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Calibán y la bruja (III)

Silvia Federici :: 01.11.18

Tercera parte de la obra que lanzó a Silvia Federici en la cresta de la ola feminista que invade el mundo y nos ofrece la utopía del fin del patriarcado y del capitalismo.

3. El gran Calibán. La lucha contra el cuerpo rebelde

Y siendo la vida un movimiento de miembros […] ¿Qué es en realidad el corazón sino un resorte; y los nervios qué son, sino diversas fibras; y las articulaciones sino varias ruedas que dan movimiento al cuerpo entero.
Hobbes, Leviatán, 1650.
Sin embargo seré una criatura más noble y, en el preciso momento en que mis necesidades naturales me rebajen a la condición de Bestia, mi Espíritu surgirá, y remontará, y volará hacia el trabajo de los ángeles.
Cotton Mather, Diary, 1680-1708.
[…] tened alguna Piedad de mí […] pues mis Amigos son muy Pobres, y mi Madre está muy enferma, y yo voy a morir el próximo miércoles por la Mañana, por eso espero que usted sea lo suficientemente bueno como para darle a mis Amigos una pequeña Insignificancia de Dinero para que paguen el Ataúd y la Mortaja, para que puedan retirar mi cuerpo del Árbol en el que voy a morir […] y no sea débil de Corazón […] espero que usted tenga en Consideración mi pobre Cuerpo, considérelo como si fuera el suyo, usted querría que su propio Cuerpo estuviera a salvo de los Cirujanos.
Carta de Richard Tobin, condenado a muerte en Londres en 1739.
Una de las condiciones para el desarrollo capitalista fue el proceso que Michel Foucault definió como «disciplinamiento del cuerpo», que desde mi punto de vista consistió en un intento por parte del Estado y de la Iglesia para transformar las potencias del individuo en fuerza de trabajo. Este capítulo examina la forma en la que se concibió esta transformación en los debates filosóficos de la época y las intervenciones estratégicas que se generaron en torno a la misma.
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En el siglo XVI, en las zonas de Europa occidental más afectadas por la Reforma Protestante y por el surgimiento de una burguesía mercantil, se observa la emergencia en todos los campos —el teatro, el púlpito, la imaginación política y filosófica— de un nuevo concepto de persona. Su encarnación ideal es el Próspero de Shakespeare de La Tempestad (1612), que combina la espiritualidad celestial de Ariel y la materialidad brutal de Calibán. Sin embargo, su figura delata cierta ansiedad sobre el equilibrio que se había alcanzado, lo que hace imposible cualquier orgullo por la especial posición del «Hombre» en el Orden de los Seres. Al derrotar a Calibán, Próspero debe admitir que «este ser de tinieblas es mío», recordándole así a su audiencia que, en tanto humanos, es verdaderamente problemático que seamos a la vez el ángel y la bestia.

En el siglo XVII, lo que permanece en Próspero como aprensión subliminal se concreta como conflicto entre la Razón y las Pasiones del Cuerpo, lo cual da un nuevo sentido a los clásicos temas judeocristianos para producir un novedoso paradigma antropológico. El resultado es la reminiscencia de las escaramuzas medievales entre ángeles y demonios por la posesión del alma que parte hacia el más allá. Pero el conflicto está ahora escenificado dentro de la persona, que es presentada como un campo de batalla en el que existen elementos opuestos en lucha por la dominación. Por un lado, están las «fuerzas de la Razón»: la parsimonia, la prudencia, el sentido de la responsabilidad, el autocontrol. Por otro lado, están los «bajos instintos del Cuerpo»: la lascivia, el ocio, la disipación sistemática de las energías vitales que cada uno posee. Este combate se libra en distintos frentes ya que la Razón debe mantenerse atenta ante los ataques del ser carnal y evitar que (en palabras de Lutero) la «sabiduría de la carne» corrompa los poderes de la mente. En los casos extremos, la persona se convierte en un terreno de la lucha de todos contra todos:
No me dejéis ser nada, si dentro de la brújula de mi ser no encuentro la Batalla de Lepanto: las Pasiones contra la Razón, la Razón contra la Fe, la Fe contra el Demonio y mi Conciencia contra todos ellos. (Thomas Browne, 1928: 76)

A lo largo de este proceso tiene lugar un cambio en el campo metafórico, en tanto que la representación filosófica de la psicología individual se apropia de imágenes del Estado como entidad política, para sacar a la luz un paisaje habitado por «gobernantes» y «sujetos rebeldes», «multitudes» y «sediciones», «cadenas» y «órdenes imperiosas» e incluso por el verdugo (como dice Thomas Browne) (ibidem: 72). Como veremos, este conflicto entre la Razón y el Cuerpo, descrito por los filósofos como un enfrentamiento desenfrenada entre «lo mejor» y «lo más bajo», que no puede ser atribuido sólo al gusto por lo figurativo durante el Barroco, será purificado más tarde para favorecer un lenguaje «más masculino». El discurso sobre la persona en el siglo XVII imagina el desarrollo de una batalla en el microcosmos del individuo que sin duda se fundamenta en la realidad de la época. Éste es un aspecto del proceso más general de reforma social, a partir de la cual, ya en la «Era de la Razón», la burguesía emergente intentó amoldar a las clases subordinadas a las necesidades de desarrollo de la economía capitalista.
En el intento de formar un nuevo tipo de individuo, la burguesía entabló esa batalla contra el cuerpo que se convirtió en su impronta histórica. De acuerdo con Max Weber, la reforma del cuerpo está en el corazón de la ética burguesa porque el capitalismo hace de la adquisición «el objetivo final de la vida», en lugar de tratarla como medio para satisfacer nuestras necesidades; por lo tanto, necesita que perdamos el derecho a cualquier forma espontánea de disfrutar de la vida (Weber, 1958: 53). El capitalismo intenta también superar nuestro «estado natural» al romper las barreras de la naturaleza y al extender el día de trabajo más allá de los límites definidos por la luz solar, los ciclos estacionales y el cuerpo mismo, tal y como estaban constituidos en la sociedad pre-industrial.
También Marx concibe la alienación del cuerpo como un rasgo distintivo de la relación entre el capitalista y el obrero. Al transformar el trabajo en una mercancía, el capitalismo hace que los trabajadores subordinen su actividad a un orden externo sobre el que no tienen control y con el cual no se pueden identificar. De este modo, el proceso de trabajo se convierte en un espacio de extrañamiento: el trabajador «sólo se siente en sí fuera del trabajo, y en el trabajo fuera de sí. Está en lo suyo cuando no trabaja y cuando trabaja no está en lo suyo» (Marx, 1961: 72). Por otra parte, en el desarrollo de una economía capitalista, el trabajador se convierte (aunque sólo sea formalmente) en «libre dueño» de «su» fuerza de trabajo, que (a diferencia del esclavo) puede poner a disposición del comprador por un periodo limitado de tiempo. Esto implica que «ha de poder disponer libremente de su fuerza de trabajo» (sus energías, sus facultades) «como de su propia mercancía» (Marx, 1909, T. I: 186). Esto también conduce a un sentido de disociación con respecto al cuerpo, que viene redifinido y reducido a un objeto con el cual la persona deja de estar inmediatamente identificada.
La imagen de un trabajador que vende libremente su trabajo, o que entiende su cuerpo como un capital que ha de ser entregado al mejor postor, está referida a una clase trabajadora ya moldeada por la disciplina del trabajo capitalista. Pero no es sino hasta la segunda mitad del siglo XIX cuando puede vislumbrarse un trabajador como éste —templado, prudente, responsable, orgulloso de poseer un reloj (Thompson, 1964) y que considera las condiciones impuestas por el modo de producción capitalista como «leyes de la naturaleza» (Marx, 1909, T. I: 809)—; un tipo de trabajador que personifica a la utopía capitalista y es punto de referencia para Marx.
La situación era completamente diferente en el periodo de acumulación primitiva, cuando la burguesía emergente descubrió que la «liberación de fuerza de trabajo» —es decir, la expropiación de las tierras comunes del campesinado— no fue suficiente para forzar a los proletarios desposeídos a aceptar el trabajo asalariado. A diferencia del Adán de Milton, quien, al ser expulsado del Jardín del Edén, marchó alegremente hacia una vida dedicada al trabajo, los trabajadores y artesanos expropiados no aceptaron trabajar por un salario de forma pacífica. La mayor parte de las veces se convirtieron en mendigos, vagabundos o criminales. Haría falta un largo proceso para producir una fuerza de trabajo disciplinada. Durante los siglos XVI y XVII, el odio hacia el trabajo asalariado era tan intenso que muchos proletarios preferían arriesgarse a terminar en la horca que subordinarse a las nuevas condiciones de trabajo (Hill, 1975: 219-39).

Esta fue la primera crisis capitalista, mucho más seria que todas las crisis comerciales que amenazaron los cimientos del sistema capitalista durante la primera fase de su desarrollo.7 Como es bien sabido, la respuesta de la burguesía fue la multiplicación de las ejecuciones; la construcción de un verdadero régimen de terror, implementado a través de la intensificación de las penas (en particular las que castigaban los crímenes contra la propiedad); y la introducción de «leyes sangrientas» contra los vagabundos con la intención de fijar a los trabajadores a los trabajos que se les había impuesto, de la misma manera que, en su momento, los siervos estuvieron fijados a la tierra. Sólo en Inglaterra, 72.000 personas fueron colgadas por Enrique VIII durante los treinta y ocho años de su reinado; y la masacre continuó hasta finales del siglo XVI. En la década

desesperadamente por evitar esta suerte (Hill, 1975: 220-22). Ya en el siglo XVII, el trabajo asalariado era aún considerado una forma de esclavitud, hasta el punto que los que defendían la igualdad social (levellers) excluían a los trabajadores asalariados del derecho al voto: no los consideraban lo suficientemente independientes para poder elegir libremente a sus representantes (Macpherson, 1962: 107-59).
7 En 1622, cuando Jacobo I le pidió a Thomas Mun que investigara las causas de la crisis económica que había golpeado al país, éste finalizó su informe echándole la culpa de los problemas de la nación a la ociosidad de los trabajadores ingleses. Se refirió en particular a «la lepra generalizada de nuestro tocar la gaita, de nuestro hablar al tuntún, de nuestros festines, de nuestras discusiones y el tiempo que perdemos en ocio y placer» que, desde su punto de vista, ponía a Inglaterra en desventaja en la competencia comercial con los laboriosos holandeses (Hill, 1975: 125).
de 1570, entre 300 y 400 «delincuentes» fueron «devorados por las horcas en un lugar u otro cada año» (Hoskins, 1977: 9). Sólo en Devon, setenta y cuatro personas fueron colgadas durante 1598 (ibidem).
Pero la violencia de la clase dominante no se limitó a reprimir a los transgresores. También apuntaba hacia una transformación radical de la persona, pensada para erradicar del proletariado cualquier comportamiento que no condujera a la imposición de una disciplina de trabajo más estricta. Las dimensiones de este ataque pueden verse en la legislación social que, a mediados del siglo XVI, fue introducida en Inglaterra y Francia. Se prohibieron los juegos, en particular aquellos que, además de ser inútiles, debilitaban el sentido de responsabilidad del individuo y la «ética del trabajo». Se cerraron tabernas y baños públicos. Se establecieron castigos para la desnudez y también para otras formas «improductivas» de sexualidad y sociabilidad. Se prohibió beber, decir palabrotas e insultar.
En medio de este vasto proceso de ingeniería social comenzó a tomar forma una nueva concepción sobre el cuerpo y una nueva política sobre éste. La novedad fue el ataque al cuerpo como fuente de todos los males, si bien fue estudiado con idéntica pasión con la que, en los mismos años, se animó la investigación sobre los movimientos celestes.
¿Por qué el cuerpo fue tan importante para la política estatal y el discurso intelectual? Una se siente tentada a responder que esta obsesión por el cuerpo refleja el miedo que inspiraba el proletariado en la clase dominante. Era el mismo miedo que sentían por igual el burgués o el noble, quienes, dondequiera que fuesen, en las calles o durante sus viajes, eran asediados por una muchedumbre amenazadora que imploraba ayuda o se preparaba para robarles. Era también el mismo miedo que sentían aquéllos que dirigían la administración del Estado, cuya consolidación se veía continuamente debilitada —pero también determinada— por la amenaza de los disturbios y de los desórdenes sociales.
Sin embargo eso no era todo. No hay que olvidar que el proletariado mendicante y revoltoso —que forzaba a los ricos a viajar en coches de caballos para escapar de sus ataques o a irse a la cama con dos pistolas bajo la almohada— fue el mismo sujeto social que aparecía, cada vez más, como la fuente de toda la riqueza. Era el mismo proletariado sobre el que los mercantilistas, los primeros economistas de la sociedad capitalista, nunca se cansaron de repetir (aunque no sin dudarlo) que «mientras más, mejor», lamentándose frecuentemente de que tantos cuerpos se desperdiciaran en la horca.
Habrían de pasar muchas décadas antes de que el concepto del valor del trabajo entrara en el panteón del pensamiento económico. Pero el hecho de que el trabajo (la «industria»), más que la tierra o cualquier otra «riqueza natural», se convirtiera en la fuente principal de acumulación era una verdad bien comprendida en una época en la que el bajo nivel de desarrollo tecnológico hizo de los seres humanos el recurso productivo más importante. Como dijo Thomas Mun (el hijo de un comerciante londinense y portavoz de la doctrina mercantilista):
[…] sabemos que nuestras propias mercaderías no nos producen tanta ganancia como nuestra industria […] Pues el Hierro no es de gran valor si está en las Minas, cuando se lo compara con el uso y las ventajas que arroja cuando es extraído, probado, transportado, comprado, vendido, fundido en armamento, Mosquetes […] forjado en Anclas, Bulones, Púas, Clavos y cosas similares, para ser usado en Embarcaciones, Casas, Carros, Coches, Arados y otros instrumentos de Cultivo (Abbott, 1946: 2).
Incluso el Próspero de Shakespeare insiste en este hecho económico fundamental en un breve parlamento sobre el valor del trabajo, que él da a Miranda después de que ella manifestase el disgusto absoluto que le producía Calibán:
Sí, pero le necesitamos. Enciende el fuego, trae la leña y nos hace trabajos muy útiles.
Shakespeare, La Tempestad, Acto I, Escena 2.
El cuerpo, entonces, pasó al primer plano de las políticas sociales porque aparecía no sólo como una bestia inerte ante los estímulos del trabajo, sino como un recipiente de fuerza de trabajo, un medio de producción, la máquina de trabajo primaria. Ésta es la razón por la que, en las estrategias que adoptó el Estado hacia el cuerpo, encontramos mucha violencia, pero también mucho interés; y el estudio de los movimientos y propiedades del cuerpo se convirtió en el punto de partida para buena parte de la especulación teórica de la época —ya sea utilizado, como Descartes, para afirmar la inmortalidad del alma; o para investigar, como Hobbes, las premisas de la gobernabilidad social.
Efectivamente, una de las principales preocupaciones de la nueva filosofía mecánica era la mecánica del cuerpo, cuyos elementos constitutivos —desde la circulación de la sangre hasta la dinámica del habla, desde los efectos de las sensaciones hasta los movimientos voluntarios e involuntarios— fueron separados y clasificados en todos sus componentes y posibilidades. El Tratado del Hombre (publicado en 1664) es un verdadero manual anatómico, aunque la anatomía que realiza es tanto psicológica como física. Una tarea fundamental de la empresa de Descartes fue instituir una divisoria ontológica entre un dominio considerado puramente mental y otro puramente físico. Cada costumbre, actitud y sensación queda definida de esta manera; sus límites están marcados, sus posibilidades sopesadas con tal meticulosidad que uno tiene la impresión de que el «libro de la naturaleza humana» ha sido abierto por primera vez o, de forma más probable, que una nueva tierra ha sido descubierta y los conquistadores se están aprestando a trazar un mapa de sus senderos, recopilar la lista de sus recursos naturales, evaluar sus ventajas y desventajas.
En este aspecto, Hobbes y Descartes fueron representantes de su época. El cuidado que exhiben en la exploración de los detalles de la realidad corporal y psicológica reaparece en el análisis puritano de las
La lección de anatomía en la Universidad de Padua. El teatro de la anatomía reveló a la vista del público un cuerpo desencantado y profanado. En De Fasciculo de Medicina (Venecia, 1494).
inclinaciones y talentos individuales. Este último selló el comienzo de una psicología burguesa, que, en este caso, estudiaba explícitamente todas las facultades humanas desde el punto de vista de su potencial para el trabajo y su contribución a la disciplina. Otro signo de la nueva curiosidad por el cuerpo y «de un cambio con respecto a las formas de ser y las costumbres de épocas anteriores que permitieron que el cuerpo pudiera abrirse» (según las palabras de un médico del siglo XVII), fue el desarrollo de la anatomía como disciplina científica, después de su relegación a la oscuridad intelectual durante la Edad Media (Wightman, 1972: 90-9; Galzigna, 1978).
Pero al mismo tiempo que el cuerpo aparecía como el principal protagonista en la escena filosófica y política, un aspecto sorprendente de estas investigaciones fue la concepción degradada que se formaron del mismo. El «teatro» anatómico expone a la vista pública un cuerpo desencantado y profanado, que sólo en principio puede ser concebido como el emplazamiento del alma, y que en cambio es tratado como una realidad separada (Galzigna, 1978: 163-64). A los ojos del anatomista, el cuerpo es una fábrica, tal y como muestra el título fundamental de Andrea Vesalius sobre su trabajo de la «industria de la disección»: De humani corporis fabrica (1543). En la filosofía mecanicista se describe al cuerpo por analogía con la máquina, con frecuencia poniendo el énfasis en su inercia. El cuerpo es concebido como materia en bruto, completamente divorciado de cualquier cualidad racional: no sabe, no desea, no siente. El cuerpo es puramente una «colección de miembros» dice Descartes en su Discurso del método de 1634 (1973, Vol. I: 152). Nicolás Malebranche, en Entretiens sur la métaphysique, sur la religion et sur la mort [Diálogos sobre la metafísica, la religión y la muerte] (1688) se hace eco de esto y formula la pregunta decisiva: «¿Puede el cuerpo pensar?»; para responder inmediatamente: «No, sin duda alguna, pues todas las modificaciones de tal extensión consisten sólo en ciertas relaciones de distancia; y es obvio que esas relaciones no son percepciones, razonamientos, placeres, deseos, sentimientos, en una palabra, pensamientos» (Popkin, 1966: 280). También para Hobbes, el cuerpo es un conglomerado de movimientos mecánicos que, al carecer de poder autónomo, opera a partir de una causalidad externa, en un juego de atracciones y aversiones donde todo está regulado como en un autómata (Leviatán, Parte I, Capítulo VI).
Sin embargo, lo que sostiene Michel Foucault acerca de la filosofía mecanicista es cierto, al igual que lo que mantiene con respecto de las disciplinas sociales de los siglos XVII y XVIII (Foucault, 1977: 137). En este periodo encontramos una perspectiva distinta de la del ascetismo medieval, donde la degradación del cuerpo tenía una función puramente negativa, que buscaba establecer la naturaleza temporal e ilusoria de los placeres terrenales y consecuentemente la necesidad de renunciar al cuerpo mismo.
En la filosofía mecanicista se percibe un nuevo espíritu burgués, que calcula, clasifica, hace distinciones y degrada al cuerpo sólo para racionalizar sus facultades, lo que apunta no sólo a intensificar su sujeción, sino a maximizar su utilidad social (ibidem: 137-38). Lejos de renunciar al cuerpo, los teóricos mecanicistas trataban de conceptualizarlo, de tal forma que sus operaciones se hicieran inteligibles y controlables. De ahí viene el orgullo (más que conmiseración) con el que Descartes insiste en que «esta máquina» (como él llama al cuerpo de manera persistente en el Tratado del hombre) es sólo un autómata y que no debe hacerse más duelo por su muerte que por la rotura de una herramienta. Por cierto, ni Hobbes ni Descartes dedicaron mucha atención a los asuntos económicos y sería absurdo leer en sus filosofías las preocupaciones cotidianas de los comerciantes ingleses u holandeses. Sin embargo, no podemos evitar observar las importantes contribuciones que sus especulaciones acerca de la naturaleza humana hicieron a la aparición de una ciencia capitalista del trabajo. El planteamiento de que el cuerpo es algo mecánico, vacío de cualquier teleología intrínseca —las «virtudes ocultas» atribuidas al cuerpo tanto por la magia natural, como por las supersticiones populares de la época— era hacer inteligible la posibilidad de subordinarlo a un proceso de trabajo que dependía cada vez más de formas de comportamiento uniformes y predecibles.
Una vez que sus mecanismos fueron deconstruídos, y el mismo fuera reducido a una herramienta, el cuerpo pudo ser abierto a la manipulación infinita de sus poderes y posibilidades. Se hizo posible investigar los vicios y los límites de la imaginación, las virtudes del hábito, los usos del miedo, cómo ciertas pasiones pueden ser evitadas o neutralizadas y cómo pueden utilizarse de forma más racional. En este sentido, la filosofía mecanicista contribuyó a incrementar el control de la clase dominante sobre el mundo natural, lo que constituye el primer paso, y también el más importante, en el control sobre la naturaleza humana. Así como la naturaleza, reducida a «Gran Máquina», pudo ser conquistada y (según las palabras de Bacon) «penetrada en todos sus secretos», de la misma manera el cuerpo, vaciado de sus fuerzas ocultas, pudo ser «atrapado en un sistema de sujeción», donde su comportamiento pudo ser calculado, organizado, pensado técnicamente e «investido de relaciones de poder» (Foucault, 1977: 30).
Para Descartes existe una identidad entre el cuerpo y la naturaleza, ya que ambos están compuestos por las mismas partículas y ambos actúan obedeciendo leyes físicas uniformes puestas en marcha por la voluntad de Dios. De esta manera, el cuerpo cartesiano no sólo se empobrece y pierde toda virtud mágica; en la gran divisoria ontológica que instituye Descartes entre la esencia de la humanidad y sus condiciones accidentales, el cuerpo está divorciado de la persona, está literalmente deshumanizado. «No soy este cuerpo», insiste Descartes a lo largo de sus Meditaciones (1641). Y, efectivamente, en su filosofía, el cuerpo confluye con un continuum mecánico de materia que la voluntad puede contemplar, ahora sin trabas, como objeto propio de dominación.
Como veremos, Descartes y Hobbes expresan dos proyectos diferentes en relación con la realidad corporal. En el caso de Descartes, la reducción del cuerpo a materia mecánica hace posible el desarrollo de mecanismos de autocontrol que sujetan el cuerpo a la voluntad. Para Hobbes, por su parte, la mecanización del cuerpo sirve de justificación para la sumisión total del individuo al poder del Estado. En ambos, sin embargo, el resultado es una redefinición de los atributos corporales que, al menos idealmente, hacen al cuerpo apropiado para la regularidad y el automatismo exigido por la disciplina del trabajo capitalista. Pongo el énfasis en el «idealmente» porque, en los años en que Descartes y Hobbes escribían sus tratados, la clase dominante tenía que enfrentarse con una corporalidad que era muy diferente de la que aparecía en las prefiguraciones de estos filósofos.
De hecho, es difícil reconciliar los cuerpos insubordinados que rondan la literatura social del «Siglo de Hierro» con las imágenes de relojes por medio de las cuales Descartes y Hobbes representaban al cuerpo en sus trabajos. No obstante, aun cuando aparentemente están distanciadas de los asuntos cotidianos de la lucha de clases, es en las especulaciones de estos dos filósofos donde se encuentra la primera conceptualización de la transformación del cuerpo en una máquina de trabajo, lo que constituye una de las principales tareas de la acumulación primitiva. Cuando, por ejemplo, Hobbes declara que «el corazón (no es) sino un resorte […] y las articulaciones sino varias ruedas», percibimos en sus palabras un espíritu burgués, en el que no sólo el trabajo es la condición y motivo de existencia del cuerpo, sino que también siente la necesidad de transformar todos los poderes corporales en fuerzas de trabajo.
Este proyecto constituye una pista a la hora de comprender por qué tanta especulación filosófica y religiosa de los siglos XVI y XVII está compuesta de una verdadera vivisección del cuerpo humano, por medio de la cual se decidía cuáles de sus propiedades podían vivir y cuáles, en cambio, debían morir. Se trataba de una alquimia social que no convertía metales corrientes en oro, sino poderes corporales en fuerzas de trabajo. La misma relación que el capitalismo introdujo entre la tierra y el trabajo estaba así también empezando a tomar el control sobre la relación entre el cuerpo y el trabajo. Mientras el trabajo empezaba a ser considerado como una fuerza dinámica capaz de un desarrollo infinito, el cuerpo aparecía como materia inerte y estéril que sólo la voluntad podía mover, partiendo de una condición similar a la establecida por la física de Newton para la masa y el movimiento, en la que la masa tendía a la inercia a menos que se aplicara sobre ella una fuerza. Del mismo modo que la tierra, el cuerpo tenía que ser cultivado y antes que nada descompuesto en partes, de tal manera que pudiera liberar sus tesoros escondidos. Pues mientras el cuerpo es la condición de existencia de la fuerza de trabajo, es también su límite, ya que constituye el principal elemento de resistencia a su utilización. No era suficiente, entonces, decidir que en sí mismo el cuerpo no tenía valor. El cuerpo tenía que vivir para que la fuerza de trabajo pudiera vivir.
La concepción del cuerpo como receptáculo de poderes mágicos derivaba en buena medida de la creencia en una correspondencia entre el microcosmos del individuo y el macrocosmos del mundo celestial, como ilustra esta imagen del «hombre zodiacal» del siglo XVI.
Lo que murió fue el concepto del cuerpo como receptáculo de poderes mágicos que había predominado en el mundo medieval. En realidad, este concepto fue destruido. Detrás de la nueva filosofía encontramos la vasta iniciativa del Estado, a partir de la cual lo que los filósofos clasificaron como «irracional» fue considerado crimen. Esta intervención estatal fue el «subtexto» necesario de la filosofía mecanicista. El «saber» puede convertirse en «poder» solamente haciendo cumplir sus prescripciones. Esto significa que el cuerpo mecánico, el cuerpo-máquina, no podría haberse convertido en modelo de comportamiento social sin la destrucción, por parte del Estado, de una amplia gama de creencias pre-capitalistas, prácticas y sujetos sociales cuya existencia contradecía la regulación del comportamiento corporal prometido por la filosofía mecanicista. Es por esto que, en plena «Edad de la Razón» —la edad del escepticismo y la duda metódica— encontramos un ataque feroz al cuerpo, firmemente apoyado por muchos de los que suscribían la nueva doctrina.
Así es como debemos leer el ataque contra la brujería y contra la visión mágica del mundo que, a pesar de los esfuerzos de la Iglesia, había seguido siendo predominante a nivel popular durante la Edad Media. El sustrato mágico formaba parte de una concepción animista de la naturaleza que no admitía ninguna separación entre la materia y el espíritu, y de este modo imaginaba el cosmos como un organismo viviente, poblado de fuerzas ocultas, donde cada elemento estaba en relación «favorable» con el resto. De acuerdo con esta perspectiva, en la que la naturaleza era vista como un universo de signos y señales marcado por afinidades invisibles que tenían que ser descifradas (Foucault, 1970: 26-7), cada elemento —las hierbas, las plantas, los metales y la mayor parte del cuerpo humano— escondía virtudes y poderes que le eran peculiares. Es por esto que existía una variedad de practicas diseñadas para apropiarse de los secretos de la naturaleza y torcer sus poderes de acuerdo a la voluntad humana. Desde la quiromancia hasta la adivinación, desde el uso de hechizos hasta la curación receptiva, la magia abría una gran cantidad de posibilidades. Había hechizos diseñados para ganar juegos de cartas, para interpretar instrumentos desconocidos, para volverse invisible, para conquistar el amor de alguien, para ganar inmunidad en una guerra, para hacer dormir a los niños (Thomas, 1971; Wilson, 2000).
La erradicación de estas prácticas era una condición necesaria para la racionalización capitalista del trabajo, dado que la magia aparecía como una forma ilícita de poder y un instrumento para obtener lo

