. En la premura por acaparar productos, se producían confusiones y los que nunca habían fumado terminaban pagando cualquier precio por una cajetilla de cigarros, y los que no tenían niños se peleaban por un tarro de alimento para lactantes. Desaparecieron los repuestos de las cocinas, de las máquinas industriales, de los vehículos. Racionaron la gasolina y las filas de automóviles podían durar dos días y una noche, bloqueando la ciudad como una gigantesca boa inmóvil tostándose al sol. No había tiempo para tantas colas y los oficinistas tuvieron que desplazarse a pie o en bicicleta. Las calles se llenaron de ciclistas acezantes y aquello parecía un delirio de holandeses. Así estaban las cosas cuando los camioneros se declararon en huelga. A la segunda semana fue evidente que no era un asunto laboral, sino político, y que no pensaban volver al trabajo. El ejército quiso hacerse cargo del problema, porque las hortalizas se estaban pudriendo en los campos y en los mercados no había nada que vender a las amas de casa, pero se encontró con que los chóferes habían destripado los motores y era imposible mover los millares de camiones que ocupaban las carreteras como carcasas fosilizadas. El presidente apareció en televisión pidiendo paciencia. Advirtió al país que los camioneros estaban pagados por el imperialismo y que iban a mantenerse en huelga indefinidamente, así es que lo mejor era cultivar sus propias verduras en los patios y balcones, al menos hasta que se descubriera otra solución. El pueblo, que estaba habituado a la pobreza y que no había comido pollo más que para las fiestas patrias y la Navidad, no perdió la euforia del primer día, al contrario, se organizó como para una guerra, decidido a no permitir que el sabotaje económico le amargara el triunfo. Siguió celebrando con espíritu festivo y cantando por las calles aquello de que el pueblo unido jamás será vencido, aunque cada vez sonaba más desafinado, porque la división y el odio cundían inexorablemente. Al senador Trueba, como a todos los demás, también le cambió la vida. El entusiasmo por la lucha que había emprendido le devolvió las fuerzas de antaño y alivió un poco el dolor de sus pobres huesos. Trabajaba como en sus mejores tiempos. Hacía múltiples viajes de conspiración al extranjero y recorría infatigablemente las provincias del país, de norte a sur, en avión, en automóvil y en los trenes, donde se había acabado el privilegio de los vagones de primera clase. Resistía las truculentas cenas con que lo agasajaban sus partidarios en cada ciudad, pueblo y aldea que visitaba, fingiendo el apetito de un preso, a pesar de que sus tripas de anciano ya no estaban para esos sobresaltos. Vivía en conciliábulos. Al principio, el largo ejercicio de la democracia lo limitaba en su capacidad para poner trampas al gobierno, pero pronto abandonó la idea de jorobarlo dentro de la ley y aceptó el hecho de que la única forma de vencerlo era empleando los recursos prohibidos. Fue el primero que se atrevió a decir en público que para detener el avance del marxismo sólo daría resultado un golpe militar, porque el pueblo no renunciaría al poder que había estado esperando con ansias durante medio siglo, porque faltaran los pollos.
-¡Déjense de mariconadas y empuñen las armas! -decía cuando oía hablar de sabotaje.
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Sus ideas no eran ningún secreto, las divulgaba a todos los vientos y, no contento con ello, iba de vez en cuando a tirar maíz a los cadetes de la Escuela Militar y gritarles que eran unas gallinas. Tuvo que buscarse un par de guardaespaldas que lo vigilaran de sus propios excesos. A menudo olvidaba que él mismo los había contratado y al sentirse espiado sufría arrebatos de mal humor, los insultaba, los amenazaba con el bastón y terminaba generalmente sofocado por la taquicardia. Estaba seguro de que si alguien se proponía asesinarlo, esos dos imbéciles fornidos no servirían para evitarlo, pero confiaba en que su presencia al menos podría atemorizar a los insolentes espontáneos. Intentó también poner vigilancia a su nieta, porque pensaba que se movía en un antro de comunistas donde en cualquier momento alguien podría faltarle al respeto por culpa del parentesco con él, pero Alba no quiso oír hablar del asunto. «Un matón a sueldo es lo mismo que una confesión de culpa. Yo no tengo nada que temer», alegó. No se atrevió a insistir, porque ya estaba cansado de pelear con todos los miembros de su familia y, después de todo, su nieta era la única persona en el mundo con quien compartía su ternura y que lo hacía reír.
Entretanto, Blanca había organizado una cadena de abastecimiento a través del mercado negro y de sus conexiones en las poblaciones obreras, donde iba a enseñar cerámica a las mujeres. Pasaba muchas angustias y trabajos para escamotear un saco de azúcar o una caja de jabón. Llegó a desarrollar una astucia de la que no se sabía capaz, para almacenar en uno de los cuartos vacíos de la casa toda clase de cosas, algunas francamente inútiles, como dos barriles de salsa de soja que le compró a unos chinos. Tapió la ventana del cuarto, puso candado a la puerta y andaba con las llaves en la cintura, sin quitárselas ni para bañarse, porque desconfiaba de todo el mundo, incluso de Jaime y de su propia hija. No le faltaban razones. «Pareces un carcelero, mamá», decía Alba, alarmada por esa manía de prevenir el futuro a costa de amargarse el presente. Alba era de opinión que si no había carne, se comían papas, y si no había zapatos, se usaban alpargatas, pero Blanca, horrorizada con la simplicidad de su hija, sostenía la teoría de que, pase lo que pase, no hay que bajar de nivel, con lo cual justificaba el tiempo gastado en sus argucias de contrabandista. En realidad, nunca habían vivido mejor desde la muerte de Clara, porque por primera vez había alguien en la casa que se preocupaba de la organización doméstica y disponía lo que iba a parar en la olla. De Las Tres Marías llegaban regularmente cajones de alimentos que Blanca escondía. La primera vez se pudrió casi todo y la pestilencia salió de los cuartos cerrados, ocupó la casa y se desparramó por el barrio. Jaime sugirió a su hermana que donara, cambiara o vendiera los productos perecibles, pero Blanca se negó a compartir sus tesoros. Alba comprendió entonces que su madre, que hasta entonces parecía ser la única persona equilibrada de la familia, también tenía sus locuras. Abrió un boquete en el muro de la despensa, por donde sacaba en la misma medida en que Blanca almacenaba. Aprendió a hacerlo con tanto cuidado para que no se notara, robando el azúcar, el arroz y la harina por tazas, rompiendo los quesos y desparramando las frutas secas para que pareciera obra de los ratones, que Blanca se demoró más de cuatro meses en sospechar. Entonces hizo un inventario escrito de lo que tenía en la bodega y marcaba con cruces lo que sacaba para el uso de la casa, convencida que así descubriría al ladrón. Pero Alba aprovechaba el menor descuido de su madre para hacerle cruces en la lista, de modo que al final Blanca estaba tan confundida que no sabía si se había equivocado al contabilizar, si en la casa comían tres veces más de lo que ella calculaba o si era cierto que en ese maldito caserón todavía circulaban almas errantes.
El producto de los hurtos de Alba iba a parar a manos de Miguel, quien lo repartía en las poblaciones y en las fábricas junto con sus panfletos revolucionarios llamando a la lucha armada para derrotar a la oligarquía. Pero nadie le hacía caso. Estaban
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Isabel Allende 212 convencidos de que si habían llegado al poder por la vía legal y democrática, nadie se lo podía quitar, al menos hasta unas próximas elecciones presidenciales. -¡Son unos imbéciles, no se dan cuenta de que la derecha se está armando! -dijo Miguel a Alba.
Alba le creyó. Había visto descargan en medio de la noche grandes cajas de madera en el patio de su casa, y luego, con gran sigilo, el cargamento fue almacenado, bajo las órdenes de Trueba, en otro de los cuartos vacíos. Su abuelo, igual que su madre, le puso un candado a la puerta y andaba con la llave al cuello en la misma bolsita de gamuza donde llevaba siempre los dientes de Clara. Alba se lo contó a su tío Jaime, que después de acordar una tregua con su padre, había vuelto a la casa. «Estoy casi segura de que son armas», le comentó. Jaime, que en esa época estaba en la luna y lo siguió estando hasta el día en que lo mataron, no pudo creerlo, pero su sobrina insistió tanto, que aceptó hablar con su padre a la hora de la comida. Las dudas que tenían se les disiparon con la respuesta del viejo.
-¡En mi casa hago lo que me da la gana y traigo cuantas cajas se me antojen! ¡No vuelvan a meter las narices en mis asuntos! -rugió el senador Trueba dando un puñetazo a la mesa que hizo bailar la cristalería y cortó en seco la conversación. Esa noche Alba fue a ver a su tío en el túnel de libros y le propuso usar con las armas del abuelo el mismo sistema que ella empleaba con las vituallas de su madre. Así lo hicieron. Pasaron el resto de la noche abriendo un agujero en la pared del cuarto contiguo al arsenal, que disimularon por un lado con un armario y por el otro con las mismas cajas prohibidas. Por allí pudieron meterse al cuarto cerrado por el abuelo, provistos de un martillo y un alicate. Alba, que ya tenía experiencia en ese oficio, señaló las cajas de más abajo para abrirlas. Encontraron un armamento de batalla que los dejó boquiabiertos, porque no sabían que existieran instrumentos tan perfectos para matar. En los días siguientes robaron todo lo que pudieron, dejando las cajas vacías debajo de las otras y rellenándolas con piedras para que no se notara al levantarlas. Entre los dos sacaron pistolas de combate, metralletas cortas, rifles y granadas de mano, que escondieron en el túnel de Jaime hasta que Alba pudo llevarlas en la caja de su violoncelo a lugar seguro. El senador Trueba veía pasar a su nieta arrastrando la pesada caja, sin sospechar que en el interior forrado en paño rodaban las balas que tanto le habían costado pasar por la frontera y esconder en su casa. Alba tuvo la idea de entregar las armas confiscadas a Miguel, pero su tío Jaime la convenció de que Miguel no era menos terrorista que el abuelo y que era mejor disponer de ellas de modo que no pudieran hacerle mal a nadie. Discutieron varías alternativas, desde arrojarlas al río hasta quemarlas en una pira, y finalmente decidieron que era más práctico enterrarlas en bolsas de plástico en algún lugar seguro y secreto, por si alguna vez podían servir para una causa más justa. El senador Trueba se extrañó de ver a su hijo y a su nieta planeando una excursión a la montaña, porque ni Jaime ni Alba habían vuelto a practicar deporte alguno desde los tiempos del colegio inglés y nunca habían manifestado inclinación por las incomodidades del andinismo. Un sábado por la mañana partieron en un jeep prestado, provistos de tina carpa, un canasto con provisiones y una misteriosa maleta que tuvieron que cargar- entre los dos porque pesaba como un muerto. Adentro iban los armamentos de guerra que habían robado al abuelo. Se fueron entusiasmados rumbo a la montaña hasta donde pudieron llegar por el camino y después avanzaron a campo traviesa, buscando un sitio tranquilo en medio de la vegetación torturada por el viento y el frío. Allí pusieron sus bártulos y levantaron sin ninguna pericia la pequeña carpa, cavaron los hoyos y enterraron las bolsas, marcando cada lugar con un montículo de piedras. El resto del fin de semana lo emplearon en pescar truchas en el río y asarlas en un fuego de espino, andar por los cerros como niños exploradores y contarse el pasado. En la noche calentaron vino tinto
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con canela y azúcar y arropados en sus chales brindaron por la cara que pondría el abuelo cuando se diera cuenta que lo habían robado, riéndose hasta que les saltaron las lágrimas.
-¡Si no fueras mi tío, me casaría contigo! -bromeó Alba.
-¿Y Miguel?
-Sería mi amante.
A Jaime no le pareció divertido y el resto del paseo estuvo huraño. Esa noche se metieron cada uno en su saco de dormir, apagaron la lámpara de parafina y se quedaron en silencio. Alba se durmió rápidamente, pero Jaime se quedó hasta el amanecer con los ojos abiertos en la oscuridad. Le gustaba decir que Alba era como su hija, pero esa noche se sorprendió deseando no ser su padre o su tío, sino ser simplemente Miguel. Pensó en Amanda y lamentó que ya no pudiera conmoverlo, buscó en su memoria el rescoldo de aquella pasión desmedida que una vez sintió por ella, pero no pudo encontrarlo. Se había convertido en un solitario. En un principio estuvo muy cerca de Amanda, porque se había hecho cargo de su tratamiento y la veía casi todos los días. La enferma pasó varias semanas de agonía, hasta que pudo prescindir de las drogas. Dejó también los cigarrillos y el licor y empezó a hacer una vida saludable y ordenada, ganó algo de peso, se cortó el pelo y volvió a pintarse sus grandes ojos oscuros y a colgarse collares y pulseras tintineantes, en un patético intento por recuperar la desteñida imagen que guardaba de sí misma. Estaba enamorada. De la depresión pasó a un estado de euforia permanente y Jaime era el centro de su manía. El enorme esfuerzo de voluntad que hizo para librarse de sus numerosas adicciones, se lo ofreció a él como prueba de amor. Jaime no la alentó, pero no tuvo tampoco el valor de rechazarla, porque pensó que la ilusión del amor podía ayudarla en la recuperación, pero sabía que era tarde para ellos. Apenas pudo trató de establecer distancia, con la disculpa de ser un solterón perdido para el amor. Le bastaban los encuentros furtivos con algunas enfermeras complacientes del hospital o las tristes visitas a los burdeles, para satisfacer sus urgencias más apremiantes en los raros momentos libres que le dejaba su trabajo. A pesar de él mismo, se vio envuelto en una relación con Amanda que en su juventud deseó con desesperación, pero que ya no lo conmovía ni se sentía capaz de mantener. Sólo le inspiraba un sentimiento de compasión, pero ésta era una de las emociones más fuertes que él podía sentir. En toda una vida de convivir con la miseria y el dolor, no se había endurecido su alma, sino, por el contrario, era cada vez más vulnerable a la piedad. El día que Amanda le echó los brazos al cuello y dijo que lo amaba, la abrazó maquinalmente y la besó con una pasión fingida, para que ella no percibiera que no la deseaba. Así se vio atrapado en una relación absorbente a una edad en la que se creía incapacitado para los amores tumultuosos. «Ya no sirvo para estas cuestiones», pensaba después de aquellas agotadoras sesiones en que Amanda, para encantarlo, recurría a rebuscadas manifestaciones amorosas que dejaban a ambos aniquilados. Su relación con Amanda y la insistencia de Alba, lo pusieron a menudo en contacto con Miguel. No podía evitar encontrarlo en muchas ocasiones. Hizo lo posible por mantenerse indiferente, pero Miguel terminó por cautivarlo. Había madurado y ya no era un joven exaltado, pero no había variado ni un ápice en su línea política y seguía pensando que sin una revolución violenta, sería imposible vencer a la derecha. Jaime no estaba de acuerdo, pero lo apreciaba y admiraba su carácter valiente. Sin embargo, lo consideraba uno de esos hombres fatales, poseídos de un idealismo peligroso y una pureza intransigente, que todo lo que tocan lo tiñen de desgracia, especialmente a las mujeres que tienen la mala suerte de amarlos. No le gustaba tampoco su posición ideológica, porque estaba convencido de que los extremistas de izquierda como Miguel,
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Isabel Allende 214 hacían más daño al Presidente que los de derecha. Pero nada de eso impedía que le tuviera simpatía y se inclinara ante la fuerza de sus convicciones, su alegría natural, su tendencia a la ternura y la generosidad con que estaba dispuesto a dar la vida por ideales que Jaime compartía, pero que no tenía el valor de llevar a cabo hasta las últimas consecuencias.
Esa noche Jaime se durmió apesadumbrado e inquieto, incómodo en su saco de dormir, escuchando muy- cerca la respiración de su sobrina. Cuando despertó, ella se había levantado y estaba calentando el café del desayuno. Soplaba una brisa fría y el sol iluminaba con reflejos dorados las cumbres de las montañas. Alba echó los brazos al cuello de su tío y lo besó, pero él mantuvo las manos en los bolsillos y no devolvió la caricia. Estaba turbado.
Las Tres Marías fue uno de los últimos fundos que expropió la Reforma Agraria en el Sur. Los mismos campesinos que habían nacido y trabajado por generaciones en esa tierra, formaron una cooperativa y se adueñaron de la propiedad, porque hacía tres años y cinco meses que no veían a su patrón y se les había olvidado el huracán de sus rabietas. El administrador, atemorizado por el rumbo que tomaban los acontecimientos y por el tono exaltado de las reuniones de los inquilinos en la escuela, juntó sus bártulos y se largó sin despedirse de nadie y sin avisar al senador Trueba, porque no quería enfrentar su furia y porque pensó que ya había cumplido con advertírselo varias veces. Con su partida, Las Tres Marías quedó por un tiempo a la deriva. No había quien diera las órdenes y ni quien estuviera dispuesto a cumplirlas, pues los campesinos saboreaban por primera vez en sus vidas el gustillo de la libertad y de ser sus propios arios. Se repartieron equitativamente los potreros y cada uno cultivó lo que le dio la gana, hasta que el gobierno mandó un técnico agrícola que les dio semillas a crédito y los puso al día sobre la demanda del mercado, las dificultades de transporte para los productos y las ventajas de los abonos y desinfectantes. Los campesinos hicieron poco caso al técnico, porque parecía un alfeñique de ciudad y era evidente que jamás había tenido un arado en las manos, pero de todos modos celebraron su visita abriendo las sagradas bodegas del antiguo patrón, saqueando sus vinos añejos y sacrificando los toros reproductores para comer las criadillas con cebolla y cilantro. Después que partió el técnico, se comieron también las vacas importadas y las gallinas ponedoras. Esteban Trucha se enteró de que había perdido la tierra, cuando le notificaron que iban a pagársela con bonos del Estado, a treinta años plazo y al mismo precio que él había puesto en su declaración de impuestos. Perdió el control. Sacó de su arsenal una ametralladora que no sabía usar y le ordenó a su chofer que lo llevara en el coche de un tirón hasta Las Tres Marías sin avisar a nadie, ni siquiera a sus guardaespaldas.
Viajó varias horas, ciego de rabia, sin ningún plan concreto en la mente. Al llegar, tuvieron que frenar el automóvil en seco, porque les cerraba el paso u.na gruesa tranca en el portón. Uno de los inquilinos estaba montando guardia armado con un chuzo y una escopeta de caza sin balas. Trueba se bajó del vehículo. Al ver al patrón, el pobre hombre se colgó frenéticamente de la campana de la escuela, que le habían instalado cerca para dar la alarma, v en seguida se arrojó de boca al suelo. La ráfaga de balas le pasó por encima de la cabeza y se incrusto en los árboles cercanos. Trueba no se detuvo a ver si lo había matado. Con una agilidad inesperada a su edad, se metió por el camino del fundo sin mirar para ningún lado, de modo que el golpe en la nuca le llegó de sorpresa y lo tiró de bruces en el polvo antes que alcanzara a darse cuenta de lo que había pasado. Despertó en el comedor de la casa patronal, acostado sobre la mesa, con las manos amarradas y una almohada bajo la cabeza. Una mujer estaba poniéndole paños mojados en la frente y a su alrededor estaban casi todos los inquilinos mirándolo con curiosidad.
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-¿Cómo se siente, compañero? -preguntaron.
-¡Hijos de puta! ¡Yo no soy compañero de nadie! -bramó el viejo tratando de incorporarse.
Tanto se debatió y gritó, que soltaron sus ligaduras y lo ayudaron a pararse, pero cuando quiso salir, vio que las ventanas estaban tapiadas por fuera y la puerta cerrada con llave. Trataron de explicarle que las cosas habían cambiado y ya no era el amo, pero no quiso escuchar a nadie. Echaba espuma por la boca y el corazón amenazaba con estallarle, lanzaba improperios como un demente, amenazando con tales castigos y venganzas, que los otros terminaron por echarse a reír. Por último, aburridos, lo dejaron solo encerrado en el comedor. Esteban Trucha se derrumbó en una silla, agotado por el tremendo esfuerzo. Horas después se enteró de que se había convertido en un rehén y que querían filmarlo para la televisión. Advertidos por el chofer, sus dos guardaespaldas y algunos jóvenes exaltados de su partido habían hecho el viaje hasta Las Tres Marías, armados con palos, manoplas y cadenas, para rescatarlo, pero se encontraron con la guardia redoblada en el portón, encañonados por la misma metralleta que el senador Trucha les había proporcionado.
-Al compañero rehén no se lo lleva nadie -dijeron los campesinos, y para dar énfasis a sus palabras los corrieron a tiros.
Apareció un camión de la televisión a filmar el incidente y los inquilinos, que nunca habían visto nada semejante, lo dejaron entrar y posaron para las cámaras con sus más amplias sonrisas, rodeando al prisionero. Esa noche todo el país pudo ver en sus pantallas al máximo representante de la oposición amarrado, echando espumarajos de rabia y bramando tales palabrotas que tuvo que actuar la censura. El presidente también lo vio y el asunto no le hizo gracia, porque vio que podía ser el detonante que haría estallar el polvorín donde se asentaba su gobierno en precario equilibrio. Mandó a los carabineros a rescatar al senador. Cuando éstos llegaron al fundo, los campesinos, envalentonados por el apoyo de la prensa, no los dejaron entrar. Exigieron una orden judicial. El juez de la provincia, viendo que podía meterse en un lío y salir también en la televisión vilipendiado por los reporteros de izquierda, se fue apresuradamente a pescar. Los carabineros tuvieron que limitarse a esperar al otro lado del portón de Las
Tres Marías, hasta que mandaran la orden de la capital. ,
Blanca y Alba se enteraron, como todo el mundo, porque lo vieron en el noticiario. Blanca esperó hasta el día siguiente sin hacer comentarios, pero al ver que tampoco los carabineros habían podido rescatar al abuelo, decidió que había llegado el momento de volver a encontrarse con Pedro Tercero García.
-Quítate esos pantalones roñosos y ponte un vestido decente -ordenó a Alba. Se presentaron ambas en el ministerio sin haber pedido cita. Un secretario intentó detenerlas en la antesala, pero Blanca lo eliminó de un empujón y pasó con tranco firme llevando a su hija a remolque. Abrió la puerta sin golpear e irrumpió en la oficina de Pedro Tercero, a quien no veía desde hacía dos años. Estuvo a punto de retroceder, creyendo que se había equivocado. En tan corto plazo, el hombre de su vida había adelgazado y envejecido, parecía muy cansado y triste, tenía el pelo todavía negro, pero más ralo y corto, se había podado su hermosa barba y estaba vestido con un traje gris de funcionario y una mustia corbata del mismo color. Sólo por la mirada de sus antiguos ojos negros Blanca lo reconoció.
-¡Jesús! ¡Cómo has cambiado…! -balbuceó.
