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La casa de los espíritus (II)

Isabel Allende :: 31.10.18

La ganadora del Premio Nacional de Literatura nos trae esta, su obra magistral, especial para el día de los muertos, que aún viven no sólo en la memorio de los vivos, sino en la vida de la especie.

Capítulo V
La infancia de Blanca transcurrió sin grandes sobresaltos, alternando aquellos calientes veranos en Las Tres Marías, donde descubría la fuerza de un sentimiento que crecía con ella, y la rutina de la capital, similar a la de otras niñas de su edad y su medio, a pesar de que la presencia de Clara ponía una nota extravagante en su vida. Todas las mañanas aparecía la Nana con el desayuno a sacudirle la modorra y vigilarle el uniforme, estirarle los calcetines, ponerle el sombrero, los guantes y el pañuelo, ordenar los libros en el bolsón, mientras intercalaba oraciones murmuradas por el alma de los muertos, con recomendaciones en voz alta para que Blanca no se dejara embaucar por las monjas.
-Esas mujeres son todas unas depravadas -le advertía- que eligen a las alumnas más bonitas, más inteligentes y de buena familia, para meterlas al convento, afeitan la cabeza a las novicias, pobrecitas, y las destinan a perder su vida haciendo tortas para vender y cuidando viejitos ajenos.
El chofer llevaba a la niña al colegio, donde la primera actividad del día era la misa y la comunión obligatoria. Arrodillada en su banco, Blanca aspiraba el intenso olor del incienso y las azucenas de María, y padecía el suplicio combinado de las náuseas, la culpa y el aburrimiento. Era lo único que no le gustaba del colegio. Amaba los altos corredores de piedra, la limpieza inmaculada de los pisos de mármol, los blancos muros desnudos, el Cristo de fierro que vigilaba la entrada. Era una criatura romántica y sentimental, con tendencia a la soledad, de pocas amigas, capaz de emocionarse hasta las lágrimas cuando florecían las rosas en el jardín, cuando aspiraba el tenue olor a trapo y jabón de las monjas que se inclinaban sobre sus tareas, cuando se quedaba rezagada para sentir el silencio triste de las aulas vacías. Pasaba por tímida y melancólica. Sólo en el campo, con la piel dorada por el sol y la barriga llena de fruta tibia, corriendocon Pedro Tercero por los potreros, era risueña y alegre. Su madre decía que ésa era la verdadera Blanca y que la otra, la de la ciudad, era una Blanca en hibernación.
Debido a la agitación constante que reinaba en la gran casa de la esquina, nadie, excepto la Nana, se dio cuenta de que Blanca estaba convirtiéndose en una mujer. Entró en la adolescencia de golpe. Había heredado de los Trueba la sangre española y árabe, el porte señorial, el rictus soberbio, la piel aceitunada y los ojos oscuros de sus genes mediterráneos, pero teñidos por la herencia de la madre, de quien sacó la dulzura que ningún Trucha tuvo jamás. Era una criatura tranquila que se entretenía sola, estudiaba, jugaba con sus muñecas y no manifestaba la menor inclinación natural por el espiritismo de su madre o por las rabietas de su padre. La familia decía en tono de chanza que ella era la única persona normal en varias generaciones y, en verdad, parecía ser un prodigio de equilibrio y serenidad. Alrededor de los trece años comenzó a desarrollársele el pecho, afinársele la cintura, adelgazó y estiró como una planta abonada. La Nana le recogió el pelo en un moño, la acompañó a comprar su primer corpiño, su primer par de medias de seda, su primer vestido de mujer y una colección de toallas enanas para lo que ella llamaba la demostración. Entretanto su madre seguía haciendo bailar las sillas por toda la casa, tocando Chopin con el piano cerrado
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88 y declamando los bellísimos versos sin rima, argumento ni lógica, de un poeta joven que había acogido en la casa, de quien se comenzaba a hablar por todas partes, sin enterarse de los cambios que se producían en su hija, sin ver el uniforme del colegio con las costuras reventadas, ni darse cuenta que la cara de fruta se le había sutilmente transformado en un rostro de mujer, porque Clara vivía tnás atenta del aura y los fluidos, que de los kilos o los centímetros. Un día la vio entrar al costurero con su vestido de salir y se extrañó de que aquella señorita alta y morena fuera su pequeña Blanca. La abrazó, la llenó de besos y le. advirtió que pronto tendría la menstruación.
-Siéntese y le explico lo que es eso -dijo Clara.
-No se moleste, mamá, ya va a hacer un año que me viene todos los meses -se rió Blanca.
La relación de ambas no sufrió grandes cambios con el desarrollo de la muchacha, porque estaba basada en los sólidos principios de la total aceptación mutua y la capacidad para burlarse juntas de casi todas las cosas de la vida.
Ese año el verano se anunció temprano con un calor seco y bochornoso que cubrió la ciudad con una reverberación de mal sueño, por eso adelantaron en un par de semanas el viaje a Las Tres Marías. Como todos los años, Blanca esperó ansiosamente el momento de ver a Pedro Tercero y como todos los años, al bajarse del coche lo primero que hizo fue buscarlo con la vista en el lugar de siempre. Descubrió su sombra escondida en el umbral de la puerta y saltó del vehículo, precipitándose a su encuentro con el ansia de tantos meses de soñar con él, pero vio, sorprendida, que el niño daba media vuelta y escapaba.
Blanca anduvo toda la tarde recorriendo los lugares donde se reunían, preguntó por él, lo llamó a gritos, lo buscó en la casa de Pedro García, el viejo, y; por último, al caer la noche se acostó vencida, sin comer. En su enorme cama de bronce, dolida v extrañada, hundió la cara en la almohada y lloró con desconsuelo. La Nana le llevó un vaso de leche con miel y adivinó al instante la causa de su congoja.
-¡Me alegro! -dijo con una sonrisa torcida-. ¡Ya no tienes edad para jugar con ese mocoso pulguiento!
Media hora más tarde entró su madre a besarla v la encontró sollozando los últimos estertores de un llanto melodramático. Por un instante Clara dejó de ser un ángel distraído y se colocó a la altura de los simples mortales que a los catorce años sufren su primera pena de amor. Quiso indagar, pero Blanca era muy orgullosa o demasiado mujer ya y no le dio explicaciones, de modo que Clara se limitó a sentarse un rato en la cama y acariciarla hasta que se calmó.
Esa noche Blanca durmió mal y despertó al amanecer, rodeada por las sombras de la amplia habitación. Se quedó mirando el artesonado del techo hasta que escuchó el canto del gallo Y entonces se levantó, abrió las cortinas y dejó que entrara la suave luz del alba v los primeros ruidos del mundo. Se acercó al espejo del armar¡o y se miró detenidamente. Se quitó la camisa y observó su cuerpo por primera vez en detalle, comprendiendo que todos esos cambios eran la causa de que su amigo hubiera huido. Sonrió con urna nuera v delicada sonrisa de mujer. Se puso la ropa vieja del verano pasado, que casi no le cruzaba, se arropó con una manta y salió de puntillas para no despertar a la familia. Afuera el campo se sacudía la modorra de la noche y los primeros rayos del sol cruzaban cono sablazos los picos de la cordillera, calentando la tierra y evaporando el rocío en una fina espuma blanca que borraba los contornos de las cosas y convertía el paisaje en una visión de ensueño. Blanca echó a andar en dirección al río. Todo estaba todavía en calma, sus pisadas aplastaban las hojas caídas y las ramas secas, produciendo un leve crepitar, único sonido en aquel vasto espacio
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89 dormido. Sintió que las alamedas imprecisas, los trigales dorados y los lejanos cerros morados perdiéndose en el cielo translúcido de la mañana, eran un recuerdo antiguo en su memoria, algo que había visto antes exactamente así y que ese instante ya lo había vivido. La finísima llovizna de la noche había empapado la tierra y los árboles, sintió la ropa ligeramente húmeda y los zapatos fríos. Respiró el perfume de la tierra mojada, de las hojas podridas, del humus, que despertaba un placer desconocido en sus sentidos.
Blanca llegó hasta el río y vio a su amigo de la infancia sentado en el sitio donde tantas veces se habían dado cita. En ese año, Pedro Tercero no había crecido como ella, sino que seguía siendo el mismo niño delgado, panzudo y moreno, con una sabia expresión de anciano en sus ojos negros. Al verla, se puso de pie y ella calculó que medía media cabeza más que él. Se miraron desconcertados, sintiendo por primera vez que eran casi dos extraños. Por un tiempo que pareció infinito, se quedaron inmóviles, acostumbrándose a los cambios y a las nuevas distancias, pero entonces trinó un gorrión y todo volvió a ser como el verano anterior. Volvieron a ser dos niños que corren, se abrazan y ríen, caen al suelo, se revuelcan, se estrellan contra los guijarros murmurando sus nombres incansablemente, dichosos de estar juntos una vez más. Por fin se calmaron. Ella tenía el pelo lleno de hojas secas, que él quitó una por una.
-Ven, quiero mostrarte algo -dijo Pedro Tercero.
La llevó de la mano. Caminaron, saboreando aquel amanecer del mundo, arrastrando los pies en el barro, recogiendo tallos tiernos para chuparles la savia mirándose y sonriendo, sin hablar, hasta que llegaron a un potrero lejano. El sol aparecía por encima del volcán, pero el día aún no terminaba de instalarse y la tierra bostezaba. Pedro le indicó que se tirara al suelo y guardara silencio. Reptaron acercándose a unos matorrales, dieron un corto rodeo y entonces Blanca la vio. Era una hermosa yegua baya, dando a luz, sola en la colina. Los niños inmóviles, procurando que no se oyera ni su respiración, la vieron jadear y esforzarse hasta que apareció la cabeza del potrillo y luego, después de un largo tiempo, el resto del cuerpo. El animalito cayó a tierra y la madre comenzó a lamerlo, dejándolo limpio y brillante como madera encerada, animándolo con el hocico para que intentara pararse. El potrillo trató de ponerse en pie, pero se le doblaban sus frágiles patas de recién nacido y se quedó echado, mirando a su madre con aire desvalido, mientras ella relinchaba saludando al sol de la mañana. Blanca sintió la felicidad estallando en su pecho y brotando en lágrimas de sus ojos.
-Cuando sea grande, me voy a casar contigo y vamos a vivir aquí, en Las Tres Marías -dijo en un susurro.
Pedro se la quedó mirando con expresión de viejo triste y negó con la cabeza. Era todavía mucho más niño que ella, pero ya conocía su lugar en el mundo. También sabía que amaría a aquella niña durante toda su existencia, que ese amanecer perduraría en su recuerdo y que sería lo último que vería en el momento de morir. Ese verano lo pasaron oscilando entre la infancia, que aún los retenía, y el despertar del hombre y de la mujer. Por momentos corrían como criaturas, soliviantando gallinas y alborotando vacas, se hartaban de leche tibia recién ordeñada y les quedaban bigotes de espuma, se robaban el pan salido del horno, trepaban a los árboles para construir casitas arbóreas. Otras veces se escondían en los lugares más secretos y tupidos del bosque, hacían lechos de hoja y jugaban a que estaban casados, acariciándose hasta la extenuación. No habían perdido la inocencia para quitarse la ropa sin curiosidad y bañarse desnudos en el río, como lo habían hecho siempre, zambulléndose en el agua fría y dejando que la corriente los arrastrara sobre las
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90 piedras lustrosas del fondo. Pero había cosas que ya no compartían como antes. Aprendieron a tenerse vergüenza. Ya no competían para ver quién era capaz de hacer el charco más grande de orina y Blanca no le habló de aquella materia oscura que le manchaba los calzones una vez al mes. Sin que nadie se lo dijera, se dieron cuenta de que no podían tener familiaridades delante de los demás. Cuando Blanca se ponía su ropa de señorita y se sentaba en las tardes en la terraza a beber limonada con su familia, Pedro Tercero la observaba de lejos, sin acercarse. Comenzaron a ocultarse para sus juegos. Dejaron de andar tomados de la mano a la vista de los adultos y se ignoraban para no atraer su atención. La Nana respiró más tranquila, pero Clara empezó a observarlos más cuidadosamente.
Terminaron las vacaciones y los Trueba regresaron a la capital cargados de frascos de dulces, compotas, cajones de fruta, quesos, gallinas y conejos en escabeche, cestos con huevos. Mientras acomodaban todo en los coches que los llevarían al tren, Blanca y Pedro Tercero se escondieron en el granero para despedirse. En esos tres meses habían llegado a amarse con aquella pasión arrebatada que los trastornó durante el resto de sus vidas. Con el tiempo ese amor se hizo más invulnerable y persistente, pero ya entonces tenía la misma profundidad y certeza que lo caracterizó después. Sobre una pila de grano, aspirando el aromático polvillo del granero en la luz dorada y difusa de la mañana que se colaba entre las tablas, se besaron por todos lados, se lamieron, se mordieron, se chuparon, sollozaron y bebieron las lágrimas de los dos, se juraron eternidad y se pusieron de acuerdo en un código secreto que les serviría para comunicarse durante los meses de separación.
Todos los que vivieron aquel momento, coinciden en que eran alrededor de las ocho de la noche cuando apareció Férula, sin que nada presagiara su llegada. Todos pudieron verla con su blusa almidonada, su manojo de llaves en la cintura y su moño de solterona, tal como la habían visto siempre en la casa. Entró por la puerta del comedor en el momento en que Esteban comenzaba a trinchar el asado y la reconocieron inmediatamente, a pesar de que hacía seis años que no la veían y estaba muy pálida y mucho más anciana. Era un sábado y los mellizos, Jaime y Nicolás, habían salido del internado a pasar el fin de semana con su familia, de modo que también estaban allí. Su testimonio es muy importante, porque eran los únicos miembros de la familia que vivían alejados por completo de la mesa de tres patas, preservados de la magia y el espiritismo por su rígido colegio inglés. Primero sintieron un frío súbito en el comedor y Clara ordenó que cerraran las ventanas, porque pensó que era una corriente de aire. Luego oyeron el tintineo de las llaves y casi enseguida se abrió la puerta y apareció Férula, silenciosa y con una expresión lejana, en el mismo instante en que entraba la Nana por la puerta de la cocina, con la fuente de la ensalada. Esteban Trueba se quedó con el cuchillo y el tenedor de trinchar en el aire, paralizado por la sorpresa, y los tres niños gritaron ¡tía Férula! casi al unísono. Blanca alcanzó a pararse para ir a su encuentro, pero Clara, que se sentaba a su lado, estiró la mano y la sujetó de un brazo. En realidad Clara fue la única que se dio cuenta a la primera mirada de lo que estaba ocurriendo, debido a su larga familiaridad con los asuntos sobrenaturales, a pesar de que nada en el aspecto de su cuñada delataba su verdadero estado. Férula se detuvo a un metro de la mesa, los miró a todos con ojos vacíos e indiferentes y luego avanzó hacia Clara, que se puso de pie, pero no hizo ningún ademán de acercarse, sino que cerró los ojos y comenzó a respirar agitadamente, como si estuviera incubando uno de sus ataques de asma. Férula se acercó a ella, le puso una mano en cada hombro y la besó en la frente con un beso breve. Lo único que se escuchaba en el comedor era la respiración jadeante de Clara y el campanilleo metálico de las llaves en la cintura de Férula. Después de besar a su
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cuñada, Férula pasó por su lado y salió por donde mismo había entrado, cerrando la puerta a sus espaldas con suavidad. En el comedor quedó la familia inmóvil, como en una pesadilla. De pronto la Nana comenzó a temblar tan fuerte, que se le cayeron los cucharones de la ensalada y el ruido de la plata al chocar contra el parquet los sobresaltó a todos. Clara abrió los ojos. Seguía respirando con dificultad y le caían lágrimas silenciosas por las mejillas y el cuello, manchándole la blusa. -Férula ha muerto -anunció.
Esteban Trueba soltó los cubiertos de trinchar el asado sobre el mantel y salió corriendo del comedor. Llegó hasta la calle llamando a su hermana, pero no encontró ni rastro de ella. Entretanto Clara ordenó a un sirviente que fuera a buscar los abrigos y cuando su esposo regresó, estaba colocándose el suyo y tenía las llaves del automóvil en la mano.
-Vamos donde el padre Antonio -le dijo.
Hicieron el camino en silencio. Esteban conducía con el corazón oprimido, buscando la antigua parroquia del padre Antonio en esos barrios de pobres donde hacía muchos años que no ponía los pies. El sacerdote estaba pegando un botón a su raída sotana cuando llegaron con la noticia de que Férula había muerto.
-¡No puede ser! -exclamó-. Yo estuve con ella hace dos días y estaba en buena salud y con buen ánimo.
-Llévenos a su casa, padre, por favor -suplicó Clara-. Yo sé por qué se lo digo. Está muerta.
Ante la insistencia de Clara, el padre Antonio los acompañó. Guió a Esteban por unas calles estrechas hasta el domicilio de Férula. Durante esos años de soledad, ella había vivido en uno de aquellos conventillos donde iba a rezar el rosario contra la voluntad de los beneficiados en los tiempos de su juventud. Tuvieron que dejar el coche a varias cuadras de distancia, porque las calles fueron haciéndose más y más estrechas, hasta que comprendieron que estaban hechas para andar sólo a pie o en bicicleta. Se internaron caminando, evitando los charcos de agua sucia que desbordaba de las acequias, sorteando la basura apilada en montones donde los gatos escarbaban como sombras sigilosas. El conventillo era un largo pasaje de casas ruinosas, todas iguales, pequeñas y humildes viviendas de cemento, con una sola puerta y dos ventanas, pintadas de parduzcos colores, desvencijadas, comidas por la humedad, con alambres tendidos a través del pasaje, donde en el día se colgaba la ropa al sol, pero a esa hora de la noche, vacíos, se mecían imperceptiblemente. En el centro de la callejuela había un único pilón de agua para abastecer a todas las familias que vivían allí y sólo dos faroles alumbraban el corredor entre las casas. El padre Antonio saludó a una vieja que se hallaba junto al pilón de agua esperando que se llenara un balde con el chorro miserable que salía del grifo.
-¿Ha visto a la señorita Férula? -preguntó.
-Debe estar en su casa, padre. No la he visto en los últimos días -dijo la vieja. El padre Antonio señaló una de las viviendas, igual a las demás, triste, descascarada y sucia, pero la única que tenía dos tarros colgando junto a la puerta donde crecían unas pequeñas matas de cardenales, la flor del pobre. El sacerdote golpeó la puerta. -¡Entren, no más! -gritó la vieja desde el pilón-. La señorita nunca pone llave en la puerta. ¡Ahí no hay nada que robar!
Esteban Trueba abrió llamando a su hermana, pero no se atrevió a entrar. Clara fue la primera en cruzar el umbral. Adentro estaba oscuro y les salió al encuentro el inconfundible aroma de lavanda y de limón. El padre Antonio encendió un fósforo. La
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92 débil llama abrió un círculo de luz en la penumbra, pero antes que pudieran avanzar o darse cuenta de qué los rodeaba, se apagó. -Esperen aquí -dijo el cura-. Yo conozco la casa.
Avanzó a tientas y al rato encendió una vela. Su figura se destacó grotescamente y vieron su rostro deformado por la luz que le daba desde abajo flotando a media altura, mientras su gigantesca sombra bailoteaba contra las paredes. Clara describió esta escena con minuciosidad en su diario, detallando con cuidado las dos habitaciones oscuras, cuyos muros estaban manchados por la humedad, el pequeño baño sucio y sin agua corriente, la cocina donde sólo quedaban sobras de pan viejo y un tarro con un poco de té. El resto de la vivienda de Férula pareció a Clara congruente con la pesadilla que había comenzado cuando su cuñada apareció en el comedor de la gran casa de la esquina para despedirse. Le dio la impresión de ser la trastienda de un vendedor de ropa usada o las bambalinas de una mísera compañía de teatro en gira. De unos clavos en los muros colgaban trajes anticuados, boas de plumas, escuálidos pedazos de piel, collares de piedras falsas, sombreros que habían dejado de usarse hacía medio siglo, enaguas desteñidas con sus encajes raídos, vestidos que fueron ostentosos y cuyo brillo ya no existía, inexplicables chaquetas de almirantes y casullas de obispos, todo revuelto en una hermandad grotesca, donde anidaba el polvo de años. Por el suelo había un trastorno de zapatos de raso, bolsos de debutante, cinturones de bisutería, suspensores y hasta una flamante espada de cadete militar. Vio pelucas tristes, potiches con afeites, frascos vacíos y un descomedimiento de artículos imposibles sembrados por todos lados.
Una puerta estrecha separaba las únicas dos habitaciones. En el otro cuarto, yacía Férula en su cama. Engalanada como reina austríaca, vestía un traje de terciopelo apolillado, enaguas de tafetán amarillo y sobre su cabeza, firmemente encasquetada, brillaba una increíble peluca rizada de cantante de ópera. Nadie estaba con ella, nadie supo de su agonía y calcularon que hacía muchas horas que había muerto, porque los ratones comenzaban ya a mordisquearle los pies y a devorarle los dedos. Estaba magnífica en su desolación de reina y tenía en el rostro la expresión dulce y serena que nunca tuvo en su existencia de pesadumbre.
-Le gustaba vestirse con ropa usada que conseguía de segunda mano o recogía en los basurales, se pintaba y se ponía esas pelucas, pero nunca le hizo mal a nadie, por el contrario, hasta el final de sus días rezaba el rosario para la salvación de los pecadores -explicó el padre Antonio.
-Déjeme sola con ella -dijo Clara con firmeza.
Los dos hombres salieron al pasaje, donde ya comenzaban a juntarse los vecinos. Clara se sacó el abrigo de lana blanca y se subió las mangas, se acercó a su cuñada, le quitó con suavidad la peluca y vio que estaba casi calva, anciana y desvalida. La besó en la frente tal como ella la había besado pocas horas antes en el comedor de su casa y enseguida procedió, con toda calma, a improvisar los ritos de la muerte. La desnudó, la lavó, la jabonó meticulosamente sin olvidar ningún resquicio, la friccionó con agua de colonia, la empolvó, cepilló sus cuatro pelos amorosamente, la vistió con los más estrafalarios y elegantes andrajos que encontró, le puso su peluca de soprano, devolviéndole en la muerte esos infinitos servicios que le había prestado Férula en la vida. Mientras trabajaba, luchando contra el asma, le iba contando de Blanca, que ya era una señorita, de los mellizos, de la gran casa de la esquina, del campo «y si vieras cómo te echamos de menos, cuñada, la falta que me haces para cuidar a esa familia, ya sabes que yo no sirvo para las tareas de la casa, los muchachos están insoportables, en cambio Blanca es una niña adorable, y las hortensias que tú plantaste con tu propia mano en Las Tres Marías se han puesto maravillosas, hay
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algunas azules, porque puse monedas de cobre en la tierra de abono, para que brotaran de ese color, es un secreto de la naturaleza, y cada vez que las coloco en los floreros me acuerdo de ti, pero también me acuerdo de ti cuando no hay hortensias, me acuerdo siempre, Férula, porque la verdad es que desde que te fuiste de mi lado nunca más nadie me ha dado tanto amor».
Terminó de acomodarla, se quedó un rato hablándole y acariciándola y después llamó a su marido y al padre Antonio, para que se ocuparan del entierro. En una caja de galletas encontraron intactos los sobres con el dinero que Esteban había enviado mensualmente a su hermana durante esos años. Clara se los dio al sacerdote para sus obras piadosas, segura de que ése era el destino que Férula pensaba darles de todos modos.
El cura se quedó con la muerta para que los ratones no le faltaran el respeto. Era cerca de la medianoche cuando salieron. En la puerta se habían aglomerado los vecinos del conventillo para comentar la noticia. Tuvieron que abrirse paso apartando a los curiosos y espantando a los perros que olisqueaban entre la gente. Esteban se alejó a grandes zancadas llevando a Clara del brazo casi a rastras, sin fijarse en el agua sucia que salpicaba sus impecables pantalones grises del sastre inglés. Estaba furioso porque su hermana, aún después de muerta, conseguía hacerlo sentirse culpable, igual como cuando era un niño. Recordó su infancia, cuando lo rodeaba de sus oscuras solicitudes, envolviéndolo en deudas de gratitud tan grandes, que en todos los días de su vida no alcanzaría a pagarlas. Volvió a sufrir el sentimiento de indignidad que a menudo lo atormentaba en su presencia y a detestar su espíritu de sacrificio, su severidad, su vocación de pobreza y su inconmovible castidad, que él sentía como un reproche de su naturaleza egoísta, sensual y ansiosa de poder. ¡Que te lleve el diablo, maldita!, masculló, negándose a admitir, ni en lo más íntimo de su corazón, que su mujer tampoco llegó a pertenecerle después que él echó a Férula de la casa.
-;Por qué vivía así, si le sobraba el dinero? -gritó Esteban.
-Porque le faltaba todo lo demás -replicó Clara dulcemente. Durante los meses que estuvieron separados, Blanca y Pedro Tercero intercambiaron por correo misivas inflamadas que él firmaba con nombre de mujer y ella ocultaba apenas llegaban. La Nana logró interceptar una o dos, pero no sabía leer y aunque hubiera sabido, el código secreto le impedía enterarse del contenido, afortunadamente para ella, porque su corazón no lo hubiera resistido. Blanca pasó el invierno tejiendo un chaleco de punto con lana de Escocia en la clase de labores del colegio, pensando en las medidas del muchacho. En la noche dormía abrazada al chaleco, aspirando el olor de la lana y soñando que era él quien dormía en su cama. Pedro Tercero, a su vez, pasó el invierno componiendo canciones en la guitarra para cantar a Blanca y tallando su imagen en cuanto trocito de madera caía en sus manos, sin poder separar el recuerdo angélico de la muchacha con aquellas tormentas que le hervían en la sangre, le ablandaban los huesos, le estaban haciendo cambiar la voz y salir pelos en la cara. Se debatía inquieto entre las exigencias de su cuerpo, que se estaba transformando en el de un hombre, y la dulzura de un sentimiento que todavía estaba teñido por los juegos inocentes de la infancia. Ambos esperaron la llegada del verano con una impaciencia dolorosa y finalmente, cuando éste llegó y volvieron a encontrarse, el chaleco que había tejido Blanca no le entraba a Pedro Tercero por la cabeza, porque en esos meses había dejado atrás la niñez y alcanzado sus proporciones de hombre adulto, y las tiernas canciones de flores y amaneceres que él había compuesto para ella, le sonaron ridículas, porque tenía el porte de una mujer y sus urgencias. La casa de los espíritus
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Pedro Tercero seguía siendo delgado, con cabello tieso y los ojos tristes, pero al cambiar la voz adquirió una tonalidad ronca y apasionada con la que sería conocido más tarde, cuando cantara a la revolución. Hablaba poco y era hosco y torpe en el trato, pero tierno y delicado con las manos, tenía largos dedos de artista con los que tallaba, arrancaba lamentos a las cuerdas de la guitarra y dibujaba con la misma facilidad con que sujetaba las riendas de un caballo, blandía el hacha para cortar la leña o guiaba el arado. Era el único en Las Tres Marías que hacía frente al patrón. Su padre, Pedro Segundo, le dijo mil veces que no mirara al patrón a los ojos, que no le contestara, que no se metiera con él y en su deseo de protegerlo llegó a darle rotundas palizas para agacharle el moño. Pero el hijo era rebelde. A los diez años ya sabía tanto como la maestra de la escuela de Las Tres Marías y a los doce insistía en hacer el viaje al liceo del pueblo, a caballo o a pie, saliendo de su casita de ladrillos a las cinco de la mañana, lloviera o tronara. Leyó y releyó mil veces los libros mágicos de los baúles encantados del tío Marcos, y siguió alimentándose con otros que le prestaban los sindicalistas del bar y el padre José Dulce María, quien también le enseñó a cultivar su habilidad natural para versificar y a traducir en canciones sus ideas.
-Hijo mío, la Santa Madre Iglesia está a la derecha, pero Jesucristo siempre estuvo a la izquierda -le decía enigmáticamente, entre sorbo y sorbo de vino de misa con que celebraba las visitas de Pedro Tercero.
Así fue como un día Esteban Trucha, que estaba descansando en la terraza después del almuerzo, lo escuchó cantar algo de unas gallinas organizadas que se unían para enfrentar al zorro y lo vencían. Lo llamó.
-Quiero oírte. ¡Canta, a ver! -le ordenó.
Pedro Tercero cogió la guitarra con gesto amoroso, acomodó la pierna en una silla y rasgueó las cuerdas. Se quedó mirando fijamente al patrón mientras su voz de terciopelo se elevaba apasionada en el sopor de la siesta. Esteban Trueba no era tonto y comprendió el desafío.
-¡Ajá! Veo que la cosa más estúpida se puede decir cantando -gruñó-. ¡Aprende mejor a cantar canciones de amor!
A mí me gusta, patrón. La unión hace la fuerza, como dice el padre José Dulce María. Si las gallinas pueden hacerle frente al zorro, ¿qué queda para los humanos? Y tomó su guitarra y salió arrastrando los pies sin que el otro discurriera qué decirle, a pesar de que ya tenía la rabia a flor de labios y empezaba a subirle la tensión. Desde ese día, Esteban Trueba lo tuvo en la mira, lo observaba, desconfiaba. Trató de impedir que fuera al liceo inventándole tareas de hombre grande, pero el muchacho se levantaba más temprano y se acostaba más tarde, para cumplirlas. Fue ese año que Esteban lo azotó con la fusta delante de su padre porque llevó a los inquilinos las novedades que andaban circulando entre los sindicalistas del pueblo, ideas de domingo de asueto, de sueldo mínimo, de jubilación y servicio médico, de permiso maternal para las mujeres preñadas, de votar sin presiones, y, lo más grave, la idea de una organización campesina que pudiera enfrentarse a los patrones.
Ese verano, cuando Blanca fue a pasar las vacaciones a Las Tres Marías, estuvo a punto de no reconocerlo, porque medía quince centímetros más y había dejado muy atrás al niño vientrudo que compartió con ella todos los veranos de la infancia. Ella se bajó del coche, se estiró la falda y por primera vez no corrió a abrazarlo, sino que le hizo una inclinación de cabeza a modo de saludo, aunque con los ojos le dijo lo que los demás no debían escuchar y que, por otra parte, ya le había dicho en su impúdica
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95 correspondencia en clave. La Nana observó la escena con el rabillo del ojo y sonrió burlona. Al pasar frente a Pedro Tercero le hizo una mueca.
-Aprende, mocoso, a meterte con los de tu clase y no con señoritas -se burló entre dientes.
Esa noche Blanca cenó con toda la familia en el comedor la cazuela de gallina con que siempre los recibían en Las Tres Marías, sin que se vislumbrara en ella ninguna ansiedad durante la prolongada sobremesa en que su padre bebía coñac y hablaba sobre vacas importadas y minas de oro. Esperó que su madre diera la señal de retirarse, luego se paró calmadamente, deseó las buenas noches a cada uno y se fue a su habitación. Por primera vez en su vida, le puso llave a la puerta. Se sentó en la cama sin quitarse la ropa y esperó en la oscuridad hasta que se acallaron las voces de los mellizos alborotando en el cuarto del lado, los pasos de los sirvientes, las puertas, los cerrojos, y la casa se acomodó, en el sueño. Entonces abrió la ventana y saltó, cayendo sobre las matas de hortensias que mucho tiempo atrás había plantado su tía Férula. La noche estaba clara, se oían los grillos y los sapos. Respiró profundamente y el aire le llevó el olor dulzón de los duraznos que se secaban en el patio para las conservas. Esperó que se acostumbraran sus ojos a la oscuridad y luego comenzó a avanzar, pero no pudo seguir más lejos, porque oyó los ladridos furibundos de los perros guardianes que soltaban en la noche. Eran cuatro mastines que se habían criado amarrados con cadenas y que pasaban el día encerrados, a quienes ella nunca había visto de cerca y sabía que no podrían reconocerla. Por un instante sintió que el pánico la hacía perder la cabeza y estuvo a punto de echarse a gritar, pero entonces se acordó que Pedro García, el viejo, le había dicho que los ladrones andan desnudos, para que no los ataquen los perros. Sin vacilar se despojó de su ropa con toda la rapidez que le permitieron sus nervios, se la puso bajo el brazo y siguió caminando con paso tranquilo, rezando para que las bestias no le olieran el miedo. Los vio abalanzarse ladrando y siguió adelante sin perder el ritmo de la marcha. Los perros se aproximaron, gruñendo desconcertados, pero ella no se detuvo. Uno, más audaz que los otros, se acercó a olerla. Recibió el vaho tibio de su aliento en la mitad de la espalda, pero no le hizo caso. Siguieron gruñendo y ladrando por un tiempo, la acompañaron un trecho y, por último, fastidiados, dieron media vuelta. Blanca suspiró aliviada y se dio cuenta que estaba temblando y cubierta de sudor, tuvo que apoyarse en un árbol y esperar hasta que pasara la fatiga que había puesto sus rodillas de lana.
Después se vistió a toda prisa y echó a correr en dirección al río.
Pedro Tercero la esperaba en el mismo sitio donde se habían juntado el verano anterior y donde muchos años antes Esteban Trueba se había apoderado de la humilde virginidad de Pancha García. Al ver al muchacho, Blanca enrojeció violentamente. Durante los meses que habían estado separados, él se curtió en el duro oficio de hacerse hombre y ella, en cambio, estuvo recluida entre las paredes de su hogar y del colegio de monjas, preservada del roce de la vida, alimentando sueños románticos con palillos de tejer y lana de Escocia, pero la imagen de sus sueños no coincidía con ese joven alto que se acercaba murmurando su nombre. Pedro Tercero estiró la mano y le tocó el cuello a la altura de la oreja. Blanca sintió algo caliente que le recorría los huesos y le ablandaba las piernas, cerró los ojos y se abandonó. La atrajo con suavidad y la rodeó con sus brazos, ella hundió la nariz en el pecho de ese hombre que no conocía, tan diferente al niño flaco con quien se acariciaba hasta la extenuación pocos meses antes. Aspiró su nuevo olor, se frotó contra su piel áspera, palpó ese cuerpo enjuto y fuerte y sintió una grandiosa y completa paz que en nada se parecía a la agitación que se había apoderado de él. Se buscaron con las lenguas, como lo hacían antes, aunque parecía una caricia recién inventada, cayeron hincados besándose con desesperación y luego rodaron sobre el blando lecho de tierra húmeda.
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Se descubrían por vez primera y no tenían nada que decirse. La luna recorrió todo el horizonte, pero ellos no la vieron, porque estaban ocupados en explorar su más profunda intimidad, metiéndose cada uno en el pellejo del otro, insaciablemente. A partir de esa noche, Blanca y Pedro Tercero se encontraban siempre en el mismo lugar a la misma hora. En el día ella bordaba, leía y pintaba insípidas acuarelas en los alrededores de la casa, ante la mirada feliz de la Nana, que por fin podía dormir tranquila. Clara, en cambio, presentía que algo extraño estaba ocurriendo, porque podía ver un nuevo color en el aura de su hija y creía adivinar la causa. Pedro Tercero hacía sus faenas habituales en el campo y no dejó de ir al pueblo a ver a sus amigos. Al caer la noche estaba muerto de fatiga, pero la perspectiva de encontrarse con Blanca le devolvía la fuerza. No en vano tenía quince años. Así pasaron todo el verano y muchos años más tarde los dos recordarían esas noches vehementes como la mejor época de sus vidas.
Entretanto, Jaime y Nicolás aprovechaban las vacaciones haciendo todas aquellas cosas que estaban prohibidas en el internado británico, gritando hasta desgañitarse, peleando con cualquier pretexto, convertidos en dos mocosos mugrientos, zarrapastrosos, con las rodillas llenas de costras y la cabeza de piojos, hartos de fruta tibia recién cosechada, de sol y de libertad. Salían al alba y no volvían a la casa hasta el anochecer, ocupados en cazar conejos a pedradas, correr a caballo hasta perder el aliento y espiar a las mujeres que jabonaban la ropa en el río.
Así transcurrieron =res años, hasta que el terremoto cambió las cosas. Al final de esas vacaciones, los mellizos regresaron a la capital antes que el resto de la familia, acompañados por la Nana, los sirvientes de la ciudad y gran parte del equipaje. Los muchachos iban directamente al colegio mientras la Nana y los otros empleados arreglaban la gran casa de la esquina para la llegada de los patrones.
Blanca se quedó con sus padres en el campo unos días más. Fue entonces cuando Clara comenzó a tener pesadillas, a caminar sonámbula por los corredores y despertar gritando. En el día andaba como idiotizada, viendo signos premonitorios en el comportamiento de las bestias: que las gallinas no ponen su huevo diario, que las vacas andan espantadas, que los perros aúllan a la muerte y salen las ratas, las arañas y los gusanos de sus escondrijos, que los pájaros han abandonado los nidos y están alejándose en bandadas, mientras sus pichones gritan de hambre en los árboles. Miraba obsesivamente la tenue columna de humo blanco del volcán, escrutando los cambios en el color del cielo. Blanca le preparó infusiones calientes y baños tibios y Esteban recurrió a la antigua cajita de píldoras homeopáticas para tranquilizarla, pero los sueños continuaron.
-¡La tierra va a temblar! -decía Clara, cada vez más pálida y agitada.
-¡Siempre tiembla, Clara, por Dios! -respondía Esteban.
-Esta vez será diferente. Habrá diez mil muertos.
-No hay tanta gente en todo el país -se burlaba él.
Comenzó el cataclismo a las cuatro de la madrugada. Clara despertó poco antes con una pesadilla apocalíptica de caballos reventados, vacas arrebatadas por el mar, gente reptando debajo de las piedras y cavernas abiertas en el suelo donde se hundían casas enteras. Se levantó lívida de terror y corrió a la habitación de Blanca. Pero Blanca, como todas las noches, había cerrado con llave su puerta y se había deslizado por la ventana en dirección al río. Los últimas días antes de volver a la ciudad, la pasión del verano adquiría características dramáticas, porque ante la inminencia de una nueva separación, los jóvenes aprovechaban todos los momentos posibles para amarse con
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97 desenfreno. Pasaban la noche en el río, inmunes al frío o el cansancio, retozando con la fuerza de la desesperación, y sólo al vislumbrar los primeros rayos del amanecer, Blanca regresaba a la casa y entraba por la ventana a su cuarto, donde llegaba justo a tiempo para oír cantar a los gallos. Clara llegó hasta la puerta de su hija y trató de abrirla, pero estaba atrancada. Golpeó y como nadie respondió, salió corriendo, dio media vuelta a la casa y entonces vio la ventana abierta de par en par y las hortensias plantadas por Férula pisoteadas. En un instante comprendió la causa del color del aura de Blanca, sus ojeras, su desgano y su silencio, su somnolencia matinal y sus acuarelas vespertinas. En ese mismo momento comenzó el terremoto.
Clara sintió que el suelo se sacudía y no pudo sostenerse en pie. Cayó de rodillas. Las tejas del techo se desprendieron y llovieron a su alrededor con un estrépito ensordecedor. Vio la pared de adobe de la casa quebrarse como si un hachazo le hubiera dado de frente, la tierra se abrió, tal como lo había visto en sus sueños, y una enorme grieta fue apareciendo ante ella, sumergiendo a su paso los gallineros, las artesas del lavado y parte del establo. El estanque de agua se ladeó y cayó al suelo desparramando mil litros de agua sobre las gallinas sobrevivientes que aleteaban desesperadas. A lo lejos, el volcán echaba fuego y humo como un dragón furioso. Los perros se soltaron de las cadenas y corrieron enloquecidos, los caballos que escaparon al derrumbe del establo, husmeaban el aire y relinchaban de terror antes de salir desbocados a campo abierto, los álamos se tambalearon como borrachos y algunos cayeron con las raíces al aire, despachurrando los nidos de los gorriones. Y lo tremendo fue aquel rugido del fondo de la tierra, aquel resuello de gigante que se sintió largamente, llenando el aire de espanto. Clara trató de arrastrarse hacia la casa llamando a Blanca, pero los estertores del suelo se lo impidieron. Vio a los campesinos que salían despavoridos de sus casas, clamando al cielo, abrazándose unos con otros, a tirones con los niños, a patadas con los perros, a empujones con los viejos, tratando de poner a salvo sus pobres pertenencias en ese estruendo de ladrillos y tejas que salían de las entrañas mismas de la tierra, como un interminable rumor de fin de mundo.
Esteban Trueba apareció en el umbral de la puerta en el mismo momento en que la casa se partió como una cáscara de huevo y se derrumbó en una nube de polvo, aplastándolo bajo una montaña de escombros. Clara reptó hasta allá llamándolo a gritos, pero nadie respondió.
La primera sacudida del terremoto duró casi un minuto y fue la más fuerte que se había registrado hasta esa fecha en ese país de catástrofes. Tiró al suelo casi todo lo que estaba en pie y el resto terminó de desmoronarse con el rosario de temblores menores que siguió estremeciendo el mundo hasta que amaneció. En Las Tres Marías esperaron que saliera el sol para contar a los muertos y desenterrar a los sepultados que aún gemían bajo los derrumbes, entre ellos a Esteban Trueba, que todos sabían dónde estaba, pero nadie tenía esperanza de encontrar con vida. Se necesitaron cuatro hombres al mando de Pedro Segundo, para remover el cerro de polvo, tejas y adobes que lo cubría. Clara había abandonado su distracción angélica y ayudaba a quitar las piedras con fuerza de hombre.
-¡Hay que sacarlo! ¡Está vivo y nos escucha! -aseguraba Clara y eso les daba ánimo para continuar.
Con las primeras luces aparecieron Blanca y Pedro Tercero, intactos. Clara se fue encima de su hija y le dio un par de bofetadas, pero luego la abrazó llorando, aliviada por saberla a salvo y tenerla a su lado.
-¡Su padre está allí! -señaló Clara.
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Los muchachos se pusieron a la tarea con los demás y al cabo de una hora, cuando ya había salido el sol en aquel universo de congoja, sacaron al patrón de su tumba. Eran tantos sus huesos rotos, que no se podían contar, pero estaba vivo y tenía los ojos abiertos.
-Hay que llevarlo al pueblo para que lo vean los médicos -dijo Pedro Segundo. Estaban discutiendo cómo trasladarlo sin que los huesos se le salieran por todos lados como de un saco roto, cuando llegó Pedro García, el viejo, que gracias a su ceguera y su ancianidad, había soportado el terremoto sin conmoverse. Se agachó al lado del herido y con gran cautela le recorrió el cuerpo, tanteándolo con sus manos, mirando con sus dedos antiguos, hasta que no dejó resquicio sin contabilizar ni rotura sin tener en cuenta.
-Si lo mueven, se muere -dictaminó.
Esteban Trueba no estaba inconsciente y lo oyó con toda claridad, se acordó de la plaga de hormigas y decidió que el viejo era su única esperanza.
-Déjenlo, él sabe lo que hace-balbuceó.
Pedro García hizo traer una manta y entre su hijo y su nieto colocaron al patrón sobre ella, lo alzaron con cuidado y lo acomodaron sobre una improvisada mesa que habían armado al centro de lo que antes era el patio, pero ya no era más que un pequeño claro en esa pesadilla de cascotes, de cadáveres de animales, de llantos de niños, de gemidos de perros y oraciones de mujeres. Entre las ruinas rescataron un odre de vino, que Pedro García distribuyó en tres partes, una para lavar el cuerpo del herido, otra para dársela a tomar y otra que se bebió él parsimoniosamente antes de comenzar a componerle los huesos, uno por uno, con paciencia y calma, estirando por aquí, ajustando por allá, colocando cada uno en su sitio, entablillándolos, envolviéndolos en tiras de sábanas para inmovilizarlos, mascullando letanías de santos curanderos, invocando a la buena suerte y a la Virgen María, y soportando los gritos y blasfemias de Esteban Trueba, sin cambiar para nada su beatífica expresión de ciego. A tientas le reconstituyó el cuerpo tan bien, que los médicos que lo revisaron después no podían creer que eso fuera posible.
-Yo ni siquiera lo habría intentado -reconoció el doctor Cuevas al enterarse. Los destrozos del terremoto sumieron al país en un largo luto. No bastó a la tierra con sacudirse hasta echarlo todo por el suelo, sino que el mar se retiró varias millas y regresó en una sola gigantesca ola que puso barcos sobre las colinas, muy lejos de la costa, se llevó caseríos, caminos y bestias y hundió más de un metro bajo el nivel del agua a varias islas del Sur. Hubo edificios que cayeron como dinosaurios heridos, otros se deshicieron como castillos de naipes, los muertos se contaban por millares y no quedó familia que no tuviera alguien a quien llorar. El agua salada del mar arruinó las cosechas, los incendios abatieron zonas enteras de ciudades y pueblos y por último corrió la lava y cayó la ceniza como coronación del castigo, sobre las aldeas cercanas a los volcanes. La gente dejó de dormir en sus casas, aterrorizada con la posibilidad de que el cataclismo se repitiera, improvisaban carpas en lugares desiertos, dormían en las plazas y en las calles. Los soldados tuvieron que hacerse cargo del desorden y fusilaban sin más trámites a quien sorprendían robando, porque mientras los más cristianos atestaban las iglesias clamando perdón por sus pecados y rogando a Dios para que aplacara su ira, los ladrones recorrían los escombros y donde aparecía una oreja con un zarcillo o un dedo con un anillo, los volaban de una cuchillada, sin considerar que la víctima estuviera muerta o solamente aprisionada en el derrumbe. Se desató un zafarrancho de gérmenes que provocó diversas pestes en todo el país. El resto del mundo, demasiado ocupado en otra guerra, apenas se enteró de que la
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99 naturaleza se había vuelto loca en ese lejano lugar del planeta, pero así y todo llegaron cargamentos de medicinas, frazadas, alimentos y materiales de construcción, que se perdieron en los misteriosos vericuetos de la administración pública, hasta el punto de que años después, todavía se podían comprar los guisos enlatados de Norteamérica y la leche en polvo de Europa al precio de refinados manjares en los almacenes exclusivos.
Esteban Trueba pasó cuatro meses envuelto en vendas, tieso de tablillas, parches y garfios, en un atroz suplicio de picores e inmovilidad, devorado por la impaciencia. Su carácter empeoró hasta que nadie lo pudo soportar. Clara se quedó en el campo para cuidarlo y cuando se normalizaron las comunicaciones y se restauró el orden, enviaron a Blanca interna a su colegio, porque su madre no podía hacerse cargo de ella. En la capital, el terremoto sorprendió a la Nana en su cama y a pesar de que allí se sintió menos que en el Sur, igual la mató el susto. La gran casa de la esquina crujió como una nuez, se agrietaron sus paredes y la gran lámpara de lágrimas de cristal del comedor cayó con un clamor de mil campanas, haciéndose añicos. Aparte de eso, lo único grave fue la muerte de la Nana. Cuando pasó el terror del primer momento, los sirvientes se dieron cuenta que la anciana no había salido huyendo a la calle con los demás. Entraron a buscarla y la encontraron en su camastro, con los ojos desorbitados y el poco pelo que le quedaba erizado de pavor. En el caos de esos días, no pudieron darle un sepelio digno, como ella hubiera deseado, sino que tuvieron que enterrarla a toda prisa, sin discursos ni lágrimas. No asistió a su funeral ninguno de los numerosos hijos ajenos que ella con tanto amor crió.
El terremoto marcó un cambio tan importante en la vida de la familia Trueba, que a
partir de entonces dividieron los acontecimientos en antes y después de esa fecha. En Las Tres Marías, Pedro Segundo García volvió a asumir el cargo de administrador, ante la imposibilidad del patrón de moverse de su cama. Le tocó la tarea de organizar a los trabajadores, devolver la calma y reconstruir la ruina en que se había convertido la propiedad. Comenzaron por enterrar a sus muertos en el cementerio al pie del volcán, que milagrosamente se había salvado del río de lava que descendió por las laderas del cerro maldito. Las muevas tumbas dieron un aire festivo al humilde camposanto y plantaron hileras de abedules para que dieran sombra a los que visitaban a sus muertos. Reconstruyeron las casitas de ladrillo una por una, exactamente como eran antes, los establos, la lechería y el granero y volvieron a preparar 1a tierra para las siembras, agradecidos de que la lava y la ceniza hubieran caído para el otro lado, salvando la propiedad. Pedro Tercero tuvo que renunciar a sus paseos al pueblo, porque su padre lo requería a su lado. Lo secundaba de mal humor, haciéndole notar que se partían el lomo por volver a poner en pie la riqueza del patrón, pero que ellos seguían siendo tan pobres corno antes.
