La investigación de la Edad Media que realizó la autora para mostrar como el origen del capital requirió acabar con las formas de vida comunitaria que tenían en la mujer su eje y matriz, de modo tal que la burguesía consiguió aliar y subordinar a la oligaqrquía para enttre ambos desatar la persecución de la cacería de brujas
2. La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres.
La construcción de la «diferencia» en la «transición al capitalismo»
¿Me pregunto si todas las guerras, derramamientos de sangre y miseria no llegaron a la creación cuando un hombre buscó ser el señor de otro? […] Y si esta miseria no se irá […] cuando todas las ramas de la humanidad vean la tierra como un tesoro común a todos.
Gerrard Winstanley, The New Law of Righteousness, 1649.
Para él, ella era una mercancía fragmentada cuyos sentimientos y elecciones rara vez eran consideradas: su cabeza y su corazón estaban separadas de su espalda y sus manos, y divididas de su matriz y vagina. Su espalda y sus músculos estaban insertos en el campo de trabajo […] a sus manos se les exigía cuidar y nutrir al hombre blanco […] [S]u vagina, usada para el placer sexual de él, era la puerta de acceso a la matriz, lugar donde él hacía inversiones de capital —el acto sexual era la inversión de capital y el hijo que resultaba de ella la plusvalía acumulada […]
Barbara Omolade, «Heart of Darkness», 1983.
Introducción
El desarrollo del capitalismo no era la única respuesta a la crisis del poder feudal. En toda Europa vastos movimientos sociales comunalistas y las rebeliones contra el feudalismo habían ofrecido la promesa de una nueva sociedad construida a partir de la igualdad y la cooperación. En 1525, sin embargo, su expresión más poderosa, la «Guerra Campesina» en Alemania o, como la llamó Peter Blickle la «revolución del
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hombre común», fue aplastada.1 En represalia, cien mil rebeldes fueron masacrados. Más tarde, en 1535, la «Nueva Jerusalén», el intento de los anabaptistas en la ciudad de Münster para traer el reino de Dios a la tierra, también terminó en un baño de sangre, primero debilitado probablemente por el giro patriarcal de sus líderes quienes, al imponer la poligamia, produjeron la rebelión de las mujeres que había entre sus filas. Con estas derrotas, agravadas por el despliegue de las cacerías de brujas y los efectos de la expansión colonial, el proceso revolucionario en Europa llegó a su fin. El poderío militar no fue suficiente, no obstante, para evitar la crisis del feudalismo.
1 Peter Blickle cuestiona el concepto de una «guerra campesina» debido a la composición social de esta revolución, que incluía entre sus filas a muchos artesanos, mineros e intelectuales. La Guerra Campesina combinó la sofisticación ideológica, expresada en los doce «artículos» de los rebeldes, y una poderosa organización militar. Los doce «artículos» incluían: el rechazo a la servidumbre, una reducción de los diezmos, la revocación de las leyes contra la caza furtiva, una afirmación del derecho a recolectar leña, una disminución de los servicios laborales, una reducción de las rentas, una afirmación de los derechos a usar lo común y una abolición de los impuestos a la herencia (Bickle, 1985: 195-201). La excepcional destreza militar que demostraron los rebeldes dependía en parte de la participación de soldados profesionales en la revuelta, incluidos los lansquenetes —los célebres soldados suizos que, en esa época, eran la tropa mercenaria de elite en Europa. Los lansquenetes comandaron los ejércitos campesinos, poniendo a su servicio su experiencia militar y, en varias ocasiones, rehusaron actuar contra los rebeldes. En un caso, motivaron su rechazo con el argumento de que ellos también venían del campesinado y que dependían de los campesinos para su sustento en tiempos de paz. Cuando quedó claro que no podían confiar en ellos, los príncipes alemanes movilizaron las tropas de la Liga Suabia, traídas de regiones más remotas, para quebrar la resistencia campesina. Sobre la historia de los lansquenetes y su participación en la Guerra Campesina véase Reinhard Baumann, I Lanzichenacchi (1994: 237-256).
En la Baja Edad Media la economía feudal quedó condenada, enfrentada a una crisis de acumulación que se prolongaba desde hacía más de un siglo. Podemos deducir sus dimensiones a partir de algunas sencillas estimaciones que indican que entre 1350 y 1500 tuvo lugar un cambio muy importante en la relación de poder entre trabajadores y patrones. El salario real creció un 100 %, los precios cayeron un 33 %, también cayeron las rentas, disminuyó la extensión de la jornada laboral y apareció una tendencia hacia la autosuficiencia local. También pueden encontrarse pruebas de la tendencia a la desacumulación en el pesimismo de los mercaderes y terratenientes de la época, así como en las medidas que los Estados europeos adoptaron para proteger los mercados, siempre dirigidas a suprimir la competencia y forzar a la gente a trabajar en las condiciones impuestas. Las anotaciones en los archivos de los feudos documentan que «el trabajo no valía ni el desayuno» (Dobb, 1963: 54). La economía feudal no podía reproducirse: la sociedad capitalista tampoco podría haber «evolucionado» a partir de la misma, ya que la autosuficiencia y el nuevo régimen de salarios elevados permitían la «riqueza popular», pero «excluían la riqueza capitalista».
Como respuesta a esta crisis, la clase dominante europea lanzó una ofensiva global que en el curso de al menos tres siglos cambiaría la historia del planeta, estableciendo las bases del sistema capitalista mundial, en un intento sostenido de apropiarse de nuevas fuentes de riqueza, expandir su base económica y poner bajo su mando un mayor número de trabajadores.
Como sabemos, «la conquista, el sojuzgamiento, el homicidio motivado por el robo: en una palabra, la violencia» fueron los pilares de este proceso (ibidem: 785). Así, el concepto de «transición al capitalismo» es en muchos sentidos una ficción. En los años cuarenta y cincuenta, los historiadores británicos lo usaron para definir un periodo —que iba aproximadamente de 1450 a 1650— en el que se estaba descomponiendo el feudalismo en Europa, al tiempo que no parecía claro qué sistema socio-económico lo iba a reemplazar, si bien ya estaban tomando forma algunos elementos de la sociedad capitalista. El concepto de «transición» nos ayuda a pensar un proceso de cambio y unas sociedades en las cuales la acumulación capitalista coexistía con formaciones políticas que todavía eran de forma predominante no capitalistas. Sin embargo, el término sugiere un desarrollo gradual, lineal, mientras que el periodo que nombra fue uno de los más sangrientos y discontinuos de la historia mundial —una época que fue testigo de transformaciones apocalípticas, que los historiadores sólo pueden describir en los términos más duros: la Era de Hierro (Kamen), la Era del Saqueo (Hoskins) y la Era del Látigo (Stone). «Transición», entonces, no puede evocar los cambios que allanaron el camino para la llegada del capitalismo y las fuerzas que lo conformaron. En este libro, en consecuencia, se va a usar dicho término principalmente en un sentido temporal, mientras que para los procesos sociales que caracterizaron la «reacción feudal» y el desarrollo de las relaciones capitalistas usaré el concepto marxiano de «acumulación primitiva», aunque coincido con sus críticos en que debemos pensar nuevamente la interpretación de Marx.
Marx introdujo el concepto de «acumulación primitiva» al final del Tomo I de El Capital para describir la reestructuración social y económica iniciada por la clase dominante europea en respuesta a su crisis de acumulación y para establecer (en polémica con Adam Smith) que:
i) el capitalismo no podría haberse desarrollado sin una concentración previa de capital y trabajo; y que ii) la separación de los trabajadores de los medios de producción, y no la abstinencia de los ricos, es la fuente de la riqueza capitalista. La acumulación primitiva es, entonces, un concepto útil, pues conecta la «reacción feudal» con el desarrollo de una economía capitalista e identifica las condiciones históricas y lógicas para el desarrollo del sistema capitalista, en el que «primitiva» («originaria») indica tanto una precondición para la existencia de relaciones capitalistas como un hecho temporal específico.
Sin embargo, Marx analizó la acumulación primitiva casi exclusivamente desde el punto de vista del proletariado industrial asalariado: el protagonista, desde su perspectiva, del proceso revolucionario de su tiempo y la base para una sociedad comunista futura. De este modo, en su explicación, la acumulación primitiva consiste esencialmente en la expropiación de tierra del campesinado europeo y la formación del trabajador independiente «libre». Sin embargo Marx reconoció también que:
El descubrimiento de las comarcas auríferas y argentíferas en América, el exterminio, esclavización y soterramiento en las minas de la población aborigen, la conquista y saqueo de las Indias Orientales, la transformación de África en un coto reservado para la caza comercial de pieles-negras […] constituyen factores fundamentales de la acumulación primitiva.
Asimismo, Marx denunció que «no pocos capitales que ingresan actualmente en Estados Unidos, sin partida de nacimiento, provienen de la sangre de los niños recientemente acumulada en Inglaterra» (ibidem: 945). En contraste, no encontramos en su trabajo ninguna mención a las profundas transformaciones que el capitalismo introdujo en la reproducción de la fuerza de trabajo y en la posición social de las mujeres. En el análisis de Marx sobre la acumulación primitiva tampoco aparece ninguna referencia a la «gran caza de brujas» de los siglos XVI y XVII, a pesar de que esta campaña terrorista impulsada por el Estado resultó fundamental a la hora de derrotar al campesinado europeo, facilitando su expulsión de las tierras que una vez detentaron en común.
En este capítulo y en los que siguen discuto estos sucesos, especialmente con referencia a Europa, defendiendo que:
1. La expropiación de los medios de subsistencia de los trabajadores europeos y la esclavización de los pueblos originarios de América y África en las minas y plantaciones del «Nuevo Mundo» no fueron los únicos medios para la formación y «acumulación» del proletariado mundial.
2. Este proceso requirió la transformación del cuerpo en una máquina de trabajo y el sometimiento de las mujeres para la reproducción de la fuerza de trabajo. Fundamentalmente, requirió la destrucción del poder de las mujeres que, tanto en Europa como en América, se logró por medio del exterminio de las «brujas».
3. La acumulación primitiva no fue, entonces, simplemente una acumulación y concentración de trabajadores explotables y capital. Fue también una acumulación de diferencias y divisiones dentro de la clase trabajadora, en la cual las jerarquías construidas a partir del género, así como las de «raza» y edad, se hicieron constitutivas de la dominación de clase y de la formación del proletariado moderno.