A Pedro Tercero, en cambio, ella le pareció más hermosa de lo que recordaba, como si la ausencia la hubiera rejuvenecido. En ese plazo él había tenido tiempo de arrepentirse de su decisión y de descubrir que sin Blanca había perdido hasta el gusto
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Isabel Allende 216 por las jóvenes que antes lo entusiasmaban. Por otra parte, sentado en ese escritorio, trabajando doce horas diarias, lejos de su guitarra y la inspiración del pueblo, tenía muy pocas oportunidades de sentirse feliz. A medida que pasaba el tiempo, echaba más y más de menos el amor tranquilo y reposado de Blanca. Apenas la vio entrar con ademanes decididos y acompañada por Alba, comprendió que no iba a verlo por razones sentimentales y adivinó que la causa era el escándalo del senador Trueba. -Vengo a pedirte que nos acompañes -le dijo Blanca sin preámbulos-. Tu hija y yo vamos a ir a buscar al viejo a Las Tres Marías.
Fue así como se enteró Alba de que su padre era Pedro Tercero García.
-Está bien. Pasemos por mi casa a buscar la guitarra-respondió él levantándose. Salieron del ministerio en un automóvil negro como carruaje funerario con placas oficiales. Blanca y Alba esperaron en la calle mientras él subió a su departamento. Cuando regresó, había recuperado algo de su antiguo encanto. Se había cambiado el traje gris por su mameluco y su poncho de antaño, calzaba alpargatas y llevaba la guitarra colgando en la espalda. Blanca le sonrió por primera vez y él se inclinó y la besó brevemente en la boca. El viaje fue silencioso durante los primeros cien kilómetros, hasta que Alba pudo recuperarse de la sorpresa y sacó un hilo de voz temblorosa para preguntar por qué no le habían dicho antes que Pedro Tercero era su padre; así se habría ahorrado tantas pesadillas de un conde vestido de blanco muerto de fiebre en el desierto.
-Es mejor un padre muerto que un padre ausente -respondió enigmáticamente Blanca, y no volvió a hablar del asunto.
Llegaron a Las Tres Marías al anochecer y encontraron en el portón del fundo un gentío en amigable charla alrededor de una fogata donde se asaba un cerdo. Eran los carabineros, los periodistas y los campesinos que estaban dando el bajo a las últimas botellas de la bodega del senador. Algunos perros y varios niños jugueteaban iluminados por el fuego, esperando que el rosado y reluciente lechón terminara de cocinarse. A Pedro Tercero García lo reconocieron al punto los de la prensa, porque lo habían entrevistado a menudo, los carabineros por su inconfundible pinta de cantor popular, y los campesinos porque lo habían visto nacer en esa tierra. Lo recibieron con afecto.
-¿Qué le trae por aquí, compañero? -le preguntaron los campesinos.
-Vengo a ver al viejo -sonrió Pedro Tercero.
-Usted puede entrar, compañero, pero solo. Doña Blanca y la niña Alba nos van a aceptar un vasito de vino -dijeron.
Las dos mujeres se sentaron alrededor de la fogata con los demás y el suave olor de la carne chamuscada les recordó que no habían comido desde la mañana. Blanca conocía a todos los inquilinos y a muchos de ellos les había enseñado a leer en la pequeña escuela de Las Tres Marías, así es que se pusieron a recordar los tiempos pasados, cuando los hermanos Sánchez imponían su ley en la región, cuando el viejo Pedro García acabó con la plaga de hormigas y cuando el Presidente era un eterno candidato, que se paraba en la estación a arengarlos desde el tren de sus derrotas.
-¡Quién hubiera pensado que alguna vez iba a ser Presidente -dijo uno. -¡Y que un día el patrón iba a mandar menos que nosotros en Las Tres Marías! -se rieron los demás.
A Pedro Tercero García lo condujeron a la casa, directamente a la cocina. Allí estaban los inquilinos más viejos cuidando la puerta del comedor donde tenían prisionero al antiguo patrón. No habían visto a Pedro Tercero en años, pero todos lo
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Isabel Allende 217 recordaban. Se sentaron a la mesa a beber vino y a rememorar el pasado remoto, los tiempos en que Pedro Tercero no era una leyenda en la memoria de las gentes del campo, sino tan solo un muchacho rebelde enamorado de la hija del patrón. Después Pedro Tercero tomó su guitarra, se la acomodó en la pierna, cerró los ojos y comenzó a cantar con su voz de terciopelo aquello de las gallinas y los zorros, coreado por todos los viejos.
-Voy a llevarme al patrón, compañeros -dijo suavemente Pedro Tercero en una pausa.
-Ni lo sueñes, hijo -le replicaron.
-Mañana vendrán los carabineros con una orden judicial y se lo llevarán como a un héroe. Mejor me lo llevo yo con la cola entre las piernas -dijo Pedro Tercero. Lo discutieron un buen rato y por último lo condujeron al comedor y lo dejaron solo con el rehén. Era la primera vez que estaban frente a frente desde el día fatídico en que Trueba le cobró la virginidad de su hija con un hachazo. Pedro Tercero lo recordaba como un gigante furibundo. armado con una fusta de cuero de culebra y un bastón de plata, a cuyo paso temblaban los inquilinos y se alteraba 1a naturaleza con su vozarrón de trueno y su prepotencia de gran señor. Se sorprendió de que su rencor, amasado durante tan largo tiempo, se desinflara en presencia de ese anciano encorvado y empequeñecido que lo miraba asustado. El senador Trueba había agotado su rabia y la noche que había pasado sentado en una silla con las manos amarradas lo tenía con dolor en todos los huesos y un cansancio de mil años en la espalda. Al principio tuvo dificultad en reconocerlo, porque no lo había vuelto a ver desde hacía un cuarto de siglo, pero al notar que le faltaban tres dedos de la mano derecha, comprendió que ésa era la culminación de la pesadilla en que se encontraba sumergido. Se observaron en silencio por largos segundos, pensando los dos que el otro encarnaba lo más odioso en el mundo, pero sin encontrar el fuego del antiguo odio en sus corazones.
-Vengo a sacarlo de aquí -dijo Pedro Tercero.
-¿Por qué? -preguntó el viejo.
-Porque Alba me lo pidió -respondió Pedro Tercero.
-Váyase al carajo -balbuceó Trueba sin convicción.
-Bueno, para allá vamos. Usted viene conmigo.
Pedro Tercero procedió a soltarle las ligaduras, que habían vuelto a ponerle en las muñecas para evitar que diera puñetazos contra la puerta. Trueba desvió los ojos para no ver la mano mutilada del otro.
-Sáqueme de aquí sin que me vean. No quiero que se enteren los periodistas -dijo el senador Trueba.
-Voy a sacarlo de aquí por donde mismo entró, por la puerta principal -dijo Pedro Tercero, y echó a andar.
Trueba lo siguió con la cabeza gacha, tenía los ojos enrojecidos y por primera vez desde que podía recordar se sentía derrotado. Pasaron por la cocina sin que el viejo levantara la vista, cruzaron toda la casa y recorrieron el camino desde la casa patronal hasta el portón de la entrada, acompañados por un grupo de niños revoltosos que brincaban a su alrededor y un séquito de campesinos silenciosos que marchaba detrás. Blanca y Alba estaban sentadas entre los periodistas y los carabineros, comiendo cerdo asado con los dedos y bebiendo grandes sorbos de vino tinto del gollete de la botella que circulaba de mano en mano. Al ver al abuelo, Alba se conmovió, porque no lo había visto tan abatido desde la muerte de Clara. Tragó lo que tenía en la boca y corrió
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Isabel Allende 218 a su encuentro. Se abrazaron estrechamente y ella le susurró algo al oído. Entonces el senador Trueba consiguió dominar su dignidad, levantó la cabeza y sonrió con su antigua soberbia a las luces de las máquinas fotográficas. Los periodistas lo retrataron subiendo a un automóvil negro con patente oficial y la opinión pública se preguntó durante semanas qué significaba esa bufonada, hasta que otros acontecimientos mucho más graves borraron el recuerdo del incidente.
Esa noche el Presidente, que había tomado el hábito de engañar al insomnio jugando ajedrez con Jaime, comentó el asunto entre dos partidas, mientras espiaba con ojos astutos, ocultos detrás de gruesas gafas con marcos oscuros, algún signo de incomodidad en su amigo, pero Jaime siguió colocando las piezas en el tablero sin agregar palabra.
-El viejo Trueba tiene los cojones bien puestos -dijo el Presidente-. Merecería estar de nuestro lado.
-Usted parte, Presidente -respondió Jaime señalando el juego.
En los meses siguientes la situación empeoró mucho, aquello parecía un país en guerra. Los ánimos estaban muy exaltados, especialmente entre las mujeres de la oposición, que desfilaban por las calles aporreando sus cacerolas en protesta por el desabastecimiento. La mitad de la población procuraba echar abajo al gobierno y la otra mitad lo defendía, sin que a nadie le quedara tiempo para ocuparse del trabajo. Alba se sorprendió una noche al ver las calles del centro oscuras y vacías. No se había recogido la basura en toda la semana y los perros vagabundos escarbaban entre los montones de porquería. Los postes estaban cubiertos de propaganda impresa, que la lluvia del invierno había deslavado, y en todos los espacios disponibles estaban escritas las consignas de ambos bandos. La mitad de los faroles había sido apedreada y en los edificios no había ventanas encendidas, la luz provenía de unas tristes fogatas alimentadas con periódicos y tablas, donde se calentaban pequeños grupos que montaban guardia ante los ministerios, los bancos, las oficinas, turnándose para impedir que las pandillas de extrema derecha los tomaran al asalto en las noches. Alba vio detenerse una camioneta frente a un edificio público. Se bajaron varios jóvenes con cascos blancos, tarros de pintura y brochas y cubrieron las paredes con un color claro como base. Después dibujaron grandes palomas multicolores, mariposas y flores sangrientas, versos del Poeta y llamadas a la unidad del pueblo. Eran las brigadas juveniles que creían poder salvar su revolución a punta de murales patrióticos y palomas panfletarias. Alba se acercó y les señaló el mural que había al otro lado de la calle. Estaba manchado con pintura roja y tenía escrita una sola palabra con letras enormes: Djakarta.
-¿Qué significa ese nombre, compañeros? -preguntó.
-No sabemos -respondieron.
Nadie sabía por qué la oposición pintaba esa palabra asiática en las paredes, jamás habían oído hablar de los montones de muertos en las calles de esa lejana ciudad. Alba montó en su bicicleta y pedaleó rumbo a su casa. Desde que había racionamiento de gasolina y huelga de transporte público, había desenterrado del sótano el viejo juguete de su infancia para movilizarse. Iba pensando en Miguel y un oscuro presentimiento le cerraba la garganta.
Hacía tiempo que no iba a clase y empezaba a sobrarle el tiempo. Los profesores habían declarado un paro indefinido y los estudiantes se tomaron los edificios de las Facultades. Aburrida de estudiar violoncelo en su casa, aprovechaba los ratos en que no estaba retozando con Miguel, paseando con Miguel o discutiendo con Miguel para ir al hospital del Barrio de la Misericordia a ayudar a su tío Jaime y a unos pocos médicos
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Isabel Allende 219 más, que seguían ejerciendo a pesar de la orden del Colegio Médico de no trabajar para sabotear al gobierno. Era una tarea hercúlea. Los pasillos se atochaban de pacientes que esperaban durante días para ser atendidos, como un gimiente rebaño. Los enfermeros no daban abasto. Jaime se quedaba dormido con el bisturí en la mano, tan ocupado que a menudo olvidaba comer. Adelgazó y andaba muy demacrado. Hacía turnos de dieciocho horas y cuando se echaba en su camastro no podía conciliar el sueño, pensando en los enfermos que estaban aguardando y en que no había anestesias, ni jeringas, ni algodón, y aunque él se multiplicara por mil, todavía no sería suficiente, porque aquello era como tratar de detener un tren con la mano. También Amanda trabajaba en el hospital como voluntaria, para estar cerca de Jaime y mantenerse ocupada. En esas agotadoras jornadas cuidando enfermos desconocidos recuperó la luz que la iluminaba por dentro en su juventud y, por un tiempo, tuvo la ilusión de ser feliz. Usaba un delantal azul y zapatillas de goma, pero a Jaime le parecía que cuando andaba cerca tintineaban sus abalorios de antaño. Se sentía acompañado y hubiera deseado amarla. El Presidente aparecía en la televisión casi todas las noches para denunciar la guerra sin cuartel de la oposición. Estaba muy cansado y a menudo se le quebraba la voz. Dijeron que estaba borracho y que pasaba las noches en una orgía de mulatas traídas por vía aérea desde el trópico para calentar sus huesos. Advirtió que los camioneros en huelga recibían cincuenta dólares diarios del extranjero para mantener el país parado. Respondieron que le enviaban helados de coco y armas soviéticas en las valijas diplomáticas. Dijo que sus enemigos conspiraban con los militares para hacer un golpe de Estado, porque preferían ver la democracia muerta, antes que gobernada por él. Lo acusaron de inventar patrañas de paranoico y de robarse las obras del Museo Nacional para ponerlas en el cuarto de su querida. Previno que la derecha estaba armada y decidida a vender la patria al imperialismo y le contestaron que tenía su despensa llena de pechugas de ave mientras el pueblo hacía cola para el cogote y las alas del mismo pájaro.
El día que Luisa Mora tocó el timbre de la gran casa de la esquina, el senador
Trueba estaba en la biblioteca sacando cuentas. Ella era la última de las hermanas Mora que todavía quedaba en este mundo, reducida al tamaño de un ángel errante y totalmente lúcido, en plena posesión de su inquebrantable energía espiritual. Trueba no la veía desde la muerte de Clara, pero la reconoció por 1a voz, que seguía sonando como una flauta encantada y por el perfume de violetas silvestres que el tiempo había suavizado, pero que aún era perceptible a la distancia. Al entrar a la habitación trajo consigo la presencia alada de Clara, que quedó flotando en el aire ante los ojos enamorados de su marido, quien no la veía desde hacía varios días.
-Vengo a anunciarle desgracias, Esteban -dijo Luisa Mora después de acomodarse en el sillón.
-¡Ay, querida Luisa! De eso ya he tenido suficiente… -suspiró él.
Luisa contó lo que había descubierto en los planetas. Tuvo que explicar el método científico que había usado, para vencer la pragmática resistencia del senador. Dijo que había pasado los últimos diez meses estudiando la carta astral de cada persona importante en el gobierno y en la oposición, incluyendo al mismo Trueba. La comparación de las cartas reflejaba que en ese preciso momento histórico ocurrirían inevitables hechos de sangre, dolor y muerte.
-No tengo la menor duda, Esteban -concluyó-. Se avecinan tiempos atroces. Habrá tantos muertos que no se podrán contar. Usted estará en el bando de los ganadores, pero el triunfo no le traerá más que sufrimiento y soledad.
Esteban Trueba se sintió incómodo ante esa pitonisa insólita que trastornaba la paz de su biblioteca v alborotaba su hígado con desvaríos astrológicos, pero no tuvo valor
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Isabel Allende 220 para despedirla, a causa de Clara, que estaba observando con el rabillo del ojo desde su rincón.
-Pero no he venido a molestarlo con, noticias que escapan a su control, Esteban. He venido a hablar con su nieta Alba, porque tengo un mensaje para ella de su abuela. El senador llamó a Alba. La joven no había visto a Luisa Mora desde que tenía siete años, pero se acordaba perfectamente de ella. La abrazó con delicadeza, para no desbaratar su frágil esqueleto de marfil y aspiró con ansias una bocanada de ese perfume inconfundible.
-Vine a decirte que te cuides, hijita -dijo Luisa Mora después que se hubo secado el llanto de emoción-. La muerte te anda pisando los talones. Tu abuela Clara te protege desde el Más Allá, pero me mandó a decirte que los espíritus protectores son ineficaces en los cataclismos mayores. Sería bueno que hicieras un viaje, que te fueras al otro lado del mar, donde estarás a salvo.
A esas alturas de la conversación, el senador Trueba había perdido la paciencia y estaba seguro que se encontraba frente a una andana demente. Diez meses y once días más tarde, recordaría la profecía de Luisa Mora, cuando se llevaron a Alba en la noche durante el toque de queda.
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El terror
Capítulo XIII
El día del golpe militar amaneció con un sol radiante, poco usual en la tímida primavera que despuntaba. Jaime había trabajado casi toda la noche y a las siete de la mañana sólo tenía en el cuerpo dos horas de sueño. Lo despertó la campanilla del teléfono y una secretaria, con la voz ligeramente alterada, terminó de espantarle la modorra. Lo llamaban de Palacio para informarle que debía presentarse en la oficina del compañero Presidente lo antes posible, no, el compañero Presidente no estaba enfermo, no, no sabía lo que estaba pasando, ella tenía orden dé llamar a todos los médicos de la Presidencia. Jaime se vistió como un sonámbulo y tomó su automóvil, agradeciendo que por su profesión tuviera derecho a una cuota semanal de gasolina, porque o si no, habría tenido que ir al centro en bicicleta. Llegó al Palacio a las ocho y se extrañó de ver la plaza vacía y un fuerte destacamento de soldados en los portones de la sede del gobierno, vestidos todos con ropa de batalla, cascos y armamentos de guerra. Jaime estacionó su automóvil en la plaza solitaria, sin reparar en los gestos que hacían los soldados para que no se detuviera. Se bajó y de inmediato lo rodearon apuntando con sus armas.
-¿Qué pasa, compañeros? ¿Estamos en guerra con los chinos? -sonrió Jaime.
-¡Siga, no puede detenerse aquí! ¡El tráfico está interrumpido! -ordenó un oficial. -Lo siento, pero me han llamado de la Presidencia -alegó Jaime mostrando su identificación-. Soy médico.
Lo acompañaron hasta las pesadas puertas de madera del Palacio, donde un grupo de carabineros montaba guardia. Lo dejaron entrar. En el interior del edificio reinaba una agitación de naufragio, los empleados corrían por las escaleras como ratones mareados y la guardia privada del Presidente estaba arrimando los muebles contra las ventanas y repartiendo pistolas entre los más próximos. El Presidente salió a su encuentro. Tenía puesto un casco de combate, que se veía incongruente junto a su fina ropa deportiva y sus zapatos italianos. Entonces Jaime comprendió que algo grave estaba ocurriendo.
-Se ha sublevado la Marina, doctor -explicó brevemente-. Ha llegado el momento de luchar.
Jaime tomó el teléfono y llamó a Alba para decirle que no se moviera de la casa y pedirle que avisara a Amanda. No volvió a hablar con ella nunca más, porque los acontecimientos se desencadenaron vertiginosamente. En el transcurso de la siguiente hora llegaron algunos ministros y dirigentes políticos del gobierno y comenzaron las negociaciones telefónicas con los insurrectos para medir la magnitud de la sublevación y buscar una solución pacífica. Pero a las nueve y media de la mañana las unidades aunadas del país estaban al mando de militares golpistas. En los cuarteles había comenzado la purga de los que permanecían leales a la Constitución. El general de los carabineros ordenó a la guardia del Palacio que saliera, porque también la policía acababa de plegarse al Golpe.
-Pueden irse, compañeros, pero dejen sus armas -dijo el Presidente.
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Los carabineros estaban confundidos y avergonzados, pero la orden del general era terminante. Ninguno se atrevió a desafiar la mirada del jefe de Estado, depositaron sus armas en el patio y salieron en fila, con la cabeza gacha. En la puerta uno se volvió.
-Yo me quedo con usted, compañero Presidente -dijo.
A media mañana fue evidente que la. situación no se arreglaría con el diálogo y empezó a retirarse casi todo el mundo. Sólo quedaron los amigos más cercanos y la guardia privada. Las hijas del Presidente fueron obligadas por su padre a salir. Tuvieron que sacarlas a la fuerza y desde la calle podían oír sus gritos llamándolo. En el interior del edificio quedaron alrededor de treinta personas atrincheradas en los salones del segundo piso, entre quienes estaba Jaime. Creía encontrarse en medio de una pesadilla. Se sentó en un sillón de terciopelo rojo, con una pistola en la mano, mirándola idiotizado. No sabía usarla. Le pareció que el tiempo transcurría muy lentamente, en su reloj sólo habían pasado tres horas de ese mal sueño. Oyó la voz del Presidente que hablaba por radio al país. Era su despedida.
«Me dirijo a aquellos que serán perseguidos, para decirles que yo no voy a renunciar: pagaré con mi vida la lealtad del pueblo. Siempre estaré junto a ustedes. Tengo fe en la patria y su destino. Otros hombres superarán este momento y mucho más temprano que tarde se abrirán las grandes alamedas por donde pasará el hombre libre, para construir una sociedad mejor. ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores! Éstas serán mis últimas palabras. Tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano.» El cielo comenzó a nublarse. Se oían algunos disparos aislados y lejanos. En ese momento el Presidente estaba hablando por teléfono con el jefe de los sublevados, quien le ofreció un avión militar para salir del país con toda su familia. Pero él no estaba dispuesto a exiliarse en algún lugar lejano donde podría pasar el resto de su vida vegetando con otros mandatarios derrocados, que habían salido de su patria entre gallos y medianoche.
-Se equivocaron conmigo, traidores. Aquí me puso el pueblo y sólo saldré muerto -respondió serenamente.
Entonces oyeron el rugido de los aviones y comenzó el bombardeo. Jaime se tiró al suelo con los demás, sin poder creer lo que estaba viviendo, porque hasta el día anterior estaba convencido de que en su país nunca pasaba nada y hasta los militares respetaban la ley. Sólo el Presidente se mantuvo en pie, se acercó a una ventana con una bazooka en los brazos y disparó hacia los tanques de la calle. Jaime se arrastró hasta él y lo tomó de las pantorrillas para obligarlo a agacharse, pero el otro le soltó una palabrota y se mantuvo de pie. Quince minutos después ardía todo el edificio y adentro no se podía respirar por las bombas y el humo. Jaime gateaba entre los muebles rotos y los pedazos de cielo raso que caían a su alrededor como una lluvia mortífera, procurando dar auxilio a los heridos, pero sólo podía ofrecer consuelo y cerrar los ojos a los muertos. En una súbita pausa del tiroteo, el Presidente reunió a los sobrevivientes y les dijo que se fueran, que no quería mártires ni sacrificios inútiles, que todos tenían una familia y tendrían que realizar una importante tarea después. «Voy a pedir una tregua para que puedan salir», agregó. Pero nadie se retiró. Algunos temblaban, pero todos estaban en aparente posesión de su dignidad. El bombardeo fue breve, pero dejó el Palacio en ruinas. A las dos de la tarde el incendio había devorado los antiguos salones que habían servido desde tiempos coloniales, y sólo quedaba un puñado de hombres alrededor del Presidente. Los militares entraron al edificio y ocuparon todo lo que quedaba de la planta baja. Por encima del estruendo escucharon la voz histérica de un oficial que les ordenaba rendirse y bajar en fila india y con los
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Isabel Allende 223 brazos en alto. El Presidente estrechó la mano a cada uno. «Yo bajaré al final», dijo.
No volvieron a verlo con vida.