-Siempre ha sido así, hijo. Usted no puede cambiar la ley de Dios -le replicaba su padre.
-Sí se puede cambiar, padre. Hay gente que lo está haciendo, pero aquí ni siquiera sabemos las noticias. En el mundo están pasando cosas importantes -argüía Pedro Tercero y le soltaba sin pausas el discurso del maestro comunista o del padre José Dulce María. Pedro Segundo no respondía y continuaba trabajando sin vacilaciones. Hacía la vista gorda cuando su hijo, aprovechando que la enfermedad del patrón había relajado la vigilancia, rompía el cerco de censura e introducía en Las Tres Marías los folletos prohibidos de los sindicalistas, los periódicos políticos del maestro y las extrañas versiones bíblicas del cura español.
Por orden de Esteban Trucha, el administrador comenzó la reconstrucción de la casa patronal siguiendo el mismo plano que tenía originalmente. Ni siquiera cambiaron los
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Isabel Allende 100 adobes de paja y barro cocido por modernos ladrillos, o modificaron el ancho de las ventanas demasiado estrechas. La única mejora fue incorporar agua caliente en los baños y cambiar la antigua cocina de leña por un artefacto a parafina al cual, sin embargo, ninguna cocinera llegó a habituarse y terminó sus días relegado en el patio para uso indiscriminado de las gallinas. Mientras se construía la casa, improvisaron un refugio de tablas con techo de zinc, donde acomodaron a Esteban en su lecho de inválido y desde allí, a través de una ventana, él podía observar los progresos de la obra y gritar sus instrucciones, hirviendo de rabia por su forzada inmovilidad. Clara cambió mucho en esos meses. Debió ponerse junto a Pedro Segundo García a la tarea de salvar lo que pudiera ser salvado. Por primera vez en su vida se hizo cargo, sin ninguna ayuda, de los asuntos materiales, porque ya no contaba con su marido, con Férula o con la Nana. Despertó al fin de una larga infancia en la que había estado siempre protegida, rodeada de cuidados, de comodidades y sin obligaciones. Esteban Trucha adquirió la maña de que todo lo que comía le caía mal, excepto lo que cocinaba ella, de modo que pasaba una buena parte del día metida en la cocina desplumando gallinas para hacer sopitas de enfermo y amasando pan. Tuvo que hacer de enfermera, lavarlo con una esponja, cambiarle los vendajes, quitarle la bacinilla. Él se puso cada día más furibundo y despótico, le exigía ponme una almohada aquí, no, más arriba, tráeme vino, no, te dije que quería vino blanco, abre la ventana, ciérrala, me duele aquí, tengo hambre, tengo calor, ráscame la espalda, más abajo. Clara llegó a temerlo mucho más que cuando era el hombre sano y fuerte que se introducía en la paz de su vida con un olor a macho ansioso, su vozarrón de huracán, su guerra sin cuartel, su prepotencia de gran señor, imponiendo su voluntad y estrellando sus caprichos contra el delicado equilibrio que ella mantenía entre los espíritus del Más Allá y las almas necesitadas del Más Acá. Llegó a detestarlo. Apenas soldaron los huesos y pudo moverse un poco, le volvió a Esteban el deseo tormentoso de abrazarla y cada vez que ella pasaba por su lado, le lanzaba un manotazo, confundiéndola en su perturbación de enfermo con las robustas campesinas que en sus años mozos lo servían en la cocina y en la cama. Clara sentía que ya no estaba para esos trotes. Las desgracias la habían espiritualizado y la edad y la falta de amor por su marido, la habían llevado a considerar el sexo como un pasatiempo algo brutal, que le dejaba adoloridas las coyunturas y producía desorden en el mobiliario. En pocas horas, el terremoto la hizo aterrizar en la violencia, la muerte y la vulgaridad y la puso en contacto con las necesidades básicas, que antes había ignorado. De nada le sirvieron la mesa de tres patas o la capacidad de adivinar el porvenir en las hojas del té, frente a la urgencia de defender a los inquilinos de la peste y el desconcierto, a la tierra de la sequía y el caracol, a las vacas de la fiebre aftosa, a las gallinas del moquillo, a la ropa de la polilla, a sus hijos del abandono y a su esposo de la muerte y de su propia incontenible ira. Clara estaba muy cansada. Se sentía sola y confundida y en los momentos de las decisiones, al único que podía recurrir en busca de ayuda, era a Pedro Segundo García. Ese hombre leal y silencioso, estaba siempre presente, al alcance de su voz, dando algo de estabilidad al bamboleo borrascoso que había entrado en su vida. A menudo, al final del día, Clara lo buscaba para ofrecerle una taza de té. Se sentaban en sillas de mimbres bajo un alero, a esperar que llegara la noche a aliviar la tensión del día. Miraban la oscuridad que caía suavemente y las primeras estrellas que comenzaban a brillar en el cielo, oían croar a las ranas y se quedaban callados. Tenían muchas cosas que hablar, muchos problemas que resolver, muchos acuerdos pendientes, pero ambos comprendían que esta media hora en silencio era un premio merecido, sorbían su té sin apurarse, para hacerlo durar, y cada uno pensaba en la vida del otro. Se conocían desde hacía más de quince años, estaban cerca todos los veranos, pero en total habían intercambiado muy pocas frases. Él había visto a la patrona como una luminosa
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aparición estival, ajena a los afanes brutales de la vida, de una especie diferente a las demás mujeres que había conocido. Incluso entonces, con las manos hundidas en la masa o el delantal ensangrentado por la gallina del almuerzo, le parecía un espejismo en la reverberación del día. Sólo al atardecer, en la calma de esos momentos que compartían con sus tazas de té, podía verla en su dimensión humana. Secretamente le había jurado lealtad y, como un adolescente, a veces fantaseaba con la idea de dar la vida por ella. La apreciaba tanto como odiaba a Esteban Trueba.
Cuando fueron a colocarles el teléfono, a la casa le faltaba mucho para estar habitable. Hacía cuatro años que Esteban Trucha luchaba por conseguirlo y se lo fueron a poner justamente cuando no tenía ni un techo para protegerlo de la intemperie. El artefacto no duró mucho, pero sirvió para llamar a los mellizos y escucharles la voz como si estuvieran en otra galaxia, en medio de un ensordecedor ronroneo y las interrupciones de la operadora del pueblo, que participaba en la conversación. Por teléfono se enteraron de que Blanca estaba enferma y las monjas no querían hacerse cargo de ella. La niña tenía una tos persistente y le daba fiebre con frecuencia. El terror de la tuberculosis estaba presente en todos los hogares, porque no había familia que no tuviera un tísico que lamentar, de modo que Clara decidió ir a buscarla. El mismo día que Clara viajaba, Esteban Trueba destrozó el teléfono a bastonazos, porque empezó a repicar y le gritó que ya iba, que se callara, pero el aparato siguió sonando y él, en un arrebato de furia, le cayó encima a golpes, dislocándose, de paso, la clavícula que a Pedro García, el viejo, tanto le había costado remendar.
Era la primera vez que Clara viajaba sola. Había hecho el mismo trayecto por años, pero siempre distraída, porque contaba con alguien que se hiciera cargo de los detalles prosaicos, mientras ella soñaba observando el paisaje por la ventanilla. Pedro Segundo García la llevó hasta la estación y la acomodó en el asiento del tren. Al despedirse, ella se inclinó, lo besó ligeramente en una mejilla y sonrió. Él se llevó la mano a la cara para proteger del viento aquel beso fugaz y no sonrió, porque lo había invadido la tristeza.
Guiada por la intuición, más que por el conocimiento de las cosas o por la lógica, Clara consiguió llegar hasta el colegio de su hija sin contratiempos. La Madre Superiora la recibió en su escritorio espartano, con un Cristo enorme y sangrante en el muro y un incongruente ramo de rosas rojas sobre la mesa.
-Hemos llamado al médico, señora Trueba -le dijo–. La niña no tiene nada en los pulmones, pero es mejor que se la lleve, el campo le sentará bien. Nosotras no podemos asumir esa responsabilidad, comprenda.
La monja tocó una campanilla y entró Blanca. Se veía más delgada y pálida, con sombras violáceas bajo los ojos que habrían impresionado a cualquier madre, pero Clara comprendió de inmediato que la enfermedad de su hija no era del cuerpo, sino del alma. El horrendo uniforme gris la hacía ver mucho menor de lo que era, a pesar de que sus formas de mujer rebasaban por las costuras. Blanca se sorprendió al ver a su madre, a quien recordaba como un ángel vestido de blanco, alegre y distraído y que en pocos meses se había convertido en una mujer eficiente, con las manos callosas y dos profundas arrugas en las comisuras de la boca.
Fueron a ver a los mellizos al colegio. Era la primera vez que se encontraban después del terremoto y tuvieron la sorpresa de comprobar que el único lugar del territorio nacional que no había sido tocado por el cataclismo fue el viejo colegio, donde lo ignoraron por completo. Allí los diez mil muertos pasaron sin pena ni gloria, mientras ellos seguían cantando en inglés y jugando al cricket, conmovidos solamente
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Isabel Allende 102 por las noticias que llegaban de Gran Bretaña con tres semanas de atraso. Extrañadas, vieron que esos dos muchachos que llevaban sangre de moros y españoles en las venas y que habían nacido en el último rincón de América, hablaban el castellano con acento de Oxford y la única emoción que eran capaces de manifestar era la sorpresa, levantando la ceja izquierda. No tenían nada en común con los dos rapaces exuberantes y piojosos que pasaban el verano en el campo. «Espero que tanta flema sajona no me los ponga idiotas», balbuceó Clara al despedirse de sus hijos. La muerte de la Nana, que a pesar de sus años era la responsable de la gran casa de la esquina en ausencia de los patrones, produjo el desbande de los sirvientes. Sin vigilancia, abandonaron sus tareas y pasaban el día en una orgía de siesta y chismes, mientras se secaban las plantas por falta de riego y se paseaban las arañas por los rincones. El deterioro era tan evidente, que Clara decidió cerrar la casa y despedirlos a todos. Después se dio con Blanca a la tarea de cubrir los muebles con sábanas y poner naftalina por todos lados. Abrieron una por una las jaulas de los pájaros y el cielo se llenó de caturras, canarios, jilgueros y cristofué, que revolotearon enceguecidos por la libertad y finalmente emprendieron el vuelo en todas direcciones. Blanca notó que en todos esos afanes, no apareció fantasma alguno detrás de las cortinas, no llegó ningún rosacruz advertido por su sexto sentido, ni poeta hambriento llamado por la necesidad.
Su madre parecía haberse convertido en una señora común y silvestre.
-Usted ha cambiado mucho, mamá -observó Blanca.
-No soy yo, hija. Es el mundo que ha cambiado -respondió Clara.
Antes de irse fueron al cuarto de la Nana en el patio de los sirvientes. Clara abrió sus cajones, sacó la maleta de cartón que usó la buena mujer durante medio siglo y revisó su ropero. No había más que un poco de ropa, unas viejas alpargatas y cajas de todos los tamaños, atadas con cintas y elásticos, donde ella guardaba estampitas de primera comunión y de bautizo, mechones de pelo, uñas cortadas, retratos desteñidos y algunos zapatitos de bebé gastados por el uso. Eran los recuerdos de todos los hijos de la familia Del Valle y después de los Trueba, que pasaron por sus brazos y que ella acunó en su pecho. Debajo de la cama encontró un atado con los disfraces que la Nana usaba para espantarle la mudez. Sentada en el camastro, con esos tesoros en el regazo, Clara lloró largamente a esa mujer que había dedicado su existencia a hacer más cómoda la de otros y que murió sola.
-Después de tanto intentar asustarme a mí, fue ella la que se murió de susto –observó Clara.
Hizo trasladar el cuerpo al mausoleo de los Del Valle, en el Cementerio Católico, porque supuso que a ella no le gustaría estar enterrada con los evangélicos y los judíos y hubiera preferido seguir en la muerte junto a aquellos que había servido en la vida. Colocó un ramo de flores junto a la lápida y se fue con Blanca a la estación, para regresar a Las Tres Marías.
Durante el viaje en el tren, Clara puso al día a su hija sobre las novedades de la familia y la salud de su padre, esperando que Blanca le hiciera la única pregunta que sabía que su hija deseaba hacer, pero Blanca no mencionó a Pedro Tercero García y Clara tampoco se atrevió a hacerlo. Tenía la idea de que al poner nombre a los problemas, éstos se materializan y ya no es posible ignorarlos; en cambio, si se mantienen en el limbo de las palabras no dichas, pueden desaparecer solos, con el transcurso del tiempo. En la estación las esperaba Pedro Segundo con el coche y Blanca se sorprendió al oírlo silbar durante todo el trayecto hasta Las Tres Marías, pues el administrador tenía faena de taciturno.
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Encontraron a Esteban Trueba sentado en un sillón tapizado en felpa azul, al cual le habían acomodado ruedas de bicicleta, en espera que llegara de la capital la silla de ruedas que había encargado y que Clara traía en el equipaje. Dirigía con enérgicos bastonazos e improperios los progresos de la casa, tan absorto, que las recibió con un beso distraído y olvidó preguntar por la salud de su hija.
Esa noche comieron en una rústica mesa de tablas, alumbrados por una lámpara de petróleo. Blanca vio a su madre servir la comida en platos de arcilla hechos artesanalmente, tal como hacían los ladrillos, porque en el terremoto había perecido toda la vajilla. Sin la Nana para dirigir los asuntos en la cocina, se habían simplificado hasta la frugalidad y sólo compartieron una espesa sopa de lentejas, pan, queso y dulce de membrillo, que era menos que lo que ella comía en el internado los viernes de ayuno. Esteban decía que apenas pudiera pararse en sus dos piernas, iba a ir en persona a la capital a comprar las cosas más finas y costosas para alhajar su casa, porque ya estaba harto de vivir como un patán por culpa de la maldita naturaleza histérica de ese país del carajo. De todo lo que se habló en la mesa, lo único que Blanca retuvo fue que había despedido a Pedro Tercero García con orden de no volver a pisar la propiedad, porque lo sorprendió llevando ideas comunistas a los campesinos. La muchacha palideció al oírlo y se le cayó el contenido de la cuchara sobre el mantel. Sólo Clara percibió su alteración, porque Esteban estaba enfrascado en su monólogo de siempre sobre los mal nacidos que muerden la mano que les da de comer «¡y todo por culpa de esos politicastros del demonio! Como ese nuevo candidato socialista, un fantoche que se atreve a cruzar el país de Norte a Sur en su tren de pacotilla, soliviantando a la gente de paz con su fanfarria bolchevique, pero más le vale que aquí no se acerque, porque si se baja del tren, nosotros lo hacemos puré, ya estamos preparados, no hay un solo patrón en toda la zona que no esté de acuerdo, no vamos a permitir que vengan a predicar contra el trabajo honrado, el premio justo para el que se esfuerza, la recompensa de los que salen adelante en la vida, no es posible que los flojos tengan lo mismo que nosotros, que laboramos de sol a sol y sabemos invertir nuestro capital, correr los riesgos, asumir las responsabilidades, porque si vamos al grano, el cuento de que la tierra es de quien la trabaja, se les va a dar vuelta, porque aquí el único que sabe trabajar soy yo, sin mí esto era una ruina y seguiría siéndolo, ni Cristo dijo que hay que repartir el fruto de nuestro esfuerzo con los flojos y ese mocoso de mierda, Pedro Tercero, se atreve a decirlo en mi propiedad, no le metí una bala en la cabeza porque estimo mucho a su padre y en cierta forma le debo la vida a su abuelo, pero ya le advertí que si lo veo merodeando por aquí lo hago papilla a escopetazos».
Clara no había participado en la conversación. Estaba ocupada en poner y sacar las cosas de la mesa y vigilar a su hija con el rabillo del ojo, pero al quitar la sopera con el resto de las lentejas oyó las últimas palabras de la cantinela de su marido. -No puedes impedir que el mundo cambie, Esteban. Si no es Pedro Tercero García, será otro el que traiga las nuevas ideas a Las Tres Marías -dijo.
Esteban Trueba dio un bastonazo a .la sopera que su mujer tenía en las manos y la lanzó lejos, desparramando su contenido por el suelo. Blanca se puso de pie horrorizada. Era la primera vez que veía el mal humor de su padre dirigido contra Clara y pensó que ella entraría en uno de sus trances lunáticos y echaría a volar por la ventana, pero nada de eso ocurrió. Clara recogió los restos de la sopera rota con su calma habitual, sin dar muestras de escuchar las palabrotas de marinero que escupía Esteban. Esperó que terminara de rezongar, le dio las buenas noches con un beso tibio en la mejilla y salió llevándose a Blanca de la mano.
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Blanca no perdió la tranquilidad por la ausencia de Pedro Tercero. Iba todos los días al río y esperaba. Sabía que la noticia de su regreso al campo llegaría al muchacho tarde o temprano y el llamado del amor lo alcanzaría dondequiera que estuviera. Así fue, en efecto. Al quinto día vio llegar a un tipo zarrapastroso, cubierto con una manta invernal y un sombrero de ala ancha, arrastrando un burro cargado de utensilios de cocina, ollas de peltre, teteras de cobre, grandes marmitas de fierro esmaltado, cucharones de todos los tamaños, con una sonajera de latas que anunciaba su paso con diez minutos de anticipación. No lo reconoció. Parecía un anciano miserable, uno de esos tristes viajeros que van por la provincia con su mercadería de puerta en puerta. Se le paró al frente, se quitó el sombrero y entonces ella vio los hermosos ojos negros brillando en el centro de una melena y una barba hirsutas. El burro se quedó mordisqueando la yerba con su fastidio de ollas ruidosas, mientras Blanca y Pedro Tercero saciaban el hambre y la sed acumulados en tantos meses de silencio y de separación, rodando por las piedras y los matorrales y gimiendo como desesperados. Después se quedaron abrazados entre las cañas de la orilla. Entre el zumzum de los matapiojos y el croar de las ranas, ella le contó que se había puesto cáscaras de plátano y papel secante en los zapatos para que le diera fiebre y había tragado tiza molida hasta que le dio tos de verdad, para convencer a las monjas de que su inapetencia y su palidez eran síntomas seguros de la tisis.
-¡Quería estar contigo! -dijo, besándolo en el cuello.
Pedro Tercero le habló de lo que estaba sucediendo en el mundo y en el país, de la guerra lejana que tenía a media humanidad sumida en un destripadero de metralla, una agonía de campo de concentración y un regadero de viudas y huérfanos, le habló de los trabajadores en Europa y en Norteamérica, cuyos derechos eran respetados, porque la mortandad de sindicalistas y socialistas de las décadas anteriores había producido leyes más justas y repúblicas como Dios manda, donde los gobernantes no roban la leche en polvo de los damnificados.
-Los últimos en darse cuenta de las cosas, somos siempre los campesinos, no nos enteramos de lo que pasa en otros lados. A tu padre aquí lo odian. Pero le tienen tanto miedo que no son capaces de organizarse para hacerle frente. ¿Entiendes, Blanca? Ella entendía, pero en ese momento su único interés era aspirar su olor a grano fresco, lamerle las orejas, hundir los dedos en esa barba tupida, oír sus gemidos enamorados. También tenía miedo por él. Sabía que no solamente su padre le metería la bala prometida en la cabeza, sino que cualquiera de los patrones de la región haría lo mismo con gusto. Blanca le recordó a Pedro Tercero la historia del dirigente socialista, que un par de años antes andaba recorriendo la región en bicicleta, introduciendo panfletos en los fundos y organizando a los inquilinos, hasta que lo atraparon los hermanos Sánchez, lo mataron a palos y lo colgaron de un poste del telégrafo en el cruce de dos caminos, para que todos pudieran verlo. Allí estuvo un día y una noche columpiándose contra el cielo, hasta que llegaron los gendarmes a caballo y lo descolgaron. Para disimular, echaron la culpa a los indios de la reservación, a pesar de que todo el mundo sabía que eran pacíficos y que si tenían miedo de matar una gallina, con mayor razón lo tenían de matar a un hombre. Pero los hermanos Sánchez lo desenterraron del cementerio y volvieron a exhibir el cadáver y esto ya era demasiado para atribuir a los indios. Ni por eso la justicia se atrevió a intervenir y la muerte del socialista fue rápidamente olvidada. -Te pueden matar -suplicó Blanca abrazándolo.
-Me cuidaré -la tranquilizó Pedro Tercero-. No me quedaré mucho tiempo en el mismo sitio. Por lo mismo no podré verte todos los días. Espérame en este mismo lugar. Yo vendré cada vez que pueda.
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-Te quiero -dijo ella sollozando.
-Yo también.
Volvieron a abrazarse con el ardor insaciable propio de su edad, mientras el burro seguía masticando la yerba.
Blanca se las arregló para no regresar al colegio, provocándose vómitos con salmuera caliente, diarrea con ciruelas verdes y fatigas apretándose la cintura con una cincha de caballo, hasta que adquirió fama de mala salud, que era justamente lo que andaba buscando. Tan bien imitaba los síntomas de las más diversas enfermedades, que hubiera podido engañar a una junta de médicos y ella misma llegó a convencerse de que era muy enfermiza. Todas las mañanas, al despertar, hacía una revisión mental de su organismo, para ver dónde le dolía y qué nuevo mal la aquejaba. Aprendió a aprovechar cualquier circunstancia para sentirse enferma, desde un cambio en la temperatura hasta el polen de las flores, y a convertir todo malestar menor en una agonía. Clara era de opinión que lo mejor para la salud era tener las manos ocupadas, así es que mantuvo a raya los malestares de su hija dándole trabajo. La muchacha tenía que levantarse temprano, como todos los demás, bañarse en agua fría y dedicarse a sus quehaceres, que incluían enseñar en la escuela, coser en el taller y hacer todos los oficios de la enfermería, desde poner encinas hasta suturar heridas con aguja e hilo del costurero, sin que le valieran de nada los desmayos a la vista de la sangre, ni los sudores fríos cuando había que limpiar un vómito. Pedro García, el viejo, que ya tenía cerca de noventa años y apenas arrastraba sus huesos, compartía la idea de Clara de que las manos son para usarlas. Así fue como un día que Blanca andaba lamentándose de una terrible jaqueca, la llamó y sin preámbulos le colocó una bola de barro en la falda. Pasó la tarde enseñándole a moldear la arcilla para hacer cacharros de cocina, sin que la muchacha se acordara de sus dolencias. El viejo no sabía que le estaba dando a Blanca lo que más tarde sería su único medio de vida y su consuelo en las horas más tristes. Le enseñó a mover el torno con el pie mientras hacía volar las manos sobre el barro blando, para fabricar vasijas y cántaros. Pero muy pronto Blanca descubrió que lo utilitario la aburría y que era mucho más entretenido hacer figuras de animales y de personas. Con el tiempo se dedicó a fabricar un mundo en miniatura de bestias domésticas y personajes dedicados a todos los oficios, carpinteros, lavanderas, cocineras, todos con sus pequeñas herramientas y muebles.
-¡Eso no sirve para nada! -dijo Esteban Trucha cuando vio la obra de su hija.
-Busquémosle la utilidad -sugirió Clara.
Así surgió la idea de los Nacimientos. Blanca empezó a producir figuritas para el pesebre navideño, no sólo los reyes magos y los pastores, sino una muchedumbre de personas de la más diversa calaña y toda clase de animales, camellos y cebras del África, iguanas de América y tigres del Asia, sin considerar para nada la zoología propia de Belén. Después agregó animales que inventaba, pegando medio elefante con la mitad de un cocodrilo, sin saber que estaba haciendo con barro lo mismo que su tía Rosa, a quien no conoció, hacía con hilos de bordar en su gigantesco mantel, mientras Clara especulaba que si las locuras se repiten en la familia, debe ser que existe una memoria genética que impide que se pierdan en el olvido. Los multitudinarios Nacimientos de Blanca se convirtieron en una. curiosidad. Tuvo que entrenar a dos muchachas para que la ayudaran, porque no daba abasto con los pedidos, ese año todo el mundo quería tener uno para la noche de Navidad, especialmente porque eran gratis. Esteban Trucha determinó que la manía del barro estaba bien como diversión de señorita, pero que si
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Isabel Allende 106 se convertía en un negocio, el nombre de los Trucha sería colocado junto a los de los comerciantes que vendían clavos en las ferreterías y pescado frito en el mercado. Los encuentros de Blanca y Pedro Tercero eran distanciados e irregulares, pero por lo mismo más intensos. En esos años, ella se acostumbró al sobresalto y a la espera, se resignó a la idea de que siempre se amarían a escondidas y dejó de alimentar el sueño de casarse y vivir en una de las casitas de ladrillo de su padre. A menudo pasaban semanas sin que supiera de él, pero de repente aparecía por el fundo un cartero en bicicleta, un evangélico predicando con una Biblia en el sobaco, o un gitano hablando en media lengua pagana, todos ellos tan inofensivos, que pasaban sin levantar sospechas al ojo vigilante del patrón. Lo reconocía por sus negras pupilas. No era la única: todos los inquilinos de Las Tres Marías y muchos campesinos de otros fundos lo esperaban también. Desde que el joven era perseguido por los patrones, ganó fama de héroe. Todos querían esconderlo por una noche, las mujeres le tejían ponchos y calcetines para el invierno y los hombres le guardaban el mejor aguardiente y el mejor charqui de la estación. Su padre, Pedro Segundo García, sospechaba que su hijo violaba la prohibición de Trueba y adivinaba las huellas que dejaba a su paso.
Estaba dividido entre el amor por su hijo y su papel de guardián de la propiedad. Además temía reconocerlo y que Esteban 7 rueba se lo leyera en la cara, pero sentía una secreta alegría al atribuirle algunas de las cosas extrañas que estaban sucediendo en el campo. Lo único que no se le pasó por la imaginación, fue que las visitas de su hijo tuvieran algo que ver con los paseos de Blanca Trueba al río, porque esa posibilidad no estaba en el orden natural del mundo. Nunca hablaba de su hijo, excepto en el seno de su familia, pero se sentía orgulloso de él y prefería verlo convertido en prófugo que uno más del montón, sembrando papas y cosechando pobrezas como todos los demás. Cuando escuchaba canturrear algunas de las canciones de gallinas y zorros, sonreía pensando que su hijo había conseguido más adeptos con sus baladas subversivas que con los panfletos del Partido Socialista que repartía incansablemente.
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La venganza
Capítulo VI
Año y medio después del terremoto, Las Tres Marías había vuelto a ser el fundo modelo de antes. Estaba en pie la gran casa patronal igual a la original, pero más sólida y con una instalación de agua caliente en los baños. El agua era como chocolate claro y a veces hasta guarisapos aparecían, pero salía en un alegre y fuerte chorro. La bomba alemana era tina maravilla. Yo circulaba por todas partes sin más apoyo que un grueso bastón de plata, el mismo que tengo ahora y que mi nieta dice que no lo uso por la cofera, sino para dar fuerza a mis palabras, blandiéndolo como un contundente argumento. La larga enfermedad tnelló mi organismo y empeoró mi carácter. Reconozco que al final ni Clara podía frenarme las rabietas. Otra persona habría quedado inválida para siempre a raíz del accidente, pero a mí me ayudó la fuerza de la desesperación. Pensaba en ini madre, sentada en su silla de ruedas pudriéndose en vida, y eso me daba tenacidad para pararme y echar a andar, aunque fuera a punta de maldiciones. Creo que la gente me tenía miedo. Hasta la misma Clara, que nunca había temido mi mal genio, en parte porque yo me cuidaba mucho de dirigirlo contra ella, andaba asustada. Verla temerosa de mí me ponía frenético.
Poco a poco Clara fue cambiando. Se veía cansada y noté que se alejaba de mí. Ya no me tenía simpatía, mis dolores no le daban compasión sino fastidio, me di cuenta que eludía mi presencia. Me atrevería a decir que en esa época se sentía más a gusto ordeñando las vacas con Pedro Segundo que haciéndome compañía en el salón. Mientras más distante estaba Clara, más grande era la necesidad que yo sentía de su amor. No había disminuido el deseo que tuve de ella al casarme, quería poseerla completamente, hasta su último pensamiento, pero aquella mujer diáfana pasaba por mi lado como un soplo y aunque la sujetara a dos manos y la abrazara con brutalidad, no podía aprisionarla. Su espíritu no estaba conmigo. Cuando me tuvo miedo, la vida se nos convirtió en un purgatorio. En el día cada uno andaba ocupado en lo suyo. Los dos teníamos mucho que hacer. Sólo nos encontrábamos a la hora de la comida y entonces era yo el que hacía toda la conversación, porque ella parecía vagar en las nubes. Hablaba muy poco y había perdido esa risa fresca y atrevida que fue lo primero que me gustó en ella, ya no echaba para atrás la cabeza, riéndose con todos los dientes. Apenas sonreía. Pensé que la edad y mi accidente nos estaban separando, que estaba aburrida de la vida matrimonial, esas cosas ocurren en todas las parejas y yo no era un amante delicado, de esos que regalan flores a cada rato y dicen cosas bonitas. Pero intenté acercarme a ella. ¡Cómo lo intenté, Dios mío! Me aparecía en su cuarto cuando estaba afanada en sus cuadernos de anotar la vida o en la mesa de tres patas. Traté inclusive de compartir esos aspectos de su existencia, pero a ella no le gustaba que leyeran sus cuadernos y mi presencia le cortaba la inspiración cuando conversaba con sus espíritus, de modo que tuve que desistir. También abandoné el propósito de establecer una buena relación con Blanca. Mi hija desde chica era rara y nunca fue la niña cariñosa tierna que yo habría deseado. En realidad parecía un quirquincho. Desde que me acuerdo fue arisca conmigo y no tuvo que superar el complejo de Edipo, porque nunca lo tuvo. Pero ya era una señorita, parecía inteligente y madura para su edad, estaba muy unida a su madre. Pensé que podría ayudarme y
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traté de conquistarla como aliada, le hacía regalos, trataba de bromear con ella, pero también me eludía. Ahora, que ya estoy muy viejo y puedo hablar de eso sin perder la cabeza de rabia, creo que la culpa de todo la tuvo su amor por Pedro Tercero García. Blanca era insobornable. Nunca pedía nada, hablaba menos que su madre y si yo la obligaba a darme un beso de saludo, lo hacía de tan mala gana, que me dolía como una bofetada. «Todo cambiará cuando regresemos a la capital y hagamos una vida civilizada», decía yo entonces, pero ni Clara ni blanca demostraban el menor interés por dejar Las Tres Marías, por el contrario, cada vez que yo mencionaba el asunto, Blanca decía que la vida en el campo le había devuelto la salud, pero todavía no se sentía fuerte, y Clara me recordaba que había mucho que hacer en el campo, que las cosas no estaban como para dejarlas a medio hacer. Mi mujer no echaba de menos los refinamientos a que había estado acostumbrada y el día que llegó a Las Tres Marías el cargamento de muebles y artículos domésticos que encargué para sorprenderla, se limitó a encontrarlo todo muy bonito. Yo mismo tuve que disponer dónde se colocarían las cosas, porque a ella parecía no importarle en lo más mínimo. La nueva casa se vistió con un lujo que nunca había tenido, ni siquiera en los esplendorosos días previos a mi padre, que la arruinó. Llegaron grandes muebles coloniales de encina rubia y nogal, tallados a mano, pesados tapices de lana, lámparas de fierro y cobre martillado. Encargué a la capital una vajilla de porcelana inglesa pintada a mano, digna de una embajada, cristalería, cuatro cajones atiborrados de adornos, sábanas y manteles de hilo, una colección de discos de música clásica y frívola, con su moderna vitrola. Cualquier mujer se habría encantado con todo eso y habría tenido ocupación para varios meses organizando su casa, menos Clara, que era impermeable a esas cosas. Se limitó a adiestrar un par de cocineras y a entrenar a unas muchachas, hijas de los inquilinos, para que sirvieran en la casa, y apenas se vio libre de las cacerolas y la escoba, regresó a sus cuadernos de anotar la vida y a sus cartas del tarot en los momentos de ocio. Pasaba la mayor parte del día ocupada en el taller de costura, la enfermería y la escuela. Yo la dejaba tranquila, porque esos quehaceres justificaban su vida. Era una mujer caritativa y generosa, ansiosa por hacer felices a los que la rodeaban, a todos menos a mí. Después del derrumbe reconstruimos la pulpería y por darle gusto, suprimí el sistema de papelitos rosados y empecé a pagar a la gente con billetes, porque. Clara decía que eso les permitía comprar en el pueblo y ahorrar. No era cierto. Sólo servía para que los hombres hieran a emborracharse a la taberna de San Lucas v las mujeres y los niños pasaran necesidades. Por ese tipo de cosas peleábamos mucho. Los inquilinos eran la causa de todas nuestras discusiones. Bueno, no todas. También discutíamos por la guerra mundial. Y> seguía los progresos de las tropas nazis en un mapa que había puesto en la pared del salón, mientras Clara tejía calcetines para los soldados aliados. Blanca se agarraba la cabeza a dos manos, sin comprender la causa de nuestra pasión por una guerra que no tenía nada que ver con nosotros y que estaba ocurriendo al otro lado del océano. Supongo que también teníamos malentendidos por otros motivos. En realidad, muy pocas veces estábamos de acuerdo en algo. No creo que la culpa de todo fuera mi mal genio, porque yo era un buen marido, ni sombra del tarambana que había sido de soltero. Ella era la única mujer para mí. Todavía lo es.
Un día Clara hizo poner un pestillo a la puerta de su habitación y no volvió a aceptarme en su cama, excepto en aquellas ocasiones en que yo forzaba tanto la situación, que negarse habría significado una ruptura definitiva. Primero pensé que tenía alguno de esos misteriosos malestares que dan a las mujeres de vez en cuando, o bien la menopausia, pero cuando el asunto se prolongó por varias semanas, decidí hablar con ella. Me explicó con calma que nuestra relación matrimonial se había deteriorado y por eso había perdido su buena disposición para los retozos carnales.
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Dedujo naturalmente que sí no teníamos nada que decirnos, tampoco podíamos compartir la cama, y pareció sorprendida de que yo pasara todo el día rabiando contra ella y en la noche quisiera sus caricias. Traté de hacerle ver que en ese sentido los hombres y las mujeres somos algo diferentes y que la adoraba, a pesar de todas mis mañas, pero fue inútil. En ese tiempo me mantenía más sano y más fuerte que ella, a pesar de mi accidente y de que Clara era mucho menor. Con la edad yo había adelgazado. No tenía ni un gramo de grasa en el cuerpo y guardaba la misma resistencia y fortaleza de mi juventud. Podía pasarme todo el día cabalgando, dormir tirado en cualquier parte, comer lo que fuera sin sentir la vesícula, el hígado y otros órganos internos de los cuales la gente habla constantemente. Eso sí, me dolían los huesos. En las tardes frías o en las noches húmedas el dolor de los huesos aplastados en el terremoto era tan intenso, que mordía la almohada para que no se oyeran mis gemidos. Cuando ya no podía más, me echaba un largo trago de aguardiente y dos aspirinas al gaznate, pero eso no me aliviaba. Lo extraño es que mi sensualidad se había hecho más selectiva con la edad, pero era casi tan inflamable como en mi juventud. Me gustaba mirar a las mujeres, todavía me gusta. Es un placer estético, casi espiritual. Pero sólo Clara despertaba en mí un deseo concreto e inmediato, porque en nuestra larga vida en común habíamos aprendido a conocernos y cada uno tenía en la punta de los dedos la geografía precisa del otro. Ella sabía dónde estaban mis puntos más sensibles, podía decirme exactamente lo que necesitaba oír. A una edad en la que la mayoría de los hombres está hastiado de su mujer y necesita el estímulo de otras para encontrar la chispa del deseo, yo estaba convencido que sólo con Clara podía hacer el amor como en los tiempos de la luna de miel, incansablemente. No tenía la tentación de buscar a otras.
Recuerdo que empezaba a asediarla al caer la noche. En las tardes se sentaba a escribir y yo fingía saborear mi pipa, pero en realidad la estaba espiando de reojo. Apenas calculaba que iba a retirarse -porque empezaba a limpiar la pluma y cerrar los cuadernos- me adelantaba. Me iba cojeando al baño, me acicalaba, me ponía una bata de felpa episcopal que había comprado para seducirla, pero que ella nunca pareció darse cuenta de su existencia, pegaba la oreja a la puerta y la esperaba. Cuando la escuchaba avanzar por el corredor, le salía al asalto. Lo intenté todo, desde colmarla de halagos y regalos, hasta amenazarla con echar la puerta abajo y molerla a bastonazos, pero ninguna de esas alternativas resolvía el abismo que nos separaba. Supongo que era inútil que yo tratara de hacerle olvidar con mis apremios amorosos en la noche, el mal humor con que la agobiaba durante el día. Clara me eludía con ese aire distraído que acabé por detestar. No puedo comprender lo que me atraía tanto de ella. Era una mujer madura, sin ninguna coquetería, que arrastraba ligeramente los pies y había perdido la alegría injustificada que la hacía tan atrayente en su juventud. Clara no era seductora ni tierna conmigo. Estoy seguro que no me amaba. No había razón para desearla en esa forma descomedida y brutal que me sumía en la desesperación y el ridículo. Pero no podía evitarlo. Sus gestos menudos, su tenue olor a ropa limpia y jabón, la luz de sus ojos, la gracia de su nuca delgada coronada por sus rizos rebeldes, todo en ella me gustaba. Su fragilidad me producía una ternura insoportable. Quería protegerla, abrazarla, hacerla reír como en los viejos tiempos, volver a dormir con ella a mi lado, su cabeza en mi hombro, las piernas recogidas debajo de las mías, tan pequeña y tibia, su mano en mi pecho, vulnerable y preciosa. A veces me hacía el propósito de castigarla con una fingida indiferencia, pero al cabo de unos días me daba por vencido, porque parecía mucho más tranquila y feliz cuando yo la ignoraba. Taladré un agujero en la pared del baño para verla desnuda, pero eso me ponía en tal estado de turbación, que preferí volver a tapiarlo con argamasa. Para herirla, hice ostentación de ir al Farolito Rojo, pero su único comentario fue que eso
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era mejor que forzar a las campesinas, lo cual me sorprendió, porque no imaginé que supiera de eso. En vista de su comentario, volví a intentar las violaciones, nada más que para molestarla. Pude comprobar que el tiempo y el terremoto hicieron estragos en mi virilidad y que ya no tenía fuerzas para rodear la cintura de una robusta muchacha y alzarla sobre la grupa de mi caballo, y, mucho menos, quitarle la ropa a zarpazos y penetrarla contra su voluntad. Estaba en la edad en que se necesita ayuda y ternura para hacer el amor. Me había puesto viejo, carajo.
Él fue el único que se dio cuenta que se estaba achicando. Lo notó por la ropa. No era simplemente que le sobrara en las costuras, sino que le quedaban largas las mangas y las piernas de los pantalones. Pidió a Blanca que se la acomodara en la máquina de coser, con el pretexto de que estaba adelgazando, pero se preguntaba inquieto si Pedro García, el viejo, no le habría puesto al revés los huesos y por eso se estaba encogiendo. No se lo dijo a nadie, igual como no habló nunca de sus dolores, por una cuestión de orgullo.
Por esos días se preparaban las elecciones presidenciales. En una cena de políticos conservadores en el pueblo, Esteban Trueba conoció al conde Jean de Satigny. Usaba zapatos de cabritilla y chaquetas de lino crudo, no sudaba como los demás mortales y olía a colonia inglesa, estaba siempre tostado por el hábito de meter una pelota a través de un pequeño arco con un palo, a plena luz del mediodía y hablaba arrastrando las últimas sílabas de las palabras y comiéndose las erres. Era el único hombre que Esteban conocía, que se pusiera esmalte brillante en las uñas y se echara colirio azul en los ojos. Tenía tarjetas de presentación con escudo de armas de su familia y observaba todas las reglas conocidas de urbanidad y otras inventadas por él, como comer las alcachofas con pinzas, lo cual provocaba estupefacción general. Los hombres se burlaban a sus espaldas, pero pronto se vio que trataban de imitar su elegancia, sus zapatos de cabritilla, su indiferencia y su aire civilizado. El título de conde lo colocaba en un nivel diferente al de los otros emigrantes que habían llegado de Europa Central huyendo de las pestes del siglo pasado, de España escapando de la guerra, del Medio Oriente con sus negocios de turcos y armenios del Asia a vender su comida típica y sus baratijas. El conde De Satigny no necesitaba ganarse la vida, como lo hizo saber a todo el mundo. El negocio de las chinchillas era sólo un pasatiempo para él. Esteban Trueba había visto las chinchillas merodeando por su propiedad. Las cazaba a tiros, para que no le devoraran las siembras, pero no se le había ocurrido que esos roedores insignificantes pudieran convertirse en abrigos de señora. Jean de Satigny buscaba un socio que pusiera el capital, el trabajo, los criaderos y corriera con todos los riesgos, para dividir las ganancias en un cincuenta por ciento. Esteban Trueba no era aventurero en ningún aspecto de la vida, pero el conde francés tenía la gracia alada y el ingenio que podían cautivarlo, por eso perdió muchas noches desvelado estudiando la proposición de las chinchillas y sacando cuentas. Entretanto, monsieur De Satigny, pasaba largas temporadas en Las Tres Marías, como invitado de honor.
Jugaba con su pelotita a pleno sol, bebía cantidades exorbitantes de jugo de melón sin azúcar y rondaba delicadamente las cerámicas de Blanca. Llegó, incluso, a proponer a la muchacha exportarlas a otros lugares donde había un mercado seguro para las artesanías indígenas. Blanca trató de sacarlo de su error, explicándole que ella no tenía nada de indio y que su obra tampoco, pero la barrera del lenguaje impidió que él comprendiera su punto de vista. El conde fue una adquisición social para la familia Trueba, porque desde el momento en que se instaló en su propiedad, les llovieron las invitaciones de los fundos vecinos, a las reuniones con las autoridades políticas del pueblo y a todos los acontecimientos culturales y sociales de la región. Todos querían estar cerca del francés, con la esperanza de que algo de su distinción se contagiara,
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Isabel Allende 111 las jovencitas suspiraban al verlo y las madres lo anhelaban como yerno, disputándose el honor de invitarlo. Los caballeros envidiaban la suerte de Esteban Trueba, que había sido elegido para el negocio de las chinchillas. La única persona que no se deslumbró por los encantos del francés y ni se maravilló por su forma de pelar una naranja con cubiertos, sin tocarla con los dedos, dejando las cáscaras en forma de flor, o su habilidad para citar a los poetas y filósofos franceses en su lengua natal, era Clara, que cada vez que lo veía tenía que preguntarle su nombre y se desconcertaba cuando lo encontraba en bata de seda camino al baño de su propia casa. Blanca, en cambio, se divertía con él y agradecía la oportunidad de lucir sus mejores vestidos, peinarse con esmero y arreglar la mesa con la vajilla inglesa y los candelabros de plata.
-Por lo menos nos saca de la barbarie -decía.
Esteban Trueba estaba menos impresionado por la burumballa del noble, que por las chinchillas. Pensaba cómo diablos no se le había ocurrido la idea de curtirles el pellejo, en vez de perder tantos años criando esas malditas gallinas que se morían de cualquier diarrea de morondanga y esas vacas que por cada litro de leche que se les ordeñaba, consumían una hectárea de forraje y una caja de vitaminas y además llenaban todo de moscas y de mierda. Clara y Pedro Segundo García, en cambio, no compartían su entusiasmo por los roedores, ella por razones humanitarias, puesto que le parecía atroz criarlos para arrancarles el cuero, y él porque nunca había oído hablar de criaderos de ratones.
Una noche el conde salió a fumar uno de sus cigarrillos orientales, especialmente traídos del Líbano ¡vaya uno a saber dónde queda eso!, como decía Trueba, y a respirar el perfume de las flores que subía en grandes bocanadas desde el jardín e inundaba los cuartos. Paseó un poco por la terraza y midió con la vista la extensión de parque que se extendía alrededor de la casa patronal. Suspiró, conmovido por aquella naturaleza pródiga que podía reunir en el más olvidado país de la tierra todos los climas de su invención, la cordillera y el mar, los valles y las cumbres más altas, ríos de agua cristalina y una benigna fauna que permitía pasear con toda confianza, con la certeza de que no aparecerían víboras venenosas o fieras hambrientas, y, para total perfección, tampoco había negros rencorosos o indios salvajes. Estaba harto de recorrer países exóticos detrás de negocios de aletas de tiburón para afrodisíacos, ginseng para todos los males, figuras talladas por los esquimales, pirañas embalsamadas del Amazonas y chinchillas para hacer abrigos de señora. Tenía treinta y ocho años, al menos ésos confesaba, y sentía que por fin había encontrado el paraíso en la tierra, donde podía montar empresas tranquilas con socios ingenuos. Se sentó en un tronco a fumar en la oscuridad. De pronto vio una sombra agitarse y tuvo la idea fugaz de que podía ser un ladrón, pero enseguida la desechó, porque los bandidos en esas tierras estaban tan fuera de lugar como las bestias malignas. Se aproximó con prudencia y entonces divisó a Blanca, que asomaba las piernas por la ventana y se deslizaba como un gato por la pared, cayendo entre las hortensias sin el menor ruido. Vestía de hombre, porque los perros ya la conocían y no necesitaba andar en cueros. Jean de Satigny la vio alejarse buscando las sombras del alero de la casa y de los árboles, pensó seguirla, pero tuvo miedo de los mastines y pensó que no había necesidad de eso para saber dónde iba una muchacha que salta por una ventana en la noche. Se sintió preocupado, porque lo que acababa de ver ponía en peligro sus planes.
Al día siguiente, el conde pidió a Blanca Trueba en matrimonio. Esteban, que no había tenido tiempo para conocer bien a su hija, confundió su plácida amabilidad y su entusiasmo por colocar los candelabros de plata en la mesa, con amor. Se sintió muy satisfecho de que su hija, tan aburrida y de mala salud, hubiera atrapado al galán más solicitado de la región. «¿Qué habrá visto en ella?», se preguntó, extrañado. Manifestó
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Isabel Allende 112 al pretendiente que debía consultarlo con Blanca, pero que estaba seguro de que no habría ningún inconveniente y que, por su parte, se adelantaba a darle la bienvenida a la familia. Hizo llamar a su hija, que en ese momento estaba enseñando geografía en la escuela, y se encerró con ella en su despacho. Cinco minutos después se abrió la puerta violentamente y el conde vio salir a la joven con las mejillas arreboladas. Al pasar por su lado le lanzó una mirada asesina y volteó la cara. Otro menos tenaz, habría cogido sus valijas y se habría ido al único hotel del pueblo, pero el conde dijo a Esteban que estaba seguro de conseguir el amor de la joven, siempre que le dieran tiempo para ello. Esteban Trueba le ofreció que se quedara como huésped en Las Tres Marías mientras lo considerara necesario. Blanca nada dijo, pero desde ese día dejó de comer en la mesa con ellos y no perdió oportunidad de hacer sentir al francés que era indeseable. Guardó sus vestidos de fiesta y los candelabros de plata y lo evitó cuidadosamente. Anunció a su padre que si volvía a mencionar el asunto del matrimonio regresaba a la capital en el primer tren que pasara por la estación y se iba de novicia a su colegio.
-¡Ya cambiará de opinión! -rugió Esteban Trueba.
-Lo dudo -respondió ella.
Ese año la llegada de los mellizos a Las Tres Marías, fue un gran alivio. Llevaron una ráfaga de frescura y bullicio al clima oprimente de la casa. Ninguno de los dos hermanos supo apreciar los encantos del noble francés, a pesar de que él hizo discretos esfuerzos por ganar la simpatía de los jóvenes. Jaime y Nicolás se burlaban de sus modales, de sus zapatos de marica y su apellido extranjero, pero Jean de Satigny nunca se molestó. Su buen humor terminó por desarmarlos y convivieron el resto del verano amigablemente, llegando incluso a aliarse para sacar a Blanca del emperramiento en que se había hundido.