4. No podemos, entonces, identificar acumulación capitalista con liberación del trabajador, mujer u hombre, como muchos marxistas (entre otros) han hecho, o ver la llegada del capitalismo como un momento de progreso histórico. Por el contrario, el capitalismo ha creado las formas de esclavitud más brutales e insidiosas, en la medida en que inserta en el cuerpo del proletariado divisiones profundas que sirven para intensificar y ocultar la explotación. Es en gran medida debido a estas divisiones impuestas —especialmente la división entre hombres y mujeres— que la acumulación capitalista continúa devastando la vida en cada rincón del planeta.
La acumulación capitalista y la acumulación de trabajo
Marx escribió que el capital emergió sobre la faz de la tierra «chorreando sangre y mugre de los pies a la cabeza»10 y, en efecto, cuando vemos el comienzo del desarrollo capitalista tenemos la impresión de estar en un inmenso campo de concentración. En el «Nuevo Mundo» encontramos el sometimiento de las poblaciones aborígenes a través de los regímenes de la mita y el cuatequil: multitud de personas dieron su vida para sacar la plata y el mercurio de las minas de Huancavelica y Potosí. En Europa Oriental se desarrolló una «segunda servidumbre», que ató a la tierra a una población de productores agrícolas que nunca antes habían sido siervos. En Europa Occidental se dieron los cercamientos, la caza de Brujas, las marcas a fuego, los azotes y el encarcelamiento de vagabundos y mendigos en workhouses y casas correccionales recién construidas, modelos para el futuro sistema carcelario. En el horizonte, el surgimiento del tráfico de esclavos, mientras que en los mares, los barcos transportaban ya «sirvientes contratados» y convictos de Europa a América.
10 Marx (2006, T. I: 950).
Lo que se deduce de este panorama es que la violencia fue el principal medio, el poder económico más importante en el proceso de acumulación primitiva, porque el desarrollo capitalista requirió un salto inmenso en la riqueza apropiada por la clase dominante europea y en el número de trabajadores puestos bajo su mando. En otras palabras, la acumulación primitiva consistió en una inmensa acumulación de fuerza de trabajo —«trabajo muerto» en la forma de bienes robados y «trabajo vivo» en la forma de seres humanos puestos a disposición para su explotación— llevada a cabo en una escala nunca igualada en la historia.
De forma significativa, la inclinación de la clase capitalista durante los primeros tres siglos de su existencia, estuvo dirigida a imponer la esclavitud y otras formas de trabajo forzado en tanto relación de trabajo dominante, una tendencia limitada sólo por la resistencia de los trabajadores y el peligro de agotamiento de la fuerza de trabajo.
Esto era así no sólo en las colonias americanas, donde en el siglo XVI se formaban las economías basadas en el trabajo forzado, sino también en Europa. Más adelante examino la importancia del trabajo esclavo y el sistema de plantación en la acumulación capitalista. Aquí me interesa recalcar que en la Europa del siglo XV la esclavitud, nunca completamente abolida, se vio revitalizada.
Como relata el historiador italiano Salvatore Bono, a quien debemos el más extenso estudio sobre la esclavitud en Italia, había muchos esclavos en las áreas del Mediterráneo durante los siglos XVI y XVII y su cantidad creció después de la batalla de Lepanto (1531) que aumentó las hostilidades contra el mundo musulmán. Bono calcula que en Nápoles vivían más de 10.000 y en todo el reino napolitano 25.000 (el 1 % de la población); en otras ciudades de Italia y del sur de Francia se registran números similares. En Italia se desarrolló también un sistema de esclavitud pública en el cual miles de extranjeros secuestrados —los antepasados de los migrantes indocumentados de hoy— eran empleados por los gobiernos municipales para obras públicas o bien eran entregados a ciudadanos que los ponían a trabajar en la agricultura. Muchos eran destinados a galeras, una fuente de trabajo en la que destacaba la flota del Vaticano (Bono, 1999: 6-8).
La esclavitud es «aquella forma [de explotación] que el amo siempre se esfuerza por alcanzar» (Dockes, 1982: 2). Europa no era una excepción y es importante destacarlo para disipar el supuesto de una conexión especial entre la esclavitud y África. Sin embargo, la esclavitud en Europa siguió siendo un fenómeno limitado, ya que las condiciones materiales para su existencia no estaban dadas. En cualquier caso, los deseos de implementarla por parte de los empleadores deben haber sido muy fuertes si se tiene en cuenta que en Inglaterra no fue abolida hasta el siglo XVIII. El intento de instituir nuevamente la servidumbre también fracasó, excepto en el Este, donde la escasez de población otorgó a los terratenientes un nuevo poder de decisión. En el Oeste su restablecimiento se evitó debido a la resistencia campesina que culminó en la «guerra de los campesinos» en Alemania. Esta «revolución del hombre común», un amplio esfuerzo organizativo desplegado en tres países (Alemania, Austria y Suiza) con trabajadores de todos los sectores (agrícolas, mineros, artesanos, incluso algunos de los mejores artistas alemanes y austriacos), marcó una antes y un después en la historia europea. Como la Revolución Bolchevique de 1917 en Rusia, atacó directamente el centro de poder; y al recordar la toma de Münster por los anabaptistas, los poderosos confirmaron sus temores de que estaba en marcha una conspiración para derrocarlos.20 Después de la derrota, ocurrida el mismo año de la conquista de Perú y conmemorada por Alberto Durero en su «Monumento a los Campesinos Vencidos» (Thea, 1998: 65, 134-35), la venganza fue despiadada. «Miles de cadáveres yacían en el suelo desde Turingia hasta Alsacia, en los campos, en los bosques, en los fosos de miles de castillos desmantelados e incendiados», «asesinados, torturados, empalados, martirizados» (ibidem: 153, 146). Pero el reloj no podía dar marcha atrás. En algunas zonas de Alemania y otros territorios que habían estado en el centro de la «guerra», se mantuvieron derechos consuetudinarios e incluso formas de gobierno territorial.21
los vencidos, incluye nombres famosos. Entre ellos están [Jorg] Ratget, descuartizado en Pforzheim (Stuttgart), [Philipp] Dietman, decapitado, y [Tilman] Riemenschneider, mutilado —ambos en Wurzburg— [Matthias] Grunewald, perseguido en la corte de Magonza donde trabajaba. Los acontecimientos impactaron hasta tal punto a Holbein el Joven que abandonó Basilea, una ciudad desgarrada por el conflicto religioso.
También en Suiza, Austria y el Tirol los artistas participaron en la guerra campesina, incluidos algunos famosos como Lucas Cranach (Cranach el viejo) y una gran número de pintores y grabadores (ibidem: 7). Thea señala que la participación profundamente sentida de los artistas en la causa de los campesinos está también demostrada por la revalorización de temas rurales que retratan la vida campesina —campesinos bailando, animales y flora— en el arte alemán contemporáneo del siglo XVI (ibidem: 12-15; 73, 79, 80). «La campiña se había animado […], en el levantamiento había adquirido una personalidad que valía la pena representar». (ibidem: 155)
20 Durante los siglos XVI y XVII los gobernantes europeos interpretaron y reprimieron cada protesta social a través del prisma de la guerra campesina y el anabaptismo. Los ecos de la revolución anabaptista se sintieron en la Inglaterra isabelina y en Francia, inspirando severidad y una rigurosa vigilancia con respecto a cualquier desafío a la autoridad constituida. «Anabaptista» se convirtió en una palabra maldita, un signo de oprobio e intención criminal, como «comunista» en los Estados Unidos de la década de 1950 y como «terrorista» en nuestros días.
21 En algunas ciudades-estado se mantuvieron las autoridades aldeanas y los privilegios. En varias comarcas, los campesinos «siguieron negándose a pagar deudas, impuestos y servicios laborales»; «me dejaban gritar y no me daban nada», se quejaba el abad de Schussenried refiriéndose a quienes trabajaban su tierra (Blickle, 1985: 172). En la Alta Suabia, a pesar de que la servidumbre no había sido abolida, algunas de las principales demandas de los campesinos en relación con los derechos de herencia y matrimonio fueron aceptadas con el Tratado de Memmingen de 1526. «También en el Alto Rin algunas comarcas llegaron a acuerdos que eran positivos para los campesinos» (ibidem: 172-179). En Berna y Zürich, Suiza, la esclavitud fue abolida. Se negociaron mejoras para el «hombre común» en el Tirol y Salzburgo (ibidem: 176-179). Pero «la verdadera hija de la revolución» fue la asamblea territorial, instituida después de 1525 en Alta Suabia, que sentó las bases para un sistema de autogobierno, que perduró hasta el siglo XIX. Después de 1525 surgieron nuevas asambleas territoriales que «[realizaron]
Sin embargo, esto fue una excepción. En los lugares donde no se pudo quebrantar la resistencia de los trabajadores a ser convertidos en siervos, la respuesta fue la expropiación de la tierra y la introducción del trabajo asalariado forzoso. Los trabajadores que intentaban ofrecer su trabajo de forma independiente o dejar a sus empleadores eran castigados con la cárcel e incluso con la muerte, en caso de reincidencia. En Europa no se desarrolló un mercado de trabajo «libre» hasta el siglo XVIII y, todavía entonces, el trabajo asalariado contratado sólo se conseguía tras una intensa competencia entre trabajadores, en su mayoría varones adultos. Sin embargo, el hecho de que la esclavitud y la servidumbre no pudieran ser restablecidas significó que la crisis laboral que había caracterizado a la Edad Media tardía continuó en Europa hasta entrado el siglo XVII, agravada por el hecho de que la campaña para maximizar la explotación del trabajo puso en peligro la reproducción
débilmente una de las demandas de 1525: que el hombre común formara parte de las cortes territoriales, junto con la nobleza, el clero y los habitantes de las ciudades». Blickle concluye que «allí donde triunfó esta causa no podemos decir que los señores coronaron su conquista militar con una victoria política, ya que el príncipe estaba aún atado al consentimiento del hombre común. Sólo después, durante la formación del Estado absoluto, el príncipe pudo liberarse del consentimiento» (ibidem: 181-82).
de la fuerza de trabajo. Esta contradicción —que aún hoy caracteriza el desarrollo capitalista—22 explotó de forma aún más dramática en las colonias americanas, en donde el trabajo, las enfermedades y los castigos disciplinarios destruyeron a dos tercios de la población originaria americana en las décadas inmediatamente posteriores a la conquista.