Jaime bajó con los demás. En cada peldaño de la amplia escalera de piedra había soldados apostados. Parecían haber enloquecido. Pateaban y golpeaban con las culatas a los que bajaban, con un odio nuevo, recientemente inventado, que había florecido en ellos en pocas horas. Algunos disparaban sus armas por encima de las cabezas de los rendidos. Jaime recibió un golpe en el vientre que lo dobló en dos y cuando pudo enderezarse, tenía los ojos llenos de lágrimas y los pantalones tibios de mierda. Siguieron golpeándolos hasta la calle y allí les ordenaron acostarse boca abajo en el suelo, los pisaron, los insultaron hasta que se le acabaron las palabrotas del castellano y entonces le hicieron señas a un tanque. Los prisioneros lo oyeron acercarse, estremeciendo el asfalto con su peso de paquidermo invencible.
-¡Abran paso, que les vamos a pasar con el tanque por encima a estos huevones!
-gritó un coronel.
Jaime atisbó desde el suelo y creyó reconocerlo, porque le recordó a un muchacho con quien jugaba en Las Tres Marías cuando él era joven. El tanque pasó resoplando a diez centímetros de sus cabezas entre las carcajadas de los soldados y el aullido de las sirenas de los bomberos. A lo lejos se oía el rumor de los aviones de guerra. Mucho rato después separaron a los prisioneros en grupos, según su culpa, y a Jaime lo llevaron al Ministerio de Defensa, que estaba convertido en cuartel. Lo obligaron a avanzar agazapado, como si estuviera en una trinchera, lo llevaron a través de una gran sala, llena de hombres desnudos, atados en filas de diez, con las manos amarradas en la espalda, tan golpeados, que algunos no podían tenerse en pie y la sangre corría en hilitos sobre el mármol del piso. Condujeron a Jaime al cuarto de las calderas, donde había otras personas de pie contra la pared, vigiladas por un soldado lívido que se paseaba apuntándolos con su metralleta. Allí pasó mucho rato inmóvil, parado, sosteniéndose como un sonámbulo, sin acabar de comprender lo que estaba sucediendo, atormentado por los gritos que se escuchaban a través del muro. Notó que el soldado lo observaba. De pronto bajó el arma y se acercó.
-Siéntese a descansar, doctor, pero si yo le aviso, párese inmediatamente -dijo en un murmullo, pasándole un cigarrillo encendido-. Usted operó a mi madre y le salvó la vida.
Jaime no fumaba, pero saboreó aquel cigarrillo aspirando lentamente. Su reloj estaba destrozado, pero por el hambre y la sed, calculó que ya era de noche. Estaba tan cansado e incómodo en sus pantalones manchados, que no se preguntaba lo que iba a sucederle. Empezaba a cabecear cuando el soldado se aproximó.
-Párese, doctor -le susurró-. Ya vienen a buscarlo. ¡Buena suerte! Un instante después entraron dos hombres, le esposaron las muñecas y lo condujeron donde un oficial que tenía a su cargo el interrogatorio de los prisioneros.
Jaime lo había visto algunas veces en compañía del Presidente.
-Sabemos que usted do tiene nada que ver con esto, doctor -dijo-.Sólo queremos que aparezca en la televisión y diga que el Presidente estaba borracho y que se suicidó. Después lo dejo irse a su casa.
-Haga esa declaración usted mismo. Conmigo no cuenten, cabrones -respondió Jaime.
Lo sujetaron de los brazos. El primer golpe le cayó en el estómago. Después lo levantaron, lo aplastaron sobre una mesa y sintió que le quitaban la ropa. Mucho después lo sacaron inconsciente del Ministerio de Defensa. Había comenzado a llover y la frescura del agua y del aire lo reanimaron. Despertó cuando lo subieron a un
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autobús del ejército y lo dejaron en el asiento trasero. A través del vidrio observó la noche y cuando el vehículo se puso en marcha, pudo ver las calles vacías y los edificios embanderados. Comprendió que los enemigos habían ganado y probablemente pensó en Miguel. El autobús se detuvo en el patio de un regimiento, allí lo bajaron. Había otros prisioneros en tan mal estado como él. Les ataron los pies y las manos con alambres de púas y los tiraron de bruces en las pesebreras. Allí pasaron Jaime y los otros dos días sin agua y sin alimento, pudriéndose en su propio excremento, su sangre y su espanto, al cabo de los cuales los transportaron a todos en un camión hasta las cercanías del aeropuerto. En un descampado los fusilaron en el suelo, porque no podían tenerse de pie, y luego dinamitaron los cuerpos. El asombro de la explosión y el hedor de los despojos quedaron flotando en el aire por mucho tiempo. En la gran casa de la esquina, el senador Trueba abrió una botella de champán francés para celebrar el derrocamiento del régimen contra el cual había luchado tan ferozmente, sin sospechar que en ese mismo momento a su hijo Jaime estaban quemándole los testículos con un cigarrillo importado. El viejo colgó la bandera en la entrada de la casa y no salió a bailar a la calle porque era cojo y porque había toque de queda, pero ganas no le faltaron, como anunció regocijado a su hija y a su nieta. Entretanto Alba, colgada del teléfono, trataba de obtener noticias de la gente que la preocupaba: Miguel, Pedro Tercero, su tío Jaime, Amanda, Sebastián Gómez y tantos otros.
-¡Ahora las van a pagar! -exclamó el senador Trueba alzando la copa.
Alba se la arrebató de la mano de un zarpazo y la lanzó contra la pared, haciéndola añicos. Blanca, que nunca había tenido el valor de hacer frente a su padre, sonrió sin disimulo.
-¡No vamos a celebrar la muerte del Presidente ni la de otros, abuelo! dijo Alba. En las pulcras casas del Barrio Alto abrieron las botellas que habían estado esperando durante tres años y brindaron por el nuevo orden. Sobre las poblaciones obreras volaron durante toda la noche los helicópteros, zumbando como moscas de otros mundos.
Muy tarde, casi al amanecer, sonó el teléfono y Alba, que no se había acostado, corrió a atenderlo. Aliviada, escuchó la voz de Miguel.
-Llegó el momento, mi amor. No me busques ni me esperes. Te amo -dijo.
-¡Miguel! ¡Quiero ir contigo! -sollozó Alba.
-No hables a nadie de mí, Alba. No veas a los amigos. Rompe las agendas, los papeles, todo lo que pueda relacionarte conmigo. Te voy a querer siempre, recuérdalo, mi amor Lijo Miguel y cortó la comunicación.
El toque de queda duró dos días. Para Alba fueron una eternidad. Las radios transmitían ininterrumpidamente himnos guerreros y la televisión mostraba sólo paisajes del territorio nacional y dibujos animados. Varias veces al día aparecían en las pantallas los cuatro generales de la junta, sentados entre el escudo y la bandera, para promulgar sus bandos: eran los nuevos héroes de la patria. A pesar de la orden de disparar contra cualquiera que se asomara fuera de su casa, el senador Trueba cruzó la calle para ir a celebrar donde un vecino. La algazara de la fiesta no llamó la atención a las patrullas que circulaban por la calle, porque ése era un barrio donde no esperaban encontrar oposición. Blanca anunció que tenía la peor jaqueca de su vida y se encerró en su habitación. En la noche, Alba la oyó rondar por la cocina y supuso que el hambre había sido más fuerte que el dolor de cabeza. Ella pasó dos días dando
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Isabel Allende 225 vueltas por la casa en estado de desesperación, revisando los libros del túnel de Jaime y su propio escritorio, para destruir lo que consideró comprometedor. Era como cometer un sacrilegio, estaba segura que cuando su tío regresara iba a ponerse furioso y le quitaría su confianza. También destruyó las libretas donde estaban los números de teléfono de los amigos, sus más preciosas cartas de amor y hasta las fotografías de Miguel. Las empleadas de la casa, indiferentes y aburridas, se entretuvieron durante el toque de queda haciendo empanadas, menos la cocinera, que lloraba sin parar y esperaba con ansias el momento de ir a ver a su marido, con quien no había podido comunicarse.
Cuando se levantó por algunas horas la prohibición de salir, para dar a la población la oportunidad de comprar víveres, Blanca comprobó maravillada que los almacenes estaban abarrotados con los productos que durante tres años habían escaseado y que parecían haber surgido como por obra de magia en las vitrinas. Vio rumas de pollos faenados y pudo comprar todo lo que quiso, a pesar de que costaban el triple, porque se había decretado libertad de precios. Notó que muchas personas observaban los pollos con curiosidad, como si no los hubieran visto nunca, pero que pocas compraban, porque no los podían pagar. Tres días después el olor a carne putrefacta apestaba los almacenes de la ciudad.
Los soldados patrullaban nerviosamente por las calles, vitoreados por mucha gente que había deseado el derrocamiento del gobierno. Algunos, envalentonados por la violencia de esos días, detenían a los hombres con pelo largo o con barba, signos inequívocos de su espíritu rebelde, y paraban en la calle a las mujeres que andaban con pantalones para cortárselos a tijeretazos, porque se sentían responsables de imponer el orden, la moral y la decencia. Las nuevas autoridades dijeron que no tenían nada que ver con esas acciones, nunca habían dado orden de cortar barbas o pantalones, probablemente se trataba de comunistas disfrazados de soldados para desprestigiar a las Fuerzas Armadas y hacerlas odiosas a los ojos de la ciudadanía, que no estaban prohibidas las barbas ni los pantalones, pero, por supuesto, preferían que los hombres anduvieran afeitados y con el pelo corto, y las mujeres con faldas. Se corrió la voz de que el Presidente había muerto y nadie creyó la versión oficial de que se suicidó.
Esperé que se normalizara un poco la situación. Tres días después del
Pronunciamiento Militar, me dirigí en el automóvil del Congreso al Ministerio de Defensa, extrañado de que no me hubieran buscado para invitarme a participar en el nuevo gobierno. Todo el mundo sabe que fui el principal enemigo de los marxistas, el primero que se opuso a la dictadura comunista y se atrevió a decir en público que sólo los militares podían impedir que el país cayera en las garras de la izquierda. Además yo fui quien hizo casi todos los contactos con el alto mando militar, quien sirvió de enlace con los gringos y puse mi nombre y mi dinero para la compra de armas. En fin, me jugué más que nadie. A mi edad el poder político no me interesa para nada. Pero soy de los pocos que podían asesorarlos, porque llevo mucho tiempo ocupando posiciones y sé mejor que nadie lo que le conviene a este país. Sin asesores leales, honestos y capacitados, ¿qué pueden hacer unos pocos coroneles improvisados? Sólo desatinos. O dejarse engañar por los vivos que se aprovechan de las circunstancias para hacerse ricos, como de hecho está sucediendo. En ese momento nadie sabía que las cosas iban a ocurrir como ocurrieron. Pensábamos que la intervención militar era un paso necesario para la vuelta a una democracia sana, por eso me parecía tan importante colaborar con las autoridades.
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Cuando llegué al Ministerio de Defensa me sorprendió ver el edificio convertido en un muladar. Los ordenanzas baldeaban los pisos con estropajos, vi algunas paredes aportilladas por las balas v por todos lados corrían los militares agazapados, como si de verdad estuvieran en medio de un campo de batalla o esperaran que le cayeran los enemigos del techo. Tuve que aguardar casi tres horas para que me atendiera un oficial. Al principio creí que en ese caos no me habían reconocido y por eso me trataban con tan poca deferencia, pero luego me di cuenta cómo eran las cosas. El oficial me recibió con las botas sobre el escritorio, masticando un emparedado grasiento, mal afeitado, con la guerrera desabotonada. No me dio tiempo de preguntar por mi hijo Jaime ni para felicitarlo por la valiente acción de los soldados que habían salvado a la patria, sino que procedió a pedirme las llaves del automóvil con el argumento de que se había clausurado el Congreso y, por lo tanto, también se habían terminado las prebendas de los congresistas. Me sobresalté. Era evidente, entonces, que no tenían intención alguna de volver a abrir las puertas del Congreso, como todos esperábamos. Me pidió, no, me ordenó, presentarme al día siguiente en la catedral, a las once de la mañana, para asistir al Te Deum con que la patria agradecería a Dios la victoria sobre el comunismo.
-¿Es cierto que el Presidente se suicidó? -pregunté.
-¡Se fue! -me contestó.
-¿Se fue? ¿Adónde?
-¡Se fue en sangre! -rió el otro.
Salí a la calle desconcertado, apoyado en el brazo de mi chofer. No teníamos forma de regresar a la casa, porque no circulaban taxis ni buses y yo no estoy en edad para caminar. Afortunadamente pasó un jeep de carabineros y me reconocieron. Es fácil distinguirme, como dice mi nieta Alba, porque tengo una pinta inconfundible de viejo cuervo rabioso y siempre ando vestido de luto, con mi bastón de plata.
-Suba, senador -dijo un teniente.
Nos ayudaron a trepar al vehículo. Los carabineros se veían cansados y me pareció evidente que no habían dormido. Me confirmaron que hacía tres días que estaban patrullando la ciudad, manteniéndose despiertos con café negro y pastillas.
-¿Han encontrado resistencia en las poblaciones o en los cordones industriales?
-pregunté.
-Muy poca. La gente está tranquila-dijo el teniente-. Espero que la situación se normalice pronto, senador. No nos gusta esto, es un trabajo sucio.
-No diga eso, hombre. Si ustedes no se adelantan, los comunistas habrían dado el Golpe y a estas horas usted, yo y otras cincuenta mil personas estaríamos muertos.
Sabía que tenían un plan para implantar su dictadura, ¿no?
-Eso nos han dicho. Pero en la población donde yo vivo hay muchos detenidos. Mis vecinos me miran con recelo. Aquí a los muchachos les pasa lo mismo. Pero hay que cumplir órdenes. La patria es lo primero, ¿verdad?
-Así es. Yo también siento lo que está pasando, teniente. Pero no había otra solución. El régimen estaba podrido. ¿Qué habría sido de este país, si ustedes no empuñan las armas?
En el fondo, sin embargo, no estaba tan seguro. Tenía el presentimiento de que las cosas no estaban saliendo como las habíamos planeado y que la situación se nos estaba escapando de las manos, pero en ese momento acallé mis inquietudes razonando que tres días son muy pocos para ordenar un país y que probablemente el grosero oficial que me atendió en el Ministerio de Defensa representaba una minoría
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Isabel Allende 227 insignificante dentro de las Fuerzas Armadas. La mayoría era como ese teniente escrupuloso que me llevó a la casa. Supuse que al poco tiempo se restablecería el orden y cuando se aliviara la tensión de los primeros días, me pondría en contacto con alguien mejor colocado en la jerarquía militar. Lamenté no haberme dirigido al general Hurtado, no lo había hecho por respeto y también, lo reconozco, por orgullo, porque lo correcto era que él me buscara y no yo a él.
No me enteré de la muerte de mi hijo Jaime hasta dos semanas después, cuando se nos había pasado la euforia del triunfo al ver que todo el mundo andaba contando a los muertos y a los desaparecidos. Un domingo se presentó en la casa un soldado sigiloso y relató a Blanca en la cocina lo que había visto en el Ministerio de Defensa y lo que sabía de los cuerpos dinamitados.
-El doctor Del Valle salvó la vida de mi madre -dijo el soldado mirando el suelo, con el casco de guerra en la mano-. Por eso vengo a decirles cómo lo mataron. Blanca me llamó para que oyera lo que decía el soldado, pero me negué a creerlo. Dije que el hombre se había confundido, que no era Jaime, sino otra persona la que había visto en la sala de las calderas, porque Jaime no tenía nada que hacer en el Palacio Presidencial el día del Pronunciamiento Militar. Estaba seguro que mi hijo había escapado al extranjero por algún paso fronterizo o se había asilado en alguna embajada, en el supuesto de que lo estuvieran persiguiendo. Por otra parte, su nombre no aparecía en ninguna de las listas de la gente solicitada por las autoridades, así es que deduje que Jaime no tenía nada que temer.
Había de pasar mucho tiempo, varios meses, en realidad, para que yo comprendiera que el soldado había dicho la verdad. En los desvaríos de la soledad aguardaba a mi hijo sentado en la poltrona de la biblioteca, con los ojos fijos en el umbral de la puerta, llamándolo con el pensamiento, tal como llamaba a Clara. Tanto lo llamé, que finalmente llegué a verlo, pero se me apareció cubierto de sangre seca y andrajos, arrastrando serpentinas de alambres de púas sobre el parquet encerado. Así supe que había muerto tal como nos había contado el soldado. Sólo entonces comencé a hablar de la tiranía. Mi nieta Alba, en cambio, vio perfilarse al dictador mucho antes que yo. Lo vio destacarse entre los generales y gentes de guerra. Lo reconoció al punto, porque ella heredó la intuición de Clara. Es un hombre tosco y de apariencia sencilla, de pocas palabras, como un campesino. Parecía modesto y pocos pudieron adivinar que algún día lo Verían envuelto en una capa de emperador, con los brazos en alto, para acallar a las multitudes acarreadas en camiones para vitorearlo, sus augustos bigotes temblando de vanidad, inaugurando el monumento a Las Cuatro Espadas, desde cuya cima una antorcha eterna iluminaría los destinos de la patria, pero, que por un error de los técnicos extranjeros, jamás se elevó llama alguna, sino solamente una espesa humareda de cocinería que quedó flotando en el cielo como una perenne tormenta de otros climas.
Empecé a pensar que me había equivocado en el procedimiento y que tal vez no era ésa la mejor solución para derrocar al marxismo. Me sentía cada vez más solo, porque ya nadie me necesitaba, no tenía a mis hijos y Clara, con su manía de la mudez y la distracción, parecía un fantasma. Incluso Alba se alejaba cada día más. Apenas la veía en la casa.. Pasaba por mi lado como una ráfaga, con sus horrendas faldas largas de algodón arrugado y su increíble pelo verde, como el de Rosa, ocupada en quehaceres misteriosos que llevaba a cabo con la complicidad de su abuela. Estoy seguro que a mis espaldas ellas dos tramaban secretos. Mi nieta andaba azorada, igual como Clara en los tiempos del tifus, cuando se echó a la espalda el fardo del dolor ajeno.
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Alba tuvo muy poco tiempo para lamentar la muerte de su tío Jaime, porque las urgencias de los necesitados la absorbieron de inmediato, de modo que tuvo que almacenar su dolor para sufrirlo más tarde. No volvió a ver a Miguel hasta dos meses después del Golpe Militar y llegó a pensar que también estaba muerto. No lo buscó, sin embargo, porque en ese sentido tenía instrucciones muy precisas de él y además oyó que lo llamaban por las listas de los que debían presentarse ante las autoridades. Eso le dio esperanza. «Mientras lo busquen, está con vida», dedujo. Se atormentaba con la idea que podían agarrarlo vivo e invocaba a su abuela para pedirle que eso no ocurriera. «Prefiero mil veces verlo muerto, abuela», suplicaba. Ella sabía lo que estaba pasando en el país, por eso andaba día y noche con el estómago oprimido, le temblaban las manos, y cuando se enteraba de la suerte de algún prisionero, se cubría de ronchas desde los pies hasta la cabeza, como un apestado. Pero no podía hablar de eso con nadie, ni siquiera con su abuelo, porque la gente prefería no saberlo. Después de aquel martes terrible, el mundo cambió en forma brutal para Alba. Tuvo que acomodar los sentidos para seguir viviendo. Debió acostumbrarse a la idea de que no volvería a ver a los que más había amado, a su tío Jaime, a Miguel y a muchos otros. Culpaba a su abuelo por lo que había pasado, pero luego, al verlo encogido en su poltrona, llamando a Clara y a su hijo en un murmullo interminable, le volvía todo el amor por el viejo y corría a abrazarlo, a pasarle los dedos por la melena blanca, a consolarlo. Alba sentía que las cosas eran de vidrio, frágiles como suspiros, y que la metralla y las bombas de aquel martes inolvidable, destrozaron una buena parte de lo conocido, y el resto quedó hecho trizas y salpicado de sangre. Con el transcurso de los días, las semanas y los meses, lo que al principio parecía haberse preservado de la destrucción, también comenzó a mostrar señales del deterioro. Notó que los amigos y parientes la eludían, que algunos cruzaban la calle para no saludarla o volvían la cara cuando se aproximaba. Pensó que se había corrido la voz de que ayudaba a los perseguidos.
Así era. Desde los primeros días la mayor urgencia fue asilar a los que corrían peligro de muerte. Al principio a Alba le pareció una ocupación casi divertida, que permitía mantener la mente en otras cosas y no pensar en Miguel, pero pronto se dio cuenta que no era un juego. Los bandos advirtieron a los ciudadanos que debían delatar a los marxistas y entregar a los fugitivos, o bien serían considerados traidores a la patria y juzgados como tales. Alba recuperó milagrosamente el automóvil de Jaime, que se salvó del bombardeo y estuvo una semana estacionado en la misma plaza donde él lo dejó, hasta que Alba se enteró y lo fue a buscar. Le pintó dos grandes girasoles en las puertas, de un amarillo impactante, para que se distinguiera de otros coches y facilitara así su nueva tarea. Tuvo que memorizar la ubicación de todas las embajadas, los turnos de los carabineros que las vigilaban, la altura de sus muros, el ancho de sus puertas. El aviso de que había alguno a -quien asilar le llegaba sorpresivamente, a menudo a través de un desconocido que la abordaba en la calle y que suponía que era enviado por Miguel. Iba al lugar de la cita a plena luz del día y cuando veía a alguien haciendo señas, advertido por las flores amarillas pintadas en su automóvil, se detenía brevemente para que subiera a toda prisa. Por el camino no hablaban, porque ella prefería no saber ni su nombre. A veces tenía que pasar todo el día con él, incluso esconderlo por una o dos noches, antes de encontrar el momento adecuado para introducirlo en una embajada asequible, saltando un muro a espaldas de los guardias. Ese sistema resultaba más expedito que los trámites con timoratos embajadores de las democracias extranjeras. Nunca más volvía a saber del asilado, pero guardaba para siempre su agradecimiento tembloroso y, cuando todo terminaba, respiraba aliviada porque por esa vez se había salvado. En ocasiones tuvo que hacerlo con mujeres que no querían desprenderse de sus hijos y, a pesar de que Alba les
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prometía hacerles llegar la criatura por la puerta principal, puesto que ni el más tímido embajador se rehusaría a ello, las madres se negaban a dejarlos atrás, de modo que al final también a los niños había que tirarlos por encima de los muros o descolgarlos por las rejas. Al poco tiempo todas las embajadas estaban erizadas de púas y ametralladoras y fue imposible seguir tomándolas por asalto, pero otras necesidades la mantuvieron ocupada.