-Ya tienes veinticuatro años, hermana. ¿Quieres quedarte para vestir santos?
-decían.
Procuraban entusiasmarla paras que se cortara el pelo y copiara los vestidos que hacían furor en las revistas, pero ella no tenía ningún interés en esa moda exótica, que no tenía la menor oportunidad de sobrevivir en la polvareda del campo.
Los mellizos eran tan diferentes entre sí, que no parecían hermanos. Jaime era alto, fornido, tímido y estudioso. Obligado por la educación del internado, llegó a desarrollar con los deportes una musculatura de atleta, pero en realidad consideraba que ésa era una actividad agotadora e inútil. No podía comprender el entusiasmo de Jean de Satigny por pasar la mañana persiguiendo una bola con un palo para meterla en un hoyo, cuando era tanto más fácil colocarla con la mano. Tenía extrañas manías que empezaron a manifestarse en esa época y que fueron acentuándose a lo largo de su vida. No le gustaba que le respiraran cerca, que le dieran la mano, que le hicieran preguntas personales, le pidieran libros prestados o le escribieran cartas. Esto dificultaba su trato con la gente, pero no consiguió aislarlo, porque a los cinco minutos de conocerlo saltaba a la vista que, a pesar de su actitud atrabiliaria, era generoso, cándido y tenía una gran capacidad de ternura, que él procuraba inútilmente disimular, porque lo avergonzaba. Se interesaba por los demás mucho más de lo que quería admitir, era fácil conmoverlo. En Las Tres Marías los inquilinos lo llamaban «el patroncito» y acudían a él cada vez que necesitaban algo. Jaime los escuchaba sin comentarios, contestaba con monosílabos y terminaba dándoles la espalda, pero no descansaba hasta solucionar el problema. Era huraño y su madre decía que ni siquiera cuando era pequeño se dejaba acariciar. Desde niño tenía gestos extravagantes, era capaz de quitarse la ropa que llevaba puesta para dársela a otro, como lo hizo en varias oportunidades. El afecto y las emociones le parecían signos de inferioridad y
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sólo con los animales perdía las barreras de su exagerado pudor, se revolcaba por el suelo con ellos, los acariciaba, les daba de comer en la boca y dormía abrazado con los perros. Podía hacer lo mismo con los niños de muy corta edad, siempre que nadie estuviera observando, porque frente a la gente prefería el papel de hombre recio y solitario. La formación británica de doce años de colegio, no pudo desarrollar en él spleen, que se consideraba el mejor atributo de un caballero. Era un sentimental incorregible. Por eso se interesó en la política y decidió que no sería abogado, como su padre le exigía, sino médico, para ayudar a los necesitados, como le sugirió su madre, que le conocía mejor. Jaime había jugado con Pedro Tercero García durante toda su infancia, pero fue ese año que aprendió a admirarlo. Blanca tuvo que sacrificar un par dé encuentros en el río, para que los dos jóvenes se reunieran. Hablaban de justicia, de igualdad, del movimiento campesino, del socialismo, mientras Blanca los escuchaba con impaciencia, deseando que acabaran pronto para quedarse sola con su amante.
Esa amistad unió a los dos muchachos hasta la muerte, sin que Esteban Trueba lo sospechara.
Nicolás era hermoso como una doncella. Heredó la delicadeza y la transparencia de la piel de su madre, era pequeño, delgado, astuto y rápido como un zorro. De inteligencia brillante, sin hacer ningún esfuerzo sobrepasaba a su hermano en todo lo que emprendían juntos. Había inventado un juego para atormentarlo: le llevaba la contra en cualquier tema y argumentaba con tanta habilidad y certeza, que terminaba por convencer a Jaime que estaba equivocado, obligándolo a admitir su error.
-¿Estás seguro de que yo tengo la razón? -decía finalmente Nicolás a su hermano. -Sí, tienes razón -gruñía Jaime, cuya rectitud le impedía discutir de mala fe. -¡Ah! Me alegro -exclamaba Nicolás-. Ahora yo te voy a demostrar que el que tiene la razón eres tú y el equivocado soy yo. Te voy a dar los argumentos que tú tenías que haberme dado, si fueras inteligente.
Jaime perdía la paciencia y le caía a golpes, pero enseguida se arrepentía, porque era mucho más fuerte que su hermano y su propia fuerza lo hacía sentirse culpable. En el colegio, Nicolás usaba su ingenio para molestar a los demás y cuando se veía obligado a enfrentar una situación de violencia, llamaba a su hermano para que lo defendiera mientras él lo animaba desde atrás. Jaime se acostumbró a dar la cara por Nicolás y llegó a parecerle natural ser castigado en su lugar, hacer sus tareas y tapar sus mentiras. El principal interés de Nicolás en ese período de su juventud aparte de las mujeres, fue desarrollar la habilidad de Clara para adivinar el futuro. Compraba libros sobre sociedades secretas, de horóscopos y de todo lo que tuviera características sobrenaturales. Ese año le dio por desenmascarar milagros, se compró Las Vidas de Los Santos en edición popular y pasó el verano buscando explicaciones pedestres a las más fantásticas proezas de orden espiritual. Su madre se burlaba de él.
-Si no puedes entender cómo funciona el teléfono, hijo -decía Clara-, ¿cómo quieres comprender los milagros?
El interés de Nicolás por los asuntos sobrenaturales comenzó a manifestarse un par de años antes. Los Fines de semana que podía salir del internado, iba a visitar a las tres hermanas Mora en su viejo molino, para aprender ciencias ocultas. Pero pronto se vio que no tenía ninguna disposición natural para la clarividencia o la telequinesia, de modo que tuvo que conformarse con la mecánica de las cartas astrológicas, el tarot y los palitos chinos. Como una cosa trae a la otra, conoció en casa de las Mora a una hermosa joven de nombre Amanda, algo mayor que él, que lo inició en la meditación yoga y en la acupuntura, ciencias con las cuales Nicolás llegó a curar el reuma y otras dolencias menores, que era más de lo que conseguiría su hermano con la medicina tradicional, después de siete años de estudio. Pero todo eso fue mucho después. Ese
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Isabel Allende 114 verano tenía veintiún años y se aburría en el campo. Su hermano lo vigilaba estrechamente, para que no molestara a las muchachas, porque se había autodesignado defensor de la virtud de las doncellas de Las Tres Marías, a pesar de lo cual Nicolás se las arregló para seducir a casi todas las adolescentes de la zona, con artes de galantería que jamás se habían visto por aquellos lugares. El resto del tiempo lo pasaba investigando milagros, tratando de aprender los trucos de su madre para mover el salero con la fuerza de la mente, y escribiendo versos apasionados a Amanda, que se los devolvía por correo, corregidos y mejorados, sin que ello lograra desanimar al joven.
Pedro García, el viejo, murió poco antes de las elecciones presidenciales. El país estaba convulsionado por las campañas políticas, los trenes de triunfo cruzaban de Norte a Sur llevando a los candidatos asomados en la cola, con su corte de proselitistas, saludando todos del mismo modo, prometiendo todos las mismas cosas, embanderados y con una sonajera de orfeón y altoparlantes que espantaba la quietud del paisaje y pasmaba al ganado. El viejo había vivido tanto, que ya no era más que un montón de huesitos de cristal cubiertos por un pellejo amarillo. Su rostro era un encaje de arrugas. Cloqueaba al caminar, con un tintineo de castañuelas, no tenía dientes y sólo podía comer papilla de bebé, además de ciego se había quedado sordo, pero nunca le falló el reconocimiento de las cosas y la memoria del pasado y de lo inmediato. Murió sentado en su silla de mimbre al atardecer. Le gustaba colocarse en el umbral de su rancho a sentir caer la tarde, que la adivinaba por el cambio sutil de la temperatura, por los sonidos del patio, el afán de las cocinas, el silencio de las gallinas. Allí lo encontró la muerte. A sus pies, estaba su bisnieto Esteban García, que ya tenía alrededor de diez años, ocupado en ensartar los ojos a un pollo con un clavo. Era hijo de Esteban García, el único bastardo del patrón que llevó su nombre, aunque no su apellido. Nadie recordaba su origen ni la razón por la cual llevaba ese nombre, excepto él mismo, porque su abuela, Pancha García, antes de morir alcanzó a envenenar su infancia con el cuento de que si su padre hubiera nacido en el lugar de Blanca, Jaime o Nicolás, habría heredado Las Tres Marías y podría haber llegado a Presidente de la República, de haberlo querido. En aquella región sembrada de hijos ilegítimos y de otros legítimos que no conocían a su padre, él fue probablemente el único que creció odiando su apellido. Vivió castigado por el rencor contra el patrón, contra su abuela seducida, contra su padre bastardo y contra su propio inexorable destino de patán. Esteban Trueba no lo distinguía entre los demás chiquillos de la propiedad, era uno más del montón de criaturas que cantaban el himno nacional en la escuela y hacían cola para su regalo de Navidad. No se acordaba de Pancha García ni de haber tenido un hijo con ella, y mucho menos de aquel nieto taimado que lo odiaba, pero que lo observaba de lejos para imitar sus gestos y copiar su voz. El niño se desvelaba en la noche imaginando horribles enfermedades o accidentes que ponían fin a la existencia del patrón y todos sus hijos, para que él pudiera heredar la propiedad. Entonces transformaba Las Tres Marías en su reino. Esas fantasías las acarició toda su vida, aun después de saber que jamás obtendría nada por vía de la herencia. Siempre reprochó a Trueba la existencia oscura que forjó para él y se sintió castigado, inclusive en los días en que llegó a la cima del poder y los tuvo a todos en su puño.
El niño se dio cuenta que algo había cambiado en el anciano. Sé acercó, lo tocó y el cuerpo se tambaleó. Pedro García cayó al suelo como una bolsa de huesos. Tenía las pupilas cubiertas por la película lechosa que las fue dejando sin luz a lo largo de un cuarto de siglo. Esteban García tomó el clavo y se disponía a pincharle los ojos, cuando llegó Blanca y lo apartó de un empujón, sin sospechar que esa criatura hosca y
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Isabel Allende 115 malvada era su sobrino y que dentro de algunos años sería el instrumento de una tragedia para su familia.
-Dios mío, se murió el viejecito -sollozó inclinándose sobre el cuerpo jibarizado del anciano que pobló su infancia de cuentos y protegió sus amores clandestinos. A Pedro García, el viejo, lo enterraron con un velorio de tres días en el que Esteban Trucha ordenó que no se escatimara el gasto. Acomodaron su cuerpo en un cajón de pino rústico, con su traje dominguero, el mismo que usó cuando se casó y que se ponía para votar y recibir sus cincuenta pesos en Navidad. Le pusieron su única camisa blanca, que le quedaba muy holgada en el cuello, porque la edad lo había encogido, su corbata de luto y un clavel rojo en el ojal, como siempre que se enfiestaba. Le sujetaron la mandíbula con un pañuelo y le colocaron su sombrero negro, porque había dicho muchas veces, que quería quitárselo para saludar a Dios. No tenía zapatos, pero Clara sustrajo unos de Esteban Trucha, para que todos vieran que no iba descalzo al Paraíso.
Jean de Satigny se entusiasmó con el funeral, extrajo de su equipaje una máquina fotográfica con trípode y tomó tantos retratos al muerto, que sus familiares pensaron que le podía robar el alma ,v, por precaución, destrozaron las placas. Al velatorio acudieron campesinos de toda la región, porque Pedro García, en su siglo de vida estaba emparentado con muchos paisanos de provincia. Llegó la meica, que era aún más anciana que él, con varios indios de su tribu, que a una orden suya comenzaron a llorar al finado y no dejaron de hacerlo hasta que terminó la parranda tres días después. La gente se juntó alrededor del rancho del viejo a beber vino, tocar la guitarra y vigilar los asados. También llegaron dos curas en bicicleta, a bendecir los restos mortales de Pedro García y a dirigir los ritos fúnebres. Uno de ellos era un gigante rubicundo con fuerte acento español, el padre José Dulce María, a quien Esteban Trucha conocía de nombre. Estuvo a punto de impedirle la entrada a su propiedad, pero Clara lo convenció de que no era el momento de anteponer sus odios políticos al fervor cristiano de los campesinos. «Por lo menos pondrá algo de orden en los asuntos del alma», dijo ella. De modo que Esteban Trueba terminó por darle la bienvenida e invitarlo a que se quedara en su casa con el hermano lego, que no abría la boca y miraba siempre al suelo, con la cabeza ladeada y las manos juntas. El patrón estaba conmovido por la muerte del viejo que le había salvado las siembras de las hormigas y la vida de yapa, y quería que todos recordaran ese entierro como un acontecimiento.
Los curas reunieron a los inquilinos y visitantes en la escuela, para repasar los olvidados evangelios y decir una misa por el descanso del alma de Pedro García. Después se retiraron a la habitación que se les había destinado en la casa patronal, mientras los demás continuaban la juerga que había sido interrumpida por su llegada. Esa noche Blanca esperó que se callaran las guitarras y el llanto de los indios y que todos se fueran a la cama, para saltar por la ventana de su habitación y enfilar en la dirección habitual, amparada por las sombras. Volvió a hacerlo durante las tres noches siguientes, hasta que los sacerdotes se fueron. ‘Iodos, menos sus padres, se enteraron de que Blanca se juntaba con uno de ellos en el río. Era Pedro Tercero García, que no quiso perderse el funeral de su abuelo y aprovechó la sotana prestada para arengar a los trabajadores casa por casa, explicándoles que las próximas elecciones eran su oportunidad de sacudir el yugo en que habían vivido siempre. Lo escuchaban sorprendidos y confusos. Su tiempo se medía por estaciones, sus pensamientos por generaciones, eran lentos y prudentes. Sólo los más jóvenes, los que tenían radio y oían las noticias, los que a veces iban al pueblo y conversaban con los sindicalistas, podían seguir el hilo de sus ideas. Los demás lo escuchaban porque el muchacho era el
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Isabel Allende 116 héroe perseguido por los patrones, pero en el fondo estaban convencidos de que hablaba tonterías.
-Si el patrón descubre que vamos a votar por los socialistas, nos jodimos -dijeron. -¡No puede saberlo! El voto es secreto -alegó el falso cura.
-Eso cree usted, hijo -respondió Pedro Segundo, su padre-. Dicen que es secreto, pero después siempre saben por quién votamos. Además, si ganan los de su partido, nos van a echar a la calle, no tendremos trabajo. Yo he vivido siempre aquí. ¿Qué haría?
-¡No pueden echarlos a todos, porque el patrón pierde más que ustedes si se van!
-arguyó Pedro Tercero.
-No importa por quién votemos, siempre ganan ellos.
-Cambian los votos -dijo Blanca, que asistía a la reunión sentada entre los campesinos.
-Esta vez no podrán -dijo Pedro Tercero-. Mandaremos gente del partido para controlar las mesas de votación y ver que sellen las urnas.
Pero los campesinos desconfiaban. La experiencia les había enseñado que el zorro siempre acaba por comerse a las gallinas, a pesar de las baladas subversivas que andaban de boca en boca cantando lo contrario. Por eso, cuando pasó el tren del nuevo candidato del Partido Socialista, un doctor miope y carismático que movía a las muchedumbres con su discurso inflamado, ellos lo observaron desde la estación, vigilados por los patrones que montaron un cerco a su alrededor, armados con escopetas de caza y garrotes. Escucharon respetuosamente las palabras del candidato, pero no se atrevieron a hacerle ni un gesto de saludo, excepto unos pocos braceros que acudieron en pandilla, provistos de palos y picotas, y lo vitorearon hasta desgañitarse, porque ellos no tenían nada que perder, eran nómadas del campo, vagaban por la región sin trabajo fijo, sin familia, sin amo y sin miedo.
Poco después de la muerte y el memorable entierro de Pedro García, el viejo, Blanca comenzó a perder sus colores de manzana y a sufrir fatigas naturales que no eran producidas por dejar de respirar y vómitos matinales que no eran provocados por salmuera caliente. Pensó que la causa estaba en el exceso de comida, era la época de los duraznos dorados, los damascos, el maíz tierno preparado en cazuelas de barro y perfumado con albahaca, era el tiempo de hacer las mermeladas y las conservas para el invierno. Pero el ayuno, la manzanilla, los purgantes y el reposo no la curaron. Perdió el entusiasmo por la escuela, la enfermería y hasta por sus Nacimientos de barro, se puso floja y somnolienta, podía pasar horas echada en la sombra mirando el cielo, sin interesarse por nada. La única actividad que mantuvo fueron sus escapadas nocturnas por la ventana cuando tenía cita con Pedro Tercero en el río. Jean de Satigny, que no se había dado por vencido en su asedio romántico, la observaba. Por discreción, pasaba unas temporadas en el hotel del pueblo y hacía algunos viajes cortos a la capital, de donde regresaba cargado de literatura sobre las chinchillas, sus jaulas, su alimento, sus enfermedades, sus métodos reproductivos, la forma de curtirles el cuero y, en general, todo lo referente a esas pequeñas bestias cuyo destino era convertirse en estolas. La mayor parte del verano el conde fue huésped en Las Tres Marías. Era un visitante encantador, bien educado, tranquilo y alegre. Siempre tenía una frase amable en la punta de los labios, celebraba la comida, los divertía en las tardes tocando el piano del salón, donde competía con Clara en los nocturnos de Chopin y era una fuente inagotable de anécdotas. Se levantaba tarde y pasaba una o dos horas dedicado a su arreglo personal, hacía gimnasia, trotaba alrededor de la casa sin importarle las burlas de los toscos campesinos, se remojaba
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Isabel Allende 117 en la bañera con agua caliente y se demoraba mucho en elegir la ropa para cada ocasión. Era un esfuerzo perdido, puesto que nadie apreciaba su elegancia y a menudo lo único que conseguía con sus trajes ingleses de montar, sus chaquetas de terciopelo y sus sombreros tiroleses con pluma de faisán, era que Clara, con la mejor intención, le ofreciera ropa más apropiada para el campo. Jean no perdía el buen humor, aceptaba las sonrisas irónicas del dueño de casa, las malas caras de Blanca y la perenne distracción de Clara, que al cabo de un año seguía preguntándole su nombre. Sabía cocinar algunas recetas francesas, muy aliñadas y magníficamente presentadas, con las que contribuía cuando tenían invitados. Era la primera vez que veían a un hombre interesado en la cocina, pero supusieron que eran costumbres europeas y no se atrevieron a hacerle bromas, para no pasar por ignorantes. De sus viajes a la capital traía, además de lo concerniente a las chinchillas, las revistas de moda, los folletines de guerra que se habían popularizado para crear el mito del soldado heroico y novelas románticas para Blanca. En la conversación de sobremesa, a veces se refería con tono de mortal aburrimiento, a sus veranos con la nobleza europea en los castillos de Liechtenstein o en la Costa Azul. Nunca dejaba de decir que estaba feliz de haber cambiado todo eso por el encanto de América. Blanca le preguntaba por qué no había elegido el Caribe, o por lo menos un país con mulatas, cocoteros y tambores, si lo que buscaba era exotismo, pero él sostenía que no había en la tierra otro sitio más agradable que ese olvidado país al final del mundo. El francés no hablaba de su vida personal, excepto para deslizar algunas claves imperceptibles que permitían al interlocutor astuto darse cuenta de su esplendoroso pasado, su fortuna incalculable y su noble origen. No se conocía con certeza su estado civil, su edad, su familia o de qué parte de Francia provenía. Clara era de opinión que tanto misterio era peligroso y trató de desentrañarlo con las cartas del tarot, pero Jean no permitía que le echaran la suerte ni que se escrutaran las líneas de su mano. Tampoco se sabía su signo zodiacal. A Esteban Trueba todo eso le tenía sin cuidado. Para él era suficiente que el conde estuviera dispuesto a entretenerlo con una partida de ajedrez o de dominó, que fuera ingenioso y simpático y nunca pidiera dinero prestado. Desde que Jean de Satigny visitaba la casa, era mucho más soportable el aburrimiento del campo, donde a las cinco de la tarde no había nada más que hacer. Además le gustaba que los vecinos lo envidiaran por tener a ese huésped distinguido en Las Tres Marías.
Se había corrido la voz de que Jean pretendía a Blanca Trueba, pero no por eso dejó de ser el galán predilecto de las madres casamenteras. Clara también lo estimaba, aunque en ella no había ningún cálculo matrimonial. Por su parte, Blanca acabó acostumbrándose a su presencia. Era tan discreto y suave en el trato, que poco a poco Blanca olvidó su proposición matrimonial. Llegó a pensar que había sido algo así como una broma del conde. Volvió a sacar del armario los candelabros de plata, a poner la mesa con la vajilla inglesa y a usar sus vestidos de ciudad en las tertulias de la tarde. A menudo Jean la invitaba al pueblo o le pedía que lo acompañara a sus numerosas invitaciones sociales. En esas oportunidades Clara tenía que ir con ellos, porque Esteban Trueba era inflexible en ese punto: no quería que vieran a su hija sola con el francés. En cambio, les permitía pasear sin chaperona por la propiedad, siempre que no se alejaran demasiado y que regresaran antes que oscureciera. Clara decía que si se trataba de cuidar la virginidad a la joven eso era mucho más peligroso que ir a tomar té al fundo de los Uzcátegui, pero Esteban estaba seguro de que no había nada que temer de Jean, puesto que sus intenciones eran nobles, pero había que cuidarse de las malas lenguas, que podían destrozar la honra a su hija. Los paseos campestres de Jean y de’ Blanca consolidaron una buena amistad. Se llevaban bien. A los dos les gustaba salir a media mañana a caballo, con la merienda en un canasto y varios maletines de lona y cuero con el equipo de Jean. El conde aprovechaba todas las
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Isabel Allende 118 paradas para colocar a Blanca contra el paisaje y fotografiarla, a pesar de que se resistía un poco, porque se sentía vagamente ridícula. Ese sentimiento se justificaba al ver los retratos revelados, donde aparecía con una sonrisa que no era la suya, en una postura incómoda y con un aire de infelicidad, debido, según Jean, a que no era capaz de posar con naturalidad y, según ella, a que la obligaba a ponerse torcida y aguantar la respiración durante largos segundos, hasta que se imprimiera la placa. Por lo general escogían un lugar sombrío debajo de los árboles, colocaban una manta sobre la yerba y se acomodaban para pasar algunas horas. Hablaban de Europa, de libros, de anécdotas familiares de Blanca o de los viajes de Jean. Ella le regaló un libro del Poeta y él se entusiasmó tanto, que aprendió largos pasajes de memoria y podía recitar los versos sin vacilar. Decía que era lo mejor que se había escrito en materia de poesía y que ni siquiera en francés, el idioma de las artes, había nada que pudiera compararse. No hablaban de sus sentimientos. Jean era solícito, pero no era suplicante o insistente, sino más bien hermanable y burlón. Si le besaba la mano para despedirse, lo hacía con una mirada de escolar que restaba todo romanticismo al gesto. Si le admiraba un vestido, un guiso o una figura del Nacimiento, su tono tenía un dejo irónico que permitía interpretar la frase de muchas maneras. Si cortaba flores para ella o la ayudaba a desmontar del caballo, lo hacía con un desenfado que convertía la galantería en una atención de amigo. De todos modos, para prevenir, Blanca le hizo saber, cada vez que se presentó la ocasión, que no se casaría ni muerta con él. Jean de Satigny sonreía con su brillante sonrisa de seductor, sin decir nada, y Blanca no podía menos que notar que era mucho más apuesto que Pedro Tercero.
Blanca no sabía que Jean la espiaba. La había visto saltar por la ventana vestida de hombre en muchas ocasiones. La seguía un trecho, pero se revolvía, temeroso de que lo sorprendieran los perros en la oscuridad. Pero, por la dirección que ella tomaba, había podido determinar que siempre iba rumbo al río.
Entretanto, Trueba no terminaba de decidirse respecto a las chinchillas. A modo de prueba, accedió a instalar una jaula con algunas parejas de esos roedores, imitando en pequeña escala la gran industria modelo. Fue la única vez que se vio a Jean de Satigny arremangado trabajando. Sin embargo, las chinchillas se contagiaron de una enfermedad privativa de las ratas y se fueron muriendo todas en menos de dos semanas. Ni siquiera pudieron curtir las pieles, porque el pelo se les puso opaco y se les desprendía del cuero como plumas de un ave remojada en agua hirviendo. Jean vio horrorizado aquellos cadáveres despelucados, con las patas tiesas y los ojos en blanco, que echaban por tierra las esperanzas de convencer a Esteban Trucha, quien perdió todo entusiasmo por la peletería al ver esa mortandad.
-Si la peste le hubiera dado a la industria modelo, estaría totalmente arruinado -concluyó Trucha.
Entre la peste de las chinchillas y las escapadas de Blanca, el conde pasó varios meses perdiendo su tiempo. Empezaba a estar cansado de aquellas tramitaciones y pensaba que Blanca jamás se iba a fijar en sus encantos. Vio que el criadero de roedores no tenía para cuándo concretarse y decidió que era mejor precipitar las cosas, antes que otro más avispado se quedara con la heredera. Además, Blanca comenzaba a gustarle, ahora que estaba más robusta y con esa languidez que había atenuado sus modales de campesina. Prefería a las mujeres plácidas y opulentas y la visión de Blanca echada sobre almohadones observando el cielo a la hora de la siesta, le recordaba a su madre. A veces conseguía conmoverlo. Jean aprendió a adivinar, por pequeños detalles imperceptibles para los demás, cuándo Blanca tenía planeada una excursión nocturna al río. En esas ocasiones, la joven se quedaba sin cenar, pretextando dolor de cabeza, se despedía temprano y había un brillo extraño en sus pupilas, una impaciencia y un anhelo en sus gestos que él reconocía. Una noche
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Isabel Allende 119 decidió seguirla hasta el final, para terminar con esa situación que amenazaba con prolongarse indefinidamente. Estaba seguro que Blanca tenía un amante, pero creía que no podía ser nada serio. Personalmente, Jean de Satigny no tenía ninguna fijación con la virginidad y no se había planteado ese asunto cuando decidió pedirla en matrimonio. Lo que le interesaba de ella eran otras cosas, que no se perderían por un momento de placer en el lecho del río.
Después que Blanca se retiró a su habitación y el resto de la familia también, Jean de Satigny se quedó sentado en el salón a oscuras, atento a los ruidos de la casa, hasta la hora que calculó que ella saltaría por la ventana. Entonces salió al patio y se plantó entre los árboles a esperarla. Estuvo agazapado en la sombra más de media hora, sin que nada anormal turbara la paz de la noche. Aburrido de esperar, se disponía a retirarse, cuando se fijó que la ventana de Blanca estaba abierta. Se dio cuenta que había saltado antes que él se apostara en el jardín a vigilarla.
-Merde -masculló en francés.
Rogando que los perros no alertaran a toda la casa con sus ladridos y que no le saltaran encima, se dirigió hacia el río, por el camino que otras veces había visto tomar a Blanca. No estaba acostumbrado a andar con su fino calzado por la tierra arada, ni a saltar piedras y sortear charcos, pero la noche estaba muy clara, con una hermosa luna llena iluminando el cielo en un resplandor fantasmagórico y apenas se le pasó el temor de que aparecieran los perros, pudo apreciar la belleza del momento. Anduvo un buen cuarto de hora antes de avistar los primeros cañaverales de la orilla y entonces duplicó su prudencia y se acercó con más sigilo, cuidando sus pisadas para que no aplastaran ramas que pudieran delatarlo. La luna se reflejaba en el agua con un brillo de cristal y la brisa mecía suavemente las cañas y las copas de los árboles. Reinaba el más completo silencio y por un instante tuvo la fantasía de que estaba viviendo un sueño de sonámbulo, en el cual caminaba y caminaba, sin avanzar, siempre en el mismo sitio encantado, donde el tiempo se había detenido y donde trataba de tocar los árboles, que parecían al alcance de la mano, y se encontraba con el vacío. Tuvo que hacer un esfuerzo para recuperar su habitual estado de ánimo, realista y pragmático. En un recodo del paisaje, entre grandes piedras grises iluminadas por la luz de la luna, los vio tan cerca, que casi podía tocarlos. Estaban desnudos. El hombre estaba de espaldas, cara al cielo, con los ojos cerrados, pero no tuvo dificultad en reconocer al sacerdote jesuita que había ayudado la misa del funeral de Pedro García, el viejo. Eso le sorprendió. Blanca dormía con la cabeza apoyada en el vientre liso y moreno de su amante. La tenue luz lunar ponía reflejos metálicos en sus cuerpos y Jean de Satigny se estremeció al ver la armonía de Blanca, que en ese momento le pareció perfecta. Tomó casi un mimito al elegante conde francés abandonar el estado de ensueño en que lo sumió la vista de los enamorados, la placidez de la noche, la luna y el silencio del campo, y darse cuenta de que la situación era más grave de lo que había imaginado. En la actitud de los amantes reconoció el abandono propio de quienes se conocen de muy largo tiempo. Aquello no tenía el aspecto de una aventura erótica de verano, como había supuesto, sino más bien de un matrimonio de la carne y el espíritu. Jean de Satigny no podía saber que Blanca y Pedro Tercero habían dormido así el primer día que se conocieron y que continuaron haciéndolo cada vez que pudieron a lo largo de esos años, sin embargo, lo intuyó por instinto.
Procurando no hacer ni el menor ruido que pudiera alertarlos, dio media vuelta y emprendió el regreso, pensando cómo enfrentar el asunto. Al llegar a la casa, ya había tomado la decisión de contárselo al padre de Blanca, porque la ira siempre pronta de Esteban Trueba le pareció el mejor medio para resolver el problema. «Que se las arreglen entre los nativos», pensó.
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Jean de Satigny no esperó la mañana. Golpeó la puerta de la habitación de su anfitrión y antes que éste alcanzara a despabilarse completamente del sueño, le zampó su versión. Dijo que no podía dormir por el calor y que, para tomar aire, había caminado distraídamente en dirección al río y se había encontrado con el deprimente espectáculo de su futura novia durmiendo en brazos del jesuita barbudo, desnudos a la luz de la luna. Por un momento, eso despistó a Esteban Trueba, que no podía imaginar a su hija acostada con el padre José Dulce María, pero enseguida se dio cuentas de lo que había pasado, de la burla de que había sido objeto durante el entierro del viejo y de que el seductor no podía ser otro que Pedro Tercero García, ese maldito hijo de perra que lo tendría que pagar con su vida. Se puso los pantalones a toda prisa, se calzó las botas, se echó la escopeta al hombro y descolgó de la pared su fusta de jinete.
-Usted me espera aquí, don -ordenó al francés, quien de todos modos no tenía ninguna intención de acompañarlo.
Esteban Trueba corrió al establo y se montó en su caballo sin ensillarlo. Iba resoplando de indignación, con los huesos soldados reclamando por el esfuerzo y el corazón galopándole en el pecho. «Los voy a matar a los dos» rezongaba como una letanía. Salió a la carrera en la dirección que había señalado el francés, pero no tuvo necesidad de llegar hasta el río, porque a medio camino se encontró con Blanca que regresaba a la casa canturreando, con el pelo desordenado, la ropa sucia, y ese aire feliz de quien no tiene nada que pedirle a la vida. Al ver a su hija, Esteban Trueba no pudo contener su mal carácter y se le fue encima con el caballo y la fusta en el aire, la golpeó sin piedad, propinándole un azote tras otro, hasta que la muchacha cayó y quedó tendida inmóvil en el barro. Su padre saltó del caballo, la sacudió hasta que la hizo volver en sí y le gritó todos los insultos conocidos y otros inventados en el arrebato del momento.
-¡Quién es! ¡Dígame su nombre o la mato! -le exigió.
-No se lo diré nunca -sollozó ella.
Esteban Trueba comprendió que ése no era el sistema para obtener algo de esa hija suya que había heredado su propia testarudez. Vio que se había sobrepasado en el castigo, como siempre. La subió al caballo y volvieron a la casa. El instinto o el alboroto de los perros, advirtieron a Clara y a los sirvientes, que esperaban en la puerta con todas las luces encendidas. El único que no se veía por ninguna parte, era el conde, que en el tumulto aprovechó para hacer sus maletas, enganchó los caballos al coche y se fue discretamente al hotel del pueblo.
-¡Qué has hecho, Esteban, por Dios! -exclamó Clara al ver a su hija cubierta de barro y sangre.
Clara y Pedro Segundo García llevaron a Blanca en brazos a su cama. El administrador había empalidecido mortalmente, pero no dijo ni una sola palabra. Clara lavó a su hija, le aplicó compresas frías en los moretones y la arrulló hasta que consiguió tranquilizarla. Después que la dejó dormitando, fue a enfrentarse con su marido, que se había encerrado en su despacho y allí paseaba furioso dando golpes con la fusta a las paredes, maldiciendo y pateando los muebles. Al verla, Esteban dirigió toda su furia contra ella, la culpó de haber criado a Blanca sin moral, sin religión, sin principios, como una atea libertina, peor aún, sin sentido de clase, porque se podía entender que lo hiciera con alguien bien nacido, pero no con un patán, un gaznápiro, un cerebro caliente, ocioso, bueno para nada.
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-¡Debí haberlo matado cuando se lo prometí! ¡Acostándose con mi propia hija! ¡Juro que lo voy a encontrar y cuando lo agarre lo capo, le corto las bolas, aunque sea lo último que haga en mi vida, juro por mi madre que se va a arrepentir de haber nacido! -Pedro Tercero García no ha hecho nada que no hayas hecho tú -dijo Clara, cuando pudo interrumpirlo-. Tú también te has acostado con mujeres solteras que no son de tu clase. La diferencia es que él lo ha hecho por amor. Y Blanca también. Trueba la miró, inmovilizado por la sorpresa. Por un instante su ira pareció desinflarse y se sintió burlado, pero inmediatamente una oleada de sangre le subió a la cabeza. Perdió el control y descargó un puñetazo en la cara a su mujer, tirándola contra la pared: Clara se desplomó sin un grito. Esteban pareció despertar de un trance, se hincó a su lado, llorando, balbuciendo disculpas y explicaciones, llamándola por los nombres tiernos que sólo usaba en la intimidad, sin comprender cómo había podido levantar la mano a ella, que era el único ser que realmente le importaba v a quien jamás, ni aun en los peores momentos de tu vida en común, había dejado de respetar. La alzó en brazos, la sentó amorosamente en un sillón, mojó un pañuelo para ponerle en la frente y trató de hacerla beber un poco de agua. Por último, Clara abrió los ojos. Echaba sangre por la nariz. Cuando abrió la boca, escupió varios dientes, que cayeron al suelo y un hilo de saliva sanguinolenta le corrió por la barbilla y el cuello. Apenas Clara pudo enderezarse, apartó a Esteban de un empujón, se puso de pie con dificultad y salió del despacho, tratando de caminar erguida. Al otro lado de la puerta estaba Pedro Segundo García, que alcanzó a sujetarla en el momento que trastabillaba. Al sentirlo a su lado, Clara se abandonó. Apoyó la cara tumefacta en el pecho de ese hombre que había estado a su lado durante los momentos más difíciles de su vida, y se puso a llorar. La camisa de Pedro Segundo García se tiñó de sangre.
Clara no volvió a hablar a su marido nunca más en su vida. Dejó de usar su apellido de casada y se quitó del dedo la fina alianza de oro que él le había colocado más de veinte años atrás, aquella noche memorable en que Barrabás murió asesinado por un cuchillo de carnicero.
Dos días después, Clara y Blanca abandonaron Las Tres Marías y regresaron a la capital. Esteban quedó humillado y furioso, con la sensación de que algo se había roto para siempre en su vida.
Pedro Segundo fue a dejar a la patrona y a su hija a la estación. Desde la noche aquella, no había vuelto a verlas y permanecía silencioso y huraño. Las acomodó en el tren y después se quedó con el sombrero en la mano, los ojos bajos, sin saber cómo despedirse. Clara lo abrazó. Al principio él se mantuvo rígido y desconcertado, pero pronto lo vencieron sus propios sentimientos y se atrevió a rodearla tímidamente con los brazos y depositar un beso imperceptible en su pelo. Se miraron por última vez a través de la ventanilla y los dos tenían los ojos llenos de lágrimas. El fiel administrador llegó a su casa de ladrillos, hizo un bulto con sus escasas pertenencias, envolvió en un pañuelo el poco dinero que había podido ahorrar en todos esos años de servicio y partió. Trucha lo vio despedirse de los inquilinos y montar en su caballo. Trató de detenerlo explicándole que lo que había ocurrido no tenía nada que ver con él, que no era justo que por las culpas de su hijo perdiera el trabajo, los amigos, la casa y su seguridad.
-No quiero estar aquí cuando encuentre a mi hijo, patrón -fueron las últimas palabras de Pedro Segundo García antes de partir al trote hacia la carretera. ¡Qué solo me sentí entonces! Ignoraba que la soledad no me abandonaría nunca más y que la única persona que volvería a tener cerca de mí en el resto de mi vida,
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Isabel Allende 122 sería una nieta bohemia y estrafalaria, con el pelo verde como Rosa. Pero eso sería varios años más tarde.
Después de la partida de Clara, miré a mi alrededor y vi muchas caras nuevas en Las Tres Marías. Los antiguos compañeros de ruta estaban muertos o se habían alejado. Ya no tenía a mi mujer ni a mi hija. El contacto con mis hijos era mínimo. Habían fallecido mi madre, mi hermana, la buena Nana, Pedro García, el viejo. Y también Rosa me vino a la memoria como un inolvidable dolor. Ya no podía contar con Pedro Segundo García, que estuvo a mi lado durante treinta y cinco años. Me dio por llorar. Se me caían solas las lágrimas y me las sacudía a manotazos, pero venían otras. ¡Váyanse todos al carajo!, bramaba yo por los rincones de la casa. Me paseaba por los cuartos vacíos, entraba al dormitorio de Clara y buscaba en su ropero y en su cómoda algo que ella hubiera usado, para acercármelo a la nariz y recuperar, aunque fuera por un momento fugaz, su tenue olor a limpieza. Me tendía en su cama, hundía la cara en su almohada, acariciaba los objetos que había dejado sobre el tocador y me sentía profundamente desolado.
Pedro Tercero García tenía toda la culpa de lo que había pasado. Por él se había alejado Blanca de mi lado, por él yo había discutido con Clara, por él se había ido del fundo Pedro Segundo, por él los inquilinos me miraban con recelo y cuchicheaban a mis espaldas. Siempre había sido un revoltoso y lo que yo debí hacer desde el principio era echarlo a patadas. Dejé pasar el tiempo por respeto a su padre y a su abuelo y el resultado fue que ese mocoso de porquería me quitó lo que más amaba en el mundo. Fui al retén del pueblo y soborné a los carabineros para que me ayudaran a buscarlo. Les di orden de no meterlo preso, sino de entregármelo sin alboroto. En el bar, en la peluquería, en el club y en el Farolito Rojo, eché a correr la voz de que había una recompensa para quien me entregara al muchacho.
-Cuidado, patrón. No se ponga a hacer justicia por su propia mano, mire que las cosas han cambiado mucho desde los tiempos de los hermanos Sánchez -me advirtieron. Pero yo no quise escucharlos. ¿Qué habría hecho la justicia en ese caso?
Nada.
Pasaron como quince días sin ninguna novedad. Salía a recorrer el fundo, entraba en las propiedades vecinas, espiaba a los inquilinos. Estaba convencido que me escondían al muchacho. Subí la recompensa y amenacé a los carabineros con hacerlos destituir, por incapaces, pero todo fue inútil. Con cada hora que pasaba me aumentaba la rabia. Comencé a beber como nunca lo había hecho, ni en mis años de soltería. Dormía mal y volví a soñar con Rosa. Una noche soñé que la golpeaba como a ‘Clara y que sus dientes también rodaban por el suelo, desperté gritando, pero estaba solo y nadie me podía oír. Estaba tan deprimido, que dejé de afeitarme, no me cambiaba ropa, creo que tampoco me bañaba. La comida me parecía agria, tenía un sabor de bilis en la boca. Me rompí los nudillos golpeando las paredes y reventé un caballo galopando para espantar la furia que me estaba consumiendo las entrañas. En esos días nadie se me acercaba, las empleadas me servían la mesa temblando, lo cual me ponía peor. Un día estaba en el corredor, fumando un cigarro antes de la siesta, cuando se acercó un niño moreno y se me plantó al frente en silencio. Se llamaba Esteban García. Era mi nieto, pero yo no lo sabía y sólo ahora, debido a las terribles cosas que han ocurrido por obra suya, me he enterado del parentesco que nos une. Era también nieto de Pancha García, una hermana de Pedro Segundo, a quien en realidad no recuerdo.
-¿Qué es lo que quieres, mocoso? -pregunté al niño.
-Yo sé dónde está Pedro Tercero García -me respondió.
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Di un salto tan brusco que se volteó el sillón de mimbre donde estaba sentado, agarré al muchacho por los hombros y lo zarandeé.
-¿Dónde? ¿Dónde está ese maldito? -le grité.
-¿Me va a dar la recompensa, patrón? -balbuceó el niño aterrorizado. -¡La tendrás! Pero primero quiero estar seguro de que no me mientes. ¡Vamos, llévame donde está ese desgraciado!
Fui a buscar mi escopeta y salimos. El niño me indicó que teníamos que ir a caballo, porque Pedro Tercero estaba escondido en el aserradero de los Lebus, a varias millas de Las Tres Marías. ¿Cómo no se me ocurrió que estaría allí: Era un escondite perfecto. En esa época del año el aserradero -¿Cómo te enteraste que Pedro Tercero García está allá?
-Todo el mundo lo sabe, patrón, menos usted -me respondió.
Nos fuimos al trote, porque en ese terreno no se podía correr. El aserradero está enclavado en una ladera de la montaña y allí no se podía forzar mucho a las bestias. En el esfuerzo por trepar, los caballos arrancaban chispas a las piedras con los cascos. Creo que sus pisadas eran el único sonido en la tarde bochornosa y quieta. Al entrar a la zona boscosa, cambió el paisaje y refrescó, porque los árboles se erguían en apretadas filas, cerrando el paso a la luz del sol. El suelo era una alfombra rojiza y mullida donde las patas de los caballos se hundían blandamente. Entonces nos rodeó el silencio. El niño iba adelante, montado en su bestia sin montura, pegado al animal, como si fueran el mismo cuerpo, y yo iba detrás, taciturno, rumiando mi rabia. Por momentos la tristeza me invadía, era más fuerte que el enojo que había estado incubando durante tanto tiempo, más fuerte que el odio que sentía por Pedro Tercero García. Deben de haber pasado un par de horas antes de divisar los chatos galpones del aserradero, ubicados en semicírculo en un claro del bosque. En ese lugar, el olor de la madera y de los pinos era tan intenso, que por un momento me distraje del propósito del viaje. Me sobrecogió el paisaje, el bosque, la quietud. Pero esa debilidad no me duró más que un segundo.
-Espera aquí y cuida los caballos. ¡No te muevas!
Desmonté. El niño tomó las riendas del animal y yo partí agazapado, con la escopeta preparada en las manos. No sentía mis sesenta años ni los dolores en mis viejos huesos aporreados. Iba animado por la idea de vengarme. De uno de los galpones salía una frágil columna de humo, vi un caballo amarrado en la puerta, deduje que allí debía estar Pedro Tercero y me dirigí al galpón haciendo un rodeo. Me castañeaban los dientes de impaciencia, iba pensando que no quería matarlo al primer tiro, porque eso sería muy rápido y se me iría el gusto en un minuto, había esperado tanto que quería saborear el momento de hacerlo pedazos, pero tampoco podía darle una oportunidad de escapar. Era mucho más joven que yo y si no podía sorprenderlo estaba jodido. Llevaba la camisa empapada de sudor, pegada al cuerpo, un velo me cubría los ojos, pero me sentía de veinte años y con la fuerza de un toro. Entré al galpón arrastrándome silenciosamente, el corazón me golpeaba como un tambor. Me encontré dentro de una amplia bodega que tenía el suelo cubierto de aserrín. Había grandes pilas de madera y unas máquinas tapadas con trozos de lona verde, para preservarlas del polvo. Avancé ocultándome entre las pilas de madera, hasta que de pronto lo vi. Pedro Tercero García estaba acostado en el suelo, con la cabeza sobre una manta doblada, durmiendo. A su lado había un pequeño fuego de brasas sobre unas piedras y un tarro para hervir agua. Me detuve sobresaltado y pude observarlo a mi antojo, con todo el odio del mundo, tratando de fijar para siempre en mi memoria ese rostro
La casa de los espíritus
Isabel Allende 124 moreno, de facciones casi infantiles, donde la barba parecía un disfraz, sin comprender qué diablos había visto mi hija en ese peludo ordinario. Tendría unos veinticinco años, pero al verlo dormido me pareció un muchacho. Tuve que hacer un gran esfuerzo para controlar el temblor de mis manos y mis dientes. Levanté la escopeta y me adelanté un par de pasos. Estaba tan cerca, que podía volarle la cabeza sin apuntar, pero decidí esperar unos segundos para que se me tranquilizara el pulso. Ese momento de vacilación me perdió. Creo que el hábito de esconderse había afinado el oído a Pedro Tercero García y el instinto le advirtió el peligro. En una fracción de segundo debe haber vuelto a la conciencia, pero se quedó con los ojos cerrados, alertó todos los músculos, tensó los tendones y puso toda su energía en un salto formidable que de un solo impulso lo dejó parado a un metro del sitio donde se estrelló mi bala. No alcancé a apuntar de nuevo, porque se agachó, recogió un trozo dé madera y lo lanzó, dando de lleno en la escopeta, que voló lejos. Recuerdo que sentí una oleada de pánico al verme desarmado, pero inmediatamente me di cuenta que él estaba más asustado que yo. Nos observamos en silencio, jadeando, cada uno esperaba el primer movimiento del otro para saltar. Y entonces vi el hacha. Estaba tan cerca, que podía alcanzarla estirando apenas el brazo y eso es lo que hice sin pensarlo dos veces. Tomé el hacha y con un grito salvaje que me salió del fondo de las entrañas, me lancé contra él, dispuesto a partirlo de arriba abajo con un solo golpe. El hacha brilló en el aire y cayó sobre Pedro Tercero García. Un chorro de sangre me saltó a la cara. En el último instante levantó los brazos para detener el hachazo y el filo de la herramienta le rebanó limpiamente tres dedos de la mano derecha. Con el esfuerzo yo me fui hacia adelante y caí de rodillas. Se sujetó la mano contra el pecho y salió corriendo, brincó sobre las pilas de madera y los troncos tirados en el suelo, alcanzó su caballo, montó de un salto y se perdió con un grito terrible entre las sombras de los pinos. Dejó atrás un reguero de sangre.
Yo me quedé a cuatro patas en el suelo, acezando. Tardé varios minutos en serenarme y comprender que no lo había matado. Mi primera reacción fue de alivio, porque al sentir la sangre caliente que me golpeaba la cara, se me desinfló el odio súbitamente y tuve que hacer un esfuerzo para recordar por qué quería matarlo, para justificar la violencia que me estaba ahogando, que me hacía estallar el pecho, zumbar los oídos, que me nublaba la vista. Abrí la boca desesperado, tratando de meter aire en los pulmones, y conseguí ponerme en pie, pero empecé a temblar, di un par de pasos y caí sentado sobre un montón de tablas, mareado, sin poder recuperar el ritmo de la respiración. Creí que me iba a desmayar, el corazón me saltaba en el pecho como una máquina enloquecida. Debe de haber transcurrido mucho tiempo, no lo sé. Por último levanté la vista, me paré y busqué la escopeta.
El niño Esteban García estaba a mi lado, mirándome en silencio. Había recogido los dedos cortados y los sostenía como un ramo de espárragos sangrientos. No pude evitar las arcadas, tenía la boca llena de saliva, vomité manchándome las botas, mientras el chiquillo sonreía impasible.
-¡Suelta eso, mocoso de mierda! -grité golpeándole la mano.