deseado sin trabajar, es decir, aparecía como la puesta en práctica de una forma de rechazo al trabajo. «La magia mata a la industria», se lamentaba Francis Bacon, admitiendo que nada encontraba más repulsivo que la suposición de que uno podía lograr cosas con un puñado de recursos inútiles y no con el sudor de su propia frente (Bacon, 1870: 381).
Por otra parte, la magia se apoyaba en una concepción cualitativa del espacio y del tiempo que impedía la normalización del proceso de trabajo. ¿Cómo podían los nuevos empresarios imponer hábitos repetitivos a un proletariado anclado en la creencia de que hay días de suerte y días sin suerte, es decir, días en los que uno puede viajar y otros en los que uno no debe moverse de su casa, días buenos para casarse y otros en los que cualquier iniciativa debe ser prudentemente evitada? Una concepción del cosmos que atribuía poderes especiales al individuo —la mirada magnética, el poder de volverse invisible, de abandonar el cuerpo, de encadenar la voluntad de otros por medio de encantos mágicos— era igualmente incompatible con la disciplina del trabajo capitalista.
No sería fructífero investigar si estos poderes eran reales o imaginarios. Puede decirse que todas las sociedades precapitalistas han creído en ellos y que, en tiempos recientes, hemos sido testigos de una revalorización de prácticas que, en la época a la que nos referimos, hubiesen sido condenadas por brujería. Éste es, por ejemplo, el caso del creciente interés por la parapsicología y la bioautoregulación, que se aplican cada vez más, incluso en la medicina convencional. El renovado interés por las creencias mágicas es posible hoy porque ya no representan una amenaza social. La mecanización del cuerpo es hasta tal punto constitutiva del individuo que, al menos en los países industrializados, la creencia en fuerzas ocultas no pone en peligro la uniformidad del comportamiento social. También se admite que la astrología reaparezca, con la certeza de que aun el consumidor más asiduo de cartas astrales consultará automáticamente el reloj antes de ir a trabajar.
Sin embargo, ésta no era una opción para la clase dominante del siglo XVII que, en esta fase inicial y experimental del desarrollo capitalista, no había alcanzado el control social necesario como para neutralizar la práctica de la magia, y que tampoco podía integrar funcionalmente la magia en la organización de la vida social. Desde su punto de vista, poco importaba si los poderes que la gente decía tener, o aspiraba a tener, eran reales o no, pues la mera existencia de creencias mágicas era una fuente de insubordinación social.
Tomemos, por ejemplo, la difundida creencia en la posibilidad de encontrar tesoros escondidos con la ayuda de hechizos mágicos (Thomas, 1971: 234-37). Esta creencia era ciertamente un obstáculo a la instauración de una disciplina del trabajo rigurosa y cuya aceptación fuera inherente. Igualmente amenazador fue el uso que las clases bajas hicieron de las profecías que, particularmente durante la Revolución Inglesa (como ya lo habían hecho en la Edad Media), sirvieron para formular un programa de lucha (Elton, 1972: 142 y sg.). Las profecías no son simplemente la expresión de una resignación fatalista. Históricamente han sido un medio por el cual los «pobres» han expresado sus deseos con el fin de dotar de legitimidad a sus planes y motivarse para actuar. Hobbes reconoció esto cuando advirtió que «No hay nada que […] dirija tan bien a los hombres en sus deliberaciones como la previsión de las consecuencias de sus acciones; la profecía es muchas veces la causa principal de los acontecimientos pronosticados» (Hobbes, «Behemot», Works VI: 399).
Pero más allá de los peligros que planteaba la magia, la burguesía tenía que combatir su poder porque debilitaba el principio de responsabilidad individual, ya que la magia relacionaba las causas de la acción social con las estrellas, lo que estaba fuera de su alcance y su control. De ese modo, mediante la racionalización del espacio y del tiempo que caracterizó a la especulación filosófica de los siglos XVI y XVII, la profecía fue reemplazada por el cálculo de probabilidades, cuya ventaja, desde el punto de vista capitalista, es que el futuro puede ser anticipado sólo en tanto se suponga la regularidad y la inmutabilidad del sistema; es decir, sólo en tanto se suponga que el futuro será como el pasado y que ningún cambio mayúsculo, ninguna revolución, alterará las condiciones en las que los individuos toman decisiones. De manera similar, la burguesía tuvo que combatir la suposición de que es posible estar en dos sitios al mismo tiempo, pues la fijación del cuerpo en el espacio y en el tiempo, es decir, la identificación espacio-temporal del individuo, es una condición esencial para la regularidad del proceso de trabajo.
La incompatibilidad de la magia con la disciplina del trabajo capitalista y con la exigencia de control social es una de las razones por las que el Estado lanzó una campaña de terror en su contra —un terror aplaudido sin reservas por muchos de los que hoy en día son considerados fundadores del racionalismo científico: Jean Bodin, Mersenne, el filósofo mecanicista y miembro de la Royal Society, Richard Boyle, y el maestro de Newton, Isaac Barrow. Incluso el materialista Hobbes, a la vez que mantenía distancia, dio su aprobación. «En cuanto a [las brujas]», escribió (1963: 67), «no creo que su brujería encierre ningún poder efectivo: pero justamente se las castiga por la falsa creencia que tienen de ser causa de maleficio, y, además, por su propósito de hacerlo si pudieran». Defendió que si se eliminaran estas supersticiones, «los hombres estarían más dispuestos de lo que lo están a la obediencia cívica» (ibidem).
Hobbes estaba bien asesorado. Las hogueras en las que las brujas y otros practicantes de la magia murieron, y las cámaras en las que se ejecutaron sus torturas, fueron un laboratorio donde tomó forma y sentido la disciplina social, y donde fueron adquiridos muchos conocimientos sobre el cuerpo. Con las hogueras se eliminaron aquellas supersticiones que obstaculizaban la transformación del cuerpo individual y social en un conjunto de mecanismos predecibles y controlables. Y fue allí, nuevamente, donde nació el uso científico de la tortura, pues fueron necesarias la sangre y la tortura para «criar un animal» capaz de un comportamiento regular, homogéneo y uniforme, marcado a fuego con la señal de las nuevas reglas (Nietzsche, 1965: 189-90).

Un elemento significativo, en este contexto, fue la condena del aborto y de la anticoncepción como maleficium, lo que encomendó el cuerpo femenino a las manos del Estado y de la profesión médica y llevó a reducir el útero a una máquina de reproducción del trabajo. En el capítulo sobre la caza de brujas, volveré sobre este punto, allí sostengo que la persecución de las brujas fue el punto culminante de la intervención estatal contra el cuerpo proletario en la era moderna.
Es necesario hacer hincapié en que a pesar de la violencia desplegada por el Estado, el disciplinamiento del proletariado continuó lentamente a lo largo del siglo XVII, así como durante el siglo XVIII, frente a una fuerte resistencia que ni siquiera el miedo a la ejecución pudo superar. Un ejemplo emblemático de esta resistencia es analizado por Peter Linebaugh en «The Tyburn Riots Against the Surgeons» [Las revueltas de Tyburn contra los cirujanos]. Según Linebaugh, a principios del siglo XVIII, durante una ejecución en Londres, los familiares y amigos del condenado dieron batalla para evitar que los asistentes de los cirujanos se apropiaran del cadáver con el fin de usarlo en los estudios anatómicos (Linebaugh, 1975). La batalla fue feroz, porque el miedo a ser disecado no era menor que el miedo a la muerte. La disección eliminaba la posibilidad de que el condenado reviviera después de un ahorcamiento mal hecho, tal y como ocurría frecuentemente en la Inglaterra del siglo XVIII (ibidem: 102-04). Entre la gente, se difundió una concepción mágica del cuerpo según la cual éste continuaba vivo después de la muerte y la muerte lo enriquecía con nuevos poderes. Se creía que los muertos tenían el poder de «regresar» y llevar a cabo su última venganza contra los vivos. Se creía también que un cuerpo tenía virtudes curativas. De este modo, muchedumbres de enfermos se reunían alrededor de las horcas, esperando de los miembros de los muertos efectos tan milagrosos como los que se atribuía al hecho de ser tocado por el rey (ibidem: 109-10).
La disección aparecía así como una infamia mayor, una segunda muerte, aún más definitiva, y los condenados pasaban sus últimos días asegurándose de que su cuerpo no sería abandonado a las manos de los cirujanos. La batalla, que se daba al pie de las horcas, ponía de manifiesto tanto la violencia predominante en la racionalización científica del mundo como el choque de dos conceptos opuestos del cuerpo. Por un lado, tenemos el concepto del cuerpo que le confiere poderes aún después de la muerte; el cuerpo no inspira repulsión y no es tratado como algo podrido oajeno. Por otro, el cuerpo es considerado muerto aunque todavía esté vivo, ya que es concebido como un instrumento mecánico, que puede ser desmantelado como si se tratara de una máquina. «En las horcas, junto al cruce de las calles Tyburn y Edgware», escribe Peter Linebaugh, «encontramos la conexión entre la historia de los pobres de Londres y la historia de la ciencia inglesa». Ésta no fue una coincidencia; tampoco fue una coincidencia que el progreso de la anatomía dependiera de la capacidad de los cirujanos para arrebatar los cuerpos colgados en Tyburn. El curso de la racionalización científica estaba íntimamente ligado al intento, por parte del Estado, de imponer su control sobre una fuerza de trabajo que no estaba dispuesta a colaborar.
Este intento fue aún más importante, como factor determinante de las nuevas actitudes hacia el cuerpo, que el desarrollo de la tecnología. Tal y como sostiene David Dickson, la conexión entre la nueva visión científica del mundo y la creciente mecanización de la producción sólo puede sostenerse como una metáfora (Dickson, 1979: 24). Ciertamente, el reloj y los mecanismos automáticos que tanto intrigaban a Descartes y sus contemporáneos (por ejemplo, las estatuas movidas hidráulicamente), eran modelos para una nueva ciencia y para las especulaciones de la filosofía mecanicista acerca de los movimientos del cuerpo. Cierto es también que, a partir del siglo XVII, las analogías anatómicas provenían de los talleres de producción: los brazos eran considerados como palancas, el corazón como una bomba, los pulmones como fuelles, los ojos como lentes, el puño como un martillo (Munford, 1962: 32). Pero estas metáforas mecánicas no reflejan la influencia de la tecnología como tal, sino el hecho de que la máquina se estaba convirtiendo en el modelo de comportamiento social.
Incluso en el campo de la astronomía, se percibe la atracción que ejerce la necesidad de control social. Un ejemplo clásico es el de Edmond Halley (el secretario de la Royal Society) que, en paralelo a la aparición en 1695 del cometa que luego recibiría su nombre, organizó clubes en toda Inglaterra para demostrar la predicibilidad de los fenómenos naturales y para disipar la creencia popular de que los cometas anunciaban desórdenes sociales. El sendero de la racionalización científica confluyó con el disciplinamiento del cuerpo social de manera aún más evidente en las ciencias sociales. Podemos ver, efectivamente, que su desarrollo tuvo como premisas la homogeneización del comportamiento social y la construcción de un individuo prototípico al que se esperaba que todos se ajustasen. En términos de Marx, éste es un «individuo abstracto», construido de manera uniforme, como una media social, sujeto a una descaracterización radical, de tal modo que sus facultades sólo pueden ser aprehendidas a partir de sus aspectos más normalizados. La construcción de este nuevo individuo fue la base para el desarrollo de lo que William Petty llamaría más tarde (usando la terminología hobbesiana) la Aritmética Política —una nueva ciencia que habría de estudiar cada forma de comportamiento social en términos de Números, Pesos y Medidas. El proyecto de Petty se realizó con el desarrollo de la estadística y la demografía (Wilson, 1966; Cullen, 1975) que efectúan sobre el cuerpo social las mismas operaciones que la anatomía efectúa sobre el cuerpo individual: diseccionan a la población y estudian sus movimientos —desde las tasas de natalidad hasta las de mortalidad, desde las estructuras generacionales hasta las ocupacionales— en sus aspectos más masificados y regulares. También es posible observar que, desde el punto de vista del proceso de abstracción por el que pasa el individuo en la transición al capitalismo, el desarrollo de la «máquina humana» fue el principal salto tecnológico, el paso más importante en el desarrollo de las fuerzas productivas que tuvo lugar en el periodo de la acumulación primitiva. Podemos observar, en otras palabras, que la primera máquina desarrollada por el capitalismo fue el cuerpo humano y no la máquina de vapor, ni tampoco el reloj.
Pero si el cuerpo es una máquina, surge inmediatamente un problema: ¿cómo hacerlo trabajar? De las teorías de la filosofía mecánica derivan dos modelos diferentes de gobierno del cuerpo. Por una parte, tenemos el modelo cartesiano que, a partir de la suposición de un cuerpo puramente mecánico, postula la posibilidad de que en el individuo se desarrollen mecanismos de autodisciplina, autocontrol (self-management) y autorregulación que hagan posibles las relaciones de trabajo voluntarias y el gobierno basado en el consentimiento. Por otro lado, está el modelo hobbesiano que, al negar la posibilidad de una razón libre del cuerpo, externaliza las funciones de mando, encomendándoselas a la autoridad absoluta del Estado.

El desarrollo de una teoría del autocontrol, a partir de la mecanización del cuerpo, es el centro de atención de la filosofía de Descartes, quien (recordémoslo) no completó su formación intelectual en la Francia del absolutismo monárquico sino en la Holanda burguesa, elegida como morada en la medida en que congeniaba más con su espíritu. Las doctrinas de Descartes tienen un doble objetivo: negar que el comportamiento humano pueda verse influido por factores externos (tales como las estrellas o las inteligencias celestiales) y liberar el alma de cualquier condicionamiento corporal, haciéndola capaz así de ejercer una soberanía ilimitada sobre el cuerpo.

Descartes creyó que podía llevar a cabo ambas tareas a partir de la demostración de la naturaleza mecánica del comportamiento animal. Nada, decía en su Le Monde (1633), causa más errores como la creencia de que los animales tienen alma como nosotros. Por eso, cuando preparaba su Tratado del Hombre, dedicó muchos meses a estudiar la anatomía de órganos de los animales; cada mañana iba a la carnicería para observar el troceado de las bestias.20 Hizo incluso muchas vivisecciones, consolado posiblemente por su creencia de que, tratándose tan sólo de bestias «despojadas de Razón», los animales que él disecaba no podían sentir ningún dolor (Rosenfield, 1968: 8).21

20 De acuerdo con el primer biógrafo de Descartes, Monsieur Adrien Baillet, durante su estadía en Amsterdam en 1629, mientras preparaba su Tratado del hombre, Descartes visitó los mataderos de la ciudad e hizo disecciones de distintas partes de los animales:
[…] comenzó la ejecución de su plan estudiando anatomía, a la cual le dedicó todo el invierno que estuvo en Amsterdam. Declaró al Padre Mersenne que, en su entusiasmo por conocer acerca de este tema, había visitado, casi diariamente, a un carnicero con el fin de presenciar la matanza; y que él le había dejado llevarse a su casa los órganos animales que quisiera para disecarlos con mayor tranquilidad. Con frecuencia hizo lo mismo en otros lugares donde estuvo con posterioridad, sin encontrar nada personalmente vergonzante o que no estuviera a la altura de su posición, en una práctica que en sí misma era inocente y que podía producir resultados muy útiles. De ahí que se riera de cierta persona maliciosa y envidiosa que […] había tratado de hacerle pasar por criminal y le había acusado de «ir por los pueblos para ver como mataban a los cerdos» […] No dejó de mirar lo que Vesalius, y los más experimentados entre los otros autores, habían escrito sobre la anatomía. Pero aprendió de una manera más segura disecando personalmente animales de diferentes especies. (Descartes, 1972: xiii-xiv).
En una carta a Mersenne de 1633, escribe: «J’anatomize maintenant les têtes de divers animaux pour expliquer en quoi consistent l’imagination, la memoire […]» (Cousin, 1824-26, Vol. IV: 255). También en una carta del 20 de enero relata en detalle experimentos de disecsión: «Apres avoir ouverte la poitrine d’un lapin vivant […] en sorte que le tron et le coeur de l’aorte se voyent vacilement […] Poursuivant la dissection de cet animal vivant je lui coupe cette partie du coeur qu’on nomme sa pointe» (Ibidem, Vol. VII: 350). Finalmente, en junio de 1640, en respuesta a Mersenne, que le había preguntado por qué los animales sienten dolor si no tienen alma, Descartes le aseguró que ellos no sienten, pues el dolor existe sólo cuando hay entendimiento, que está ausente en las bestias (Rosenfield, 1968: 8).
Este argumento insensibilizó a muchos contemporáneos cientificistas de Descartes sobre el dolor que la vivisección ocasionaba a los animales. Así es como Nicolás de la Fontaine describía la atmósfera creada en Port Royal por la creencia en el automatismo de los animales: «Apenas había un solitario que no hablase del autómata […] Nadie daba ya importancia al hecho de golpear a un perro; con la mayor indiferencia se le asestaban fuertes bastonazos, bromeando acerca de quienes compadecían a tales bestias como si éstas hubieran sentido verdadero dolor. Se decía que eran relojes; que aquellos gritos que lanzaban al ser golpeados no eran sino el ruido de un pequeño resorte que había sido puesto en marcha, pero que en modo alguno había en ello sentimiento. Clavaban a los pobres bichos sobre tablas por las cuatro patas para rajarlos en vida y ver la circulación de la sangre, lo cual era gran materia de discusión» (Rosenfield, 1968: 54).
21 La doctrina de Descartes sobre la naturaleza mecánica de los animales representaba una inversión
El hecho de poder demostrar la brutalidad de los animales era fundamental para Descartes; estaba convencido de que ahí podía encontrar la respuesta a sus preguntas sobre la ubicación, la naturaleza y el alcance del poder que controlaba a la conducta humana. Creía que en un animal disecado encontraría la prueba de que el cuerpo sólo es capaz de realizar acciones mecánicas e involuntarias; y que, por lo tanto, el cuerpo no es constitutivo de la persona; la esencia humana reside, entonces, en facultades puramente inmateriales. Para Descartes el cuerpo humano es, también, un autómata, pero lo que diferencia al «hombre» de la bestia y le confiere a «él» dominio sobre el mundo circundante es la presencia del pensamiento. De este modo, el alma, que Descartes desplaza del cosmos y de la esfera de la corporalidad, regresa al centro de su filosofía dotada de un poder infinito en la forma de razón y voluntad individuales.
Situado en un mundo sin alma y en un cuerpo máquina, el hombre cartesiano podía entonces, como Próspero, romper su varita mágica para convertirse no sólo en el responsable de sus actos, sino aparentemente en el centro de todos los poderes. Al estar divorciado de su cuerpo, el yo racional se desvinculaba ciertamente de su realidad corpórea y de la naturaleza. Su soledad, sin embargo, iba a ser la de un rey: en el modelo cartesiano de la persona no hay un dualismo igualitario entre la cabeza pensante y el cuerpo máquina, sólo hay una relación de amo/ esclavo, ya que la tarea principal de la voluntad es dominar el cuerpo y el mundo natural. En el modelo cartesiano de la persona se ve, entonces, la misma centralización de las funciones de mando que en ese mismo periodo se estaba dando a nivel del Estado: al igual que la tarea del Estado era gobernar el cuerpo social, en la nueva subjetividad, la mente se convirtió en soberana.