Fue Amanda quien la puso en contacto con los curas. Las dos amigas se juntaban para hablar en susurros de Miguel, a quien ninguna había vuelto a ver, y para recordar a Jaime con una nostalgia sin lágrimas, porque no había una prueba oficial de su muerte y el deseo que ambas tenían de volver a verlo era más fuerte que el relato del soldado. Amanda había vuelto a fumar compulsivamente, le temblaban mucho las manos y se le extraviaba la mirada. A veces tenía las pupilas dilatadas y se movía con torpeza, pero seguía trabajando en el hospital. Le contó que a menudo atendía a gente que traían desmayada de hambre.
-Las familias de los presos, los desaparecidos y los muertos no tienen nada para comer. Los cesantes tampoco. Apenas un plato de mazamorra cada dos días. Los niños se duermen en la escuela, están desnutridos.
Agregó que el vaso de leche y las galletas que antes recibían diariamente todos los escolares, se habían suprimido y que las madres callaban el hambre de sus hijos con agua de té.
-Los únicos que hacen algo para ayudar son los curas -explicó Amanda-. La gente no quiere saber la verdad. La Iglesia ha organizado comedores para dar un plato diario, de comida seis veces por semana, a los menores de siete años. No es suficiente, claro. Por cada niño que come una vez al día un plato de lentejas o de patatas, hay cinco que se quedan afuera mirando, porque no alcanza para todos.
Alba comprendió que habían retrocedido a la antigüedad, cuando su abuela Clara iba al Barrio de la Misericordia a reemplazar la justicia con la caridad. Sólo que ahora la caridad era mal vista. Comprobó que cuando recorría las casas de sus amistades para pedir un paquete de arroz o un tarro de leche en polvo, no se atrevían a negárselo la primera vez, pero luego la eludían. Al principio Blanca la ayudó. Alba no tuvo dificultad en obtener la llave de la despensa de su madre, con el argumento de que no había necesidad de acaparar harina vulgar y porotos de pobre, si se podía comer centolla del mar Báltico y chocolate suizo, con lo que pudo abastecer los comedores de los curas por un tiempo que, de todos modos, le pareció muy breve. Un día llevó a su madre a uno de los comedores. Al ver el largo mostrador de madera sin pulir, donde una doble fila de niños con ojos suplicantes esperaba que les dieran su ración, Blanca se puso a llorar y cayó en la cama por dos días con jaqueca. Habría seguido lamentándose si su hija no la obliga a vestirse, olvidarse de sí misma y conseguir ayuda, aunque fuera robando al abuelo del presupuesto familiar. El senador Trueba no quiso oír hablar del asunto, tal como hacía la gente de su clase, y negó el hambre con la misma tenacidad con que negaba a los presos y a los torturados, de modo que Alba no pudo contar con él y más tarde, cuando tampoco pudo contar con su madre, debió recurrir a métodos más drásticos. Lo más lejos que llegaba el abuelo era al Club. No andaba por el centro y mucho menos se acercaba a la periferia de la ciudad o a las poblaciones marginales. No le costó nada creer que las miserias que relataba su nieta eran patrañas de los marxistas.
-¡Curas comunistas! -exclamó-. ¡Era lo último que me faltaba oír!
Pero cuando comenzaron a llegar a todas horas los niños y las mujeres a pedir a las puertas de las casas, no dio orden de cerrar las rejas y las persianas para no verlos,
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Isabel Allende 230 como hicieron los demás, sino que aumentó la mensualidad a Blanca y dijo que tuvieran siempre algo de comida caliente para darles.
-Ésta es una situación temporal -aseguró-. Apenas los militares ordenen el caos en que el marxismo dejó al país, este problema será resuelto.
Los periódicos dijeron que los mendigos en las calles, que no se veían desde hacía tantos años, eran enviados por el comunismo internacional para desprestigiar a la junta Militar y sabotear el orden y el progreso. Pusieron panderetas para tapar las poblaciones marginales, ocultándolas a los ojos del turismo y de los que no querían ver. En una noche surgieron por encantamiento jardines recortados y macizos de flores en las avenidas, plantados por los cesantes para crear la fantasía de una pacífica primavera. Pintaron de blanco borrando los murales de palomas panfletarias y retirando para siempre de la vista los carteles políticos. Cualquier intento de escribir mensajes políticos en la vía pública era penado con una ráfaga de ametralladora en el sitio. Las calles limpias, ordenadas y silenciosas, se abrieron al comercio. Al poco tiempo desaparecieron los niños mendigos y Alba notó que tampoco había perros vagabundos ni tarros de basura. El mercado negro terminó en el mismo instante en que bombardearon el Palacio Presidencial, porque los especuladores fueron amenazados con ley marcial y fusilamiento. En las tiendas comenzaron a venderse cosas que no se conocían ni de nombre, y otras que antes sólo conseguían los ricos mediante el contrabando. Nunca había estado más hermosa la ciudad. Nunca la alta burguesía había sido más feliz: podía comprar whisky a destajo y automóviles a crédito.
En la euforia patriótica de los primeros días, las mujeres regalaban sus joyas en los cuarteles, para la reconstrucción nacional, hasta sus alianzas matrimoniales, que eran reemplazadas por anillos de cobre con el emblema de la patria. Blanca tuvo que esconder el calcetín de lana con las joyas que Clara le había legado, para que el senador Trueba no las entregara a las autoridades. Vieron nacer una nueva y soberbia clase social. Señoras muy principales, vestidas con ropas de otros lugares, exóticas y brillantes como luciérnagas de noche, se pavoneaban en los centros de diversión del brazo de los nuevos y soberbios economistas. Surgió una casta de militares que ocupó rápidamente los puestos clave. Las familias que antes habían considerado una desgracia tener a un militar entre sus miembros, se peleaban las influencias para meter a los hijos en las academias de guerra y ofrecían sus hijas a los soldados. El país se llenó de uniformados, de máquinas bélicas, de banderas, himnos y desfiles, porque los militares conocían la necesidad del pueblo de tener sus propios símbolos y ritos. El senador Trueba; que por principio detestaba esas cosas, comprendió lo que habían querido decir sus amigos del Club, cuando aseguraban que el marxismo no tenía ni la menor oportunidad en América Latina, porque no contemplaba el lado mágico de las cosas. «Pan, circo y algo que venerar, es todo lo que necesitan», concluyó el senador, lamentando en su fuero interno que faltara el pan.
Se orquestó una campaña destinada a borrar de la faz de la tierra el buen nombre del expresidente, con la esperanza de que el pueblo dejara de llorarlo. Abrieron su casa e invitaron al público a visitar lo que llamaron «el palacio del dictador». Se podía mirar dentro de sus armarios y asombrarse del número y la calidad de sus chaquetas de gamuza, registrar sus cajones, hurgar en su despensa, para ver el ron cubano y el saco de azúcar que guardaba. Circularon fotografías burdamente trucadas que lo mostraban vestido de Baco, con una guirnalda de uvas en la cabeza, retozando con matronas opulentas y con atletas de su mismo sexo, en una orgía perpetua que nadie, ni el mismo senador Trueba, creyó que fueran auténticas. «Esto es demasiado, se les está pasando la mano», masculló cuando se enteró.
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De una plumada, los militares cambiaron la historia, borrando los episodios, las ideologías y los personajes que el régimen desaprobaba. Acomodaron los mapas, porque no había ninguna razón para poner el norte arriba, tan lejos de la benemérita patria, si se podía poner abajo, donde quedaba más favorecida y, de paso, pintaron con azul de Prusia vastas orillas de aguas territoriales hasta los límites de Asia y de África y se apoderaron en los libros de geografía de tierras lejanas, corriendo las fronteras con toda impunidad, hasta que los países hermanos perdieron la paciencia, pusieron un grito en las Naciones Unidas y amenazaron con echarles encima los tanques de guerra y los aviones de caza. La censura, que al principio sólo abarcó los medios de comunicación, pronto se extendió a los textos escolares, las letras de las canciones, los argumentos de las películas y las conversaciones privadas. Había palabras prohibidas por bando militar, como la palabra «compañero», y otras que no se decían por precaución, a pesar de que ningún bando las había eliminado del diccionario, como libertad, justicia y sindicato. Alba se preguntaba de dónde habían salido tantos fascistas de la noche a la mañana, porque en la larga trayectoria democrática de su país, nunca se habían notado, excepto algunos exaltados durante la guerra, que por monería se ponían camisas negras y desfilaban con el brazo en alto, en medio de las carcajadas y la silbatina de los transeúntes, sin que tuvieran ningún papel importante en la vida nacional. Tampoco se explicaba la actitud de las Fuerzas Armadas, que provenían en su mayoría de la clase media y la clase obrera y que históricamente habían estado más cerca de la izquierda que de la extrema derecha. No comprendió el estado de guerra interna ni se dio cuenta de que la guerra es la obra de arte de los militares, la culminación de sus entrenamientos, el broche dorado de su profesión. No están hechos para brillar en la paz. El Golpe les dio la oportunidad de poner en práctica lo que habían aprendido en los cuarteles, la obediencia ciega, el manejo de las armas y otras artes que los soldados pueden dominar cuando acallan los escrúpulos del corazón.
Alba abandonó sus estudios, porque la Facultad de Filosofía, como muchas otras que abren las puertas del pensamiento, fue clausurada. Tampoco siguió con la música, porque el violoncelo le pareció una frivolidad en esas circunstancias. Muchos profesores fueron despedidos, arrestados o desaparecieron de acuerdo a una lista negra que manejaba la policía política. A Sebastián Gómez lo mataron en el primer allanamiento, delatado por sus propios alumnos. La universidad se llenó de espías. La alta burguesía y la derecha económica, que habían propiciado el cuartelazo, estaban eufóricas. Al comienzo se asustaron un poco, al ver las consecuencias de su acción, porque nunca les había tocado vivir en una dictadura y no sabían lo que era. Pensaron que la pérdida de la democracia iba a ser transitoria y que se podía vivir por un tiempo sin libertades individuales ni colectivas, siempre que el régimen respetara la libertad de empresa. Tampoco les importó el desprestigio internacional, que los puso en la misma categoría de otras tiranías regionales, porque les pareció un precio barato por haber derrocado al marxismo. Cuando llegaron capitales extranjeros para hacer inversiones bancarias en el país, lo atribuyeron, naturalmente, a la estabilidad del nuevo régimen, pasando por alto el hecho de que por cada peso que entraba, se llevaban dos en intereses. Cuando fueron cerrando de a poco casi todas las industrias nacionales y empezaron a quebrar los comerciantes, derrotados por la importación masiva de bienes de consumo, dijeron que las cocinas brasileras, las telas de Taiwan y las motocicletas japonesas eran mucho mejores que cualquier cosa que se hubiera fabricado nunca en el país. Sólo cuando devolvieron las concesiones de las minas a las compañías norteamericanas, después de tres años de nacionalización, algunas voces sugirieron que eso era lo mismo que regalar la patria envuelta en papel celofán. Pero
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Isabel Allende 232 cuando comenzaron a entregar a sus antiguos dueños las tierras que la reforma agraria había repartido, se tranquilizaron: habían vuelto a los buenos tiempos. Vieron que sólo una dictadura podía actuar con el peso de la fuerza y sin rendirle cuentas a nadie, para garantizar sus privilegios, así es que dejaron de hablar de política y aceptaron la idea de que ellos iban a tener el poder económico, pero los militares iban a gobernar. La única labor de la derecha fue asesorarlos en la elaboración de los nuevos decretos y las nuevas leyes. En pocos días eliminaron los sindicatos, los dirigentes obreros estaban presos o muertos, los partidos políticos declarados en receso indefinido y todas las organizaciones de trabajadores y estudiantes, y hasta los colegios profesionales, desmantelados. Estaba prohibido agruparse. El único sitio donde la gente podía reunirse era en la iglesia, de modo que al poco tiempo la religión se puso de moda y los curas y las monjas tuvieron que postergar sus labores espirituales para socorrer las necesidades terrenales de aquel rebaño perdido. El gobierno y los empresarios empezaron a verlos como enemigos potenciales y algunos soñaron con resolver el problema asesinando al cardenal, en vista de que el Papa, desde Roma, se negó a sacarlo de su puesto y enviarlo a un asilo para frailes alienados.
Una gran parte de la clase media se alegró con el Golpe Militar, porque significaba la vuelta al orden, a la pulcritud de las costumbres, las faldas en las mujeres y el pelo corto en los hombres, pero pronto empezó a sufrir el tormento de los precios altos y la falta de trabajo. No alcanzaba el sueldo para comer. En todas las familias había alguien a quien lamentar y ya no pudieron decir, como al principio, que si estaba preso, muerto o exiliado, era porque se lo merecía. Tampoco pudieron seguir negando la tortura.
Mientras florecían los negocios lujosos, las financieras milagrosas, los restaurantes exóticos y las casas importadoras, en las puertas de las fábricas hacían cola los cesantes esperando la oportunidad de emplearse por un jornal mínimo. La mano de obra descendió a niveles de esclavitud y los patrones pudieron, por primera vez desde hacía muchas décadas, despedir a los trabajadores a su antojo, sin pagarles indemnización, y meterlos presos a la menor protesta.
En los primeros meses, el senador Trueba participó del oportunismo de los de su clase. Estaba convencido de que era necesario un período de dictadura para que el país volviera al redil del cual nunca debió haber salido. Fue uno de los primeros terratenientes en recuperar su propiedad. Le devolvieron Las Tres Marías en ruinas, pero íntegra, hasta el último metro cuadrado. Hacía casi dos años que estaba
esperando ese momento, rumiando su rabia. Sin pensarlo dos veces, se fue al campo con media docena de matones a sueldo y pudo vengarse a sus anchas de los campesinos que se habían atrevido a desafiarlo y a quitarle lo suyo. Llegaron allá una luminosa mañana de domingo, poco antes de la Navidad. Entraron al fundo con un alboroto de piratas. Los matones se metieron por todos lados, arreando con la gente a gritos, golpes y patadas, juntaron en el patio a humanos y a animales, y luego rociaron con gasolina las casitas de ladrillo, que antes habían sido el orgullo de Trueba, y les prendieron fuego con todo lo que contenían. Mataron las bestias a tiros. Quemaron los arados, los gallineros, las bicicletas y hasta las cunas de los recién nacidos, en un aquelarre de mediodía que por poco mata al viejo Trueca de alegría. Despidió a todos los inquilinos con la advertencia de que si volvía a verlos rondando por la propiedad, sufrirían la misma suerte que los animales. Los vio partir más pobres de lo que nunca fueron, en una larga y triste procesión, llevándose a sus niños, sus viejos, los pocos perros que sobrevivieron al tiroteo, alguna gallina salvada del infierno, arrastrando los pies por el camino de polvo que los alejaba de la tierra donde habían vivido por generaciones. En el portón de Las Tres Marías había un grupo de gente miserable
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Isabel Allende 233 esperando con ojos ansiosos. Eran otros campesinos desocupados, expulsados de otros fundos, que llegaban tan humildes como sus antepasados de siglos atrás, a rogar al patrón que los empleara en la próxima cosecha.
Esa noche Esteban Trueca se acostó en la cama de hierro que había sido de sus padres, en la vieja casa patronal donde no había estado desde hacía tanto tiempo. Estaba cansado y tenía pegado en la nariz el olor del incendio y de los cuerpos de los animales que también tuvieron que quemar, para que la podredumbre no infectara el aire. Todavía ardían los restos de las casitas de ladrillo y a su alrededor todo era destrucción y muerte. Pero él sabía que podía volver a levantar el campo, tal como lo había hecho una vez, pues los potreros estaban intactos y sus fuerzas también. A pesar del placer de su venganza, no pudo dormir. Se sentía como un padre que ha castigado a sus hijos con demasiada severidad. Toda esa noche estuvo viendo los rostros de los campesinos, a quienes había visto nacer en su propiedad, alejándose por la carretera. Maldijo su mal genio. Tampoco pudo dormir el resto de la semana y cuando logró hacerlo, soñó con Rosa. Decidió no contar a nadie lo que había hecho y se juró que Las Tres Marías volvería a ser el fundo modelo que una vez fue. Echó a correr la voz de que estaba dispuesto a aceptar a los inquilinos de vuelta, bajo ciertas condiciones, evidentemente, pero ninguno regresó. Se habían desparramado por los campos, por los cerros, por la costa, algunos habían ido a pie a las minas, otros a las islas del Sur, buscando cada uno el pan para su familia en cualquier oficio. Asqueado, el patrón regresó a la capital sintiéndose más viejo que nunca. Le pesaba el alma. El Poeta agonizó en su casa junto al mar. Estaba enfermo y los acontecimientos de los últimos tiempos agotaron su deseo de seguir viviendo. La tropa le allanó la casa, dieron vueltas sus colecciones de caracoles, sus conchas, sus: mariposas, sus botellas y sus mascarones de proa rescatados de tantos mares, sus libros, sus cuadros, sus versos inconclusos, buscando armas subversivas y comunistas escondidos, hasta que su viejo corazón de bardo empezó a trastabillar. Lo llevaron a la capital. Murió cuatro días después y las últimas palabras del hombre que le cantó a la vida, fueron: «¡los van a fusilar! ¡los van a fusilar!». Ninguno de sus amigos pudo acercarse a la hora de la muerte, porque estaban fuera de la ley, prófugos, exiliados o muertos. Su casa azul del cerro estaba medio en ruinas, el piso quemado y los vidrios rotos, no se sabía si era obra de los militares, como decían los vecinos, o de los vecinos, como decían los militares. Allí lo velaron unos pocos que se atrevieron a llegar y periodistas de todas partes del mundo que acudieron a cubrir la noticia de su entierro. El senador Trueba era su enemigo ideológico, pero lo había tenido muchas veces en su casa y conocía de memoria sus versos. Se presentó al velorio vestido de negro riguroso, con su nieta Alba. Ambos montaron guardia junto al sencillo ataúd de madera y lo acompañaron hasta el cementerio en una mañana desventurada. Alba llevaba en la mano un ramo de los primeros claveles de la temporada, rojos como la sangre. El pequeño cortejo recorrió a pie, lentamente, el camino al camposanto, entre dos filas de soldados que acordonaban las calles.
La gente iba en silencio. De pronto, alguien gritó roncamente el nombre del Poeta y una sola voz de todas las gargantas respondió «¡Presente! ¡Ahora y siempre!». Fue como si hubieran abierto una válvula y todo el dolor, el miedo y la rabia de esos días saliera de los pechos y rodara por la calle y subiera en un clamor terrible hasta los negros nubarrones del cielo. Otro gritó «¡Compañero Presidente!». Y contestaron todos en un solo lamento, llanto de hombre: «¡Presente!». Poco a poco el funeral del Poeta se convirtió en el acto simbólico de enterrar la libertad.
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Muy cerca de Alba y su abuelo, los camarógrafos de la televisión sueca filmaban para enviar al helado país de Nobel la visión pavorosa de las ametralladoras apostadas a ambos lados de la calle, las caras de la gente, el ataúd cubierto de flores, el grupo de mujeres silenciosas que se apiñaban en las puertas de la Morgue, a dos cuadras del cementerio, para leer las listas de los muertos. La voz de todos se elevó en un canto y se llenó el aire con las consignas prohibidas, gritando que el pueblo unido jamás será vencido, haciendo frente a las armas que temblaban en las ruanos de los soldados. El cortejo pasó delante de una construcción y los obreros abandonando sus herramientas, se quitaron los cascos y formaron una fila cabizbaja. Un hombre marchaba con la camisa gastada en los puños, sin chaleco y con los zapatos rotos, recitando los versos más revolucionarios del Poeta, con el llanto cayéndole por la cara. Lo seguía la mirada atónita del senador Trueba, que caminaba a su lado.
-¡Lástima-que fuera comunista! -dijo el Senador a su nieta-. ¡Tan buen poeta y con las ideas tan confusas! Si hubiera muerto antes del Pronunciamiento Militar, supongo que habría recibido un homenaje nacional. -Supo morir como supo vivir, abuelo -replicó Alba.
Estaba convencida que murió a debido tiempo, porque ningún homenaje podría haber sido más grande que ese modesto desfile de unos cuantos hombres y mujeres que lo enterraron en una tumba prestada, gritando por última vez sus versos de justicia y libertad. Dos días después apareció en el periódico un aviso de la junta Militar decretando duelo nacional por el Poeta y autorizando a poner banderas a media asta en las casas particulares que lo desearan. La autorización regía desde el momento de su muerte hasta el día en que apareció el aviso.
Del mismo modo que no pudo sentarse a llorar la muerte de su tío Jaime, Alba tampoco pudo perder la cabeza pensando en Miguel o lamentando al Poeta. Estaba absorta en su tarea de indagar por los desaparecidos, consolar a los torturados que regresaban con la espalda en carne viva y los ojos trastornados y buscar alimentos para los comedores de los curas. Sin embargo, en el silencio de la noche, cuando la ciudad perdía su normalidad de utilería y su paz de opereta, ella se sentía acosada por los tormentosos pensamientos que había acallado durante el día. A esa hora sólo los furgones llenos de cadáveres y detenidos y los autos de la policía circulaban por las calles, como lobos perdidos ululando en la oscuridad del toque de queda. Alba temblaba en su cama. Se le aparecían los fantasmas desgarrados de tantos muertos desconocidos, oía la gran casa respirando con un jadeo de anciana, afinaba el oído y sentía en los huesos los ruidos temibles: un frenazo lejano, un portazo, tiroteos, las pisadas de las botas, un grito sordo. Luego retornaba el silencio largo que duraba hasta el amanecer, cuando la ciudad revivía y el sol parecía borrar los terrores de la noche. No era la única desvelada en la casa. A menudo encontraba a su abuelo en camisa de dormir y pantuflas, más anciano y más triste que en el día, calentándose una taza de caldo y mascullando blasfemias de filibustero, porque le dolían los huesos y el alma. También su madre hurgaba en la cocina o se paseaba como una aparición de medianoche por los cuartos vacíos.
Así pasaron los meses y llegó a ser evidente para todos, incluso para el senador Trueba, que los militares se habían tomado el poder para quedárselo y no para entregar el gobierno a los políticos de derecha que habían propiciado el Golpe. Eran una raza aparte, hermanos entre sí, que hablaban un idioma diferente al de los civiles y con quienes el diálogo era como una conversación de sordos, porque la menor disidencia era considerada traición en su rígido código de honor. Trueba vio que tenían planes mesiánicos que no incluían a los políticos. Un día comentó con Blanca y Alba la situación. Se lamentó de que la acción de los militares, cuyo propósito era conjurar el
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Isabel Allende 235 peligro de una dictadura marxista, hubiera condenado al país a una dictadura mucho más severa y, por lo visto, destinada a durar un siglo. Por primera vez en su vida, el senador Trueba admitió que se había equivocado. Hundido en su poltrona, como un anciano acabado, lo vieron llorar calladamente. No lloraba por la pérdida del poder.
Estaba llorando por su patria.