Los dedos cayeron sobre el aserrín, tiñéndolo de rojo.
Recogí la escopeta y avancé tambaleándome hacia la salida. El aire fresco del atardecer y el perfume agobiador de los pinos me dieron en la cara, devolviéndome el sentido de la realidad. Respiré con avidez, a bocanadas. Caminé hacia mi caballo con un gran esfuerzo, me dolía todo el cuerpo y tenía las manos agarrotadas. El niño me siguió.
Volvimos a Las Tres Marías buscando el camino en la oscuridad, que cayó rápidamente después que se puso el sol. Los árboles dificultaban la marcha, los
La casa de los espíritus
Isabel Allende 125 caballos tropezaban con las piedras y los matorrales, las ramas nos golpeaban al pasar. Yo estaba como en otro mundo, confundido y aterrado de mi propia violencia, agradecido de que Pedro Tercero escapara, porque estaba seguro de que si hubiera caído al suelo, yo le habría seguido dando con el hacha hasta matarlo, destrozarlo, picarlo en pedacitos, con la misma decisión con que estaba dispuesto a meterle un tiro en la cabeza.
Yo sé lo que dicen de mí. Dicen, entre otras cosas, que he matado a uno o a varios hombres en mi vida. Me han colgado la muerte de algunos campesinos. No es verdad. Si lo fuera, no me importaría reconocerlo, porque a la edad que tengo esas cosas se pueden decir impunemente. Ya me falta muy poco para estar enterrado. Nunca he matado a un hombre y lo más cerca que he estado de hacerlo fue ese día que tomé el hacha y me abalancé sobre Pedro Tercero García.
Llegamos a la casa de noche. Me bajé trabajosamente del caballo y caminé hacia la terraza. Me había olvidado por completo del niño que iba acompañándome, porque en todo el trayecto no abrió la boca, por eso me sorprendí al sentir que me tiraba de la manga.
-¿Me va a dar la recompensa, patrón? -dijo.
Lo despedí de un manotazo.
-No hay recompensa para los traidores que delatan. ¡Ah! ¡Y te prohíbo que cuentes lo qué pasó! ;Me has entendido? -gruñí.
Entré a la casa y fui directamente a beber un trago de la botella. El coñac me quemó la garganta y me devolvió algo de calor. Luego me tendí en el sofá, resoplando. Todavía me latía desordenadamente el corazón y estaba mareado. Con el dorso de la mano limpié las lágrimas que me rodaban por las mejillas.
Afuera quedó Esteban García frente a la puerta cerrada. Como yo, estaba llorando de rabia.
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Los hermanos
Capítulo VII
Clara y Blanca llegaron a la capital con el lamentable aspecto de dos damnificadas.
Ambas tenían la cara hinchada, los ojos rojos de llanto y la ropa arrugada por el largo viaje en tren. Blanca, más débil que su madre, a pesar de ser mucho más alta, joven y pesada, suspiraba despierta y sollozaba dormida, en un lamento ininterrumpido que duraba desde el día de la paliza. Pero Clara no tenía paciencia para la desgracia, de modo que al llegar a la gran casa de la esquina, que estaba vacía y lúgubre como un mausoleo, decidió que bastaba de lloriqueos y quejumbres, que era hora de alegrar la vida. Obligó a su hija a secundarla en la tarea de contratar nuevos sirvientes, abrir los postigos, quitar las sábanas que cubrían los muebles, las fundas de las lámparas, los candados de las puertas, sacudir el polvo y dejar entrar la luz y el aire. En eso estaban, cuando invadió la casa el inconfundible aroma de las violetas silvestres, y así supieron que las tres hermanas Mora, advertidas por la telepatía o simplemente por el afecto, habían llegado de visita. Su parloteo feliz, sus compresas de agua fría, sus consuelos espirituales y su encanto natural, consiguieron que la madre y la hija se repusieran de las contusiones del cuerpo y los dolores del alma.
-Habrá que comprar otros pájaros -dijo Clara mirando por la ventana las jaulas vacías y el jardín enmarañado, donde las estatuas del Olimpo se erguían desnudas y cagadas por las palomas.
-No sé cómo puede pensar en los pájaros si le faltan los dientes, mamá -anotó Blanca, que no se acostumbraba al nuevo rostro desdentado de su madre. Clara se dio tiempo para todo. En un par de semanas tenía las antiguas jaulas llenas de nuevos pájaros, y se había hecho fabricar una prótesis de porcelana, que se sostenía en su sitio mediante un ingenioso mecanismo que la afirmaba a los molares que le quedaban, pero el sistema resultó tan incómodo, que prefirió llevar la dentadura postiza colgando de una cinta al cuello. Se la ponía sólo para comer y, a veces, para las reuniones sociales. Clara devolvió la vida a la casa. Dio orden a la cocinera de mantener el fogón siempre encendido y le dijo que había que estar preparados para alimentar a un número variable de huéspedes. Sabía por qué lo decía. A los pocos días comenzaron a llegar sus amigos rosacruces, los espiritistas, los teósofos, los acupunturistas, los telépatas, los fabricantes de lluvia, los peripatéticos, los adventistas del séptimo día, los artistas necesitados o en desgracia y; en fin, todos los que habitualmente constituían su corte. Ciara reinaba entre ellos como una pequeña soberana alegre y sin dientes. En esa época empezaron sus primeros intentos serios para comunicarse con los extraterrestres y como ella anotó, tuvo sus primeras dudas respecto al origen de los mensajes espirituales que recibía a través del péndulo o de la mesa de tres patas. Se la oyó decir a menudo que tal vez no eran las almas de los muertos que vagaban en otra dimensión, sino simplemente seres de otros planetas que intentaban establecer una relación con los terrícolas, pero que, por estar hechos de una materia impalpable, fácilmente podían confundirse con las ánimas. Esa explicación científica encantó a Nicolás, pero no tuvo la misma aceptación entre las tres hermanas Mora, que eran muy conservadoras.
Blanca vivía ajena a esas dudas. Los seres de otros planetas entraban, para ella, en la misma categoría de las ánimas y no podía, por lo tanto, comprender el
La casa de los espíritus
Isabel Allende 127 apasionamiento de su madre y los demás por identificarlos. Estaba muy ocupada en la casa, porque Clara se desentendió de los asuntos domésticos con el pretexto de que jamás tuvo aptitud para ellos. La gran casa de la esquina requería un ejército de sirvientes para mantenerla limpia y el séquito de su madre obligaba a tener turnos permanentes en la cocina. Había que cocinar granos y yerbas para algunos, verduras y pescado crudo para otros, frutas y leche agria para las tres hermanas Mora y suculentos platos de carne, dulces y otros venenos para Jaime y Nicolás, que tenían un apetito insaciable y todavía no habían adquirido sus propias mañas. Con el tiempo ambos pasarían hambre: Jaime por solidaridad con los pobres y Nicolás para purificar su alma. Pero en esa época todavía eran dos robustos jóvenes ansiosos de gozar los placeres de la vida.
Jaime había entrado a la universidad y Nicolás vagaba buscando su destino. Tenían un automóvil prehistórico, comprado con el producto de las bandejas de plata que se habían robado de la casa de sus padres. Lo bautizaron Covadonga, en recuerdo de los abuelos Del Valle. Covadonga había sido desarmado y vuelto a armar tantas veces con otras piezas, que escasamente podía andar. Se desplazaba con un estrépito de su roñoso motor, escupiendo humo y tuercas por el tubo de escape. Los hermanos lo compartían salomónicamente: los días pares lo usaba Jaime y los nones, Nicolás. Clara estaba dichosa de vivir con sus hijos y se dispuso a iniciar una relación amistosa. Había tenido poco contacto con ellos durante su infancia y en el afán de que se «hicieran hombres», había perdido las mejores horas de sus hijos y había tenido que guardarse todas sus ternuras. Ahora que estaban en sus proporciones adultas, hechos hombres finalmente, podía darse el gusto de mimarlos como debió haberlo hecho cuando eran pequeños, pero ya era tarde, porque los mellizos se habían criado sin sus caricias y habían terminado por no necesitarlas. Clara se dio cuenta de que no le pertenecían. No perdió la cabeza tu el buen ánimo. Aceptó a los jóvenes tal como eran y se dispuso a gozar de su presencia sin pedir nada a cambio.
Blanca, sin embargo, rezongaba porque sus hermanos habían convertido la casa en un muladar. A su paso quedaba un reguero de desorden, estropicio y bulla. La joven engordaba a ojos vista y parecía cada día más lánguida y malhumorada. Jaime se fijó en la barriga de su hermana y acudió donde su madre.
-Creo que Blanca está embarazada, mamá -dijo sin preámbulos.
-Me lo imaginaba, hijo -suspiró Clara.
Blanca no lo negó y, una vez confirmada la noticia, Clara lo escribió con su redonda caligrafía en el cuaderno de anotar la vida. Nicolás levantó la vista de sus prácticas de horóscopo chino y sugirió que había que decírselo al padre, porque dentro de un par de semanas el asunto ya no podría disimularse y todo el mundo se iba a enterar.
-¡Nunca diré quién es el padre! -dijo Blanca con firmeza.
-No me refiero el padre de la criatura, sino al nuestro -dijo su hermano-. Papá tiene derecho a saberlo por nosotros, antes que se lo cuente otra persona.
-Pongan un telegrama al campo -sugirió Clara tristemente. Se daba cuenta de que cuando se enterara Esteban Trucha, el niño de Blanca se convertiría en una tragedia. Nicolás redactó el mensaje con el mismo espíritu criptográfico con que hacía versos a Amanda, para que la telegrafista del pueblo no pudiera entender el telegrama y propagar el chisme: «Envíe instrucciones en cinta blanca. Punto». Igual que la telegrafista, Esteban Trueba no pudo descifrarlo y tuvo que llamar por teléfono a su casa en la capital para enterarse del asunto. A Jaime le tocó explicárselo y agregó que el embarazo estaba tan avanzado, que no se podía pensar en ninguna solución drástica. Al otro lado de la línea hubo un largo y terrible silencio y después su padre
La casa de los espíritus
Isabel Allende 128 colgó el auricular. En Las Tres Marías, Esteban Trueba, lívido de sorpresa y de rabia, tomó su bastón y destrozó el teléfono por segunda vez. Nunca se le había ocurrido la idea de que una hija suya pudiera cometer un desatino tan monstruoso. Sabiendo quién era el padre, le tomó menos de un segundo arrepentirse de no haberle metido un balazo en la nuca cuando tuvo la oportunidad. Estaba seguro que el escándalo sería igual si ella daba a luz un bastardo, que si se casaba con el hijo de un campesino: la sociedad la condenaría al ostracismo en cualquiera de los dos casos.
Esteban Trucha pasó varias horas rondando por la casa a grandes trancos, dando bastonazos a los muebles y a las paredes, murmurando entre dientes maldiciones y forjando planes descabellados que iban desde mandar a Blanca a un convento en Extremadura, hasta matarla a golpes. Finalmente, cuando se calmó un poco, le vino una idea salvadora a la mente. Hizo ensillar su caballo y se fue al galope hasta el pueblo.
Encontró a Jean de Satigny, a quien no había vuelto a ver desde la infortunada noche en que lo despertó para contarle los amoríos de Blanca, sorbiendo jugo de melón sin azúcar en la única pastelería del pueblo, acompañado del hijo de Indalecio Aguirrazábal, un fifiriche acicalado que hablaba con voz atiplada y recitaba a Rubén Darío. Sin ningún respeto, Trucha levantó al conde francés por las solapas de su impecable chaqueta escocesa y lo sacó de la confitería prácticamente en vilo, ante las miradas atónitas de los demás clientes, plantándolo en el medio de la acera. -Usted me ha dado bastantes problemas, joven. Primero lo de sus malditas chinchillas y después mi hija. Ya me cansé. Vaya a buscar sus pilchas, porque se viene a la capital conmigo. Se va a casar con Blanca.
No le dio tiempo a reponerse de la sorpresa. Lo acompañó al hotel del pueblo, donde esperó con la fusta en una mano y el bastón en la otra, mientras Jean de Satigny hacía sus maletas. Después lo llevó directamente a la estación y lo montó sin miramientos al tren. Durante el viaje, el conde trató de explicarle que no tenía nada que ver con ese asunto y que jamás le había puesto ni un dedo encima a Blanca Trueba, que probablemente el responsable de lo sucedido era el fraile barbudo con quien Blanca se encontraba en las noches en la orilla del río. Esteban Trueba lo fulminó con su mirada más feroz. -No sé de lo que está hablando, hijo. Eso usted lo soñó -le dijo. Trueba procedió a explicarle las cláusulas del contrato matrimonial, lo cual tranquilizó bastante al francés. La dote de Blanca, su renta mensual y las perspectivas de heredar una fortuna, la convertían en un buen partido.
-Como ve, éste es mejor negocio que el de las chinchillas -concluyó el futuro suegro sin prestar atención al lloriqueo nervioso del joven.
Así fue como el sábado llegó Esteban Trueba a la gran casa de la esquina, con un marido para su hija desflorada y un padre para el pequeño bastardo. Iba echando chispas de rabia. De un manotazo volteó el florero con crisantemos de la entrada, le dio un bofetón a Nicolás que intentó interceder para explicar la situación y anunció a gritos que no quería ver a Blanca y que debía quedarse encerrada hasta el día del matrimonio. Clara no salió a recibirlo. Se quedó en su habitación y no le abrió ni aun cuando él partió el bastón de plata a golpes contra la puerta.
La casa entró en un torbellino de actividad y de peleas. El aire parecía irrespirable y hasta los pájaros se callaron en sus jaulas. Los sirvientes corrían bajo las órdenes de ese patrón ansioso y brusco que no admitía demoras para hacer cumplir sus deseos. Clara continuó haciendo la misma vida, ignorando a su marido y negándose a dirigirle la palabra. El novio, prácticamente prisionero de su futuro suegro, fue acomodado en uno de los numerosos cuartos de huéspedes, donde pasaba el día dándose vueltas sin
La casa de los espíritus
Isabel Allende 129 nada que hacer, sin ver a Blanca y sin comprender cómo había ido a parar en ese folletín. No sabía si lamentarse por ser víctima de aquellos bárbaros aborígenes o alegrarse de que podría cumplir su sueño de desposar a una heredera sudamericana, joven y hermosa. Como era de temperamento optimista y estaba dotado del sentido práctico propio de los de su raza, optó por lo segundo y en el transcurso de la semana se fue tranquilizando.
Esteban Trueba fijó la fecha del matrimonio para dentro de quince días. Decidió que la mejor forma de evitar el escándalo era saliéndole al encuentro con una boda espectacular. Quería ver a su hija casada por el obispo, con traje blanco y una cola de seis metros llevada por pajes y doncellas, fotografiada en la crónica social del periódico, quería una fiesta caligulesca y suficiente fanfarria y gasto como para que nadie se fijara en la barriga de la novia. El único que lo secundó en sus planes fue Jean de Satigny.
El día que Esteban Trueba llamó a su hija para mandarla al modisto a probarse el vestido de novia, fue la primera vez que la vio desde la noche de la paliza. Se espantó al verla gorda y con manchas en la cara.
-No me voy a casar, padre -dijo ella.
-¡Cállese! -rugió él-. Se va a casar porque yo no quiero bastardos en la familia ¿me oye?
-Creí que ya teníamos varios -respondió Blanca.
-¡No me conteste! Quiero que sepa que Pedro Tercero García está muerto. Lo maté con mi propia mano, así es que olvídese de él y trate de ser una esposa digna del hombre que la lleva al altar.
Blanca se echó a llorar y siguió llorando incansablemente en los días que siguieron. El matrimonio que Blanca no deseaba se celebró en la catedral, con bendición del obispo y un traje de reina hecho por el mejor costurero del país, quien hizo milagros para disimular el vientre prominente de la novia con chorreras de flores y pliegues grecorromanos. La boda culminó con una fiesta espectacular, con quinientos invitados en traje de gala, que invadieron la gran casa de la esquina, animada por una orquesta de músicos mercenarios, con un escándalo de reses sazonadas con yerbas finas, mariscos frescos, caviar del Báltico, salmón de Noruega, aves trufadas, un torrente de licores exóticos, un chorro inacabable de champán, un despilfarro de dulces, suspiros, mil hojas, eclaires, empolvados, grandes copas de cristal con frutas glaseadas, fresas de Argentina, cocos del Brasil, papayas de Chile, piñas de Cuba y otras delicias imposibles de recordar, sobre una larguísima mesa que daba vueltas por el jardín y terminaba en una torta descomunal de tres pisos, fabricada por un artífice italiano originario de Nápoles, amigo de Jean de Satigny, que convirtió los humildes materiales: huevos, harina y azúcar, en una réplica de la Acrópolis coronada por una nube de merengue, donde reposaban dos amantes mitológicos, Venus y Adonis, hechos con pasta de almendra teñida para imitar el tono rosado de la carne, el rubio de los cabellos, el azul cobalto de los ojos, acompañados por un Cupido regordete, también comestible, que fue partida con un cuchillo de plata por el novio orgulloso y la novia desolada.
Clara, que desde el principio se opuso a la idea de casar a Blanca contra su voluntad, decidió no asistir a la fiesta. Se quedó en el costurero elaborando tristes predicciones para los novios, que se cumplieron al pie de la letra, como todos pudieron comprobar más tarde, hasta que su marido fue a suplicarle qué se cambiara de ropa y apareciera en el jardín aunque fuera por diez minutos, para acallar las murmuraciones
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Isabel Allende 130 de los invitados. Clara lo hizo de mala gana, pero, por cariño a su hija, se puso los dientes y procuró sonreír a todos los presentes.
Jaime llegó al final de la fiesta, porque se quedó trabajando en el hospital de pobres donde empezaban sus primeras prácticas como estudiante de medicina. Nicolás llegó acompañado por la bella Amanda, quien acababa de descubrir a Sartre y había adoptado el aire fatal de las existencialistas europeas, toda de negro, pálida, con los ojos moros pintados con khol, el pelo oscuro suelto hasta la cintura y una sonajera de collares, pulseras y zarcillos que provocaban conmoción a su paso. Por su parte, Nicolás estaba vestido de blanco, como un enfermero, con amuletos colgando al cuello. Su padre le salió al encuentro, lo tomó de un brazo y lo introdujo a viva fuerza en un baño, donde procedió a arrancar los talismanes sin contemplaciones. -¡Vaya a su cuarto y póngase una corbata decente! ¡Vuelva a la fiesta y pórtese como un caballero! No se le ocurra ponerse a predicar alguna religión hereje entre los invitados ¡y diga a esa bruja que lo acompaña que se cierre el escote! -ordenó Esteban a su hijo.
Nicolás obedeció de pésimo humor. En principio era abstemio, pero de la rabia se tomó unas copas, perdió la cabeza y se lanzó vestido a la fuente del jardín, de donde tuvieron que rescatarlo con la dignidad empapada.
Blanca pasó toda la noche sentada en una silla observando la torta con expresión alelada y llorando, mientras su flamante esposo revoloteaba entre los comensales explicando la ausencia de su suegra con un ataque de asma y el llanto de su novia con la emoción de la boda. Nadie le creyó. Jean de Satigny le daba a Blanca besitos en el cuello, le tomaba la mano y procuraba consolarla con sorbos de champán y langostinos elegidos amorosamente y servidos de su propia mano, pero todo fue inútil, ella seguía llorando. A pesar de todo, la fiesta fue un acontecimiento, tal como había planeado Esteban Trueba. Comieron y bebieron opíparamente y vieron el amanecer bailando al son de la orquesta, mientras en el centro de la ciudad los grupos de cesantes se calentaban en pequeñas fogatas hechas con periódicos, pandillas de jóvenes con camisas pardas desfilaban saludando con el brazo en alto, como habían visto en las películas sobre Alemania, y en las casas de los partidos políticos se daban los últimos toques a la campaña electoral.
-Van a ganar los socialistas -había dicho Jaime, que de tanto convivir con el proletariado en el hospital de pobres, andaba alucinado.
-No, hijo, van a ganar los de siempre -había replicado Clara, que lo vio en las barajas y se lo confirmó su sentido común.
Después de la fiesta, Esteban Trueba se llevó a su yerno a la biblioteca y le extendió un cheque. Era su regalo de boda. Había arreglado todo para que la pareja se fuera al Norte, donde Jean de Satigny pensaba instalarse cómodamente a vivir de las rentas de su mujer, lejos del comentario de la gente observadora que no dejaría de reparar en su vientre prematuro. Tenía en mente un negocio de cántaros diaguitas y de momias indígenas.
Antes que los recién casados abandonaran la fiesta, fueron a despedirse de su madre. Clara llevó aparte a Blanca, que no había parado de llorar, y le habló en secreto.
-Deja de llorar, hijita. Tantas lágrimas le harán daño a la criatura y tal vez no sirva para ser feliz -dijo Clara.
Blanca respondió con otro sollozo.
-Pedro Tercero García está vivo, hija -agregó Clara.
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Blanca se tragó el hipo y se sonó la nariz.
-¿Cómo lo sabe, mamá? -preguntó.
-Porque lo soñé -respondió Clara.
Eso fue suficiente para tranquilizar a Blanca por completo. Se secó las lágrimas, enderezó la cabeza y no volvió a llorar hasta el día en que murió su madre, siete años más tarde, a pesar de que no le faltaron dolores, soledades y otras razones. Separada de su hija, con quien siempre había estado muy unida, Clara entró en otro de sus períodos confusos y depresivos. Continuó haciendo la misma vida de antes, con la gran casa abierta y siempre llena de gente, con sus reuniones de espiritualistas y sus veladas literarias, pero perdió la capacidad de reírse con facilidad y a menudo se quedaba mirando fijamente al frente, perdida en sus pensamientos. Intentó establecer con Blanca un sistema de comunicación directa que le permitiera obviar los atrasos del correo, pero la telepatía no siempre funcionaba y no había seguridad de la buena recepción del mensaje. Pudo comprobar que sus comunicaciones se embrollaban por interferencias incontrolables y se entendía otra cosa de lo que ella había querido transmitir. Además, Blanca no era proclive a los experimentos psíquicos y a pesar de haber estado siempre muy cerca de su madre, jamás demostró ni la menor curiosidad por los fenómenos de la mente. Era una mujer práctica, terrenal y desconfiada, y su naturaleza moderna y pragmática era un grave obstáculo para la telepatía. Clara tuvo que resignarse a usar los métodos convencionales. Madre e hija se escribían casi a diario y su nutrida correspondencia reemplazó por varios meses a los cuadernos de anotar la vida. Así se enteraba Blanca de todo lo que ocurría en la gran casa de la esquina y podía jugar con la ilusión de que todavía estaba con su familia y que su matrimonio era sólo un mal sueño.
Ese año los caminos de Jaime y Nicolás se distanciaron definitivamente, porque las diferencias entre ambos hermanos eran irreconciliables. Nicolás andaba esos días con la novedad del baile flamenco, que decía haberlo aprendido de los gitanos en las cuevas de Granada, aunque en realidad nunca había salido del país, pero era tal su poder de convicción, que hasta en el seno de su propia familia comenzaron a dudar. A la menor provocación, ofrecía una demostración. Saltaba sobre la mesa del comedor, la gran mesa de encina que había servido para velar a Rosa muchos años antes y que Clara había heredado, y comenzaba a batir palmas como un desenfrenado, a zapatear espasmódicamente, a dar saltos y gritos agudos hasta que conseguía atraer a todos los habitantes de la casa, algunos vecinos y en una ocasión a los carabineros, que llegaron con los palos desenfundados, embarrando las alfombras con las botas, pero que terminaron como todos los demás, aplaudiendo y gritando olé. La mesa resistió heroicamente, aunque al cabo de una semana tenía la apariencia de un mesón de carnicería usado para descuartizar becerros. El baile flamenco no tenía ninguna utilidad práctica en la cerrada sociedad capitalina de entonces, pero Nicolás puso un discreto anuncio en el periódico anunciando sus servicios como maestro de esa fogosa danza. Al día siguiente tenía una alumna y a la semana se había corrido el rumor de su encanto. Las muchachas acudían en pandillas, al comienzo avergonzadas y tímidas, pero él comenzaba a revolotearles alrededor, a zapatearles enlanzándolas por la cintura, a sonreírles con su estilo de seductor y al poco rato conseguía entusiasmarlas. Las clases fueron un éxito. La mesa del comedor estaba a punto de deshacerse en astillas, Clara empezó a quejarse de jaqueca y Jaime pasaba encerrado en su habitación tratando de estudiar con dos bolas de cera en las orejas. Cuando Esteban Trueba se enteró de lo que ocurría en la casa durante su ausencia, montó en justa y terrible cólera y prohibió a su hijo usar la casa como academia de baile flamenco o de
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Isabel Allende 132 cualquiera otra cosa. Nicolás tuvo que desistir de sus contorsiones, pero la experiencia le sirvió para convertirse en el joven más popular de la temporada, el rey de las fiestas y de todos los corazones femeninos, porque mientras los demás estudiaban, se vestían con trajes grises cruzados y se cultivaban el bigote al ritmo de los boleros, él predicaba el amor libre, citaba a Freud, bebía pernod y bailaba flamenco. El éxito social, sin embargo, no consiguió disminuir su interés por las habilidades psíquicas de su madre. Trataba inútilmente de emularla. Estudiaba con vehemencia, practicaba hasta poner en peligro su salud y asistía a las reuniones de los viernes con las tres hermanas Mora, a pesar de la prohibición expresa de su padre, que persistía en su idea de que ésos no eran asuntos de hombres. Clara intentaba consolarlo de sus fracasos. -Esto no se aprende ni se hereda, hijo -decía, cuando lo veía concentrarse hasta quedar bizco, en un esfuerzo desproporcionado por mover el salero sin tocarlo. Las tres hermanas Mora querían mucho al muchacho. Le prestaban los libros secretos y lo ayudaban a descifrar las claves de los horóscopos y de las cartas de adivinación. Se sentaban a su alrededor, tomadas de la mano, para traspasarlo de fluidos benéficos, pero eso tampoco consiguió dotar a Nicolás de poderes mentales. Lo ampararon en .sus amores con Amanda. Al comienzo la joven pareció fascinada con la mesa de tres patas y los artistas pelucones de la casa de Nicolás, pero al poco tiempo se cansó de evocar fantasmas y de recitar al Poeta, cuyos versos andaban de boca en boca, y entró a trabajar como reportera en un periódico.
-Ésa es una profesión truhán -dictaminó Esteban Trueba al enterarse.
Trueba no sentía simpatía por ella. No le gustaba verla en su casa. Pensaba que era una mala influencia para su hijo y tenía la idea que su pelo largo, sus ojos pintados y sus abalorios eran los síntomas de algún vicio oculto, y que su tendencia a quitarse los zapatos y sentarse en el suelo con las piernas cruzadas, como un aborigen, eran modales de marimacho.
Amanda tenía una visión muy pesimista del mundo y para soportar sus depresiones, fumaba hachís. Nicolás la acompañaba. Clara se dio cuenta que su hijo pasaba por momentos malos, pero ni siquiera su prodigiosa intuición le permitió relacionar esas pipas orientales que fumaba Nicolás con sus extravíos delirantes, su modorra ocasional y sus ataques de injustificada alegría, porque nunca había oído hablar de esa droga ni de ninguna otra. «Son cosas de la edad, ya se le pasará», decía al verlo actuar como un lunático, sin acordarse que Jaime había nacido el mismo día y no tenía ninguno de esos desvaríos.
Las locuras de Jaime eran de muy diverso estilo. Tenía vocación para el sacrificio y la austeridad. En su ropero sólo había tres camisas y dos pantalones. Clara pasaba el invierno tejiendo apresuradamente prendas de lana ordinaria, para mantenerlo abrigado, pero él las usaba sólo hasta que otro más necesitado se le ponía por delante. Todo el dinero que le daba su padre iba a parar a los bolsillos de los indigentes que atendía en el hospital. Siempre que algún perro esquelético lo seguía en la calle, él lo asilaba en la casa y cuando se enteraba de la existencia de un niño abandonado, una madre soltera o una anciana desvalida que necesitara de su protección, llegaba con ellos para que su madre se hiciera cargo del problema. Clara se convirtió en una experta en beneficencia social, conocía todos los servicios del Estado y de la iglesia donde se podía colocar a los desventurados y cuando todo le fallaba, terminaba por aceptarlos en su casa. Sus amigas le tenían miedo, porque cada vez que aparecía de visita era porque tenía algo que pedirles. Así se extendió la red de los protegidos de Clara y Jaime, que no llevaban la cuenta de la gente que ayudaban, de modo que les resultaba una sorpresa que de pronto apareciera alguien a darles las gracias por un favor que no recordaban haber hecho. Jaime tomó sus estudios de medicina como una
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vocación religiosa. Le parecía que cualquier diversión que lo apartara de sus libros o le quitara su tiempo, era una traición a la humanidad que había jurado servir. «Este niño debió haberse metido a cura», decía Clara. Para Jaime, a quien los votos de humildad, pobreza y castidad del sacerdote no habrían molestado, la religión era la causa de la mitad de las desgracias del mundo, de modo que cuando su madre opinaba así, se ponía furioso. Decía que el cristianismo, como casi todas las supersticiones, hacía al hombre más débil y resignado y que no había que esperar una recompensa en el cielo, sino pelear por sus derechos en la tierra. Estas cosas las discutía a solas con su madre, porque era imposible hacerlo con Esteban Trueba, que perdía rápidamente la paciencia y acababa a gritos y portazos, porque, como él decía, ya estaba harto de vivir entre puros locos y lo único que quería era un poco de normalidad, pero había tenido la mala suerte de casarse con una excéntrica y engendrar tres chiflados buenos para nada que le amargaban la existencia. Jaime no discutía con su padre. Pasaba por la casa como una sombra, daba un beso distraído a su madre cuando la veía y se dirigía directamente a la cocina, comía de pie las sobras de los demás y luego se encerraba en su habitación a leer o estudiar. Su dormitorio era un túnel de libros, todas las paredes estaban cubiertas desde el suelo hasta el techo, de estanterías de madera repletas de volúmenes que nadie limpiaba, porque él mantenía la puerta con llave. Eran nidos ideales para las arañas y los ratones. Al centro de la pieza estaba su cama, un camastro de conscripto, iluminado por un bombillo desnudo qué colgaba del techo sobre la cabecera. Durante un temblor de tierra que Clara olvidó predecir, se sintió un estrépito de tren descarrilado y cuando pudieron abrir la puerta, vieron que la cama estaba enterrada debajo de una montaña de libros. Se habían desprendido las estanterías y Jaime quedó aplastado por ellas. Lo rescataron sin un rasguño. Mientras Clara quitaba los libros, se acordaba del terremoto y pensaba que ese momento ya lo había vivido. La ocasión sirvió para sacudir el polvo al zocucho y espantar los bichos y pajarracos a escobazos.
Las únicas veces que Jaime enfocaba la vista para percibir la realidad de su casa, era cuando veía pasar a Amanda de la mano de Nicolás. Muy pocas veces le dirigía la palabra y enrojecía violentamente si ella lo hacía. Desconfiaba de su exótica apariencia y estaba convencido que si se peinaba como todo el mundo y se quitaba la pintura de los ojos, se vería como un ratón flaco y verdoso. Sin embargo, no podía dejar de mirarla. La sonajera de pulseras que acompañaba a la joven lo distraía de sus estudios y tenía que hacer un gran esfuerzo para no seguirla por la casa como una gallina hipnotizada. Solo, en su cama, sin poder concentrarse en la lectura, imaginaba a Amanda desnuda, envuelta en su pelo negro, con todos sus adornos ruidosos, como un ídolo. Jaime era un solitario. Fue un niño huraño y más tarde un hombre tímido. No se amaba a sí mismo y tal vez por eso pensaba que no merecía el amor de los demás. La menor demostración de solicitud o agradecimiento hacia él, lo avergonzaba y lo hacía sufrir. Amanda representaba la esencia de todo lo femenino y, por ser la compañera de Nicolás, de todo lo prohibido. La personalidad libre, afectuosa y aventurera de la joven mujer lo fascinaba y su aspecto de ratón disfrazado provocaba en él un ansia tormentosa de protegerla. La deseaba dolorosamente, pero nunca se atrevió a admitirlo, ni en lo más secreto de sus pensamientos.
En esa época Amanda frecuentaba mucho la casa de los Trueba. En el periódico tenía un horario flexible y cada vez que podía, llegaba a la gran casa de la esquina con su hermano Miguel, sin que la presencia de ambos llamara la atención en aquel caserón siempre lleno de gente y de actividad. Miguel tendría entonces alrededor de cinco años, era discreto y limpio, no producía ningún alboroto, pasaba desapercibido, confundiéndose con el diseño del papel de las paredes y con los muebles, jugaba solo en el jardín y seguía a Clara por toda la casa llamándola mamá. Por eso, y porque a
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Jaime lo llamaba papá, supusieron que Amanda y Miguel eran huérfanos. Amando andaba siempre con su hermano, lo llevaba a su trabajo, lo acostumbró a comer de todo, a cualquier hora, y a dormir tirado en los lugares más incómodos. Lo rodeaba de una ternura apasionada y violenta, lo rascaba como a un perrito, lo gritaba cuando se enojaba y después corría a abrazarlo. No dejaba que nadie corrigiera o diera una orden a su hermano, no aceptaba comentarios sobre la extraña vida que le hacía llevar y lo defendía como una leona, aunque nadie tuviera intención de atacarlo. A la única persona que permitió opinar sobre la educación de Miguel fue a Clara, quien la pudo convencer de que había que enviarlo a la escuela, para que no fuera un ermitaño analfabeto. Clara no era especialmente partidaria de la educación regular, pero pensó que en el caso de Miguel era necesario darle algunas horas diarias de disciplina y convivencia con otros niños de su edad. Ella misma se encargó de matricularla, comprarle los útiles y el uniforme y acompañó a Amanda a dejarlo el primer día de clases. En la puerta del plantel, Amanda y Miguel se abrazaron llorando, sin que la maestra consiguiera separar al niño de las polleras de su hermana, a las cuales se aferraba con dientes y uñas, chillando y lanzando patadas desesperadas al que se acercaba. Finalmente, ayudada por Clara, la maestra pudo arrastrar al niño al interior y se cerró la puerta del colegio a sus espaldas. Amanda se quedó toda la mañana sentada en la acera. Clara la acompañó porque se sentía culpable de tanto dolor ajeno y empezaba a dudar de la sabiduría de su iniciativa. A mediodía sonó la campana y se abrió el portón. Vieron salir un rebaño de escolares y entre ellos, en orden, callado y sin lágrimas, con una raya de lápiz en la nariz y los calcetines comidos por los zapatos, iba el pequeño Miguel, que en esas pocas horas había aprendido a andar por la vida sin ir de la mano de su hermana. Amanda lo estrechó contra su pecho frenéticamente y en una inspiración del momento le dijo: «daría la vida por ti, Miguelito». No sabía que algún día tendría que hacerlo.
Entretanto, Esteban Trueba se sentía cada día más solo y furioso. Se resignó a la idea de que su mujer no volvería a dirigirle la palabra y, cansado de perseguirla por los rincones, suplicarle con la mirada y taladrar agujeros en las paredes del baño, decidió dedicarse a la política. Tal como Clara había pronosticado, ganaron las elecciones los mismos de siempre, pero por tan escaso margen, que todo el país se alertó. Trueba consideró que era el momento de salir en defensa de los intereses de la patria y los del Partido Conservador, puesto que nadie mejor que él podía encarnar al político honesto e incontaminado, como él mismo lo decía, y agregaba que se había levantado con su propio esfuerzo, dando trabajo y buenas condiciones de vida a sus empleados, dueño del único fundo con casitas de ladrillo. Era respetuoso de la ley, la patria y la tradición y nadie podía reprocharle ningún delito mayor que la evasión de impuestos. Contrató un administrador para reemplazar a Pedro Segundo García y lo puso en Las Tres Marías a cargo de sus gallinas ponedoras y sus vacas importadas y se instaló definitivamente en la capital. Pasó varios meses dedicado a su campaña, con el respaldo del Partido Conservador, que necesitaba gente para presentar a las próximas elecciones parlamentarias, y de su propia fortuna, que la puso al servicio de su causa. La casa se llenó de propaganda política y de sus partidarios, que prácticamente la tomaron por asalto, mezclándose con los fantasmas de los corredores, los rosacruces y las tres hermanas Mora. Poco a poco la corte de Clara fue desplazada hacia los cuartos traseros de la casa. Se estableció una frontera invisible entre el sector que ocupaba Esteban Trueba y el de su mujer. Bajo la inspiración de Clara y de acuerdo a las necesidades del momento, fueron brotándole a la noble arquitectura señorial, cuartuchos, escaleras, torrecillas, azoteas. Cada vez que había que alojar a un nuevo
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Isabel Allende 135 huésped, llegaban los mismos albañiles y añadían otra habitación. Así, la gran casa de la esquina llegó a parecer un laberinto.
-Algún día esta casa servirá para poner un hotel -decía Nicolás.
-O un pequeño hospital -agregaba Jaime, que empezaba a acariciar la idea de llevar sus pobres al Barrio Alto.
La fachada de la casa se mantuvo sin alteraciones. Por delante se veían las columnas heroicas y el jardín versallesco, pero hacia detrás se perdía el estilo. El jardín trasero era una selva enmarañada donde proliferaban variedades de plantas y flores y donde alborotaban los pájaros de Clara, junto con varias generaciones de perros y gatos. Entre aquella fauna doméstica, el único que tuvo alguna relevancia en el recuerdo de la familia fue un conejo que llevó Miguel, un pobre conejo vulgar, que los perros lamían constantemente, hasta que se le cayó el pelo, convirtiéndose en el único calvo de su especie, cubierto por un pellejo tornasoleado que le daba la apariencia de un reptil orejudo.
A medida que se acercaba la fecha de las elecciones, Esteban Trueba se ponía más y más nervioso. Había arriesgado todo lo que tenía en su aventura política. Una noche no aguantó más y fue a golpear la puerta del dormitorio de Clara. Ella le abrió. Estaba en camisa de dormir y se había puesto los dientes, porque le gustaba mordisquear galletas mientras escribía en su cuaderno de anotar la vida. A Esteban le pareció tan joven y hermosa como el primer día que la llevó de la mano a ese dormitorio tapizado en seda azul y la paró sobre la piel de Barrabás. Sonrió con el recuerdo.
-Disculpa, Clara -dijo sonrojándose como un escolar-. Me siento solo y angustiado.
Quiero estar un rato aquí, si no te importa.
Clara sonrió también, pero no dijo nada. Le señaló el sillón y Esteban se sentó. Se quedaron un rato callados, compartiendo el plato de galletas y mirándose extrañados, porque hacía mucho tiempo que vivían bajo el mismo techo sin verse.
-Supongo que sabes lo que me está atormentando -dijo Esteban Trueba finalmente.
Clara asintió con la cabeza.
-¿Crees que voy a salir elegido?
Clara volvió a asentir y entonces Trueba se sintió totalmente aliviado, como si ella le hubiera dado una garantía escrita. Lanzó una alegre y sonora carcajada, se puso de pie, la tomó por los hombros y la besó en la frente.
-¡Eres formidable, Clara! Si tú lo dices, seré senador-exclamó.
A partir de esa noche disminuyó la hostilidad entre los dos. Clara siguió sin dirigirle la palabra, pero él hacía caso omiso de su silencio y le hablaba normalmente, interpretando sus menores gestos como respuestas. En casos de necesidad, Clara usaba a los sirvientes o a sus hijos para enviarle mensajes. Se preocupaba del bienestar de su marido, lo secundaba en su trabajo y lo acompañaba cuando se lo pedía. Algunas veces le sonreía.
Diez días después, Esteban Trueba fue elegido senador de la República tal como Clara había pronosticado. Celebró el acontecimiento con una fiesta para sus amigos y correligionarios, una bonificación en efectivo para sus empleados y para los inquilinos de Las Tres Marías y un collar de esmeraldas que dejó a Clara sobre la cama junto a un ramito de violetas. Clara comenzó a asistir a las recepciones sociales y a los actos políticos, donde su presencia era necesaria para que su marido proyectara la imagen de hombre sencillo y familiar que gustaba al público y al Partido Conservador. En esas ocasiones, Clara se colocaba los dientes y algunas joyas que le había regalado
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Esteban. Pasaba por ser la dama más elegante, discreta y encantadora de su círculo social y nadie llegó a sospechar que esa distinguida pareja jamás se hablaba. Con la nueva posición de Esteban Trueba, aumentó el número de personas que atender en la gran casa de la esquina. Clara no llevaba la cuenta de las bocas que alimentaba ni de los gastos de su casa. Las facturas iban directamente a la oficina del senador Trueba en el Congreso, quien pagaba sin preguntar, porque había descubierto que mientras más gastaba, más parecía aumentar su fortuna y llegó a la conclusión que no sería Clara, con su hospitalidad indiscriminada y sus obras de caridad, quien consiguiera arruinarlo. Al principio, tomó el poder político como un juguete nuevo. Había llegado a la madurez convertido en el hombre rico y respetado que juró que llegaría a ser cuando era un adolescente pobre, sin padrinos y sin más capital que su orgullo y su ambición. Pero, al poco tiempo comprendió que estaba tan solo como siempre. Sus dos hijos lo eludían y con Blanca no había vuelto a tener ningún contacto. Sabía de ella por lo que contaban sus hermanos y se limitaba a enviarle todos los meses un cheque, fiel al compromiso que había adquirido con Jean de Satigny. Estaba tan lejos de sus hijos, que era incapaz de mantener un diálogo con ellos sin acabar a gritos. Trueba se enteraba de las locuras de Nicolás cuando ya era demasiado tarde, es decir, cuando todo el mundo las comentaba. Tampoco sabía nada de la vida de Jaime. Si hubiera sospechado que se juntaba con Pedro Tercero García, con quien llegó a desarrollar un cariño de hermano, seguramente le habría dado una apoplejía, pero Jaime se cuidaba muy bien de hablar de esas cosas con su padre.
Pedro Tercero García había abandonado el campo. Después del terrible encuentro con su patrón, lo acogió el padre José Dulce María en la casa parroquial y le curó la mano. Pero el muchacho estaba hundido en la depresión y repetía incansablemente que la vida no tenía ningún sentido, porque había perdido a Blanca y tampoco podría tocar la guitarra, que era su único consuelo. El padre José Dulce María esperó que la fuerte contextura del joven le cicatrizara los dedos y luego lo montó en una carretela y se lo llevó a la reservación indígena, donde le presentó a una vieja centenaria que estaba ciega y tenía las manos engarfiadas por el reumatismo, pero que aún tenía voluntad para hacer cestería con los pies. « Si ella puede hacer canastos con las patas, tú puedes tocar la guitarra sin dedos», le dijo. Luego el jesuita le contó su propia historia.
A tu edad yo también estaba enamorado, hijo. Mi novia era la muchacha más linda de mi pueblo. Nos íbamos a casar y ella estaba comenzando a bordar su ajuar y yo a ahorrar para hacernos una casita, cuando me mandaron al servicio militar. Cuando volví, se había casado con el carnicero y estaba convertida en una señora gorda. Estuve a punto de tirarme al río con una piedra en los pies, pero luego decidí meterme a cura. Al año de tomar los hábitos, ella enviudó y venía a la iglesia a mirarme con ojos lánguidos. -La risotada franca del gigantesco jesuita levantó el ánimo a Pedro Tercero y lo hizo sonreír por primera vez en tres semanas-..Para que veas, hijo -concluyó el padre José Dulce María-,cómo no hay que desesperarse. Volverás a ver a Blanca el día menos pensado.
Curado del cuerpo y del alma, Pedro Tercero García se fue a la capital con un atadito de ropa y unas pocas monedas que el cura sustrajo de la limosna dominical. También le dio las señas de un dirigente socialista en la capital, que lo acogió en su casa los primeros días y luego le consiguió un trabajo como cantante en una peña de bohemios. El joven se fue a vivir a una población obrera, en un rancho de madera que le pareció un palacio, sin más mobiliario que un somier con patas, un colchón, una silla y dos cajones que le servían de mesa. Desde allí promovía el socialismo y rumiaba su disgusto de que Blanca se hubiera casado con otro, negándose a aceptar las explicaciones y las palabras de consuelo de Jaime. Al poco tiempo había dominado la
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Isabel Allende 137 mano derecha y multiplicado el uso de los dos dedos que le quedaban y siguió componiendo canciones de gallinas y zorros perseguidos. Un día lo invitaron a un programa de radio y ése fue el comienzo de una vertiginosa popularidad que ni él mismo esperaba. Su voz comenzó a escucharse a menudo en la radio y su nombre se hizo conocido. El senador Trueba, sin embargo, nunca lo oyó nombrar, porque en su casa no admitía aparatos de radio. Los consideraba instrumentos propios de la gente inculta, portadores de influencias nefastas y de ideas vulgares. Nadie estaba más alejado de la música popular que él, que lo único melódico que podía soportar era la ópera durante la temporada lírica y la compañía de zarzuelas que viajaba desde España todos los inviernos.
El día que llegó Jaime a la casa con la novedad de que quería cambiarse el apellido, porque desde que su padre era senador del Partido Conservador sus compañeros lo hostilizaban en la universidad y desconfiaban de él en el Barrio de la Misericordia, Esteban Trueba perdió la paciencia y estuvo a punto de abofetearlo, pero se contuvo a tiempo, porque le vio en la mirada que en esa ocasión no se lo toleraría. -¡Me casé para tener hijos legítimos que lleven mi apellido, y no bastardos que lleven el de la madre! -le espetó lívido de furia.
Dos semanas más tarde oyó comentar en los pasillos del Congreso y en los salones del Club, que su hijo Jaime se había quitado los pantalones en la Plaza Brasil, para dárselos a un indigente, y había regresado caminando en calzoncillos quince cuadras hasta su casa, seguido por una leva de niños y curiosos que lo vitoreaban. Cansado de defender su honor del ridículo y de los chismes, autorizó a su hijo para ponerse el apellido que le diera la gana, con tal que no fuera el suyo. Ese día, encerrado en su escritorio, lloró de decepción y de rabia. Trató de decirse a sí mismo que semejantes excentricidades se le pasarían cuando madurara y tarde o temprano se convertiría en el hombre equilibrado que podría secundarlo en sus negocios y ser el sostén de su vejez. Con su otro hijo, en cambio, había perdido las esperanzas. Nicolás pasaba de una empresa fantástica a otra. Andaba en esos días con la ilusión de cruzar la cordillera, igual como muchos años antes lo intentara su tío abuelo Marcos, en un
medio de transporte poco usual. Había elegido elevarse en globo, convencido de que el espectáculo de un gigantesco globo suspendido entre las nubes, sería un irresistible elemento publicitario que cualquier bebida gaseosa podía auspiciar. Copió el modelo de un zepelín alemán anterior a la guerra, que se elevaba mediante un sistema de aire caliente, llevando en su interior a una o más personas de temperamento audaz. Los afanes de armar aquella gigantesca salchicha inflable, estudiar los mecanismos secretos, las corrientes de los vientos, los presagios de los naipes y las leyes de la aerodinámica, lo mantuvieron entretenido por mucho tiempo. Olvidó durante semanas las sesiones de espiritismo de los viernes con su madre y las tres hermanas Mora, y ni siquiera se dio cuenta que Amanda había dejado de ir a la casa. Una vez terminada su nave voladora, se encontró ante un obstáculo que no había calculado: el gerente de las gaseosas, un gringo de Arkansas, se negó a financiar el proyecto, pretextando que si Nicolás se mataba en su artefacto, bajarían las ventas de su brebaje. Nicolás trató de encontrar otros auspiciadores, pero nadie se interesó. Eso no fue suficiente para hacerlo desistir de sus propósitos y decidió elevarse de todos modos, aunque fuera gratis. El día fijado, Clara siguió tejiendo imperturbable sin prestar atención a los preparativos de su hijo, a pesar de que la familia, los vecinos y los amigos estaban horrorizados con el plan descabellado de cruzar las montañas en esa máquina estrambótica.
-Tengo la corazonada de que no se va a elevar -dijo Clara sin dejar de tejer.