total con respecto de la concepción de los animales que había prevalecido durante la Edad Media y hasta el siglo XVI, cuando eran consideradosseres inteligentes, responsables, con una imaginación particularmente desarrollada e incluso con capacidad de hablar. Como Edward Westermark, y más recientemente Esther Cohen, han mostrado, en algunos países de Europa se juzgaba a los animales, y a veces eran ejecutados públicamente por crímenes que habían cometido. Se les asignaba un abogado y el proceso —juicio, condena y ejecución— era realizado con todas las formalidades legales. En 1565, los ciudadanos de Arles, por ejemplo, pidieron la expulsión de las langostas de su pueblo y, en otro caso, se excomulgó a los gusanos que infestaban una parroquia. El último juicio a un animal tuvo lugar en Francia en 1845. A los animales también se les aceptaba en la corte como testigos para el compurgatio. Un hombre que había sido condenado por asesinato compareció ante la corte con su gato y su gallo y en su presencia juró que era inocente y fue liberado (Westermarck , 1924: 254 y sig.; Cohen ,1986).
Descartes reconoce que la supremacía de la mente sobre el cuerpo no se logra fácilmente, ya que la Razón debe afrontar sus contradicciones internas. Así, en Las pasiones del alma (1650), nos presenta la perspectiva de una batalla constante entre las facultades bajas y altas del alma que él describe casi en términos militares, apelando a nuestra necesidad de ser valientes y de obtener las armas adecuadas para resistir a los ataques de nuestras pasiones. Debemos estar preparados para sufrir derrotas temporales, pues tal vez nuestra voluntad no sea siempre capaz de cambiar o detener sus pasiones. Puede, sin embargo, neutralizarlas desviando su atención hacia otra cosa, o puede restringir los movimientos del cuerpo que provocan. Puede, en otras palabras, evitar que las pasiones se conviertan en acciones (Descartes, 1973, Vol. I: 354-55).
Con la institución de una relación jerárquica entre la mente y el cuerpo, Descartes desarrolló las premisas teóricas para la disciplina del trabajo requerida para el desarrollo de la economía capitalista. La supermacía de la mente sobre el cuerpo implica que la voluntad puede (en principio) controlar las necesidades, las reacciones y los reflejos del cuerpo; que puede imponer un orden regular sobre sus funciones vitales y forzar al cuerpo a trabajar de acuerdo a especificaciones externas, independientemente de sus deseos.
Aún más importante es que la supremacía de la voluntad permite la interiorización de los mecanismos de poder. Por eso, la contraparte de la mecanización del cuerpo es el desarrollo de la Razón como juez, inquisidor, gerente (manager) y administrador. Aquí encontramos los orígenes de la subjetividad burguesa basada en el autocontrol (self-management), la propiedad de sí, la ley y la responsabilidad, con los corolarios de la memoria y la identidad. Aquí encontramos también el origen de esa proliferación de «micropoderes» que Michel Foucault ha descrito en su crítica del modelo jurídico-discursivo del Poder (Foucault, 1977). Sin embargo, el modelo cartesiano muestra que el Poder puede ser descentralizado, difundido a través del cuerpo social sólo en la medida en que vuelve a plegarse en la persona, de esta manera la persona es reorganizada como un micro-Estado. En otras palabras, al difundirse, el Poder no pierde su fuerza —es decir, su contenido y sus propósitos— sino que simplemente adquiere la colaboración del Yo en su ascenso.
Dentro de este contexto debe considerarse la tesis propuesta por Brian Easlea: el principal beneficio que el dualismo cartesiano ofreció a la clase capitalista fue la defensa cristiana de la inmortalidad del alma y la posibilidad de derrotar el ateísmo implícito en la magia natural, que estaba cargada de implicaciones subversivas (Easlea, 1980: 132 y sg.). Para apoyar esta perspectiva Easlea sostiene que la defensa de la religión fue una cuestión central en el cartesianismo, el cual, particularmente en su versión inglesa, nunca olvidó que «sin espíritu no hay Dios; ni Obispo, ni Rey» (ibidem: 202). El argumento de Easlea es atractivo; su insistencia sin embargo en los elementos «reaccionarios» del pensamiento de Descartes hacen que le sea imposible responder a la pregunta que él mismo formula: ¿Por qué el control del cartesianismo en Europa fue tan fuerte como para que, incluso después de que la física newtoniana disipara la creencia en un mundo natural carente de poderes ocultos, y aún después del advenimiento de la tolerancia religiosa, continuara dando forma a la visión dominante del mundo? En mi opinión, la popularidad del cartesianismo entre las clases medias y altas estaba directamente relacionada con el programa de dominio de sí promovido por la filosofía de Descartes. En sus implicaciones sociales, este programa fue tan importante para la elite contemporánea a Descartes que la relación hegemónica entre los seres humanos y la naturaleza se legitimó a partir del dualismo cartesiano.
El desarrollo del autocontrol (esto es, el dominio de sí, el desarrollo propio) se convirtió en un requerimiento fundamental en un sistema socioeconómico capitalista en el que se presuponía que cada uno es propietario de sí mismo, lo cual se convierte en fundamento de las relaciones sociales, y que la disciplina ya no dependía exclusivamente de la coerción externa. El significado social de la filosofía cartesiana recaía, en parte, en el hecho de que le proveía de una justificación intelectual. De este modo, la teoría de Descartes sobre el autocontrol derrota, pero también recupera, el lado activo de la magia natural. De este modo, reemplaza el poder impredecible del mago (construido a partir de la manipulación sutil de las influencias y correspondencias astrales) por un poder mucho más rentable —un poder para el cual ningún alma tiene que ser confiscada—, generado sólo a partir de la administración y la dominación del propio cuerpo y, por extensión, de la administración y la dominación de los cuerpos de otros seres. No podemos decir, entonces, como dice Easlea (repitiendo una crítica formulada por Leibniz), que el cartesianismo no pudo traducir sus principios en un conjunto de regulaciones prácticas, es decir, que no pudo demostrar a los filósofos —y sobre todo a los comerciantes y fabricantes—cómo podrían beneficiarse con él en su intento por controlar la materia del mundo (ibidem: 151).
Si bien el cartesianismo no pudo dar una traducción tecnológica a sus preceptos, proveyó sin embargo información valiosa en relación con el desarrollo de la «tecnología humana». Su comprensión de la dinámica del autocontrol llevaría a la construcción de un nuevo modelo de persona, en el que el individuo funcionaba a la vez como amo y como esclavo. A finales del siglo XVII, gracias a que interpretaba tan bien los requerimientos de la disciplina del trabajo capitalista, la doctrina de Descartes se había difundido por Europa y sobrevivido incluso la llegada de la biología vitalista y a la creciente obsolecencia del paradigma mecanicista.
Las razones del triunfo de Descartes se ven con mayor claridad cuando comparamos su explicación de la persona con la que hizo Thomas Hobbes, su rival inglés. El monismo biológico de Hobbes rechazaba el postulado de una mente inmaterial o alma, que constituyera la base del concepto cartesiano de persona. Con ello rechazaba el supuesto cartesiano de que la Voluntad humana puede liberarse del determinismo corpóreo e instintivo. Para Hobbes, el comportamiento humano era un conglomerado de acciones reflejas que seguían leyes naturales precisas y obligaban al individuo a luchar incesantemente por el poder y la dominación sobre los otros (1963: 141 y sg.). De ahí la guerra de todos contra todos (en un hipotético estado de naturaleza), y la necesidad de un poder absoluto que garantizase, a través del miedo y del castigo, la supervivencia del individuo en la sociedad.
Las leyes de naturaleza (tales como las de justicia, equidad, modestia, piedad y, en definitiva, haz a otros lo que quieras que otros hagan por ti) son por sí mismas —cuando no existe el temor a un determinado poder que motive su vigilancia—, contrarias a nuestras pasiones naturales, las cuales nos inducen a la parcialidad, al orgullo, a la venganza y a cosas semejantes. (ibidem: 173)
Como es bien sabido, la doctrina política de Hobbes causó escándalo entre sus contemporáneos, quienes la consideraron peligrosa y subversiva, hasta el punto de que, aunque era algo que deseaba fuertemente, Hobbes nunca fue admitido en la Royal Society (Bowle, 1952: 163).
A pesar de Hobbes, en cualquier caso, se impuso el modelo de Descartes, que expresaba la tendencia ya existente a democratizar los mecanismos de disciplina social atribuyendo a la voluntad individual la función de mando que, en el modelo hobbesiano, había sido dejada únicamente en manos del Estado. Tal y como muchos críticos de Hobbes han sostenido, los cimientos de la disciplina pública deben estar arraigados en los corazones de los hombres, pues en ausencia de una legislación interna los hombres se dirigen inevitablemente a la revolución (citado en Bowle, 1951: 97-8). «Para Hobbes», se quejaba Henry Moore, «no existe la libertad de la voluntad y por lo tanto no hay remordimiento de la conciencia o de la razón, sólo existe la voluntad de quien tiene la espada más larga» (citado en Easlea, 1980: 159). Más explícito fue Alexander Ross, que observó que «el freno de la conciencia es lo que contiene a los hombres de la rebelión, no existe fuerza exterior más poderosa […] no existe un juez tan severo, ni un torturador tan cruel como una conciencia acusadora» (citado en Bowle, 1952: 167).
Es evidente que la crítica contemporánea al ateísmo y al materialismo de Hobbes no estaba motivada por preocupaciones religiosas. La visión de Hobbes del individuo, como una máquina movida sólo por sus apetitos y aversiones, no fue rechazada porque eliminara el concepto de la criatura humana hecha a la imagen de Dios, sino porque descartaba la posiblilidad de una forma de control social que no dependiera exclusivamente del dominio férreo del Estado. Aquí está, en mi opinión, la diferencia principal entre la filosofía de Hobbes y el cartesianismo. Esta distinción, sin embargo, no puede apreciarse si insistimos en los elementos feudales de la filosofía de Descartes, y particularmente en su defensa de la existencia de Dios, con todo lo que esto supone como aval del poder estatal. Si efectivamente privilegiamos el Descartes feudal perdemos de vista el hecho de que la eliminación del elemento religioso en Hobbes (es decir, la creencia en la existencia de las sustancias incorpóreas) era en realidad una respuesta a la democratización implícita en el modelo cartesiano de autocontrol, del que Hobbes sin duda desconfiaba. Tal y como había demostrado el activismo de las sectas puritanas durante la Guerra Civil Inglesa, el autocontrol podía transformarse fácilmente en una propuesta subversiva. El llamamiento de los puritanos a convertir el manejo del comportamiento propio en conciencia individual, y a hacer de la conciencia propia el juez último de la verdad, se había radicalizado en manos de los sectarios para convertirse en un rechazo anárquico de la autoridad establecida. El ejemplo de los Cavadores y los Ranters y de decenas de predicadores mecanicistas que, en nombre de la «luz de la conciencia», se habían opuesto a la legislación del Estado y a la propiedad privada, debían haber convencido a Hobbes de que el llamamiento a la «Razón» era una peligrosa arma de doble filo.
El conflicto entre el «teísmo» cartesiano y el «materialismo» hobbesiano se resolvió con el tiempo en su asimilación recíproca, en el sentido (como siempre en la historia del capitalismo) de que la descentralización de los mecanismos de mando, a través de su localización en el individuo, se logró finalmente sólo en la medida en que se dio una centralización del poder en el Estado. Para poner esta resolución en los términos en los que estaba planteado el debate durante la Guerra Civil Inglesa, «ni los Cavadores ni el Absolutismo» sino una bien calculada mezcla de ambos, en donde la democratización del mando caería sobre las espaldas de un Estado siempre listo, como el Dios newtoniano, para reimponer el orden sobre las almas que avanzaban demasiado lejos en las formas de la autodeterminación. El quid de la cuestión fue expresado lúcidamente por Joseph Glanvil, miembro cartesiano de la Royal Society quien, en una polémica con Hobbes, sostuvo que el problema fundamental era el control de la mente sobre el cuerpo. Esto, sin embargo, no implicaba simplemente el control de la clase dominante (la mente por excelencia) sobre el cuerpo-proletariado, sino, lo que es igualmente importante, el desarrollo de la capacidad de autocontrol dentro de la persona.
Como ha demostrado Foucault, la mecanización del cuerpo no sólo supuso la represión de los deseos, las emociones y las otras formas de comportamiento que habían de ser erradicadas. También supuso el desarrollo de nuevas facultades en el individuo que aparecerían como otras en relación al cuerpo y que se convertirían en agentes de su transformación. El producto de esta separación con respecto al cuerpo fue, en otras palabras, el desarrollo de la identidad individual, concebida precisamente como «alteridad» con respecto al cuerpo y en perpetuo antagonismo con él.
La aparición de este alter ego y la determinación de un conflicto histórico entre la mente y el cuerpo representan el nacimiento del individuo en la sociedad capitalista. Hacer del propio cuerpo una realidad ajena que hay que evaluar, desarrollar y mantener a raya con el fin obtener del mismo los resultados deseados, se convertiría en una característica típica del individuo moldeado por la disciplina del trabajo capitalista.
Como señalamos, entre las «clases bajas», el desarrollo del autocontrol (self-management) como autodisciplina fue, durante mucho tiempo, objeto de especulación. La escasa autodisciplina que se esperaba de la «gente común» puede juzgarse por el hecho de que, ya en Inglaterra en el siglo XVIII, había 160 crímenes que se castigaban con la muerte (Linebaugh, 1992) y cada año miles de «personas comunes» eran transportadas a las colonias o condenadas a galeras. Además, cuando el populacho apelaba a la razón, era para presentar demandas anti-autoritarias, ya que el dominio de sí (self-mastery) a nivel popular significaba el rechazo de la autoridad establecida, más que la interiorización de las normas sociales.
Efectivamente, durante el siglo XVII, el dominio de sí fue una prerrogativa burguesa. Como señala Easlea, cuando los filósofos hablaban del «hombre» como un ser racional, hacían referencia exclusiva a una pequeña elite compuesta por hombres adultos, blancos y de clase alta. «La gran multitud de los hombres», escribió Henry Power, un seguidor inglés de Descartes, «se parece más bien al autómata de Descartes, ya que carecen de cualquier poder de razonar y sólo pueden ser llamados hombres en tanto metáfora» (Easlea, 1980: 140). Los de «mejor clase» estaban de acuerdo en que el proletariado aparecía como una «gran bestia», un «monstruo de muchas cabezas», salvaje, vociferante, dado a cualquier exceso (Hill, 1975: 181 y sg.; Linebaugh y Rediker, 2000). También a nivel individual, el vocabulario ritual identificaba a las masas como seres puramente instintivos. Así, en la literatura isabelina, el mendigo es siempre «vigoroso» y «robusto», «grosero», «irascible» y «desordenado» —tales son las palabras que aparecen una y otra vez en las discusiones sobre la clase baja.
El cuerpo no sólo perdió todas las connotaciones naturalistas en ese proceso, sino que comenzó a emerger una función-cuerpo, en el sentido de que el cuerpo se convirtió en un término puramente relacional, que ya no significaba ninguna realidad específica, se le identificaba, en cambio, con cualquier impedimento al dominio de la Razón. Esto significa que mientras que el proletariado se tornó «cuerpo», el cuerpo se convirtió en «el proletariado» y en particular en lo débil e irracional (la «mujer en nosotros», como decía Hamlet) o en lo «salvaje africano», definido puramente por su función limitadora, es decir, por su «alteridad» con respecto a la Razón, tratado como un agente de subversión interna.
Sin embargo, la lucha contra esta «gran bestia» no estuvo dirigida solamente contra la «gente de clase baja». También fue interiorizada por las clases dominantes en su batalla contra su propio «estado natural». Como hemos visto, al igual que Próspero, la burguesía también tuvo que reconocer que «este ser de tiniebla es mío», es decir, que Calibán era parte suya (Brown, 1988; Tyllard, 1961: 34-5). Esta conciencia impregna la producción literaria de los siglos XVI y XVII. La terminología es reveladora. Incluso quienes no siguieron a Descartes vieron el cuerpo como una bestia que de forma constante tenía que ser mantenida bajo control. Sus instintos fueron comparados con «súbditos», destinados a ser «gobernados», y los sentidos fueron considerados una prisión para el alma racional.
Oh quién surgirá de esta Mazmorra ¿Un Alma esclavizada de tantas formas? preguntó Andrew Marvell en su «Diálogo Entre el Alma y el Cuerpo». Con pernos de Huesos que se elevan engrillados En los Pies; y las Manos esposadas.
Aquí ciegos de un Ojo; allá
Sordos con el tamborilear de una Oreja. Un Alma colgada, como de una Cadena De Nervios y Arterias y Venas.
Citado por Hill (1964b: 345).
El conflicto entre los apetitos y la razón fue un tema central en la literatura isabelina (Tillayrd, 1961: 75), al tiempo que entre los puritanos comenzó a cobrar fuerza la idea de que el «Anticristo» está presente en todos los hombres. Mientras tanto, los debates sobre la educación y sobre la «naturaleza del hombre», corrientes entre la «gente de clase media», se centraban alrededor del conflicto entre el cuerpo y el alma, planteando la pregunta crucial sobre si los seres humanos son agentes voluntarios o involuntarios.
Pero la definición de una nueva relación con el cuerpo no permaneció a un nivel puramente ideológico. Muchas prácticas que comenzaron a aparecer en la vida cotidiana señalaban las profundas transformaciones que estaban ocurriendo en ese ámbito: el uso de cubiertos, el desarrollo de la vergüenza con respecto a la desnudez, el advenimiento de «costumbres» que intentaban regular cómo había que reir, caminar, bostezar, cómo comportarse en la mesa y cuándo podía uno cantar, bromear, jugar (Elias, 1978: 129 y sg.). Al medida que el individuo se disociaba cada vez más del cuerpo, este último se convertía en un objeto de observación constante, como si se tratara de un enemigo. El cuerpo comenzó a inspirar miedo y repugnancia. «El cuerpo del hombre está lleno de mugre», declaró Jonathan Edwards, cuya actitud es típica de la experiencia puritana, en la que la subyugación del cuerpo era una práctica cotidiana (Greven, 1977: 67). Eran particularmente repugnantes aquellas funciones corporales que directamente enfrentaban a los «hombres» con su «animalidad». Tal fue el caso de Cotton Mather quien, en su Diario, confesó cuán humillado se sintió un día cuando, orinando contra una pared, vio a un perro hacer lo mismo:
Pensé qué cosas viles y bajas son los Hijos de Hombres en este Estado mortal. Hasta qué punto nuestras Necesidades naturales nos degradan y nos ponen en cierto sentido al mismo nivel que los mismos Perros […] Por consiguiente resolví cómo debería ser mi práctica ordinaria, cuando decido responder a una u otra Necesidad de la Naturaleza, el hacer de ella una Oportunidad para dar forma en mi Mente a algún Pensamiento sagrado, noble, divino. (Ibidem)
Como parte de la gran pasión médica de la época, el análisis de los excrementos —a partir del cual se extrajeron múltiples deducciones sobre las tendencias psicológicas del individuo (sus vicios y virtudes) (Hunt, 1970: 143-46)— debe ser rastreado desde la concepción del cuerpo como un receptáculo de suciedad y peligros ocultos. Claramente, esta obsesión por los excrementos humanos reflejaba en parte el disgusto que la clase media comenzaba a sentir por los aspectos no productivos del cuerpo —un disgusto acentuado inevitablemente en un ambiente urbano donde los excrementos planteaban un problema logístico, además de aparecer como puro residuo. Pero en esta obsesión podemos leer también la necesidad burguesa de regular y purificar la máquina corporal de cualquier elemento que pudiera interrumpir su actividad y ocasionar «tiempos muertos» para el trabajo. Los excrementos eran tan analizados y degradados, al mismo tiempo, porque eran el símbolo de los «humores enfermos» que se creía vivían en el cuerpo y a los cuales se atribuían todas las tendencias perversas de los seres humanos. Para los puritanos los excrementos se convirtieron en el signo visible de la corrupción de la naturaleza humana, una forma de pecado original que tenía que ser combatido, subyugado, exorcizado. De ahí el uso de las purgas, los eméticos y las enemas que se administraban a los niños o a los «poseídos» para hacerlos expulsar sus embrujamientos (Thorndike, 1958: 553 y sig.).
En este intento obsesivo por conquistar el cuerpo en sus más íntimos pliegues, se ve reflejada la misma pasión con que, en esos mismos años, la burguesía trató de conquistar —podríamos decir «colonizar»— ese ser ajeno, peligroso e improductivo que a sus ojos era el proletariado. Pues el proletariado era el gran Calibán de la época. El proletario era ese «ser material en bruto y por sí mismo desordenado» que Petty recomendaba fuera consignado a las manos del Estado, que, siguiendo su prudencia, por sí mismo debe mejorar, administrar y configurar para su provecho» (Furniss, 1957: 17 y sig.).
Como Calibán, el proletario personificaba los «humores enfermos» que se escondían en el cuerpo social, comenzando por los monstruos repugnantes de la vagancia y la borrachera. A los ojos de sus amos, su vida era pura inercia, pero al mismo tiempo era pasión descontrolada y fantasía desenfrenada, siempre lista a explotar en conmociones bulliciosas. Sobre todo, era indisciplina, falta de productividad, incontinencia, deseo de satisfacción física inmediata; su utopía no era una vida de trabajo sino el país de Cucaña (Burke, 1978; Graus, 1987),26 donde las casas estaban hechas de azúcar, los ríos de leche y donde no sólo uno podía obtener lo que deseara sin esfuerzo, sino que recibía dinero por comer y beber:
Por dormir una hora de sueño profundo sin caminar uno gana seis francos; y por beber bien uno gana una pistola; este país es alegre, uno gana diez francos por día por hacer el amor.
Burke (1978: 190).

26 F. Graus (1967) afirma que «El nombre “Cucaña” apareció por primera vez en el siglo XIII (se supone que Cucaniensis viene de Kucken) y parece haber sido usado como parodia», ya que el primer contexto en el que fue encontrado es una sátira de un monasterio inglés de la época de Eduardo II (Graus, 1967: 9). Graus discute la diferencia entre el concepto medieval de «País de las Maravillas» y el concepto moderno de Utopía, argumentando que:
En la época moderna la idea básica de la constructibilidad del mundo ideal significa que la Utopía debe estar poblada por seres ideales que se han deshecho de sus defectos. Los habitantes de Utopía están caracterizados por su justicia e inteligencia […] Por otra parte, las visiones utópicas de la Edad Media comienzan a partir del hombre tal y como es y buscan realizar sus deseos actuales. (Ibidem: 6)
En Cucaña (Schalaraffenland), por ejemplo, hay comida y bebida en abundancia, no hay deseo de «alimentarse» prudentemente, sino de comer con glotonería, tal y como uno había añorado hacer en la vida cotidiana:
En esta Cucaña […] también hay una fuente de la juventud, en la que hombres y mujeres se meten por un lado para salir por el otro como bellos jóvenes y niñas. Luego el relato continúa con su actitud de «Mesa de los Deseos», que tan bien refleja la simple visión de una vida ideal (Graus, 1967: 7 y 8).
En otras palabras, el ideal de Cucaña no encarna ningún proyecto racional ni una noción de «progreso», sino que es mucho más «concreto», «se apoya decididamente en el entorno de la aldea» y «retrata un estado de perfección no alcanzado en la época moderna» (Graus, ibidem).
La idea de transformar a este ser ocioso, que soñaba la vida como un largo carnaval, en un trabajador incansable, debe haber parecido una empresa desesperante. Literalmente significó «poner el mundo patas arriba», pero de una manera totalmente capitalista, un mundo donde la inercia del poder se convertirá en carencia de deseo y voluntad propia, donde la vis erotica se tornará vis lavorativa y donde la necesidad será experimentada sólo como carencia, abstinencia y penuria eterna.
De ahí esta batalla contra el cuerpo, que caracterizó la época temprana del desarrollo capitalista y que ha continuado, de distintas maneras, hasta nuestros días. De ahí que la mecanización del cuerpo, que fue el proyecto de la nueva Filosofía Natural y el punto focal de los primeros experimentos en la organización del Estado. Si hacemos un recorrido desde la caza de brujas hasta las especulaciones de la Filosofía Mecanicista y hasta las investigaciones meticulosas de los talentos individuales por los puritanos, encontramos que un único hilo conductor une los caminos aparentemente divergentes de la legislación social, la reforma religiosa y la racionalización científica del universo. Este fue un intento de racionalizar la naturaleza humana, cuyos poderes tenían que ser reconducidos y subordinados al desarrollo y a la formación de la mano de obra.

Como hemos visto, en este proceso el cuerpo fue progresivamente politizado; fue desnaturalizado y redefinido como lo «otro», el límitn un significante político de las relaciones de clase y de las fronteras cambiantes, continuamente vueltas a trazar, que estas relaciones producen en el mapa de la explotación humana.