Entonces Blanca se hincó a su lado, le tomó la mano y confesó que tenía a Pedro Tercero García viviendo como un anacoreta, escondido en uno de los cuartos abandonados que había hecho construir Clara, en los tiempos de los espíritus. Al día siguiente del Golpe se habían publicado listas de las personas que debían presentarse ante las autoridades. El nombre de Pedro Tercero García estaba entre ellas. Algunos, que seguían pensando que en ese país nunca pasaba nada, fueron por sus propios pies a entregarse al Ministerio de Defensa y lo pagaron con sus vidas. Pero Pedro Tercero tuvo antes que los demás el presentimiento de la ferocidad del nuevo régimen, tal vez porque durante esos tres años había aprendido a conocer a las Fuerzas Armadas y no creía el cuento de que fueran diferentes a las de otras partes. Esa misma noche, durante el toque de queda, se arrastró hasta la gran casa de la esquina y llamó a la ventana de Blanca. Cuando ella se asomó, con la vista nublada por la jaqueca, no lo reconoció, porque se había afeitado la barba y llevaba anteojos.
-Mataron al Presidente -dijo Pedro Tercero.
Ella lo escondió en los cuartos vacíos. Acomodó un refugio de emergencia, sin sospechar que debería mantenerlo oculto durante varios meses, mientras los soldados peinaban el país con rastrillo buscándolo.
Blanca pensó que a nadie se le iba a ocurrir que Pedro Tercero García estaba en la casa del senador Trueba en el mismo momento en que éste escuchaba de pie el solemne Te Deum en la catedral. Para Blanca fue el período más feliz de su vida. Para él, sin embargo, las horas transcurrían con la misma lentitud que si hubiera estado preso. Pasaba el día entre cuatro paredes, con la puerta cerrada con llave, para que nadie tuviera la iniciativa de entrar a limpiar, y la ventana con las persianas y las cortinas corridas. No entraba la luz del día, pero podía adivinarla por el tenue cambio en las rendijas de la persiana. En la noche abría la ventana de par en par, para que se ventilara la habitación -donde tenía que mantener un balde tapado para hacer sus necesidades- y para respirar a bocanadas el aire de la libertad. Ocupaba su tiempo leyendo los libros de Jaime, que Blanca le iba llevando a escondidas, escuchando los ruidos de la calle, los susurros de la radio encendida al volumen más bajo. Blanca le consiguió una guitarra a la que puso unos trapos de lana bajo las cuerdas, para que nadie lo oyera componer en sordina sus canciones de viudas, de huérfanos, de prisioneros y desaparecidos. Trató de organizar un horario sistemático para llenar el día, hacía gimnasia, leía, estudiaba inglés, dormía siesta, escribía música y volvía a hacer gimnasia, pero con todo eso le sobraban interminables horas de ocio, hasta que finalmente escuchaba la llave en la cerradura de la puerta y veía entrar a Blanca, que le llevaba los periódicos, la comida, agua limpia para lavarse. Hacían el amor con desesperación, inventando nuevas fórmulas prohibidas que el miedo y la pasión transformaban en viajes alucinados a las estrellas. Blanca ya se había resignado a la castidad, a la madurez y a sus variados achaques, pero el sobresalto del amor le dio una nueva juventud. Se acentuó la luz de su piel, el ritmo de su andar y la cadencia de su voz. Sonreía para adentro y andaba como dormida. Nunca había sido más hermosa. Hasta su padre se dio cuenta y lo atribuyó a la paz de la abundancia. «Desde que Blanca no tiene que hacer cola, parece como nueva», decía el senador Trueba. Alba también lo notó. Observaba a su madre. Su extraño sonambulismo le parecía sospechoso, así como su nueva manía de llevar comida a su habitación. En más de una
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Isabel Allende 236 ocasión tuvo el propósito de espiarla en la noche, pero la vencía el cansancio de sus múltiples ocupaciones de consuelo y, cuando tenia insomnio, le daba miedo aventurarse por los cuartos vacíos donde susurraban los fantasmas. Pedro Tercero enflaqueció y perdió el buen humor y la dulzura que lo habían caracterizado hasta entonces. Se aburría, maldecía su prisión voluntaria v bramaba de impaciencia por saber noticias de sus amigos. Sólo la presencia de Blanca lo apaciguaba. Cuando ella entraba al cuarto, se abalanzaba a abrazarla como enajenado, para calmar los terrores del día y el tedio de las semanas. Empezó a obsesionarle la idea de que era traidor y cobarde, por no haber compartido la suerte de tantos otros y que lo más honroso sería entregarse y enfrentar su destino. Blanca procuraba disuadirlo con sus mejores argumentos, pero él parecía río escucharla. Trataba de retenerlo con la fuerza del amor recuperado, lo alimentaba en la boca; lo bañaba frotándolo con un paño húmedo y empolvándolo como a una criatura, le cortaba el pelo y las uñas, lo afeitaba. Al final, de todos modos tuvo que empezar a ponerle pastillas tranquilizantes en la comida y somníferos en el agua, para tumbarlo en un sueño profundo y tormentoso, del cual despertaba con la boca seca y el corazón más triste. A los pocos meses Blanca se dio cuenta de que no podría tenerlo prisionero indefinidamente y abandonó sus planes de reducir su espíritu, para convertirlo en su amante perpetuo. Comprendió que se estaba muriendo en vida porque para él la libertad era más importante que el amor, y que no habrían píldoras milagrosas capaces de hacerlo cambiar de actitud.
-¡Ayúdeme, papá! -suplicó Blanca al senador Trueba-. Tengo que sacarlo del país. El viejo se quedó paralizado por el desconcierto y comprendió cuán gastado estaba, al buscar su rabia y su odio y no encontrarlos por ninguna parte. Pensó en ese campesino que había compartido un amor de medio siglo con su hija y no pudo descubrir ninguna razón para detestarlo, ni siquiera su poncho, su barba de socialista, su tenacidad, o sus malditas gallinas perseguidoras de zorros.
-¡Caramba! Tendremos que asilarlo, porque si lo encuentran en esta casa, nos joden a todos -fue lo único que se le ocurrió decir.
Blanca le echó los brazos al cuello y lo cubrió de besos, llorando como una niña. Era la primera caricia espontánea que hacía a su padre desde su más remota infancia. -Yo puedo meterlo en una embajada -dijo Alba-. Pero tenemos que esperar el momento propicio y tendrá que saltar un muro.
-No será necesario, hijita -replicó el senador Trueba-. Todavía tengo amigos influyentes en este país.
Cuarenta y ocho horas después se abrió la puerta del cuarto de Pedro Tercero García, pero en vez de Blanca, apareció el senador Trueba en el umbral. El fugitivo pensó que había llegado finalmente su hora, y, en cierta forma, se alegró.
-Vengo a sacarlo de aquí -dijo Trueba. -¿Por qué? -preguntó Pedro Tercero. -Porque Blanca me lo pidió -respondió el otro.
-Váyase al carajo -balbuceó Pedro Tercero.
-Bueno, para allá vamos. Usted viene conmigo.
Los dos sonrieron simultáneamente. En el patio de la casa estaba esperando la limusina plateada de un embajador nórdico. Metieron a Pedro Tercero en la maleta trasera del vehículo, encogido como un fardo, y lo cubrieron con bolsas del mercado llenas de verduras. En los asientos se acomodaron Blanca, Alba, el senador Trueba y su amigo, el embajador. El chofer los llevó a la Nunciatura Apostólica, pasando por
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delante de una barrera de carabineros, sin que nadie los detuviera. En el portón de la nunciatura había doble guardia, pero al reconocer al senador Trueba y ver la placa diplomática del automóvil, los dejaron pasar con un saludo. Detrás del portón, a salvo en la sede del Vaticano, sacaron a Pedro Tercero, rescatándolo debajo de una montaña de hojas de lechuga y de tomates reventados. Lo condujeron a la oficina del nuncio, que lo esperaba vestido con su sotana obispal y provisto de un flamante salvoconducto para enviarlo al extranjero junto a Blanca, quien había decidido vivir en el exilio el amor postergado desde su niñez. El nuncio les dio la bienvenida. Era un admirador de Pedro Tercero García y tenía todos sus discos.
Mientras el sacerdote y el embajador nórdico discutían sobre la situación internacional, la familia se despidió. Blanca y Alba lloraban con desconsuelo. Nunca habían estado separadas. Esteban Trueba abrazó largamente a su hija, sin lágrimas, pero con la boca apretada, tembloroso, esforzándose por contener los sollozos. -No he sido un buen padre para usted, hija -dijo-. ¿Cree que podrá perdonarme y olvidar el pasado?
-¡Lo quiero mucho, papá! -lloró Blanca echándole los brazos al cuello, estrechándolo con desesperación, cubriéndolo de besos.
Después el viejo se volvió hacia Pedro Tercero y lo miró a los ojos. Le tendió la mano, pero no supo estrechar la del otro, porque le faltaban algunos dedos. Entonces abrió los brazos y los dos hombres, en un apretado nudo, se despidieron, libres al fin de los odios y los rencores que por tantos años les habían ensuciado la existencia. -Cuidaré de su hija y trataré de hacerla feliz, señor -dijo Pedro Tercero García con la voz quebrada.
-No lo dudo. Váyanse en paz, hijos -murmuró el anciano.
Sabía que no volvería a verlos.
El senador Trueba se quedó solo en la casa con su nieta y algunos empleados. Al menos así lo creía él. Pero Alba había decidido adoptar la idea de su madre y usaba la parte abandonada de la casa para esconder gente por una o dos noches, hasta encontrar otro lugar más seguro o la forma de sacarla del país. Ayudaba a los que vivían en las sombras, huyendo en el día, mezclados con el bullicio de la ciudad, pero que, al caer la noche, debían estar ocultos, cada vez en una parte diferente. Las horas más peligrosas eran durante el toque de queda, cuando los fugitivos no podían salir a la calle y la policía podía cazarlos a su antojo. Alba pensó que la casa de su abuelo era el último sitio que allanarían. Poco a poco transformó los, cuartos vacíos en un laberinto de rincones secretos donde escondía a sus protegidos, a veces familias completas. El senador Trueba sólo ocupaba la biblioteca, el baño y su dormitorio. Allí vivía rodeado de sus muebles de caoba, sus vitrinas victorianas y sus alfombras persas. Incluso para un hombre tan poco propenso a las corazonadas como él, aquella mansión sombría era inquietante: parecía contener un monstruo oculto. Trueba no comprendía la causa de su desazón, porque él sabía que los ruidos extraños que los sirvientes decían oír, provenían de Clara que vagaba por la casa en compañía de sus espíritus amigos. Había sorprendido a menudo a su mujer deslizándose por los salones con su blanca túnica y su risa de muchacha. Fingía no verla, se quedaba inmóvil y hasta dejaba de respirar, para no asustarla. Si cerraba los ojos haciéndose el dormido, podía sentir el roce tenue de sus dedos en la frente, su aliento fresco pasar como un soplo, el roce de su pelo al alcance de la mano. No tenía motivos para sospechar algo anormal, sin embargo procuraba no aventurarse en la región encantada que era el reino de su mujer y lo más lejos que llegaba era la zona neutral de la cocina. Su
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Isabel Allende 238 antigua cocinera se había marchado, porque en una balacera mataron por error a su marido, y su único hijo, que estaba haciendo la conscripción en una aldea del Sur, fue colgado de un poste con sus tripas enrolladas en el cuello, corno venganza del pueblo por haber cumplido las órdenes de sus superiores. La pobre mujer perdió la razón y al poco tiempo Trueba perdió la paciencia, harto de encontrar en la comida los pelos que ella se arrancaba en su ininterrumpido lamento. Por un tiempo, Alba experimentó entre las ollas valiéndose de un libro de recetas, pero a pesar de su buena disposición, Trueba terminó por cenar casi todas las noches en el Club, para hacer por lo menos una comida decente al día. Eso dio a Alba mayor libertad para su tráfico de fugitivos y mayor seguridad para meter y sacar gente de la casa antes del toque de queda, sin que su abuelo sospechara.
Un día apareció Miguel. Ella estaba entrando a la casa, a plena luz de la siesta, cuando él le salió al encuentro. Había estado esperándola escondido entre la maleza del jardín. Se había teñido el pelo de un pálido color amarillo y vestía un traje azul cruzado. Parecía un vulgar empleado de Banco, pero Alba lo reconoció al plinto y no pudo atajar un grito de júbilo que le subió de las entrañas. Se abrazaron en el jardín, a la vista de los transeúntes y de quien quisiera mirar, hasta que les volvió la cordura y comprendieron el peligro. Alba lo llevó al interior de la casa, a su dormitorio. Cayeron sobre la cama en un nudo de brazos y piernas, llamándose mutuamente por los nombres secretos que usaban en los tiempos del sótano, se amaron con desespero, hasta que sintieron que se les escapaba la vida y les reventaba el alma, y tuvieron que quedarse quietos, escuchando los estrepitosos latidos de sus corazones, para tranquilizarse un poco. Entonces Alba lo miró por primera vez y vio que había estado retozando con un perfecto desconocido, que no sólo tenía el pelo de un vikingo, sino que tampoco tenía la barba de Miguel, ni sus pequeños lentes redondos de preceptor y parecía mucho más delgado. ¡Te ves horrible! le sopló al oído. Miguel se había convertido en uno de los jefes de la guerrilla, cumpliendo así el destino que él mismo se había labrado desde la adolescencia. Para descubrir su paradero, habían interrogado a muchos hombres y mujeres, lo que pesaba a Alba como una piedra de molino en el espíritu, pero para él no era más que una parte del horror de la guerra, y estaba dispuesto a correr igual suerte cuando le llegara el momento de encubrir a otros. Entretanto, luchaba en la clandestinidad, fiel a su teoría de que a la violencia de los ricos había que oponer la violencia del pueblo. Alba, que había imaginado mil veces que estaba preso o le habían dado muerte de alguna manera horrible, lloraba de alegría saboreando su olor, su textura, su voz, su calor, el roce de sus manos callosas por el uso de las armas y el hábito de reptar, rezando y maldiciendo y besándolo y odiándolo por tantos sufrimientos acumulados y deseando morir allí mismo, para no volver a penar su ausencia.
-Tenías razón, Miguel. Pasó todo lo que tú decías que pasaría -admitió Alba sollozando en su hombro.
Luego le contó de las armas que robó al abuelo y que escondió con su tío Jaime y se ofreció para llevarlo a buscarlas. Le hubiera gustado darle también las que no pudieron robarse y quedaron en la bodega de la casa, pero pocos días después del Golpe Militar le habían ordenado a la población civil entregar todo lo que pudiera considerarse una arma, hasta los cuchillos de exploradores y los cortaplumas de los niños. La gente dejaba sus paquetitos envueltos en papel de periódico en las puertas de las iglesias, porque no se atrevía a llevarlas a los cuarteles, pero el senador Trueba, que tenía armamentos de guerra, no sintió ningún temor, porque las suyas estaban destinadas a matar comunistas, como todo el mundo sabía. Llamó por teléfono a su amigo, el general Hurtado, y éste mandó un camión del ejército a retirarlas. Trucha condujo a los soldados hasta el cuarto de las armas y allí pudo comprobar, mudo de sorpresa,
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Isabel Allende 239 que la mitad de las cajas estaban rellenas de piedras y paja, pero comprendió que si admitía la pérdida, iba a involucrar a alguien de su propia familia o meterse él mismo en un lío. Empezó a dar disculpas que nadie le estaba pidiendo, puesto que los soldados no podían saber el número de armas que había comprado. Sospechaba de Blanca y Pedro Tercero García, pero las mejillas arreboladas de su nieta también le hicieron dudar. Después que los soldados se llevaron las cajas, firmándole un recibo, tomó a Alba de los brazos y la sacudió como nunca lo había hecho, para que confesara si tenía algo que ver con las metralletas y los rifles que faltaban: «No me preguntes lo que no quieres que te conteste, abuelo», respondió Alba mirándolo a los ojos. No volvieron a hablar del tema.
-Tu abuelo es un desgraciado, Alba. Alguien lo matará como se merece -dijo Miguel.
-Morirá en su cama. Ya está muy viejo -dijo Alba.
-El que a hierro mata, no puede morir a sombrerazos. Tal vez yo mismo lo mate un día.
-Ni Dios lo quiera, Miguel, porque me obligarías a hacer lo mismo contigo -repuso Alba ferozmente.
Miguel le explicó que no podrían verse en mucho tiempo, tal vez nunca más. Trató de razonar con ella el peligro que significaba ser la compañera de un guerrillero, aunque estuviera protegida por el apellido del abuelo, pero ella lloró tanto y se abrazó con tanta angustia a él, que tuvo que prometerle que aun a riesgo de sus vidas buscarían la ocasión de verse algunas veces. Miguel accedió, también, a ir con ella a buscar las armas y municiones enterradas en la montaña, porque era lo que más necesitaba en su lucha temeraria.
-Espero que no estén convertidas en chatarra -murmuró Alba-. Y que yo pueda recordar el sitio exacto, porque de eso hace más de un año.
Dos semanas después Alba organizó un paseo con los niños de su comedor popular en una camioneta que le prestaron los curas de la parroquia. Llevaba canastos con la merienda, una bolsa de naranjas, pelotas y una guitarra. A ninguno de los niños les llamó la atención que recogiera por el camino a un hombre rubio. Alba condujo la pesada camioneta con su cargamento de niños, por el mismo camino de la montaña que antes había recorrido con su tío Jaime. La detuvieron dos patrullas y tuvo que abrir los canastos de la comida, pero la alegría contagiosa de los niños y el inocente contenido de las bolsas alejaron toda sospecha de los soldados. Pudieron llegar tranquilos al sitio donde estaban escondidas las armas. Los niños jugaron al pillarse y al escondite. Miguel organizó con ellos un partido de fútbol, los sentó en rueda y les contó cuentos y después todos cantaron hasta desgañitarse. Luego dibujó un plano del sitio para regresar con sus compañeros amparados por las sombras de la noche. Fue un feliz día de campo en el cual por unas horas pudieron olvidar la tensión del estado de guerra y gozar del tibio sol de la montaña, oyendo el griterío de los niños que corrían entre las piedras con el estómago lleno por primera vez en muchos meses. -Miguel, tengo miedo -dijo Alba-. ¿Es que nunca podremos hacer una vida normal? Por qué no nos vamos al extranjero? ¿Por qué no escapamos ahora, que todavía es tiempo?
Miguel señaló a los niños y entonces Alba comprendió.
-¡Entonces déjame ir contigo! -suplicó ella, como tantas veces lo había hecho.
-No podemos tener una persona sin entrenamiento en este momento. Mucho menos
una mujer enamorada -sonrió Miguel-. Es mejor que tú sigas cumpliendo tu labor. Hay que ayudar a estos pobres chiquillos hasta que vengan tiempo mejores.
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-¡Por lo menos dime cómo puedo ubicarte!
-Si te agarra la policía, es mejor que no sepas nada -respondió Miguel.
Ella se estremeció.
En los meses siguientes Alba comenzó a traficar con el mobiliario de la casa. Al principio sólo se atrevió a sacar las cosas de los cuartos abandonados y del sótano, pero cuando lo hubo vendido todo, empezó a llevarse una por una las sillas antiguas del salón, los arrimos barrocos, los cofres coloniales, los biombos tallados y hasta la mantelería del comedor. Trueba se dio cuenta, pero no dijo nada. Suponía que su nieta estaba dando al dinero un fin prohibido, tal como creía que había hecho con las armas que le robó, pero prefirió no saberlo, para poder seguir sosteniéndose en precaria estabilidad sobre un mundo que se le hacía trizas. Sentía que los acontecimientos escapaban a su control. Comprendió que lo único que realmente le importaba era no perder a su nieta, porque ella era el último lazo que lo unía a la vida. Por eso, tampoco dijo nada cuando fue sacando uno por uno los cuadros de las paredes y los tapices antiguos para venderlos a los nuevos ricos. Se sentía muy viejo y muy cansado, sin fuerzas para luchar. Ya no tenía las ideas tan claras y se le había borrado la frontera entre lo que le parecía bueno y lo que consideraba malo. En la noche, cuando el sueño lo sorprendía, tenía pesadillas con casitas de ladrillo incendiadas. Pensó que si su única heredera decidía echar la casa por la ventana, él no lo evitaría, porque le faltaba muy poco para estar en la tumba, y ahí no se llevaría más que la mortaja. Alba quiso hablar con él, para ofrecer una explicación, pero el viejo se negó a escuchar el cuento de los niños hambrientos que recibían un plato de limosna con el producto de su gobelino de Aubisson, o los cesantes que sobrevivían otra semana con su dragón chino de piedra dura. Todo eso, seguía sosteniendo, era una monstruosa patraña del comunismo internacional, pero en el caso remoto de que fuera cierto, tampoco correspondía a Alba echarse a la espalda esa responsabilidad, sino al gobierno, o en última instancia a la Iglesia. Sin embargo, el día que llegó a su casa y no vio el retrato de Clara colgando en la entrada, consideró que el asunto estaba sobrepasando los límites de su paciencia y se enfrentó a su nieta.
-¿Adónde diablos está el cuadro de tu abuela -bramó.
-Se lo vendí al cónsul inglés, abuelo. Me dijo. que lo pondría en un museo en Londres.
-¡Te prohíbo que vuelvas a sacar algo de esta casal Desde mañana tendrás una cuenta en el banco, para tus alfileres -replicó.
Pronto Esteban Trueba vio que Alba era la mujer más cara de su vida y que un harén de cortesanas no habría resultado tan costoso como aquella nieta de verde cabellera. No le hizo reproches, porque habían vuelto los tiempos de la buena fortuna y mientras más gastaba, más tenía. Desde que la actividad política estaba prohibida, le sobraba tiempo para sus negocios y calculó que, contra todos sus pronósticos, iba a morirse muy rico. Colocaba su dinero en las nuevas financieras que ofrecían a los inversionistas multiplicar su dinero de la noche a la mañana en forma pasmosa. Descubrió que la riqueza le producía un inmenso fastidio, porque le resultaba fácil ganarla, sin encontrar mayor aliciente para gastarla y ni siquiera el prodigioso talento para el despilfarro de su nieta lograba mermar su faltrica. Con entusiasmo reconstruyó y mejoró Las Tres Marías, pero después perdió interés en cualquier otra empresa, porque notó que gracias al nuevo sistema económico, no era necesario esforzarse y producir, puesto que el dinero atraía más dinero y sin ninguna participación suya las cuentas bancarias engrosaban día a día. Así, sacando cuentas, dio un paso que nunca imaginó dar en su vida: enviaba todos los meses un cheque a Pedro Tercero García,
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Isabel Allende 241 que vivía con Blanca asilados en el Canadá. Allí ambos se sentían plenamente realizados en la paz del amor satisfecho. Él escribía canciones revolucionarias para los trabajadores, los estudiantes y, sobre todo, la alta burguesía, que las había adoptado como moda, traducidas al inglés y al francés con gran éxito, a pesar de que las gallinas y los zorros son criaturas subdesarrolladas que no poseen el esplendor zoológico de las águilas y los lobos de ese helado país del Norte. Blanca, entretanto, plácida y feliz, gozaba por primera vez en su existencia de una salud de fierro. Instaló un gran horno en su casa para cocinar sus Nacimientos de monstruos que se vendían muy bien, por tratarse de artesanía indígena, tal como lo pronosticara Jean de Satigny veinticinco años atrás, cuando quiso exportarlos. Con estos negocios, los cheques del abuelo y la ayuda canadiense, tenían suficiente y Blanca, por precaución, escondió en el más secreto rincón, la calceta de lana con las inagotables joyas de Clara. Confiaba nunca tener que venderlas, para que un día las luciera Alba.