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Así fue. En el último momento apareció una camioneta llena de policías en el parque público que Nicolás había elegido para elevarse. Exigieron un permiso municipal que, por supuesto, no tenía. Tampoco lo pudo conseguir. Pasó cuatro días corriendo de una oficina a otra, en trámites desesperados que se estrellaban contra un muro de incomprensión burocrática. Nunca se enteró que detrás de la camioneta de policías y los papeleos interminables, estaba la influencia de su padre, que no estaba dispuesto a permitir esa aventura. Cansado de luchar contra la timidez de las gaseosas y la burocracia aérea, se convenció de que no podría elevarse, a menos que lo hiciera clandestinamente, lo cual era imposible, dadas las dimensiones de su nave. Entró en una crisis de ansiedad, de la cual lo sacó su madre, al sugerirle que para no perder todo lo invertido, usara los materiales del globo para algún fin práctico. Entonces Nicolás ideó la fábrica de emparedados. Su plan era hacer emparedados de pollo, envasarlos en la tela del globo cortada en pedacitos y venderlos a los oficinistas. La amplia cocina de su casa le pareció ideal para su industria. Los jardines traseros fueron llenándose de aves atadas de las patas, que aguardaban su turno para que dos matarifes especialmente contratados decapitaran en serie. El patio se llenó de plumas y la sangre salpicó las estatuas del Olimpo, el olor a consomé tenía a todo el mundo con náuseas y el destripadero empezaba a llenar de moscas el barrio, cuando Clara le puso fin a la matanza con un ataque de nervios que por poco la vuelve a los tiempos de la mudez. Este nuevo fracaso comercial no importó tanto a Nicolás, que también estaba con el estómago y la conciencia revueltos con la carnicería. Se resignó a perder lo que había invertido en esos negocios y se encerró en su pieza a planear nuevas formas de ganar dinero y de divertirse.
-Hace tiempo que no veo a Amanda por aquí -dijo Jaime, cuando ya no pudo resistir la impaciencia de su corazón.
En ese momento Nicolás se acordó de Amanda y sacó la cuenta que no la había visto deambular por la casa desde hacía tres semanas y que no había asistido al fracasado intento de elevarse en globo, ni a la inauguración de la industria doméstica de pan con pollo. Fue a preguntar a Clara, pero su madre tampoco sabía nada de la joven y estaba comenzando a olvidarla, debido a que había tenido que acomodar su memoria al hecho ineludible de que su casa era un pasadero de gente y como ella decía, no le alcanzaba el alma para lamentar a todos los ausentes. Nicolás decidió entonces ir a buscarla, porque se dio cuenta que le estaban haciendo falta la presencia de mariposa inquieta de Amanda y sus abrazos sofocados y silenciosos en los cuartos vacíos de la gran casa de la esquina, donde retozaban como cachorros cada vez que Clara aflojaba la vigilancia y Miguel se distraía jugando o se quedaba dormido en algún rincón.
La pensión donde vivía Amanda con su hermanito resultó ser una vetusta casa que medio siglo atrás probablemente tuvo algún esplendor ostentoso, pero lo perdió a medida que la ciudad fue extendiéndose hacia las laderas de la cordillera. La ocuparon primero los comerciantes árabes, quienes le incorporaron pretenciosos frisos de yeso rosado, y, más tarde, cuando los árabes pusieron sus negocios en el Barrio de los Turcos, el propietario la convirtió en pensión, subdividiéndola en cuartos mal iluminados, tristes, incómodos contrahechos, para inquilinos de pocos recursos. Tenía una geografía imposible de pasillos estrechos y húmedos, donde reinaba eternamente el tufillo de la sopa de coliflor y del guiso de repollo. Salió a abrir la puerta la dueña de la pensión en persona, una mujerona inmensa, provista de una triple papada majestuosa y ojillos orientales sumidos en pliegues fosilizados de grasa, con anillos en todos los dedos y los remilgos de una novicia.
-No se aceptan visitantes del sexo opuesto -dijo a Nicolás.
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Pero Nicolás desplegó su irresistible sonrisa de seductor, le besó la mano sin retroceder ante el carmesí descascarado de sus uñas sucias, se extasió con los anillos y se hizo pasar por un primo hermano de Amanda, hasta que ella, derrotada, retorciéndose en risitas coquetas y contoneos elefantiásicos, lo condujo por las polvorientas escaleras hasta el tercer piso y le señaló la puerta de Amanda. Nicolás encontró a la joven en la cama, arropada con un chal desteñido y jugando a las damas con su hermano Miguel. Estaba tan verdosa y disminuida, que tuvo dificultad en reconocerla. Amanda lo miró sin sonreír y no le hizo ni el menor gesto de bienvenida.
Miguel, en cambio, se le paró al frente con los brazos en jarra.
-Por fin vienes -le dijo el niño.
Nicolás se aproximó a la cama y trató de recordar a la cimbreante y morena Amanda, la Amanda frutal y sinuosa de sus encuentros en la oscuridad de los cuartos cerrados, pero entre las lanas apelmazadas del chal y las sábanas grises, había una desconocida de grandes ojos extraviados, que lo observaba con inexplicable dureza. «Amanda», murmuró tomándole la mano. Esa mano sin los anillos y las pulseras de plata, parecía tan desvalida como pata de pájaro moribundo. Amanda llamó a su hermano. Miguel se acercó a la cama y ella le sopló algo al oído. El niño se dirigió lentamente hacia la puerta y desde el umbral lanzó una última mirada furiosa a Nicolás y salió, cerrando la puerta sin ruido.
-Perdóname, Amanda -balbuceó Nicolás-. Estuve muy ocupado. ¿Por qué no me avisaste que estabas enferma?
-No estoy enferma -respondió ella-. Estoy embarazada.
Esa palabra dolió a Nicolás como un bofetón. Retrocedió hasta sentir el vidrio de la ventana a sus espaldas. Desde el primer momento en que desnudó a Amanda, tanteando en la oscuridad, enredado en los trapos de su disfraz de existencialista, temblando de anticipación por las protuberancias y los intersticios que muchas veces había imaginado sin llegar a conocerlos en su espléndida desnudez, supuso que ella tendría la experiencia suficiente para evitar que él se convirtiera en padre de familia a los veintiún años y ella en madre soltera a los veinticinco. Amanda había tenido amores anteriores y había sido la primera en hablarle del amor libre. Sostenía su irrevocable determinación de permanecer juntos solamente mientras se tuvieran simpatía, sin ataduras y sin promesas para el futuro, como Sartre y la Beauvoir. Ese acuerdo, que al principio a Nicolás le pareció una muestra de frialdad y desprejuicio algo chocante, después le resultó muy cómodo. Relajado y alegre, como era para todas las cosas de la vida, encaró la relación amorosa sin medir las consecuencias.
-¡Qué vamos a hacer ahora! -exclamó.
-Un aborto, por supuesto -respondió ella.
Una oleada de alivio sacudió a Nicolás. Había sorteado el abismo una vez más. Como siempre que jugaba al borde del precipicio, otro más fuerte había surgido a su lado para hacerse cargo de las cosas, tal como en los tiempos del colegio, cuando azuzaba a los muchachos en el recreo hasta que se le iban encima y entonces, en el último instante, en el momento en que el terror lo paralizaba, llegaba Jaime y se ponía por delante, transformando su pánico en euforia y permitiéndole ocultarse entre los pilares del patio a gritar insultos desde su refugio, mientras su hermano sangraba de la nariz y repartía puñetazos con la silenciosa tenacidad de una máquina. Ahora era Amanda quien asumía la responsabilidad por él.
-Podemos casarnos, Amanda…, si quieres -balbuceó para salvar la cara.
-¡No! -replicó ella sin vacilar-. No te quiero lo suficiente para eso, Nicolás.
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Inmediatamente sus sentimientos dieron un brusco viraje, porque esa posibilidad no se le había ocurrido. Hasta entonces nunca se había sentido rechazado o abandonado y en cada amorío había tenido que recurrir a todo su tacto para escabullirse sin herir demasiado a la muchacha de turno. Pensó en la difícil situación en que se encontraba Amanda, pobre, sola, esperando un hijo. Pensó que una palabra suya podía cambiar el destino de la joven, convirtiéndola en la respetable esposa de un Trueba. Estos cálculos le pasaron por la cabeza en una fracción de segundo, pero enseguida se sintió avergonzado y enrojeció al sorprenderse sumido en esos pensamientos. De pronto Amanda le pareció magnífica. Le vinieron a la memoria todos los buenos momentos que habían compartido, las veces que se echaron en el suelo fumando la misma pipa para marearse un poco juntos, riéndose de esa yerba que sabía a bosta seca y tenía muy poco efecto alucinógeno, pero hacía funcionar el poder de la sugestión; de los ejercicios yoga y la meditación en pareja, sentados frente a frente, en completa relajación, mirándose a los ojos y murmurando palabras en sánscrito que pudieran transportarlo al Nirvana, pero que generalmente tenían el efecto contrario y terminaban escabulléndose de las miradas ajenas, agazapados entre los matorrales del jardín, amándose como desesperados; de los libros leídos a la luz de una vela ahogados de pasión y de humo; de las tertulias eternas discutiendo a los filósofos pesimistas de la posguerra, o concentrándose en mover la mesa de tres patas, dos golpes para sí, tres para no, mientras Clara se burlaba de ellos. Cayó hincado junto a la cama suplicando a Amanda que no lo dejara, que lo perdonara, que siguieran juntos como si nada hubiera pasado, que eso no era más que un accidente desventurado que no podía alterar la esencia intocable de su relación. Pero ella parecía no escucharlo. Le acariciaba la cabeza con un gesto maternal y distante.
-Es inútil, Nicolás. ¿No ves que yo tengo el alma muy vieja y tú todavía eres un niño? Siempre serás un niño -le dijo.
Continuaron acariciándose sin deseo y atormentándose con las súplicas y los recuerdos. Saboreaban la amargura de una despedida que presentían, pero que todavía podían confundir con una reconciliación. Ella se levantó de la cama a preparar tina taza de té para los dos y Nicolás vio que usaba una enagua vieja a modo de camisa de dormir. Había adelgazado y sus pantorrillas le parecieron patéticas. Andaba por la habitación descalza, con el chal en los hombros y el pelo revuelto, afanada alrededor de la hornilla a parafina que había sobre una mesa que le servía como escritorio, comedor y cocina. Vio el desorden en que vivía Amanda y cayó en cuenta que hasta entonces ignoraba casi todo de ella. Había supuesto que no tenía más familia que su hermano, y que vivía con su sueldo escaso, pero había sido incapaz de imaginar su verdadera situación. La pobreza le parecía un concepto abstracto y lejano, aplicable a los inquilinos de Las Tres Marías y los indigentes que su hermano Jaime socorría, pero con los cuales él nunca había estado en contacto. Amanda, su Amanda tan próxima y conocida, de pronto era una extraña. Miraba sus vestidos, que cuando ella los llevaba puestos parecían los disfraces de una reina, colgando de unos clavos en la pared, como trisres ropajes de una mendiga. Veía su cepillo de dientes en un vaso sobre el lavatorio oxidado, los zapatos del colegio dé Miguel tantas veces embetunados y vueltos a embetunar, que ya habían perdido la forma original, la vieja máquina de escribir al lado de la hornilla, los libros entre las tazas, el vidrio roto de una ventana tapado con un recorte de revista. Era otro mundo. Un mundo cuya existencia no sospechaba. Hasta entonces a un lado de la línea divisoria estaban los pobres de solemnidad y al otro la gente como él, entre la que había colocado a Amanda. No sabía nada de esa silenciosa clase media que se debatía entre la pobreza de cuello y corbata y el deseo imposible de emular a la canalla dorada a la cual él pertenecía. Se sintió confuso y abochornado, pensando en las múltiples ocasiones pasadas en que ella
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Isabel Allende 141 probablemente tuvo que embrujarlos para que no se notara su miseria en la casa de los Trueba y él, en completa inconsciencia, no la había ayudado. Recordó los cuentos de su padre, cuando le hablaba de su infancia pobre y de que a su edad trabajaba para mantener a su madre y a su hermana, y por primera vez pudo encajar esas anécdotas didácticas con una realidad. Pensó que así era la vida de Amanda.
Compartieron una taza de té sentados sobre la cama, porque había una sola silla. Amanda le contó de su pasado, de su familia, de un padre alcohólico que era profesor en una provincia del Norte, de una madre agobiada y triste que trabajaba para mantener a seis hijos y de cómo ella, apenas pudo valerse por sí misma, se fue de la casa. Había llegado a la capital de quince años, a casa de una madrina bondadosa que la ayudó por un tiempo. Después, cuando su madre murió, fue a enterrarla y a buscar a Miguel, que era todavía una criatura en pañales. Desde entonces le había servido de madre. Del padre y del resto de sus hermanos no había vuelto a saber. Nicolás sentía crecer en su interior el deseo de protegerla y cuidarla, de compensarle todas las carencias. Nunca la había amado más.
Al anochecer vieron llegar a Miguel con las mejillas arreboladas, retorciéndose sigiloso y divertido para ocultar el regalo que traía escondido en la espalda. Era una bolsa de pan para su hermana. Se la puso sobre la cama, la besó amorosamente, le alisó el pelo con su manita enana, le acomodó las almohadas. Nicolás se estremeció, porque en los gestos del niño había más solicitud y ternura que en todas las caricias que él había prodigado en su vida a cualquier mujer. Entonces comprendió lo que Amanda había querido decirle. «Tengo mucho que aprender», murmuró. Apoyó la frente en el cristal grasiento de la ventana, preguntándose si alguna vez sería capaz de dar en la misma medida en que esperaba recibir.
-¿Cómo lo haremos? -preguntó sin atreverse a decir la palabra terrible.
-Pídele ayuda a tu hermano Jaime -sugirió Amanda.
Jaime recibió a su hermano en su túnel de libros, recostado en el camastro de conscripto, iluminado por la luz del único bombillo que colgaba del techo. Estaba leyendo los sonetos de amor del Poeta, que para entonces ya tenía renombre mundial, tal como lo pronosticara Clara la primera vez que lo oyó recitar con su voz telúrica, en su velada literaria. Especulaba que los sonetos tal vez habían sido inspirados por la presencia de Amanda en el jardín de los Trueba, donde el Poeta solía sentarse a la hora del té, a hablar sobre canciones desesperadas, en la época en que era un huésped tenaz de la gran casa de la esquina. Le sorprendió la visita de su hermano porque, desde que habían salido del colegio, cada día se distanciaban más. En los últimos tiempos no tenían nada que hablar y se saludaban con una inclinación de cabeza las raras veces que se tropezaban en el umbral de la puerta. Jaime había desistido de su idea de atraer a Nicolás a las cosas trascendentales de la existencia. Aún sentía que sus frívolas diversiones eran un insulto personal, pues no podía aceptar que gastara tiempo y energía en viajes en globo y masacres de pollos, habiendo tanto trabajo por hacer en el Barrio de la Misericordia. Pero ya no intentaba arrastrarlo al hospital, para que viera el sufrimiento de cerca, en la esperanza de que la miseria ajena lograra conmover su corazón de pájaro transeúnte y dejó de invitarlo a las reuniones con los socialistas en la casa de Pedro Tercero García, en la última calle de la población obrera, donde se reunían, vigilados por la policía, todos los jueves. Nicolás se burlaba de sus inquietudes sociales, alegando que sólo un tonto con vocación de apóstol podía salir por el mundo a buscar la desgracia y la fealdad con un cabo de vela. Ahora, Jaime tenía a su hermano al frente, mirándolo con la expresión culpable y suplicante que había empleado tantas veces para remover su afecto.
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-Amanda está embarazada -dijo Nicolás sin preámbulos.
Tuvo que repetirlo, porque Jaime se quedó inmóvil, en la misma actitud huraña que siempre tenía, sin que ni un solo gesto delatara que lo había oído. Pero por dentro la frustración estaba ahogándolo. En silencio llamaba a Amanda por su nombre, aferrándose a la dulce resonancia de esa palabra para mantener el control. Era tanta su necesidad de tener viva la ilusión, que llegó a convencerse de que Amanda sostenía con Nicolás un amor infantil, una relación limitada a paseos inocentes tomados de la mano, a discusiones alrededor de una botella de ajenjo, a los pocos besos fugaces que él había sorprendido.
Se había negado a la verdad dolorosa que ahora tenía que enfrentar.
-No me lo cuentes. No tengo nada que ver con eso -replicó apenas pudo sacar la voz.
Nicolás se dejó caer sentado a los pies de la cama, hundiendo la cara entre las manos.
-¡Tienes que ayudarla, por favor! -suplicó.
Jaime cerró los ojos y respiró con ansias, esforzándose por controlar esos alocados sentimientos que lo impulsaban a matar a su hermano, a correr a casarse él mismo con Amanda, a llorar de impotencia y decepción. Tenía la imagen de la joven en la memoria, tal como se le aparecía cada vez que la zozobra del amor lo derrotaba. La veía entrando y saliendo de la casa, como una ráfaga de aire puro, llevando a su hermanito de la mano, oía su risa en la terraza, olía el imperceptible y dulce aroma de su piel y su pelo cuando pasaba por su lado a pleno sol del mediodía. La veía tal como la imaginaba en las horas ociosas en que soñaba con ella. Y, sobre todo, la evocaba en ese único momento preciso en que Amanda entró a su dormitorio y estuvieron solos en la intimidad de su santuario. Entró sin golpear, cuando él estaba echado en el camastro leyendo, llenó el túnel con el revoloteo de su pelo largo y sus brazos ondulantes, tocó los libros sin ninguna reverencia y hasta se atrevió a sacarlos de sus anaqueles sagrados, soplarles el polvo sin el menor respeto y después tirarlos sobre la cama, parloteando incansablemente, mientras él temblaba de deseo y de sorpresa, sin encontrar en todo su vasto vocabulario enciclopédico, ni una sola palabra para retenerla, hasta que por último ella se despidió con un beso que le plantó en la mejilla, beso que le quedó ardiendo como una quemadura, único y terrible beso, que le sirvió para construir un laberinto de sueños en que ambos eran príncipes enamorados.
-Tú sabes algo de medicina, Jaime. Tienes que hacer algo -rogó Nicolás. -Soy estudiante, me falta mucho para ser médico. No sé nada de eso. Pero he visto a muchas mujeres que se mueren porque un ignorante las interviene -dijo Jaime. -Ella confía en ti. Dice que sólo tú puedes ayudarla -dijo Nicolás.
Jaime agarró a su hermano por la ropa y lo levantó en el aire, sacudiéndolo como un pelele y gritando todos los insultos que se le pasaron por la mente, hasta que sus propios sollozos lo obligaron a soltarlo. Nicolás lloriqueó aliviado. Conocía a Jaime y había intuido que, como siempre, aceptaba el papel de protector.
-¡Gracias, hermano!
Jaime le dio una cachetada sin ganas y lo sacó de su habitación a empujones. Cerró la puerta con llave y se acostó boca bajo en su camastro, estremecido por ese ronco y terrible llanto con que los hombres lloran las penas de amor.
Esperaron hasta el domingo. Jaime les dio cita en el consultorio del Barrio de la
Misericordia donde trabajaba en sus prácticas de estudiante. Tenía la llave, porque
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Isabel Allende 143 siempre era el último en irse, de modo que pudo entrar sin dificultad, pero se sentía como un ladrón, porque no habría podido explicar su presencia allí a esa hora tardía. Desde hacía tres días, estudiaba cuidadosamente cada paso de la intervención que iba a efectuar. Podía repetir cada palabra del libro en el orden correcto, pero eso no le daba más seguridad. Estaba temblando. Procuraba no pensar en las mujeres que había visto llegar agonizando a la sala de emergencia del hospital, a las que había ayudado a salvar en ese mismo consultorio y las otras, las que habían muerto lívidas, en esas camas, con un río de sangre fluyendo entre las piernas, sin que la ciencia pudiera hacer nada para evitar que se les escapara la vida por ese grifo abierto. Conocía el drama de muy cerca, pero hasta ese momento nunca había tenido que plantearse el conflicto moral de ayudar a una mujer desesperada. Y mucho menos a Amanda. Encendió las luces, se puso la blanca túnica de su oficio, preparó el instrumental repasando en alta voz cada detalle que había memorizado. Deseaba que ocurriera una desgracia monumental, un cataclismo que sacudiera el planeta en sus cimientos, para que no tuviera que hacer lo que iba a hacer. Pero nada ocurrió hasta la hora señalada. Entretanto, Nicolás había ido a buscara Amanda en el viejo Covadonga, que apenas andaba a tropezones con sus tuercas, en medio de una humareda negra de aceite quemado, pero que aún servía para los trances de emergencia. Ella lo estaba esperando sentada en la única silla de su cuarto tomada de la mano de Miguel, sumidos en una mutua complicidad de la cual, como siempre, Nicolás se sintió excluido. La joven se veía pálida y demacrada, debido a los nervios y a las últimas semanas de malestares e incertidumbres que había soportado, pero más tranquila que Nicolás, que hablaba atropelladamente, no podía estarse quieto y se esforzaba por animarla con una alegría fingida y con bromas inútiles. Le había llevado de regalo un anillo antiguo de granates y brillantes que había sacado del cuarto de su madre, en la seguridad de que ella nunca lo echaría de menos y, aunque lo viera en la mano de Amanda, sería incapaz de reconocerlo, porque Clara no llevaba la cuenta de esas cosas. Amanda se lo devolvió con suavidad. -Ya ves, Nicolás, eres un niño -dijo sin sonreír.
En el momento de salir, el pequeño Miguel se puso un poncho y se aferró a la mano de su hermana. Nicolás tuvo que recurrir primero a su encanto y luego a la fuerza bruta para dejarlo en manos de la patrona de la pensión, que en los últimos días había sido definitivamente seducida por el supuesto primo de su pensionista, y, contra sus propias normas, había aceptado cuidar al niño esa noche.
Hicieron el trayecto sin hablar, cada uno sumido en sus temores. Nicolás percibía la hostilidad de Amanda como una pestilencia que se hubiera instalado entre los dos. En los últimos días ella había alcanzado a madurar la idea de la muerte y la temía menos que al dolor y a la humillación que esa noche tendría que soportar. Él conducía el Covadonga por un sector desconocido de la ciudad, callejuelas estrechas y oscuras, donde se amontonaba la basura junto a los altos muros de las fábricas, en un bosque de chimeneas que le cerraban el paso al color del cielo. Los perros vagos husmeaban la mugre y los mendigos dormían envueltos en periódicos en los nichos de las puertas. Le sorprendió que ése fuera el escenario diario de las actividades de su hermano. Jaime los estaba esperando en la puerta del consultorio. El delantal blanco y su propia ansiedad le daban un aire mucho mayor. Los llevó a través de un laberinto de helados corredores hasta la sala que había preparado, procurando distraer a Amanda de la fealdad del lugar, para que no viera las toallas amarillentas en los tarros esperando la lavandería del lunes, las palabrotas garabateadas en los muros, las baldosas sueltas y las oxidadas cañerías que goteaban incansablemente. En la puerta
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del pabellón Amanda se detuvo con una expresión de terror: había visto el instrumental y la mesa ginecológica y lo que hasta ese momento era una idea abstracta y un coqueteo con la posibilidad de la muerte, en ese instante cobró forma.
Nicolás estaba lívido, pero Jaime los tomó del brazo y los obligó a entrar.
-¡No mires, Amanda! Te voy a dormir, para que no sientas nada -le dijo. Nunca había colocado anestesia ni había intervenido en una operación. Como estudiante se limitaba a labores administrativas, llevar estadísticas, llenar fichas y ayudar en curaciones, suturas y tareas menores. Estaba más asustado que la misma Amanda, pero adoptó la actitud prepotente y relajada que le había visto a los médicos, para que creyera que todo ese asunto no era más que rutina. Quiso evitarle la pena de desnudarse y evitarse él mismo la Inquietud de observarla, de modo que la ayudó a acostarse vestida sobre la mesa. Mientras se lavaba e indicaba a Nicolás la forma de hacerlo también, trataba de distraerla con la anécdota del fantasma español que se había aparecido a Clara en una sesión de los viernes, con el cuento de que había un tesoro escondido en las fundaciones de la casa, y le habló de su familia: un montón de locos extravagantes por varias generaciones, de los cuales hasta los espectros se burlaban. Pero Amanda no lo escuchaba, estaba pálida como un sudario y le castañeteaban los dientes.
-¿Para qué son esas correas? ¡No quiero que me amarres! -se estremeció. -No te voy a amarrar. Nicolás te va a administrar el éter. Respira tranquila, no te asustes y cuando despiertes habremos terminado -sonrió Jaime con los ojos por encima de su máscara.
Nicolás acercó a la joven la mascarilla de la anestesia y lo último que ella vio antes de hundirse en la oscuridad, fue a Jaime mirándola con amor, pero creyó que lo estaba soñando. Nicolás le quitó la ropa y la ató a la mesa, consciente de que eso era peor que una violación, mientras su hermano aguardaba con las manos enguantadas, tratando de no ver en ella a la mujer que ocupaba todos sus pensamientos, sino tan sólo un cuerpo como tantos que pasaban a diario por esa misma mesa en un grito de dolor. Comenzó a trabajar con lentitud y cuidado, repitiéndose lo que tenía que hacer, mascullando el texto del libro que se había aprendido de memoria, con el sudor cayendo sobre los ojos, atento a la respiración de la muchacha, al color de su piel, al ritmo de su corazón, para indicar a su hermano que le pusiera más éter cada vez que gemía, rezando para que no se produjera alguna complicación, mientras hurgaba en su más profunda intimidad, sin dejar, en todo ese tiempo, de maldecir a su hermano con el pensamiento, porque si ese hijo fuera suyo y no de Nicolás, habría nacido sano y completo, en vez de irse en pedazos por el desagüe de ese miserable consultorio y él lo habría acunado y protegido, en vez de extraerlo de su nido a cucharadas. Veinticinco minutos después había terminado y ordenó a Nicolás que lo ayudara a acomodarla mientras se le pasaba el efecto del éter, pero vio que su hermano se tambaleaba apoyado contra la pared, presa de violentas arcadas.
-¡Idiota! –rugió Jaime- ¡Anda al baño y después que vomites la culpa aguarda en la sala de espera, porque todavía tenemos para largo!
Nicolás salió a tropezones y Jaime se quitó los guantes y la máscara y procedió a
soltar las correas de Amanda, ponerle delicadamente su ropa, ocultar los vestigios ensangrentados de su obra y retirar de su vista los instrumentos de su tortura. Luego la levantó en brazos, saboreando ese instante en que podía estrecharla contra su pecho, y la llevó a una cama donde había puesto sábanas limpias, que era más de lo que tenían las mujeres que acudían al consultorio a pedir socorro. La arropó y se sentó a su lado. Por primera vez en su vida podía observarla a su antojo. Era más pequeña y dulce de lo que parecía cuando andaba por todos lados con su disfraz de pitonisa y su
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Isabel Allende 145 sonajera de abalorios, y, tal como siempre lo había sospechado, en su cuerpo delgado los huesos eran apenas una sugerencia entre las pequeñas colinas y los lisos valles de su feminidad. Sin su melena escandalosa y sus ojos de esfinge, parecía de quince años. Su vulnerabilidad pareció a Jaime más deseable que todo lo que en ella antes lo había seducido. Se sentía dos veces más grande y pesado que ella y mil veces más fuerte, pero se sabía derrotado de antemano por la ternura y las ansias de protegerla. Maldijo su invencible sentimentalismo y trató de verla como la amante de su hermano a quien acababa de practicar un aborto, pero de inmediato comprendió que era un intento inútil y se abandonó al placer y al sufrimiento de amarla. Acarició sus manos transparentes, sus finos dedos, la caracola de sus orejas, recorrió su cuello oyendo el rumor imperceptible de la vida en sus venas. Acercó la boca a sus labios y aspiró con avidez el olor de la anestesia, pero no se atrevió a tocarlos.
Amanda regresó del sueño lentamente. Sintió primero el frío y luego la sacudieron las arcadas. Jaime la consoló hablándole en el mismo lenguaje secreto que reservaba para los animales y para los niños más pequeños del hospital de pobres, hasta que se fue calmando. Ella comenzó 1 llorar y él siguió acariciándola. Se quedaron en silencio, ella oscilando entre la modorra, las náuseas, la angustia y el dolor que empezaba a atenazar su vientre, y él deseando que esa noche no terminara nunca.
-¿Crees que podré tener hijos? -preguntó ella por último.
-Supongo que sí -respondió él-. Pero búscales un padre responsable.
Los dos sonrieron aliviados. Amanda buscó en el rostro moreno de Jaime, inclinado tan cerca del suyo, alguna semejanza con el de Nicolás, pero no pudo encontrarla. Por primera vez en su existencia de nómade se sintió protegida y segura, suspiró contenta y olvidó la sordidez que la rodeaba, las paredes descascaradas, los fríos armarios metálicos, los pavorosos instrumentos, el olor a desinfectante y también ese ronco dolor que se había instalado en sus entrañas. -Por favor, acuéstate a mi lado y abrázame -dijo.
Él se tendió tímidamente en la angosta cama rodeándola con sus brazos. Procuraba mantenerse quieto para no molestarla y no caerse. Tenía la ternura torpe de quien nunca ha sido amado y debe improvisar. Amanda cerró los ojos y sonrió. Estuvieron así, respirando juntos en completa calma, como dos hermanos, hasta que comenzó a aclarar y la luz de la ventana fue más fuerte que la de la lámpara. Entonces Jaime la ayudó a ponerse en pie, le colocó el abrigo y la llevó del brazo hasta la antesala donde Nicolás se había quedado dormido en una silla.
-¡Despierta! Vamos a llevarla a casa, para que la cuide mi madre. Es mejor no dejarla sola por unos días -dijo Jaime.
-Sabía que podíamos contar contigo, hermano -agradeció Nicolás, emocionado.
-No lo hice por ti, desgraciado, sino por ella -gruñó Jaime dándole la espalda. En la gran casa de la esquina los recibió Clara sin hacer preguntas, o tal vez se las hizo directamente a los naipes o a los espíritus. Tuvieron que despertarla, porque estaba amaneciendo y nadie se había levantado aún.
-Mamá, ayude a Amanda -pidió Jaime con la seguridad que daba la larga complicidad que tenían en esos asuntos-. Está enferma y se quedará aquí unos días. -,Y Miguelito? -preguntó Amanda.
-Yo iré a buscarlo -dijo Nicolás y salió.
Prepararon uno de los cuartos de huéspedes y Amanda se acostó. Jaime le tomó la temperatura y dijo que debía descansar. Hizo ademán de retirarse, pero se quedó
La casa de los espíritus
Isabel Allende 146 parado en el umbral de la puerta, indeciso. En eso volvió Clara con una bandeja con café para los tres. -Supongo que le debemos una explicación, mamá-murmuró Jaime. -No, hijo -respondió Clara alegremente-. Si es pecado, prefiero que no me lo cuenten. Vamos a aprovechar para regalonear un poco a Amanda, que mucha falta le hace.
Salió seguida por su hijo. Jaime vio a su madre avanzar por el corredor, descalza, con el pelo suelto en la espalda, arropada con su bata blanca y notó que no era alta y fuerte como la había visto en su infancia. Estiró la mano y la retuvo de un hombro. Ella volteó la cabeza, sonrió, y Jaime la abrazó compulsivamente, estrechándola contra su pecho, raspando su frente con el mentón donde su barba imposible ya reclamaba otra afeitada. Era la primera vez que le hacía una caricia espontánea desde que era una criatura prendida por necesidad a sus pechos y Clara se sorprendió al darse cuenta lo grande que era su hijo, con un tórax de levantador de pesas y unos brazos como martillos que la estrujaban en un gesto temeroso. Emocionada y feliz, se preguntó cómo era posible que ese hombronazo peludo con la fuerza de un oso y el candor de una novicia, hubiera estado alguna vez en su barriga y además en compañía de otro. En los días siguientes Amanda tuvo fiebre. Jaime, asustado, vigilaba a toda hora y le administraba sulfa. Clara la cuidaba. No dejó de observar que Nicolás preguntaba por ella discretamente, pero no hacía ningún amago de visitarla, en cambio Jaime se encerraba con ella, le prestaba sus libros más queridos y andaba como iluminado, hablando incoherencias y rondando por la casa como nunca lo había hecho, hasta el punto que el jueves olvidó la reunión de los socialistas.
Así fue como Amanda pasó a formar parte de la familia durante un tiempo y como Miguelito, por una circunstancia especial, estuvo presente escondido en el armario, el día que nació Alba en la casa de los Trueba y nunca más olvidó el grandioso y terrible espectáculo de la criatura apareciendo al mundo envuelta en sus mucosidades ensangrentadas, entre los gritos de su madre y el alboroto de mujeres que se afanaban a su alrededor.
Entretanto, Esteban Trueba había partido de viaje a Norteamérica. Cansado del dolor de huesos y de aquella secreta enfermedad que sólo él percibía, tomó la decisión de hacerse examinar por médicos extranjeros, porque había llegado a la prematura conclusión de que los doctores latinos eran todos unos charlatanes más cercanos al brujo aborigen que al científico. Su empequeñecimiento era tan sutil, tan lento y solapado, que nadie más se había dado cuenta. Tenía que comprar los zapatos un número más chico, tenía que hacer acortar los pantalones y mandar hacer alforzas a las mangas de sus camisas. Un día se puso el calañé que no había usado en todo el verano y vio que le cubría completamente las orejas, de donde dedujo horrorizado que si estaba encogiendo el tamaño de su cerebro, probablemente también se achicarían sus ideas. Los médicos gringos le midieron el cuerpo, le pesaron las presas una por una, lo interrogaron en inglés, le inyectaron líquidos con una aguja y se los extrajeron con otra, lo fotografiaron, lo dieron vuelta al revés como un guante y hasta le metieron una lámpara por el ano. Al final concluyeron que eran puras ideas suyas, que no pensaba estarse encogiendo, que siempre había tenido el mismo tamaño y que seguramente había soñado que alguna vez midió un metro ochenta y calzó cuarenta y dos. Esteban Trueba acabó de perder la paciencia y regresó a su patria dispuesto a no prestar atención al problema de la estatura, puesto que todos los grandes políticos de la historia habían sido pequeños, desde Napoleón hasta Hitler. Cuando llegó a su casa, vio a Miguel jugando en el jardín y a Amanda más delgada y ojerosa, desprovista de sus collares y sus pulseras, sentada con Jaime en la terraza. No hizo preguntas,
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Isabel Allende 147 porque estaba acostumbrado a ver gente extraña a la familia viviendo bajo su propio techo.
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El conde
Capítulo VIII
Ese período habría quedado sumido en la confusión de los recuerdos antiguos y desdibujados por el tiempo, a no ser por las cartas que intercambiaron Clara y Blanca. Esa nutrida correspondencia preservó los acontecimientos, salvándolos de la nebulosa de los hechos improbables. Desde la primera carta que recibió de su hija, después de su matrimonio, Clara pudo adivinar que la separación con Blanca no sería por mucho tiempo. Sin decirle a nadie, arregló una de las más asoleadas y amplias habitaciones de la casa, para esperarla. Allí instaló la cuna de bronce donde había criado a sus tres hijos.
Blanca nunca pudo explicar a su madre las razones por las cuales había aceptado casarse, porque ni ella misma las sabía. Analizando el pasado, cuando ya era una mujer madura, llegó a la conclusión de que la causa principal fue el miedo que sentía por su padre. Desde que era una criatura de pecho había conocido la fuerza irracional de su ira y estaba acostumbrada a obedecerle. Su embarazo y la noticia de que Pedro Tercero estaba muerto terminaron por decidirla; sin embargo, se propuso desde el momento que aceptó el enlace con Jean de Satigny que jamás consumaría el matrimonio. Iba a inventar toda suerte de argumentos para postergar la unión, pretextando al comienzo los malestares propios de su estado y después buscaría otros, segura de que sería mucho más fácil manejar a un marido como el conde, que usaba calzado de cabritilla, se ponía barniz en las uñas y estaba dispuesto a casarse con una mujer preñada por otro, que oponerse a un padre como Esteban Trueba. De dos males, eligió el que le pareció menor. Se dio cuenta que entre su padre y el conde francés había un arreglo comercial en el que ella no tenía nada que decir. A cambio de un apellido para su nieto, Trueba dio a Jean de Satigny una dote suculenta y la promesa de que algún día recibiría una herencia. Blanca se prestó para la negociación, pero no estaba dispuesta a entregar a su marido ni su amor ni su intimidad, porque seguía amando a Pedro Tercero García, más por la fuerza del hábito, que por la esperanza de volverlo a ver.
Blanca y su flamante marido pasaron la primera noche de casados en la cámara nupcial del mejor hotel de la capital, que Trueba hizo llenar de flores para hacerse perdonar por su hija el rosario de violencias con que la había castigado en los últimos meses. Para su sorpresa, Blanca no tuvo necesidad de fingir una jaqueca, porque una vez que se encontraron solos, Jean abandonó el papel de novio que le daba besitos en el cuello y elegía los mejores langostinos para dárselos en la boca, y pareció olvidar por completo sus seductores modales de galán del cine mudo, para transformarse en el hermano que había sido para ella en los paseos del campo, cuando iban a merendar sobre la yerba con la máquina fotográfica y los libros en francés. Jean entró al baño, donde se demoró tanto, que cuando reapareció en la habitación Blanca estaba medio dormida. Creyó estar soñando al ver que su marido se había cambiado el traje de matrimonio por un pijama de seda negra y un batín de terciopelo pompeyano, se había puesto una red para sujetar el impecable ondulado de su peinado y olía intensamente a colonia inglesa. No parecía tener ninguna impaciencia amatoria. Se sentó a su lado en la cama y le acarició la mejilla con el mismo gesto un poco burlón que ella había La casa de los espíritus
Isabel Allende 149 visto en otras ocasiones, y luego procedió a explicar, en su relamido español desprovisto de erres, que no tenía ninguna inclinación especial por el matrimonio, puesto que era un hombre enamorado solamente de las artes, las letras y las curiosidades científicas, y que, por lo tanto, no intentaba molestarla con requerimientos de marido, de modo que podrían vivir juntos, pero no revueltos, en perfecta armonía y buena educación. Aliviada, Blanca le tiró los brazos al cuello y lo besó en ambas mejillas.
-¡Gracias, Jean! -exclamó.
-No hay de qué -replicó él cortésmente.
Se acomodaron en la gran cama de falso estilo Imperio, comentando los pormenores de la fiesta y haciendo planes para su vida futura.
-¿No te interesa saber quién es el padre de mi hijo? -preguntó Blanca.
-Yo lo soy -respondió Jean besándola en la frente.
Se durmieron cada uno para su lado, dándose la espalda. A las cinco de la mañana
Blanca despertó con el estómago revuelto debido al olor dulzón de las flores con que Esteban Trucha había decorado la cámara nupcial. Jean de Satigny la acompañó al baño, le sostuvo la frente mientras se doblaba sobre el excusado, la ayudó a acostarse y sacó las flores al pasillo. Después se quedó desvelado el resto de la noche leyendo La filosofía del tocador, del marqués de Sade, mientras Blanca suspiraba entre sueños que era estupendo estar casada con un intelectual.
Al día siguiente Jean fue al banco a cambiar un cheque de su suegro y pasó casi todo el día recorriendo las tiendas del centro para comprarse el ajuar de novio que consideró apropiado para su nueva posición económica. Entretanto, Blanca, aburrida de aguardarlo en el hall del hotel, decidió ir a visitar a su madre. Se colocó su mejor sombrero de mañana y partió en un coche de alquiler a la gran casa de la esquina, donde el resto de su familia estaba almorzando en silencio, todavía rencorosos y cansados por los sobresaltos de la boda y la resaca de las últimas peleas. Al verla entrar al comedor, su padre dio un grito de horror.
-¡Qué hace aquí, hija! -rugió.
-Nada… vengo a verlos… -murmuró Blanca aterrada.
-¡Está loca! ¿No se da cuenta que si alguien la ve, van a decir que su marido la devolvió en plena luna de miel? ¡Van a decir que no era virgen!
-Es que no lo era, papá.
Esteban estuvo a punto de cruzarle la cara de un bofetón, pero Jaime se puso por delante con tanta determinación, que se limitó a insultarla por su estupidez. Clara, inconmovible, llevó a Blanca hasta una silla y le sirvió un plato de pescado frío con salsa de alcaparras. Mientras Esteban seguía gritando y Nicolás iba a buscar el coche para devolverla a su marido, ellas dos cuchicheaban como en los viejos tiempos. Esa misma tarde Blanca y Jean tomaron el tren que los llevó al puerto. Allí se embarcaron en un transatlántico inglés. Él vestía un pantalón de lino blanco y una chaqueta azul de corte marinero, que combinaban a la perfección con la falda azul y la chaqueta blanca del traje sastre de su mujer. Cuatro días más tarde, el buque los depositó en la más olvidada provincia del Norte, donde sus elegantes ropas de viaje y sus maletas de cocodrilo pasaron desapercibidas en el bochornoso calor seco de la hora de la siesta. Jean de Satigny acomodó provisoriamente a su esposa en un hotel y se dio a la tarea de buscar un alojamiento digno de sus nuevos ingresos. A las veinticuatro horas la pequeña sociedad provinciana estaba enterada que había un conde auténtico entre ellos. Eso facilitó mucho las cosas para Jean. Pudo alquilar una
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antigua mansión que había pertenecido a una de las grandes fortunas de los tiempos
del salitre, antes que se inventara el sustituto sintético que envió toda la región al carajo. La casa estaba algo mustia y abandonada, como todo lo demás por allí, necesitaba algunas reparaciones, pero conservaba intacta su dignidad de antaño y su encanto de fin de siglo. El conde la decoró a su gusto, con un refinamiento equívoco y decadente que sorprendió a Blanca, acostumbrada a la vida de campo y a la sobriedad clásica de su padre. Jean colocó sospechosos jarrones de porcelana china que en lugar de flores contenían plumas teñidas de avestruz, cortinas de damasco con drapeados y borlas, almohadones con flecos y pompones, muebles de todos los estilos, arrimos dorados, biombos y unas increíbles lámparas de pie, sostenidas por estatuas de loza representando negros abisinios en tamaño natural, semidesnudos, pero con babuchas y turbantes. La casa siempre estaba con las cortinas corridas, en una tenue penumbra que lograba detener la luz implacable del desierto. En los rincones Jean puso pebeteros orientales donde quemaba yerbas perfumadas y palitos de incienso que al comienzo le revolvían el estómago a Blanca, pero pronto se acostumbró. Contrató varios indios para su servicio, además de una gorda monumental que hacía el oficio de la cocina, a quien entrenó para preparar las salsas muy aliñadas que a él le gustaban, y una mucama coja y analfabeta para atender a Blanca. A todos puso vistosos uniformes de opereta, pero no pudo ponerles zapatos, porque estaban habituados a andar descalzos y no los resistían. Blanca se sentía incómoda en esa casa y tenía desconfianza de los indios inmutables que la servían desganadamente y parecían burlarse a sus espaldas. A su alrededor circulaban como espíritus, deslizándose sin ruido por las habitaciones, casi siempre desocupados y aburridos. No respondían cuando ella les hablaba como si no comprendieran el castellano, y entre sí hablaban en susurros o en dialectos del altiplano. Cada vez que Blanca comentaba con su marido las extrañas cosas que veía entre los sirvientes, él decía que eran costumbres de indios y que no había que hacerles caso. Lo mismo contestó Clara por carta cuando ella le contó que un día vio a uno de los indios equilibrándose en unos sorprendentes zapatos antiguos con tacón torcido y lazo de terciopelo, donde los anchos pies callosos del hombre se mantenían encogidos. «El calor del desierto, el embarazo y tu deseo inconfesado de vivir como una condesa, de acuerdo a la alcurnia de tu marido, te hacen ver visiones, hijita», escribió Clara en broma, y agregó que el mejor remedio contra los zapatos Luis XV era una ducha fría y una infusión de manzanilla. Otra vez Blanca encontró en su plato una pequeña lagartija muerta que estuvo a punto de llevarse a la boca. Apenas se repuso del susto y consiguió sacar la voz, llamó a gritos a la cocinera y le señaló el plato con un dedo tembloroso. La cocinera se aproximó bamboleando su inmensidad de grasa y sus trenzas negras, y tomó el plato sin comentarios. Pero en el momento de volverse, Blanca creyó sorprender un guiño de complicidad entre su marido y la india. Esa noche se quedó despierta hasta muy tarde, pensando en lo que había visto, hasta que al amanecer llegó a la conclusión de que lo había imaginado. Su madre tenía razón: el calor y el embarazo la estaban trastornando.
Los cuartos más apartados de la casa fueron destinados a la manía de Jean por la fotografía. Allí instaló sus lámparas, sus trípodes, sus máquinas. Rogó a Blanca que no entrara jamás sin autorización a lo que bautizó «el laboratorio», porque, según explicó, se podían velar las placas con la luz natural. Puso llave a la puerta y andaba con ella colgando de una leontina de oro, precaución del todo inútil, porque su mujer no tenía prácticamente ningún interés en lo que la rodeaba y mucho menos en el arte de la fotografía.
A medida que engordaba, Blanca iba adquiriendo una placidez oriental contra la cual se estrellaron los intentos de su marido por incorporarla a la sociedad, llevarla a fiestas, pasearla en coche o entusiasmarla por la decoración de su nuevo hogar.
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Pesada, torpe, solitaria y con un cansancio perenne, Blanca se refugió en el tejido y en el bordado. Pasaba gran parte del día durmiendo y en sus horas de vigilia fabricaba minúsculas piezas de ropa para un ajuar rosado, porque estaba segura que daría a luz una niña. Tal como su madre con ella, desarrolló un sistema de comunicación con la criatura que estaba gestando y fue volcándose hacia su interior en un silencioso e ininterrumpido diálogo. En sus cartas describía su vida retirada y melancólica y se refería a su esposo con ciega simpatía, como un hombre fino, discreto y considerado. Así fue estableciendo, sin proponérselo, la leyenda de que Jean de Satigny era casi un príncipe, sin mencionar el hecho de que aspiraba cocaína por la nariz y fumaba opio por las tardes, porque estaba segura que sus padres no sabrían comprenderlo. Disponía de toda un ala de la mansión para ella. Allí había arreglado sus cuarteles y allí amontonaba todo lo que estaba preparando para la llegada de su hija. Jean decía que cincuenta niños no alcanzarían a ponerse toda esa ropa y jugar con esa cantidad de juguetes, pero la única diversión que Blanca tenía era salir a recorrer el reducido comercio de la ciudad y comprar todo lo que veía en color de rosa para bebé. El día se le iba en bordar mantillas, tejer zapatitos de lana, decorar canastillos, ordenar las pilas de camisas, de baberos, de pañales, repasar las sábanas bordadas. Después de la siesta escribía a su madre y a veces a su hermano Jaime y cuando el sol se ponía y refrescaba un poco, iba a caminar por los alrededores para desentumecer las piernas. En la noche se reunía con su esposo en el gran comedor de la casa, donde los negros de loza, parados en sus rincones, iluminaban la escena con su luz de prostíbulo. Se sentaban uno en cada extremo de la mesa, puesta con mantel largo, cristalería y vajilla completa, y adornada con flores artificiales, porque en esa región inhóspita no las había naturales. Los servía siempre el mismo indio impasible y silencioso, que mantenía en la boca rodando en permanencia la verde bola de hojas de coca con que se sustentaba. No era un sirviente común y no cumplía ninguna función específica dentro de la organización doméstica. Tampoco era su fuerte servir la mesa, ya que no dominaba ni fuentes ni cubiertos y terminaba por tirarles la comida de cualquier modo. Blanca tuvo que indicarle en alguna ocasión que por favor no agarrara las papas con la mano para ponérselas en el plato. Pero Jean de Satigny lo estimaba por alguna misteriosa razón y lo estaba entrenando para que fuera su ayudante en el laboratorio. -Si no puede hablar como un cristiano, menos podrá tomar retratos -observó Blanca cuando se enteró.