4. La gran caza de brujas en Europa
Une bête imparfaite, sans foy, sans crainte, sans costance.
Dicho francés del siglo XVII sobre las mujeres.
De cintura para abajo son centauros, Aunque sean mujeres por arriba. Hasta el talle gobiernan los dioses; Hacia abajo, los demonios.
Ahí está el infierno, las tinieblas,
El pozo sulfúreo,
Ardiendo, quemando; peste, podredumbre.
Shakespeare, Rey Lear, 1606.
Vosotras sois las verdaderas hienas, que nos encantáis con la blancura de vuestras pieles y cuando la locura nos ha puesto a vuestro alcance, se abalanzan sobre nosotros. Vosotras sois las traidoras a la Sabiduría, el impedimento de la Industria […] los impedimentos de la Virtud y los acosos que nos conducen hacia todos los vicios, la impiedad y la ruina. Vosotras sois el Paraíso de los Necios, la Plaga del Sabio y el Gran Error de la Naturaleza.
Walter Charleton, La matrona de Efeso, 1659.
Introducción
La caza de brujas rara vez aparece en la historia del proletariado. Hasta hoy, continúa siendo uno de los fenómenos menos estudiados en la historia de Europa o, tal vez, de la historia mundial, si consideramos
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que la acusación de adoración al Demonio fue llevada al «Nuevo Mundo» por los misioneros y conquistadores como una herramienta para la subyugación de las poblaciones locales.
El hecho de que las víctimas, en Europa, hayan sido fundamentalmente mujeres campesinas da cuenta, tal vez, de la trasnochada indiferencia de los historiadores hacia este genocidio; una indiferencia que ronda la complicidad, ya que la eliminación de las brujas de las páginas de la historia ha contribuido a trivializar su eliminación física en la hoguera, sugiriendo que fue un fenómeno de significado menor, cuando no una cuestión de folclore.
Incluso los estudiosos de la caza de brujas (en el pasado eran casi exclusivamente hombres) fueron con frecuencia dignos herederos de los demonólogos del siglo XVI. Al tiempo que deploraban el exterminio de las brujas, muchos han insistido en retratarlas como necias despreciables, que padecían alucinaciones. De esta manera su persecución podría explicarse como un proceso de «terapia social», que sirvió para reforzar la cohesión amistosa (Midelfort, 1972: 3) podría ser descrita en términos médicos como «pánico», «locura», «epidemia», caracterizaciones todas que exculpan a los cazadores de brujas y despolitizan sus crímenes.
Los ejemplos de la misoginia que ha inspirado el abordaje académico de la caza de brujas son abundantes. Tal y como señaló Mary Daly ya en 1978, buena parte de la literatura sobre este tema ha sido escrita desde «un punto de vista favorable a la ejecución de las mujeres», lo que desacredita a las víctimas de la persecución retratándolas como fracasos sociales (mujeres «deshonradas» o frustradas en el amor) o incluso como pervertidas que disfrutaban burlándose de sus inquisidores masculinos con sus fantasías sexuales. Daly (1978: 213) cita el ejemplo de The History of Psychiatry, de F. G. Alexander y S. T. Selesnick donde leemos que:
[…] las brujas acusadas daban frecuentemente ventaja a sus perseguidores. Una bruja aliviaba su culpa confesando sus fantasías sexuales en la audiencia pública; al mismo tiempo, alcanzaba cierta gratificación erótica al detenerse en todos los detalles ante sus acusadores masculinos. Estas mujeres, gravemente perturbadas desde el punto de vista emocional, eran particularmente susceptibles a la sugerencia de que albergaban demonios y diablos, y estaban dispuestas a confesar su cohabitación con espíritus malignos, de la misma manera que hoy en día los individuos perturbados, influidos por los titulares de los diarios, fantasean con ser asesinos con orden de captura.
Tanto en la primera como en la segunda generación de especialistas académicos en la caza de brujas podemos encontrar excepciones a esta tendencia de acusar a las víctimas. Entre ellos debemos recordar a Alan Macfarlane (1970), E. W. Monter (1969, 1976, 1977) y Alfred Soman (1992). Pero sólo el movimiento feminista ha logrado que la caza de brujas emergiese de la clandestinidad a la que se la había confinado, gracias a la identificación de las feministas con las brujas, adoptadas pronto como símbolo de la revuelta femenina (Bovenschen, 1978: 83 y sig.). Las feministas reconocieron rápidamente que cientos de miles de mujeres no podrían haber sido masacradas y sometidas a las torturas más crueles de no haber sido porque planteaban un desafío a la estructura de poder. También se dieron cuenta de que tal guerra contra las mujeres, que se sostuvo durante un periodo de al menos dos siglos, constituyó un punto decisivo en la historia de las mujeres en Europa. El «pecado original» fue el proceso de degradación social que sufrieron las mujeres con la llegada del capitalismo. Lo que la conforma, por lo tanto, como un fenómeno al que debemos regresar de forma reiterada si queremos comprender la misoginia que todavía caracteriza la práctica institucional y las relaciones entre hombres y mujeres.
A diferencia de las feministas, los historiadores marxistas incluso cuando se dedican al estudio de la «transición al capitalismo», salvo muy pocas excepciones, han consignado la caza de brujas al olvido, como si careciera de relevancia para la historia de la lucha de clases.
Las dimensiones de la masacre deberían, no obstante, haber levantado algunas sospechas: en menos de dos siglos cientos de miles de mujeres fueron quemadas, colgadas y torturadas.3 Debería haberse considerado significativo que la caza de brujas fuera contemporánea a la colonización y al exterminio de las poblaciones del Nuevo Mundo, los cercamientos ingleses, el comienzo de la trata de esclavos, la promulgación de «leyes sangrientas» contra los vagabundos y mendigos, y que alcanzara su punto culminante en el interregno entre el fin del feudalismo y el «despegue» capitalista, cuando los campesinos en Europa alcanzaron el punto máximo de su poder,

3 ¿Cuántas brujas fueron quemadas? Se trata de una pregunta controvertida dentro la investigación académica sobre la caza de brujas, muy difícil de responder, ya que muchos juicios no fueron registrados o, si lo fueron, el número de mujeres ejecutadas no viene especificado. Además, muchos documentos, en los que podemos encontrar referencias a los juicios por brujería, aún no han sido estudiados o han sido destruidos. En la década de 1970, E. W. Monter advirtió, por ejemplo, que era imposible calcular la cantidad de juicios seculares a brujas que habían tenido lugar en Suiza puesto que frecuentemente éstos sólo venían mencionados en los archivos fiscales y estos archivos todavía no habían sido analizados (1976: 21). Treinta años después, las cifras siguen siendo ampliamente discrepantes.
Mientras algunas académicas feministas defienden que la cantidad de brujas ejecutadas equivale a la de judíos asesinados en la Alemania nazi, Anne L. Barstow —a partir del actualizado trabajo de archivos— puede justificar que aproximadamente 200.000 mujeres fueron acusadas de brujería en un lapso de tres siglos, de las que una cantidad menor fueron asesinadas. Barstow admite, sin embargo, que es muy difícil establecer cuántas mujeres fueron ejecutadas o murieron por las torturas que sufrieron.
Muchos archivos [escribe] no enumeran los veredictos de los juicios […] [o] no incluyen a las muertas en presidio […] Otras llevadas a la desesperación por la tortura se suicidaron en la celda […] Muchas brujas acusadas fueron asesinadas en prisión […] Otras murieron en los calabozos por las torturas sufridas. (Barstow: 22-3)
Tomando en cuenta además las que fueron linchadas, Barstow concluye que al menos 100.000 mujeres fueron asesinadas, pero añade que las que escaparon fueron «arruinadas de por vida», ya que una vez acusadas, «la sospecha y la hostilidad las perseguiría hasta la tumba» (ibidem).
Mientras la polémica sobre la magnitud de la caza de brujas continúa, Midelfort y Larner han suministrado estimaciones regionales. Midelfort (1972) ha encontrado que en el sudeste de Alemania al menos 3.200 brujas fueron quemadas sólo entre 1560 y 1670, un periodo en el que «ya no quemaban una o dos brujas, sino veintenas y centenas» (Lea, 1922: 549). Christina Larner (1981) estima en 4.500 la cantidad de mujeres ejecutadas en Escocia entre 1590 y 1650; pero también coincide en que la cantidad puede ser mucho mayor, ya que la prerrogativa de llevar a cabo cazas de brujas era conferida también a notables locales, que tenían libertad para arrestar «brujas» y estaban encargados de mantener los archivos.
al tiempo que sufrieron su mayor derrota histórica. Hasta ahora, sin embargo, este aspecto de la acumulación primitiva verdaderamente ha sido un secreto.
Las épocas de la quema de brujas y la iniciativa estatal
Lo que todavía no se ha reconocido es que la caza de brujas constituyera uno de los acontecimientos más importantes del desarrollo de la sociedad capitalista y de la formación del proletariado moderno. El desencadenamiento de una campaña de terror contra las mujeres, no igualada por ninguna otra persecución, debilitó la capacidad de resistencia del campesinado europeo ante el ataque lanzado en su contra por la aristocracia terrateniente y el Estado; siempre en una época en que la comunidad campesina comenzaba a desintegrarse bajo el impacto combinado de la privatización de la tierra, el aumento de los impuestos y la extensión del control estatal sobre todos los aspectos de la vida social. La caza de brujas ahondó las divisiones entre mujeres y hombres, inculcó a los hombres el miedo al poder de las mujeres y destruyó un universo de prácticas, creencias y sujetos sociales cuya existencia era incompatible con la disciplina del trabajo capitalista, redefiniendo así los principales elementos de la reproducción social. En este sentido, y de un modo similar al ataque a la «cultura popular» y el «Gran Encierro» de pobres y vagabundos en workhouses y casas correccionales, la caza de brujas fue un elemento esencial de la acumulación primitiva y de la «transición» al capitalismo.
Más adelante veremos qué tipo de miedos logró disipar la caza de brujas en la clase dominante y qué efectos tuvo ésta en la posición de las mujeres en Europa. Ahora quiero subrayar que, contrariamente a la visión propagada por la Ilustración, la caza de brujas no fue el último destello de un mundo feudal agonizante. Es bien sabido que la «supersticiosa» Edad Media no persiguió a ninguna bruja; el mero concepto de «brujería» no cobró forma hasta la baja Edad Media y nunca hubo juicios y ejecuciones masivas durante los «Años Oscuros», a pesar del hecho de que la magia impregnaba la vida cotidiana y de que, desde el Imperio Romano tardío, había sido temida por la clase dominante como herramienta de insubordinación entre los esclavos.
En los siglos VII y VIII, se introdujo el crimen de maleficium en los códigos de los nuevos reinos Teutónicos, tal y como había ocurrido con el código romano. Esta era la época de la conquista árabe que, aparentemente, enfervorizó los corazones de los esclavos en Europa ante la perspectiva de la libertad, animándoles a tomar las armas contra sus dueños. Esta innovación legal puede haber sido así una reacción al miedo generado entre las elites por el avance de los «sarracenos» que, según se creía, eran grandes expertos en las artes mágicas (Chejne, 1983: 115-32). Pero en aquella época sólo eran castigadas por maleficium aquellas prácticas mágicas que infligían daño a las personas y a las cosas, y la Iglesia sólo usó esta expresión para criticar a aquéllos que creían en los actos de magia.8
La situación cambió hacia mediados del siglo XV. En esta época de revueltas populares, epidemias y de crisis feudal incipiente tuvieron lugar los primeros juicios a brujas (en Francia meridional, Alemania, Suiza e Italia), las primeras descripciones del aquelarre (Monter, 1976: 18)9 y el desarrollo de la doctrina sobre la brujería, en la que la magia fue declarada una forma de herejía y el máximo crimen contra Dios, la Naturaleza y el Estado (Monter, 1976: 11-7). Entre 1435 y 1487 se escribieron veintiocho tratados sobre brujería (Monter, 1976: 19),

8 El Canon Episcopi (siglo X), considerado el texto más importante en lo que se refiere a la documentación de la tolerancia de la Iglesia hacia las creencias mágicas, calificó de «infieles» a aquéllos que creían en demonios y vuelos nocturnos, argumentando que tales «ilusiones» eran productos del Demonio (Russell, 1972: 76-7). Sin embargo, en su estudio sobre la caza de brujas en el suroeste de Alemania, Eric Midelfort ha cuestionado la idea de que la Iglesia en la Edad Media fuera escéptica y tolerante con respecto a la brujería. Este autor ha sido particularmente crítico con el uso que se ha hecho del Canon Episcopi, defendiendo que afirma lo opuesto de lo que se le ha hecho decir. En otras palabras, no debemos concluir que la Iglesia hubiera justificado las prácticas mágicas porque el autor del Canon atacase la creencia en la magia. De acuerdo a Midelfort, la posición del Canon era la misma que la Iglesia sostuvo hasta el siglo XVIII. La Iglesia condenaba la creencia de que los actos de magia eran posibles, porque consideraba que era una herejía maniqueísta atribuirle poderes divinos a brujas y demonios. Sin embargo, sostenía que era correcto castigar a aquéllos que practicaban la magia porque cobijaban maldad y se aliaban con el Demonio (Midelfort, 1975: 16-9).
Midelfort hace hincapié en que incluso en la Alemania del siglo XVI, el clero insistió en la necesidad de no creer en los poderes del Demonio. Pero señala que: a) la mayoría de los juicios fueron instigados y administrados por autoridades seculares a quienes no les interesaban las disquisiciones teológicas; b) tampoco entre el clero, la distinción entre «maldad» y «hecho maligno» tuvo muchas consecuencias prácticas, ya que después de todo muchos clérigos recomendaron que las brujas fueran castigadas con la muerte.
9 El aquelarre apareció por primera vez en la literatura medieval hacia mediados del siglo XV. Rosell Hope Robbins (1959: 415) escribe:
Johannes Nieder (1435), uno de los primeros demonólogos, desconocía el aquelarre, pero el folleto francés anónimo Errores Gazariarum (1459) contiene una descripción detallada de la «sinagoga». Alrededor de 1458, Nicholas Jaquier usó la palabra «aquelarre» [sabbat], aunque su relato era poco preciso; «aquelarre» aparece también en un informe sobre la persecución de brujas en Lyon en 1460 —hacia el siglo XVI el «aquelarre» era un componente conocido de la brujería.
culminando, en la víspera del viaje de Colón, con la publicación en 1486 del tristemente célebre Malleus Maleficarum (El martillo de los brujos) que, de acuerdo con una nueva bula papal sobre la cuestión, la Summis Desiderantes (1484) de Inocencio VIII, señalaba que la Iglesia consideraba a la brujería como una nueva amenaza. No obstante, el clima intelectual que predominó durante el Renacimiento, especialmente en Italia, siguió caracterizado por el escepticismo respecto a todo lo relacionado con lo sobrenatural. Los intelectuales italianos, desde Ludovico Ariosto hasta Giordano Bruno y Nicolás Maquiavelo, vieron con ironía las historias clericales sobre los actos del Diablo, haciendo hincapié, en cambio (especialmente en el caso de Bruno), en el poder inicuo del oro y el dinero. Non incanti ma contanti («No encantos sino monedas») es el lema de uno de los personajes de una comedia de Bruno, que resume la perspectiva de la elite intelectual y los círculos aristocráticos de la época (Parinetto, 1998: 29-99).
Fue después de mediados del siglo XVI, en las mismas décadas en que los conquistadores españoles subyugaban a las poblaciones americanas, cuando empezó a aumentar la cantidad de mujeres juzgadas como brujas, así como la iniciativa de la persecución pasó de la Inquisición a las cortes seculares (Monter, 1976: 26). La caza de brujas alcanzó su punto máximo entre 1580 y 1630, es decir, en la época en la que las relaciones feudales ya estaban dando paso a las instituciones económicas y políticas típicas del capitalismo mercantil. Fue en este largo «Siglo de Hierro» cuando, prácticamente por medio de un acuerdo tácito entre países a menudo en guerra entre sí, se multiplicaron las hogueras, al tiempo que el Estado comenzó a denunciar la existencia de brujas y a tomar la iniciativa en su persecución.
La Constitutio Criminalis Carolina —el código legal Imperial promulgado por Carlos V en 1532— estableció que la brujería sería penada con la muerte. En la Inglaterra protestante, la persecución fue legalizada a través de tres Actas del Parlamento aprobadas en 1542, 1563 y 1604, esta última introdujo la pena de muerte incluso en ausencia de daño a personas o a cosas. Después de 1550, en Escocia, Suiza, Francia y los Países Bajos españoles se aprobaron también leyes y ordenanzas que hicieron de la brujería un crimen capital e incitaron a la población a denunciar a las sospechosas de brujería. Éstas fueron expedidas nuevamente en los años siguientes para aumentar la cantidad de personas que podían ser ejecutadas y, nuevamente, para hacer de la brujería como tal, y no de los daños que supuestamente provocaba, un crimen grave.
Los mecanismos de la persecución confirman que la caza de brujas no fue un proceso espontáneo, «un movimiento desde abajo al que las clases gobernantes y administrativas estaban obligadas a responder» (Larner, 1983: 1). Como Christina Larner ha mostrado para el caso de Escocia, la caza de brujas requería una vasta organización y administración oficial.10 Antes de que los vecinos se acusaran entre sí o de que comunidades enteras fueran presas del «pánico», tuvo lugar un adoctrinamiento sostenido en el que las autoridades expresaron públicamente su preocupación por la propagación de las brujas y viajaron de aldea en aldea para enseñarle a la gente a reconocerlas, en algunos casos llevando consigo listados de mujeres sospechosas de ser brujas y amenazando con castigar a quienes les dieran asilo o les brindaran ayuda (Larner, 1983: 2).
A partir del Sínodo de Aberdeen (1603), los ministros de la Iglesia Presbiteriana de Escocia recibieron órdenes de preguntarle a sus feligreses, bajo juramento, si sospechaban que alguna mujer fuera bruja.

10 Los juicios por brujería eran costosos, ya que podían durar meses y se convertían en una fuente de trabajo para mucha gente (Robbins, 1959: 111). Los pagos por «servicios» y la gente que participaba —el juez, el cirujano, el torturador, el escriba, los guardias— que incluían sus comidas y el vino, estaban descaradamente incluidos en los archivos de los juicios, a lo que hay que agregar el coste de las ejecuciones y el de mantener a las brujas en prisión. La siguiente es la factura por un juicio en la ciudad escocesa de Kirkaldy en 1636:
Libras
Por diez cargas de carbón, para quemarlas Chelines Peniques
cinco marcos o 3 6 8
Por un barril de brea
Por la tela de cáñamo para chalecos 14
para ellas 3
Por hacerlos 8
Para que uno vaya a Finmouth
para que el laird [señor] ocupe 10
su sesión como juez Para el verdugo 6
por sus esfuerzos 8 14
Por sus gastos en este lugar 16 4
Robbins, 1959: 114
Los costos del juicio a una bruja eran pagados por los parientes de la víctima, pero «cuando la víctima no tenía un centavo» eran costeados por los ciudadanos del pueblo o el terrateniente (Robbins, ibidem). Sobre este tema, ver Robert Mandrou (1968: 112) y Christina Larner (1983: 115), entre otros.

En las iglesias se colocaron urnas para permitir que los informantes per manecieran en el anonimato; entonces, después de que una mujer cayera bajo sospecha, el ministro exhortaba a los fieles desde el púlpito a que testificaran en su contra, estando prohibido brindarle asistencia alguna (Black, 1971: 13). En otros países también se solicitaban denuncias. En Alemania, ésta era la tarea de los «visitantes» designados por la Iglesia Luterana con el consentimiento de los príncipes alemanes (Strauss, 1975: 54). En Italia septentrional, los ministros y las autoridades alimentaban las sospechas y se aseguraban de que acabaran en denuncias; también

se aseguraban de que las acusadas estuvieran completamente aisladas, forzándolas, entre otras cosas, a llevar carteles en sus vestimentas para que la gente se mantuviera alejada de ellas (Mazzali, 1998: 112).
La caza de brujas fue también la primera persecución, en Europa, que usó propaganda multimedia con el fin de generar una psicosis de masas entre la población. Una de las primeras tareas de la imprenta fue alertar al público sobre los peligros que suponían las brujas, a través de panfletos que publicitaban los juicios más famosos y los detalles de sus hechos más atroces. Para este trabajo se reclutaron artistas, entre ellos el alemán Hans Bandung, a quien debemos algunos de los retratos de brujas más mordaces. Pero fueron los juristas, magistrados y demonólogos, frecuentemente encarnados en la misma persona, quienes más contribuyeron a la persecución. Fueron ellos quienes sistematizaron los argumentos, respondieron a los críticos y perfeccionaron la maquinaria legal que, hacia finales del siglo XVI, dio un formato normalizado, casi burocrático, a los juicios, lo que explica las semejanzas entre las confesiones más allá de las fronteras nacionales. En su trabajo, los hombres de la ley contaron con la cooperación de los intelectuales de mayor prestigio de la época, incluidos filósofos y hombres de ciencia que aún hoy son elogiados como los padres del racionalismo moderno. Entre ellos estaba el teórico político inglés Thomas Hobbes, quien a pesar de su escepticismo sobre la existencia de la brujería, aprobó la persecución como forma de control social. Enemigo feroz de las brujas —obsesivo en su odio hacia ellas y en sus llamamientos a un baño de sangre— fue también Jean Bodin, el famoso abogado y teórico político francés, a quien el historiador Trevor Roper llama el Aristóteles y el Montesquieu del siglo XVI. Bodin, al que se le acredita la autoría del primer tratado sobre la inflación, participó en muchos juicios y escribió un libro sobre «pruebas» (Demomania, 1580) en el que insistía en que las brujas debían ser quemadas vivas, en lugar de ser «misericordiosamente» estranguladas antes de ser arrojadas a las llamas; que debían ser cauterizadas, así su carne se pudría antes de morir; y que sus hijos también debían ser quemados.
Bodin no fue un caso aislado. En este «siglo de genios» —Bacon, Kepler, Galileo, Shakespeare, Pascal, Descartes— que fue testigo del triunfo de la revolución copernicana, el nacimiento de la ciencia moderna y el desarrollo del racionalismo científico, la brujería se convirtió en uno de los temas de debate favoritos de las elites intelectuales europeas.
Jueces, abogados, estadistas, filósofos, científicos y teólogos se preocupa ron por el «problema», escribieron panfletos y demonologías, acordaron que este era el crimen más vil y exigieron que fuera castigado.
No puede haber duda, entonces, de que la caza de brujas fue una iniciativa política de gran importancia. La Iglesia Católica proveyó el andamiaje metafísico e ideológico para la caza de brujas e instigó la persecución de las mismas de igual manera en que previamente había instigado la persecución de los herejes. Sin la Inquisición, las numerosas bulas papales que exhortaban a las autoridades seculares a buscar y castigar a las «brujas» y, sobre todo, sin los siglos de campañas misóginas de la Iglesia contra las mujeres, la caza de brujas no hubiera sido posible. Pero, al revés de lo que sugiere el estereotipo, la caza de brujas no fue sólo un producto del fanatismo papal o de las maquinaciones de la Inquisición Romana. En su apogeo, las cortes seculares llevaron a cabo la mayor parte de los juicios, mientras que en las regiones en las que operaba la Inquisición (Italia y España) la cantidad de ejecuciones permaneció comparativamente más baja. Después de la Reforma protestante, que debilitó el poder de la Iglesia Católica, la Inquisición comenzó incluso a contener el celo de las autoridades contra las brujas, al tiempo que intensificaba la persecución de los judíos (Milano, 1963: 287-89). Además, la Inquisición siempre dependió de la cooperación del Estado para llevar adelante las ejecuciones, ya que el clero quería evitar la vergüenza del derramamiento de sangre. La colaboración entre la Iglesia y el Estado fue aún mayor en las regiones donde predominó la Reforma, en aquellas donde el Estado se había convertido en la Iglesia (como en Inglaterra) o la Iglesia se había convertido en Estado (como en Ginebra, y, en menor grado, en Escocia). Aquí una rama del poder legislaba y ejecutaba, y la ideología religiosa revelaba abiertamente sus connotaciones políticas.
La naturaleza política de la caza de brujas también queda demostrada por el hecho de que tanto las naciones católicas como las protestantes, en guerra entre sí en todo lo demás, se unieron y compartieron argumentos para perseguir a las brujas. No es una exageración decir así que la caza de brujas fue el primer terreno de unidad en la política de las nuevas Naciones-Estado europeas, el primer ejemplo de unificación europea después del cisma de la Reforma. Atravesando todas las fronteras, la caza de brujas se diseminó desde Francia e Italia a Alemania, Suiza, Inglaterra, Escocia y Suecia.
¿Qué miedos instigaron semejante política concertada de genocidio? ¿Por qué se desencadenó semejante violencia? Y ¿por qué fueron las mujeres su objetivo principal?
Creencias diabólicas y cambios en el modo de producción
Debe afirmarse inmediatamente que, hasta el día de hoy, no hay respuestas seguras a estas preguntas. Un obstáculo fundamental en el camino para hallar una explicación reside en el hecho de que las acusaciones contra las brujas hayan sido tan grotescas e increíbles que no puedan ser comparadas con ningún otro motivo o crimen. ¿Cómo dar cuenta del hecho de que durante más de dos siglos, en distintos países europeos, cientos y cientos de mujeres fueron juzgadas, torturadas, quemadas vivas o colgadas, acusadas de haber vendido su cuerpo y alma al Demonio y, por medios mágicos, asesinado a veintenas de niños, suc cionado su sangre, fabricado pociones con su carne, causado la muerte de sus vecinos destruyendo su ganado y cultivos, levantado tormentas y realizado una cantidad mayor de abominaciones? (Sin embargo, ¡aún hoy, algunos historiadores nos piden que creamos que la caza de brujas fue completamente razonable en el contexto de la estructura de creencias de la época!)
Un problema que se añade a todo esto es que no contamos con el punto de vista de las víctimas, puesto que todo lo que nos queda de sus voces son las confesiones redactadas por los inquisidores, generalmente obtenidas bajo tortura y, por muy bien que escuchemos —como ha hecho Carlo Ginzburg (1991)— lo que sale a la luz de folclore tradicional entre las fisuras de las confesiones que se hallan en los archivos, no contamos con ninguna forma de establecer su autenticidad. Además, el exterminio de las brujas no puede explicarse como un simple producto de la codicia: ninguna recompensa comparable a las riquezas de América podría haberse obtenido de la ejecución y la confiscación de los bienes de mujeres que en su mayoría eran muy pobres.
Es por esta razón que algunos historiadores, como Brian Levack, se abstienen de presentar una teoría explicativa, contentándose con identificar las condiciones previas que permitieron que la caza de brujas tuviera lugar —por ejemplo, el cambio en el procedimiento legal de un sistema acusatorio privado a uno público durante la baja Edad Media, la centralización del poder estatal, el impacto de la Reforma y la Contrarreforma en la vida social (Levack, 1987).
No hay, sin embargo, necesidad de semejante agnosticismo, ni tampoco tenemos que decidir si los cazadores de brujas creían realmente en las acusaciones que dirigieron contra sus víctimas o si las emplearon cínicamente como instrumentos de represión social. Si consideramos el contexto social en el que se produjo la caza de brujas, el género y la clase de los acusados y los efectos de la persecución, podemos concluir que la caza de brujas en Europa fue un ataque a la resistencia que las mujeres opusieron a la difusión de las relaciones capitalistas y al poder que habían obtenido en virtud de su sexualidad, su control sobre la reproducción y su capacidad de curar.
La caza de brujas fue también instrumental a la construcción de un orden patriarcal en el que los cuerpos de las mujeres, su trabajo, sus poderes sexuales y reproductivos fueron colocados bajo el control del Estado y transformados en recursos económicos. Esto quiere decir que los cazadores de brujas estaban menos interesados en el castigo de cualquier transgresión específica, que en la eliminación de formas generalizadas de comportamiento femenino que ya no toleraban y que tenían que pasar a ser vistas como abominables ante los ojos de la población. El hecho de que los cargos en los juicios se refirieran frecuentemente a acontecimientos que habían ocurrido varias décadas antes, de que la brujería fuera transformada en un crimen exceptum, es decir, un crimen que debía ser investigado por medios especiales, incluida la tortura, y de que pudiera ser castigado incluso en ausencia de cualquier daño probado a personas y cosas, son todos factores que indican que el objetivo de la caza de brujas —como ocurre frecuentemente con la represión política en épocas de intenso cambio y conflicto social— no eran crímenes socialmente reconocidos, sino prácticas y grupos de individuos previamente aceptados que tenían que ser erradicados de la comunidad por medio del terror y la criminalización. En este sentido, la acusación de brujería cumplió una función similar a la que cumple la «traición» —que, de forma significativa, fue introducida en el código legal inglés en esos años— y la acusación de «terrorismo» en nuestra época. La vaguedad de la acusación —el hecho de que fuera imposible probarla, mientras que al mismo tiempo evocaba el máximo horror— implicaba que pudiera ser utilizada para castigar cualquier tipo de protesta, con el fin de generar sospecha incluso sobre los aspectos más corrientes de la vida cotidiana.
Una primera idea sobre el significado del la caza de brujas en Europa puede encontrarse en la tesis propuesta por Michael Taussig, en su trabajo clásico The Devil and Commodity Fetishism in South America (1980) [El Demonio y el fetichismo de la mercancía de América del Sur]. En este libro, el autor sostiene que las creencias diabólicas surgen en los periodos históricos en los que un modo de producción viene sustituido por otro. En estos periodos no sólo se transforman radicalmente las condiciones materiales de vida, sino también las bases del