Esteban Trueba no supo que la policía política vigilaba su casa hasta la noche que se llevaron a Alba. Estaban durmiendo y, por una casualidad, no había nadie oculto en el laberinto de los cuartos abandonados. Los culatazos contra la puerta de la casa sacaron al viejo del sueño con el nítido presentimiento de la fatalidad. Pero Alba había despertado antes, cuando oyó los frenazos de los automóviles, el ruido de los pasos, las órdenes a media voz, y comenzó a vestirse, porque no tuvo dudas que había llegado su hora.
En esos meses, el senador había aprendido que ni siquiera su limpia trayectoria de golpista era garantía contra el terror. Nunca se imaginó, sin embargo, que vería irrumpir en su casa, al amparo del toque de queda, una docena de hombres sin uniformes, armados hasta los dientes, que lo sacaron de su cama sin miramientos y lo llevaron de un brazo hasta el salón, sin permitirle ponerse las pantuflas o arroparse con un chal. Vio a otros que abrían de una patada la puerta del cuarto de Alba y entraban con las metralletas en la mano, vio a su nieta completamente vestida, pálida, pero serena, aguardándolos de pie, los vio sacarla a empujones y llevarla encañonada hasta el salón, donde le ordenaron quedarse junto al viejo y no hacer el menor movimiento. Ella obedeció sin pronunciar una sola palabra, ajena a la rabia de su abuelo y a la violencia de los hombres que recorrían la casa destrozando las puertas, vaciando a culatazos los armarios, tumbando los muebles, destripando los colchones, volteando el contenido de los armarios, pateando los muros y gritando órdenes, en busca de guerrilleros escondidos, de armas clandestinas y otras evidencias. Sacaron de sus camas a las empleadas y las encerraron en un cuarto vigiladas por un hombre armado. Dieron vueltas las estanterías de la biblioteca y los adornos y obras de arte del senador rodaron por el piso con estrépito. Los volúmenes del túnel de Jaime fueron a dar al patio, allí los apilaron, los rociaron con gasolina y los quemaron en una pira infame, que fueron alimentando con los libros mágicos de los baúles encantados del bisabuelo Marcos, la edición esotérica de Nicolás, las obras de Marx en encuadernación de cuero y hasta las partituras de las óperas del abuelo, en una hoguera escandalosa que llenó de humo a todo el barrio y que, en tiempos normales, habría atraído a los bomberos.
-¡Entreguen todas las agendas, las libretas de direcciones, las chequeras, todos los documentos personales que tengan -ordenó el que parecía el jefe.
-¡Soy el senador Trueba! ¿Es que no me reconoce, hombre, por Dios? -chilló el abuelo desesperadamente-. ¡No pueden hacerme esto! ¡Es un atropello! ¡Soy amigo del general Hurtado!
-¡Cállate, viejo de mierda! ¡Mientras yo no te lo autorice, no tienes derecho a abrir la boca! -replicó el otro con brutalidad. La casa de los espíritus
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Lo obligaron a entregar el contenido de su escritorio y metieron en unas bolsas todo lo que les pareció interesante. Mientras un grupo terminaba de revisar la casa, otro seguía tirando libros por la ventana. En el salón quedaron cuatro hombres sonrientes, burlones, amenazantes, que pusieron los pies sobre los muebles, bebieron el whisky escocés de la botella y rompieron uno por uno los discos de la colección de clásicos del senador Trueba. Alba calculó que habían pasado por lo menos dos horas. Estaba temblando, pero no era de frío, sino de miedo. Había supuesto que ese momento llegaría algún día, pero siempre había tenido la esperanza irracional de que la influencia de su abuelo podría protegerla. Pero al verlo encogido en un sofá, pequeño y miserable como un anciano enfermo, comprendió que no podía esperar ayuda. -¡Firma aquí! -ordenó el jefe a prueba, poniendo delante de sus narices un papel-. Es una declaración de que entramos con una orden judicial, que te mostramos muestras identificaciones, que todo está en regla, que hemos procedido con todo respeto y buena educación, que no tienes ninguna queja. ¡Fírmalo!
-¡Jamás firmaré eso! -exclamó el viejo hirioso.
El hombre dio una rápida media vuelta y abofeteó a Alba en la cara. El golpe la lanzó al suelo. El senador Trueba se quedó paralizado de sorpresa y espanto, comprendiendo al fin que había llegado la hora de la verdad, después de casi noventa años de vivir bajo su propia ley.
-¿Sabías que tu nieta es la puta de un guerrillero? -dijo el hombre.
Abatido, el senador Trueba firmó el papel. Después se acercó trabajosamente a su nieta y la abrazó, acariciándole el pelo con una ternura desconocida en él. -No te preocupes, hijita. Todo se va arreglar, no pueden hacerte nada, esto es un error, quédate tranquila-murmuraba.
Pero el hombre lo apartó brutalmente y gritó a los demás que había que irse. Dos matones se llevaron a Alba de los brazos casi en vilo. Lo último que ella vio fue la figura patética del abuelo, pálido como la cera, temblando, en camisa de dormir y descalzo, que desde el umbral de la puerta le aseguraba que al día siguiente iba a rescatarla, hablaría directamente con el general Hurtado, iría con sus abogados a buscarla donde quiera que estuviera, para llevarla de vuelta a la casa. La subieron en tina camioneta junto al hombre que la había golpeado y otro que manejaba silbando. Antes que pusieran tiras de papel engomado en sus párpados, miró por última vez la calle vacía y silenciosa, extrañada que a pesar del escándalo y de los libros quemados, ningún vecino se hubiera asomado a mirar. Supuso que, tal como muchas veces lo había hecho ella misma, estaban atisbando por las rendijas de las persianas y los pliegues de las cortinas, o se habían tapado la cabeza con la almohada para no saber. La camioneta se puso en marcha y ella, ciega por primera vez, perdió la noción del espacio y el tiempo. Sintió una mano húmeda y grande en su pierna, sobando, pellizcando, subiendo, explorando, un aliento pesado en su cara susurrando te voy a calentar puta, ya lo verás, y otras voces y risas, mientras el vehículo daba vueltas y vueltas en lo que a ella le pareció un viaje interminable. No supo adónde la llevaban hasta que escuchó el ruido del agua y sintió las ruedas de la camioneta pasar sobre madera. Entonces adivinó su destino. Invocó a los espíritus de los tiempos de la mesa de tres patas y del inquieto azucarero de su abuela, a los fantasmas capaces de torcer el rumbo de los acontecimientos, pero ellos parecían haberla abandonado, porque la camioneta siguió por el mismo camino. Sintió un frenazo, oyó las pesadas puertas de un portón que se abrían rechinando y volvían a cerrarse después de su paso. Entonces Alba entró en su pesadilla, aquella que vieron su abuela en su carta astrológica al nacer y Luisa Mora, en un instante de premonición.
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Los hombres la ayudaron a bajar. No alcanzó a dar dos pasos. Recibió el primer golpe en las costillas y cayó de rodillas, sin poder respirar. La levantaron entre dos de las axilas y la arrastraron un largo trecho. Sintió los pies sobre la tierra y después sobre la áspera superficie de un piso de cemento. Se detuvieron.
-Ésta es la nieta del senador Trueba, coronel -oyó decir.
-Ya veo -respondió otra voz.
Alba reconoció sin vacilar la voz de Esteban García y comprendió en ese instante que la había estado esperando desde el día remoto en que la sentó sobre sus rodillas, cuando ella era una criatura.
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La hora de la verdad
Capítulo XIV
Alba estaba encogida en la oscuridad. Habían quitado de un tirón el papel engomado de sus ojos y en su lugar colocaron una venda apretada. Tenía miedo. Recordó el entrenamiento de su tío Nicolás cuando la prevenía contra el peligro de tenerle miedo al miedo, y se concentró para dominar el temblor de su cuerpo y cerrar los oídos a los pavorosos ruidos que le llegaban del exterior. Procuró evocar los momentos felices con Miguel, buscando ayuda para engañar al tiempo y encontrar fuerzas para lo que iba a pasar, diciéndose que debía soportar unas cuantas horas sin que la traicionaran los nervios, hasta que su abuelo pudiera mover la pesada maquinaria de su poder y sus influencias, para sacarla de allí. Buscó en su memoria un paseo con Miguel a la costa, en otoño, mucho antes que el huracán de los acontecimientos pusiera el mundo patas arriba, en la época en que todavía las cosas se llamaban por nombres conocidos y las palabras tenían un significado único, cuando pueblo, libertad y compañero eran sólo eso, pueblo, libertad y compañero, y no eran todavía contraseñas. Trató de volver a vivir ese momento, la tierra roja y húmeda, el intenso olor de los bosques de pinos y eucaliptos, donde el tapiz de hojas secas se maceraba, después del largo y cálido verano, y donde la luz cobriza del sol se filtraba entre las copas de los árboles. Trató de recordar el frío, el silencio y esa preciosa sensación de ser los dueños de la tierra, de tener veinte años y la vida. por delante, de amarse tranquilos, ebrios de olor a bosque y de amor, sin pasado, sin sospechar el futuro, con la única increíble riqueza de ese instante presente, en que se miraban, se olían, se besaban, se exploraban, envueltos en el murmullo del viento entre los árboles y el rumor cercano de las olas reventando contra las rocas al pie del acantilado, estallando en un fragor de espuma olorosa, y ellos dos, abrazados dentro del mismo poncho como siameses en un mismo pellejo, riéndose y jurando que sería para siempre, convencidos de que eran los únicos en todo el universo en haber descubierto el amor.
Alba oía los gritos, los largos gemidos y la radio a todo volumen. El bosque, Miguel, el amor, se perdieron en el túnel profundo de su terror y se resignó a enfrentar su destino sin subterfugios.
Calculó que había transcurrido toda la noche y una buena parte del día siguiente, cuando se abrió la puerta por primera vez y dos hombres la sacaron de su celda. La condujeron entre insultos y amenazas a la presencia del coronel García, a quien ella podía reconocer a ciegas, por el hábito de su maldad, aun antes de oírle la voz. Sintió sus manos tomándole la cara, sus gruesos dedos en el cuello y las orejas. Ahora vas a decirme dónde está tu amante -le dijo-. Eso nos evitará muchas molestias a los dos.
Alba respiró aliviada. ¡Entonces no habían detenido a Miguel!
-Quiero ir al baño -respondió Alba con la voz más firme que pudo articular. -Veo que no vas a cooperar, Alba. Es una lástima -suspiró García-. Los muchachos tendrán que cumplir con su deber, yo no puedo impedirlo.
Hubo un breve silencio a su alrededor y ella hizo un esfuerzo desmesurado por
recordar el bosque de pinos y el amor de Miguel, pero se le enredaron las ideas y ya
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Isabel Allende 245 no sabía si estaba soñando, ni de dónde provenía aquella pestilencia de sudor, de excremento, de sangre y orina y la voz de ese locutor de fútbol que anunciaba unos golpes finlandeses que nada tenían que ver con ella, entre otros bramidos cercanos y precisos. Un bofetón brutal la tiró al suelo, manos violentas la volvieron a poner de pie, dedos feroces se incrustaron en sus pechos triturándole los pezones y el miedo la venció por completo. Voces desconocidas la presionaban, entendía el nombre de Miguel, pero no sabía lo que le preguntaban y sólo repetía incansablemente un no monumental mientras la golpeaban, la manoseaban, le arrancaban la blusa, y ella ya no podía pensar, sólo repetir no y no y no, calculando cuánto podría resistir antes que se le agotaran las fuerzas, sin saber que eso era sólo el comienzo, hasta que se sintió desvanecer y los hombres la dejaron tranquila, tirada en el suelo, por un tiempo que le pareció muy corto.
Pronto oyó de nuevo la voz de García y adivinó que eran sus manos ayudándola a pararse, guiándola hasta una silla, acomodándole la ropa, poniéndole la blusa. -¡Ay, Dios! -dijo-. ¡Mira cómo te han dejado! Te lo advertí, Alba. Ahora trata de tranquilizarte, voy a darte una taza de café.
Alba rompió a llorar. El líquido tibio la reanimó, pero no sintió su sabor, porque lo tragaba mezclado con sangre. García sostenía la taza acercándosela con cuidado, como un enfermero. -¿Quieres fumar?
-Quiero ir al baño -dijo ella pronunciando cada sílaba con dificultad a través de los labios hinchados.
-Por supuesto, Alba. Te llevarán al baño y después podrás descansar. Yo soy tu amigo, comprendo perfectamente tu situación. Estás enamorada y por eso lo proteges. Yo sé que tú no tienes nada que ver con la guerrilla. Pero los muchachos no me creen cuando se lo digo, no se van a conformar hasta que no les digas dónde está Miguel. En realidad ya lo tienen cercado, saben dónde está, lo atraparán, pero quieren estar seguros de que tú no tienes nada que ver con la guerrilla, ¿entiendes? Si lo proteges, si te niegas a hablar, ellos seguirán sospechando de ti. Diles lo que quieren saber y entonces yo mismo te llevaré a tu casa. ¿Se lo dirás, verdad?
-Quiero ir al baño -repitió Alba.
-Veo que eres testaruda, como tu abuelo. Está bien. Irás al baño. Te voy a dar la oportunidad de pensar un poco -dijo García.
La llevaron a un baño y tuvo que hacer caso omiso del hombre que estaba a su lado tomándola del brazo. Después la condujeron a su celda. En el pequeño cubo solitario de su prisión trató de aclarar sus ideas, pero estaba atormentada por el dolor de la paliza, la sed, la venda apretada en las sienes, el ruido atronador de la radio, el terror de las pisadas que se acercaban y el alivio cuando se alejaban, los gritos y las órdenes. Se encogió como un feto en el suelo y se abandonó a sus múltiples sufrimientos. Así estuvo varias horas, tal vez días. Dos veces fue un hombre a sacarla y la guió a una letrina fétida, donde no pudo lavarse, porque no había agua. Le daba un minuto de tiempo y la ponía sentada en el excusado con otra persona silenciosa y torpe como ella. No podía adivinar si era otra mujer o un hombre. Al principio lloró, lamentando que su tío Nicolás no le hubiera dado un entrenamiento especial para soportar la humillación, que le parecía peor que el dolor, pero al fin se resignó a su propia inmundicia y dejó de pensar en la insoportable necesidad de lavarse. Le dieron de comer maíz tierno, un pequeño trozo de pollo y un poco de helado, que ella adivinó por el sabor, el olor, la temperatura, y devoró apresuradamente con la mano, extrañada de aquella cena de lujo, inesperada en aquel lugar. Después se enteró que la comida La casa de los espíritus
Isabel Allende 246 para los prisioneros de ese recinto de tortura provenía de la nueva sede del gobierno, que se había instalado en un improvisado edificio, porque el antiguo Palacio de los Presidentes no era más que un montón de escombros.
Trató de llevar la cuenta de los días transcurridos desde su detención, pero la soledad, la oscuridad y el miedo le trastornaron el tiempo y le dislocaron el espacio, creía ver cavernas pobladas de monstruos, imaginaba que la habían drogado y por eso sentía todos los huesos flojos y las ideas locas, se hacía el propósito de no comer ni beber, pero el hambre y la sed eran más fuertes que su decisión. Se preguntaba por qué su abuelo no había ido todavía a rescatarla. En los momentos de lucidez podía comprender que no era un mal sueño y que no estaba allí por error. Se propuso olvidar hasta el nombre de Miguel.
La tercera vez que la llevaron donde Esteban García, Alba estaba más preparada, porque a través de la pared de su celda podía oír lo que ocurría en la pieza de al lado, donde interrogaban a otros prisioneros, y no se hizo ilusiones. Ni siquiera intentó evocar los bosques de sus amores.
-Has tenido tiempo para pensar, Alba. Ahora vamos a hablar los dos tranquilamente y me dirás dónde está Miguel y así saldremos de esto rápido -dijo García.
-Quiero ir al baño -replicó Alba.
-Veo que te estás burlando de mí, Alba -dijo él-. Lo siento mucho, pero aquí no podemos perder el tiempo.
Alba no respondió.
-¡Quítate la ropa! -ordenó García con otra voz.
Ella no obedeció. La desnudaron con violencia, arrancándole los pantalones a pesar de sus patadas. El recuerdo preciso de su adolescencia y del beso de García en el jardín le dieron la fuerza del odio. Luchó contra él, gritó por él, lloró, orinó y vomitó por él, hasta que se cansaron de golpearla y le dieron una corta tregua, que aprovechó para invocar a los espíritus comprensivos de su abuela, para que la ayudaran a morir. Pero nadie vino en su auxilio. Dos manos la levantaron, cuatro la acostaron en un catre metálico, helado, duro, lleno de resortes que le herían la espalda, y le ataron los tobillos y las muñecas con correas de cuero.
-Por última vez, Alba. ¿Dónde está Miguel? -preguntó García.
Ella negó silenciosamente. Le habían sujetado la cabeza con otra correa.
-Cuando estés dispuesta a hablar, levanta un dedo -dijo él.
Alba escuchó otra voz.
-Yo manejo la máquina -dijo.
Y entonces ella sintió aquel dolor atroz que le recorrió el cuerpo y la ocupó completamente y que nunca, en los días de su vida, podría llegar a olvidar. Se hundió en la oscuridad.
-¡Les dije que tuvieran cuidado con ella, cabrones! -oyó la voz de Esteban García que le llegaba de muy lejos, sintió que le abrían los párpados, pero no vio nada más que un difuso resplandor, luego sintió un pinchazo en el brazo y volvió a perderse en la inconsciencia.
Un siglo después, Alba despertó mojada y desnuda. No sabía si estaba cubierta de sudor, de agua o de orina, no podía moverse, no recordaba nada, no sabía dónde estaba ni cuál era la causa de ese malestar intenso que la había reducido a una piltrafa. Sintió la sed del Sáhara y clamó por agua.
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-Aguanta, compañera-dijo alguien a su lado-. Aguanta hasta mañana. Si tomas agua, te vienen convulsiones y puedes morir.
Abrió los ojos. No los tenía vendados. Un rostro vagamente familiar estaba inclinado sobre ella, unas manos la arroparon con una manta.
-¿Te acuerdas de mí? Soy Ana Díaz. Fuimos compañeras en la universidad. ¿No me reconoces?
Alba negó con la cabeza, cerró los ojos y se abandonó a la dulce ilusión de la muerte. Pero unas horas más tarde despertó y al moverse sintió que le dolía hasta la última fibra de su cuerpo.
-Pronto te sentirás mejor -dijo una mujer que estaba acariciándole la cara y apartando unos mechones de pelo húmedo que le tapaban los ojos-. No te muevas y trata de relajarte. Yo estaré a tu lado, descansa.
-¿Qué pasó? -balbuceó Alba.
-Te dieron fuerte, compañera-dijo la otra con tristeza.
-¿Quién eres? -preguntó Alba.
-Ana Díaz. Estoy aquí desde hace una semana. A mi compañero también lo agarraron, pero todavía está vivo. Una vez al día lo veo pasar, cuando los llevan al baño.
-¿Ana Díaz? -murmuró Alba.
-La misma. No éramos muy amigas en la universidad, pero nunca es tarde para empezar. La verdad es que la última persona que pensaba encontrar aquí eras tú, condesa -dijo con dulzura la mujer-. No hables, trata de dormir, para que se te haga más corto el tiempo. Poco a poco te volverá la memoria, no te preocupes. Es por la electricidad.
Pero Alba no pudo dormir, porque se abrió la puerta de la celda, entró un hombre.
-¡Ponle la venda! -ordenó a Ana Díaz.
-¡Por favor…! ¿No ve que está muy débil? Déjela descansar un poco…
-¡Haz lo que te digo!
Ana se inclinó sobre el camastro y le puso la venda en los ojos. Luego quitó la manta y trató de vestirla, pero el guardia la apartó de un empujón; levantó a la prisionera por los brazos y la sentó. Otro entró a ayudarlo y entre los dos la llevaron en vilo, porque no podía caminar. Alba estaba segura de que se estaba muriendo, si es que no estaba muerta ya. Oyó que avanzaba por un corredor donde el ruido de las pisadas era devuelto por el eco. Sintió una mano en su cara, levantándole la cabeza. -Pueden ciarle agua. Lávenla y póngale otra inyección. Vean si puede tragar un poco de café y me la traen -dijo García..
-¿La vestimos, coronel?
-No.
Alba estuvo en manos de García mucho tiempo. A los pocos días él se dio cuenta que lo había reconocido, pero no abandonó la precaución de mantenerla con los ojos vendados, incluso cuando estaban solos. Diariamente traían y se llevaban nuevos prisioneros. Alba oía los vehículos, los gritos, el portón que se cerraba, y procuraba llevar la cuenta de los detenidos, pero era casi imposible. Ana Díaz calculaba que había alrededor de doscientos. García estaba muy ocupado, pero no dejó pasar un día sin vera Alba, alternando la violencia desatada, con su comedia de buen amigo. A veces
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parecía genuinamente conmovido y con su propia mano le daba cucharadas de sopa, pero el día que le hundió la cabeza en una batea llena de excrementos, hasta que ella se desmayó de asco, Alba comprendió que no estaba tratando de averiguar el paradero de Miguel, sino vengándose de agravios que le habían infligido desde su nacimiento, y que nada que pudiera confesar modificaría su suerte como prisionera particular del coronel García. Entonces pudo salir poco a poco del círculo privado de su terror y empezó a disminuir su miedo y pudo sentir compasión por los otros, por los que colgaban de los brazos, por los recién llegados, por aquel hombre al que le pasaron con una camioneta por encima de los pies engrillados. Sacaron a todos los prisioneros al patio, al amanecer, y los obligaron a mirar, porque ése era también un asunto personal entre el coronel y su prisionero. Fue la primera vez que Alba abría los ojos fuera de la penumbra de su celda, y el suave resplandor de la madrugada y la escarcha que brillaba entre las piedras, donde se habían juntado los charcos de lluvia en la noche, le parecieron insoportablemente luminosos. Arrastraron al hombre, que no opuso resistencia, pero tampoco podía tenerse en pie, y lo dejaron al centro del patio. Los guardias tenían las caras cubiertas con pañuelos, para que nunca pudieran ser reconocidos en el caso improbable de que las circunstancias cambiaran. Alba cerró los ojos cuando escuchó el motor de la camioneta, pero no pudo cerrar los oídos al bramido, que quedó vibrando para siempre en su recuerdo.