22 Refiriéndose a la creciente pauperización en el mundo ocasionada por el desarrollo capitalista, el antropólogo francés Claude Meillassoux (1981: 140), Mujeres, graneros y capitales, ha dicho que esta contradicción anuncia una futura crisis para el capitalismo: «En última instancia el imperialismo —como medio para reproducir fuerza de trabajo barata— está conduciendo al capitalismo a una grave crisis, ya que si todavía existen millones de personas en el mundo […] que no participan directamente en el empleo capitalista […] ¿cuántos aún pueden, debido a la disrupción social, el hambre y las guerras que causa, producir su propia subsistencia y alimentar a sus hijos?».
Estaba también en el corazón de la trata de esclavos y la explotación del trabajo esclavo. Millones de africanos murieron debido a las terribles condiciones de vida que sufrían durante la travesía y en las plantaciones. Nunca en Europa la explotación de la fuerza de trabajo alcanzó semejante proporción genocida, con excepción del régimen nazi. En los siglos XVI y XVII, la privatización de la tierra y la mercantilización de las relaciones sociales (la respuesta de los señores y los comerciantes a su crisis económica) también causaron allí una pobreza y una mortalidad generalizadas, además de una intensa resistencia que amenazó con hundir la naciente economía capitalista. Sostengo que éste es el contexto histórico en el que se debe ubicar la historia de las mujeres y la reproducción en la transición del feudalismo al capitalismo; porque los cambios que la llegada del capitalismo introdujo en la posición social de
Alberto Durero, Monumento a los Campesinos
Vencidos (1526). Esta ilustración, que representa a un campesino entronizado sobre una colección de objetos de su vida cotidiana, es altamente ambigua.
Puede sugerir que los campesinos fueron traicionados o que ellos deben ser tratados como traidores. De este modo, ha sido interpretada como sátira de los campesinos rebeldes o como homenaje a su fuerza moral. Lo que sabemos con certeza es que los hechos de 1525 perturbaron profundamente a Durero que, como luterano convencido, debió seguir a Lutero en
su condena de la revuelta.
las mujeres —especialmente entre los proletarios, ya fuera en Europa o en América— fueron impuestos ante todo con el fin de buscar nuevas fuentes de trabajo, así como nuevas formas de disciplinamiento y división de la fuerza de trabajo.
Con el fin de sostener esta argumentación, en este texto se rastrean los principales hechos que dieron forma a la llegada del capitalismo en Europa —la privatización de la tierra y la revolución de los precios. Planteo que ninguna de las dos fue suficiente como para producir y sostener el proceso de proletarización. Después se examinan a grandes trazos las políticas que la clase capitalista introdujo con el fin de disciplinar, reproducir y ensanchar el proletariado europeo, comenzando con el ataque que lanzó contra las mujeres; este ataque acabó con la construcción de un nuevo orden patriarcal que defino como el «patriarcado del salario». Finalmente, considero hasta qué punto la producción de jerarquías raciales y sexuales en las colonias podía formar un terreno de confrontación o de solidaridad entre mujeres indígenas, africanas y europeas y entre mujeres y hombres.
La privatización de la tierra en Europa, producción de escasez y separación de la producción respecto de la reproducción
Desde el comienzo del capitalismo, la guerra y la privatización de la tierra empobrecieron a la clase trabajadora. Éste fue un fenómeno internacional. A mediados del siglo XVI, los comerciantes europeos habían expropiado buena parte de la tierra de las islas Canarias y la habían transformado en plantaciones de caña de azúcar. El mayor proceso de privatización y cercamiento de tierras tuvo lugar en el continente americano, donde a comienzos del siglo XVII los españoles se habían apropiado de un tercio de las tierras comunales indígenas bajo el sistema de la encomienda. La caza de esclavos en África trajo como consecuencia la pérdida de tierras porque privó a muchas comunidades de sus mejores jóvenes.
En Europa, a fines del siglo XV, coincidiendo con la expansión colonial, comenzó la privatización de la tierra que se implementó de distintas formas: expulsión de inquilinos, aumento de las rentas e incremento de los impuestos por parte del Estado, lo que produjo el endeudamiento y la venta de tierras. Defino todos estos procesos como expropiación
de tierras porque, incluso en los casos en que no se usó la violencia, la pérdida de tierras ocurrió contra la voluntad de un individuo o de una comunidad y debilitó su capacidad de subsistencia. Aquí se deben mencionar dos formas de expropiación de la tierra: la guerra —cuyo carácter cambió en este periodo, usada como medio para transformar los acuerdos territoriales y económicos— y la reforma religiosa.
Antes de 1494, el conflicto bélico en Europa había consistido principalmente en guerras menores caracterizadas por campañas breves e irregulares (Cunningham y Grell, 2000: 95). Con frecuencia se desarrollaban en verano para dar tiempo a los campesinos, que formaban el grueso de los ejércitos, a sembrar sus cultivos; los ejércitos se enfrentaban durante largos periodos sin que hubiese mucha acción. Pero en el siglo XVI las guerras se hicieron más frecuentes y apareció un nuevo tipo de guerra, en parte debido a la innovación tecnológica, pero fundamentalmente porque los Estados europeos comenzaron a recurrir a la conquista territorial para resolver sus crisis económicas, financiados por ricos prestamistas. Las campañas militares se hicieron más largas. Los ejércitos crecieron diez veces en tamaño, convirtiéndose en ejercitos
permanentes y profesionales. Se contrataron mercenarios que no tenían ningún lazo con la población; y el objetivo de la guerra comenzó a ser la eliminación del enemigo, de tal manera que la guerra dejaba a su paso aldeas abandonadas, campos cubiertos de cadáveres, hambrunas y epidemias, como en «Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis» (1498) de Alberto Durero. Este fenómeno, cuyo traumático impacto sobre la población quedó reflejado en numerosas representaciones artísticas, cambió el paisaje agrario de Europa.
Muchos contratos de tenencia también se anularon cuando las tierras de la Iglesia fueron confiscadas durante la Reforma, que comenzó con una gran apropiación de tierras por parte de la clase alta. En Francia, un apetito común por las tierras de la Iglesia unió en un principio a las clases bajas y altas en el movimiento protestante, pero cuando la tierra fue subastada, a partir de 1563, los artesanos y jornaleros, que habían exigido la expropiación a la Iglesia «con una pasión nacida de la amargura y la esperanza», y que se habían movilizado bajo la promesa de que ellos también recibirían su parte, vieron traicionadas sus expectativas (Le Roy Ladurie, 1974: 173-76). También fueron engañados los campesinos, que se habían hecho protestantes para liberarse de los diezmos. Cuando estuvieron listos para defender sus derechos, declarando que «el Evangelio promete tierra, libertad y derechos», fueron salvajemente atacados como impulsores de la sedición (ibidem: 192).27 En Inglaterra mucha tierra cambió también de manos en nombre de la reforma religiosa. W. G. Hoskin la ha descrito como «la mayor transferencia de tierras en la historia inglesa desde la conquista normanda» o, más sucintamente, como «el gran saqueo». En Inglaterra, sin
27 Este desenlace pone de manifiesto los dos espíritus de la Reforma: una popular y otra elitista, que pronto se dividieron en líneas opuestas. Mientras el ala conservadora de la Reforma hacía hincapié en las virtudes del trabajo y de la acumulación de riquezas, el ala popular exigía una sociedad gobernada por el «amor piadoso», la igualdad y la solidaridad comunal. Sobre las dimensiones de clase de la Reforma, véase Henry Heller (1986) y Po-Chia Hsia (1988).
1436 (en %)* 1690 (en %)
Grandes propietarios 15-20 15-20
Aristocracia terrateniente 25 45-50
Pequeños propietarios 20 25-33
La Iglesia y la Corona 25-30 5-10
´ [*excluido Gales]
embargo, la privatización se logró fundamentalmente a través de «cercamientos», un fenómeno que se ha asociado hasta tal punto con la expropiación de los trabajadores de su «riqueza común» que, en nuestro tiempo, es usado por los militantes anticapitalistas como significante de los ataques sobre los derechos sociales.
En el siglo XVI, «cercamiento» era un término técnico que indicaba el conjunto de estrategias que usaban los lores y los campesinos ricos ingleses para eliminar la propiedad comunal de la tierra y expandir sus propiedades. Se refiere, sobre todo, a la abolición del sistema de campo abierto, un acuerdo por el cual los aldeanos poseían parcelas de tierra no colindantes en un campo sin cercas. El cercado incluía también
Sobre las consecuencias de la Reforma en Inglaterra en lo concerniente a la propiedad de la tierra véase también Christopher Hill (1958: 41), que escribe:
No hace falta idealizar a las abadías como terratenientes indulgentes para admitir cierta verdad en las acusaciones contemporáneas de que los nuevos compradores acortaron los contratos de arrendamiento, arruinaron las rentas y desalojaron a los inquilinos […] «¿No sabéis», dijo John Palmer a un grupo de arrendatarios que estaba desalojando, «que la gracia del rey ha humillado todas las casas de los monjes, los frailes y las monjas? Por lo tanto, ¿no habrá llegado ya el momento de que nosotros, los señores, derribemos las casas de semejantes truhanes?».
el cierre de las tierras comunes y la demolición de las chozas de quienes no tenían tierra, pero podían sobrevivir gracias sus derechos consuetudinarios. También se cercaron grandes extensiones de tierra para crear reservas de venados, mientras que aldeas enteras eran derribadas para cubrirlas de pasto.
Aunque los cercamientos continuaron hasta el siglo XVIII (Nelson, 1993), incluso antes de la Reforma más de dos mil comunidades rurales fueron destruidas de esta manera (Fryde, 1996: 185). La extinción de los pueblos rurales fue tan severa que la Corona ordenó una investigación en 1518 y otra en 1548. Pero a pesar del nombramiento de comisiones reales, poco se hizo para detener esta tendencia. Comenzó entonces una lucha intensa, cuyo punto álgido fueron numerosos levantamientos, acompañados por un largo debate sobre los beneficios y las desventajas de la privatización de la tierra; un debate que continúa hasta el día de hoy, revitalizado por la arremetida del Banco Mundial contra los últimos bienes comunes del planeta.