orden social —por ejemplo, la concepción de cómo se crea el valor, qué genera vida y crecimiento, qué es «natural» y qué es antagónico a las costumbres establecidas y a las relaciones sociales (Taussig, 1980: 17 y sg.). Taussig desarrolló su teoría a partir del estudio de las creencias de los trabajadores rurales colombianos y los mineros bolivianos en una época en que, en ambos países, estaban surgiendo ciertas relaciones monetarias que a los ojos de la gente estaban asociadas con la muerte e incluso con lo diabólico, comparadas con las formas de producción más antiguas, y que todavía persistían, orientadas a la subsistencia. De ese modo, en los casos analizados por Taussig, eran los pobres quienes sospechaban de la adoración al Demonio por parte de los ricos. Aun así, su asociación entre el Diablo y la forma mercancía nos recuerda también que detrás de la caza de brujas estuvo la expansión del capitalismo rural, lo que supuso la abolición de derechos consuetudinarios y la primera ola de inflación en la Europa moderna. Estos fenómenos no sólo condujeron al crecimiento de la pobreza, el hambre y la dislocación social (Le Roy Ladurie, 1974: 208), sino que también transfirieron el poder a manos de una nueva clase de «modernizadores» que vieron con miedo y repulsión las formas de vida comunales que habían sido típicas de la Europa precapitalista. Fue gracias a la iniciativa de esta clase proto-capitalista por lo que la caza de brujas levantó vuelo, en tanto «plataforma en la que una amplia gama de creencias y prácticas populares […] podían ser perseguidas» (Normand y Roberts, 2000: 65) y en tanto arma con la que se podía derrotar la resistencia a la reestructuración social y económica.
Resulta significativo que la mayoría de los juicios por brujería en Inglaterra tuvieran lugar en Essex, donde la mayor parte de la tierra había sido cercada durante el siglo XVI, mientras que en las regiones de las Islas Británicas en las que la privatización de la tierra no se dio y tampoco formó parte de la agenda, no hay registros de caza de brujas. Los ejemplos más destacados en este contexto son Irlanda y los Highlands occidentales de Escocia, donde no puede encontrarse ningún rastro de persecución, posiblemente porque en ambas regiones todavía predominase un sistema colectivo de tenencia de la tierra y lazos de parentesco que impidieron las divisiones comunales y el tipo de complicidad con el Estado que hizo posible la caza de brujas. De esta manera —mientras en los anglizados y privatizados Lowlands escoceses, donde la economía de subsistencia fue desapareciendo bajo el impacto de la reforma presbiteriana, la caza de brujas se cobró 4.000 víctimas, el equivalente al 1 % de la población femenina— en los Higlands y en Irlanda, las mujeres estuvieron a salvo durante los tiempos de la quema de brujas.
Que la difusión del capitalismo rural, con todas sus consecuencias (expropiación de la tierra, ensanchamiento de las distancias sociales, descomposición de las relaciones colectivas), constituyera un factor decisivo en el contexto de la caza de brujas es algo que también puede probarse por el hecho de que la mayoría de los acusados eran mujeres campesinas pobres —granjeras, trabajadoras asalariadas— mientras que quienes les acusaban eran miembros acaudalados y prestigiosos de la comunidad, con frecuencia sus mismos empleadores o terratenientes, es decir, individuos que formaban parte de las estructuras locales de poder y que, con frecuencia, tenían lazos estrechos con el Estado central. Sólo a medida que avanzó la persecución y se sembró el miedo a las brujas entre la población, las acusaciones comenzaron también a provenir de los vecinos —y también el miedo a ser acusada de brujería, o de «asociación subversiva». En Inglaterra, las brujas eran normalmente mujeres viejas que vivían de la asistencia pública o mujeres que sobrevivían yendo de casa en casa mendigando comida, un jarro de vino o de leche; si estaban casadas, sus maridos eran jornaleros, pero con mayor frecuencia eran viudas y vivían solas. Su pobreza se destaca en las confesiones. Era en tiempos de necesidad que el Diablo se les aparecía, para asegurarles que a partir de ese momento «nunca más debían pedir», aunque el dinero que les entregaba en tales ocasiones se convertiría pronto en cenizas, un detalle tal vez relacionado con la experiencia de la hiperinflación que era común en la época (Larner, 1983: 95; Mandrou, 1968: 77). En cuanto a los crímenes diabólicos de las brujas, no nos parecen más que la lucha de clases desarrollada al nivel de la aldea: el «mal de ojo», la maldición del mendigo a quien se le ha negado una limosna, la demora en el pago de la renta, la petición de asistencia pública (Macfarlane, 1970: 97; Thomas, 1971: 565; Kittredge, 1929: 163). Las distintas formas en las que la lucha de clases contribuyó a la creación de una bruja inglesa pueden observarse en las acusaciones contra Margaret Harkett, una vieja viuda de sesenta y cinco años colgada en Tyburn en 1585:

Había recogido una canasta de peras en el campo del vecino sin pedir permiso. Cuando le pidieron que las devolviera, las arrojó al piso con violencia; desde entonces ninguna pera creció en el campo. Más tarde, el sirviente de William Goodwin se negó a darle levadura, con lo cual su alambique para destilar cerveza se secó. Fue golpeada por un alguacil que la había visto robando madera del campo del señor; el alguacil enloqueció. Un vecino no le prestó un caballo; todos sus caballos murieron. Otro le pagó menos que lo que ella había pedido por un par de zapatos; luego murió. Un caballero le dijo a su sirviente que no le diera suero de mantequilla; después de lo cual no pudieron hacer ni manteca ni queso. (Thomas, 1971: 556)
Encontramos la misma secuencia en el caso de las mujeres que fueron «presentadas» ante la corte en Chelmsford, Windsor y Osyth. La Madre Waterhouse, colgada en Chelmsford en 1566, era una «mujer muy pobre», descrita como mendiga de torta o manteca y «peleada» con muchos de sus vecinos (Rosen, 1969: 76-82). Elizabeth Stile, la Madre Devell, la Madre Margaret y la Madre Dutton, ejecutadas en Windsor en 1579, también eran viudas pobres; la Madre Margaret vivía en el hogar de beneficencia, como su presunta líder, la Madre Seder, y todas salieron a mendigar; se supone que tomaron venganza al ser rechazadas (ibidem: 83-91). Al negársele un poco de levadura, Elizabeth Francis, una de las brujas de Chelmsford, maldijo a una vecina que más adelante contrajo un fuerte dolor de cabeza. La Madre Staunton murmuró sospechosamente mientras se alejaba de un vecino que le había negado levadura, tras lo cual el hijo del vecino enfermó gravemente (ibidem: 96). Ursula Kemp, colgada en Osyth en 1582, volvió coja a una tal Grace después de que ésta no le diera un poco de queso; también hizo que se le hinchara el trasero al hijo de Agnes Letherdale después de que éste le negara un puñado de arena para pulir. Alice Newman acosó mortalmente a Johnson, el recaudador de pobres, después de que éste se negara a darle doce peniques; también castigó a un tal Butler, quien no le dió un pedazo de carne (ibidem: 119). Encontramos una situación similar en Escocia, donde las acusadas eran también granjeras pobres, que aún poseían un pedazo de tierra propio, pero que apenas sobrevivían y, con frecuencia, despertaban la hostilidad de sus vecinos por haber empujado a su ganado para que pastara en su tierra o por no haber pagado la renta (Larner, 1983).
Caza de brujas y sublevación de clases
Como podemos ver a partir de estos casos, la caza de brujas se desarrolló en un ambiente en el que los «de mejor clase» vivían en un estado de constante temor frente a las «clases bajas», de quienes por cierto podía esperarse que albergaran pensamientos malignos porque en ese periodo estaban perdiendo todo lo que tenían.
No sorprende que este miedo se expresara como un ataque a la magia popular. La batalla contra la magia siempre ha acompañado el desarrollo del capitalismo, hasta el día de hoy. La premisa de la magia es que el mundo está vivo, es impredecible y hay una fuerza en todas las cosas, «agua, árboles, substancias, palabras […]» (Wilson, 2000: xvii). De esta manera, cada acontecimiento es interpretado como la expresión de un poder oculto que debe ser descifrado y desviado según la voluntad de cada uno. Las implicaciones que esto tiene en la vida cotidiana vienen descritas, probablemente con cierta exageración, en la carta que un sacerdote alemán envió después de una visita pastoral a una aldea en 1594:
El uso de encantamientos está tan extendido que no hay hombre o mujer que comience o haga algo […] sin primero recurrir a algún signo, encantamiento, acto de magia o método pagano. Por ejemplo, durante los dolores de parto, cuando se levanta o se baja el niño […] cuando se lleva a los animales al campo […] cuando han perdido un objeto o nadie lo ha podido encontrar [ …] cuando se cierran las ventanas por la noche, cuando alguien se enferma o una vaca se comporta de manera extraña, corren inmediatamente al adivino para preguntarle quién les robó, quién los encantó o para obtener un amuleto. La experiencia cotidiana de esta gente nos muestra que no hay límite para el uso de las supersticiones […] Aquí todos participan en las prácticas supersticiosas, con palabras, nombres, poemas, usando los nombres de Dios, de la Santísima Trinidad, de la Virgen María, de los doce Apóstoles […] Estas palabras son pronunciadas tanto abiertamente como en secreto; están escritas en pedazos de papel, tragados, llevados como amuletos. También hacen signos, ruidos y gestos extraños. Y después hacen magia con hierbas, raíces y ramas de cierto árbol; tienen su día y lugar especial para todas estas cosas. (Strauss, 1975: 21)
Como señala Stephen Wilson en The Magical Universe (2000: xviii), la gente que practicaba estos rituales eran en su mayoría pobres que luchaban por sobrevivir, siempre tratando de evitar el desastre y con el deseo, por lo tanto, de «aplacar, persuadir e incluso manipular estas fuerzas que lo controlan todo […] para mantenerse lejos del daño y el mal, y para conseguir el bien que consistía en la fertilidad, el bienestar, la salud y la vida» . Pero a los ojos de la nueva clase capitalista, esta concepción anárquica y molecular de la difusión del poder en el mundo era insoportable. Al intentar controlar la naturaleza, la organización capitalista del trabajo debía rechazar lo impredecible que está implícito en la práctica de la magia, así como la posibilidad de establecer una relación privilegiada con los elementos naturales y la creencia en la existencia de poderes a los que sólo algunos individuos tenían acceso, y que por lo tanto no eran fácilmente generalizables y aprovechables. La magia también constituyó un obstáculo para la racionalización del proceso de trabajo y una amenaza para el establecimiento del principio de responsabilidad individual. Sobre todo, la magia parecía una forma de rechazo al trabajo, de insubordinación, y un instrumento de resistencia de base al poder. El mundo debía ser «desencantado» para poder ser dominado.
Hacia el siglo XVI, el ataque contra la magia estaba ya en su apogeo y las mujeres eran sus objetivos más probables. Aun cuando no eran hechiceras/magas expertas, se las llamaba para señalar a los animales cuando enfermaban, para curar a sus vecinos, para ayudarles a encontrar objetos perdidos o robados, para darles amuletos o pócimas para el amor, o para ayudarles a predecir el futuro. Si bien la caza de brujas
Esta gráfica indica la dinámica de los juicios a brujas entre 1505 y 1650 y se refiere específicamente al área de Namur [arriba] y Lorena
[abajo] en Francia, si bien es representativa de la persecución en otros países europeos. En todas partes, las décadas más importantes fueron las que van de 1550 a 1630, cuando el precio de la comida se dispara.
Henry Kamen (1972)
estuvo dirigida a una amplia variedad de prácticas femeninas, las mujeres fueron perseguidas fundamentalmente por ser ellas las que llevaban adelante esas prácticas —como hechiceras, curanderas, encantadoras o adivinadoras. Pues su reivindicación del poder de la magia debilitaba el poder de las autoridades y del Estado, dando confianza a los pobres en relación con su capacidad para manipular el ambiente natural y social, y posiblemente para subvertir el orden constituido.
Por otra parte, es dudoso que las artes de la magia que las mujeres habían practicado durante generaciones hubieran sido magnificadas hasta convertirse en una conspiración demoníaca si no hubiesen existido en un contexto de intensa crisis y lucha social. La coincidencia entre crisis socioeconómica y caza de brujas ha sido advertida por Henry Kamen, quien ha observado que fue «precisamente en el periodo en el que se dio la subida de precios más importante (entre finales del siglo XVI y la primera mitad del siglo XVII) cuando hubo más acusaciones y persecuciones» (Kamen, 1972: 249).
Aún más significativa es la coincidencia entre la intensificación de la persecución y la explosión de las sublevaciones urbanas y rurales. Se trató de las «guerras campesinas» contra la privatización de la tierra, que incluyeron los levantamientos en contra de los «cercamientos» en Inglaterra (en 1549, 1607, 1628, 1631), cuando cientos de hombres, mujeres y niños, armados con horquillas y palas, se lanzaron a destruir las cercas erigidas alrededor de los campos comunes, proclamando que «a partir de ahora nunca más necesitaremos trabajar». En Francia, entre 1593 y 1595, tuvo lugar la sublevación de los Croquants en contra de los diezmos, los impuestos excesivos y el aumento del precio del pan, un fenómeno que causó un hambruna masiva en amplias zonas de Europa.
Durante estas sublevaciones, a menudo eran las mujeres quienes iniciaban y dirigían la acción. La revuelta de Montpellier en 1645 fue iniciada por mujeres que trataban de proteger a sus hijos del hambre, y la sublevación de Córdoba en 1652 fue igualmente iniciada por mujeres. Además, las mujeres —después de que las revueltas fueran aplastadas, y muchos de los hombres fueran apresados o masacrados— persistieron en el propósito de llevar adelante la resistencia, aunque fuera de manera subterránea. Esto es lo que puede haber ocurrido en el sudoeste de Alemania, donde dos décadas después del fin de la Guerra Campesina comenzó a desarrollarse la caza de brujas. Al escribir sobre la cuestión, Eric Midelfort ha excluido la existencia de una conexión entre estos dos fenómenos (Midelfort, 1972: 68). Este autor no se ha preguntado sobre la posible existencia de relaciones familiares o comunitarias, como las que Le Roy Ladurie encontró en Cevennes, entre, por un lado, los miles de campesinos que, desde 1476 hasta 1525, se levantaron continuamente en armas contra el poder feudal, y acabaron brutalmente derrotados, y, por otro, las decenas de mujeres que, menos de dos décadas más tarde, fueron llevadas a la hoguera en la misma región y en las mismas aldeas. Sin embargo, podemos imaginar que el feroz trabajo de represión dirigido por los príncipes alemanes y que los cientos y cientos de campesinos crucificados, decapitados y quemados vivos, sedimentaron odios insaciables y planes secretos de venganza, sobre todo entre las mujeres más viejas, que lo habían visto y lo recordaban, y que por eso eran más proclives a hacer saber su hostilidad a las elites locales de diversas modos.
La persecución de las brujas se desarrolló en este terreno. Se trató de una guerra de clases llevada a cabo por otros medios. No podemos dejar de ver, en este contexto, una conexión entre el miedo a la sublevación y la insistencia de los acusadores en el aquelarre [sabbat] o sinagoga de las brujas, la famosa reunión nocturna en la que supuestamente se congregaban miles de personas, viajando con frecuencia desde lugares distantes. Es imposible determinar si, al evocar los horrores del sabbat, las autoridades apuntaban a formas de organización reales. Pero no hay duda de que, en la obsesión de los jueces por estas reuniones diabólicas, además del eco de la persecución de los judíos, se escucha el eco de las reuniones secretas que los campesinos realizaban de noche, en las colinas solitarias y en los bosques, para planear la sublevación. La historiadora italiana Luisa Muraro ha escrito sobre estas reuniones en La Signora del Gioco [La Señora del Juego], un estudio sobre los juicios a brujas que tuvo lugar en los Alpes italianos a comienzos del siglo XVI:
Durante los juicios en Val di Fiemme una de las acusadas le dijo espontáneamente a los jueces que una noche, mientras estaba en las montañas con su suegra, vio un gran fuego en la distancia. «Corre, corre», había gritado su abuela, «éste es el fuego de la Señora del Juego». Juego (gioco) en muchos dialectos del norte de Italia es el nombre más viejo para el aquelarre (en los juicios de Val di Fiemme todavía se menciona a una figura femenina que dirigía el juego) […] En 1525, en la misma región, hubo un levantamiento campesino. Exigían la eliminación de diezmos y tributos, libertad para cazar, menos conventos, hostales para los pobres, el derecho de cada aldea a elegir su sacerdote […] Incendiaron castillos, conventos y casas de los hombres del clero. Pero fueron derrotados, masacrados y quienes sobrevivieron fueron perseguidos durante años por venganza de las autoridades.
Muraro concluye:
El fuego de la señora del juego se pierde en la distancia, mientras que en primer plano están los fuegos de la revuelta y las piras de la represión […] Sólo podemos suponer que los campesinos se reunían secretamente de noche alrededor de una fogata para calentarse y charlar […] y que aquéllos que sabían guardaban el secreto de estas reuniones secretas, apelando a la vieja leyenda […] Si las brujas tenían secretos, éste debe haber sido uno de ellos (Muraro, 1977: 46-7).
La sublevación de clases, junto con la transgresión sexual, era un elemento central en las descripciones del aquelarre, retratado como una monstruosa orgía sexual y como una reunión política subversiva, que culminaba con una descripción de los crímenes que habían cometido los participantes y con el Diablo dando instrucciones a las brujas para rebelarse contra sus amos. También es significativo que el pacto entre la bruja y el Diablo era llamado conjuratio, como los pactos que hacían frecuentemente los esclavos y los trabajadores en lucha (Dockes, 1982: 222; Tigar y Levy, 1977: 136), y el hecho de que ante los ojos de los acusadores el Diablo representaba una promesa de amor, poder y riquezas por la cual una persona estaba dispuesta a vender su alma, es decir, infringir todas las leyes naturales y sociales.
La amenaza del canibalismo, que era un tema central en la morfología del aquelarre, recuerda también, según Henry Kamen, la morfología de las sublevaciones, ya que los trabajadores rebeldes por momentos exhibían su desprecio por aquellos que vendían su sangre amenazándolos con comérselos. Kamen menciona lo que ocurrió en el pueblo de Romans (Delfinado, Francia), en el invierno de 1580, cuando los campesinos sublevados en contra de los diezmos proclamaron que «en menos de tres días se venderá carne cristiana» y, luego, durante el carnaval, «el líder de los rebeldes, vestido con una piel de oso, comió manjares que hicieron pasar por carne cristiana» (Kamen, 1972: 334; Le Roy Ladurie, 1981: 189-216). Otra vez, en Nápoles, en 1585, durante una protesta contra el encarecimiento del pan, los rebeldes mutilaron el cuerpo del magistrado responsable del aumento y pusieron a la venta pedazos de su carne (Kamen, 1972: 335). Kamen señala que comer carne humana simbolizaba una inversión total de los valores sociales, que concuerda con la imagen de la bruja como personificación de la perversión moral que sugieren muchos de los rituales atribuidos a la práctica de la brujería: la misa celebrada al revés, las danzas en sentido contrario a las agujas del reloj (Clark, 1980; Kamen, 1972). Efectivamente, la bruja era un símbolo viviente del «mundo al revés», una imagen recurrente en la literatura de la Edad Media, vinculada a aspiraciones milenarias de subversión del orden social.
La dimensión subversiva y utópica del aquelarre [witches’ Sabbat] viene destacada también, desde un ángulo diferente, por Luciano Parinetto quien, en Streghe e Potere (1998) [Brujas y poder], ha insistido en la necesidad de realizar una interpretación moderna de esta reunión, leyendo sus aspectos transgresores desde el punto de vista del desarrollo de una disciplina capitalista del trabajo. Parinetto señala que la dimensión nocturna del aquelarre era una violación de la contemporánea regularización capitalista del tiempo de trabajo, y un desafío a la propiedad privada y la ortodoxia sexual, ya que las sombras nocturnas oscurecían las distinciones entre los sexos y entre «lo mío y lo tuyo». Parinetto sostiene también que el vuelo, el viaje, elemento importante en las acusaciones contra las brujas, debe ser interpretado como un ataque a la movilidad de los inmigrantes y los trabajadores itinerantes, un fenómeno nuevo, reflejado en el miedo a los vagabundos, que tanto preocupaban a las