Ana Díaz la ayudó a resistir durante el tiempo que estuvieron juntas. Era una mujer inquebrantable. Había soportado todas las brutalidades, la habían violado delante de su compañero, los habían torturado juntos, pero ella no había perdido la capacidad para la sonrisa o para la esperanza. Tampoco la perdió cuando la llevaron a una clínica secreta de la policía política, porque a causa de una paliza perdió el niño que esperaba y comenzó a desangrarse.
-No importa, algún día tendré otro -dijo a Alba cuando volvió a su celda. Esa noche Alba la escuchó llorar por primera vez, tapándose la cara con la frazada para ahogar su tristeza. Se acercó a ella, la abrazó, la acunó, limpió sus lágrimas, le dijo todas las palabras tiernas que pudo recordar, pero esa noche no había consuelo para Ana Díaz, de modo que Alba se limitó a mecerla en sus brazos, arrullándola como a una criatura y deseando que ella misma pudiera echarse a la espalda ese terrible dolor para aliviarla. La mañana las sorprendió durmiendo enrolladas como dos animalitos. En el día esperaban ansiosamente el momento en que pasaban la larga fila de los hombres rumbo al baño, Iban con los ojos vendados, para guiarse, cada uno llevaba la mano en el hombro del que iba adelante, vigilados por guardias armados. Entre ellos iba Andrés. Por la minúscula ventana con barrotes de su celda, ellas podían verlos, tan cerca que si hubieran podido sacar la mano los habrían tocado. Cada vez que pasaban, Ana y Alba cantaban con la fuerza de la desesperación y de otras celdas también surgían voces femeninas. Entonces, los prisioneros se enderezaban, levantaban los hombros, torcían la cabeza en su dirección y Andrés sonreía. Tenía la camisa desgarrada y manchada de sangre seca.
Un guardia se dejó conmover por el himno de las mujeres. Una noche les llevó tres claveles en un tarro con agua, para que adornaran la ventana. Otra vez fue a decir a Ana Díaz que necesitaba una voluntaria para lavar la ropa de un preso y limpiar su celda. La condujo donde Andrés y los dejó solos por algunos minutos. Cuando Ana Díaz regresó estaba transfigurada y Alba no se atrevió a hablarle, para no interrumpir su felicidad.
Un día el coronel García se sorprendió acariciando a Alba como un enamorado y hablándole de su infancia en el campo, cuando la veía pasar a lo lejos, de la mano de su abuelo, con sus delantales almidonados y el halo verde de sus trenzas, mientras él,
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Isabel Allende 249 descalzo en el barro, se juraba que algún día le haría pagar cara su arrogancia y se vengaría de su maldito destino de bastardo. Rígida y ausente, desnuda y temblando de asco y de frío, Alba no lo escuchaba ni lo sentía, pero aquella grieta en su ansia de atormentarla, sonó al coronel como una campana de alarma. Ordenó que pusieran a Alba en la perrera y se dispuso, furioso, a olvidarla.
La perrera era una celda pequeña y hermética como una tumba sin aire, oscura y helada. Había seis en total, construidas como lugar de castigo, en un estanque vacío de agua. Se ocupaban por períodos más o menos breves, porque nadie resistía mucho tiempo en ellas, a lo más unos pocos días, antes de empezar a divagar, perder la noción de las cosas, el significado de las palabras, la angustia del tiempo o, simplemente, empezar a morir. Al principio, encogida en su sepultura, sin poder sentarse ni estirarse a pesar de su escaso tamaño, Alba se defendió contra la locura. En la soledad comprendió cuánto necesitaba a Ana Díaz. Creía escuchar golpecitos imperceptibles y lejanos, como si le enviaran mensajes en clave desde otras celdas, pero pronto dejó de prestarles atención, porque se dio cuenta de que toda forma de comunicación era inútil. Se abandonó, decidida a terminar su suplicio de una vez dejó de comer y sólo cuando la vencía su propia flaqueza bebía un sorbo de agua. Trató de no respirar, de no moverse, y se puso a esperar la muerte con impaciencia. Así estuvo mucho tiempo. Cuando casi había conseguido su propósito, apareció su abuela Clara, a quien había invocado tantas veces para que la ayudara a morir, con la ocurrencia de que la gracia no era morirse, puesto que eso llegaba de todos modos, sino sobrevivir, que era un milagro. La vio tal como la había visto siempre en su infancia, con su bata blanca de lino, sus guantes de invierno, su dulcísima sonrisa desdentada y el brillo travieso de sus ojos de avellana. Clara trajo la idea salvadora de escribir con el pensamiento, sin lápiz ni papel, para mantener la mente ocupada, evadirse de la perrera y vivir. Le sugirió, además, que escribiera un testimonio que algún día podría servir para sacar a la luz. el terrible secreto que estaba viviendo, para que el mundo se enterara del horror que ocurría paralelamente a la existencia apacible y ordenada de los que no querían saber, de los que podían tener la ilusión de una vida normal, de los que podían negar que iban a flote en una balsa sobre un mar de lamentos, ignorando, a pesar de todas las evidencias, que a pocas cuadras de su mundo feliz estaban los otros, los que sobreviven o mueren en el lado oscuro. «Tienes mucho que hacer, de modo que deja de compadecerte, toma agua y empieza a escribir», dijo Clara a su nieta antes de desaparecer tal como había llegado.
Alba intentó obedecer a su abuela, pero tan pronto como empezó a apuntar con el pensamiento, se llenó la perrera con los personajes de su historia, que entraron atropellándose y la envolvieron en sus anécdotas, en sus vicios y virtudes, aplastando sus propósitos documentales y echando por tierra su testimonio, atosigándola, exigiéndole, apurándola, y ella anotaba a toda prisa, desesperada porque a medida que escribía una nueva página, se iba borrando la anterior. Esta actividad la mantenía ocupada. Al comienzo perdía el hilo con facilidad y olvidaba en la misma medida en que recordaba nuevos hechos. La menor distracción o un poco más de miedo o de dolor, embrollaban su historia como un ovillo. Pero luego inventó una clave para recordar en orden, y entonces pudo hundirse en su propio relato tan profundamente, que dejó de comer, de rascarse, de olerse, de quejarse, y llegó a vencer, uno por uno, sus innumerables dolores.
Se corrió la voz de que estaba agonizando. Los guardias abrieron la trampa de la perrera y la sacaron sin ningún esfuerzo, porque estaba muy liviana. La llevaron de nuevo donde el coronel García, que en esos días había renovado su odio, pero Alba no lo reconoció. Estaba más allá de su poder.
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Por fuera, el hotel Cristóbal Colón tenía el mismo aspecto anodino de una escuela primaria, tal como yo lo recordaba. Había perdido la cuenta de los años que habían transcurrido desde la última vez que estuve allí y traté de hacerme la ilusión de que podría salir a recibirme el mismo Mustafá de antaño, aquel negro azul, vestido como una aparición oriental con su doble hilera de dientes de plomo y su cortesía de visir, el único negro auténtico del país, todos los demás eran pintados, como había asegurado Tránsito Soto. Pero no fue así. Un portero me condujo a un cubículo muy pequeño, me señaló un asiento y me indicó que esperara. Al poco rato apareció, en vez del espectacular Mustafá, una señora con el aire triste y pulcro de una tía provinciana, uniformada de azul con cuello blanco almidonado, que al verme tan anciano y desvalido, dio un ligero respingo. Llevaba una rosa roja en la mano.
-¿El caballero viene solo? -preguntó.
-¡Por supuesto que vengo solo! -exclamé.
La mujer me pasó la rosa y me preguntó qué cuarto prefería.
-Me da igual -respondí sorprendido.
-Están libres el Establo, el Templo y las Mil y Una Noches. ¿Cuál quiere?
-Las Mil y Una Noches -dije al azar.
Me condujo por un largo pasillo señalado con luces verdes y flechas rojas. Apoyado en mi bastón, arrastrando los pies, la seguí con dificultad. Llegamos a un pequeño patio donde se alzaba una mezquita en miniatura, provista de absurdas ojivas de vidrios coloreados.
-Es aquí. Si desea beber algo, pídalo por teléfono -indicó.
-Quiero hablar con Tránsito Soto. A eso he venido -dije.
-Lo siento, pero la señora no atiende a particulares. Sólo a proveedores.
-¡Yo tengo que hablar con ella! Dígale que soy el senador Trueba. Me conoce.
-No recibe a nadie, ya le dije -replicó la mujer cruzándose de brazos.
Levanté el bastón y le anuncié que si en diez minutos no aparecía Tránsito Soto en persona, rompería los vidrios y todo lo que hubiera dentro de su caja de Pandora. La uniformada retrocedió espantada. Abrí la puerta de la mezquita y me encontré dentro de una Alhambra de pacotilla. Una corta escalera de azulejos, cubierta con falsas alfombras persas, conducía a una habitación hexagonal con una cúpula en el techo, donde alguien había puesto todo lo que pensaba que existía en un harén de Arabia, sin haber estado nunca allí: almohadones de damasco, pebeteros de vidrio, campanas y toda suerte de baratijas de bazar. Entre las columnas, multiplicadas hasta el infinito por la sabia disposición de los espejos, vi un baño de mosaico azul más grande que el dormitorio, con una gran alberca donde calculé que se podía lavar una vaca y, con mayor razón, podían retozar dos amantes juguetones. No se parecía en nada al Cristóbal Colón que yo había conocido. Me senté trabajosamente sobre la cama redonda, sintiéndome de súbito muy cansado. Me dolían mis viejos huesos. Levanté la vista y un espejo en el techo me devolvió mi imagen: un pobre cuerpo empequeñecido, un rostro triste de patriarca bíblico surcado de amargas arrugas y los restos de una blanca melena. «¡Cómo ha pasado el tiempo!», suspiré.
Tránsito Soto entró sin golpear.
-Me alegro de verlo, patrón -saludó tal como siempre.
Se había convertido en una señora madura, delgada, con un moño severo, ataviada con un vestido negro de lana y dos vueltas de perlas soberbias en el cuello, majestuosa y serena, con más aspecto de concertista de piano que de dueña de
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Isabel Allende 251 prostíbulo. Me costó relacionarla con la mujer de antaño poseedora de una serpiente tatuada alrededor del ombligo. Me puse de pie para saludarla y no pude tutearla como antes.
-Se ve muy bien, Tránsito -dije, calculando que debía haber pasado los sesenta y cinco años.
-Me ha ido bien, patrón. ¿Se acuerda que cuando nos conocimos le dije que algún día yo sería rica? -sonrió ella.
-Me alegro que lo haya conseguido.
Nos sentamos lado a lado en la cama redonda. Tránsito sirvió un coñac para cada uno y me contó que la cooperativa de putas y maricones había sido un negocio estupendo durante diez largos años, pero que los tiempos habían cambiado y tuvieron que darle otro giro, porque por culpa de la libertad de las costumbres, el amor libre, la píldora y otras innovaciones, ya nadie necesitaba prostitutas, excepto los marineros y los viejos. «Las niñas decentes se acuestan gratis, imagínese la competencia», dijo ella. Me explicó que la cooperativa empezó a arruinarse y las socias tuvieron que ir a trabajar en otros oficios mejor remunerados y hasta Mustafá partió de vuelta a su patria. Entonces se le ocurrió que lo que se necesitaba era un hotel de citas, un sitio agradable para que las parejas clandestinas pudieran hacer el amor y donde un hombre no tuviera vergüenza de llevar a una novia por la primera vez. Nada de mujeres, ésas las pone el cliente. Ella misma lo decoró, siguiendo los impulsos de su fantasía y teniendo en consideración el gusto de la clientela y así, gracias a su visión comercial, que le indujo a crear un ambiente diferente en cada rincón disponible, el hotel Cristóbal Colón se convirtió en el paraíso de las almas perdidas y de los amantes furtivos. Tránsito Soto hizo salones franceses con muebles capitoné, pesebres con heno fresco y caballos de cartón piedra que observaban a los enamorados con sus inmutables ojos de vidrio pintado, cavernas prehistóricas, con estalactitas y teléfonos forrados en piel de puma.
-En vista de que no ha venido a hacer el amor, patrón, vamos a hablar a mi oficina, para dejarle este cuarto a la clientela -dijo Tránsito Soto.
Por el camino me contó que después del Golpe, la policía política había allanado el hotel un par de veces, pero cada vez que sacaban a las parejas de la cama y las arreaban a punta de pistola hasta el salón principal, se encontraban con que había uno o dos generales entre los clientes, de modo que habían dejado de molestar. Tenía muy buenas relaciones con el nuevo gobierno, tal como había tenido con todos los gobiernos anteriores. Me dijo que el Cristóbal Colón era un negocio floreciente y que todos los años ella renovaba algunos decorados, cambiando naufragios en islas polinésicas por severos claustros monacales y columpios barrocos por potros de tormento, según la moda, pudiendo introducir tanta cosa en una residencia de proporciones relativamente normales, gracias al artilugio de los espejos y las luces, que podían multiplicar el espacio, engañar al clima, crear el infinito y suspender el tiempo.
Llegamos a su oficina, decorada como una cabina de aeroplano, desde donde manejaba su increíble organización con la eficiencia de un banquero. Me contó cuántas sábanas se lavaban, cuánto papel higiénico se gastaba, cuántos licores se consumían, cuántos huevos de codorniz se cocían diariamente -son afrodisíacos-, cuánto personal se necesitaba y a cuánto ascendía la cuenta de luz, agua y teléfono, para mantener navegando aquel descomunal portaaviones de los amores prohibidos.
-Y ahora, patrón, dígame qué puedo hacer por usted-dijo finalmente Tránsito Soto, acomodándose en su sillón reclinable de piloto aéreo, mientras jugueteaba con las
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Isabel Allende 252 perlas del collar—. Supongo que ha venido para que le devuelva el favor que le estoy debiendo desde hace medio siglo, ¿verdad?
Y entonces yo, que había estado esperando que ella me lo preguntara, abrí el torrente de mi ansiedad y se lo conté todo, sin guardarme nada, sin una sola pausa, desde el principio hasta el fin. Le dije que Alba es mi única nieta, que me he ido quedando solo en este mundo, que se me ha achicado el cuerpo y el alma, tal como Férula dijo al maldecirme, y lo único que me falta es morir como un perro, que esa nieta de pelo verde es lo último que me queda, el único ser que realmente me importa, que por desgracia salió idealista, un mal de familia, es una de esas personas destinadas a meterse en problemas y hacer sufrir a los que estamos cerca, le dio por andar asilando fugitivos en las embajadas, lo hacía sin pensar, estoy seguro, sin darse cuenta que el país está en guerra, guerra contra el comunismo internacional o contra el pueblo, ya no se sabe, pero guerra al fin, y que esas cosas están penadas por la ley, pero Alba anda siempre en la luna y no se da cuenta del peligro, no lo hace por maldad, todo lo contrario, lo hace porque tiene el corazón desenfrenado, igual como lo tiene su abuela, que todavía anda socorriendo pobres a mis espaldas en los cuartos abandonados de la casa, mi Clara clarividente, y cualquier tipo que llegue donde Alba contando el cuento de que lo persiguen, consigue que ella arriesgue el pellejo para ayudarlo, aunque sea un perfecto desconocido, yo se lo dije, se lo advertí muchas veces que podían ponerle una trampa y un día iba a resultar que el supuesto marxista era un agente de la policía política, pero ella no me hizo caso, nunca me ha hecho caso en su vida, es más testaruda que yo, pero aunque así sea, asilar a un pobre diablo de vez en cuando no es una fechoría, no es algo tan grave que merezca que la lleven detenida, sin considerar que es mi nieta, nieta de un senador de la República, miembro distinguido del Partido Conservador, no pueden hacer eso con alguien de mi propia casa, porque entonces qué diablos queda para los demás, si la gente como uno cae presa, quiere decir que nadie está a salvo, que no han valido de nada más de veinte años en el Congreso y tener todas las relaciones que tengo, yo conozco a todo el mundo en este país, por lo menos a toda la gente importante, incluso al general Hurtado, que es mi amigo personal, pero en este caso no me ha servido para nada, ni siquiera el cardenal me ha podido ayudar a ubicar a mi nieta, no es posible que ella desaparezca como por obra de magia, que se la lleven una noche y yo no vuelva a saber nada de ella, me he pasado un mes buscándola y la situación ya me está volviendo loco, éstas son las cosas que desprestigian a la Junta Militar en el extranjero y dan pie para que las Naciones Unidas comiencen a joder con los derechos humanos, yo al principio no quería oír hablar de muertos, de torturados, de desaparecidos, pero ahora no puedo seguir pensando que son embustes de los comunistas, si hasta los propios gringos, que fueron los primeros en ayudar a los militares y mandaron sus pilotos de guerra para bombardear el Palacio de los Presidentes, ahora están escandalizados por la matanza, y no es que esté en contra de la represión, comprendo que al principio es necesario tener firmeza para imponer el orden, pero se les pasó la mano, están exagerando las cosas y con el cuento de la seguridad interna y que hay que eliminar a los enemigos ideológicos, están acabando con todo el mundo, nadie puede estar de acuerdo con eso, ni yo mismo, que fui el primero en tirar plumas de gallinas a los cadetes y en propiciar el Golpe, antes que los demás tuvieran la idea en la cabeza, fui el primero en aplaudirlo, estuve presente en el Te Deum de la catedral, y por lo mismo no puedo aceptar que estén ocurriendo estas cosas en mi patria, que desaparezca la gente, que saquen a mi nieta de la casa a viva fuerza y yo no pueda impedirlo, nunca habían pasado cosas así aquí, por eso, justamente por eso, es que he tenido que venir a hablar con usted, Tránsito, nunca me imaginé hace cincuenta años, cuando usted era una muchachita raquítica en el Farolito Rojo, que algún día tendría
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Isabel Allende 253 que venir a suplicarle de rodillas que me haga este favor, que me ayude a encontrar a mi nieta, me atrevo a pedírselo porque sé que tiene buenas relaciones con el gobierno, me han hablado de usted, estoy seguro que nadie conoce mejor a las personas importantes en las Fuerzas Armadas, sé que usted les organiza sus fiestas y puede llegar donde yo no tendría acceso jamás, por eso le pido que haga algo por mi nieta, antes que sea demasiado tarde, porque llevo semanas sin dormir, he recorrido todas las oficinas, todos los ministerios, todos los viejos amigos, sin que nadie pueda ayudarme, ya no me quieren recibir, me obligan a hacer antesala durante horas, a mí, que les he hecho tantos favores a esa misma gente, por favor, Tránsito, pídamelo que quiera, todavía soy un hombre rico, a pesar de que en los tiempos del comunismo las cosas se pusieron difíciles para mí, me expropiaron la tierra, sin duda se enteró, lo debe haber visto en la televisión y en los periódicos, fue un escándalo, esos campesinos ignorantes se comieron mis toros reproductores y pusieron mis yeguas de carrera a tirar del arado y en menos de un año Las Tres Marías estaba en ruinas, pero ahora yo llené el fundo de tractores y estoy levantándolo de nuevo, tal como lo hice una vez antes, cuando era joven, igual lo estoy haciendo ahora que estoy viejo, pero no acabado, mientras esos infelices que tenían título de propiedad de mi propiedad, la mía, andan muriéndose de hambre, como una cuerda de pelagatos, buscando algún miserable trabajito para subsistir, pobre gente, ellos no tuvieron la culpa, se dejaron engañar por la maldita reforma agraria, en el fondo los he perdonado y me gustaría que volvieran a Las Tres Marías, incluso he puesto avisos en los periódicos para llamarlos, algún día volverán y no me quedará más remedio que tenderles una mano, son como niños, bueno, pero no es de eso que vine a hablarle, Tránsito, no quiero quitarle su tiempo, lo importante es que tengo buena situación y mis negocios van viento en popa, así es que puedo darle lo que me pida, cualquier cosa, con tal que encuentre a mi nieta Alba antes que un demente me siga mandando más dedos cortados o empiece a mandarme orejas y acabe volviéndome loco o matándome de un infarto, discúlpeme que me ponga así, me tiemblan las manos, estoy muy nervioso, no puedo explicar lo que pasó, un paquete por correo y adentro sólo tres dedos humanos, amputados limpiamente, una broma macabra que me trae recuerdos, pero esos recuerdos nada tienen que ver con Alba, mi nieta ni siquiera había nacido entonces, sin duda yo tengo muchos enemigos, todos los políticos tenemos enemigos, no sería raro que hubiera un anormal dispuesto a fregarme enviándome dedos por correo justamente en el momento en que estoy desesperado por la detención de Alba, para ponerme ideas atroces en la cabeza, que si no fuera porque estoy en el límite de mis fuerzas, después de haber agotado todos los recursos, no hubiera venido a molestarla a usted, por favor, Tránsito, en nombre de nuestra vieja amistad, apiádese de mí, soy un pobre viejo destrozado, apiádese y busque a mi nieta Alba antes que me la terminen de mandar en pedacitos por correo, sollocé.
Tránsito Soto ha llegado a tener la posición que tiene, entre otras cosas, porque sabe pagar sus deudas. Supongo que usó el conocimiento del lado más secreto de los hombres que están en el poder, para devolverme los cincuenta pesos que una vez le presté. Dos días después me llamó por teléfono. -Soy Tránsito Soto, patrón. Cumplí su encargo -dijo.
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Epílogo
Anoche murió mi abuelo. No murió como un perro, como él temía, sino apaciblemente en mis brazos confundiéndome con Clara y a ratos con Rosa, sin dolor, sin angustia, consciente y sereno, más lúcido que nunca y feliz. Ahora está tendido en el velero del agua mansa, sonriente y tranquilo, mientras yo escribo sobre la mesa de madera rubia que era de mi abuela. He abierto las cortinas de seda azul, para que entre la mañana y alegre este cuarto. En la jaula antigua, junto a la ventana, hay un canario nuevo cantando y al centro de la pieza me miran los ojos de vidrio de Barrabás. Mi abuelo me contó que Clara se había desmayado el día que él, por darle un gusto, colocó de alfombra la piel del animal. Nos reímos hasta las lágrimas y decidimos ir a buscar al sótano los despojos del pobre Barrabás, soberbio en su indefinible constitución biológica, a pesar del transcurso del tiempo y al abandono, y ponerlo en el mismo lugar donde medio siglo antes lo puso mi abuelo en homenaje a la mujer que más amó en su vida.
-Vamos a dejarlo aquí, que es donde siempre debió estar -dijo.