Dicho brevemente, el argumento ofrecido por los «modernizadores», de todas las posiciones políticas, es que los cercamientos estimularon la eficiencia agrícola y que los desplazamientos consiguientes se compensaron con un crecimiento significativo de la producción agrícola. Se afirma que la tierra estaba agotada y que, de haber permanecido en manos de los pobres, habría dejado de producir (anticipando la «tragedia de los comunes» de Garrett Hardin), mientras que su adquisición por parte de los ricos permitió que descansara. Junto con la innovación agrícola, continúa el razonamiento, los cercamientos hicieron la tierra más productiva, lo que conllevó la expansión de la provisión de alimentos. Desde este punto de vista, cualquier exaltación de los méritos de la tenencia comunal de la tierra es descartada como una «nostalgia por el pasado», asumiéndose que las formas comunales agrarias son retrógradas e ineficientes y que quienes las defienden son culpables de un apego desmesurado a la tradición.
No obstante, estos argumentos no se sostienen. La privatización de la tierra y la comercialización de la agricultura no acrecentaron la cantidad de alimentos disponibles para la gente común, aunque aumentara la disponibilidad de comida para el mercado y la exportación. Para los trabajadores esto fue el inicio de dos siglos de hambre, de la misma manera que hoy, aún en las zonas más fértiles de África, Asia y América Latina, la mala alimentación es endémica debido a la destrucción de la tenencia comunal de la tierra y la política «exportación o muerte» impuesta por los programas de ajuste estructural del Banco Mundial. Tampoco la introducción de nuevas técnicas agrícolas en Inglaterra compensó esta pérdida. Por el contrario, el desarrollo del capitalismo agrario «funcionó en perfecta armonía» con el empobrecimiento de la población rural (Lis y Soly, 1979: 102). Un testimonio de la miseria producida por la privatización de la tierra es el hecho de que, apenas un siglo después del surgimiento del capitalismo agrario, sesenta ciudades europeas instituyeran alguna forma de asistencia social o se movieran en esta dirección, al tiempo que la indigencia se convertía en un problema internacional (ibidem: 87). El crecimiento de la población puede haber contribuido; pero su importancia se ha exagerado y debe ser circunscrita en el tiempo. En los últimos años del siglo XVI casi en toda Europa la población se había estancado o disminuía, pero en esta ocasión los trabajadores no obtenían ningún beneficio.
También hay errores en relación con la efectividad del sistema de agricultura de campo abierto. Los historiadores neoliberales lo han descrito como un derroche, pero incluso un partidario de la privatización de la tierra como Jean De Vries reconoce que el uso comunal de los campos agrícolas tenía muchas ventajas. Protegía a los campesinos del fracaso de la cosecha, debido a la cantidad de parcelas a las que una familia tenía acceso; también permitía una planificación del trabajo manejable (ya que cada parcela requería atención en diferentes momentos); y promovía una forma de vida democrática, construida sobre la base del autogobierno y la autosuficiencia, ya que todas las decisiones —cuándo plantar o cosechar, cuándo drenar los pantanos, cuántos animales se permitían en los comunes— eran tomadas por los campesinos en asamblea.
Las mismas consideraciones se aplican a los «campos comunes». Menospreciados en la literatura del siglo XVI como una fuente de holgazanería y desorden, los campos comunes eran fundamentales para la reproducción de muchos pequeños granjeros o labradores que sobrevivían sólo porque tenían acceso a praderas en las que podían tener vacas, bosques de los que recogían madera, fresas silvestres y hierbas, o canteras de minerales, lagunas donde pescar, o espacios abiertos donde reunirse. Además de encuentros, toma colectiva de decisiones y de cooperación en el trabajo, los campos comunes eran la base material sobre la que podía crecer la solidaridad y la socialidad campesina. Todos los festivales, juegos y reuniones de la comunidad campesina se realizaban en los campos comunes. La función social de los campos comunes era especialmente importante para las mujeres, que al tener menos derechos sobre la tierra y menos poder social, eran más dependientes de ellos para su subsistencia, autonomía y sociabilidad. Parafraseando la afirmación de Alice Clark sobre la importancia de los mercados para las mujeres en la Europa pre-capitalista, se puede decir que los campos comunes también fueron para las mujeres el centro de la vida social, el lugar donde se reunían, intercambiaban noticias, recibían consejos y donde se podían formar un punto de vista propio, autónomo de la perspectiva masculina, sobre la marcha comunal (Clark, 1968: 51).
Esta trama de relaciones de cooperación, a las que R. D. Tawney se ha referido como el «comunismo primitivo» de la aldea feudal, se desmoronó cuando el sistema de campo abierto fue abolido y las tierras comunales fueron cercadas (Tawney, 1967). La cooperación desapareció cuando la tierra fue privatizada y los contratos de trabajo individuales reemplazaron a los contratos colectivos; pero no sólo, las diferencias económicas entre la población rural se profundizaron a medida que aumentó la cantidad de ocupantes ilegales que no tenía nada más que una cama y una vaca y a quienes no quedaba más opción que ir «rodilla doblada y gorra en mano» a implorar por un trabajo (Seccombe, 1992). La cohesión social empezó a descomponerse; las familias se desintegraron, los jóvenes dejaron la aldea para unirse a la creciente cantidad de vagabundos o trabajadores itinerantes —que pronto se convertirían en el problema social de la época— mientras que los viejos eran abandonados a arreglárselas por su cuenta. Esto perjudicó particularmente a las mujeres más viejas que, al no contar ya con el apoyo de sus hijos, cayeron en las filas de los pobres o sobrevivieron del préstamo, o de la ratería, atrasándose en los pagos. El resultado fue un campesinado polarizado no sólo por desigualdades económicas cada vez más profundas, sino por un entramado de odios y resentimientos que está bien documentado en los escritos sobre la caza de brujas. Éstos muestran que las peleas relacionadas con las peticiones de ayuda, la entrada de animales sin autorización en propiedades ajenas y las rentas impagadas estaban en el fondo de muchas acusaciones.
Los cercamientos también debilitaron la situación económica de los artesanos. De la misma manera que las corporaciones multinacionales se aprovechan de los campesinos a quienes el Banco Mundial ha expropiado de sus tierras para construir «zonas de libre exportación», donde las mercancías son producidas al menor coste; en los siglos XVI y XVII, los comerciantes capitalistas se aprovecharon de la mano de obra barata que se hallaba disponible en las áreas rurales para quebrar el poder de los gremios urbanos y destruir la independencia de los artesanos. Esto ocurrió especialmente en la industria textil, reorganizada como industria artesanal (cottage industry) sobre la base del «sistema doméstico» (putting-out system), antecedente de la «economía informal» de hoy en día, también construida sobre el trabajo de las mujeres y de los niños. Pero los trabajadores textiles no eran los únicos que vieron abaratado su trabajo. Tan pronto perdieron el acceso a la tierra, todos los trabajadores se sumergieron en una dependencia desconocida en época medieval, ya que su condición de sin tierra dio a los empleadores poder para reducir su paga y alargar el día de trabajo. En las zonas protestantes esto ocurrió bajo la forma de la reforma religiosa, que duplicó el año de trabajo eliminando los días de los santos.
No sorprende que con la expropiación de la tierra llegara un cambio de actitud de los trabajadores con respecto al salario. Mientras en la Edad Media los salarios podían ser vistos como un instrumento de libertad (en contraste con la obligatoriedad de los servicios laborales), tan pronto como el acceso a la tierra llegó a su fin comenzaron a ser vistos como instrumentos de esclavización (Hill, 1975: 181 y sg.).
El odio que los trabajadores sentían por el trabajo asalariado era tal que Gerrard Winstanley, el líder de los «cavadores» (diggers), declaró que si uno trabaja por un salario no había diferencia entre vivir con el enemigo o con su propio hermano. Esto explica el crecimiento, tras los cercamientos (usando la expresión en un sentido amplio para incluir todas las formas de privatización de la tierra), de la cantidad de vagabundos y hombres «sin amo», que preferían salir a vagar por los caminos y arriesgarse a la esclavitud o la muerte —como prescribía la legislación «sangrienta» aprobada en su contra— antes que trabajar por un salario. También explica la agotadora lucha que los campesinos realizaron para defender su tierra, aunque fuera pequeña, de la expropiación.
En Inglaterra, las luchas contra el cercamiento de los campos comenzaron a finales del siglo XV y continuaron durante los siglos XVI y XVII, cuando el derribo de los setos que formaban los cercos se convirtió «en la forma más importante de protesta social» y en el símbolo del conflicto de clases (Manning, 1988: 311). Los motines contra los cercos se transformaban frecuentemente en levantamientos masivos. El más notorio fue la rebelión de Kett, llamada así por su líder, Robert Kett, que tuvo lugar en Norfolk en 1549. No se trató de una pequeña escaramuza. En su apogeo, los rebeldes eran 16.000, contaban con artillería, derrotaron a un ejército del gobierno de 12.000 hombres e incluso tomaron Norwich, que en ese momento era la segunda ciudad más grande de Inglaterra. También habían escrito un programa que, de haberse puesto en práctica, habría controlado el avance del capitalismo agrario y eliminado todos los vestigios del poder feudal en el país. Consistía en veintinueve demandas que Kett, un granjero y curtidor, presentó al «Lord Protector». La primera era que «a partir de ahora ningún hombre volverá a cercar». Otros artículos exigían que las rentas se redujeran a los valores que habían prevalecido sesenta y cinco años antes, que «todos los poseedores de títulos pudieran disfrutar de los beneficios de todos los campos comunes» y que «todos los hombres esclavizados fueran liberados, pues Dios hizo a todos libres con su preciado derramamiento de sangre» (Fletcher, 1973: 142-44). Estas demandas fueron puestas en práctica. En todo Norfolk, los setos que formaban los cercos fueron arrancados y sólo cuando atacó otro ejército del gobierno los rebeldes se detuvieron. Tres mil quinientos fueron asesinados en la masacre que vino a continuación. Otros cientos fueron heridos. Kett y su hermano William fueron colgados fuera de las murallas de Norwich.