Aquel indio fue el que Blanca creyó ver luciendo tacones Luis XV
Los primeros meses de su vida de casada transcurrieron apacibles y aburridos. La tendencia natural de Blanca al aislamiento y la soledad se acentuó. Se negó a la vida social y Jean de Satigny acabó por ir solo a las numerosas invitaciones que recibían. Después, cuando llegaba a la casa, se burlaba frente a Blanca de la cursilería de esas familias antañosas y rancias donde las señoritas andaban con chaperona y los caballeros usaban escapulario. Blanca pudo hacer la vida ociosa para la cual tenía vocación, mientras su marido se dedicaba a esos pequeños placeres que sólo el dinero puede pagar y a los que había tenido que renunciar por tan largo tiempo. Salía todas las noches a jugar al casino y su mujer calculó que debía perder grandes sumas de dinero, porque al final del mes había invariablemente una fila de acreedores en la puerta. Jean tenía una idea muy peculiar sobre la economía doméstica. Se compró un automóvil último modelo, con asientos forrados en piel de leopardo y perillas doradas, digno de un príncipe árabe, el más grande y ostentoso que se había visto nunca por esos lados. Estableció una red de contactos misteriosos que le permitieron comprar antigüedades, especialmente porcelana francesa de estilo barroco, por la cual sentía debilidad. También metió en el país cajones de licores finos que pasaba por la aduana sin problemas. Sus contrabandos entraban a la casa por la puerta de servicio y salían
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intactos por la puerta principal rumbo a otros sitios, donde Jean los consumía en parrandas secretas o bien vendía a un precio exorbitante. En la casa no recibían visitas y a las pocas semanas las señoras de la localidad dejaron de llamar a Blanca. Se había corrido el rumor que era orgullosa, altanera y de mala salud, lo cual aumentó la simpatía general por el conde francés, quien adquirió fama de marido paciente y sufrido.
Blanca se llevaba bien con su esposo. Las únicas oportunidades en que discutían era cuando ella intentaba averiguar sobre las finanzas familiares. No podía explicarse que Jean se diera el lujo de comprar porcelana y pasear en ese vehículo atigrado, si no le alcanzaba el dinero para pagar la cuenta del chino del almacén ni los sueldos de los numerosos sirvientes. Jean se negaba a hablar del asunto, con el pretexto de que ésas eran responsabilidades propiamente masculinas y que ella no tenía necesidad de llenar su cabecita de gorrión con problemas que no estaba en capacidad de comprender. Blanca supuso que la cuenta de Jean de Satigny con Esteban Trueba tenía fondos ilimitados y ante la imposibilidad de llegar a un acuerdo con él, acabó por desentenderse de esos problemas. Vegetaba como una flor de otro clima, dentro de esa casa enclavada en arenales, rodeada de indios insólitos que parecía existir en otra dimensión, sorprendiendo a menudo pequeños detalles que la inducían a dudar de su propia cordura. La realidad le parecía desdibujada, como si aquel sol implacable que borraba los colores también hubiera deformado las cosas que la rodeaban y hubiera convertido a los seres humanos en sombras sigilosas.
En el sopor de esos meses, Blanca, protegida por la criatura que crecía en su interior, olvidó la magnitud de su desgracia. Dejó de pensar en Pedro Tercero García con la apremiante urgencia con que lo hacía antes y se refugió en recuerdos dulces y desteñidos que podía evocar en todo momento. Su sensualidad estaba adormecida y en las raras ocasiones en que meditaba sobre su desafortunado destino, se complacía imaginándose a sí misma flotando en una nebulosa, sin penas y sin alegrías, alejada de las cosas brutales de la vida, aislada, con su hija como única compañía. Llegó a pensar que había perdido para siempre la capacidad de amar y que el ardor de su carne se había acallado definitivamente. Pasaba interminables horas contemplando el paisaje pálido que se extendía delante de su ventana. La casa quedaba en el límite de la ciudad, rodeada por algunos árboles raquíticos que resistían el acoso implacable del desierto. Por el lado norte, el viento destruía toda forma de vegetación y se podía ver la inmensa planicie de dunas y cerros lejanos temblando en la reverberación de la luz. En el día la agobiaba el sofoco de ese sol de plomo y por las noches temblaba de frío entre las sábanas de su cama, defendiéndose de la heladas con bolsas de agua caliente y chales de lana. Miraba el cielo desnudo y límpido buscando el vestigio de una nube, con la esperanza de que alguna vez cayera una gota de lluvia que aliviara la oprimente aspereza de ese valle lunar. Los meses transcurrían inmutables, sin más diversión que las cartas de su madre, en las que le contaba de la campaña política de su padre, de las locuras de Nicolás, de las extravagancias de Jaime, que vivía como un cura pero andaba con ojos enamorados. Clara le sugirió, en una de sus cartas, que para tener las manos ocupadas, volviera a sus Nacimientos. Ella lo intentó. Se hizo mandar la arcilla especial que estaba acostumbrada a usar en Las Tres Marías, organizó su taller en la parte posterior de la cocina y puso a un par de indios a construir un horno para cocer las figuras de cerámica. Pero Jean de Satigny se burlaba de su afán artístico, diciendo que si era para mantener las manos ocupadas, mejor tejía botines y aprendía a hacer pastelitos de hojaldre. Ella terminó por abandonar su trabajo, no tanto por los sarcasmos de su marido, sino porque le resultó imposible competir con la alfarería antigua de los indios. La casa de los espíritus
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Jean había organizado su negocio con la misma tenacidad que antes empleó en el asunto de las chinchillas, pero con más éxito. Aparte de un sacerdote alemán que llevaba treinta años recorriendo la región para desenterrar el pasado de los incas, nadie más se había preocupado de esas reliquias, por considerarlas carentes de valor comercial. El Gobierno prohibía el tráfico de antigüedades indígenas y había entregado una concesión general al cura, quien estaba autorizado para requisar las piezas y llevarlas al museo. Jeán las vio por primera vez en las polvorientas vitrinas del museo. Pasó dos días con el alemán, quien feliz de encontrar después de tantos años a una persona interesada en su trabajo, no tuvo reparos en revelar sus vastos conocimientos. Así se enteró de la forma como se podía precisar el tiempo que llevaban enterrados, aprendiendo a diferenciar las épocas y los estilos, descubrió el modo de ubicar los cementerios en el desierto por medio de señales invisibles al ojo civilizado y llegó finalmente a la conclusión de que si bien esos cacharros no tenían el dorado esplendor de las tumbas egipcias, al menos tenían su mismo valor histórico. Una vez que obtuvo toda la información que necesitaba, organizó sus cuadrillas de indios para desenterrar cuanto hubiera escapado al celo arqueológico del cura. Los magníficos huacos, verdes por la pátina del tiempo, empezaron a llegar a su casa disimulados en bultos de indios y alforjas de llamas, llenando rápidamente los lugares secretos dispuestos para ellos. Blanca los veía amontonarse en los cuartos y quedaba maravillada por sus formas. Los sostenía en las manos, acariciándolos como hipnotizada y cuando los embalaban en paja y papel para enviarlos a destinos lejanos y desconocidos, se sentía acongojada. Esa alfarería le parecía demasiado hermosa. Sentía que los monstruos de sus Nacimientos no podían estar bajo el mismo techo que los huacos, y por eso, más que por ninguna otra razón, abandonó su taller. El negocio de las gredas indígenas era secreto, puesto que eran patrimonio histórico de la nación. Trabajaban para Jean de Satigny varias cuadrillas de indios que habían llegado allí deslizándose clandestinamente por los intrincados pasos de la frontera. No tenían documentos que los acreditaran como seres humanos, eran silenciosos, toscos e impenetrables. Cada vez que Blanca preguntaba de dónde salían esos seres que aparecían súbitamente en su patio, le respondían que eran primos del que servía la mesa y, en efecto, todos se parecían. No duraban mucho en la casa. La mayor parte del tiempo estaban en el desierto, sin más equipaje que una pala para excavar la arena y una bola de coca en la boca para mantenerse vivos. A veces tenían la suerte de encontrar las ruinas semienterradas en un pueblo de los incas y en poco tiempo llenaban las bodegas de la casa con lo que robaban en sus excavaciones. La búsqueda, transporte y comercialización de esta mercadería se hacía en forma tan cautelosa, que Blanca no tuvo la menor duda de que había algo ilegal detrás de las actividades de su marido. Jean le explicó que el Gobierno era muy susceptible respecto a los cántaros mugrientos y los míseros collares de piedrecitas del desierto y que para evitar tramitaciones eternas de la burocracia oficial, prefería negociarlos a su modo. Los sacaba del país en cajas selladas con etiquetas de manzanas, gracias a la complicidad interesada de algunos inspectores de la aduana.
Todo eso a Blanca la tenía sin cuidado. Sólo la preocupaba el asunto de las momias. Estaba familiarizada con los muertos, porque había pasado toda su vida en estrecho contacto con ellos a través de la mesa de tres patas, donde su madre los invocaba. Estaba acostumbrada a ver sus siluetas transparentes paseando por los corredores de la casa de sus padres, metiendo ruido en los roperos y apareciendo en los sueños para pronosticar desgracias o los premios de la lotería. Pero las momias eran diferentes. Esos seres encogidos, envueltos en trapos que se deshacían en hilachas polvorientas, con sus cabezas descarnadas y amarillas, sus manitas arrugadas, sus párpados cosidos, sus pelos ralos en la nuca, sus eternas y terribles sonrisas sin labios, su olor a
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rancio y ese aire triste y pobretón de los cadáveres antiguos, le revolvían el alma. Eran escasas. Muy rara vez llegaban los indios con alguna. Lentos e inmutables, aparecían por la casa cargando una gran vasija sellada de barro cocido. Jean la abría cuidadosamente en una habitación con todas las puertas y ventanas cerradas, para que el primer soplo de aire no la convirtiera en polvo de ceniza. En el interior de la vasija aparecía la momia, como el hueso de un fruto extraño, encogida en posición fetal, envuelta en sus harapos, acompañada por sus miserables tesoros de collares de dientes y muñecos de trapo. Eran mucho más apreciadas que los demás objetos que sacaban de las tumbas, porque los coleccionistas privados y algunos museos extranjeros las pagaban muy bien. Blanca se preguntaba qué tipo de persona podía coleccionar muertos y dónde los pondría. No podía imaginar una momia como parte del decorado de un salón, pero Jean de Satigny le decía que acomodadas en una urna de cristal, podían ser más valiosas que cualquier obra de arte para un millonario europeo. Las momias eran difíciles de colocar en el mercado, transportar y pasar por la aduana, de modo que a veces permanecían varias semanas en las bodegas de la casa, esperando su turno para emprender el largo viaje al extranjero. Blanca soñaba con ellas, tenía alucinaciones, creía verlas andar por los corredores en la punta de los pies, pequeñas como gnomos solapados y furtivos. Cerraba la puerta de su habitación, metía la cabeza debajo de las sábanas y pasaba horas así, temblando, rezando y llamando a su madre con la fuerza del pensamiento. Se lo contó a Clara en sus cartas y ésta respondió que no debía temer a los muertos, sino a los vivos, porque a pesar de su mala fama, nunca se supo que las momias atacaran a nadie; por el contrario, eran de naturaleza más bien tímida. Fortalecida por los consejos de su madre, Blanca decidió espiarlas. Las esperaba silenciosamente, vigilando por la puerta entreabierta de su habitación. Pronto tuvo la certeza de que se paseaban por la casa, arrastrando sus patitas infantiles por las alfombras, cuchicheando como escolares, empujándose, pasando todas las noches en pequeños grupos de dos o tres, siempre en dirección al laboratorio fotográfico de Jean de Satigny. A veces creía oír unos gemidos lejanos de ultratumba y sufría arrebatos incontrolables de terror, llamaba a gritos a su marido, pero nadie acudía y ella tenía demasiado miedo para cruzar toda la casa y buscarlo. Con la salida de los primeros rayos del sol, Blanca recuperaba la cordura y el control de sus nervios atormentados, se daba cuenta que sus angustias nocturnas eran fruto de la imaginación febril que había heredado de su madre y se tranquilizaba, hasta que volvían a caer las sombras de la noche y recomenzaba su ciclo de espanto. Un día no soportó más la tensión que sentía a medida que se acercaba la noche y decidió hablar de las momias con Jean. Estaban cenando. Cuando ella le contó de los paseos, los susurros y los gritos sofocados, Jean de Satigny se quedó petrificado, con el tenedor en la mano y la boca abierta. El indio que iba entrando al comedor con la bandeja, dio un traspié y el pollo asado rodó debajo de una silla. Jean desplegó todo su encanto, firmeza y sentido de la lógica, para convencerla de que le estaban fallando los nervios y que nada de eso ocurría en realidad, sino que era producto de su sobresaltada fantasía. Blanca fingió aceptar su razonamiento, pero le pareció muy sospechosa la vehemencia de su marido que habitualmente no prestaba atención a sus problemas, así como la cara del sirviente, que por una vez perdió su inmutable expresión de ídolo y se le desorbitaron un poco los ojos. Decidió entonces para sus adentros que había llegado la hora de investigar a fondo el asunto de las momias trashumantes. Esa noche se despidió temprano, después de anunciar a su marido qi te pensaba tomar un tranquilizante para dormir. En su lugar bebió una taza grande de café negro y se apostó junto a su puerta, dispuesta a pasar muchas horas de vigilia.
Sintió los primeros pasitos alrededor de la medianoche. Abrió la puerta con mucha cautela y asomó la cabeza, en el preciso instante en que una pequeña figura
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Isabel Allende 155 agazapada pasaba por el fondo del corredor. Esta vez estaba segura de que no lo había soñado, pero debido al peso de su vientre, necesitó casi un minuto para alcanzar el corredor. La noche estaba fría y soplaba la brisa del desierto, que hacía crujir los viejos artesonados de la casa e hinchaba las cortinas como negras velas en alta mar. Desde pequeña, cuando escuchaba los cuentos de cucos de la Nana en la cocina, temía a la oscuridad, pero no se atrevió a encender las luces para no espantar a las pequeñas momias en sus erráticos paseos.
De pronto rompió el espeso silencio de la noche un grito ronco, amortiguado, como si saliera del fondo de un ataúd o al menos eso pensó Blanca. Comenzaba a ser víctima de la morbosa fascinación de las cosas de ultratumba. Se inmovilizó, con el corazón a punto de saltarle por la boca, pero un segundo gemido la sacó del ensimismamiento, dándole faenas para avanzar hasta la puerta del laboratorio de Jean de Satigny. Trató de abrirla, pero estaba con llave. Pegó la cara a la puerta y entonces sintió claramente murmullos, gritos sofocados y risas, y ya no tuvo dudas de que algo estaba ocurriendo con las momias. Regresó a su habitación confortada por la convicción de que no eran sus nervios los que estaban fallando, sino que algo atroz ocurría en el antro secreto de su marido.
Al día siguiente, Blanca esperó que Jean de Satigny terminara su meticuloso aseo personal, desayunara con su parsimonia habitual, leyera su periódico hasta la última página y finalmente saliera en su diario paseo matinal, sin que nada en su plácida indiferencia de futura madre, delatara su feroz determinación. Cuando Jean salió, ella llamó al indio de los tacones altos y por primera vez le dio una orden. -Anda a la ciudad y me compras papayas confitadas -ordenó secamente. El indio se fue con el trote lento de los de su raza y ella se quedó en la casa con los otros sirvientes, a quienes temía mucho menos que a ese extraño individuo de inclinaciones cortesanas. Supuso que disponía de un par de horas antes que regresara, de modo que decidió no apurarse y actuar con serenidad. Estaba resuelta a aclarar el misterio de las momias furtivas. Se dirigió al laboratorio, segura de que a plena luz de la mañana las momias no tendrían ánimo para hacer payasadas y deseando que la puerta estuviera sin llave, pero la encontró cerrada, como siempre. Probó todas las llaves que tenía, pero ninguna sirvió. Entonces tomó el más grande cuchillo de la cocina, lo metió en el quicio de la puerta y empezó a forcejear hasta que saltó en pedazos la madera reseca del marco y así pudo soltar la chapa y abrir la puerta. El daño que le hizo a la puerta era indisimulable y comprendió que cuando su marido lo viera, tendría que ofrecer alguna explicación razonable, pero se consoló con el argumento de que como dueña de la casa, tenia derecho a saber lo que estaba ocurriendo bajo su techo. A pesar de su sentido práctico, que había resistido inconmovible más de veinte años el baile de la mesa de tres patas y oír a su madre pronosticar lo impronosticable, al cruzar el umbral del laboratorio, Blanca estaba temblando.
A tientas buscó el interruptor y encendió la luz. Se encontró en una espaciosa habitación con los muros pintados de negro y gruesas cortinas del mismo color en las ventanas, por donde no se colaba ni el más débil rayo de luz. El suelo estaba cubierto de gruesas alfombras oscuras y por todos lados vio los focos, las lámparas y las pantallas que había visto usar a Jean por primera vez durante el funeral de Pedro García, el viejo, cuando le dio por tomar retratos de los muertos y de los vivos, hasta que puso a todo el mundo en ascuas y los campesinos terminaron pateando las placas en el suelo. Miró a su alrededor desconcertada: estaba dentro de un escenario fantástico. Avanzó sorteando baúles abiertos que contenían ropajes emplumados de todas las épocas, pelucas rizadas y sombreros ostentosos, se detuvo ante un trapecio
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Isabel Allende 156 dorado suspendido del techo, donde colgaba un muñeco desarticulado de proporciones humanas, vio en un rincón una llama embalsamada, sobre las mesas botellas de licores ambarinos y en el suelo pieles de animales exóticos. Pero lo que más la sorprendió fueron las fotografías. Al verlas se detuvo estupefacta. Las paredes del estudio de Jean Satigny estaban cubiertas de acongojantes escenas eróticas que revelaban la oculta naturaleza de su marido.
Blanca era de reacciones lentas y tardó un buen rato en asimilar lo que estaba viendo, porque carecía de experiencia en esos asuntos. Conocía el placer como una última y preciosa etapa en el largo camino que había recorrido con Pedro Tercero, por donde había transitado sin prisa, con buen humor, en el marco de los bosques, los trigales, el río, bajo un inmenso cielo, en el silencio del campo. No alcanzó a tener las inquietudes propias de la adolescencia. Mientras sus compañeras en el colegio leían á escondidas novelas prohibidas con imaginarios galanes apasionados y vírgenes ansiosas por dejar de serlo, ella se sentaba a la sombra de los ciruelos en el patio de las monjas, cerraba los ojos y evocaba con total precisión la magnífica realidad de Pedro Tercero García encerrándola en sus brazos, recorriéndola con sus caricias y arrancándole de lo más profundo los mismos acordes que podía sacar a la guitarra. Sus instintos se vieron satisfechos tan pronto despertaron y no se le había ocurrido que la pasión pudiera tener otras formas. Esas escenas desordenadas y tormentosas eran una verdad mil veces más desconcertante que las momias escandalosas que había esperado encontrar.
Reconoció los rostros de los sirvientes de la casa. Allí estaba toda la corte de los incas, desnuda como Dios la puso en el mundo, o mal cubierta por teatrales ropajes. Vio el insondable abismo entre los muslos de la cocinera, a la llama embalsamada cabalgando sobre la mucama coja y al indio impertérrito que le servía la mesa, en cueros como un recién nacido, lampiño y paticorto, con su inconmovible rostro de piedra y su desproporcionado pene en erección.
Por un interminable instante, Blanca se quedó suspendida en su propia incertidumbre, hasta que la venció el horror. Procuró pensar con lucidez. Entendió lo que Jean de Satigny había querido decir la noche de bodas, cuando le explicó que no se sentía inclinado por la vida matrimonial. Vislumbró también el siniestro poder del indio, la burla solapada de los sirvientes y se sintió prisionera en la antesala del infierno. En ese momento la niña se movió en su interior y ella se estremeció, como si hubiera sonado una campana de alerta.
-¡Mi hija! ¡Debo sacarla de aquí! -exclamó abrazándose el vientre.
Salió corriendo del laboratorio, cruzó toda la casa como una exhalación y llegó a la calle, donde el calor de plomo y la despiadada luz del mediodía le devolvieron el sentido de la realidad. Comprendió que no podría llegar muy lejos a pie con su barriga de nueve meses. Regresó a su habitación, tomó todo el dinero que pudo encontrar, hizo un atadito con algunas ropas del suntuoso ajuar que había preparado y se dirigió a la estación.
Sentada en un tosco banco de madera en el andén, con su bulto en el regazo y los ojos espantados, Blanca esperó durante horas la llegada del tren, rezando entre dientes para que el conde, al volver a la casa y ver el destrozo en la puerta del laboratorio, no la buscara hasta dar con ella y obligarla a entrar en el maléfico reino de los incas, para que se apresurara el ferrocarril y por una vez cumpliera su horario, para que pudiera llegar a la casa de sus padres antes que la criatura que le estrujaba las entrañas y le pateaba las costillas anunciara su venida al mundo, para que le alcanzaran las fuerzas para ese viaje de dos días sin descanso y para que su deseo de
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Isabel Allende 157 vivir fuera más poderoso que esa terrible desolación que comenzaba a embargarla. Apretó los dientes y esperó.
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La niña Alba
Capítulo IX
Alba nació parada, lo cual es signo de buena suerte. Su abuela Clara buscó en su espalda y encontró una mancha en forma de estrella que caracteriza a los seres que nacen capacitados para encontrar la felicidad. «No hay que preocuparse por esta niña. Tendrá buena suerte y será feliz. Además tendrá buen cutis, porque eso se hereda y a mi edad, no tengo arrugas y jamás me salió un grano», dictaminó Clara al segundo día del nacimiento. Por esas razones no se preocuparon de prepararla para la vida, ya que los astros se habían combinado para dotarla de tantos dones. Su signo era Leo. Su abuela estudió su carta astral y anotó su destino con tinta blanca en un álbum de papel negro, donde pegó también unos mechones verdosos de su primer pelo, las uñas que le cortó al poco tiempo de nacer y varios retratos que permiten apreciarla tal como era: un ser extraordinariamente pequeño, casi calvo, arrugado y pálido, sin más signo de inteligencia humana que sus negros ojos relucientes, con una sabia expresión de ancianidad desde la cuna. Así los tenía su verdadero padre. Su madre quería llamarla Clara, pero su abuela no era partidaria de repetir los nombres en la familia, porque eso siembra confusión en los cuadernos de anotar la vida. Buscaron un nombre en un diccionario de sinónimos y descubrieron el suyo, que es el último de una cadena de palabras luminosas que quieren decir lo mismo. Años después Alba se atormentaba pensando que cuando ella tuviera una hija, no habría otra palabra con el mismo significado que pudiera servirle de nombre, pero Blanca le dio la idea de usar lenguas extranjeras, lo que ofrece una amplia variedad.
Alba estuvo a punto de nacer en un tren de trocha angosta, a las tres de la tarde, en medio del desierto. Eso habría sido fatal para su carta astrológica. Afortunadamente, pudo sujetarse dentro de su madre varias horas más y alcanzó a nacer en la casa de sus abuelos, el día, la hora y en el lugar exactos que más convenían a su horóscopo. Su madre llegó a la gran casa de la esquina sin previo aviso, desgreñada, cubierta de polvo, ojerosa y doblada en dos por el dolor de las contracciones con que Alba pujaba por salir, tocó la puerta con desesperación y cuando le abrieron, cruzó como una tromba, sin detenerse hasta el costurero, donde Clara estaba terminando el último primoroso vestido para su futura nieta. Allí Blanca se desplomó, después de su largo viaje, sin alcanzar a dar ninguna explicación, porque el vientre le reventó con un hondo suspiro líquido y sintió que toda el agua del mundo corría entre sus piernas con un gorgoriteo furioso. A los gritos de Clara acudieron los sirvientes y Jaime, que en esos días estaba siempre en la casa rondando a Amanda. La trasladaron a la habitación de Clara y mientras la acomodaban sobre la cana k, le arrancaban a tirones la ropa del cuerpo, Alba comenzó a asomar su minúscula humanidad. Su río Jaime, que había asistido a algunos partos en el hospital, la ayudó a nacer, agarrándola firmemente de las nalgas con la mano derecha, mientras con los dedos de la mano izquierda tanteaba en la oscuridad, buscando el cuello de la criatura, para separar el cordón umbilical que la estrangulaba. Entretanto Amanda, que llegó corriendo, atraída por el alboroto, apretaba el vientre a Blanca con todo el peso de su cuerpo y Clara, inclinada sobre el rostro sufriente de su hija, le acercaba a la nariz un colador de té cubierto con un trapo, donde destilaban unas gotas de éter. Alba nació con rapidez. Jaime le quitó el cordón del cuello, la sostuvo en el aire boca abajo y de dos sonoras bofetadas la inició
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Isabel Allende 159 en el sufrimiento de la vida y la mecánica de la respiración, pero Amanda, que había leído sobre las costumbres de las tribus africanas v predicaba la vuelta a la naturaleza, le arrebató la recién nacida de las enanos y la colocó amorosamente sobre el vientre tibio de su madre, donde encontró algún consuelo a la tristeza de nacer. Madre e hija permanecieron descansando, desnudas y abrazadas, mientras los demás limpiaban los vestigios del parto v se afanaban con las sábanas nuevas y los primeros pañales. En la emoción de esos momentos, nadie se fijó en la puerta entreabierta del armario, donde el pequeño Miguel observaba la escena paralizado de miedo, grabando para siempre en su memoria la visión del gigantesco globo atravesado de venas y coronado por un ombligo sobresaliente, de donde salió aquel ser amoratado, envuelto en una horrenda tripa azul.
Inscribieron a Alba en el Registro Civil y en los libros de la parroquia, con el apellido francés de su padre, pero ella no llegó a usarlo, porque el de su madre era más fácil de deletrear. Su abuelo, Esteban Trueba, jamás estuvo de acuerdo con ese mal hábito, porque, tal como decía cada vez que le daban la oportunidad, se había tomado muchas molestias para que la niña tuviera un padre conocido y un apellido respetable y no tuviera que usar el de la madre, como si fuera hija de la vergüenza y del pecado. Tampoco permitió que se dudara de la legítima paternidad del conde y siguió esperando, contra toda lógica, que tarde o temprano se notara la elegancia de modales y el fino encanto del francés en la silenciosa y desmañada nieta que deambulaba por su casa. Clara tampoco hizo mención del asunto hasta mucho tiempo después, en una ocasión en que vio a la niña jugando entre las destruidas estatuas del jardín y se dio cuenta de que no se parecía a nadie de la familia y mucho menos a Jean de Satigny. -¿A quién habrá sacado esos ojos de viejo? -preguntó la abuela. -Los ojos son del padre -respondió Blanca distraídamente. -Pedro Tercero García, supongo -dijo Clara.
-Ajá -asintió Blanca.
Fue la única vez que se habló del origen de Alba en el seno de la familia, porque tal como Clara anotó, el asunto carecía por completo de importancia, ya que de todos modos, Jean de Satigny había desaparecido de sus vidas. No volvieron a saber de él y nadie se tomó la molestia de averiguar su paradero, ni siquiera para legalizar la situación de Blanca, que carecía de las libertades de una soltera y tenía todas las limitaciones de una mujer casada, pero no tenía marido. Alba nunca vio un retrato del conde, porque su madre no dejó ningún rincón de la casa sin revisar, hasta destruirlos todos, incluso aquellos en que aparecía de su brazo el día de la boda. Había tomado la decisión de olvidar al hombre con quien se casó y hacer cuenta que nunca existió. No volvió a hablar de él y tampoco ofreció una explicación por su huida del domicilio conyugal. Clara, que había pasado nueve años muda, conocía las ventajas del silencio, de modo que no hizo preguntas a su hija y colaboró en la tarea de borrar a Jean de Satigny de los recuerdos. A Alba le dijeron que su padre había sido un noble caballero, inteligente y distinguido, que tuvo la desgracia de morir de fiebre en el desierto del Norte. Fue uno de los pocos infundios que tuvo que soportar en su infancia, porque en todo lo demás estuvo en estrecho contacto con las prosaicas verdades de la existencia. Su tío Jaime se encargó de destruir el mito de los niños que surgen de los repollos o son transportados desde París por las cigüeñas y su tío Nicolás el de los Reyes Magos, las hadas y los cucos. Alba tenía pesadillas en las que veía la muerte de su padre. Soñaba con un hombre joven, hermoso y enteramente vestido de blanco, con zapatos de charol del mismo color y un sombrero de pajilla, caminando por el desierto a pleno sol. En su sueño, el caminante acortaba el paso, vacilaba, iba más y más lento, tropezaba y caía, se levantaba y volvía a caer, abrasado por el calor, la fiebre y la sed. Se arrastraba de rodillas un trecho sobre las ardientes arenas, pero finalmente quedaba tendido en la inmensidad de aquellas dunas lívidas, con las aves de rapiña
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Isabel Allende 160 revoloteando en círculos sobre su cuerpo inerte. Tantas veces lo soñó, que fue una sorpresa cuando muchos años después tuvo que ir a reconocer el cadáver del que creía su padre, en un depósito de la Morgue Municipal. Entonces Alba era una joven valerosa, de temperamento audaz y acostumbrada a las adversidades, de modo que fue sola. La recibió un practicante de delantal blanco, que la condujo por los largos pasillos del antiguo edificio hasta una sala grande y fría, cuyos muros estaban pintados de gris. El hombre del delantal blanco abrió la puerta de una gigantesca nevera y extrajo una bandeja sobre la cual yacía un cuerpo hinchado, viejo y de color azulado. Alba lo miró con atención, sin encontrar ningún parecido con la imagen que había soñado tantas veces. Le pareció un tipo común y corriente, con aspecto de empleado de Correos, se fijó en sus manos: no eran las de un noble caballero, fino e inteligente, sino las de un hombre que no tiene nada interesante que contar. Pero sus documentos eran una prueba irrefutable de que aquel cadáver azul y triste era Jean de Satigny que no murió de fiebre en las dunas doradas de una pesadilla de infancia, sino simplemente de una apoplejía al cruzar la calle en su vejez. Pero todo eso ocurrió mucho después. En los tiempos en que Clara estaba viva, cuando Alba era todavía una niña, la gran casa de la esquina era un mundo cerrado, donde ella creció protegida hasta de sus propias pesadillas.
Alba no había cumplido aún dos semanas de vida, cuando Amanda se fue de la gran casa de la esquina. Había recuperado sus fuerzas y no tuvo dificultad en adivinar el anhelo en el corazón de Jaime. Tomó a su hermanito de la mano y partió tal como había llegado, sin ruido y sin promesas. La perdieron de vista y el único que pudo buscarla, no quiso hacerlo para no herir a su hermano. Sólo por casualidad Jaime volvió a verla muchos años después, pero entonces ya era tarde para ambos. Después que ella se fue, Jaime ahogó la desesperación en sus estudios y en el trabajo. Regresó a sus antiguos hábitos de anacoreta y no aparecía casi nunca por la casa. No volvió a mencionar el nombre de la joven y se distanció para siempre de su hermano. La presencia de su nieta en la casa dulcificó el carácter de Esteban Trueba. El cambio fue imperceptible, pero Clara lo notó. Lo delataban pequeños síntomas: el brillo de su mirada cuando veía a la niña, los costosos regalos que le traía, la angustia si la oía llorar. Eso, sin embargo, no lo acercó a Blanca. Las relaciones con su hija nunca fueron buenas y desde su funesto matrimonio estaban tan deterioradas, que sólo la cortesía obligatoria impuesta por Clara les permitía vivir bajo el mismo techo. En esa época la casa de los Trueba tenía casi todos los cuartos ocupados y diariamente se ponía la mesa para la familia, los invitados y un puesto de sobra para quien pudiera llegar sin anunciarse. La puerta principal estaba abierta en permanencia, para que entraran y salieran los que vivían de allegados y las visitas. Mientras el senador Trueba procuraba enmendar los destinos de su país, su mujer navegaba hábilmente por las agitadas aguas de la vida social y por las otras, sorprendentes, de su camino espiritual. La edad y la práctica acentuaron la capacidad de Clara para adivinar lo oculto y mover las cosas a la distancia. Los estados de ánimo exaltados la conducían con facilidad a trances en los cuales podía desplazarse sentada en su silla por toda la habitación, como si hubiera un motor oculto bajo el asiento del mueble. En esos días, un joven artista famélico, acogido en la casa por misericordia, pagó su hospedaje pintando el único retrato de Clara que existe. Mucho tiempo después, el misérrimo artista se convirtió en un maestro y hoy el cuadro está en un museo de Londres, como tantas otras obras de arte que salieron del país en la época en que hubo que vender el mobiliario para alimentar a los perseguidos. En la tela puede verse a una mujer madura, vestida de blanco, con el pelo plateado y una dulce expresión de trapecista en el rostro, descansando en una mecedora que está suspendida encima del nivel del suelo, flotando entre cortinas floreadas, un jarrón que vuela invertido y un
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Isabel Allende 161 gato gordo y negro que observa sentado como un gran señor. Influencia de Chagall, dice el catálogo del museo, pero no es así. Corresponde exactamente a la realidad que el artista vivió en la casa de Clara. Ésa fue la época en que actuaban con impunidad las fuerzas ocultas de la naturaleza humana y el buen humor divino, provocando un estado de emergencia y sobresalto en las leyes de la física y la lógica. Las comunicaciones de Clara con las almas vagabundas y con los extraterrestres, ocurrían mediante la telepatía, los sueños y un péndulo que ella usaba para tal fin, sosteniéndolo en el aire sobre un alfabeto que colocaba ordenadamente en la mesa. Los movimientos autónomos del péndulo señalaban las letras y formaban los mensajes en español y esperanto, demostrando así que son los únicos idiomas que interesan a los seres de otras dimensiones, y no el inglés, como decía Clara en sus cartas a los embajadores de las potencias angloparlantes, sin que ellos le contestaran jamás, así como tampoco lo hicieron los sucesivos ministros de Educación a los cuales se dirigió para exponerles su teoría de que en vez de enseñar inglés y francés en las escuelas, lenguas de marineros, mercachifles y usureros, se obligara a los niños a estudiar esperanto.
Alba pasó su infancia entre dietas vegetarianas, artes marciales niponas, danzas del Tibet, respiración yoga, relajación y concentración con el profesor Hausser y muchas otras técnicas interesantes, sin contar los aportes que hicieron a su educación los dos tíos y las tres encantadoras señoritas Mora. Su abuela Clara se las arreglaba para mantener rodando aquel inmenso carromato lleno de alucinados en que se había convertido su hogar, aunque ella misma no tenía ninguna habilidad doméstica y desdeñaba las cuatro operaciones hasta el punto de olvidarse de sumar, de modo que la organización de la casa y las cuentas cayeron en forma natural en manos de Blanca, quien repartía su tiempo entre las labores de mayordomo de aquel reino en miniatura y su taller de cerámica al fondo del patio, último refugió para sus pesares, donde hacía clases tanto para mongólicos, como para señoritas, y fabricaba sus increíbles Nacimientos de monstruos que, contra toda lógica, se vendían como pan salido del horno.
Desde muy pequeña Alba tuvo la responsabilidad de poner flores frescas en los jarrones. Abría las ventanas para que entrara a raudales la luz y el aire pero las flores no alcanzaban a durar hasta la noche, porque el vozarrón de Esteban Trueba y sus bastonazos, tenían el poder de espantar a la naturaleza. A su paso huían los animales domésticos y las plantas se ponían mustias. Blanca criaba un gomero traído del Brasil, una mata escuálida y tímida cuya única gracia era su precio: se compraba por hojas. Cuando oían llegar al abuelo, el que estaba más cerca corría a poner el gomero a salvo en la terraza, porque apenas el viejo entraba a la pieza, la planta agachaba las hojas y empezaba a exhumar por el tallo un llanto blancuzco como lágrimas de leche. Alba no iba al colegio porque su abuela decía que alguien tan favorecido por los astros como ella, no necesitaba más que saber leer y escribir, y eso podía aprenderlo en la casa. Se apuró tanto en alfabetizarla, que a los cinco años la niña leía el periódico a la hora del desayuno para comentar las noticias con su abuelo, a los seis había descubierto los libros mágicos de los baúles encantados de su legendario tío bisabuelo Marcos y había entrado de lleno en el mundo sin retorno de la fantasía. Tampoco se preocuparon de su salud, porque no creían en beneficios de vitaminas y decían que las vacunas eran para las gallinas. Además, su abuela estudió las líneas de su mano y dijo que tendría salud de fierro y una larga vida. El único cuidado frívolo que le prodigaron fue peinarla con Bayrum para mitigar el tono verde oscuro que tenía su pelo al nacer, a pesar de que el senador Trueba decía que había que dejárselo así, porque ella era la única que había heredado algo de la bella Rosa, aunque desafortunadamente era sólo el color
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marítimo del cabello. Para complacerlo Alba abandonó en la adolescencia los subterfugios del Bayrum y se enjuagaba la cabeza con infusión de perejil, lo cual permitió al verde reaparecer en toda su frondosidad. El resto de su persona era pequeño y anodino, a diferencia de la mayoría de las mujeres de su familia, que casi sin excepción, fueron espléndidas.
En los pocos momentos de ocio que tenía Blanca para pensar en sí misma y en su hija, se lamentaba de que fuera una niña solitaria y silenciosa, sin compañeros de su edad para jugar. En realidad Alba no se sentía sola, por el contrario, a veces habría sido muy feliz si hubiera podido eludir la clarividencia de su abuela, la intuición de su madre y el alboroto de gentes estrafalarias que constantemente aparecían, desaparecían y reaparecían en la gran casa de la esquina. A Blanca también le preocupaba que su hija no jugara con muñecas, pero Clara apoyaba a su nieta con el argumento de que esos pequeños cadáveres de loza, con sus ojillos de abre y cierra y su perversa boca fruncida eran repugnantes. Ella misma fabricaba unos seres informes con sobras de la lana que empleaba para tejer a los pobres. Eran unas criaturas que no tenían nada humano y por lo mismo era mucho más fácil acunarlas, mecerlas, bañarlas y después tirarlas a la basura. El juguete predilecto de la niña era el sótano. A causa de las ratas, Esteban Trueba ordenó que pusieran una tranca a la puerta, pero Alba se deslizaba de cabeza por una claraboya y aterrizaba sin ruido en aquel paraíso de los objetos olvidados. El lugar estaba siempre en penumbra, preservado del uso del tiempo, como una pirámide sellada. Allí se amontonaban los muebles desechados, herramientas de utilidad incomprensible, máquinas desvencijadas, pedazos del Covadonga, el prehistórico automóvil que sus tíos desarmaron para transformar en vehículo de carrera y terminó sus días convertido en chatarra. Todo le servía a Alba para construir casitas en los rincones. Había baúles y maletas con ropa antigua, que usó para montar sus solitarios espectáculos teatrales y un felpudo triste, negro y apolillado, con cabeza de perro, que puesto en el suelo parecía una lamentable bestia abierta de patas. Era el último oprobioso vestigio del fiel Barrabás. Una noche de Navidad, Clara hizo a su nieta un fabuloso regalo que llegó a reemplazar en ocasiones la fascinante atracción del sótano: una caja con tarros de pintura, pinceles, una pequeña escalera y la autorización para usar a su antojo la pared más grande de su habitación.
-Esto le va a servir para desahogarse -dijo Clara cuando vio a Alba equilibrándose en la escalera para pintar cerca del techo un tren lleno de animales.
A lo largo de los años, Alba fue llenando ésa y las demás murallas de su dormitorio con un inmenso fresco, donde, en medio de una flora venusiana y una fauna imposible de bestias inventadas, como las que bordaba Rosa en su mantel y cocinaba Blanca en su horno de cerámica, aparecieron los deseos, los recuerdos, las tristezas y las alegrías de su niñez.
Vivían muy cerca de ella sus dos tíos. Jaime era su preferido. Era un hombronazo peludo que debía afeitarse dos veces al día y aun así, siempre parecía llevar una barba del martes, tenía cejas negras y malévolas que peinaba hacia arriba para hacer creer a su sobrina que estaba emparentado con el diablo, y el pelo tieso como un escobillón, inútilmente engominado y siempre húmedo. Entraba y salía con sus libros debajo del brazo y un maletín de plomero en la mano. Había dicho a Alba que trabajaba como ladrón de joyas y que dentro de la horrenda maleta llevaba ganzúas y manoplas. La niña fingía espantarse, pero sabía que su tío era médico y que el maletín contenía los instrumentos de su oficio. Habían inventado juegos de ilusión para entretenerse algunas tardes de lluvia.
-¡Trae al elefante! -ordenaba el tío Jaime.
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Alba salía y regresaba arrastrando de una cuerda invisible a un paquidermo imaginario. Podían pasar una buena media hora dándole de comer yerbas propias de su especie, bañándolo con tierra para preservarle la piel de las inclemencias del tiempo y sacándole brillo al marfil de sus colmillos, mientras discutían acaloradamente sobre las ventajas y los inconvenientes de vivir en la selva.
-¡Esta niña va a terminar loca de remate! -decía el senador Trueba, cuando veía a la pequeña Alba sentada en la galería leyendo los tratados de medicina que le prestaba su tío Jaime.
Era la única persona de toda la casa que tenía llave para entrar al túnel de libros de su tío y autorización para tomarlos y leerlos. Blanca sostenía que había que dosificar la lectura, porque había cosas que no eran apropiadas para su edad, pero su tío Jaime opinaba que la gente no lee lo que no le interesa, y si le interesa es que ya tiene madurez para hacerlo. Tenía la misma teoría para el baño y la comida. Decía que si la niña no tenía ganas de bañarse, era porque no lo necesitaba y que había que darle de comer lo que quisiera a las horas que tuviera hambre, porque el organismo conoce mejor que nadie sus propias urgencias. En ese punto Blanca era inflexible y obligaba a su hija a cumplir estrictos horarios y normas de higiene. El resultado era que además de las comidas y los baños normales, Alba tragaba las golosinas que su tío le regalaba y se bañaba en la manguera cada vez que tenía calor, sin que ninguna de estas cosas alterara su saludable naturaleza. A Alba le habría gustado que su tío se casara con mamá, porque era más seguro tenerlo de padre que de tío, pero le explicaron que de esas uniones incestuosas nacen niños mongólicos. Se quedó con la idea de que los alumnos de los jueves en el taller de su madre eran hijos de sus tíos.
Nicolás también estaba cerca del corazón de la niña, pero tenía algo efímero, volátil, apresurado, siempre de paso, como si fuera saltando de una idea a otra, que a Alba producía inquietud. Tenía cinco años cuando su tío Nicolás regresó de la India. Cansado de invocar a Dios en la mesa de tres patas y en el humo del hachís, decidió ir a buscarlo a una región menos tosca que su tierra natal. Se pasó dos meses molestando a Clara, persiguiéndola por los rincones y susurrándole al oído cuando estaba dormida, hasta que la convenció de que vendiera un anillo de brillantes para pagarle el pasaje a la tierra del Mahatma Gandhi. Esa vez Esteban Trueba no se opuso, porque pensó que un paseo por aquella lejana nación de hambrientos y vacas trashumantes haría mucho bien a su hijo.
-Si no muere picado de cobra o de alguna peste extranjera, espero que vuelva convertido en un hombre, porque ya estoy harto de sus extravagancias -le dijo su padre al despedirle en el muelle.
Nicolás pasó un año como pordiosero, recorriendo a pie los caminos de los yogas, a pie por el Himalaya, a pie por Katmandú, a pie por el Ganges y a pie por Benarés. Al cabo de esa peregrinación tenía la certeza de la existencia de Dios y había aprendido a atravesarse alfileres de sombrero por las mejillas y la piel del pecho y a vivir casi sin comer. Lo vieron llegar a la casa un día cualquiera, sin previo aviso, con un pañal de infante cubriendo sus vergüenzas, el pellejo pegado a los huesos y ese aire extraviado que se observa en la gente que se nutre sólo de verduras. Llegó acompañado por un par de carabineros incrédulos, que estaban dispuestos a llevarlo preso a menos que pudiera demostrar que era en verdad el hijo del senador Trueba, y por una comitiva de niños que lo seguían tirándole basura y burlándose. Clara fue la única que no tuvo dificultad en reconocerlo. Su padre tranquilizó a los carabineros y ordenó a Nicolás que se diera un baño y se pusiera ropa de cristiano si quería vivir en su casa, pero Nicolás lo miró como si no lo viera y no le contestó. Se había vuelto vegetariano. No probaba la carne, la leche ni los huevos, su dieta era la de un conejo y poco a poco su rostro
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ansioso fue pareciéndose al de ese animal. Masticaba cada bocado de sus escasos alimentos cincuenta veces. Las comidas se convirtieron en un ritual eterno en el que Alba se quedaba dormida sobre el plato vacío y los sirvientes con las bandejas en la cocina, mientras él rumiaba ceremoniosamente, por eso Esteban Trueba dejó de ir a la casa y hacía todas sus comidas en el Club. Nicolás aseguraba que podía caminar descalzo sobre las brasas pero cada vez que se dispuso a demostrarlo, a Clara le dio un ataque de asma y tuvo que desistir. Hablaba en parábolas asiáticas no siempre comprensibles. Sus únicos intereses eran de orden espiritual. El materialismo de la vida doméstica le molestaba tanto como los excesivos cuidados de su hermana y su madre, que insistían en alimentarlo y vestirlo, y la persecución fascinada de Alba, que lo seguía por toda la casa como un perrito, rogándole que le enseñara a pararse de cabeza y atravesarse alfileres. Permaneció desnudo aun cuando el invierno se dejó caer con todo su rigor. Podía mantenerse casi tres minutos sin respirar y estaba dispuesto a realizar esa hazaña cada vez que alguien se lo pedía, lo que ocurría con frecuencia. Jaime decía que era una lástima que el aire fuera gratis, porque sacó la cuenta que Nicolás respiraba la mitad que una persona normal, aunque eso no parecía afectarlo en absoluto. Pasó el invierno comiendo zanahorias, sin quejarse del frío, encerrado en su habitación, llenando páginas y páginas con su minúscula letra en tinta negra. Al aparecer los primeros síntomas de la primavera, anunció que su libro estaba listo. Tenía mil quinientas páginas y pudo convencer a su padre y a su hermano Jaime que se lo financiaran, a cuenta de las ganancias que se obtendrían de la venta. Después de corregidas e impresas, las mil y tantas cuartillas manuscritas se redujeron a seiscientas páginas de un voluminoso tratado sobre los noventa y nueve nombres de Dios y la forma de llegar al Nirvana mediante ejercicios respiratorios. No tuvo el éxito esperado y los cajones con la edición terminaron sus días en el sótano, donde Alba los usaba como ladrillos para construir trincheras, hasta que muchos años después sirvieron para alimentar una hoguera infame.
Tan pronto salió el libro de la imprenta, Nicolás lo sostuvo amorosamente en sus manos, recuperó su perdida sonrisa de hiena, se puso ropa decente y anunció que había llegado el momento de entregar La Verdad a sus coetáneos que permanecían en las tinieblas de la ignorancia. Esteban Trueba le recordó su prohibición de usar la casa como academia y le advirtió que no iba a tolerar que metiera ideas paganas en la cabeza de Alba y, mucho menos, que le enseñara trucos de faquir. Nicolás se fue a predicar al cafetín de la universidad, donde consiguió un impresionante número de adeptos para sus cursos de ejercicios espirituales y respiratorios. En sus ratos libres paseaba en moto y enseñaba a su sobrina a vencer el dolor y otras debilidades de la carne. Su método consistía en identificar aquellas cosas que le producían temor. La niña, que tenía cierta inclinación por lo macabro, se concentraba de acuerdo con las instrucciones de su tío y lograba visualizar, como si lo estuviera viendo, la muerte de su madre. La veía lívida, fría, con sus hermosos ojos moros cerrados, tendida en un ataúd. Oía el llanto de la familia. Veía la procesión de amigos que entraban en silencio, dejaban sus tarjetas de visita en una bandeja y salían cabizbajos. Sentía el olor de las flores, el relincho de los caballos empenachados de la carroza funeraria. Sufría su dolor de pies dentro de sus zapatos nuevos de luto. Imaginaba su soledad, su abandono, su orfandad. Su tío la ayudaba a pensar en todo eso sin llorar, relajarse y no oponer resistencia al dolor, para que éste la atravesara sin permanecer en ella. Otras veces Alba se apretaba un dedo en la puerta y aprendía a soportar el quemante ardor sin quejarse. Si lograba pasar toda la semana sin llorar, superando las pruebas que le ponía Nicolás, ganaba un premio, que consistía casi siempre en un paseo a toda velocidad en la moto, lo cual era una experiencia inolvidable. En una ocasión se metieron entre un rebaño de vacas que cruzaba el establo, en un camino de las
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afueras de la ciudad donde llevó a su sobrina para pagar el premio. Ella recordará siempre los cuerpos pesados de los animales, su torpeza, sus colas embarradas golpeándole la cara, el olor a boñiga, los cuernos que la rozaban y su propia sensación de vacío en el estómago, de vértigo maravilloso, de increíble excitación, mezcla de apasionada curiosidad y de terror, que sólo volvió a sentir en instantes fugaces de su vida.