autoridades en ese periodo. Parinetto concluye que, considerado en su especificidad histórica, el aquelarre nocturno aparece como una demonización de la utopía encarnada en la rebelión contra los amos y el colapso de los roles sexuales, y también representa un uso del espacio y del tiempo contrario a la nueva disciplina capitalista del trabajo.
En este sentido, hay una continuidad entre la caza de brujas y la persecución precedente de los herejes que, con el pretexto de imponer una ortodoxia religiosa, castigó formas específicas de subversión social. De forma significativa, la caza de brujas se desarrolló primero en las zonas donde la persecución de herejes había sido más intensa (el sur de Francia, el Jura, el norte de Italia). En algunas regiones de Suiza, en un comienzo, las brujas eran llamadas herege («hereje») o waudois («valdenses») (Monter, 1976: 22; Russell, 1972: 34 y sg.). Además, los herejes fueron también quemados en la hoguera como traidores a la verdadera religión y fueron acusados de crímenes que luego entraron en el decálogo de la brujería: sodomía, infanticidio, adoración a los animales. En cierta medida, se trata de acusaciones rituales que la Iglesia siempre lanzó contra las religiones rivales. Pero, como hemos visto, la revolución sexual había sido un ingrediente esencial del movimiento herético, desde los cátaros hasta los adamitas. Los cátaros, en particular, habían desafiado la degradada visión de las mujeres que tenía la Iglesia y promovían el rechazo del matrimonio e incluso de la procreación, que consideraban una forma de engañar al alma. También habían adoptado la religión Maniquea que, de acuerdo con algunos historiadores, fue responsable de la creciente preocupación de la Iglesia en la baja Edad Media por la presencia del Diablo en el mundo y de la visión de la brujería como una contra-Iglesia por parte de la Inquisición. De esta manera, la continuidad entre la herejía y la brujería, al menos en esta primera etapa de la caza de brujas, no puede ponerse en duda. Pero la caza de brujas se dio en un contexto histórico distinto, que había sido transformado de forma dramática, primero por los traumas y dislocaciones producidos por la Peste Negra —una divisoria de aguas en la historia europea— y más tarde, en el siglo XV, por el profundo cambio en las relaciones de clase que trajo aparejada la reorganización capitalista de la vida económica y social. Inevitablemente, entonces, incluso los elementos de continuidad visibles (por ejemplo, el banquete nocturno promiscuo) tenían un significado diferente al que tuvieron sus antecesores en la lucha de la Iglesia contra los herejes.
La caza de brujas, la caza de mujeres y la acumulación del trabajo
La diferencia más importante entre la herejía y la brujería es que esta última era considerada un crimen femenino. Esto fue especialmente cierto en el momento en que la persecución alcanzó su punto máximo, en el periodo comprendido entre 1550 y 1650. En una etapa anterior, los hombres habían llegado a representar hasta un 40 % de los acusados, y un número menor continuó siendo procesado posteriormente, fundamentalmente vagabundos, mendigos, trabajadores itinerantes, así como también gitanos y curas de clase baja. Ya en el siglo XVI, la acusación de adoración al Demonio se había convertido en un tema común en las luchas políticas y religiosas; casi no hubo obispo o político que, en el momento de mayor exaltación, no fuera acusado de practicar la brujería. Los protestantes acusaban a los católicos, especialmente al papa, de servir al Demonio; el mismo Lutero fue acusado de ser mago, como también lo fueron John Knox en Escocia, Jean Bodin en Francia y muchos otros. Los judíos también fueron ritualmente acusados de adorar al Demonio y con frecuencia fueron retratados con cuernos y garras. Pero el hecho más destacable es que más del 80 % de las personas juzgadas y ejecutadas en Europa en los siglos XVI y XVII por el crimen de brujería fueron mujeres. De hecho, fueron perseguidas más mujeres por brujería en este periodo que por cualquier otro crimen, excepto, significativamente, el de infanticidio.
El hecho de que la bruja fuera mujer también era destacado por los demonólogos, a quienes regocijaba que Dios hubiera perdonado a los hombres de semejante azote. Como ha hecho notar Sigrid Brauner (1995), los argumentos que se usaron para justificar este fenómeno fueron cambiando. Mientras que los autores del Malleus Maleficarum explicaban que las mujeres tenían más tendencia a la brujería debido a su «lujuria insaciable», Martín Lutero y los escritores humanistas pusieron el énfasis en las debilidades morales y mentales de las mujeres como origen de esta perversión. Pero todos señalaban a las mujeres como seres diabólicos.
Otra diferencia entre las persecuciones de los herejes y de las brujas es que las acusaciones de perversión sexual e infanticidio contra las brujas tenían un papel central y estaban acompañadas por la virtual demonización de las prácticas anticonceptivas.
La asociación entre anticoncepción, aborto y brujería apareció por primera vez en la Bula de Inocencio VIII (1484) que se quejaba de que:
A través de sus encantamientos, hechizos, conjuros y otras supersticiones execrables y encantos, enormidades y ofensas horrorosas, [las brujas] destruyen a los vástagos de las mujeres […] Ellas entorpecen la procreación de los hombres y la concepción de las mujeres; de allí que ni los maridos puedan realizar el acto sexual con sus mujeres ni las mujeres puedan realizarlo con sus maridos (Kors y Peters, 1972: 107-08).

A partir de ese momento, los crímenes reproductivos ocuparon un lugar prominente en los juicios. En el siglo XVII las brujas fueron acusadas de conspirar para destruir la potencia generativa de humanos y animales, de practicar abortos y de pertenecer a una secta infanticida dedicada a asesinar niños u ofrecerlos al Demonio. También en la imaginación popular, la bruja comenzó a ser asociada a la imagen de una vieja lujuriosa, hostil a la vida nueva, que se alimentaba de carne infantil o usaba los cuerpos de los niños para hacer sus pociones mágicas —un estereotipo que más tarde sería popularizado por los libros infantiles.
¿Cuál fue la razón de semejante cambio en la trayectoria que va de la herejía a la brujería? En otras palabras, ¿por qué, en el transcurso de un siglo, los herejes se convirtieron en mujeres y por qué la transgresión religiosa y social fue redefinida de forma predominante como un crimen reproductivo?
En la década de 1920, la antropóloga inglesa Margaret Murray propuso, en The Witch-Cult in Western Europe (1921) [El culto de brujería en Europa occidental], una explicación que ha sido recientemente utilizada por las ecofeministas y practicantes de la «Wicca». Murray sostuvo que la brujería fue una religión matrifocal en la que la Inquisición centró su atención después de la derrota de las herejías, acuciada por un nuevo miedo a la desviación doctrinal. En otras palabras, las mujeres procesadas como brujas por los demonólogos eran (de acuerdo con esta teoría) practicantes de antiguos cultos de fertilidad destinados a propiciar los nacimientos y la reproducción —cultos que habían existido en las regiones

del Mediterráneo durante miles de años, pero a los que la Iglesia se opuso por tratarse de ritos paganos y de una amenaza a su poder.23 La presencia de comadronas entre las acusadas, el papel que jugaron las mujeres en la Edad Media como curanderas comunitarias, el hecho de

23 La tesis de Murray ha sido revisitada en los últimos años, gracias al renovado interés de las ecofeministas por la relación entre las mujeres y la naturaleza en las primeras sociedades matrifocales. Entre quienes han interpretado a las brujas como defensoras de una antigua religión ginocéntrica que idolatraba las potencias reproductivas se encuentra Mary Condren. En The Serpent and the Goddess (1989), Condren sostiene que la caza de brujas fue parte de un largo proceso en el que la cristiandad desplazó a las sacerdotisas de la antigua religión, afirmando en principio que éstas usaban sus poderes para propósitos malignos y negando después que tuvieran semejantes poderes (Condren, 1989: 80-6). Uno de los argumentos más interesantes a los que recurre Condren en este contexto está relacionado con la conexión entre la persecución de las brujas y el intento de los sacerdotes cristianos de apropiarse de los poderes reproductivos de las mujeres. Condren muestra cómo los sacerdotes participaron en una verdadera competencia con las «mujeres sabias» realizando milagros reproductivos, haciendo que mujeres estériles quedaran encintas, cambiando el sexo de bebés, realizando abortos sobrenaturales y, por último, aunque no menos importante, dando albergue a niños abandonados (Condren, 1989: 84-5).
El drama de la mortalidad infantil se encuentra bien captado en esta imagen de Hans Holbein el Joven, The Dance of Death, una serie de cuarenta y un diseños impresos en Francia en 1538.
que hasta el siglo XVI el parto fuera considerado un «misterio» femenino, se encuentran entre los factores citados en apoyo a esta perspectiva. Pero esta hipótesis no puede explicar la secuencia temporal de la caza de brujas, ni puede decirnos por qué estos cultos de fertilidad se hicieron tan abominables a los ojos de las autoridades como para que ordenaran la exterminación de las mujeres que practicaban la antigua religión.
Una explicación distinta es la que señala que la prominencia de los crímenes reproductivos en los juicios por brujería fue una consecuencia de las altas tasas de mortalidad infantil que eran típicas de los siglos XVI y XVII, debido al crecimiento de la pobreza y la desnutrición. Las brujas, según se sostiene, eran acusadas por el hecho de que murieran tantos niños, de que lo hicieran tan repentinamente, de que murieran poco después de nacer o de que fueran vulnerables a una gran variedad de enfermedades. Pero esta explicación tampoco va muy lejos. No da cuenta del hecho de que las mujeres que eran llamadas brujas también eran acusadas de evitar la concepción y es incapaz de situar la caza de brujas en el contexto de la política económica e institucional del siglo

XVI. De esta manera, pierde de vista la significativa conexión entre el ataque a las brujas y el desarrollo de una nueva preocupación, entre los estadistas y economistas europeos, por la cuestión de la reproducción y el tamaño de la población, bajo cuya rúbrica se discutía la cuestión del tamaño de la fuerza de trabajo en aquella época. Como hemos visto anteriormente, la cuestión del trabajo se volvió especialmente urgente en el siglo XVII, cuando la población en Europa comenzó de nuevo a declinar, haciendo surgir el espectro de un colapso demográfico similar al que había tenido lugar en las colonias americanas en las décadas que siguieron a la Conquista. Sobre este trasfondo, parece plausible que la caza de brujas fuera, al menos en parte, un intento de criminalizar el control de la natalidad y de poner el cuerpo femenino, el útero, al servicio del incremento de la población y la acumulación de fuerza de trabajo.
Esta es una hipótesis; lo cierto es que la caza de brujas fue promovida por una clase política que estaba preocupada por el descenso de la población y motivada por la convicción de que una población grande constituye la riqueza de una nación. El hecho de que los siglos XVI y XVII fueron el momento de apogeo del Mercantilismo, testigos del comienzo de los registros demográficos (de nacimientos, muertes y matrimonios), del censo y de la formalización de la demografía, como la primera «ciencia de Estado», es una clara prueba de la importancia estratégica que comenzaba a adquirir el control de los movimientos de la población para los círculos políticos que instigaban la caza de brujas (Cullen, 1975: 6 y sg.).
También sabemos que muchas eran comadronas o «mujeres sabias», depositarias tradicionales del saber y control reproductivo de las mujeres (Midelfort, 1972: 172). El Malleus les dedicó un capítulo entero, en el que sostenía que eran peores que cualquier otra mujer, ya que ayudaban a la madre a destruir el fruto de su vientre, una conjura facilitada, acusaban, por la exclusión de los hombres de las habitaciones donde las mujeres parían. Al ver que en todas las cabañas se le daba pensión a alguna partera, los autores recomendaron que no se le permitiera practicar este arte a ninguna mujer, a menos que antes demostrara que había sido una «buena católica». Esta recomendación fue escuchada. Como hemos visto, las parteras eran contratadas para vigilar a las mujeres —para controlar, por ejemplo, que no ocultaran sus embarazos o parieran sus hijos fuera del matrimonio— o en caso contrario eran marginadas. Tanto en Francia como en Inglaterra, a partir de finales del siglo XVI, a pocas mujeres se les permitió que practicaran la obstetricia, una actividad que, hasta esa época, había sido su misterio inviolable. A principios del siglo XVII, comenzaron a aparecer los primeros hombres parteros y, en cuestión de un siglo, la obstetricia había caído casi completamente bajo control estatal. Según Alice Clark:
El continuo proceso de sustitución de las mujeres por hombres en la profesión es un ejemplo del modo en que ellas fueron excluidas de todas las ramas de trabajo profesional, al negárseles la oportunidad de obtener un entrenamiento profesional adecuado. (Clark, 1968: 265)
Pero interpretar el ocaso social de la partera como un caso de desprofesionalización femenina supone perder de vista su importancia. Hay pruebas convincentes de que, en realidad, las parteras fueron marginadas porque no se confiaba en ellas y porque su exclusión de la profesión socavó el control de las mujeres sobre la reproducción.
Del mismo modo que los cercamientos expropiaron las tierras comunales al campesinado, la caza de brujas expropió los cuerpos de las mujeres, los cuales fueron así «liberados» de cualquier obstáculo que les impidiera funcionar como máquinas para producir mano de obra. La amenaza de la hoguera erigió barreras formidables alrededor de los cuerpos de las mujeres, mayores que las levantadas cuando las tierras comunes fueron cercadas.
De hecho, podemos imaginar el efecto que tuvo en las mujeres el hecho de ver a sus vecinas, amigas y parientes ardiendo en la hoguera y darse cuenta de que cualquier iniciativa anticonceptiva por su parte, podría ser percibida como el producto de una perversión demoníaca.

Tratar de entender lo que las mujeres cazadas como brujas y las demás mujeres de sus comunidades debían pensar, sentir y decidir a partir de este horrendo ataque en su contra —en otras palabras, arrojar una mirada a la persecución «desde dentro», como Anne L. Barstow ha hecho en su Witchcraze (1994)— nos permite evitar también la especulación sobre las intenciones de los perseguidores y concentrarnos, en cambio, en los efectos de la caza de brujas sobre la posición social de las mujeres. Desde este punto de vista, no puede haber duda de que la caza de brujas destruyó los métodos que las mujeres habían utilizado para controlar la procreación, al señalarlas como instrumentos diabólicos, e institucionalizar el control del Estado sobre el cuerpo femenino, la precondición para su subordinación a la reproducción de la fuerza de trabajo.

Cuando reaparecieron en escena ya estaban en manos masculinas, de tal manera que a las mujeres no se les permitiera su uso excepto con permiso masculino. De hecho, durante mucho tiempo el único anticonceptivo ofrecido por la medicina burguesa habría de ser el condón. El «forro» comienza a aparecer en Inglaterra en el siglo XVIII, una de sus primeras menciones aparece en el Diario de James Boswell (citado por Helleiner, 1958: 94).
Pero la bruja no era sólo la partera, la mujer que evitaba la maternidad o la mendiga que a duras penas se ganaba la vida robando un poco de leña o de manteca de sus vecinos. También era la mujer libertina y promiscua —la prostituta o la adúltera y, por lo general, la mujer que practicaba su sexualidad fuera de los vínculos del matrimonio y la procreación. Por eso, en los juicios por brujería la «mala reputación» era prueba de culpabilidad. La bruja era también la mujer rebelde que contestaba, discutía, insultaba y no lloraba bajo tortura. Aquí la expresión «rebelde» no está referida necesariamente a ninguna actividad subversiva específica en la que pueda haber estado involucrada alguna mujer. Por el contrario, describe la personalidad femenina que se había desarrollado, especialmente entre los campesinos, durante la lucha contra el poder feudal, cuando las mujeres actuaron al frente de los movimientos heréticos, con frecuencia organizadas en asociaciones femeninas, planteando un desafío creciente a la autoridad masculina y a la Iglesia. Las descripciones de las brujas nos recuerdan a las mujeres tal y como eran representadas en las moralidades teatrales y en los fabliaux: listas para tomar la iniciativa, tan agresivas y vigorosas como los hombres, que usaban ropas masculinas o montaban con orgullo sobre la espalda de sus maridos, empuñando un látigo.
Sin duda, entre las acusadas había mujeres sospechosas de crímenes específicos. Una fue acusada de envenenar a su marido, otra de causar la muerte de su empleador, otra de haber prostituido a su hija (Le Roy Ladurie, 1974: 203-04). Pero no era sólo la mujer que transgredía las normas, sino la mujer como tal, en particular la mujer de las clases inferiores, la que era llevada a juicio, una mujer que generaba tanto miedo que en su caso la relación entre educación y castigo fue puesta patas para arriba. «Debemos diseminar el terror entre algunas castigando a muchas», declaró Jean Bodin. Y, efectivamente, en algunos pueblos sólo unas pocas se salvaron.
También el sadismo sexual desplegado durante las torturas, a las que eran sometidas las acusadas, revela una misoginia sin paralelo en la historia y no puede explicarse a partir de ningún crimen específico. De acuerdo con el procedimiento habitual, las acusadas eran desnudadas y afeitadas completamente (se decía que el Demonio se escondía entre sus cabellos); después eran pinchadas con largas agujas en todo su cuerpo, incluidas sus vaginas, en busca de la señal con la que el Diablo supuestamente marcaba a sus criaturas (tal y como los patrones en Inglaterra hacían con los esclavos fugitivos). Con frecuencia eran violadas; se investigaba si eran vírgenes o no —un signo de su inocencia; y si no confesaban, eran sometidas a calvarios aun más atroces: sus miembros eran arrancados, eran sentadas en sillas de hierro bajo las cuales se encendía fuego; sus huesos eran quebrados. Y cuando eran colgadas o quemadas, se tenía cuidado de que la lección, que había que aprender sobre su final, fuera realmente escuchada. La ejecución era un importante evento público que todos los miembros de la comunidad debían presenciar, incluidos los hijos de las brujas, especialmente sus hijas que, en algunos casos, eran azotadas frente a la hoguera en la que podían ver a su madre ardiendo viva.
La caza de brujas fue, por lo tanto, una guerra contra las mujeres; fue un intento coordinado de degradarlas, demonizarlas y destruir su poder social. Al mismo tiempo, fue precisamente en las cámaras de tortura y en las hogueras en las que murieron las brujas donde se forjaron los ideales burgueses de feminidad y domesticidad.
También en este caso, la caza de brujas amplificó las tendencias sociales contemporáneas. De hecho, existe una continuidad inconfundible entre las prácticas que constituían el objeto de la caza de brujas y las que estaban prohibidas por la nueva legislación introducida durante esos mismos años con el fin de regular la vida familiar y las relaciones de género y de propiedad. De un extremo a otro de Europa occidental, a medida que la caza de brujas avanzaba se iban aprobando leyes que castigaban a las adúlteras con la muerte (en Inglaterra y en Escocia con la hoguera, al igual que en el caso de alta traición), la prostitución era ilegalizada y también lo eran los nacimientos fuera del matrimonio, mientras que el infanticidio fue convertido en un crimen capital. De forma simultánea, las amistades femeninas

se convirtieron en objeto de sospecha; denunciadas desde el púlpito como una subversión de la alianza entre marido y mujer, de la misma manera que las relaciones entre mujeres fueron demonizadas por los acusadores de las brujas que las forzaban a denunciarse entre sí como cómplices del crimen. Fue también en este periodo cuando la palabra «chisme» [gossip], que en la Edad Media significaba «amigo», cambió su significado, adquiriendo una connotación despectiva: un signo más del grado en que el poder de las mujeres y los lazos comunales habían sido socavados.
También a nivel ideológico, existe una estrecha correspondencia entre la imagen degradada de la mujer forjada por los demonólogos y la imagen de la feminidad construida por los debates de la época sobre

Como la bruja, la prostituta era supuestamente reconocida por su «mal de ojo». Se suponía que la trasgresión sexual era diabólica y daba a las mujeres poderes mágicos. Sobre la relación entre el erotismo y la magia en el Renacimiento, véase P. Couliano (1987).
la «naturaleza de los sexos», que canonizaban a una mujer estereotipada, débil de cuerpo y mente y biológicamente propensa al Demonio, que efectivamente servía para justificar el control masculino sobre las mujeres y el nuevo orden patriarcal.
La caza de brujas y la supremacía masculina: la domesticación de las mujeres
La política sexual de la caza de brujas se puede observar desde la perspectiva de la relación entre la bruja y el Diablo, que constituye una de las novedades introducidas por los juicios de los siglos XVI y XVII. La Gran Caza de Brujas marcó un cambio en la imagen del Diablo comparada con aquella que podía encontrarse en las vidas de santos medievales o en los libros de los magos del Renacimiento. En esta última, el Diablo era retratado como un ser maligno, pero con poco poder —por lo general bastaba con rociar agua bendita y decir algunas palabras santas para derrotar sus ardides. Su imagen era la de un malhechor fracasado que, lejos de inspirar terror, poseía algunas virtudes. El Diablo medieval era un especialista en lógica, competente en asuntos legales, a veces representado en el acto de defender su caso frente a un tribunal (Seligman, 1948: 151-58). También era un trabajador cualificado que podía ser usado para cavar minas o construir murallas de ciudades, aunque era rutinariamente engañado cuando llegaba el momento de su recompensa. La visión renacentista de la relación entre el Diablo y el mago también retrataba al Diablo como un ser subordinado llamado al deber, voluntario o no, como un sirviente al que se le hacía hacer cosas según la voluntad de su maestro.
La caza de brujas transformó la relación de poder entre el Diablo y la bruja. Ahora la mujer era la sirvienta, la esclava, el súcubo en cuerpo y alma, mientras el Diablo era al mismo tiempo su dueño y amo, proxeneta y marido. Por ejemplo, era el Diablo quien «se dirigía a la