Sin embargo, las luchas contra los cercos continuaron en la época de Jacobo I con un notable aumento de la presencia de mujeres. Durante su reinado, alrededor de un 10 % de los motines contra los cercos incluyeron a mujeres entre los rebeldes. Algunas protestas eran enteramente femeninas. En 1607, por ejemplo, treinta y siete mujeres, lideradas por una tal «Capitán Dorothy», atacaron a los mineros del carbón que trabajaban en lo que las mujeres decían que eran los campos comunes de la aldea en Thorpe Moor (Yorkshire). Cuarenta mujeres fueron a «derribar las verjas y setos» de un cercamiento en Waddingham (Lincolnshire) en 1608; y en 1609, en un feudo de Dunchurch (Warwickshire) «quince mujeres, incluidas esposas, viudas, solteronas, hijas solteras y sirvientas se reunieron por su cuenta para desenterrar los setos y tapar las zanjas» (ibidem: 97). Nuevamente, en York, en mayo de 1624, las mujeres destruyeron un cerco y fueron por ello a prisión —se decía que «habían disfrutado del tabaco y la cerveza después de su hazaña» (Fraser, 1984: 225-26). Más tarde, en 1641, la muchedumbre que irrumpió en un pantano cercado en Buckden estaba formada fundamentalmente por mujeres ayudadas por muchachos jóvenes (ibidem). Éstos son sólo algunos ejemplos de una confrontación en la que mujeres portando horquetas y guadañas se resistieron al cercamiento de la tierra o al drenaje de pantanos cuando su modo de vida estaba amenazado.
Esta fuerte presencia femenina ha sido atribuida a la creencia de que las mujeres estaban por encima de la ley, «cubiertas» legalmente por sus maridos. Incluso los hombres, se dice, se vestían como mujeres para arrancar las vallas. Pero esta explicación no puede ser llevada muy lejos, ya que el gobierno no tardó en eliminar este privilegio y comenzó a arrestar y encarcelar a las mujeres que participaban en los motines contra los cercos. Por otra parte, no debemos presuponer que las mujeres no tenían sus propios intereses en la resistencia a la expropiación de la tierra. Todo lo contrario.
Cuando se perdió la tierra y se vino abajo la aldea, las mujeres fueron quienes más sufrieron. Esto se debe en parte a que para ellas era mucho más difícil convertirse en vagabundos o trabajadores migrantes: una vida nómada las exponía a la violencia masculina, especialmente en un momento en el que la misoginia estaba en aumento. Las mujeres también eran menos móviles debido a los embarazos y el cuidado de los niños, un hecho pasado por alto por los investigadores que consideran que la huida de la servidumbre (a través de la migración u otras formas de nomadismo) es la forma paradigmática de lucha. Las mujeres tampoco podían convertirse en soldados a sueldo, a pesar de que algunas se unieron a los ejércitos como cocineras, lavanderas, prostitutas
y esposas; pero esta opción desapareció también en el siglo XVII, a medida que progresivamente se reglamentaban los ejércitos y las muchedumbres de mujeres que solían seguirlos fueron expulsadas de los campos de batalla (Kriedte, 1983: 55).
Las mujeres también se vieron perjudicadas por los cercamientos porque tan pronto como se privatizó la tierra y las relaciones monetarias comenzaron a dominar la vida económica, encontraron mayores dificultades que los hombres para mantenerse, así se las confinó al trabajo reproductivo en el preciso momento en que este trabajo se estaba viendo absolutamente devaluado. Como veremos, este fenómeno, que ha acompañado el cambio de una economía de subsistencia a una monetaria en cada fase del desarrollo capitalista puede atribuirse a diferentes factores. Resulta evidente, sin embargo, que la mercantilización de la vida económica proveyó las condiciones materiales para que esto ocurriera.
Con la desaparición de la economía de subsistencia que había predominado en la Europa pre-capitalista, la unidad de producción y reproducción que había sido típica de todas las sociedades basadas en la producción-para-el-uso llegó a su fin; estas actividades se convirtieron en portadoras de otras relaciones sociales al tiempo que se hacían sexualmente diferenciadas. En el nuevo régimen monetario, sólo la producción-para-el-mercado estaba definida como actividad creadora de valor, mientras que la reproducción del trabajador comenzó a considerarse algo sin valor desde el punto de vista económico, e incluso dejó de ser considerada un trabajo. El trabajo reproductivo se siguió pagando —aunque a valores inferiores— cuando era realizado para los amos o fuera del hogar. Pero la importancia económica de la reproducción de la mano de obra llevada a cabo en el hogar, y su función en la acumulación del capital, se hicieron invisibles, confundiéndose con una vocación natural y designándose como «trabajo de mujeres». Además, se excluyó a las mujeres de muchas ocupaciones asalariadas, y en el caso en que trabajaran por una paga, ganaban una miseria en comparación con el salario masculino medio.
Estos cambios históricos —que alcanzaron su punto más alto en el siglo XIX con la creación de la ama de casa a tiempo completo— redefinieron la posición de las mujeres en la sociedad y en relación a los hombres. La división sexual del trabajo que apareció con ellos no sólo sujetó a las mujeres al trabajo reproductivo, sino que aumentó su dependencia respecto de los hombres, permitiendo al Estado y a los empleadores usar el salario masculino como instrumento para gobernar el trabajo de las mujeres. De esta manera, la separación de la producción de mercancías de la reproducción de la fuerza de trabajo hizo también posible el desarrollo de un uso específicamente capitalista del salario y de los mercados como medios para la acumulación de trabajo no remunerado.
Lo que es más importante, la separación entre producción y reproducción creó una clase de mujeres proletarias que estaban tan desposeídas como los hombres, pero a diferencia de sus parientes masculinos, en una sociedad que estaba cada vez más monetarizada, casi no tenían acceso a los salarios, siendo forzadas así a la condición de una pobreza crónica, la dependencia económica y la invisibilidad como trabajadoras. Como vemos, la devaluación y feminización del trabajo reproductivo fue un desastre también para los hombres trabajadores, pues la devaluación del trabajo reproductivo inevitablemente devaluó su producto, la fuerza de trabajo. No hay duda, sin embargo, de que en la «transición del feudalismo al capitalismo» las mujeres sufrieron un proceso excepcional de degradación social que fue fundamental para la acumulación de capital y que ésta ha permanecido así desde entonces.
Ante estos hechos, no se puede decir que la separación del trabajador de la tierra y el advenimiento de una economía monetaria fueran la culminación de la lucha que habían librado los siervos medievales para liberarse de la servidumbre. No fueron los trabajadores —mujeres u hombres— quienes fueron liberados por la privatización de la tierra. Lo que se «liberó» fue capital, en la misma medida en que la tierra estaba ahora «libre» para funcionar como medio de acumulación y explotación, y ya no como medio de subsistencia. Liberados fueron los terratenientes, que ahora podían cargar sobre los trabajadores la mayor parte del coste de su reproducción, dándoles acceso a algunos medios de subsistencia sólo cuando estaban directamente empleados. Cuando no había trabajo disponible o no era lo suficientemente provechoso, como por ejemplo en épocas de crisis comerciales o agrarias, podían, en cambio, ser despedidos y abandonados al hambre.
La separación de los trabajadores de sus medios de subsistencia y su nueva dependencia de las relaciones monetarias significó también que el salario real podía ahora reducirse, al mismo tiempo que el trabajo femenino podía devaluarse todavía más con respecto al de los hombres por medio de la manipulación monetaria. No es una coincidencia, entonces, que tan pronto como la tierra comenzó a privatizarse, los precios de los alimentos, que durante dos siglos habían permanecido estancados, comenzaron a aumentar.
La Revolución de los Precios y la pauperización de la clase trabajadora europea
Este fenómeno «inflacionario», llamado la Revolución de los Precios (Ramsey, 1971) debido a sus devastadoras consecuencias sociales, ha sido atribuido, tanto por los economistas del momento como posteriores (por ejemplo Adam Smith) a la llegada del oro y la plata de América, «fluyendo hacia Europa [a través de España] en una corriente colosal» (Hamilton, 1965: vii). Sin embargo, los precios habían empezado a aumentar antes de que estos metales comenzaran a circular a través de los mercados europeos. Por otra parte, por sí mismos, el oro y la plata no son capital y se podrían haber usado para otros fines, por ejemplo para hacer joyas o cúpulas doradas o para bordar ropas. Si funcionaron como instrumentos para regular los precios, capaces de transformar incluso el trigo en una mercancía preciosa, fue porque se insertaron en un mundo capitalista en desarrollo, en el que un creciente porcentaje de la población —un tercio en Inglaterra (Laslett, 1971: 53)— no tenía acceso a la tierra y debía comprar los alimentos que anteriormente había producido, y porque la clase dominante aprendió a usar el poder mágico del dinero para reducir los costes laborales. En otras palabras, los precios aumentaron debido al desarrollo de un sistema de mercado nacional e internacional que alentaba la exportación e importación de productos agrícolas, y porque los comerciantes acaparaban mercaderías para luego venderlas a mayor precio. En Amberes, en septiembre de 1565, «mientras los pobres literalmente se morían de hambre en las calles», un silo se derrumbó bajo el peso del grano abarrotado en su interior (Hacket Fischer, 1996: 88).