Llegué a la casa una brillante mañana invernal en un carretón tirado por un caballo flaco. La calle, con su doble fila de castaños centenarios y sus mansiones señoriales, parecía un escenario inapropiado para ese vehículo modesto, pero cuando se detuvo frente a la casa de mi abuelo, encajaba muy bien con el estilo. La gran casa de la esquina estaba más triste y vieja de lo que yo podía recordar, absurda con sus excentricidades arquitectónicas y sus pretensiones de estilo francés, con la fachada cubierta de hiedra apestada. El jardín era un desparrame de maleza y casi todos los postigos colgaban de los goznes. El portón estaba abierto, como siempre. Toqué el timbre y después de un rato, sentí unas alpargatas que se aproximaban y una empleada desconocida me abrió la puerta. Me miró sin conocerme y yo sentí en la nariz el maravilloso olor a madera y a encierro de la casa donde nací. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Corrí a la biblioteca, presintiendo que el abuelo estaría esperándome donde siempre se sentaba y allí estaba, encogido en su poltrona. Me sorprendió verlo tan anciano, tan minúsculo y tembloroso, guardando del pasado sólo su blanca melena leonina y su pesado bastón de plata. Nos abrazamos apretadamente por un tiempo muy largo, susurrando abuelo, Alba, Alba, abuelo, nos besamos y cuando él vio mi mano se echó a llorar y maldecir y a dar bastonazos a los muebles, como lo hacía antes, y yo me reí, porque no estaba tan viejo ni tan acabado como me pareció al principio.
Ese mismo día el abuelo quiso que nos fuéramos del país. Tenía miedo por mí. Pero yo le expliqué que no podía irme, porque lejos de esta tierra sería como los árboles que cortan para Navidad, esos pobres pinos sin raíces que duran un tiempo y después se mueren.
-No soy tonto, Alba -dijo mirándome fijamente-. La verdadera razón por que quieres quedarte es Miguel, ¿no es verdad?
Me sobresalté. Nunca le había hablado de Miguel.
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-Desde que lo conocí, supe que no iba a poder sacarte de aquí, hijita -dijo con tristeza.
-¿Lo conociste? ¿Está vivo, abuelo? -lo zamarreé agarrándolo por la ropa.
-Lo estaba la semana pasada, cuando nos vimos por última vez -dijo.
Me contó que después que me detuvieron apareció una noche Miguel en la gran casa de la esquina. Estuvo a punto de darle una apoplejía de susto, pero a los pocos minutos comprendió que los dos tenían una meta en común: rescatarme. Después Miguel volvió a menudo a verlo, le hacía compañía y juntaban sus esfuerzos para buscarme. Fue Miguel quien tuvo la idea de ir a vera Tránsito Soto, al abuelo no se le hubiera ocurrido nunca.
-Hágame caso, señor. Yo sé quién tiene el poder en este país. Mi gente está infiltrada en todas partes. Si hay alguien que puede ayudara Alba en este momento, esa persona es Tránsito Soto -le aseguró.
-Si conseguimos sacarla de las garras de la policía política, hijo, tendrá que irse de aquí. Váyanse juntos. Puedo conseguirles salvoconductos y no les faltará dinero -ofreció el abuelo.
Pero Miguel lo miró como si fuera un viejito trastornado y procedió a explicarle que él tiene una misión que cumplir y no puede salir huyendo.
-Tuve que resignarme a la idea de que te quedarás aquí, a pesar de todo -dijo el abuelo abrazándome-. Y ahora cuéntamelo todo. Quiero saber hasta el último detalle. De modo que se lo conté. Le dije que después que se me infectó la mano, me llevaron a una clínica secreta donde mandan a los prisioneros que no tienen interés en dejar morir. Allí me atendió un médico alto, de facciones elegantes, que parecía odiarme tanto como el coronel García y se negaba a darme calmantes. Aprovechaba cada curación para plantearme su teoría personal respecto a la forma de acabar con el comunismo en el país y, de ser posible, en el mundo. Pero aparte de eso, me dejaba en paz. Por primera vez en varias semanas tenía sábanas limpias, suficiente comida y luz natural. Me cuidaba Rojas, un enfermero, de tronco macizo y cara redonda, vestido con una bata celeste siempre sucia y provisto de una gran bondad. Me daba de comer en la boca, me contaba interminables historias de remotos partidos de fútbol disputados entre equipos que yo nunca había oído nombrar y conseguía calmantes para inyectármelos a escondidas, hasta que consiguió interrumpir mi delirio. Rojas había atendido en esa clínica a un desfile interminable de desgraciados. Había comprobado que en su mayoría no eran asesinos ni traidores a la patria, por eso tenía una buena disposición con los prisioneros. A menudo terminaba de zurcir a alguien y se lo llevaban de nuevo. «Esto es como apalear arena al mar», decía con tristeza. Supe que algunos le pidieron que los ayudara a morir y, por lo menos en un caso, creo que lo hizo. Rojas llevaba una cuenta rigurosa de los que entraban y salían y podía acordarse sin vacilar de los nombres, las fechas y las circunstancias. Me juró que nunca había oído hablar de Miguel y eso me devolvió el valor para seguir viviendo, aunque a veces caía en un negro abismo de depresión y empezaba a recitar la cantinela de que me quiero morir. Él me contó de Amanda. La detuvieron en la misma época que a mí. Cuando se la llevaron a Rojas, ya no había nada que hacer. Murió sin delatar a su hermano, cumpliendo una promesa que le hiciera mucho tiempo atrás, el día que lo llevó por primera vez a la escuela. El único consuelo es que fue mucho más rápido de lo que ellos hubieran deseado, porque su organismo estaba muy debilitado por las drogas y por la infinita desolación que le dejó la muerte de Jaime. Rojas me cuidó hasta que me bajó la fiebre, empezó a cicatrizar mi mano y a volverme la cordura, y entonces se acabaron los pretextos para seguir reteniéndome; pero no me
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enviaron de vuelta a las manos de Esteban García, como yo temía. Supongo que en ese momento actuó la influencia benéfica de la mujer del collar de perlas, a quien fuimos a visitar con el abuelo para agradecerle que me salvara la vida. Cuatro hombres fueron a buscarme de noche. Rojas me despertó, me ayudó a vestirme y me deseó suerte. Lo besé, agradecida.
-¡Adiós, chiquilla! Cámbiese el vendaje, no se lo moje y si le vuelve la fiebre, es que se le infectó otra vez -me dijo desde la puerta.
Me condujeron a una celda estrecha donde pasé el resto de la noche sentada en una silla. Al día siguiente me llevaron a un campo de concentración para mujeres. Jamás olvidaré cuando me quitaron la venda de los ojos y me encontré en un patio cuadrado y luminoso, rodeada de mujeres que cantaban para mí el Himno a la Alegría. Mi amiga Ana Díaz estaba entre ellas y corrió a abrazarme. Rápidamente me acomodaron en una litera y me dieron a conocer las reglas de la comunidad y mis responsabilidades. -Hasta que te cures no tienes que lavar ni coser, pero tienes que cuidar a los niños -decidieron.
Yo había resistido el infierno con cierta entereza, pero cuando me sentí acompañada, me quebré. La menor palabra cariñosa me provocaba una crisis de llanto, pasaba la noche con los ojos abiertos en la oscuridad en medio de la promiscuidad de las mujeres, que se turnaban para cuidarme despiertas y no me dejaban nunca sola. Me ayudaban cuando empezaban a atormentarme los malos recuerdos o se me aparecía el coronel García sumiéndome en el terror, o Miguel se me quedaba prendido en un sollozo.
-No pienses en Miguel -me decían, insistían-. No hay que pensar en los seres queridos ni en el mundo que hay al otro lado de estos muros. Es la única manera de sobrevivir.
Ana Díaz consiguió un cuaderno escolar y me lo regaló.
-Para que escribas, a ver si sacas de dentro lo que te está pudriendo, te mejoras de una vez y cantas con nosotras y nos ayudas a coser-me dijo.
Le mostré mi mano y negué con la cabeza, pero ella me puso el lápiz en la otra y me dijo que escribiera con la izquierda. Poco a poco empecé a hacerlo. Traté de ordenar la historia que había empezado en la perrera. Mis compañeras me ayudaban cuando me faltaba la paciencia y el lápiz me temblaba en la mano. En ocasiones tiraba todo lejos, pero en seguida recogía el cuaderno y lo estiraba amorosamente, arrepentida porque no sabía cuándo podría conseguir otro. Otras veces amanecía triste y llena de pensamientos, me volvía contra la pared y no quería hablar con nadie, pero ellas no me dejaban, me sacudían, me obligaban a trabajar, a contar cuentos a los niños. Me cambiaban el vendaje con cuidado y me ponían el papel por delante. «Si quieres te cuento mi caso, para que lo escribas», me decían, se reían, se burlaban alegando que todos los casos eran iguales y que era mejor escribir cuentos de amor, porque eso gusta a todo el mundo. También me obligaban a comer. Repartían las porciones con estricta justicia, a cada quien según su necesidad y a mí me daban un poco más, porque decían que estaba en los huesos y así ni el hombre más necesitado se iba a fijar en mí. Me estremecía, pero Ana Díaz me recordaba que yo no era la única mujer violada y que eso, como muchas otras cosas, había que olvidarlo. Las mujeres se pasaban el día cantando a voz en cuello. Los carabineros les golpeaban la pared.
-¡Cállense, putas!
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-¡Háganos callar, si pueden, cabrones, a ver si se atreven! -y seguían cantando más fuerte y ellos no entraban, porque habían aprendido que no se puede evitar lo inevitable.
Traté de escribir los pequeños acontecimientos de la sección de mujeres, que habían detenido a la hermana del Presidente, que nos quitaron los cigarrillos, que habían llegado nuevas prisioneras, que Adriana había tenido otro de sus ataques y se había abalanzado sobre sus hijos para matarlos, se los tuvimos que quitar de las manos y yo me senté con un niño en cada brazo, para contarles los cuentos mágicos de los baúles encantados del tío Marcos, hasta que se durmieron, mientras yo pensaba en los destinos de esas criaturas creciendo en aquel lugar, con su madre trastornada, cuidados por otras madres desconocidas que no habían perdido la voz para una canción de cuna, ni el gesto para un consuelo, y me preguntaba, escribía, en qué forma los hijos de Adriana podrían devolver la canción y el gesto a los hijos o los nietos de esas mismas mujeres que los arrullaban.
Estuve en el campo de concentración pocos días. Un miércoles por la tarde los carabineros fueron a buscarme. Tuve un momento de pánico, pensando que me llevarían donde Esteban García, pero mis compañeras me dijeron que si usaban uniforme, no eran de la policía política y eso me tranquilizó un poco. Les dejé mi chaleco de lana, para que lo deshicieran y tejieran algo abrigado a los niños de Adriana, y todo el dinero que tenía cuando me detuvieron y que, con la escrupulosa honestidad que tienen los militares para lo intrascendente, me habían devuelto. Me metí el cuaderno en los pantalones y las abracé a todas, una por una. Lo último que oí al salir fue el coro de mis compañeras cantando para darme ánimos, tal como hacían con todas las prisioneras que llegaban o se iban del campamento. Yo iba llorando. Allí había sido feliz.
Le conté al abuelo que me llevaron en un furgón, con los ojos vendados, durante el toque de queda. Temblaba tanto, que podía oír castañetear mis dientes. Uno de los hombres que estaba conmigo en la parte posterior del vehículo, me puso un caramelo en la mano y me dio unas palmaditas de consuelo en el hombro.
-No se preocupe, señorita. No le va a pasar nada. La vamos a soltar y en unas horas más estará con su familia -dijo en un susurro.
Me dejaron en un basural cerca del Barrio de la Misericordia.
El mismo que me dio el dulce me ayudó a bajar.
-Cuidado con el toque de queda -me sopló al oído-. No se mueva hasta que amanezca.
Oí el motor y pensé que iban a aplastarme y después aparecería en la prensa que había muerto atropellada en un accidente del tránsito, pero el vehículo se alejó sin tocarme. Esperé un tiempo, paralizada de frío y miedo, hasta que por fin decidí quitarme la venda para ver dónde me encontraba. Miré a mi alrededor. Era un sitio baldío, un descampado lleno de basura donde corrían algunas ratas entre los desperdicios. Brillaba una luna tenue que me permitió ver a lo lejos el perfil de una miserable población de cartones, calaminas y tablas. Comprendí que debía tomar en cuenta la recomendación del guardia y quedarme allí hasta que aclarara. Me habría pasado la noche en el basural, si no llega un muchachito agazapado en las sombras y me hace señas sigilosas. Como ya no tenía mucho que perder, eché a andar en su dirección, trastabillando. Al acercarme, vi su carita ansiosa. Me echó una manta en los hombros, me tomó de la mano y me condujo a la población sin decir palabra. Caminábamos agachados, evitando la calle y los pocos faroles que estaban encendidos, algunos perros alborotaron con sus ladridos, pero nadie asomó la cabeza para indagar.
La casa de los espíritus
Isabel Allende
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Cruzamos un patio de tierra donde colgaban como pendones de un alambre unas pocas ropas y entramos a un rancho destartalado, como todos los demás por allí. Adentro había un solo bombillo iluminando tristemente el interior. Me conmovió la pobreza extrema: los únicos muebles eran una mesa de pino, dos sillas toscas y una cama donde dormían varios niños amontonados. Salió a recibirme una mujer baja, de piel oscura, con las piernas cruzadas de venas y los ojos hundidos en una red de arrugas bondadosas que no conseguían darle un aspecto de vejez. Sonrió y vi que le faltaban algunos dientes. Se acercó y me acomodó la manta, con un gesto brusco y tímido que reemplazó el abrazo que no se atrevió a darme.
-Voy a darle un tecito. No tengo azúcar, pero le hará bien tomar algo caliente -dijo. Me contó que oyeron el furgón y sabían lo que significaba un vehículo circulando durante el toque de queda en esos andurriales. Esperaron hasta estar seguros que se había ido y después partió el niño a ver lo que habían dejado. Pensaban encontrar un muerto.
A veces vienen a tirarnos algún fusilado, para que la gente tome respeto -me explicó.
Nos quedamos conversando el resto de la noche. Era una de esas mujeres estoicas y prácticas de nuestro país, que con cada hombre que pasa por sus vidas tienen un hijo y además recogen en su hogar a los niños que otros abandonan, a los parientes más pobres y a cualquiera que necesite una madre una hermana, una tía, mujeres que son. el pilar central de muchas vidas ajenas, que crían hijos para que se vayan también y que ven partir a sus hombres sin un reproche, porque tienen otras urgencias mayores de las cuales ocuparse. Me pareció igual a tantas otras que conocí en los comedores populares, en el hospital de mi tío Jaime, en la Vicaría donde iban a indagar por sus desaparecidos, en la morgue, donde iban a buscar a sus muertos. Le dije que había corrido mucho riesgo al ayudarme y ella sonrió. Entonces supe que el coronel García y otros como él tienen sus días contados, porque no han podido destruir el espíritu de esas mujeres.
En la mañana me acompañó donde un compadre que tenía un carretón de flete con un caballo. Le pidió que me trajera a mi casa y así es como llegué aquí. Por el camino pude ver la ciudad en su terrible contraste, los ranchos cercados con panderetas para crear la ilusión de que no existen, el centro aglomerado y gris, y el Barrio Alto, con sus jardines ingleses, sus parques, sus rascacielos de cristal y sus infantes rubios paseando en bicicleta. Hasta los perros me parecieron felices, todo en orden, todo limpio, todo tranquilo, y aquella sólida paz de las conciencias sin memoria. Este barrio es corno otro país.
El abuelo me escuchó tristemente. Se le terminaba de desmoronar un Inundo que él había creído bueno.
-En vista de que nos quedaremos aquí esperando a Miguel, vamos a arreglar un poco esta casa -dijo por último.
Así lo hicimos. Al comienzo pasábamos el día en la biblioteca, inquietos pensando que podrían volver para llevarme otra vez donde García, pero después decidimos que lo peor es tenerle miedo al miedo, como decía mi tío Nicolás, y que había que ocupar la casa enteramente y empezar a hacer una vida normal. Mi abuelo contrató una empresa especializada que la recorrió desde el techo hasta el sótano pasando máquinas pulidoras, limpiando cristales, pintando y desinfectando, hasta que quedó habitable. Media docena de jardineros y un tractor acabaron con la maleza, trajeron césped enrollado como un tapiz, un invento prodigioso de los gringos, y en menos de una semana teníamos hasta abedules crecidos, había vuelto a brotar el agua de las
La casa de los espíritus
Isabel Allende 259 fuentes cantarinas y otra vez se alzaban arrogantes las estatuas del Olimpo, limpias al fin de tanta caca de paloma y de tanto olvido. Fuimos juntos a comprar pájaros para las jaulas que estaban vacías desde que mi abuela, presintiendo su muerte, les abrió las puertas. Puse flores frescas en los jarrones y fuentes con fruta sobre las mesas, como en los tiempos de los espíritus, y el aire se impregnó con su aroma. Después nos tomamos del brazo, mi abuelo y yo, y recorrimos la casa, deteniéndonos en cada lugar para recordar el pasado y saludar a los imperceptibles fantasmas de otras épocas, que a pesar de tantos altibajos, persisten en sus puestos.
Mi abuelo tuvo la idea de que escribiéramos esta historia.
-Así podrás llevarte las raíces contigo si algún día tienes que irte de aquí, hijita-dijo. Desenterramos de los rincones secretos y olvidados los viejos álbumes y tengo aquí, sobre la mesa de mi abuela, un montón de retratos: la bella Rosa junto a un columpio desteñido, mi madre y Pedro Tercero García a los cuatro años, dando maíz a las gallinas en el patio de Las Tres Marías, mi abuelo cuando era joven y medía un metro ochenta, prueba irrefutable de que se cumplió la maldición de Férula y se le fue achicando el cuerpo en la misma medida en que se le encogió el alma, mis tíos Jaime y Nicolás, uno taciturno y sombrío, gigantesco y vulnerable, y el otro enjuto y gracioso, volátil y sonriente, también la Nana y los bisabuelos Del Valle, antes que se mataran en un accidente, en fin, todos menos el noble Jean de Satigny, de quien no queda ningún testimonio científico y he llegado a dudar de su existencia.
Empecé a escribir con la ayuda de mi abuelo, cuya memoria permaneció intacta hasta el Último instante de sus noventa años. De su puño y letra escribió varias páginas y cuando consideró que lo había dicho todo, se acostó en la cama de Clara. Yo me senté a su lado a esperar con él y la muerte no tardó en llegarle apaciblemente, sorprendiéndolo en el sueño. Tal vez soñaba que era su mujer quien le acariciaba la mano y lo besaba en la frente, porque en los últimos días ella no lo abandonó ni un instante, lo seguía por la casa, lo espiaba por encima del hombro cuando leía en la biblioteca y se acostaba con él en la noche, con su hermosa cabeza coronada de rizos apoyada en su hombro. Al principio era un halo misterioso, pero a medida que mi abuelo fue perdiendo para siempre la rabia que lo atormentó durante toda su existencia, ella apareció tal como era en sus mejores tiempos, riéndose con todos sus dientes y alborotando a los espíritus con su vuelo fugaz. También nos ayudó a escribir y gracias a su presencia, Esteban Trueba pudo morir feliz murmurando su nombre, Clara, clarísima, clarividente.
En la perrera escribí con el pensamiento que algún día tendría al coronel García vencido ante mí y podría vengar a todos los que tienen que ser vengados. Pero ahora dudo de mi odio. En pocas semanas, desde que estoy en esta casa, parece haberse diluido, haber perdido sus nítidos contornos. Sospecho que todo lo ocurrido no es fortuito, sino que corresponde a un destino dibujado antes de mi nacimiento y Esteban García es parte de ese dibujo. Es un trazo tosco y torcido, pero ninguna pincelada es inútil. El día en que mi abuelo volteó entre los matorrales del río a su abuela, Pancha García, agregó otro eslabón en una cadena de hechos que debían cumplirse. Después el nieto de la mujer violada repite el gesto con la nieta del violador y dentro de cuarenta años, tal vez, mi nieto tumbe entre las matas del río a la suya y así, por los siglos venideros, en una historia inacabable de dolor, de sangre y de amor. En la perrera tuve la idea de que estaba armando un rompecabezas en el que cada pieza tiene una ubicación precisa. Antes de colocarlas todas, me parecía incomprensible, pero estaba segura que si lograba terminarlo, daría un sentido a cada una y el resultado sería armonioso. Cada pieza tiene una razón de ser tal como es, incluso el coronel García. En algunos momentos tengo la sensación de que esto ya lo he vivido y
La casa de los espíritus
Isabel Allende 260 que he escrito estas mismas palabras, pero comprendo que no soy yo, sino otra mujer, que anotó en sus cuadernos para que yo me sirviera de ellos. Escribo, ella escribió, que la memoria es frágil y el transcurso de una vida es muy breve y sucede todo tan deprisa, que no alcanzamos a ver la relación entre los acontecimientos, no podemos medir la consecuencia de los actos, creemos en la ficción del tiempo, en el presente, el pasado y el futuro, pero puede ser también que todo ocurre simultáneamente, como decían las tres hermanas Mora, que eran capaces de ver en el espacio los espíritus de todas las épocas. Por eso mi abuela Clara escribía en sus cuadernos, para ver las cosas en su dimensión real y para burlar a la mala memoria. Y ahora yo busco mi odio y no puedo encontrarlo. Siento que se apaga en la medida en que me explico la existencia del coronel García y de otros como él, que comprendo a mi abuelo y me entero de las cosas a través de los cuadernos de Clara, las cartas de mi madre, los libros de administración de Las Tres Marías y tantos otros documentos que ahora están sobre la mesa al alcance de la mano. Me será muy difícil vengar a todos los que tienen que ser vengados, porque mi venganza no sería más que otra parte del mismo rito inexorable. Quiero pensar que mi oficio es la vida y que mi misión no es prolongar el odio, sino sólo llenar estas páginas mientras espero el regreso de Miguel, mientras entierro a mi abuelo que ahora descansa a mi lado en este cuarto, mientras aguardo que lleguen tiempos mejores, gestando a la criatura que tengo en el vientre, hija de tantas violaciones, o tal vez hija de Miguel pero sobre todo hija mía.
Mi abuela escribió durante cincuenta anos en sus cuadernos de anotar la vida. Escamoteados por algunos espíritus cómplices. se salvaron milagrosamente de la pira infame donde perecieron tantos otros papeles de la familia. Los tengo aquí, a mis pies, atados con cintas de colores, separados por acontecimientos y no por orden cronológico, tal como ella los dejó antes de irse. Clara los escribió para que me sirvieran ahora para rescatar las cosas del pasado y sobrevivir a mi propio espanto. El primero es un cuaderno escolar de veinte hojas, escrito con una delicada caligrafía infantil. Comienza así: «Barrabás llegó a la familia por vía marítima…»:.
Índice
Capítulo I: Rosa, la bella ——————— 6
Capítulo II: Las Tres Marías—————– 29
Capítulo III: Clara, clarividente————- 48
Capítulo IV: El tiempo de los espíritus —- 65
Capítulo V: Los amantes ——————– 87
Capitulo VI: La venganza —————— 107
Capítulo VII: Los hermanos ————— 126 Capítulo VIII: El conde——————— 148
Capítulo IX: La niña Alba—————— 158
Capítulo X: La época del estropicio —— 176
Capítulo XI: El despertar —————— 192
Capítulo XII: La Conspiración ———— 205
Capítulo XIII: El terror ——————— 221
Capítulo XIV: La hora de la verdad —— 244
Epílogo ————————————— 254