supuesta bruja. Ella rara vez lo hacía aparecer» (Larner, 1983: 148). Después de aparecérsele, el Diablo le pedía que se convirtiera en su sirvienta y lo que venía a continuación era un ejemplo clásico de relación amo/esclavo, marido/mujer. Él le imprimía su marca, tenía relaciones sexuales con ella y, en algunos casos, incluso le cambiaba el nombre (Larner, 1983: 148). Además, en una clara prefiguración del destino matrimonial de las mujeres, la caza de brujas introducía un solo Diablo, en lugar de la multitud de diablos que pueden encontrarse en el mundo medieval y renacentista, y un Diablo masculino por cierto, en contraste con las figuras femeninas (Diana, Hera, la Signora del Gioco), cuyos cultos estaban presentes entre las mujeres de la Edad Media, tanto en las regiones mediterráneas como en las teutónicas.
Puede apreciarse cuán preocupados estaban los cazadores de brujas por la afirmación de la supremacía masculina en el hecho de que, incluso cuando se rebelaban contra la ley humana y divina, las mujeres tenían que ser retratadas como serviles a un hombre y el punto culminante de su rebelión —el famoso pacto con el Diablo— tenía que representarse como un contrato de matrimonio pervertido. La analogía matrimonial era llevada a tal punto que las brujas confesaban que ellas «no se atrevían a desobedecer al Diablo», o, más curioso aún, que no encontraban ningún placer en copular con él, una contradicción con respecto a la ideología de la caza de brujas para la cual la brujería era consecuencia de la lujuria insaciable de las mujeres.
La caza de brujas no sólo santificaba la supremacía masculina, también inducía a los hombres a temer a las mujeres e incluso a verlas como destructoras del sexo masculino. Según predicaban los autores de Malleus Maleficarum, las mujeres son hermosas cuando se les mira pero contaminan cuando se las toca; atraen a los hombres, pero sólo para debilitarles; hacen todo para complacerles, pero el placer que dan es más amargo que la muerte, pues sus vicios cuestan a los hombres la pérdida de sus almas —y tal vez sus órganos sexuales (Kors y Peters, 1972: 11415). Supuestamente, una bruja podía castrar a los hombres o dejarlos impotentes, ya sea congelando sus fuerzas generativas o haciendo que su pene se levantase y se cayese según su voluntad. Algunas robaban a los hombres sus penes, para esconderlos en grandes cantidades en nidos de aves o en cajas, hasta que, bajo presión, eran forzadas a devolvérselos a sus dueños.
Pero ¿quiénes eran estas brujas que castraban a los hombres o los hacían impotentes? Potencialmente, todas las mujeres. En un pueblo o ciudad pequeña de unos pocos miles de habitantes, donde durante el momento de apogeo de la caza de brujas docenas de mujeres fueron quemadas en pocos años o incluso en pocas semanas, ningún hombre se podía sentir a salvo o estar seguro de que no vivía con una bruja. Muchos debían estar aterrorizados al oír que por la noche algunas mujeres dejaban su lecho matrimonial para viajar al aquelarre, engañando a sus maridos que dormían, poniendo un palo cerca de ellos; o al escuchar que las mujeres tenían el poder de hacer que sus penes desaparecieran, como la bruja mencionada en el Malleus, que había almacenado docenas de ellos en un árbol.
A pesar de los intentos individuales de hijos, maridos o padres de salvar a sus parientes femeninas de la hoguera, no hay registros, salvo una excepción, de alguna organización masculina que se opusiera a la persecución, lo que sugiere que la propaganda tuvo éxito en separar a las mujeres de los hombres. La excepción proviene de los pescadores de una región vasca, donde el inquisidor francés Pierre Lancre estaba llevando a cabo juicios en masa que condujeron a la quema de una cantidad aproximada de seiscientas mujeres. Mark Kurlansky informa que los pescadores habían estado ausentes, ocupados en la temporada anual del bacalao. Pero:
[Cuando los hombres] de la flota de bacalao de St.-Jean-de-Luz, una de las más grandes [del País Vasco] oyó rumores de que sus esposas, madres e hijas estaban siendo desnudadas, apuñaladas y muchas de ellas habían sido ya ejecutadas, la campaña del bacalao de 1609 terminó dos meses antes. Los pescadores regresaron, garrotes en mano y liberaron a un convoy de brujas que eran llevadas al lugar de la quema. Esta resistencia popular fue todo lo que hizo falta para detener los juicios […] (Kurlansky 2001: 102).
La intervención de los pescadores vascos contra la persecución de sus parientas fue un acontecimiento único. Ningún otro grupo u organización se levantó en defensa de las brujas. Sabemos, en cambio, que algunos hombres hicieron negocios denunciando mujeres, designándose a sí mismos «cazadores de brujas», viajando de pueblo en pueblo amenazando con delatar a las mujeres a menos que ellas pagaran. Otros hombres aprovecharon el clima de sospecha que rodeaba a las mujeres para liberarse de esposas y amantes no deseadas, o para debilitar la venganza de mujeres a las que ellos habían violado o seducido. Sin lugar a dudas, la falta de acción de los hombres en contra de las atrocidades a las que fueron sometidas las mujeres estuvo con frecuencia motivada
El Diablo seduce a una mujer para que haga un pacto con él. Ulrico Monitor, De Lamies (1489.
por el miedo a ser implicados en los cargos, ya que la mayoría de los hombres juzgados por este crimen fueron parientes de sospechosas o sentenciadas por brujería. Pero no hay duda de que los años de propaganda y terror sembraron entre los hombres las semillas de una profunda alienación psicológica con respecto a las mujeres, lo cual quebró la solidaridad de clase y minó su propio poder colectivo. Podemos estar de acuerdo con Marvin Harris:
La caza de brujas […] dispersó y fragmentó todas las energías de protesta latentes. Hizo a todos sentirse impotentes y dependientes de los grupos sociales dominantes y además dio una salida local a sus frustraciones. Por esta razón impidió a los pobres, más que a cualquier otro grupo social, enfrentarse a la autoridad eclesiástica y al orden secular, y reclamar la redistribución de la riqueza y la igualdad social. (Harris, 1974: 239-40)
Al igual que hoy, al reprimir a las mujeres, las clases dominantes sometían de forma aún más eficaz a la totalidad del proletariado. Instigaban a los hombres que habían sido expropiados, empobrecidos y criminalizados a que culparan a la bruja castradora por su desgracia y a que vieran el poder que las mujeres habían ganado frente a las autoridades como un poder que las mujeres utilizarían contra ellos. Todos los miedos, profundamente arraigados, que los hombres albergaban con respecto a las mujeres (fundamentalmente por la propaganda misógina de la Iglesia), fueron movilizados en este contexto. No sólo se culpó a las mujeres de que los hombres se volvieran impotentes; también su sexualidad fue convertida en un objeto de temor, una fuerza peligrosa, demoníaca: a los hombres se les enseñó que una bruja podía esclavizarlos y encadenarlos a su voluntad (Kors y Peters, 1972: 130-32).
Una acusación recurrente en los juicios por brujería era que las brujas llevaban a cabo prácticas sexuales degeneradas, centradas en la copulación con el Diablo y en la participación en orgías que supuestamente se daban en el aquelarre. Pero las brujas también eran acusadas de generar una excesiva pasión erótica en los hombres, de modo que a los hombres atrapados en algo ilícito les resultaba fácil decir que habían sido embrujados o, a una familia que quería poner término a la relación de un hijo varón con una mujer que desaprobaban, acusar a ésta de ser bruja. El Malleus escribió:
Existen siete métodos por medio de los cuales [las brujas] infectan de brujería el acto venéreo y la concepción del útero. Primero, llevando las mentes de los hombres a una pasión desenfrenada; segundo, obstruyendo su fuerza de gestación; tercero, eliminando los miembros destinados a ese acto; cuarto, convirtiendo a los hombres en animales por medio de sus artes mágicas; quinto, destruyendo la fuerza de gestación de las mujeres; sexto, provocando el aborto; séptimo, ofreciendo los niños al Diablo […]. (1971: 47)
Las brujas fueron acusadas simultáneamente de dejar impotentes a los hombres y de despertar pasiones sexuales excesivas en ellos; la contradicción es sólo aparente. En el nuevo código patriarcal que se desarrolló en concomitancia con la caza de brujas, la impotencia física era la contraparte de la impotencia moral; era la manifestación física de la erosión de la autoridad masculina sobre las mujeres, ya que desde el punto de vista «funcional» no había ninguna diferencia entre un hombre castrado y uno inútilmente enamorado. Los demonólogos miraban ambos estados con sospecha, claramente convencidos de que sería imposible poner en práctica el tipo de familia exigida por la prudencia burguesa emergente —inspirada en el Estado, con el marido como rey y la mujer subordinada a su voluntad, desinteresadamente entregada a la administración del hogar (Schochet, 1975)— si las mujeres con su glamour y sus hechizos de amor podían ejercer tanto poder como para hacer de los hombres los súcubos de sus deseos.
La pasión sexual minaba no sólo la autoridad de los hombres sobre las mujeres —como lamentaba Montaigne, el hombre puede conservar su decoro en todo excepto en el acto sexual (Easlea, 1980: 243)—, sino también la capacidad de un hombre para gobernarse a sí mismo, haciéndole perder esa preciosa cabeza donde la filosofía cartesiana situaría la fuente de la Razón. Por eso, una mujer sexualmente activa constituía un peligro público, una amenaza al orden social ya que subvertía el sentido de responsabilidad de los hombres y su capacidad de trabajo y autocontrol. Para que las mujeres no arruinaran a los hombres moralmente —o, lo que era más importante, financieramente— la sexualidad femenina tenía que ser exorcizada. Esto se lograba por medio de la tortura, de la muerte en la hoguera, así como también de las interrogaciones meticulosas a las que las brujas fueron sometidas, mezcla de exorcismo sexual y violación psicológica.
Para las mujeres, entonces, los siglos XVI y XVII inauguraron verdaderamente una era de represión sexual. La censura y la prohibición llegaron a definir efectivamente su relación con la sexualidad. Pensando en Michel Foucault, debemos insistir también en que no fue la pastoral católica, ni tampoco la confesión, lo que mejor demuestra cómo el «Poder», en el crepúsculo de la Era Moderna, hizo obligatorio que la gente hablara de sexo (Foucault, 1978: 142). En ningún otro lugar, la «explosión discursiva» sobre el sexo, que Foucault detectó en esta época, fue exhibida con mayor contundencia que en las cámaras de tortura de la caza de brujas. Pero no tuvo nada en común con la excitación mutua que Foucault imagina fluyendo entre la mujer y su confesor. Sobrepasando ampliamente a cualquier cura de pueblo, los inquisidores forzaron a las brujas a desvelar sus aventuras sexuales con todo detalle, sin inmutarse por el hecho de que con frecuencia se trataba de mujeres viejas y sus hazañas sexuales databan de muchas décadas atrás. De una manera casi ritual, forzaban a las supuestas brujas a explicar de qué manera habían sido poseídas por el Demonio en su juventud, qué habían sentido durante la penetración, qué pensamientos impuros habían albergado. Pero el escenario sobre el cual se desplegó este discurso acerca del sexo fue la cámara de torturas, donde las preguntas fueron hechas entre aplicaciones de la garrucha, a mujeres enloquecidas por el dolor. De ningún modo podemos suponer que la orgía de palabras que las mujeres torturadas de esta manera estaban forzadas a pronunciar incitaba su placer o reorientaba, por sublimación lingüística, su deseo. En el caso de la caza de brujas —que Foucault ignora sorprendentemente en su Historia de la sexualidad (Foucault, 1978, Vol. I)— el «discurso interminable sobre sexo» no fue desplegado como una alternativa a, sino en servicio de la represión, la censura, el rechazo. Ciertamente podemos decir que el lenguaje de la caza de brujas «produjo» a la Mujer como una especie diferente, un ser sui generis, más carnal y pervertido por naturaleza. También podemos decir que la producción de la «mujer pervertida» fue un paso hacia la transformación de la vis erotica femenina en vis lavorativa —es decir, un primer paso hacia la transformación de la sexualidad femenina en trabajo. Pero debemos apreciar el carácter destructivo de este proceso, que también demuestra los límites de una «historia de la sexualidad» en general, como la propuesta por Foucault, que trata la sexualidad desde la perspectiva de un sujeto indiferenciado, de género neutro y como una actividad que tiene las mismas consecuencias para hombres y mujeres.
La caza de brujas y la racionalización capitalista de la sexualidad
La caza de brujas no trajo como consecuencia nuevas capacidades sexuales ni placeres sublimados para las mujeres. Fue en cambio el primer paso de una larga marcha hacia el «sexo limpio entre sábanas limpias», y la transformación de la actividad sexual femenina en un trabajo al servicio de los hombres y la procreación. En este proceso fue fundamental la prohibición, por antisociales y demoníacas, de todas las formas no productivas, no procreativas de la sexualidad femenina.
La repulsión que la sexualidad no procreativa estaba comenzando a inspirar, está bien expresada por el mito de la vieja bruja, volando en su escoba que, como los animales que también montaba (cabras, yeguas, perros), era una proyección de un pene extendido, símbolo de la lujuria desenfrenada. Esta imaginería revela una nueva disciplina sexual que negaba a la «vieja fea», que ya no era fértil, el derecho a una vida sexual. En la creación de este estereotipo, los demonólogos se ajustaban a la sensibilidad moral de su época, tal y como reflejan las palabras de dos contemporáneos ilustres de la caza de brujas:
¿Acaso hay algo más odioso que ver una vieja lasciva? ¿Qué puede ser más absurdo? Y, sin embargo, es tan común […] Es peor en las mujeres que en los hombres […] Mientras que ella es una vieja bruja, una arpía, no puede ver ni oír, no es más que un cadáver, aulla y seguramente tiene un semental. (Burton, 1977: 56)
Pero aún resulta mucho más divertido ver a ciertas viejas, que casi ya se caen de viejas, y tienen tal aspecto de cadáver que parecen difuntas resucitadas, decir a todas horas que la vida es muy dulce, que todavía están en celo […] se embadurnan constantemente el rostro con aceites, nunca se separan del espejo, se depilan las partes secretas, enseñan todavía sus pechos blandos y marchitos, solicitan con tembloroso gruñido sus apetitos lánguidos, beben a todas horas, se mezclan en los bailes de las muchachas y escriben cartitas amorosas. (Erasmo de Rotterdam, 1941: 42)
Hans Burkmair, Disputa entre una bruja y un Inquisidor (anterior a 1514). Muchas mujeres acusadas y juzgadas por brujería eran viejas y pobres. Con frecuencia dependían de la caridad pública para sobrevivir. La brujería —según dicen— es el arma de quienes no tienen poder. Pero las mujeres viejas también eran más propensas que cualquier otra persona a resistir a la destrucción de las relaciones comunales causada por la difusión de las relaciones capitalistas. Ellas encarnaban el saber y la memoria de la comunidad. La caza de brujas invirtió la imagen de la mujer vieja: tradicionalmente se le había considerado sabia, desde entonces se convirtió en un símbolo de esterilidad y hostilidad a la vida.
Esto estaba muy lejos del mundo de Chaucer, donde la Comadre de Bath, después de quemar a cinco maridos, podía aún declarar abiertamente: «Bienvenido sea el sexto […] No pretendo de ninguna manera ser casta. Cuando uno de mis maridos se ha ido, otro cristiano debe hacerse cargo de mí» (Chaucer, 1977: 277). En el mundo de Chaucer, la vitalidad sexual de la mujer vieja era una afirmación de la vida contra la muerte; en la iconografía de la caza de brujas, la vejez impide a las mujeres la posibilidad de una vida sexual, la contamina, convierte la actividad sexual en una herramienta de la muerte más que en un medio de regeneración.
Si no se tiene en cuenta la edad (pero sí la clase) de las mujeres juzgadas por brujería, hay una constante identificación de la sexualidad femenina con la bestialidad. Esto venía sugerido por la copulación con el dios-cabra (una de las representaciones del Demonio), el tristemente célebre beso sub cauda y la acusación de que las brujas conservaban una variedad de animales —«diablillos» o «familiares»— que les ayudaban en sus crímenes y con los cuales mantenían una relación particularmente íntima. Se trataba de gatos, perros, liebres, sapos, de los que la bruja cuidaba, supuestamente con el objeto de amamantarse de ellos por medio de tetillas especiales.
Había también otros animales que jugaban un papel en la vida de la bruja como instrumentos del Demonio: las cabras y las yeguas nocturnas la llevaban volando al aquelarre, los sapos le proveían veneno para sus brebajes. Tal era la presencia de los animales en el mundo de las brujas, en el que debemos suponer que ellos también estaban siendo juzgados.35
El matrimonio entre la bruja y sus «familiares» era quizás una referencia a las prácticas «bestiales» que caracterizaban la vida sexual de los campesinos en Europa, que continuaron siendo un delito capital mucho después del final de la caza de brujas. En una época en la que se estaba comenzando a adorar la Razón y a disociar lo humano de lo corpóreo, los animales fueron también sujetos a una drástica devaluación —reducidos a simples bestias, al «Otro» excesivo— símbolos perennes de lo peor de los instintos humanos. Pero el excedente de presencias animales en las vidas de las brujas sugiere también que las mujeres se encontraban en un cruce de caminos (resbaladizo) entre los hombres y los animales y que no sólo la sexualidad femenina, sino también la sexualidad como tal, se asemejaba a lo animal. Para sellar esta ecuación, las brujas fueron con frecuencia acusadas de cambiar de forma y tomar apariencia animal, siendo el sapo, el animal al que se hacía referencia más comúnmente; el sapo, en tanto símbolo de la vagina, sintetizaba la sexualidad, la bestialidad y el mal.
La caza de brujas condenó la sexualidad femenina como la fuente de todo mal, pero también fue el principal vehículo para llevar a cabo una amplia reestructuración de la vida sexual que, ajustada a la nueva disciplina capitalista del trabajo, criminalizaba cualquier actividad sexual que amenazara la procreación, la transmisión de la propiedad dentro de la familia o restara tiempo y energías al trabajo.
Los juicios por brujería brindan una lista aleccionadora de las formas de sexualidad que estaban prohibidas en la medida en que eran «no productivas»: la homosexualidad, el sexo entre jóvenes y viejos, el sexo entre gente de clases diferentes, el coito anal, el coito por detrás (se creía que resultaba en relaciones estériles), la desnudez y las danzas. También estaba proscrita la sexualidad pública y colectiva que había prevalecido durante la Edad Media, como en los festivales de primavera de origen pagano que, en el siglo XVI, aún se celebraban en toda Europa. Compárese, en este contexto, la descripción que hace P. Stubbes, en Anatomy of Abuse (1583) [Anatomía del abuso], de la celebración de los mayos [May Day] en Inglaterra, con los típicos relatos del aquelarre que acusaban a las brujas de bailar en estas reuniones, saltando de arriba a abajo al son de los caramillos y las flautas, entregadas plenamente al sexo y a la parranda colectiva.
Cuando llega mayo […] cada parroquia, ciudad y pueblo se reúne, hombres, mujeres y niños; viejos y jóvenes […] corren al monte y a los bosques, cerros y montañas, donde pasan toda la noche en pasatiempos placenteros y por la mañana regresan trayendo arcos de abedul y ramas de árboles […] La joya más preciada que traen al hogar es el árbol de mayo, que portan con gran veneración […] luego empiezan a comer y celebrar, a saltar y bailar a su alrededor, como hacían los paganos cuando adoraban a sus ídolos (Partridge: III).
Puede hacerse una comparación análoga entre las descripciones del aquelarre y las descripciones que hicieron las autoridades presbiterianas escocesas de los peregrinajes (a manantiales sagrados y a otros sitios santos), que la Iglesia Católica había promovido, pero a los que los presbiterianos se opusieron por considerarlos congregaciones del Diablo y ocasiones para prácticas lascivas. Tendencia general de este periodo

es que cualquier reunión potencialmente transgresora —encuentros de campesinos, campamentos rebeldes, festivales y bailes— fuera descrita por las autoridades como un posible aquelarre.37

37 Para un ejemplo de un aquelarre verosímil, en el que los elementos sexuales se combinan con temas que evocan la rebelión de clase, véase la descripción de Julian Cornwall del campamento rebelde que los campesinos establecieron durante la sublevación de Norfolk de 1549. El campamento causó bastante escándalo entre la alta burguesía, que aparentemente lo consideró un verdadero aquelarre.
La conducta de los rebeldes fue tergiversada en todos sus aspectos. Se decía que el campamento se convirtió en la meca de toda la gente viciosa del país […] Bandas de rebeldes buscaban víveres y dinero. Se dijo que 3.000 bueyes y 20.000 ovejas, sin contar cerdos, aves de corral, ciervos, cisnes y miles de celemines de maíz fueron traídos y consumidos en unos pocos días. Hombres cuya dieta cotidiana era con frecuencia escasa y monótona se rebelaron ante la abundancia de carne y se derrochó con imprudencia. El sabor fue mucho más dulce por provenir de bestias que eran la raíz de tanto resentimiento. (Cornwall, 1977: 147)
Las «bestias» eran las muy costosas ovejas productoras de lana, que estaban efectivamente, como dijo Tomás Moro en su Utopía, «comiéndose a los humanos», ya que las tierras arables y los campos comunes estaban siendo cercados y convertidos en pasto para su crianza.
También es significativo que, en algunas zonas del norte de Italia, ir al aquelarre se decía «ir al baile» o «ir al juego» (al gioco), lo que da cuenta de la campaña que la Iglesia y el Estado estaban llevando a cabo en contra de tales pasatiempos (Muraro, 1977: 109 y sg.; Hill, 1964: 183 y sg.). Tal y como señala Ginzburg, «una vez eliminados (del aquelarre) los mitos y adornos fantásticos, descubrimos una reunión de gente, acompañada por danzas y promiscuidad sexual» (Ginzburg, 1966: 189) y, debe añadirse, de mucha comida y bebida, que con seguridad eran una fantasía común en una época en la que el hambre era una experiencia corriente en Europa. (¡Cuan revelador de la naturaleza de las relaciones de clase en la época de la caza de brujas es que los sueños de cordero asado y cerveza pudieran ser vistos como signos de connivencia diabólica por una burguesía, siempre con el ceño fruncido, bien alimentada y acostumbrada a comer carne,!). Siguiendo un camino muy trillado, Ginzburg califica, sin embargo, las orgías asociadas con el aquelarre como «alucinaciones de viejas, que le servían de recompensa por una existencia escuálida» (ibidem: 190). De esta manera, culpa a las víctimas de su desaparición; ignora también que no fueron las mujeres acusadas de brujería, sino la elite europea, la que dedicó infinitud de pliegos de papel a discutir tales «alucinaciones», en disquisiciones, por ejemplo, sobre el papel de los súcubos y de los íncubos, o de si la bruja podía ser o no fecundada por el Diablo, una pregunta que, aparentemente, interesaba todavía a los intelectuales en el siglo XVIII (Couliano, 1987: 148-51). Hoy, estas grotescas disquisiciones son ocultadas en las historias de la «Civilización Occidental», o bien son sencillamente olvidadas, aunque tramaran una red que condenó a cientos de miles de mujeres a la muerte.
De esta forma, el papel que la caza de brujas ha jugado en el desarrollo del mundo burgués y, específicamente, en el desarrollo de la disciplina capitalista de la sexualidad, ha sido borrado de la memoria. No obstante, es posible establecer la relación entre este proceso y algunos de los principales tabúes de nuestra época. Tal es el caso de la homosexualidad, que en muchas partes de Europa era plenamente aceptada incluso durante el Renacimiento, pero fue luego erradicada en la época de la caza de brujas. La persecución de los homosexuales fue tan feroz que su memoria todavía está sedimentada en nuestro lenguaje. Faggot nos recuerda que los homosexuales eran a veces usados para encender el fuego donde las brujas eran quemadas, mientras que la palabra italiana finocchio (hinojo) se refiere a la práctica de desparramar estas plantas aromáticas en las hogueras con el fin de tapar el hedor de la carne ardiente.
Es particularmente significativa la relación que la caza de brujas estableció entre la prostituta y la bruja, en tanto refleja el proceso de devaluación que sufrió la prostitución durante la reorganización capitalista del trabajo sexual. Como dice el dicho, «prostituta de joven, bruja cuando vieja», ya que ambas usaban el sexo sólo para engañar y corromper a los hombres, fingiendo un amor que sólo era mercenario (Stiefelmeir, 1977: 48y sg.). Y ambas se vendían para obtener dinero y un poder ilícito; la bruja (que vendía su alma al Diablo) era la imagen ampliada de la prostituta (que vendía su cuerpo a los hombres). Tanto la (vieja) bruja como la prostituta eran símbolos de esterilidad, la personificación misma de la sexualidad no procreativa. Así, mientras en la Edad Media la prostituta y la bruja fueron consideradas figuras positivas que realizaban un servicio social a la comunidad, con la caza de brujas ambas adquirieron las connotaciones más negativas —relacionadas físicamente con la muerte y socialmente con la criminalización— y fueron rechazadas como identidades femeninas posibles. La prostituta murió como sujeto legal sólo después de haber muerto mil veces en la hoguera como bruja. O, mejor dicho, a la prostituta se le permitía sobrevivir (incluso se convertiría en útil, aunque de manera clandestina) sólo mientras la bruja pudiera ser asesinada; la bruja era el sujeto social más peligroso, el que (ante los ojos de los inquisidores) era menos controlable; era ella quien podía dar dolor o placer, curar o causar daño, mezclar los elementos y encadenar la voluntad de los hombres; incluso podía causar daño sólo con su mirada, un malocchio (mal de ojo) que presumiblemente podía matar.
La naturaleza sexual de sus crímenes y su estatus de clase baja distinguían a la bruja del mago del Renacimiento, que resultó ampliamente inmune a la persecución. La teúrgia y la brujería compartían muchos elementos. Los temas derivados de la tradición mágica ilustrada fueron introducidos por los demonólogos en la definición de brujería. Entre ellos se encontraba la creencia, de origen neoplatónico, de que Eros es una fuerza cósmica, que une al universo a través de relaciones de «simpatía» y atracción, permitiendo al mago manipular e imitar a la naturaleza en sus experimentos. Un poder similar se atribuía a la bruja, quien según se decía podía levantar tormentas con sólo sacudir un charco, o podía ejercer una «atracción» similar a la unión de los metales en la tradición alquimista (Yates, 1964: 145 y sg.; Couliano, 1987). La ideología de la brujería reflejó el principio bíblico, común a la magia y la alquimia, que estipula una conexión entre la sexualidad y el saber. La tesis de que las brujas adquirieron sus poderes copulando con el Diablo se hacía eco de la creencia alquimista de que las mujeres se habían apropiado de los secretos de la química copulando con demonios rebeldes (Seligman, 1948: 76). La teúrgia, sin embargo, no fue perseguida, aunque la alquimia fue cada vez peor vista, ya que parecía una búsqueda inútil y, como tal, una pérdida de tiempo y recursos. Los magos eran una elite, que con frecuencia prestaban servicios a príncipes y a otras personas que ocupaban altos puestos (Couliano, 1987: 156 y sg.), y los demonólogos los distinguían cuidadosamente de las brujas, al incluir la teúrgia (en particular la astrología y la astronomía) dentro del ámbito de las ciencias.
La caza de brujas y el Nuevo Mundo
Los homólogos de la típica bruja europea no fueron, por lo tanto, los magos del Renacimiento, sino los indígenas americanos colonizados y los africanos esclavizados que, en las plantaciones del «Mundo», compartieron un destino similar al de las mujeres en Europa, proveyendo al capital del aparentemente inagotable suministro de trabajo necesario para la acumulación.
Los destinos de las mujeres en Europa y de los amerindios y africanos en las colonias estaban conectados hasta el punto de que sus influencias fueron recíprocas. La caza de brujas y las acusaciones de adoración al Demonio fueron llevadas a América para quebrar la resistencia de las poblaciones locales, justificando así la colonización y la trata de esclavos ante los ojos del mundo. Por su parte, de acuerdo con Luciano Parinetto, la experiencia americana persuadió a las autoridades europeas a creer en la existencia de poblaciones enteras de brujas, lo que las instigó a aplicar en Europa las mismas técnicas de exterminio masivo desarrolladas en América (Parinetto, 1998).
En México, «entre 1536 y 1543 el obispo Zumárraga realizó 19 juicios que implicaban a 75 herejes indígenas, en su mayoría seleccionados entre los líderes políticos y religiosos de las comunidades de México central, muchos de los cuales terminaron sus vidas en la hoguera. El fraile Diego de Landa dirigió juicios por idolatría en Yucatán durante la década de 1560, en los cuales la tortura, los azotes y los autos de fe figuraban de forma prominente» (Behar, 1987: 51). En Perú se realizaron también cacerías de brujas con el fin de destruir el culto a los dioses locales, considerados demonios por los europeos. «Los españoles veían la cara del Diablo por todas partes: en las comidas […] en los “vicios primitivos de los indios” […] en sus lenguas bárbaras» (de León, 1985, Vol. I: 33-4). También en las colonias, las mujeres eran más vulnerables a la hora ser acusadas por brujería, ya que, al ser despreciadas por los europeos como mujeres de mente débil, pronto se convirtieron en las defensoras más acérrimas de sus comunidades (Silverblatt, 1980: 173, 176-79).
El destino común de las brujas europeas y de los súbditos coloniales está mejor demostrado por el creciente intercambio, a lo largo del siglo XVIII, entre la ideología de la brujería y la ideología racista que se desarrolló sobre el suelo de la Conquista y de la trata de esclavos. El Diablo era representado como un hombre negro y los negros eran tratados cada vez más como diablos, de tal modo que «la adoración al Diablo y las intervenciones diabólicas [se convirtieron en] el aspecto más comúnmente descrito de las sociedades no-europeas con las que los traficantes de esclavos se encontraron» (Barker, 1978: 91). «Desde los lapones hasta los samoyedos, de los hotentotes a los indonesios […] no había sociedad» —escribe Anthony Barker— «que no fuera etiquetada por algún inglés como activamente influida por el Diablo» (1978: 91). Al igual que en
Europa, el sello característico de lo diabólico era
Representación del siglo XVI donde aparecen los indígenas del Caribe como demonios. Tobias George Smollett (compilador), A compendium of authentic and entertaining voyages, digested in a chronological series […], (1766).
un deseo y una potencia sexual anormales. El Diablo con frecuencia era retratado con dos penes, mientras que las historias sobre prácticas sexuales brutales y la afición desmedida por la música y la danza se convirtieron en los ingredientes básicos de los informes de los misioneros y de los viajeros al «Nuevo Mundo».
Según el historiador Brian Easlea, esta exageración sistemática de la potencia sexual de los negros delata la ansiedad que sentían los hombres blancos ricos respecto de su propia sexualidad; supuestamente, los hombres blancos de clase alta temían la competencia de la gente que ellos esclavizaban, a quienes veían más cercanos a la naturaleza, pues se sentían inadaptados sexualmente debido a las dosis excesivas de autocontrol y razonamiento prudente (Easlea, 1980: 249-50). Pero la sexualización exagerada de las mujeres y de los hombres negros —las brujas y los demonios— también debe estar enraizada con la posición que ocupaban en la división internacional del trabajo que surgió a partir de la colonización de América, la trata de esclavos y la caza de brujas. La definición de negritud y de feminidad como marcas de bestialidad e irracionalidad se correspondía con la exclusión de las mujeres en Europa, así como de las mujeres y los hombres de las colonias, del contrato social implícito en el salario, con la consecuente naturalización de su explotación.
La bruja, la curandera y el nacimiento de la ciencia moderna
Había otros motivos detrás de la persecución de las brujas. Con frecuencia, las acusaciones de brujería fueron usadas para castigar el ataque a la propiedad, principalmente los robos que crecieron de manera espectacular en los siglos XVI y XVII, tras la privatización de la tierra y de la agricultura. Como hemos visto, las mujeres pobres de Inglaterra, que mendigaban o robaban leche o vino de las casas de sus vecinos o que vivían de la asistencia pública, podían convertirse en sospechosas de practicar artes malignos. Alan Macfarlane y Keith Thomas han mostrado que en este periodo, después de la pérdida de las tierras comunes y de la reorganización de la vida familiar que dio prioridad a la crianza de los niños a expensas del cuidado que anteriormente se daba a los ancianos, hubo un marcado deterioro de la condición de las mujeres ancianas (Macfarlane, 1970: 205).41 Estos ancianos eran ahora, o bien forzados a depender de sus amigos o vecinos para sobrevivir, o bien se sumaban a las Listas de Po-