Fue en estas circunstancias en las que la llegada del tesoro americano provocó una enorme redistribución de la riqueza y un nuevo proceso de proletarización. Los precios en aumento arruinaron a los pequeños granjeros, que tuvieron que renunciar a su tierra para comprar grano o pan cuando las cosechas no podían alimentar a sus familias, y crearon una clase de empresarios capitalistas que acumularon fortunas invirtiendo en la agricultura y el préstamo de dinero, siempre en una época en la que tener dinero era para mucha gente una cuestión de vida o muerte.48
La Revolución de los Precios provocó también un colapso histórico en los salarios reales comparable al que ha ocurrido en nuestro tiempo en África, Asia y América Latina, precisamente en los países que han sufrido «el ajuste estructural» del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. En 1600, el salario real en España había perdido el 30 % de su poder adquisitivo con respecto a 1511 (Hamilton, 1965:
280), y su colapso fue igual de severo en otros países. Mientras que el
48 Wallerstein (1974, 83); Le Roy Ladurie (1928-1929). El creciente interés de los empresarios capitalistas en el préstamo fue tal vez el motivo subyacente a la expulsión de los judíos de la mayoría de las ciudades y países de Europa en los siglos XV y XVI: Parma (1488), Milán (1489), Ginebra (1490), España (1492) y Austria (1496). Las expulsiones y los pogroms continuaron durante un siglo más. Hasta que la corriente cambió de rumbo con Rodolfo II, en 1577, para los judíos se convirtió en ilegal vivir en prácticamente toda Europa occidental. Tan pronto como el préstamo se convirtió en un negocio lucrativo, esta actividad, antes declarada indigna de un cristiano, fue rehabilitada, como muestra este diálogo entre un campesino y un rico burgués, escrito de forma anónima en Alemania alrededor de 1521 (G. Strauss: 110-11):
campesino: ¿Qué me trae hasta usted? Pues quisiera ver cómo pasa su tiempo.
burgués: ¿Cómo debería pasar mi tiempo? Estoy aquí sentado contando mi dinero, ¿no lo ves? campesino: Dime, burgués, ¿quién te dio tanto dinero que pasas todo tu tiempo contándolo? burgués: ¿Quieres saber quién me dio mi dinero? Te lo contaré. Un campesino golpea a mi puerta y me pide que le preste diez o veinte florines. Le pregunto si posee un terreno de buenos pastos o un campo lindo para arar. Él dice: «Sí, burgués, tengo una buena pradera y un buen campo, los dos juntos valen cien florines». Yo le contesto: «¡Excelente! Entrega como garantía tu pradera y tu campo y si te comprometes a pagar un florín por año como interés, puedes tener tu préstamo de veinte florines». Contento de oír la buena noticia, el campesino contesta: «Con gusto te daré esta garantía». «Pero debo decirte», replico, «que si alguna vez dejas de pagar tu interés a tiempo, tomaré posesión de tu tierra y la haré de mi propiedad». Y esto no preocupa al campesino, que procede a asignarme su pastura y su campo como garantía. Yo le presto el dinero y él paga intereses puntualmente durante un año o dos; luego viene una mala cosecha y pronto se atrasa en sus pagos. Confisco su tierra, lo desalojo y la pradera y el campo son míos. Y hago esto no sólo con los campesinos, sino también con los artesanos. Si un tendero es dueño de una buena casa, le presto una suma de dinero por ella y, antes de que pase mucho tiempo, la casa me pertenece. De esta manera adquiero una gran cantidad de propiedades y riqueza, y es por eso que paso todo mi tiempo contando mi dinero. campesino: ¡Y yo que pensaba que sólo los judíos practicaban la usura! Ahora escucho que también los cristianos la practican. burgués: ¿Usura? ¿Quién habla de usura? Lo que el deudor paga es el interés.
precio de la comida aumentó ocho veces, los salarios sólo se triplicaron (Hackett Fischer, 1996: 74). Ésta no fue una tarea de la mano invisible del mercado, sino el producto de una política estatal que impedía a los trabajadores organizarse, mientras daba a los comerciantes la máxima libertad con respecto al establecimiento de precios y al movimiento de mercaderías. Como era de esperar, unas décadas más tarde el salario real había perdido dos tercios de su poder adquisitivo, tal y como muestran los cambios que repercutieron en el salario diario de un carpintero inglés, expresados en kilos de grano, entre los siglos XIV y XVIII (Slicher Van Bath, 1963: 327):
años Kilos De grano
1351-1400 121.8
1401-1450 155.1
1451-1500 143.5
1500-1550 122.4
1551-1600 83.0
1601-1650 48.3
1651-1700 74.1
1701-1750 94.6
1751-1800 79.6
Hicieron falta siglos para que los salarios en Europa regresaran al nivel que habían alcanzado a finales de la Edad Media. La situación se deterioró hasta tal punto que, en Inglaterra, en 1550, los artesanos varones tenían que trabajar cuarenta semanas para ganar lo mismo que hubieran obtenido en quince a comienzos de ese siglo. En Francia, los salarios cayeron un 60 % entre 1470 y 1570 (Hackett Fischer, 1996: 78). El colapso del salario fue especialmente desastroso para las mujeres. En el siglo XIV, las mujeres habían recibido la mitad del sueldo de un hombre por hacer igual trabajo; pero a mediados del siglo XVI estaban recibiendo sólo un tercio del salario masculino reducido y ya no podían mantenerse con el trabajo asalariado, ni en la agricultura ni en el sector manufacturero, un hecho que indudablemente es responsable de la gigantesca extensión de la prostitución en ese período.50 Lo que siguió fue el empobrecimiento absoluto de la clase trabajadora, tan extendida y generalizada que, hacia 1550 y durante mucho más tiempo, los trabajadores en Europa eran llamados simplemente «pobres».
Algunas pruebas de esta dramática pauperización se pueden encontrar en las transformaciones de la dieta de los trabajadores. La carne desapareció de sus mesas, con excepción de unos pocos chicharrones, como también la cerveza y el vino, la sal y el aceite de oliva (Braudel, 1973: 127-ss; Le Roy Ladurie, 1974). Del siglo XVI al XVIII, la dieta de los trabajadores consistió fundamentalmente en pan, el principal gasto de su presupuesto, lo que representaba un retroceso histórico (más allá de lo que pensemos sobre las normas alimentarias) comparado con la abundancia de carne que había caracterizado a la Baja Edad Media. Peter Kriedte escribe que en aquella época, el «consumo anual de carne había alcanzado la cifra de 100 kilos por persona, una cantidad increíble incluso para los estándares de hoy en día. Hasta el siglo XIX esta cifra cayó hasta menos de veinte kilos» (Kriedte, 1983: 52). Braudel también habla del final de la «Europa carnívora», tomando como testigo al suabo Heinrich Muller quien, en 1550, decía que:
[…] en el pasado se comía diferente en la casa del campesino. Entonces, había abundancia de carne y alimentos todos los días; las mesas en las ferias y fiestas aldeanas se hundían bajo su peso. Hoy todo ha cambiado verdaderamente. En estos años, en realidad, qué época calamitosa, y ¡qué precios! Y la comida de los campesinos que están mejor es casi peor que la previa de jornaleros y ayudantes.
Francis Bacon los trabajadores y los campesinos no fueran otra cosa que “mendigos que van de puerta en puerta”». En Francia, en la misma época, la capacidad de compra de campesinos y trabajadores asalariados cayó un 45 %. «En Castilla la Nueva […] trabajo asalariado y pobreza eran considerados sinónimos» (ibidem: 72-4).
50 Sobre el crecimiento de la prostitución en el siglo XVI veáse Nickie Roberts (1992), Whores in History: Prostitution in Western Society.
No sólo desapareció la carne, sino que también los periodos de escasez de alimentos se hicieron corrientes, agravados aún más cuando la cosecha era mala. En esos momentos, las escasas reservas de grano hacían que el precio se pusiera por las las nubes, condenando al hambre a los habitantes de la ciudad (Braudel, 1966, Vol. I: 328). Esto es lo que ocurrió en las décadas de hambruna de 1540 y 1550, y nuevamente en las de 1580 y 1590, que fueron de las peores en la historia del proletariado europeo, coincidiendo con disturbios generalizados y una cantidad récord de juicios a brujas. Pero la desnutrición también era endémica en épocas normales; la comida adquirió así un alto valor simbólico como indicador de privilegio. El deseo de comida entre los pobres alcanzó una magnitud épica, inspirando sueños de orgías pantagruélicas —como las que describe Rabelais en Gargantúa y Pantagruel (1522)— y causando obsesiones de pesadilla, como la convicción, difundida entre los agricultores del Nordeste italiano, de que las brujas merodeaban el campo por la noche para alimentarse del ganado (Mazzali, 1988).
Efectivamente, la Europa que se preparaba para convertirse en el prometeico motor del mundo, probablemente llevando a la humanidad hasta nuevas cotas tecnológicas y culturales, se convirtió en un lugar donde la gente nunca tenía lo suficiente para comer. La comida pasó a ser un objeto de deseo tan intenso que se creía que los pobres vendían su alma al Diablo para que les ayudase a conseguir alimentos. Europa también era un lugar donde, en tiempos de mala cosecha, la gente del campo comía bellotas, raíces salvajes o cortezas de árboles, y multitudes erraban por los campos llorando y gimiendo, «tanto hambre tenían que podían devorar las judías en los campos» (Le Roy Ladurie, 1974); o invadían las ciudades para beneficiarse de la distribución de grano o para atacar las casas y graneros de los ricos quienes, por su parte, corrían a conseguir armas y cerrar las puertas de la ciudad para mantener a los hambrientos afuera (Heller, 1986: 56-63).
Que la transición al capitalismo inauguró un largo periodo de hambre para los trabajadores en Europa —que muy posiblemente terminó debido a la expansión económica producida por la colonización— es algo que queda demostrado porque, mientras que en los siglos XIV y XV la lucha de los trabajadores se había centrado en la demanda de más «libertad» y menos trabajo, en los siglos XVI y XVII los trabajadores fueron espoleados por el hambre y protagonizaron ataques a panaderías y graneros, y motines contra la exportación de cultivos locales. Las autoridades describían a quienes participaban en estos ataques como «inútiles», «pobres» y «gente humilde», pero la mayoría eran artesanos que vivían de forma muy precaria en estos momentos.
Las mujeres eran quienes por lo general iniciaban y lideraban las revueltas por la comida. En la Francia del siglo XVII, seis de los treinta y un motines de subsistencia estudiados por Ives-Marie Bercé los perpetraron exclusivamente mujeres. En los demás, la presencia femenina era tan manifiesta que Bercé los llama «motines de mujeres». Al comentar este fenómeno, en relación a la Inglaterra del siglo XVIII, Sheila Rowbotham concluyó que las mujeres se destacaron en este tipo de protesta por su papel como cuidadoras de sus familias. Pero las mujeres también fueron las más arruinadas por los altos precios ya que, al tener menos acceso al dinero y al empleo que los hombres, dependían más de la comida barata para sobrevivir. Por esta razón, a pesar de su condición subordinada, rápidamente salían a la calle cuando los precios de la comida aumentaban o cuando se difundía el rumor de que alguien iba a sacar de la ciudad el suministro de grano. Así ocurrió durante el levantamiento de Córdoba de 1652, que dio comienzo «temprano en la mañana […] cuando una pobre mujer anduvo sollozando por las calles del barrio pobre, llevando el cuerpo de su hijo que había muerto de hambre» (Kamen, 1971: 364). Lo mismo sucedió en Montpellier en 1645,
cuando las mujeres salieron a las calles «a proteger a sus hijos del hambre» (ibidem: 356). En Francia, las mujeres cercaban las panaderías si estaban convencidas de que el grano iba a ser malversado, o descubrían que los ricos habían comprado el mejor pan y el que quedaba era más liviano o más caro. Muchedumbres de mujeres pobres se reunían en los tenderetes de los panaderos exigiendo pan y acusándoles de esconder sus provisiones. Las revueltas estallaban también en las plazas donde tenían lugar los mercados de grano, o en las rutas que tomaban los carros con maíz para la exportación y «en las orillas de los ríos donde […] los barqueros eran avistados cargando las bolsas. En estas ocasiones los amotinados emboscaban los carros […] con horquetas y palos […] los hombres cogían las bolsas, las mujeres llevaban en sus polleras tanto grano como podían» (Bercé, 1990: 171-73).