Esteban Trueba, que siempre había tenido dificultad para expresar su necesidad de afecto y que desde que se deterioraron sus relaciones matrimoniales con Clara no tenía acceso a la ternura, volcó en Alba sus mejores sentimientos. La niña le importaba más de lo que nunca le importaron sus propios hijos. Cada mañana ella iba en pijama a la pieza de su abuelo, entraba sin golpear y se introducía en su cama. Él fingía despertar sobresaltado, aunque en realidad la estaba esperando y gruñía que no le molestara, que se fuera a su habitación y lo dejara dormir. Alba le hacía cosquillas hasta que, aparentemente vencido, él la autorizaba para que buscara el chocolate que escondía para ella. Alba conocía todos los escondites y su abuelo los usaba siempre en el mismo orden, pero para no defraudarlo se afanaba un buen rato buscando y daba gritos de júbilo al encontrarlo. Esteban nunca supo que su nieta odiaba el chocolate y que lo comía por amor a él. Con esos juegos matinales, el senador satisfacía su necesidad de contacto humano. El resto del día estaba ocupado en el Congreso, el Club, el golf, los negocios y sus conciliábulos políticos. Dos veces al año iba a Las Tres Marías con su nieta por dos o tres semanas. Ambos regresaban bronceados, más gordos y felices. Allí destilaban un aguardiente casero que servía para beberlo, para encender la cocina, para desinfectar heridas y matar cucarachas y que ellos llamaban pomposamente «vodka». Al final de su vida, cuando los noventa años lo habían convertido en un viejo árbol retorcido y frágil, Esteban Trueba recordaría esos momentos con su nieta como los mejores de su existencia, y ella también guardó siempre en la memoria la complicidad de esos viajes al campo de la mano con su abuelo, los paseos al anca de su caballo, los atardeceres en la inmensidad de los potreros, las largas noches junto a la chimenea del salón contando cuentos de aparecidos y dibujando.
Las relaciones del senador Trueba con el resto de su familia no hicieron más que empeorar con el tiempo. Una vez por semana, los sábados, se reunían a cenar alrededor de la gran mesa de encina que había estado siempre en la familia y que antes perteneció a los Del Valle, es decir, venía de la más antigua antigüedad, y había servido para velar a los muertos, para bailes flamencos y otros oficios impensados. Sentaban a Alba entre su madre y su abuela, con un almohadón en la silla para que su nariz alcanzara la altura del plato. La niña observaba a los adultos con fascinación, su abuela radiante, con los dientes puestos para la ocasión, dirigiendo mensajes cruzados a su marido a través de sus hijos o los sirvientes, Jaime haciendo alarde de mala educación, eructando después de cada plato y escarbándose los dientes con el dedo meñique para molestar a su padre, Nicolás con los ojos entrecerrados masticando cincuenta veces cada bocado y Blanca parloteando de cualquier cosa para crear la ficción de una cena normal. Trueba se mantenía relativamente silencioso hasta que lo traicionaba su mal carácter y empezaba a pelear con su hijo Jaime por razones de pobres, de votaciones, de socialistas y de principios, o a insultar a Nicolás por sus iniciativas de elevarse en globo y practicar acupuntura con Alba, o castigar a Blanca con sus réplicas brutales, su indiferencia y sus advertencias inútiles de que había arruinado su vida y que no heredaría ni un peso de él. A la única que no hacía frente era a Clara, pero con ella casi no hablaba. En ocasiones Alba sorprendía los ojos de su abuelo prendidos en Clara, se la quedaba mirando y se iba poniendo blanco y dulce hasta parecer un anciano desconocido. Pero eso no ocurría con frecuencia, lo normal era que los esposos se ignoraran. Algunas veces el senador Trueba perdía el control y
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Isabel Allende 166 gritaba tanto, que se ponía rojo y había que arrojarle la jarra con agua fría a la cara, para que se le pasara la rabieta y recuperara el ritmo de la respiración.
En esa época, Blanca había llegado al apogeo de su belleza. Tenía un aire morisco, lánguido y abundante, que invitaba al reposo y a la confidencia. Era alta y opulenta, de temperamento desvalido y llorón, que despertaba en los hombres el ancestral instinto de protección. Su padre no le tenía simpatía. No le perdonó sus amores con Pedro Tercero García y procuraba que ella no olvidara que vivía de su misericordia. Trucha no podía explicarse que su hija tuviera tantos enamorados, porque Blanca no tenía nada de la inquietante alegría y la jovialidad que lo atraían en las mujeres y además
pensaba que ningún hombre normal podía tener deseos de casarse con una mujer de mala salud, dé estado civil incierto y que cargaba con una hija. Por su parte, Blanca no parecía sorprendida del acecho de los hombres. Estaba consciente de su belleza. Sin embargo, frente a los caballeros que la visitaban, adoptaba una actitud contradictoria, alentándolos con el parpadeo de sus ojos musulmanes, pero manteniéndolos a prudente distancia. Tan pronto veía que las intenciones del otro eran serias, cortaba la relación con una negativa feroz. Algunos, de mejor posición económica, intentaron llegar hasta el corazón de Blanca por el camino de seducir a su hija. Colmaban a Alba de regalos caros, de muñecas dotadas de mecanismos para caminar, llorar, comer y ejecutar otras destrezas propiamente humanas, la atiborraban de pasteles con crema y la llevaban de paseo al zoológico, donde la niña lloraba de lástima por las pobres bestias prisioneras, especialmente la foca, que removía en su alma funestos presagios. Esas visitas al zoológico de la mano de algún pretendiente orondo y dispendioso, le dejaron para el resto de la vida el horror al encierro, los muros, las rejas y el aislamiento. Entre todos los enamorados, el que avanzó más en el camino de conquistar a Blanca, fue el Rey de las Ollas a Presión. A pesar de su inmensa fortuna y su carácter apacible y reflexivo, Esteban Trueba lo detestaba porque era circuncidado, tenía la nariz sefardita y el pelo ensortijado. Con su actitud burlona y hostil, Trueba consiguió espantar a ese hombre que había sobrevivido en un campo de concentración, había vencido la miseria y el exilio y había triunfado en la despiadada lucha comercial. Mientras duró el romance, el Rey de las Ollas a Presión pasaba a recoger a Blanca para llevarla a cenar a los lugares más exclusivos, en un automóvil minúsculo, de sólo dos asientos, con ruedas de tractor y un ruido de turbina en sus motores, único en su especie, que provocaba tumultos de curiosidad a su paso y respingos despectivos de la familia Trueba. Sin darse por aludida del malestar de su padre ni del fisgoneo de los vecinos, Blanca montaba al vehículo con la majestad de un primer ministro, vestida con su único traje sastre negro y su blusa de seda blanca que usaba en todas las ocasiones especiales. Alba la despedía con un beso y se quedaba parada en la puerta, con el sutil perfume de jazmines de su madre pegado en las narices y un nudo de ansiedad cerrándole el pecho. Sólo los entrenamientos de su tío Nicolás le permitían soportar esas salidas de su madre sin echarse a llorar, pues temía qué cualquier día el galán de turno lograra convencer a Blanca que se fuera con él y ella se quedaría para siempre sin madre. Había decidido hacía mucho tiempo que no necesitaba un padre, y mucho menos un padrastro, pero que si llegaba a faltar su madre iba a hundir la cabeza en un balde con agua hasta morirse ahogada, tal como hacía la cocinera con los gatitos que paría la gata cada cuatro meses.
Alba perdió el temor de que su madre la abandonara cuando conoció a Pedro Tercero y su intuición le advirtió que mientras ese hombre existiera no habría nadie capaz de ocupar el amor de Blanca. Fue un domingo de verano. Blanca la peinó con rizos de tirabuzón, fabricados con un fierro caliente que le chamuscó las orejas, le puso guantes blancos y zapatos de charol negro y un sombrero de pajilla con cerezas
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Isabel Allende 167 artificiales. Al verla, su abuela Clara lanzó una carcajada, pero su madre la consoló con dos gotas de su perfume que le puso en el cuello.
-Vas a conocer a una persona famosa-dijo Blanca misteriosamente al salir. Llevó a la niña al Parque Japonés, donde le compró pirulines de azúcar quemada y una bolsita de maíz. Se sentaron en un banco a la sombra, tomadas de la mano, rodeadas de las palomas que picoteaban el maíz.
Lo vio acercarse antes que su madre se lo señalara. Llevaba un mameluco de mecánico, una enorme barba negra que le llegaba a la mitad del pecho, el pelo revuelto, sandalias de franciscano sin calcetines y una amplia, brillante y maravillosa sonrisa que lo colocó de inmediato en la categoría de los seres que merecían ser pintados en el fresco gigantesco de su habitación.
El hombre y la niña se miraron y ambos se reconocieron en los ojos del otro.
-Éste es Pedro Tercero, el cantante. Lo has oído en la radio -dijo su madre. Alba estiró la mano y él se la estrechó con la izquierda. Entonces ella notó que le faltaban varios dedos de la mano derecha, pero él le explicó que a pesar de eso podía tocar la guitarra, porque siempre hay una forma de hacer lo que uno quiere hacer. Pasearon los tres por el Parque Japonés. A media tarde fueron en uno de los últimos tranvías eléctricos que aún existían en la ciudad, a comer pescado en una fritanga del mercado, y cuando anocheció las acompañó hasta la calle de su casa. Al despedirse, Blanca y Pedro Tercero se besaron en la boca. Fue la primera vez que Alba vio eso en su vida, porque a su alrededor no había gente enamorada.
A partir de ese día, Blanca comenzó a salir sola por el fin de semana. Decía que iba a visitar a unas primas lejanas. Esteban Trueba montaba en cólera y la amenazaba con expulsarla de su casa, pero Blanca se mantenía inflexible en su decisión. Dejaba a su hija con Clara y partía en autobús con una valijita de payaso con flores pintadas. -Te prometo que no me voy a casar y que regresaré mañana en la noche -decía al despedirse de su hija.
A Alba le gustaba sentarse con la cocinera a la hora de la siesta, a escuchar por la radio canciones populares, especialmente las del hombre que había conocido en el Parque Japonés. Un día entró el senador Trueba al repostero y al oír la voz de la radio, se lanzó contra el aparato dándole de bastonazos hasta dejarlo convertido en un montón de cables retorcidos y perillas sueltas, ante los ojos de espanto de su nieta, que no podía explicarse el súbito arrebato de su abuelo. Al día siguiente, Clara compró otra radio para que Alba escuchara a Pedro Tercero cuando le diera la gana y el viejo Trueba fingió no estar enterado.
Ésa fue la época del Rey de las Ollas a Presión. Pedro Tercero supo de su existencia y tuvo un ataque de celos injustificado, si se compara el ascendiente que él tenía sobre Blanca con el tímido asedio del comerciante judío. Como tantas otras veces, suplicó a Blanca que abandonara la casa de los Trueba, la tutela feroz de su padre y la soledad de su taller lleno de mongólicos y señoritas ociosas, y partiera con él, de una vez por todas, a vivir ese amor desenfrenado que habían ocultado desde la niñez. Pero Blanca no se decidía. Sabía que si se iba con Pedro Tercero quedaría excluida de su círculo social y de la posición que siempre había tenido y se daba cuenta de que ella misma no tenía ni la menor oportunidad de caer bien entre las amistades de Pedro Tercero o de adaptarse a la modesta existencia en una población obrera. Años después, cuando Alba tuvo edad para analizar ese aspecto de la vida de su madre, llegó a la conclusión que no se fue con Pedro Tercero simplemente porque no le alcanzaba el amor, puesto que en la casa de los Trueba no tenía nada que él no pudiera darle. Blanca era una mujer muy pobre, que sólo disponía de algo de dinero cuando Clara se lo daba o
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Isabel Allende 168 cuando vendía algún Nacimiento. Ganaba un mísero sueldo que gastaba casi entero en cuentas de médicos, porque su capacidad para sufrir enfermedades imaginarias no había disminuido con el trabajo y la necesidad, por el contrario, no hacía más que aumentar año a año. Procuraba no pedir nada a su padre, para no darle ocasión de humillarla. De vez en cuando, Clara y Jaime le compraban ropa o le daban algo para sus necesidades, pero lo normal era que no tuviera para un par de medias. Su pobreza contrastaba con los vestidos bordados y el calzado hecho a la medida con que el senador Trueba vestía a su nieta Alba. Su vida era dura. Se levantaba a las seis de la mañana, invierno y verano. A esa hora encendía el horno del taller, vestida con un delantal de hule y zuecos de madera, preparaba las mesas de trabajo y batía la arcilla para sus clases, con los brazos hundidos hasta los codos en el barro áspero y frío. Por eso tenía siempre las uñas partidas y la piel agrietada y con el tiempo se le fueron deformando los dedos. A esa hora se sentía inspirada y nadie la interrumpía, de modo que podía empezar el día fabricando sus monstruosos animales para los Nacimientos. Después tenía que ocuparse de la casa, los sirvientes y las compras, hasta la hora que comenzaban sus clases. Sus alumnos eran niñas de buena familia que no tenían nada que hacer y habían adoptado la moda de la artesanía, que era más elegante que tejer para los pobres, como hacían las abuelas.
La idea de hacer clases para mongólicos fue producto del azar. Un día llegó a la casa del senador Trueba una vieja amiga de Clara que traía a su nieto. Era un adolescente gordo y blando, con una redonda cara de luna mansa y una expresión de ternura inconmovible en sus ojitos orientales. Tenía quince años, pero Alba se dio cuenta de que era como un bebé. Clara pidió a su nieta que llevara al muchacho a jugar al jardín y cuidara que no se ensuciara, no se ahogara en la fuente, no comiera tierra y no se manoseara la bragueta. Alba se aburrió muy pronto de vigilarlo, y ante la imposibilidad de comunicarse con él en ningún lenguaje coherente, se lo llevó al taller de cerámica, donde Blanca, para mantenerlo quieto, le puso un delantal que lo preservara de las manchas y el agua, y colocó en sus manos una bola de arcilla. El muchacho estuvo más de tres horas entretenido, sin babear, sin orinarse y sin dar cabezazos contra las paredes, modelando unas toscas figuras de barro que después llevó a su abuela de regalo. La señora, que había llegado a olvidar que andaba con él, quedó encantada y así nació la idea de que la cerámica era buena para los mongólicos. Blanca terminó haciendo clases para un grupo de niños que iban al taller los jueves por la tarde. Llegaban en una camioneta, cuidados por dos monjas de tocas almidonadas, que se sentaban en la glorieta del jardín a tomar chocolate con Clara y a discutir las virtudes del punto de cruz y las jerarquías de los pecados, mientras Blanca y su hija enseñaban a los niños a hacer gusanos, pelotitas, perros despachurrados y vasos deformes. Al final del año las monjas organizaban una exposición y una verbena y aquellas espantosas obras de arte se vendían por caridad. Pronto Blanca y Alba se dieron cuenta que los niños trabajaban mucho mejor cuando se sentían queridos y que la única forma de comunicarse con ellos era el afecto. Aprendieron a abrazarlos, a besarlos y a hacerles mimos, hasta que ambas acabaron por amarlos de verdad. Alba esperaba toda la semana la llegada de la camioneta con los retrasados y saltaba de alegría cuando ellos corrían a abrazarla. Pero los jueves eran agotadores. Alba se acostaba rendida, le daban vueltas en la mente los dulces rostros asiáticos de los niños del taller y Blanca invariablemente sufría una jaqueca. Después que se iban las monjas con su revuelo de trapos blancos y su leva de retrasados tomados de la mano, Blanca abrazaba furiosamente a su hija, la cubría de besos y le decía que había que agradecer a Dios que ella fuera normal. Por eso, Alba creció con la idea de que la normalidad era un don divino. Lo discutió con su abuela.
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-En casi todas las familias hay algún tonto o un loco, hijita -aseguró Clara mientras se afanaba en su tejido, porque en todos esos años no había aprendido a tejer sin mirar-. A veces no se ven, porque los esconden, como si fuera una vergüenza. Los encierran en los cuartos más apartados, para que no los vean las visitas. Pero en realidad no hay de qué avergonzarse, ellos también son obra de Dios.
-Pero en nuestra familia no hay ninguno, abuela -replicó Alba.
-No. Aquí la locura se repartió entre todos y no sobró nada para tener nuestro propio loco de remate.
Así eran sus conversaciones con Clara. Por eso, para Alba la persona más importante en la casa y la presencia más fuerte de su vida era su abuela. Ella era el motor que ponía en marcha y hacía funcionar aquel universo mágico que era la parte posterior de la gran casa de la esquina, donde transcurrieron sus primeros siete años en completa libertad. Se acostumbró a las rarezas de su abuela. No le sorprendía verla desplazarse en estado de trance por todo el salón, sentada en su poltrona con las piernas encogidas, arrastrada por una fuerza invisible. La seguía en todas sus peregrinaciones a los hospitales y casas de beneficencia donde trataba de seguir la pista de su recua de necesitados y hasta aprendió a tejer con lana de cuatro hebras y palillos gruesos los chalecos que su tío Jaime regalaba después de ponérselos una vez, nada más que para ver la sonrisa sin dientes de su abuela cuando ella se ponía bizca persiguiendo los puntos. A menudo Clara la usaba para llevarle mensajes a Esteban, por eso la apodaron Paloma Mensajera. La niña participaba en las sesiones de los viernes, donde la mesa de tres patas daba saltos a plena luz del día, sin que mediara ningún truco, energía conocida o palanca, y en las veladas literarias donde alternaba con los maestros consagrados y con un número variable de tímidos artistas desconocidos que Clara amparaba. En esa época en la gran casa de la esquina comieron y bebieron muchos huéspedes. Se turnaron para vivir allí o al menos para asistir a las reuniones espirituales, las charlas culturales y las tertulias sociales, casi toda la gente importante del país, incluso el Poeta, que años más tarde fue considerado el mejor del siglo y traducido a todos los idiomas conocidos de la tierra, en cuyas rodillas Alba se sentó muchas veces, sin sospechar que un día caminaría detrás de su féretro con un ramo de claveles ensangrentados en la mano, entre dos filas de ametralladoras.
Clara era todavía joven, pero a su nieta le parecía muy vieja, porque no tenía dientes. Tampoco tenía arrugas y cuando estaba con la boca cerrada, creaba la ilusión de extrema juventud debido a la expresión inocente de su rostro. Se vestía con túnicas de lino crudo que parecían batas de loco y en invierno llevaba calcetines largos de lana y guantes sin dedos. Le hacían gracia los asuntos menos chistosos y, en cambio, era incapaz de comprender una broma, se reía a destiempo, cuando nadie más lo hacía, y podía ponerse muy triste si veía a otro hacer el ridículo. Algunas veces sufría ataques de asma.
Entonces llamaba a su nieta con una campanilla de plata que siempre llevaba consigo y Alba acudía corriendo, la abrazaba y la curaba con susurros de consuelo, pues ambas sabían, por experiencia, que lo único que quita el asma es el abrazo prolongado de un ser querido. Tenía los ojos risueños color avellana, el pelo canoso y brillante recogido en un moño desordenado del cual escapaban mechones rebeldes, las manos finas y blancas, de uñas almendradas y largos dedos sin anillos, que sólo servían para hacer gestos de ternura, acomodar las cartas de adivinación y ponerse la dentadura postiza a la hora de comer. Alba pasaba el día persiguiendo a su abuela, metiéndose entre sus faldas, provocándola para que contara cuentos o moviera los jarrones con la fuerza de su pensamiento. En ella encontraba un refugio seguro cuando
La casa de los espíritus
Isabel Allende 170 la asediaban sus pesadillas o cuando los entrenamientos de su tío Nicolás se hacían insoportables. Clara le enseñó a cuidar a los pájaros y a hablarles a cada uno en su idioma, a conocer los signos premonitorios de la naturaleza y a tejer bufandas con punto correteado para los pobres.
Alba sabía que su abuela era el alma de la gran casa de la esquina. Los demás lo supieron más tarde, cuando Clara murió y la casa perdió las flores, los amigos transeúntes y los espíritus juguetones y entró de lleno en la época del estropicio. Alba tenía seis años cuando vio a Esteban García por primera vez, pero nunca lo olvidó. Probablemente lo había visto antes, en Las Tres Marías, en cualquiera de sus viajes estivales con el abuelo, cuando la llevaba a recorrer la propiedad y con un gesto amplio le mostraba todo lo que abarcaba la vista, desde las alamedas hasta el volcán, incluyendo las casitas de ladrillos, y le decía que aprendiera a amar la tierra, porque algún día sería suya.
-Mis hijos son todos unos pelotudos. Si heredaran Las Tres Marías, en menos de un
año esto volvería a ser la ruina que era en tiempos de mi padre -le decía a su nieta.
-¿Todo esto es tuyo, abuelo?
-Todo, desde la carretera panamericana hasta la punta de esos cerros. ¿Los ves?
-¿Por qué, abuelo?
-¡Cómo que por qué! ¡Porque soy el dueño, claro!
-Sí, pero ¿por qué eres el dueño?
-Porque era de mi familia.
-¿Por qué?
-Porque se la compraron a los indios.
-Y los inquilinos, los que también han vivido aquí siempre, ¿por qué no son ellos los dueños?
-¡Tu tío Jaime está metiéndote ideas bolcheviques en la cabeza! -bramaba el senador Trueba congestionado de furia-. ¿Sabes lo que pasaría si aquí no hubiera un patrón?
-No.
-¡Que todo se iba al carajo! No habría nadie que diera las órdenes, que vendiera las cosechas, que se responsabilizara por las cosas, ¿entiendes? Nadie que cuidara de la gente, tampoco. Si alguien se enfermara, por ejemplo, o se muriera y dejara una viuda y muchos hijos, morirían de hambre. Cada uno tendría un pedacito miserable de terreno y no le alcanzaría ni para comer en su casa. Se necesita alguien que piense por ellos, que tome las decisiones, que los ayude. Yo he sido el mejor patrón de la región, Alba. Tengo mal carácter, pero soy justo. Mis inquilinos viven mejor que mucha gente en la ciudad, no les falta nada y aunque sea un año de sequía, de inundación o de terremoto, yo me preocupo de que aquí nadie pase miserias. Eso tendrás que hacer tú cuando tengas la edad necesaria, por eso te traigo siempre a Las Tres Marías, para que conozcas cada piedra y cada animal y, sobre todo, a cada persona por su nombre y apellido. ¿Me has comprendido?
Pero en realidad ella tenía poco contacto con los campesinos y estaba muy lejos de conocer a cada uno por su nombre y apellido. Por eso no reconoció al joven moreno, desmañado y torpe, con pequeños ojos crueles de roedor, que una tarde tocó la puerta de la gran casa de la esquina en la capital. Vestía un traje oscuro muy estrecho para su tamaño. En las rodillas, los codos y las asentaderas, la tela estaba gastada,
La casa de los espíritus
Isabel Allende 171 reducida a una película brillosa. Dijo que quería hablar con el senador Trueba y se presentó como el hijo de uno de sus inquilinos de Las Tres Marías. A pesar de que en tiempos normales la gente de su condición entraba por la puerta de servicio y aguardaba en el repostero, lo condujeron a la biblioteca, porque ese día había una fiesta en la casa a la cual asistiría toda la plana mayor del Partido Conservador. La cocina estaba invadida por un ejército de cocineros y ayudantes que Trueba había traído del Club, y había tal confusión y prisa, que un visitante no habría hecho más que molestar. Era una tarde de invierno y la biblioteca estaba oscura y silenciosa, iluminada solamente por el fuego que crepitaba en la chimenea. Olía a pulimento para madera y a cuero.
-Espera aquí, pero no toques nada. El senador llegará pronto -dijo de mal modo la mucama, dejándolo solo.
El joven recorrió la habitación con la vista, sin atreverse a hacer ningún movimiento, rumiando el rencor de que todo aquello podría haber sido suyo, si hubiera nacido de origen legítimo, como tantas veces se lo explicó su abuela, Pancha García, antes de morir de lipiria calambre y dejarlo definitivamente huérfano en la multitud de hermanos primos donde él no era nadie. Sólo su abuela lo distinguió en el montón y no le permitió olvidar que era diferente de los demás, porque por sus venas corría la sangre del patrón. Miró la biblioteca sintiéndose sofocado. Todas las paredes estaban cubiertas por estanterías de caoba pulida, excepto a ambos lados de la chimenea, donde había dos vitrinas abarrotadas de marfiles y piedras duras del Oriente. La habitación tenía doble altura, único capricho del arquitecto que su abuelo consintió. Un balcón, al cual se tenía acceso por una escalera de caracol de fierro forjado, hacía las veces de segundo piso de las estanterías. Los mejores cuadros de la casa estaban allí, porque Esteban Trueba había convertido la pieza en su santuario, su oficina, su refugio, y le gustaba tener a su alrededor los objetos que más apreciaba. Las repisas estaban llenas de libros y de objetos de arte, desde el suelo hasta el techo. Había un pesado escritorio de estilo español, grandes butacas de cuero negro dando la espalda a la ventana, cuatro alfombras persas cubriendo el parquet de encina y varias lámparas de lectura con pantalla de pergamino distribuidas estratégicamente, de modo que donde uno se sentara, había buena luz para leer. En ese lugar prefería el senador celebrar sus conciliábulos, tejer sus intrigas, forjar sus negocios y, en las horas más solitarias, encerrarse a desahogar la rabia, el deseo frustrado o la tristeza. Pero nada de eso podía saberlo el campesino que estaba de pie sobre la alfombra, sin saber dónde poner las manos, sudando de timidez. Aquella biblioteca señorial, pesada y apabullante, correspondía exactamente a la imagen que tenía del patrón. Se estremeció de odio y de temor. Nunca había estado en un lugar así, y hasta ese momento pensaba que lo más lujoso que podía existir en todo el universo era el cine de San Lucas, donde una vez la maestra de la escuela llevó a todo el curso a ver una película de Tarzán. Le había costado mucho tomar su decisión y convencer a su familia y hacer el largo viaje hasta la capital, solo y sin dinero, para hablar con el patrón. No podía esperar hasta el verano para decirle lo que tenía atorado en el pecho. De pronto se sintió observado. Se volvió y se encontró frente a una niña con trenzas y calcetines bordados que lo miraba desde la puerta.
-¿Cómo te llamas? -inquirió la niña. -Esteban García -dijo él.
-Yo me llaíno Alba Trueba. Acuérdate de mi nombre.
-Me acordaré.
Se miraron por un largo rato, hasta que ella entró en confianza y se atrevió a acercarse. Le explicó que tendría que esperar, porque su abuelo todavía no había regresado del Congreso y le contó que en la cocina había un torbellino por culpa de la
La casa de los espíritus
Isabel Allende 172 fiesta, prometiéndole que más tarde conseguiría unos dulces para traerle. Esteban García se sintió un poco más cómodo. Se sentó en una de las butacas de cuero negro y poco a poco atrajo a la niña y la sentó en sus rodillas. Alba olía a Bayrum, una fragancia fresca y dulce que se mezclaba con su olor natural de chiquilla transpirada. El muchacho acercó la nariz a su cuello y aspiró ese perfume desconocido de limpieza y bienestar y, sin saber por qué, se le llenaron los ojos de lágrimas. Sintió que odiaba a esa criatura casi tanto como odiaba al viejo Trucha. Ella encarnaba lo que nunca tendría, lo que él nunca sería. Deseaba hacerle daño, destruirla, pero también quería seguir oliéndola, escuchando su vocecita de bebé y teniendo al alcance de la mano su piel suave. Le acarició las rodillas, justo encima del borde de los calcetines bordados, eran tibias y tenían hoyuelos. Alba siguió parloteando sobre la cocinera que metía nueces por el culo a los pollos para la cena de la noche. Él cerró los ojos, estaba temblando. Con una mano rodeó el cuello de la niña, sintió sus trenzas cosquilleándole la muñeca y apretó suavemente, consciente de que era tan pequeña, que con un esfuerzo mínimo podía estrangularla. Deseó hacerlo, quiso sentirla revolcándose y pataleando en sus rodillas, agitándose en busca de aire. Deseó oírla gemir y morir en sus brazos, deseó desnudarla y se sintió violentamente excitado. Con la otra mano incursionó debajo del vestido almidonado, recorrió las piernas infantiles, encontró el encaje de las enaguas de batista y las bombachas de lana con elástico. En un rincón de su cerebro le quedaba suficiente cordura para darse cuenta de que estaba parado al borde de un abismo. La niña había dejado de hablar y estaba quieta, mirándolo con sus grandes ojos negros. Esteban García tomó la mano de la criatura y la apoyó sobre su sexo endurecido.
-¿Sabes qué es esto? -preguntó roncamente.
-Tu pene -respondió ella, que lo había visto en las láminas de los libros de medicina de su tío Jaime y en su tío Nicolás, cuando paseaba desnudo haciendo sus ejercicios asiáticos..
Él se sobresaltó. Se puso bruscamente de pie y ella cayó sobre la alfombra. Estaba sorprendido y asustado, le temblaban las manos, sentía las rodillas de lana y las orejas calientes. En ese momento oyó los pasos del senador Trucha en el pasillo y un instante después, antes que alcanzara a recuperar la respiración, el viejo entró en la biblioteca.
-¿Por qué está tan oscuro esto? -rugió con su vozarrón de terremoto. Trucha encendió las luces y no reconoció al joven que lo miraba con los ojos desorbitados. Le tendió los brazos a su nieta y ella se refugió en ellos por un breve instante, como un perro apaleado, pero enseguida, se desprendió y salió cerrando la puerta.
-¿Quién eres tú, hombre? -espetó a quien era también su nieto.
-Esteban García. ¿No se acuerda de mí, patrón? -logró balbucear el otro.
Entonces Trueba reconoció al niño taimado que había delatado a Pedro Tercero años atrás y había recogido del suelo los dedos amputados. Comprendió que no le sería fácil despedirlo sin escucharlo, a pesar de que tenía por norma que los asuntos de sus inquilinos debía resolverlos el administrador en Las Tres Marías.
-¿Qué es lo que quieres? -le preguntó.
Esteban García vaciló, no podía encontrar las palabras que había preparado tan minuciosamente durante meses, antes de atreverse a tocar la puerta de la casa del patrón.
-Habla rápido, no tengo mucho tiempo -dijo Trueba.
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Tartamudeando, García consiguió plantear su petición: había logrado terminar el liceo en San Lucas y quería una recomendación para la Escuela de Carabineros y una beca del Estado para pagar sus estudios.
-;Por qué no te quedas en el campo, como tu padre y tu abuelo? -le preguntó el patrón.
-Disculpe, señor, pero quiero ser carabinero -rogó Esteban García.
Trueba recordó que aún le debía la recompensa por delatar a Pedro Tercero García y decidió que ésa era una buena ocasión de saldar la deuda y, de paso, tener un servidor en la policía. «Nunca se sabe, de repente puedo necesitarlo», pensó. Se sentó en su pesado escritorio, tomó una hoja de papel con membrete del Senado, redactó la recomendación en los términos habituales y se la pasó al joven que aguardaba de pie. -Toma, hijo. Me alegro que hayas elegido esa profesión. Si lo que quieres es andar armado, entre ser delincuente o ser policía, es mejor ser policía, porque tienes impunidad. Voy a llamar por teléfono al comandante Hurtado, es amigo mío, para que te den la beca. Si necesitas algo, avísame.
-Muchas gracias, patrón.
-No me lo agradezcas, hijo. Me gusta ayudar a mi gente.
Lo despidió con una palmadita amistosa en el hombro.
-¿Por qué te pusieron Esteban? -le preguntó en la puerta.
-Por usted, señor -respondió el otro enrojeciendo.
Trueba no le dio un segundo pensamiento al asunto. A menudo los inquilinos usaban los nombres de sus patrones para bautizar a los hijos, como señal de respeto. Clara murió el mismo día que Alba cumplió siete años. El primer anuncio de su muerte fue perceptible sólo para ella. Entonces comenzó a hacer secretas disposiciones para partir. Con gran discreción distribuyó su ropa entre los sirvientes y la leva de protegidos que siempre tenía, dejándose lo indispensable. Ordenó sus papeles, rescatando de los rincones perdidos sus cuadernos de anotar la vida. Los ató con cintas de colores, separándolos por acontecimientos y no por orden cronológico porque lo único que se había olvidado de poner en ellos eran las fechas y en la prisa de su última hora decidió que no podía perder tiempo averiguándolas. Al buscar los cuadernos fueron apareciendo las joyas en cajas de zapatos, en bolsas de medias y en el fondo de los armarios donde las había puesto desde la época en que su marido se las regaló pensando que con eso podía alcanzar su amor. Las colocó en una vieja calceta de lana, la cerró con un alfiler imperdible y se las entregó a Blanca. -Guarde esto, hijita. Algún día pueden servirle para algo más que disfrazarse -dijo. Blanca lo comentó con Jaime y éste comenzó a vigilarla. Notó que su madre hacía una vida aparentemente normal, pero que casi no comía. Se alimentaba de leche y unas cucharadas de miel. Tampoco dormía mucho, pasaba la noche escribiendo o vagando por la casa. Parecía irse desprendiendo del mundo, cada vez más ligera, más transparente, más alada.
-Cualquier día de éstos va a salir volando -dijo Jaime preocupado. De pronto comenzó a asfixiarse. Sentía en el pecho el galope de un caballo enloquecido y la ansiedad de un jinete que va a toda prisa contra el viento. Dijo que era el asma, pero Alba se dio cuenta que ya no la llamaba con la campanita de plata para que la curara con abrazos prolongados. Una mañana vio a su abuela abrir las jaulas de los pájaros con inexplicable alegría.
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Clara escribió pequeñas tarjetas tiara sus seres queridos. que eran muchos, y las puso sigilosamente en una caja bajo su cama. A la mañana siguiente no se levantó y cuando llegó la mucama con el desayuno, no le permitió abrir las cortinas. Había comenzado a despedirse también de la luz, para entrar lentamente en las sombras. Advertido, Jaime fue a verla y no se fue hasta que ella se dejó examinar. No pudo encontrar nada anormal en su aspecto, pero supo, sin lugar a dudas, que iba a morir. Salió de la habitación con una amplia e hipócrita sonrisa y una vez fuera de la vista de su madre, tuvo que apoyarse en la pared, porque le flaqueaban las piernas. No se lo dijo a nadie en la casa. Llamó a un especialista que había sido su profesor en la Facultad de Medicina y ese mismo día éste se presentó en el hogar de los Trueba. Después de ver a Clara confirmó el diagnóstico de Jaime. Reunieron a la familia en el sayón y sin muchos preámbulos les notificaron que no viviría más de dos o tres semanas y que lo único que se podía hacer era acompañarla, para que muriera contenta.
-Creo que ha decidido morirse, y la ciencia no tiene remedio alguno contra ese mal -dijo Jaime.
Esteban Trucha agarró a su hijo por el cuello y estuvo a punto de estrangularlo, sacó a empujones al especialista y luego rompió a bastonazos las lámparas y las porcelanas del salón. Finalmente cayó de rodillas al suelo gimiendo como una criatura. Alba entró en ese momento y vio a su abuelo colocado a su altura, se acercó, lo quedó mirando sorprendida y cuando vio sus lágrimas, lo abrazó. Por el llanto del viejo la niña se enteró de la noticia. La única persona en la casa que no perdió la calma fue ella, debido a sus entrenamientos para soportar el dolor y al hecho de que su abuela le había explicado a menudo las circunstancias y los afanes de la muerte. -Igual que en el momento de venir al mundo, al morir tenemos hiedo de lo desconocido. Pero el miedo es algo interior que no tiene nada que ver con la realidad.
Morir es como nacer: sólo un cambio -había dicho Clara.
Agregó que si ella podía comunicarse sin dificultad con las almas del Más Allá, estaba totalmente segura de que después podría hacerlo con las almas del Más Acá, de modo que en vez de lloriquear cuando ese momento llegara quería que estuviera tranquila, porque en su caso la muerte no sería una separación, sino una forma de estar rnás unidas. Alba lo comprendió perfectamente.
Poco después Clara pareció entrar en un dulce sueño y sólo el visible esfuerzo por introducir aire en sus pulmones, señalaba que aún estaba viva. Sin embargo, la asfixia no parecía angustiarla, puesto que no estaba luchando por su vida. Su nieta permaneció a su lado todo el tiempo. Tuvieron que improvisarle una cama en el suelo, porque se negó a salir del cuarto y cuando quisieron sacarla a la fuerza, tuvo su primera pataleta. Insistía en que su abuela se daba cuenta de todo y la necesitaba. Así era, en efecto. Poco antes del final, Clara recuperó la conciencia y pudo hablar con tranquilidad. Lo primero que notó fue la mano de Alba entre las suyas.
-Voy a morir, ¿verdad, hijita? -preguntó.
-Sí, abuela, pero no importa, porque yo estoy contigo -respondió la niña. -Está bien. Saca una caja con tarjetas que hay debajo de la cama y repártelas, porque no voy a alcanzar a despedirme de todos.
Clara cerró los ojos, dio un suspiro satisfecho y se marchó al otro mundo sin mirar para atrás. A su alrededor estaba toda la familia, Jaime y Blanca demacrados por las
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noches de vigilia, Nicolás murmurando oraciones en sánscrito, Esteban con la boca y los puños apretados, infinitamente furioso y desolado, y la pequeña Alba, que era la única que se mantenía serena. También estaban los sirvientes, las hermanas Mora, un par de artistas paupérrimos que habían sobrevivido en la casa los últimos meses y un sacerdote que llegó llamado por la cocinera, pero no tuvo nada que hacer, porque Trucha no permitió que rnolestara a la moribunda con confesiones de última hora ni aspersiones de agua bendita.
Jaime se inclinó sobre el cuerpo buscando algún imperceptible latido en su corazón, pero no lo encontró.
-Mamá ya se fue -dijo en un sollozo.
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La época del estropicio
Capítulo X
No puedo hablar de eso. Pero intentaré escribirlo. Han pasado veinte años y durante mucho tiempo tuve un inalterable dolor. Creí que nunca podría consolarme, pero ahora, cerca de los noventa años, comprendo lo que ella quiso decir cuando nos aseguró que no tendría dificultad en comunicarse con nosotros, puesto que tenía mucha práctica en esos asuntos. Antes yo andaba como perdido, buscándola por todas partes. Cada noche, al acostarme, imaginaba que estaba conmigo, tal como era cuando tenía todos sus dientes y me amaba. Apagaba la luz, cerraba los ojos y en el silencio de mi cuarto procuraba visualizarla, la llamaba despierto y dicen que también la llamaba dormido.
La noche que murió me encerré con ella. Después de tantos años sin hablarnos, compartimos aquellas últimas horas reposando en el velero del agua mansa de la seda azul, como le gustaba llamar a su cama, y aproveché para decirle todo lo que no había podido decirle antes, rodó lo que me había callado desde la noche terrible en que la golpeé. Le quité la camisa de dormir y la revisé con cuidado buscando algún rastro de enfermedad que justificara su muerte, y al no encontrarlo, supe que simplemente había cumplido su misión en esta tierra y había volado a otra dimensión donde su espíritu, libre al fin de los lastres materiales, se sentiría más a gusto. No había ninguna deformidad ni nada terrible en su muerte. La examiné largamente, porque hacía muchos años que no tenía ocasión de observarla a mi antojo y en ese tiempo mi mujer había cambiado, como nos ocurre a todos con el transcurso de la edad. Me pareció tan hermosa como siempre. Había adelgazado y creí que había crecido, que estaba más alta, pero luego comprendí que era un efecto ilusorio, producto de mi propio achicamiento. Antes me sentía como un gigante a su lado, pero al acostarme con ella en la cama, noté que éramos casi del mismo tamaño. Tenía su mata de pelo rizado y rebelde que me encantaba cuando nos casamos, suavizada por unos mechones de canas que iluminaban su rostro dormido. Estaba muy pálida, con sombras en los ojos y
noté por primera vez que tenía pequeñas arrugas muy finas en la comisura de los labios y en la frente. Parecía una niña. Estaba fría, pero era la mujer dulce de siempre y pude hablarle tranquilamente, acariciarla, dormir un rato cuando el sueño venció la pena, sin que el hecho irremediable de su muerte alterara nuestro encuentro. Nos reconciliamos por fin.
Al amanecer empecé a arreglarla, para que todos la vieran bien presentada. Le coloqué una túnica blanca que había en su armario y me sorprendió que tuviera tan poca ropa, porque yo tenía la idea de que era una mujer elegante. Encontré unos calcetines de lana y se los puse para que no se le helaran los pies, porque era muy friolenta. Luego le cepillé el pelo con la idea de armar el moño que usaba, pero al pasar la escobilla se alborotaron sus rizos formando un marco alrededor de su cara y me pareció que así se veía más bonita. Busqué sus joyas, para ponerle alguna, pero no pude hallarlas, así es que me conformé con sacarme la alianza de oro que llevaba desde nuestro noviazgo y ponérsela en el dedo, para reemplazar la que se quitó cuando rompió conmigo. Acomodé las almohadas, estiré la cama, le puse unas gotas de agua de colonia en el cuello y luego abrí la ventana, para que entrara la mañana.
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Una vez que todo estuvo listo, abrí la puerta y permití que mis hijos y mi nieta se despidieran de ella. Encontraron a Clara sonriente, limpia hermosa, como siempre estuvo. Yo me había achicado diez centímetros, me nadaban los zapatos y tenía el pelo definitivamente blanco, pero ya no lloraba.
-Pueden enterrarla -dije-. Aprovechen de enterrar también la cabeza de mi suegra, que anda perdida en el sótano desde hace algún tiempo -agregué y salí arrastrando los pies para que no se me cayeran los zapatos.
Así se enteró mí nieta que aquello que había en la sombrerera de cuero de cochino y que le sirvió para jugar a las misas negras y poner de adorno en sus casitas del sótano, era la cabeza de su bisabuela Nívea, que permaneció insepulta durante mucho tiempo, primero para evitar el escándalo y después porque en el desorden de esta casa, se nos olvidó. Lo hicimos con el mayor sigilo, para no dar que hablar a la gente. Después que los empleados de la funeraria terminaron de colocar a Clara en su ataúd y de arreglar el salón como capilla mortuoria, con cortinajes y crespones negros, cirios chorreados y un altar improvisado sobre el piano, Jaime y Nicolás metieron en el ataúd la cabeza de su abuela, que, ya no era más que un juguete amarillo con expresión despavorida, para que descansara junto a su hija preferida.
El funeral de Clara fue un acontecimiento. Ni yo mismo me pude explicar de dónde salió tanta gente dolida por la muerte de mi mujer. No sabía que conociera a todo el mundo. Desfilaron procesiones interminables estrechándomela mano, una cola de automóviles trancó todos los accesos al cementerio y acudieron unas insólitas delegaciones de indigentes, escolares, sindicatos obreros, monjas, niños mongólicos, bohemios y espirituados. Casi todos los inquilinos de Las Tres Marías viajaron, algunos por primera vez en sus vidas, en camiones y en tren para despedirla. En la muchedumbre vi a Pedro Segundo García, a quien no había vuelto a ver en muchos años. Me acerqué a saludarlo, pero no respondió a mi señal. Se aproximó cabizbajo a la tumba abierta y arrojó sobre el ataúd de Clara un ramo medio marchito de flores silvestres que tenían la apariencia de haber sido robadas de un jardín ajeno. Estaba llorando.
Alba, tomada de mi mano, asistió a los servicios fúnebres. Vio descender el ataúd en la tierra, en el lugar provisorio que le habíamos conseguido, escuchó los interminables discursos exaltando las únicas virtudes que su abuela no tuvo y cuando regresó a la casa, corrió a encerrarse en el sótano a esperar que el espíritu de Clara se comunicara con ella, tal cual se lo había prometido. Allí la encontré sonriendo dormida, sobre los restos apolillados de Barrabás.
Esa noche no pude dormir. En mi mente se confundían los dos amores de mi vida, Rosa, la del pelo verde, y Clara clarividente, las dos hermanas que tanto amé. Al amanecer decidí que si no las había tenido en vida, al menos me acompañarían en la muerte, de modo que saqué del escritorio unas hojas de papel y me puse a dibujar el más digno y lujoso mausoleo, de mármol italiano color salmón con estatuas del mismo material que representarían a Rosa y a Clara con alas de ángeles, porque ángeles habían sido y seguirían siendo. Allí entre las dos, seré enterrado algún día. Quería morir lo antes posible, porque la vida sin mi mujer no tenía sentido para mí. No sabía que todavía tenía mucho que hacer en este mundo. Afortunadamente Clara ha regresado, o tal vez nunca se fue del todo. A veces pienso que la vejez me ha trastornado el cerebro y que no se puede pasar por alto el hecho de que la enterré hace veinte años. Sospecho que ando viendo visiones, como un anciano lunático. Pero esas dudas se disipan cuando la veo pasar por mi lado y oigo su risa en la terraza, sé que me acompaña, que me ha perdonado todas mis violencias del pasado y que está
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Isabel Allende 178 más cerca de mí de lo que nunca estuvo antes. Sigue viva y está conmigo, Clara clarísima…
La muerte de Clara trastornó por completo la vida de la gran casa de la esquina. Los tiempos cambiaron. Con ella se fueron los espíritus, los huéspedes y aquella luminosa alegría que estaba siempre presente debido a que ella no creía que el mundo fuera un valle de lágrimas, sino, por el contrario, una humorada de Dios, y por lo mismo era una estupidez tomarlo en serio, si Él mismo no lo hacía. Alba notó el deterioro desde los primeros días. Lo vio avanzar lento, pero inexorable. Lo percibió antes que nadie por las flores que se marchitaron en los jarrones, impregnando el aire con un olor dulzón y nauseabundo, donde permanecieron hasta secarse, se deshojaron, se cayeron y quedaron sólo unos tallos mustios que nadie retiró hasta mucho tiempo después. Alba no volvió a cortar flores para adornar la casa. Luego murieron las plantas porque nadie se acordó de regarlas ni de hablarles, como hacía Clara. Los gatos se fueron calladamente, tal como llegaron o nacieron en los vericuetos del tejado. Esteban Trueba se vistió de negro y pasó, en una noche, de su recia madurez de varón saludable, a una incipiente vejez encogida y tartamudeante, que no tuvo, sin embargo, la virtud de calmarle la ira. Llevó su riguroso luto por el resto de su vida, incluso cuando eso pasó de moda y nadie se lo ponía, excepto los pobres, que se ataban una cinta negra en la manga en señal de duelo. Se colgó al cuello una bolsita de gamuza suspendida de una cadena de oro, debajo de la camisa, junto a su pecho. Eran los dientes postizos de su mujer, que para él tenían un significado de buena suerte y de expiación. Todos en la familia sintieron que sin Clara se perdía la razón de estar juntos: no tenían casi nada que decirse. Trueba se dio cuenta de que lo único que lo retenía en su hogar era la presencia de su nieta.