La afición de los africanos por la música fue también usada en su contra, como prueba de su naturaleza instintiva e irracional. (Ibidem: 115)
41 En la Edad Media, cuando un hijo (o una hija) se hacía cargo de la propiedad familiar, el (o ella) asumía automáticamente el cuidado de sus envejecidos padres, mientras que en el siglo XVI los padres comenzaron a ser abandonados y se dio mayor prioridad a los hijos (Macfarlane, 1970: 205).
bres (en el mismo momento en que la nueva ética protestante comenzaba a señalar la entrega de limosnas como derroche y como medio de fomentar la pereza). Al mismo tiempo, las instituciones que en el pasado habían cuidado a los pobres estaban entrando en proceso de descomposición. Algunas mujeres pobres usaron, presumiblemente, el miedo que inspiraba su reputación como brujas para obtener lo que necesitaban. Pero no se condenó solamente a la «bruja mala», que supuestamente maldecía y dejaba cojo al ganado, arruinaba cultivos o causaba la muerte de los hijos de sus empleadores. La «bruja buena», que había hecho del hechizo su carrera, también fue castigada, muchas veces con mayor severidad.
Históricamente, la bruja era la partera, la médica, la adivina o la hechicera del pueblo, cuya área privilegiada de incumbencia —como escribió Burckhardt con respecto a las brujas italianas— era la intriga amorosa (Burckhardt, 1927: 319-20). Una encarnación urbana de este tipo de bruja fue la Celestina de la pieza teatral de Fernando de Rojas (La Celestina, 1499). De ella se decía que:
Tenía seis oficios, a saber: lavandera, perfumera, maestra de hacer aceites y en la reparación de virginidades dañadas, alcahueta y un poquito bruja. Su primer oficio era cubrir a los demás y con esta excusa muchas chicas que trabajaban como sirvientas iban a su casa a lavar. No es posible imaginar el trajín que se traía. Era médica de bebés; cogía lino de una casa y lo llevaba a otra, todo esto como excusa para entrar a todas partes. Alguien le decía: «¡Madre, venga!» o «¡Acá viene la señora!» Todos la conocían. Y a pesar de sus muchas tareas ella encontraba tiempo para ir a misa o víspera. (Rojas 1959: 17-8)42

42 Ésta es nuestra adaptación. En el original se lee:

Ella tenia seys oficios. Conuiene a saber: labrandera, perfumera, maestra de fazer afeytes e de fazer virgos, alcahueta e vn poquito hechizera. Era el primer oficio cobertura de los otros: so color del qual muchas mozas destas siruientes entrauan en su casa: a labrarse e a labrar camisas e gorgueras […] que trafagos, si piensas, traya. Faziase fisica de ninos. Tomaua estambre de vnas casas: daualo a filar en otras por achaque de entrar en todas. Las vnas, madre aca: las otras, madre aculla. cata la vieja, ya viene el ama; de todos muy conocida. Con todos estos afanes, nunca pasaua sin missa ni bisperas.
Rojas, 1499 [N. de la T.].
Sin embargo, una curandera más típica fue Gostanza, una mujer juzgada por brujería en San Miniato, una pequeña ciudad de Toscana, en 1594. Después de enviudar, Gostanza se había establecido como curandera profesional, para hacerse pronto muy conocida en la región por sus remedios terapéuticos y sus exorcismos. Vivió con su sobrina y dos mujeres mayores, también viudas. Una vecina, que también era viuda, le proveía especias para sus medicamentos. Recibía a sus clientes en su casa, pero también viajaba cuando era necesario, a fin de «marcar» un animal, visitar a un enfermo, ayudar a la gente a vengarse o a liberarse de encantos médicos (Cardini, 1989: 51-8). Sus herramientas eran aceites naturales y polvos, también artefactos aptos para curar y proteger por «simpatía» o «contacto». No le interesaba inspirar miedo a la comunidad, ya que practicar sus artes era su forma de ganarse la vida. De hecho, gozaba de mucha simpatía, todos iban a verla para ser curados, para que les leyera el futuro, para encontrar objetos perdidos o para comprar pociones para el amor. Pero no escapó a la persecución. Después del Concilio de Trento (1545-1563), la Contrarreforma adoptó una dura postura contra los curanderos populares por temor a sus poderes y sus raíces profundas en la cultura de sus comunidades. También en Inglaterra, la suerte de las «brujas buenas» fue sellada en

1604 cuando un estatuto aprobado por Jacobo I estableció la pena de muerte para cualquiera que usara los espíritus y la magia, aun si no fueran causantes de un daño visible.
Con la persecución de la curandera de pueblo, se expropió a las mujeres de un patrimonio de saber empírico, en relación con las hierbas y los remedios curativos, que habían acumulado y transmitido de generación en generación, una pérdida que allanó el camino para una nueva forma de cercamiento: el ascenso de la medicina profesional que, a pesar de sus pretensiones curativas, erigió una muralla de conocimiento científico indisputable, inasequible y extraño para las «clases bajas» (Ehrenreich e English, 1973; Starhawk, 1997).
El desplazamiento de la bruja y la curandera de pueblo por el doctor, plantea la pregunta acerca del papel que el surgimiento de la ciencia moderna y de la visión científica del mundo jugaron en el ascenso y en la disminución de la caza de brujas. En relación a esta pregunta podemos hallar dos puntos de vista contrapuestos.
Por un lado está la teoría que proviene de la Ilustración, que reconoce el advenimiento de la racionalidad científica como el factor determinante en el fin de la persecución. Tal como fue formulada por Joseph Klaits (1895, 62), esta teoría sostiene que la nueva ciencia transformó la vida intelectual, generando un nuevo escepticismo al «definir el universo como un mecanismo autorregulado en el que la intervención divina directa y constante era innecesaria». No obstante, Kaits admite que los mismos jueces que en la década de 1650 ponían freno a los juicios contra las brujas nunca cuestionaron la realidad de la brujería. «Ni en Francia ni en ninguna otra parte los jueces del siglo XVII que pusieron fin a la caza de brujas manifestaron que las brujas no existieran. Al igual que Newton y otros científicos de la época, los jueces siguieron aceptando la magia natural como teóricamente verosímil» (ibidem: 163).
Efectivamente, no hay pruebas de que la nueva ciencia tuviera un efecto liberador. La visión mecanicista de la naturaleza que surgió con el inicio de la ciencia moderna «desencantó el mundo». Tampoco hay pruebas de que quienes la promovían hubieran hablado en defensa de las mujeres acusadas de ser brujas. En este terreno, Descartes se declaró agnóstico; otros filósofos mecanicistas (como Joseph Glanvill y Thomas Hobbes) apoyaron decididamente la caza de brujas. Lo que dio fin a la caza de brujas (tal y como ha mostrado de forma convincente Brian Easlea) fue la aniquilación del «mundo de las brujas» y la imposición de la disciplina social que el sistema capitalista triunfante requería. En otras palabras, la caza de brujas llegó a su consumación, a finales del siglo XVII, porque para esa época la clase dominante gozaba de una creciente sensación de seguridad en relación con su poder y no porque hubiese surgido una visión del mundo más ilustrada.
La pregunta que sigue aquí vigente es si el surgimiento del método científico moderno puede ser considerado la causa de la caza de brujas. Esta visión ha sido sostenida de forma muy convincente por Carolyn Merchant en The Death of Nature (1980). Mechant considera que la raíz de la persecución de las brujas se encuentra en el cambio de paradigma provocado por la revolución científica, y en particular en el surgimiento de la filosofía mecanicista cartesiana. Según esta autora, este cambio reemplazó la cosmovisión orgánica que veía en la naturaleza, en las mujeres y en la tierra las madres protectoras, por otra que las degradaba a la categoría de «recursos permanentes», removiendo cualquier restricción ética a su explotación (Merchant, 1980: 127 y sg.). La mujer-bruja, sostiene Merchant, fue perseguida como la encarnación del «lado salvaje» de la naturaleza, de todo lo que en la naturaleza parecía alborotador, incontrolable y, por lo tanto, antagónico al proyecto asumido por la nueva ciencia. Merchant señala que una de las pruebas de la conexión entre la persecución de las brujas y el surgimiento de la ciencia moderna se encuentra en el trabajo de Francis Bacon, uno de los supuestos padres del nuevo método científico. Su concepto de investigación científica de la naturaleza fue modelado a partir de la interrogación a las brujas bajo tortura, de donde surge una representación de la naturaleza como una mujer a conquistar, descubrir y violar (Merchant, 1980: 168-72).
La explicación de Merchant tiene el gran mérito de desafiar la suposición de que el racionalismo científico fue un vehículo de progreso, centrando nuestra atención sobre la profunda alienación que la ciencia moderna ha instituido entre los seres humanos y la naturaleza. También entrelaza la caza de brujas con la destrucción del medio ambiente y conecta la explotación capitalista del mundo natural con la explotación de las mujeres.
Sin embargo, Merchant pasa por alto el hecho de que la «visión orgánica del mundo» que adoptaron las elites en la Europa pre-científica, dejó espacio para la esclavitud y el exterminio de los herejes. También sabemos que la aspiración al dominio tecnológico de la naturaleza y la apropiación del poder creativo de las mujeres ha dado lugar a diferentes marcos cosmológicos. Los magos del Renacimiento estaban igualmente interesados en estos objetivos,44 mientras que la física newtoniana no debió su descubrimiento de la gravitación universal a una visión mecánica de la naturaleza sino a una visión mágica. Además, cuando la moda del mecanicismo filosófico llegó a su término a comienzos del siglo XVIII, surgieron nuevas tendencias filosóficas que hicieron

44 En «Outrunning Atlanta: Feminine Destiny in Alchemic Transmutations», Allen y Hubbs escriben que:
El simbolismo recurrente en los trabajos de alquimia sugiere una obsesión por revertir o, tal vez, incluso detener la hegemonía femenina sobre el proceso de creación biológica […] Este dominio deseado es también representado en imágenes como la de Zeus pariendo a Atenea por su cabeza […] o Adán pariendo a Eva desde su pecho. El alquimista que ejemplifica la lucha por el control del mundo natural busca nada menos que la magia de la maternidad […] De esta manera, el gran alquimista Paracelso da una respuesta afirmativa a la pregunta sobre si «es posible para el arte y la naturaleza que un hombre nazca fuera del cuerpo de una mujer y fuera de una madre natural». (Allen y Hubbs, 1980: 213)
hincapié en el valor de la «simpatía», la «sensibilidad» y la «pasión», que sin embargo fueron fácilmente integradas al proyecto de la nueva ciencia (Barnes y Shapin, 1979).
También deberíamos considerar que el armazón intelectual que apoyó la persecución de las brujas no fue tomado directamente de las páginas del racionalismo filosófico. Mejor dicho, fue un fenómeno transitorio, una especie de bricolage ideológico que evolucionó bajo la presión de la tarea que tenía que llevar a cabo. Dentro de esta tendencia, se combinaron elementos tomados del mundo fantástico del cristianismo medieval, argumentos racionalistas y los modernos procedimientos burocráticos de las cortes europeas, de la misma manera que en la fragua del nazismo se combinaron el culto a la ciencia y la tecnología con un escenario que pretendía restaurar un mundo mítico y arcaico de lazos de sangre y lealtades pre-monetarias.
Esto es lo que sugiere Parinetto, que considera la caza de brujas como un caso clásico —desafortunadamente no el último— en la historia del capitalismo del tipo «ir hacia atrás» en tanto forma de avanzar en el asentamiento de las condiciones para la acumulación de capital. Al conjurar al Demonio, los inquisidores se deshicieron del animismo y del panteísmo popular con el fin de definir de una manera más centralizada la localización y distribución del poder en el cosmos y en la sociedad. Así, paradójicamente —según Parinetto—, en la caza de brujas, el Diablo funcionaba como el verdadero servidor de Dios; siendo el factor que más contribuyó a allanar el camino para la nueva ciencia. Como un alguacil, o como el agente secreto de Dios, el Diablo trajo el orden al mundo, vaciándolo de influencias conflictivas y reasegurando a Dios como el soberano exclusivo. Consolidó el mando de Dios sobre los asuntos humanos, para que en cuestión de un siglo, con la llegada de la física newtoniana, pudiera retirarse del mundo, contento con custodiar la precisión de su mecanismo desde lejos.
Ni el racionalismo ni el mecanicismo fueron, entonces, la causa inmediata de las persecuciones, aunque contribuyeran a crear un mundo comprometido con la explotación de la naturaleza. El hecho de que las elites europeas necesitaran erradicar todo un modo de existencia, que a finales de la baja Edad Media amenazaba su poder político y económico, fue el principal factor de la instigación a la caza de brujas. Cuando esta tarea acabó de ser cumplida —la disciplina social fue restaurada y la clase dominante vio consolidada su hegemonía— los juicios a las brujas llegaron a su fin. La creencia en la brujería pudo incluso convertirse en algo ridículo, despreciada como superstición y borrada pronto de la memoria.
Este proceso comenzó en toda Europa hacia finales del siglo XVII, aunque los juicios a brujas continuaron en Escocia durante tres décadas más. Un factor que contribuyó a que terminaran los juicios contra las brujas fue la pérdida de control de la clase dominante sobre los mismos, algunos de ellos incluso acabaron bajo el fuego de su propia maquinaria represiva debido a las denuncias que les acusaban. Midelfort escribe que en Alemania:
Cuando las llamas empezaron a arder cada vez más cerca de los nombres de gente que disfrutaba de alto rango y poder, los jueces perdieron la confianza en las confesiones y se terminó el pánico […]. (Midelfort , 1972: 206)
También en Francia, la última ola de juicios trajo un desorden social generalizado: los sirvientes acusaban a sus amos, los hijos acusaban a sus padres, los maridos acusaban a sus mujeres. En estas circunstancias, el Rey decidió intervenir y Colbert extendió la jurisdicción de París a toda Francia para terminar con la persecución. Se promulgó un nuevo código legal en le que la brujería ni siquiera se mencionaba (Mandrou, 1968: 443).
En el preciso momento en que el Estado tomó el control sobre la caza de brujas, uno por uno, los distintos gobiernos tomaron la iniciativa para acabar con ella. A partir de mediados del siglo XVII, se hicieron esfuerzos para frenar el celo judicial e inquisitorial. Una consecuencia inmediata fue que, en el siglo XVIII, los «crímenes comunes» se multiplicaron repentinamente (ibidem: 437). Entre 1686 y 1712 en Inglaterra, a medida que amainaba la caza de brujas, los arrestos por daños a la propiedad (en particular los incendios de graneros, casas y pajares) y por ataques crecieron enormemente (Kittredge, 1929: 333), al tiempo que nuevos crímenes entraban en los códigos legales. La blasfemia comenzó a tratarse como un delito punible —en Francia, se decretó que después de la sexta condena, a los blasfemos se les cortaría la lengua— de la misma manera que el sacrilegio (la profanación de reliquias y el robo de hostias). También se establecieron nuevos límites para la venta de venenos; su uso privado fue prohibido, su venta fue condicionada a la adquisición de una licencia y se extendió la pena de muerte a los envenenadores. Todo esto sugiere que el nuevo orden social ya estaba lo suficientemente consolidado como para que los crímenes fueran identificados y castigados como tales, sin posibilidad de recurrir a lo sobrenatural. En palabras de un parlamentario francés:
Ya no se condena a las brujas y hechiceras, en primer lugar porque es difícil determinar la prueba de brujería y, en segundo lugar, porque tales condenas han sido usadas para hacer daño. Se ha cesado entonces de culparlas de lo incierto para acusarlas de lo cierto. (Mandrou, 1968: 361)
Una vez destruido el potencial subversivo de la brujería, se permitió incluso que la magia se siguiera practicando. Después de que la caza de brujas llegara a su fin, muchas mujeres continuaron sosteniéndose sobre la base de la adivinación, la venta de encantos y la practica de otras formas de magia. Como escribió Pierre Bayle en 1704, «en muchas provincias de Francia, en Saboya, en el cantón de Berna y en muchas otras partes de Europa […] no hay aldea o caserío, no importa cuán pequeño sea, donde no haya aunque sea una bruja» (Erhard, 1963: 30). En la Francia del siglo XVIII, también se desarrolló un interés por la brujería entre la nobleza urbana, que —excluida de la producción urbana y al percibir que sus privilegios eran atacados— trato de satisfacer su deseo

de poder recurriendo a las artes de la magia (ibidem: 31-2). Pero ahora las autoridades ya no estaban interesadas en procesar esas prácticas, se inclinaban, en cambio, por ver la brujería como un producto de la ignorancia o un desorden de la imaginación (Mandrou, 1968: 519). En el siglo XVIII, la intelligentsia comenzó incluso a sentirse orgullosa de la ilustración que había adquirido, segura de sí misma continuó reescribiendo la historia de la caza de brujas, desestimándola como un producto de la superstición medieval.
El espectro de las brujas siguió, en cualquier caso, persiguiendo la imaginación de la clase dominante. En 1871, la burguesía parisina lo retomó instintivamente para demonizar a las communards, acusándolas de querer incendiar Paris. No puede haber demasiada duda de que los modelos de las historias e imágenes morbosas que utilizó la prensa burguesa para crear el mito de las pétroleuses hayan sido tomados del repertorio de la caza de brujas. Como describe Edith Thomas, los enemigos de la Comuna alegaron que miles de proletarias vagaban (como brujas) por la ciudad, día y noche, con ollas llenas de queroseno y etiquetas con la inscripción «BPB» (bon pour bruler, «buena para quemar»), supuestamente, siguiendo las instrucciones recibidas en una gran conspiración destinada a reducir la ciudad de París a cenizas frente a las tropas que avanzaban desde Versailles. Thomas escribe que «en ninguna parte se encontró a las pétroleuses. En las áreas ocupadas por el ejército de Versailles bastaba con que una mujer fuera pobre y mal vestida, y que llevara un cesto, una caja o una botella de leche, para que fuera sospechosa» (Thomas, 1966: 166-67). Cientos de mujeres fueron ejecutadas sumariamente de esta manera, mientras eran vilipendiadas en los periódicos. Como la bruja, la pétroleuse era representada como una mujer vieja, despeinada, de aspecto agreste y salvaje. En sus manos llevaba el recipiente con el líquido que usaba para perpetrar sus crímenes.


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