La lucha por la comida se llevó a cabo también por otros medios, tales como la caza furtiva, el robo a los campos o casas vecinas y los ataques a las casas de los ricos. En Troyes, en 1523, se extendió el rumor de que los pobres habían prendido fuego a las casas de los ricos, preparándose para invadirlos (Heller, 1986: 55-6). En Malinas, en los Países Bajos, las casas de los especuladores fueron marcadas con sangre por campesinos furiosos (Hackett Fischer, 1996: 88). No sorprende que los «delitos por comida» ocuparan un lugar preponderante en los procedimientos disciplinarios de los siglos XVI y XVII. Un ejemplo es la recurrencia del tema del «banquete diabólico» en los juicios por brujería, lo que sugiere que darse un festín de cordero asado, pan blanco y vino era ahora considerado un acto diabólico si lo hacía «gente común». Pero los principales pertrechos que los pobres tenían a su disposición en su lucha por la supervivencia eran sus propios cuerpos famélicos, como en las épocas en que las hordas de vagabundos y mendigos rodeaban a los más acomodados, medio muertos de hambre y enfermos, empuñando sus armas, mostrándoles sus heridas y forzándoles a vivir atemorizados frente a la posibilidad tanto de contaminación como de levantamiento. «No se puede caminar por la calle o detenerse en una plaza —escribía un hombre de Venecia a mediados del siglo XVII— sin que las multitudes lo rodeen a uno pidiendo caridad: se ve el hambre escrito en sus rostros, sus ojos como anillos sin gema, el estado lamentable de sus cuerpos cuyas pieles tienen la forma de sus huesos» (ibidem: 88). Un siglo más tarde, la escena en Florencia era la misma. «Era imposible oír misa», se quejaba un tal G. Balducci, en abril de 1650, «hasta ese punto era uno interrumpido durante el servicio por los condenados, desnudos y cubiertos de úlceras» (Braudel, 1966, Vol. II: 734-35).
La intervención estatal en la reproducción del trabajo: la asistencia a los pobres y la criminalización de los trabajadores
La lucha por la comida no era el único frente en la batalla contra la difusión de las relaciones capitalistas. En todas partes, masas de gente se resistían a la destrucción de sus anteriores formas de existencia, luchando contra la privatización, la abolición de los derechos consuetudinarios, la imposición de nuevos impuestos, la dependencia del salario y la presencia permanente de los ejércitos en sus vecindarios, hecho tan odiado que la gente corría a cerrar las puertas de las ciudades para evitar que los soldados se asentaran a vivir entre ellos.
En Francia, se produjeron mil «emociones» (levantamientos) entre la década de 1530 y la de 1670; muchas involucraron provincias enteras e hicieron necesaria la intervención de las tropas (Goubert, 1986: 205). Inglaterra, Italia y España presentan una imagen similar, lo que indica que el mundo precapitalista de la aldea, que Marx desvalorizó llamándola «idiotez rural», pudo producir un nivel de luchas tan elevado como cualquiera que haya librado el proletariado industrial.
En la Edad Media, la migración, el vagabundeo y el aumento de los «crímenes contra la propiedad» eran parte de la resistencia a la pobreza y a la desposesión; y estos fenómenos alcanzaron proporciones masivas. En todas partes —si damos crédito a las quejas de las autoridades del momento— los vagabundos pululaban, cambiaban de ciudad, cruzaban fronteras, dormían en los pajares o se apiñaban en las puertas de las ciudades —una vasta humanidad que participaba en su propia diáspora, que durante décadas escapó al control de las autoridades. Sólo en Venecia había seis mil vagabundos en 1545. «En España los vagabundos llenaban completamente los caminos y se detenían en cada ciudad» (Braudel, Vol. II: 740). Empezando por Inglaterra, siempre pionera, los Estados promulgaron nuevas leyes contra el vagabundeo mucho más severas, que recomendaban la esclavitud y la pena capital en casos de reincidencia. Pero la represión no fue efectiva y en los siglos XVI y XVII las rutas europeas continuaron siendo lugares de encuentros y de gran (con)moción. Por ellas pasaron herejes que escapaban a la persecución, soldados dados de baja, trabajadores y otra «gente humilde» en busca de empleo, y más adelante artesanos extranjeros, campesinos desplazados, prostitutas, vendedores ambulantes, ladronzuelos, mendigos profesiona-
les. Por las rutas de Europa pasaron especialmente los relatos, historias y experiencias de un proletariado en desarrollo. Mientras tanto, la criminalidad también se intensificó, hasta el punto de que podemos suponer que una recuperación y reapropiación de la riqueza comunal estaba en camino.
Hoy, estos aspectos de la transición al capitalismo pueden parecer (al menos para Europa) cosas del pasado o —como Marx dice en los Grundrisse (1973: 459)— «precondiciones históricas» del desarrollo capitalista, que serían superadas por formas más maduras del capitalismo. Pero la similitud fundamental entre estos fenómenos y las consecuencias sociales de la nueva fase de globalización de la que hoy somos testigos nos dicen algo distinto. El empobrecimiento, las rebeliones y la escalada «criminal» son elementos estructurales de la acumulación capitalista, en la misma medida en que el capitalismo debe despojar a la fuerza de trabajo de sus medios de reproducción para imponer su dominio.
El hecho de que, en las regiones europeas que durante el siglo XIX emprendieron la industrialización, las formas más extremas de miseria y rebeldía proletaria hayan desaparecido no es una prueba en contra de esta afirmación. La miseria y la rebeldía proletarias no terminaron allí; sólo disminuyeron hasta el punto de que la super-explotación de los trabajadores tuvo que ser exportada, primero a través de la institucionalización de la esclavitud y luego a través de la permanente expansión del dominio colonial.
En cuanto al periodo de «transición», en Europa siguió siendo una etapa de intenso conflicto social, preparando el terreno para un conjunto de iniciativas estatales que, a juzgar por sus efectos, tuvieron tres objetivos principales: a) crear una fuerza de trabajo más disciplinada; b) distender el conflicto social y c) fijar a los trabajadores en los trabajos que se les habían impuesto. Detengámonos en cada uno de ellos.
Mientras se perseguía el disciplinamiento social, se lanzó un ataque contra todas las formas de sociabilidad y sexualidad colectivas, incluidos deportes, juegos, danzas, funerales, festivales y otros ritos grupales que alguna vez habían servido para crear lazos y solidaridad entre los trabajadores. Éstas fueron sancionadas por un diluvio de leyes, veinticinco en Inglaterra sólo para la regulación de tabernas, entre 1601 y 1606 (Underdown, 1985: 47-8). En su trabajo sobre este aspecto, Peter Burke (1978) ha explicado este proceso como una campaña contra la «cultura popular».
No obstante, lo que estaba en juego era la desocialización o descolectivización de la reproducción de la fuerza de trabajo, así como el intento de imponer un uso más productivo del tiempo libre. En Inglaterra, este proceso alcanzó su punto culminante con la llegada al poder de los puritanos después de la Guerra Civil (1642-1649), cuando el miedo a la indisciplina social dio lugar a la prohibición de las reuniones y festejos proletarios. Pero la «reforma moral» fue igualmente intensa en las regiones no-protestantes, en donde, en el mismo periodo, las procesiones religiosas reemplazaron al baile y la danza que se habían venido realizando dentro y fuera de las iglesias. Incluso se privatizó la relación del individuo con Dios: en las regiones protestantes, a través de la institución de una relación directa entre el individuo y la divinidad; y en las regiones católicas, con la introducción de la confesión individual. La Iglesia misma, en tanto centro comunitario, dejó de ser la sede de cualquier actividad que no estuviera relacionada con el culto. Como resultado, el cercamiento físico ejercido por la privatización de la tierra y los cercos de las tierras comunes fue ampliado por medio de un proceso de cerramiento social, el desplazamiento de la reproducción de los trabajadores del campo abierto al hogar, de la comunidad a la familia, del espacio público (la tierra en común, la iglesia) al privado.
En segundo lugar, entre 1530 y 1560 se introdujo un sistema de asistencia pública en al menos sesenta ciudades europeas, tanto por iniciativa de las municipalidades locales como por intervención directa del Estado central. Todavía se debate acerca de sus objetivos precisos. Si bien buena parte de la bibliografía sobre la cuestión explica la introducción de la asistencia pública como una respuesta a la crisis humanitaria que puso en peligro el control social, el académico marxista francés Yann Moulier Boutang, en su vasto estudio sobre el trabajo forzado, insiste en que su principal objetivo fue «la gran fijación» de los trabajadores, es decir, el intento de evitar su éxodo/huida del trabajo.
En todo caso, la introducción de la asistencia pública fue un momento decisivo en la mediación estatal entre los trabajadores y el capital, así como en la definición de la función del Estado. Fue el primer reconocimiento de la insostenibilidad de un sistema capitalista que se regía exclusivamente por medio del hambre y del terror. Fue también el primer paso en la construcción del Estado como garante de la relación entre clases y como el principal supervisor de la reproducción y el disciplinamiento de la fuerza de trabajo.