En el transcurso de los años siguientes la casa se convirtió en una ruina. Nadie volvió a ocuparse del jardín, para regarlo o para limpiarlo, hasta que pareció tragado por el olvido, los pájaros y la mala yerba. Aquel parque geométrico que mandó plantar Trueba, siguiendo los diseños de los jardines de los palacios franceses, y la zona encantada donde reinaba Clara en el desorden y la abundancia, la lujuria de las flores y el caos de los filodendros, se fueron secando, pudriendo, enmalezando. Las estatuas ciegas y las fuentes cantarinas se taparon de hojas secas, excremento de pájaro y musgo. Las pérgolas, rotas y sucias, sirvieron de refugio a los bichos y de basurero a los vecinos. El parque se convirtió en un tupido matorral de pueblo abandonado, donde apenas se podía andar sin abrirse paso a machetazos. La macrocarpa que antes podaban con pretensiones barrocas, terminó desesperanzada, contrahecha y atormentada por los caracoles y las pestes vegetales. En los salones, poco a poco las cortinas se desprendieron de sus ganchos y colgaron como enaguas de anciana, polvorientas y desteñidas. Los muebles pisoteados por Alba que jugaba a las casitas y a las trincheras en ellos, se transformaron en cadáveres con los resortes al aire y el gran gobelino del salón perdió su pulquérrima impavidez de escena bucólica de Versalles y fue usado como blanco de los dardos de Nicolás y su sobrina. La cocina se cubrió de grasa y de hollín, se llenó de tarros vacíos y pilas de periódicos y dejó de producir las grandes fuentes de leche asada y los guisos perfumados de antaño. Los habitantes de la casa se resignaron a comer garbanzos y arroz con leche casi a diario, porque nadie se atrevía a hacer frente al desfile de cocineras verruguientas, enojadas y despóticas que reinaron por turnos entre las cacerolas renegridas por el mal uso. Los temblores de tierra, los portazos y el bastón de Esteban Trueba abrieron grietas en las murallas y astillaron las puertas, se soltaron las persianas de los goznes y nadie tomó la iniciativa de repararlas. Empezaron a gotear las llaves, a filtrarse las cañerías, a romperse las tejas, a aparecer manchas verdosas de humedad en los muros. Sólo el
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Isabel Allende 179 cuarto tapizado de seda azul de Clara permaneció intacto. En su interior quedaron los muebles de madera rubia, dos vestidos de algodón blanco, la jaula vacía del canario, la cesta con tejidos inconclusos, sus barajas mágicas, la mesa de tres patas y las rumas de cuadernos donde anotó la vida durante cincuenta años y que mucho tiempo después, en la soledad de la casa vacía y el silencio de los muertos y los desaparecidos, yo ordené y leí con recogimiento para reconstruir esta historia. Jaime y Nicolás perdieron el poco interés que tenían en la familia y no tuvieron compasión por su padre, que en su soledad procuró inútilmente construir con ellos una amistad que llenara el vacío dejado por una vida de malas relaciones. Vivían en la casa porque no tenían un lugar más conveniente donde comer y dormir, pero pasaban como sombras indiferentes, sin detenerse a ver el estropicio. Jaime ejercía su oficio con vocación de apóstol y con la misma tenacidad con que su padre sacó del abandono a Las Tres Marías y amasó una fortuna, él dejaba sus fuerzas trabajando en el hospital y atendiendo a los pobres gratuitamente en sus horas libres.
-Usted es un perdedor sin remedio, hijo -suspira Trucha-. No tiene sentido de la realidad. Todavía no se ha dado cuenta de cómo es el mundo. Apuesta a valores utópicos que no existen.
-Ayudar al prójimo es un valor que existe, padre.
No. La caridad, igual que su socialismo, es un invento de los débiles para doblegar y utilizar a los fuertes.
-No creo en su teoría de los fuertes y los débiles -replicaba Jaime.
-Siempre es así en la naturaleza. Vivimos en una jungla.
-Sí, porque los que hacen las reglas son los que piensan como usted, pero no siempre será así.
-Lo será, porque somos triunfadores. Sabemos desenvolvernos en el mundo y ejercer el poder. Hágame caso, hijo, asiente cabeza y ponga una clínica privada, yo lo ayudo. ¡Pero córtela con sus extravíos socialistas! -predicaba Esteban Trueba sin ningún resultado.
Después que Amanda desapareciera de su vida, Nicolás pareció estabilizarse emocionalmente. Sus experiencias en la India le dejaron el gusto por las empresas espirituales. Abandonó las fantásticas aventuras comerciales que le atormentaron la imaginación en los primeros años de su juventud así como su deseo de poseer a todas las mujeres que se le cruzaban por delante, y se volvió al anhelo que siempre tuvo de encontrar a Dios por caminos poco convencionales. El mismo encanto que antes empleó para conseguir alumnas para sus bailes flamencos, le sirvió para reunir a su alrededor un número creciente de adeptos. Eran en su mayoría jóvenes hastiados de la buena vida, que deambulaban como él en búsqueda de una filosofía que les permitiera existir sin participar en los agites terrenales. Se formó un grupo dispuesto a recibir los milenarios conocimientos que Nicolás había adquirido en Oriente. Por su orden, se reunieron en los cuartos traseros de la parte abandonada de la casa, donde Alba les repartía nueces y les servía infusiones de yerbas, mientras ellos meditaban con las piernas cruzadas. Cuando Esteban Trueba se dio cuenta que a sus espaldas circulaban los coetáneos y los epónimos respirando por el ombligo y quitándose la ropa a la menor invitación, perdió la paciencia y los echó amenazándolos con el bastón y con la policía. Entonces Nicolás comprendió que sin dinero no podría continuar enseñando La Verdad, de modo que empezó a cobrar modestos honorarios por sus enseñanzas. Con eso pudo alquilar una casa donde montó su academia de iluminados. Debido a las exigencias legales y á la necesidad de tener un nombre jurídico, la llamó Instituto de Unión con la Nada, IDUN. Pero su padre no estaba dispuesto a dejarlo en paz, porque
La casa de los espíritus
Isabel Allende 180 los seguidores de Nicolás comenzaron a aparecer fotografiados en los periódicos, con la cabeza afeitada, taparrabos indecentes y expresión beatífica, poniendo en ridículo el nombre de los Trueba. Apenas se supo que el profeta de IDUN era hijo del senador Trucha, la oposición explotó el asunto para burlarse de él, usando la búsqueda espiritual del hijo como un arma política contra el padre. Trueba soportó estoicamente hasta el día que encontró a su nieta Alba con la cabeza rapada como una bola de billar repitiendo incansablemente la palabra sagrada Om. Tuvo uno de sus más terribles ataques de rabia. Se dejó caer por sorpresa en el Instituto de su hijo, con dos matones contratados para tal fin, que destrozaron a golpes el escaso mobiliario y estuvieron a punto de hacer lo mismo con los pacíficos coetáneos, hasta que el viejo, comprendiendo que una vez más se le había pasado la mano, les ordenó detener la destrucción y que lo aguardaran afuera. A solas con su hijo, consiguió dominar el temblor furibundo que se había apoderado de él, para mascullarle con voz contenida que ya estaba harto de sus bufonadas.
-¡No quiero volver a verlo hasta que le salga pelo a mi nieta! -agregó antes de irse con un último portazo.
Al día siguiente Nicolás reaccionó. Empezó por tirar los escombros que habían dejado los matones de su padre y limpiar el local, mientras respiraba rítmicamente para vaciar de su interior todo rastro de cólera y purificar su espíritu. Luego, con sus discípulos vestidos con sus taparrabos y llevando pancartas en las que exigían libertad de culto y respeto por sus derechos ciudadanos, marcharon hasta las rejas del Congreso. Allí sacaron pitos de madera, campanillas y unos pequeños gongs improvisados, con los cuales armaron tina algarabía que detuvo el tránsito. Una vez que se hubo juntado bastante público, Nicolás procedió a quitarse toda la ropa y, completamente desnudo como un bebé, se acostó en medio de la calle con los brazos abiertos en cruz. Se produjo tal conmoción de frenazos, cornetas, chillidos y silbatinas, que la alarma llegó al interior del edificio. En el Senado se interrumpió la sesión donde se discutía el derecho de los terratenientes para cercar con alambres de púas los caminos vecinales, y salieron los congresales al balcón a gozar del inusitado espectáculo de un hijo del senador Trucha cantando salmos asiáticos totalmente en pelotas. Esteban Trueba bajó corriendo las anchas escaleras del Congreso y se lanzó a la calle dispuesto a matar a su hijo, pero no alcanzó a cruzar la reja, porque sintió que el corazón le explotaba de ira en el pecho y un velo rojo le nublaba la vista. Cayó al suelo.
A Nicolás se lo llevó un furgón de los carabineros y al senador se lo llevó una ambulancia de la Cruz Roja. El patatús duró a Trueba tres semanas y por poco lo despacha a otro mundo. Cuando pudo salir de la cama agarró a su hijo Nicolás por el cuello, lo montó en un avión y lo fletó en dirección al extranjero, con la orden de no volver a aparecer ante sus ojos por el resto de su vida. Le dio, sin embargo), suficiente dinero para que pudiera instalarse y sobrevivir por un largo tiempo, porque tal como se lo explicó Jaime, ésa era una mancera de evitar que hiciera más locuras que pudieran desprestigiarlo también en el extranjero.
En los años siguientes Esteban Trueba supo de la oveja negra de su familia por la esporádica correspondencia que Blanca mantenía con él. Así se enteró que Nicolás había formado en Norteamérica otra academia para unirse con la nada, con tanto éxito, que llegó a tener la riqueza que no obtuvo elevándose en globo o fabricando emparedados. Terminó remojándose con sus discípulos en su propia piscina de porcelana rosada; en medio del respeto de la ciudadanía, combinando, sin proponérselo, la búsqueda de Dios con la buena fortuna en los negocios. Esteban Trueba, por cierto, no lo creyó jamás.
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El senador esperó que creciera un poco el cabello a su nieta, para que no pensaran que tenía tiña, y fue personalmente a matricularla a un colegio inglés para señoritas, porque seguía pensando que ésa era la mejor educación, a pesar de los resultados contradictorios que obtuvo con sus dos hijos. Blanca estuvo de acuerdo, porque comprendió que no bastaba una buena conjunción de planetas en su carta astral para que Alba saliera adelante en la vida. En el colegio, Alba aprendió a comer verduras hervidas y arroz quemado, a soportar el frío del patio, cantar himnos y abjurar de todas las vanidades del mundo, excepto aquellas de orden deportivo. Le enseñaron a leer la Biblia, jugar al tenis y escribir a máquina. Eso último fue la única cosa útil que le dejaron aquellos largos años en idioma extranjero. Para Alba, que había vivido hasta entonces sin oír hablar de pecados ni de modales de señorita, desconociendo el límite entre lo humano y lo divino, lo posible y lo imposible, viendo pasar a un tío desnudo por los corredores dando saltos de karateca y al otro enterrado debajo de una montaña de libros a su abuelo destrozando a bastonazos los teléfonos y los maceteros de la terraza, a su madre escabulléndose con su maletita de payaso y a su abuela moviendo la mesa de tres patas y tocando a Chopin sin abrir el piano, la rutina del colegio le pareció insoportable. Se aburría en las clases. En los recreos se sentaba en el rincón más lejano y discreto del patio, para no ser vista, temblando de deseo de que la invitaran a jugar y rogando al mismo tiempo que nadie se fijara en ella. Su madre le advirtió que no intentara explicar a sus compañeras lo que había visto sobre la naturaleza humana en los libros de medicina de su tío Jaime, ni hablara a las maestras de las ventajas del esperanto sobre la lengua inglesa. A pesar de estas precauciones, la directora del establecimiento no tuvo dificultad en detectar, desde los primeros días, las extravagancias de su nueva alumna. La observó por un par de semanas y cuando estuvo segura del diagnóstico, llamó a Blanca Trueba a su despacho y le explicó, en la forma más cortés que pudo, que la niña escapaba por completo a los límites habituales de la formación británica y le sugirió que la pusiera en un colegio de monjas españolas, donde tal vez podrían dominar su imaginación lunática y corregir su pésima urbanidad. Pero el senador Trueba no estaba dispuesto a dejarse apabullar por una miss Saint John cualquiera, e hizo valer todo el peso de su influencia para que no expulsara a su nieta. Quería, a toda costa, que aprendiera inglés. Estaba convencido de la superioridad del inglés sobre el español, que consideraba un idioma de segundo orden, apropiado para los asuntos domésticos y la magia, para las pasiones incontrolables y las empresas inútiles, pero inadecuado para el mundo de la ciencia y de la técnica, donde esperaba ver triunfar a Alba. Había acabado por aceptar vencido por la oleada de los nuevos tiempos- que algunas mujeres no eran del todo idiotas y pensaba que Alba, demasiado insignificante para atraer a un esposo de buena situación, podía adquirir una profesión y acabar ganándose la vida como un hombre. En ese punto Blanca apoyó a su padre, porque había comprobado en carne propia los resultados de una mala preparación académica para enfrentar la vida.
-No quiero que seas pobre como yo, ni que tengas que depender de un hombre para que te mantenga -decía a su hija cada vez que la veía llorando porque no quería ir a clases.
No la retiraron del colegio y tuvo que soportarlo durante diez años ininterrumpidos. Para Alba, la única persona estable en aquel barco a la deriva en que se convirtió la gran casa de la esquina después de la muerte de Clara, era su madre. Blanca luchaba contra el estropicio y la decadencia con la ferocidad de una leona, pero era evidente que perdería la pelea contra el avance del deterioro. Sólo ella intentaba dar al caserón una apariencia de hogar. El senador Trueba siguió viviendo allí, pero dejó de invitar a sus amigos y relaciones políticas, cerró los salones y ocupó sólo la biblioteca y su
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Isabel Allende 182 habitación. Estaba ciego y sordo a las necesidades de su hogar. Muy atareado con la política y los negocios, viajaba constantemente, pagaba nuevas campañas electorales, compraba tierra y tractores, criaba caballos de carrera, especulaba con el precio del oro, el azúcar y el papel. No se daba cuenta de que las paredes de su casa estaban ávidas de una capa de pintura, los muebles desvencijados y la cocina transformada en un muladar. Tampoco veía los chalecos de lana apelmazada de su nieta, ni la ropa anticuada de su hija o sus manos destruidas por el trabajo doméstico y la arcilla. No actuaba así por avaricia: su familia había dejado simplemente de interesarle. Algunas veces se sacudía la distracción y llegaba con algún regalo desproporcionado y maravilloso para su nieta, que no hacía más que aumentar el contraste entre la riqueza invisible de las cuentas en los bancos y la austeridad de la casa. Entregaba a Blanca sumas variables, pero nunca suficientes, destinadas a mantener en marcha aquel caserón destartalado y oscuro, casi vacío y cruzado por las corrientes de aire, en que había degenerado la mansión de antaño. A Blanca nunca le alcanzaba el dinero para los gastos, vivían pidiendo prestado a Jaime y por más que recortara el presupuesto por aquí y lo remendara por allá, a fin de mes siempre tenía un alto de cuentas impagadas que iban acumulándose, hasta que tomaba la decisión de ir al barrio de los joyeros judíos a vender alguna de las alhajas, que un cuarto de siglo antes habían sido compradas allí mismo y que Clara le legó en un calcetín de lana. En la casa, Blanca andaba con delantal y alpargatas, confundiéndose con la escasa servidumbre que quedaba, y para salir usaba su mismo traje negro planchado y vuelto a planchar, con su blusa de seda blanca. Después que su abuelo enviudó y dejó de preocuparse por ella, Alba se vestía con lo que heredaba de algunas primas lejanas, que eran más grandes o más pequeñas que ella, de modo que en general los abrigos le quedaban como capotes militares y los vestidos cortos y estrechos. Jaime hubiera querido hacer algo por ellas, pero su conciencia le indicaba que era mejor gastar sus ingresos dando comida a los hambrientos, que lujos a su hermana y a su sobrina. Después de la muerte de su abuela, Alba comenzó a sufrir pesadillas que la hacían despertar gritando y afiebrada. Soñaba que se morían todos los miembros de su familia y ella quedaba vagando sola en la gran casa, sin más compañía que los tenues fantasmas deslucidos que deambulaban por los corredores. Jaime sugirió trasladarla a la habitación de Blanca, para que estuviera más tranquila. Desde que empezó a compartir el dormitorio con su madre, esperaba con secreta impaciencia el momento
de acostarse. Encogida entre sus sábanas, la seguía con la vista en su rutina de terminar el día y meterse a la cama. Blanca se limpiaba la cara con crema del Harem, una grasa rosada con perfume de rosas, que tenía fama de hacer milagros por la piel femenina, y se cepillaba cien veces su largo pelo castaño que empezaba a teñirse con algunas canas invisibles para todos, menos para ella. Era propensa al resfriado, por eso en invierno y en verano dormía con refajos de lana que ella misma tejía en los ratos libres. Cuando llovía se cubría las manos con guantes, para mitigar el frío polar que se le había introducido en los huesos debido a la humedad de la arcilla y que todas las inyecciones de Jaime y la acupuntura china de Nicolás fueron inútiles para curar. Alba la observaba ir y venir por el cuarto, con su camisón de novicia flotando alrededor del cuerpo, el pelo liberado del moño, envuelta en la suave fragancia de su ropa limpia y de la crema del Harem, perdida en un monólogo incoherente en el que se mezclaban las quejas por el precio de las verduras, el recuento de sus múltiples malestares, el cansancio de llevar a cuestas el peso de la casa, y sus fantasías poéticas con Pedro Tercero García, a quien imaginaba entre las nubes del atardecer o recordaba entre los dorados trigales de Las Tres Marías. Terminado su ritual, Blanca se introducía en su lecho y apagaba la luz. A través del estrecho pasillo que las separaba, tomaba la mano a su hija y le contaba los cuentos de los libros mágicos de los baúles encantados del
La casa de los espíritus
Isabel Allende 183 bisabuelo Marcos, pero que su mala memoria transformaba en cuentos nuevos. Así se enteró Alba de un príncipe que durmió cien años, de doncellas que peleaban cuerpo a cuerpo con los dragones, de un lobo perdido en el bosque a quien una niña destripó sin razón alguna. Cuando Alba quería volver a oír esas truculencias, Blanca no podía repetirlas, porque las había olvidado, en vista de lo cual, la pequeña tomó el hábito de escribirlas. Después anotaba también las cosas que le parecían importantes, tal como lo hacía su abuela Clara.
Los trabajos del mausoleo comenzaron al poco tiempo de la muerte de Clara, pero se demoraron casi dos años, porque fui agregando nuevos y costosos detalles: lápidas con letras góticas de oro, una cúpula de cristal para que entrara el sol y un ingenioso mecanismo copiado de las fuentes romanas, que permitía irrigar en forma constante y mesurada un minúsculo jardín interior, donde hice plantar rosas y camelias, las flores preferidas de las hermanas que habían ocupado mi corazón. Las estatuas fueron un problema. Rechacé varios diseños, porque no deseaba unos ángeles cretinos, sino los retratos de Rosa y Clara, con sus rostros, sus manos, su tamaño real. Un escultor uruguayo me dio en el gusto y las estatuas quedaron por fin como yo las quería. Cuando estuvo listo, me encontré ante un obstáculo inesperado: no pude trasladar a Rosa al nuevo mausoleo, porque la familia Del Valle se opuso. Intenté convencerlos con toda suerte de argumentos, con regalos y presiones, haciendo valer hasta el poder político, pero todo fue inútil. Mis cuñados se mantuvieron inflexibles. Creo que se habían enterado del asunto de la cabeza de Nívea y estaban ofendidos conmigo por haberla tenido en el sótano todo ese tiempo. Ante su testarudez, llamé a Jaime y le dije que se preparara para acompañarme al cementerio a robarnos el cadáver de Rosa.
No demostró ninguna sorpresa.
-Si no es por las buenas, tendrá que ser por las malas -expliqué a mi hijo. Como es habitual en estos casos, fuimos de noche y sobornamos al guardián, tal como hice mucho tiempo atrás, para quedarme con Rosa la primera noche que ella pasó allí. Entramos con nuestras herramientas por la avenida de los cipreses, buscamos la tumba de la familia Del Valle y nos dimos a la lúgubre tarea de abrirla. Quitamos cuidadosamente la lápida que guardaba el reposo de Rosa y sacamos del nicho el ataúd blanco, que era mucho más pesado de lo que suponíamos, de modo que tuvimos que pedir al guardián que nos ayudara. Trabajamos incómodos en el estrecho recinto, estorbándonos mutuamente con las herramientas, mal alumbrados por un
farol de carburo. Después volvimos a colocar la lápida en el nicho, para que nadie sospechara que estaba vacío. Terminamos sudando. Jaime había tenido la precaución de llevar una cantimplora con aguardiente y pudimos tomar un trago para darnos ánimo. A pesar de que ninguno de nosotros era supersticioso, aquella necrópolis de cruces, cúpulas y lápidas nos ponía nerviosos. Yo me senté en el umbral de la tumba a recuperar el aliento y pensé que ya no estaba nada joven, si mover un cajón me hacía perder el ritmo del corazón y ver puntitos brillantes en la oscuridad. Cerré los ojos y me acordé de Rosa, su rostro perfecto, su piel de leche, su cabello de sirena oceánica, sus ojos de miel provocadores de tumultos, sus manos entrelazadas con el rosario de nácar, su corona de novia. Suspiré evocando a esa virgen hermosa que se me había escapado de las manos y que estuvo allí, esperando durante todos esos años, que yo fuera a buscarla y la llevara al sitio donde le correspondía estar.
-Hijo, vamos a abrir esto. Quiero ver a Rosa -dije a Jaime.
No intentó disuadirme, porque conocía mi tono cuando la decisión era irrevocable. Acomodamos la luz del farol, él desprendió con paciencia los tornillos de bronce que el tiempo había oscurecido y pudimos levantar la tapa, que pesaba como si fuera de
La casa de los espíritus
Isabel Allende 184 plomo. A la blanca luz del carburo vi a Rosa, la bella, con sus azahares de novia, su pelo verde, su imperturbable belleza, tal como la viera muchos años antes, acostada en su féretro blanco sobre la mesa del comedor de mis suegros. Me quedé mirándola fascinado, sin extrañarme que el tiempo no la hubiera tocado, porque era la misma de mis sueños. Me incliné y deposité a través del cristal que cubría su rostro, un beso en los labios pálidos de la amada infinita. En ese momento una brisa avanzó reptando entre los cipreses, entró a traición por alguna rendija del ataúd que hasta entonces había permanecido hermético y en un instante la novia inmutable se deshizo como un encantamiento, se desintegró en un polvillo tenue y gris. Cuando levanté la cabeza y abrí los ojos, con el beso frío aún en los labios, ya no estaba Rosa, la bella. En su lugar había una calavera con las cuencas vacías, unas tiras de piel color marfil adheridas a los pómulos y unos mechones de crin mohoso en la nuca.
Jaime y el guardián cerraron la tapa precipitadamente, colocaron a Rosa en una carretilla y la llevaron al sitio que le estaba reservado junto a Clara en el mausoleo color salmón. Me quedé sentado sobre una tumba en la avenida de los cipreses, mirando la luna.
-Férula tenía razón -pensé-. Me he quedado solo y se me está achicando el cuerpo y el alma. Sólo me falta morir como un perro.
El senador Trueba luchaba contra sus enemigos políticos, que cada día avanzaban más en la conquista del poder. Mientras otros dirigentes del Partido Conservador engordaban, envejecían y perdían el tiempo en interminables discusiones bizantinas, él se dedicaba a trabajar, estudiar y recorrer el país de norte a sur, en una campaña personal que no cesaba nunca, sin tener en cuenta para nada sus años ni el sordo clamor de sus huesos. Lo reelegían senador en cada elección parlamentaria. Pero no estaba interesado en el poder, la riqueza o el prestigio. Su obsesión era destruir lo que él llamaba «el cáncer marxista», que estaba filtrándose poco a poco en el pueblo.
-¡Uno levanta una piedra y aparece un comunista! -decía.
Nadie más lo creía. Ni los mismos comunistas. Se burlaban un poco de él, por sus arrebatos de mal humor, su pinta de cuervo enlutado, su bastón anacrónico y sus pronósticos apocalípticos. Cuando les blandía delante de las narices las estadísticas y los resultados reales de las últimas votaciones, sus correligionarios temían que fueran chocheras de viejo.
-¡El día que no podamos echar el guante a las urnas antes que cuenten los votos, nos vamos al carajo! -sostenía Trueba.
-En ninguna parte han ganado los marxistas por votación popular. Se necesita por lo menos una revolución y en este país no pasan esas cosas -le replicaban.
-¡Hasta que pasan! -alegaba Trueba frenético.
-Cálmate, hombre. No vamos a permitir que eso pase -lo consolaban-. El marxismo no tiene ni la menor oportunidad en América Latina. ¿No ves que no contempla el lado mágico de las cosas? Es una doctrina atea, práctica y funcional. ¡Aquí no puede tener éxito!
Ni el mismo coronel Hurtado, que andaba viendo enemigos de la patria por todos lados, consideraba a los comunistas un peligro. Le hizo ver en más de una oportunidad, que el Partido Comunista estaba compuesto por cuatro pelagatos que no significaban nada estadísticamente y que se regían por los mandatos de Moscú con una beatería digna de mejor causa.
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-Moscú queda donde el diablo perdió el poncho, Esteban. No tienen idea de lo que pasa en este país -le decía el coronel Hurtado-. No tienen en cuenta para nada las condiciones de nuestro país, la prueba es que andan más perdidos que la Caperucita Roja. Hace poco publicaron un manifiesto llamando a los campesinos, los marineros y los indígenas a formar parte del primer soviet nacional, lo cual, desde todo punto de vista es una payasada. ¡Qué van a saber los campesinos lo que es un soviet! Y los marineros están siempre en alta mar y andan más interesados en los burdeles de otros puertos que en la política. ¡Y los indígenas! Nos quedan unos doscientos en total. No creo que hayan sobrevivido más a las masacres del siglo pasado, pero si quieren formar un soviet en sus reservaciones, allá ellos -se burlaba el coronel. -¡Sí, pero además de los comunistas están los socialistas, los radicales y otros grupúsculos! Todos son más o menos lo mismo -respondía Trueba. Para el senador Trueba todos los partidos políticos, excepto el suyo, eran potencialmente marxistas y no podía distinguir claramente la ideología de unos y otros. No vacilaba en exponer su posición en público cada vez que se le presentaba la oportunidad, por eso para todos menos para sus partidarios, el senador Trueba pasó a ser una especie de loco reaccionario y oligarca, muy pintoresco. El Partido Conservador tenía que frenarlo, para que no se fuera de lengua y los pusiera a todos en evidencia. Era el paladín furibundo dispuesto a dar la batalla en los foros, en las ruedas de prensa, en las universidades, donde nadie más se atrevía a dar la cara, allá estaba él inconmovible en su traje negro, con su melena de león y su bastón de plata. Era el blanco de los caricaturistas, que de tanto burlarse de él consiguieron hacerlo popular y en todas las elecciones arrasaba con la votación conservadora. Era fanático, violento y anticuado, pero representaba mejor que nadie los valores de la familia, la tradición, la propiedad y el orden. Todo el mundo lo reconocía en la calle, inventaban chistes a su costa y corrían de boca en boca las anécdotas que se le atribuían. Decían que, en ocasión de su ataque al corazón, cuando su hijo se desnudó en las puertas del Congreso, el Presidente de la República lo llamó a su oficina para ofrecerle la Embajada en Suiza, donde podría tener un cargo apropiado para sus años, que le permitiera reponer su salud. Decían que el senador Trueba respondió con un puñetazo sobre el escritorio del primer mandatario, volcando la bandera nacional y el busto del Padre de la Patria.
-¡De aquí no salgo ni muerto, Excelencia! -rugió-. ¡Porque apenas yo me descuide los marxistas le quitan a usted la silla donde está sentado!
Tuvo la habilidad de ser el primero que llamó a la izquierda «enemiga de la democracia», sin sospechar que años después ése sería el lema de la dictadura. En la lucha política ocupaba casi todo su tiempo y una buena parte de su fortuna. Notó que, a pesar de que siempre estaba tramando nuevos negocios, ésta parecía irse mermando desde la muerte de Clara, pero no se alarmó, porque supuso que en el orden natural de las cosas estaba el hecho irrefutable de que en su vida ella había sido un soplo de buena suerte, pero que no podía continuar beneficiándolo después de su muerte. Además, calculó que con lo que tenía podía mantenerse como un hombre rico por el tiempo que le quedaba en este mundo. Se sentía viejo, tenía la idea de que ninguno de sus tres hijos merecía heredarlo y que a su nieta la dejaría asegurada con Las Tres Marías, a pesar de que el campo ya no era tan próspero como antes. Gracias a las nuevas carreteras y automóviles, lo que antes era un safari en tren, se había reducido a sólo seis horas desde la capital a Las Tres Marías, pero él estaba siempre ocupado y no encontraba el momento para hacer el viaje. Llamaba al administrador de vez en cuando, para que le rindiera cuentas, pero esas visitas lo dejaban con la resaca del mal humor por varios días. Su administrador era un hombre derrotado por su propio pesimismo. Sus noticias eran una serie de infortunadas casualidades; se helaron las
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Isabel Allende 186 fresas, las gallinas se contagiaron de moquillo, se apestó la uva. Así el campo, que había sido la fuente de su riqueza, llegó a ser una carga y a menudo el senador Trueba tuvo que sacar dinero de otros negocios para apuntalar a esa tierra insaciable que parecía tener ganas de volver a los tiempos del abandono, antes que él la rescatara de la miseria.
-Tengo que ir a poner orden. Allá hace falta el ojo del amo -murmuraba. -Las cosas están muy revueltas en el campo, patrón -le advirtió muchas veces su administrador-. Los campesinos están alzados. Cada día hacen nuevas exigencias. Uno diría que quieren vivir como los patrones. Lo mejor es vender la propiedad. Pero Trueba no quería oír hablar de vender. «La tierra es lo único que queda cuando todo lo demás se acaba», repetía igual como lo hacía cuando tenía veinticinco años y lo presionaban su madre y su hermana por la misma razón. Pero, con el peso de la edad y el trabajo político, Las Tres Marías, como muchas otras cosas que antes le parecieron fundamentales, había dejado de interesarle. Sólo tenía un valor simbólico para él. El administrador tenía razón: las cosas estaban muy revueltas en esos años. Así lo andaba pregonando la voz de terciopelo de Pedro Tercero García, que gracias al milagro de la radio, llegaba a los más apartados rincones del país. A los treinta y tantos años seguía teniendo el aspecto de un rudo campesino, por una cuestión de estilo, ya que el conocimiento de la vida y el éxito le habían suavizado las asperezas y afinado las ideas. Usaba una barba montaraz y una melena de profeta que él mismo podaba de memoria con una navaja que había sido de su padre, adelantándose en varios años a la moda que después hizo furor entre los cantantes de protesta. Se vestía con pantalones de tela basta, alpargatas artesanales y en invierno se echaba encima un poncho de lana cruda. Era su traje de batalla. Así se presentaba en los escenarios y así aparecía retratado en las carátulas de los discos. Desilusionado de las organizaciones políticas, terminó por destilar tres o cuatro ideas primarias con las que armó su filosofía. Era un anarquista. De las gallinas y los zorros evolucionó para cantar a la vida, a la amistad, al amor y también a la revolución. Su música era muy popular y sólo alguien tan testarudo como el senador Trucha pudo ignorar su existencia. El viejo había prohibido la radio en su casa, para evitar que su nieta oyera las comedias y folletines en que las madres pierden a sus hijos y los recuperan después de años, así como evitar la posibilidad de que las canciones subversivas de su enemigo le malograran la digestión. Él tenía una radio moderna en su dormitorio, pero sólo escuchaba las noticias. No sospechaba que Pedro Tercero García era el mejor amigo de su hijo Jaime, ni que se reunía con Blanca cada vez que ella salía con su maleta de payaso tartamudeando pretextos. Tampoco sabía que algunos domingos asoleados llevaba a Alba a trepar a los cerros, se sentaba con ella en la cima a observar la ciudad y a comer pan con queso, y antes de dejarse caer rodando por las laderas, reventados.
de la risa como cachorros felices, le hablaba de los pobres, los oprimidos, los desesperados y otros asuntos que Trueba prefería que su nieta ignorara.
Pedro Tercero veía crecer a Alba y procuró estar cerca de ella, pero no llegó a considerarla realmente su hija, porque en ese punto Blanca fue inflexible. Decía que Alba había tenido que soportar muchos sobresaltos y que era un milagro que fuera una criatura relativamente normal, de modo que no había necesidad de agregarle otro motivo de confusión respecto a su origen. Era mejor que siguiera creyendo la versión oficial y, por otra parte, no quería correr el riesgo de que hablara del asunto con su abuelo, provocando una catástrofe. De todos modos, el espíritu libre y contestatario de la niña agradaba a Pedro Tercero.
-Si no es hija mía, merece serlo -decía, orgulloso.
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En todos esos años, Pedro Tercero nunca llegó a acostumbrarse a su vida de soltero, a pesar de su éxito con las mujeres, especialmente las adolescentes esplendorosas a quienes los quejidos de su guitarra encendían de amor. Algunas se introducían a viva fuerza en su vida. Él necesitaba la frescura de esos amores. Procuraba hacerlas felices un tiempo brevísimo, pero desde el primer instante de ilusión, comenzaba a despedirse, hasta que, por último, las abandonaba con delicadeza. A menudo, cuando tenía a una de ellas en la cama suspirando dormida a su lado, cerraba los ojos y pensaba en Blanca, en su amplio cuerpo maduro, en sus pechos abundantes y tibios, en las finas arrugas de su boca, en las sombras de sus ojos árabes y sentía un grito oprimiéndole el pecho. Intentó permanecer junto a otras mujeres, recorrió muchos caminos y muchos cuerpos alejándose de ella, pero en el momento más íntimo, en el punto preciso de la soledad y del presagio de la muerte, siempre era Blanca la única. A la mañana siguiente comenzaba el suave proceso de desprenderse de la nueva enamorada y apenas se encontraba libre, regresaba donde Blanca, más delgado, más ojeroso, más culpable, con una nueva canción en la guitarra y otras inagotables caricias para ella.
Blanca, en cambio, se había acostumbrado a vivir sola. Terminó por encontrar paz en sus quehaceres de la gran casa, en su taller de cerámica y en sus Nacimientos de animales inventados, donde lo único que correspondía a las leyes de la biología era la Sagrada Familia perdida en una multitud de monstruos. El único hombre de su vida era Pedro Tercero, pues tenía vocación para un solo amor. La fuerza de ese inconmovible sentimiento la salvó de la mediocridad y de la tristeza de su destino. Permanecía fiel aun en los momentos en que él se perdía detrás de algunas ninfas de pelo lacio y huesos largos, sin amarlo menos por ello. Al principio creía morir cada vez que se alejaba, pero pronto se dio cuenta de que sus ausencias duraban lo que un suspiro y que invariablemente regresaba más enamorado y más dulce. Blanca prefería esos encuentros furtivos con su amante en hoteles de cita, a la rutina de una vida en común, al cansancio de un matrimonio y a la pesadumbre de envejecer juntos compartiendo las penurias de fin de mes, el mal olor en la boca al despertar, el tedio de los domingos y los achaques de la edad. Era una romántica incurable. Alguna vez tuvo la tentación de tomar su maleta de payaso y lo que quedaba de las joyas del calcetín, e irse con su hija a vivir con él, pero siempre se acobardaba. Tal vez temía que ese grandioso amor, que había resistido tantas pruebas, no pudiera sobrevivir a la más terrible de todas: la convivencia. Alba estaba creciendo muy rápido y comprendía que no le iba a durar mucho el buen pretexto de velar por su hija para postergar las exigencias de su amante, pero prefería siempre dejar la decisión para más adelante. En realidad, tanto como temía la rutina, la horrorizaba el estilo de vida de Pedro Tercero, su modesta casita de tablas y calaminas en una población obrera, entre cientos de otras tan pobres como la suya, con piso de tierra apisonada, sin agua y con un solo bombillo colgando del techo. Por ella, él salió de la población y se mudó a un departamento en el centro, ascendiendo así, sin proponérselo, a una clase media a la cual nunca tuvo aspiración de pertenecer. Pero tampoco eso fue suficiente para Blanca.
El departamento le pareció sórdido, oscuro, estrecho y el edificio promiscuo. Decía que no podía permitir que Alba creciera allí, jugando con otros niños en la calle y en las escaleras, educándose en una escuela pública. Así se le pasó la juventud y entró en la madurez, resignada a que los únicos momentos de placer eran cuando salía disimuladamente con su mejor ropa, su perfume y las enaguas de mujerzuela que a Pedro Tercero cautivaban y que ella escondía, arrebolada de vergüenza, en lo más secreto de su ropero, pensando en las explicaciones que tendría que dar si alguien las descubría. Esa mujer práctica y terrenal para todos los aspectos de la existencia, sublimó su pasión de infancia, viviéndola trágicamente. La alimentó de fantasías, la
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Isabel Allende 188 idealizó, la defendió con fiereza, la depuró de las verdades prosaicas y pudo convertirla en un amor de novela.
Por su parte, Alba aprendió a no mencionar a Pedro Tercero García, porque conocía el efecto que ese nombre causaba en la familia. Intuía que algo grave había ocurrido entre el hombre de los dedos cortados qué besaba a su madre en la boca, y el abuelo, pero todos, hasta el mismo Pedro Tercero, contestaban a sus preguntas con evasivas. En la intimidad del dormitorio, a veces Blanca le contaba anécdotas de él y le enseñaba sus canciones con la recomendación de que no fuera a tararearlas en la casa. Pero no le contó que era su padre y ella misma parecía haberlo olvidado. Recordaba el pasado como una sucesión de violencias, abandonos y tristezas y no estaba segura de que las cosas hubieran sido como pensaba. Se había desdibujado el episodio de las momias, los retratos y el indio lampiño con zapatos Luis XV, que provocaron su huida de la casa de su marido. Tantas veces repitió la historia de que el conde había muerto de fiebre en el desierto, que llegó a creerla. Años después, el día que llegó su hija a anunciarle que el cadáver de Jean de Satigny yacía en la nevera de la morgue, no se alegró, porque hacía mucho tiempo que se sentía viuda. Tampoco intentó justificar su mentira. Sacó del armario su antiguo traje sastre negro, se acomodó las horquillas en el moño y acompañó a Alba a sepultar al francés en el Cementerio General, en una tumba del Municipio, donde iban a parar los indigentes, porque el senador Trueba se negó a cederle un lugar en su mausoleo color salmón. Madre e hija caminaron solas detrás del ataúd negro que pudieron comprar gracias a la generosidad de Jaime. Se sentían un poco ridículas en el bochornoso mediodía estival, con un ramo de flores mustias en las manos y ninguna lágrima para el cadáver solitario que iban a enterrar.
-Veo que mi padre ni siquiera tenía amigos -comentó Alba.
Tampoco en esa ocasión Blanca admitió a su hija la verdad.
Después que tuve a Clara y a Rosa acomodadas en mi mausoleo, me sentí algo más tranquilo, porque sabía que tarde o temprano estaríamos los tres reunidos allí, junto a otros seres queridos, como mi madre, la Nana y la misma Férula, quien espero me haya perdonado. No imaginé que iba a vivir tanto como he vivido y que tendrían que esperarme tan largo tiempo.
La habitación de Clara permaneció cerrada con llave. No quería que nadie entrara, para que no movieran nada y yo pudiera encontrar su espíritu allí presente cada vez que lo deseara. Empecé a tener insomnio, el mal de todos los viejos. En las noches deambulaba por la casa sin poder conciliar el sueño, arrastrando las zapatillas que me quedaban grandes, envuelto en la antigua bata episcopal que todavía guardo por razones sentimentales, rezongando contra el destino, como un anciano acabado. Con la luz del sol, sin embargo, recuperaba el deseo de vivir. Aparecía a la hora del desayuno con la camisa almidonada y mi traje de luto, afeitado y tranquilo, leía el periódico con mi nieta, ponía al día mis asuntos de negocios y la correspondencia y luego salía por el resto del día. Dejé de comer en la casa, incluso los sábados y domingos, porque sin la presencia catalizadora de Clara, no había ninguna razón para soportar las peleas con mis hijos.
Mis únicos dos amigos procuraban quitarme el luto del alma. Almorzaban conmigo, jugábamos al golf, me desafiaban al dominó. Con ellos discutía mis negocios, hablaba de política y a veces de la familia. Una tarde en que me vieron más animado, me invitaron al Cristóbal Colón, con la esperanza de que una mujer complaciente me hiciera recuperar el buen humor. Ninguno de los tres teníamos edad para esas aventuras, pero nos tomamos un par de copas y partimos.
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Había estado en el Cristóbal Colón hacía algunos años, pero casi lo había olvidado. En los últimos tiempos, el hotel había adquirido prestigio turístico y los provincianos viajaban a la capital nada más que para visitarlo y después contarlo a sus amigos. Llegamos al anticuado caserón, que por fuera se mantenía igual desde hacía muchísimos años. Nos recibió un portero que nos condujo al salón principal, donde recordaba haber estado antes, en la época de la matrona francesa o, mejor dicho, con acento francés. Una muchachita, vestida como una escolar, nos ofreció un vaso de vino a cuenta de la casa. Uno de mis amigos trató de tomarla por la cintura, pero ella le advirtió que pertenecía al personal de servicio y que debíamos esperar a las profesionales: Momentos después se abrió una cortina y apareció una visión de las antiguas cortes árabes: un negro enorme, tan negro que parecía azul, con los músculos aceitados, cubierto con unas bombachas de seda color zanahoria, un chaleco sin mangas, turbante de lamé morado, babuchas de turco y un anillo de oro atravesado en la nariz. Al sonreír, vimos que tenía todos los dientes de plomo. Se presentó como Mustafá y nos pasó un álbum de retratos, para que eligiéramos la mercancía. Por primera vez en mucho tiempo reí de buena gana, porque la idea de un catálogo de prostitutas me pareció muy divertida. Hojeamos el álbum, donde había mujeres gordas, delgadas, de pelo largo, de pelo corto, vestidas como ninfas, como amazonas, como novicias, como cortesanas, sin que fuera posible para mí escoger una, porque todas tenían la expresión pisoteada de las flores de banquete. Las últimas tres páginas del álbum estaban destinadas a muchachos con túnicas griegas, coronados de laureles, jugando entre falsas ruinas helénicas, con sus nalgas regordetas y sus párpados pestañudos, repugnantes. Yo no había visto de cerca a ningún marica confeso, excepto Carmelo el que se vestía de japonesa en el Farolito Rojo, por eso me sorprendió que uno de mis amigos, padre de familia y corredor de la Bolsa de Comercio, eligiera a uno de esos adolescentes culones de los retratos. El muchacho surgió como por arte de magia detrás de las cortinas y se llevó a mi amigo de la mano, entre risitas y contoneos femeninos. Mi otro amigo prefirió a una gordísima odalisca, con quien dudo que haya podido realizar ninguna proeza, debido a su edad avanzada y su frágil esqueleto, pero, en todo caso, salió con ella, también tragados por la cortina.
-Veo que al señor le cuesta decidirse -dijo Mustafá cordialmente-. Permítame ofrecerle lo mejor de la casa. Le voy a presentar a Afrodita.
Y entró Afrodita al salón, con tres pisos de crespos en la cabeza, mal cubierta por unos tules drapeados y chorreando uvas artificiales desde el hombro hasta las rodillas. Era Tránsito Soto, quien había adquirido un definitivo aspecto mitológico, a pesar de las uvas chabacanas y los tules de circo.
-Me alegro de verlo, patrón -saludó.
Me llevó a través de la cortina y desembocamos en un breve patio interior, el corazón de aquella laberíntica construcción. El Cristóbal Colón estaba formado por dos o tres casas antiguas, unidas estratégicamente por patios traseros, corredores y puentes hechos con tal fin. Tránsito Soto me condujo a una habitación anodina, pero limpia, cuya única extravagancia eran unos frescos eróticos mal copiados de los de Pompeya, que un pintor mediocre había reproducido en las paredes, y una bañera grande, antigua, algo oxidada, con agua corriente. Silbé admirativamente.
-Hicimos algunos cambios en el decorado -dijo ella.
Tránsito se quitó las uvas y los tules, y volvió a ser la mujer que yo recordaba, sólo que más apetecible y menos vulnerable, pero con la misma expresión ambiciosa de los ojos que me cautivara cuando la conocí. Me contó de la cooperativa de prostitutas y maricones, que había resultado formidable. Entre todos levantaron al Cristóbal Colón
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Isabel Allende 190 de la ruina en que lo dejó la falsa madama francesa de antaño, y trabajaron para convertirlo en un acontecimiento social y un monumento histórico, que andaba en boca de marineros por los más remotos mares. Los disfraces eran la mayor contribución al éxito, porque removían la fantasía erótica de los clientes, así como el catálogo de putas, que habían podido reproducir y distribuir por algunas provincias, para despertar en los hombres el deseo de llegar a conocer algún día el famoso burdel. -Es una lata andar con estos trapos y estas uvas de mentira, patrón, pero a los hombres les gusta. Se van contando y eso atrae a otros. Nos va muy bien, es un buen negocio y nadie aquí se siente explotado. Todos somos socios. Ésta es la única casa de putas del país que tiene su propio negro auténtico. Otros que usted ve por ahí son pintados, en cambio a Mustafá, aunque lo frote con lija, negro se queda. Y esto está limpio. Aquí se puede tomar agua en el excusado, porque echamos lejía hasta por donde usted no se imagina y todas estamos controladas por Sanidad. No hay venéreas.
Tránsito se quitó el último velo y su magnífica desnudez me apabulló tanto, que de pronto sentí un mortal cansancio. Tenía el corazón agobiado por la tristeza y el sexo fláccido como una flor mustia y sin destino entre las piernas. -¡Ay, Tránsito! Creo que ya estoy muy viejo para esto -balbuceé.
Pero Tránsito Soto comenzó a ondular la serpiente tatuada alrededor de su ombligo, hipnotizándome con el suave contorneo de su vientre, mientras me arrullaba con su voz de pájaro ronco, hablando de los beneficios de la cooperativa y las ventajas del catálogo. Tuve que reírme, a pesar de todo, y poco a poco sentí que mi propia risa era como un bálsamo. Con el dedo traté de seguir el contorno de la serpiente, pero se me deslizó zigzagueando. Me maravillé de que esa mujer, que no estaba en su primera ni en su segunda juventud, tuviera la piel tan firme y los músculos tan duros, capaces de mover a aquel reptil como si tuviera vida propia. Me incliné a besar el tatuaje y comprobé, satisfecho, que no estaba perfumada. El olor cálido y seguro de su vientre me entró por las narices y me invadió por completo, alertando en mi sangre un hervor que creía enfriado. Sin dejar de hablar, Tránsito abrió las piernas, separando las suaves columnas de sus muslos, en un gesto casual, como si acomodara la postura. Comencé a recorrerla con los labios, aspirando, hurgando, lamiendo, hasta que olvidé el luto y el peso de los años y el deseo me volvió con la fuerza de otros tiempos y sin dejar de acariciarla y besarla fui quitándole la ropa a tirones, con desesperación, comprobando feliz la firmeza de mi masculinidad, al tiempo que me hundía en el animal tibio y misericordioso que se me ofrecía, arrullado por la voz de pájaro ronco, enlazado por los brazos de la diosa, zarandeado por la fuerza de esas caderas, hasta perder la noción de las cosas y estallar en gozo.
Después nos remojamos los dos en la bañera con agua tibia, hasta que me volvió el alma al cuerpo y me sentí casi curado. Por un instante jugueteé con la fantasía de que Tránsito era la mujer que siempre había necesitado y que a su lado podría volver a la época en que era capaz de levantar en vilo a una robusta campesina, subirla al anca de mi caballo y llevarla a los matorrales contra su voluntad.
-Clara:.. -murmuré sin pensar, y entonces sentí que caía una lágrima por mi mejilla y luego otra y otra más, hasta que fue un torrente de llanto, un tumulto de sollozos, un sofoco de nostalgias y de tristezas, que Tránsito Soto reconoció sin dificultad, porque tenía una larga experiencia con las penas de los hombres. Me dejó llorar todas las miserias y las soledades de los últimos años y después me sacó de la bañera con cuidados de madre, me secó, me hizo masajes hasta dejarme blando como un pan remojado y me tapó cuando cerré los ojos en la cama. Me besó en la frente y salió de puntillas.
La casa de los espíritus
Isabel Allende
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-¿Quién será Clara? -la oí murmurar al salir.


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