Pueden encontrarse antecedentes de esta función en el siglo XIV, cuando frente a la generalización de las luchas anti-feudales, el Estado surgió como la única agencia capaz de enfrentarse a una clase trabajadora unificada regionalmente, armada y que ya no limitaba sus demandas a la economía política del feudo. En 1351, con la aprobación del Estatuto de los Trabajadores en Inglaterra, que fijó el salario máximo, el Estado se había hecho cargo formalmente de la regulación y la represión del trabajo, que los señores locales ya no eran capaces de garantizar. Pero fue con la introducción de la asistencia pública como el Estado comenzó a atribuirse la «propiedad» de la mano de obra, al tiempo que se instituía una «división del trabajo» capitalista entre la clase dominante, que permitía a los empleadores renunciar a cualquier responsabilidad en la reproducción de los trabajadores, con la certeza de que el Estado intervendría, ya fuera con la zanahoria o con el garrote, para encarar las inevitables crisis. Con esta innovación, se produjo también un salto en la administración de la reproducción social, con la introducción de registros demográficos (organización de censos, registro de las tasas de mortalidad, natalidad, matrimonios) y la aplicación de la contabilidad a las relaciones sociales. Un caso ejemplar es el de los administradores del Bureau des Pauvres en Lyon (Francia), que al finales del siglo XVI habían aprendido a calcular la cantidad de pobres y la cantidad de comida que necesitaba cada niño o adulto y a llevar la cuenta de los difuntos, para asegurarse de que nadie pudiera reclamar asistencia en el nombre de una persona muerta (Zemon Davis, 1968: 244-46).
Además de esta nueva «ciencia social», se desarrolló también un debate internacional sobre la administración de la asistencia pública que anticipaba el actual debate sobre las prestaciones sociales. ¿Debía asistirse solamente a los incapacitados para trabajar, señalados como los «pobres que merecen», o también debían recibir ayuda los trabajadores «sanos» que no podían encontrar trabajo? ¿Y cuánto o cuán poco se les debía dar para no desalentarlos en la búsqueda de trabajo? En la medida en que un objetivo fundamental de la ayuda pública fue anclar a los trabajadores a sus empleos, estas preguntas fueron cruciales desde el punto de vista de la disciplina social. Pero en estos asuntos rara vez se podía alcanzar consenso.
Mientras los reformadores humanistas como Juan Luis Vives y los voceros de los burgueses ricos reconocían los beneficios económicos y disciplinarios de una distribución de la caridad más liberal y centralizada (aunque sin exceder la distribución de pan), una parte del clero se opuso enérgicamente a la prohibición de las donaciones individuales. En cualquier caso, la asistencia, por medio de todas las diferencias de sistemas y opiniones, se administraba con tal tacañería que el conflicto que generaba era tan grande como el apaciguamiento. A los asistidos les molestaban los rituales humillantes que se les imponían, como llevar la «marca de la infamia» (reservada previamente para leprosos y judíos), o participar (en Francia) en las procesiones anuales de pobres, en las que tenían que desfilar cantando himnos y portando velas. Y siempre protestaban vehementemente cuando las limosnas no se distribuían a tiempo o eran inadecuadas a sus necesidades. En respuesta, en algunas ciudades francesas, se erigieron horcas durante las distribuciones de comida o cuando se les pedía a los pobres trabajar por la comida que recibían (Zemon Davis, 1968: 249). En Inglaterra, a medida que avanzaba el siglo XVI, la recepción de asistencia pública —también para los niños y ancianos— se condicionó al encarcelamiento de quienes la recibían en «casas de trabajo», donde fueron sujetos a la experimentación de distintas estafas laborales. Como resultado, a finales de siglo, el ataque a los trabajadores que había comenzado con los cercamientos y la Revolución de los Precios, condujo a la criminalización de la clase trabajadora, es decir, a la formación de un vasto proletariado que era o bien encarcelado en las recién construidas casas de trabajo y de corrección, o bien se veía forzado a sobrevivir fuera de la ley y en contra del Estado —siempre a un paso del látigo y de la soga.
Desde el punto de vista de la formación de una fuerza de trabajo labo riosa, estas medidas fueron un rotundo fracaso y la constante preocupación por la cuestión de la disciplina social en los círculos políticos de los siglos XVI y XVII indica que los hombres de Estado y los empresarios del momento eran profundamente conscientes de ello. Además, la crisis social que provocaba este estado generalizado de rebelión vino agravada en la segunda mitad del siglo XVI por una nueva contracción económica, causada en gran medida por la drástica caída de la población en la América hispana, después de la conquista, y por el encogimiento de la economía colonial.
Descenso de la población, crisis económica y disciplinamiento de las mujeres
En menos de un siglo desde que Colón tocase tierra en el continente americano, el sueño de los colonizadores de una oferta infinita de trabajo (que tiene ecos en la estimación de los exploradores sobre la existencia de «una cantidad infinita de árboles» en las selvas americanas) se hizo añicos.
Los europeos habían traído la muerte a América. Las estimaciones del colapso poblacional que afectó a la región después de la invasión colonial varían. Pero los especialistas, de forma casi unánime, comparan sus efectos con un «holocausto americano». De acuerdo con David Stannard (1992), en el siglo que siguió a la conquista la población cayó alrededor de 75 millones en Sudamérica, lo que representaba al 95 % de sus habitantes (1992: 268-305). Ésta es también la estimación de André Gunder Frank, que escribe que «en menos de un siglo, la población indígena cayó alrededor del 90 % e incluso el 95 % en México, Perú y otras regiones» (1978: 43). En México, la población disminuyó «de 11 millones en 1519 a 6,5 millones en 1565 y a unos 2,5 millones en 1600» (Wallerstein, 1974: 89n). En 1580 «las enfermedades […] ayudadas por la brutalidad española, habían matado o expulsado a la mayor parte de la población de las Antillas y las llanuras de Nueva España, Perú y el litoral caribeño» (Crosby, 1972: 38) y pronto acabarían con muchos más en Brasil. El clero explicó este «holocausto» como castigo de Dios por el comportamiento «bestial» de los indios (Williams, 1986: 138); pero sus consecuencias económicas no fueron ignoradas. Además, en la década de 1580 la población comenzó a disminuir también en Europa occidental y continuó haciéndolo ya entrado el siglo XVII, alcanzando su pico en Alemania, donde se perdieron un tercio de sus habitantes.
Con excepción de la Peste Negra (1345-1348), ésta fue una crisis poblacional sin precedentes, y las estadísticas, verdaderamente atroces, cuentan sólo una parte de la historia. La muerte cayó sobre «los pobres». No fueron principalmente los ricos quienes murieron cuando las plagas o la viruela arrasaron las ciudades, sino los artesanos, los jornaleros y los vagabundos (Kamen, 1972: 32-3). Murieron en tal cantidad que sus cuerpos empedraban las calles, al tiempo que las autoridades denunciaban la existencia de una conspiración e instigaban a la población a buscar a los malhechores. Pero por esta disminución de la población se culpó también a la baja tasa de natalidad y a la renuencia de los pobres a reproducirse. Es difícil decir hasta qué punto esta acusación estaba justificada, ya que el registro demográfico, antes del siglo XVII, era bastante dispar. Sabemos, sin embargo, que a finales del siglo XVI la edad de matrimonio estaba aumentando en todas las clases sociales, y que en el mismo período la cantidad de niños abandonados —un fenómeno nuevo— comenzó a crecer. También tenemos las quejas de los pastores quienes desde el púlpito lanzaban la acusación de que la juventud no se casaba y no procreaba para no traer más bocas al mundo de las que podía alimentar.
El pico de la crisis demográfica y económica fueron las décadas de 1620 y 1630. En Europa, como en sus colonias, los mercados se contrajeron, el comercio se detuvo, se propagó el desempleo y durante un tiempo existió la posibilidad de que la economía capitalista en desarrollo colapsara. La integración entre las economías coloniales y europeas ha bía alcanzado un punto donde el impacto recíproco de la crisis aceleró rápidamente su curso. Ésta fue la primera crisis económica internacional. Fue una «crisis General», como la han llamado los historiadores (Kamen, 1972: 307 y sg.; Hackett Fischer, 1996: 91).
Es en este contexto donde el problema de la relación entre trabajo, población y acumulación de riqueza pasó al primer plano del debate y de las estrategias políticas con el fin de producir los primeros elementos de una política de población y un régimen de «biopoder». La crudeza de los conceptos aplicados, que a veces confunden «población relativa» con «población absoluta», y la brutalidad de los medios por los que el Estado comenzó a castigar cualquier comportamiento que obstruyese el crecimiento poblacional, no debería engañarnos a este respecto. Lo que pongo en discusión es que fuese la crisis poblacional de los siglos XVI y XVII, y no la hambruna en Europa en el XVIII (tal y como ha sostenido Foucault) lo que convirtió la reproducción y el crecimiento poblacional en asuntos de Estado y en objeto principal del discurso intelectual. Mantengo además que la intensificación de la persecución de las «brujas», y los nuevos métodos disciplinarios que adoptó el Estado en este periodo con el fin de regular la procreación y quebrar el control de las mujeres sobre la reproducción tienen también origen en esta crisis. Las pruebas de este argumento son circunstanciales, y debe reconocerse que otros factores contribuyeron también a aumentar la determinación de la estructura de poder europea dirigida a controlar de una forma más estricta la función reproductiva de las mujeres. Entre ellos, debemos incluir la creciente privatización de la propiedad y las relaciones económicas que (dentro de la burguesía) generaron una nueva ansiedad con respecto a la cuestión de la paternidad y la conducta de las mujeres. De forma similar, en la acusación de que las brujas sacrificaban niños al Demonio —un tema central de la «gran caza de brujas» de los siglos XVI y XVII— podemos interpretar no sólo una preocupación con el descenso de la población, sino también el miedo de las clases acaudaladas a sus subordinados, particularmente a las mujeres de clase baja quienes, como sirvientas, mendigas o curanderas, tenían muchas oportunidades para entrar en las casas de los empleadores y causarles daño. Sin embargo, no puede ser pura coincidencia que al mismo tiempo que la población caía y se formaba una ideología que ponía énfasis en la centralidad del trabajo en la vida económica, se introdujeran sanciones severas en los códigos legales europeos destinadas a castigar a las mujeres culpables de crímenes reproductivos.
El desarrollo concomitante de una crisis poblacional, una teoría expansionista de la población y la introducción de políticas que promovían el crecimiento poblacional está bien documentado. A mediados del siglo XVI, la idea de que la cantidad de ciudadanos determina la riqueza de una nación se había convertido en algo parecido a un axioma social. «Desde mi punto de vista», escribió el pensador político y demonólogo francés Jean Bodin, «uno nunca debería temer que haya demasiados súbditos o demasiados ciudadanos, ya que la fortaleza de la comunidad está en los hombres» (Commonwealth, Libro VI). El economista italiano Giovanni Botero (1533-1617) tenía una posición más sofisticada, que reconocía la necesidad de un equilibrio entre la cantidad de población y los medios de subsistencia. Aun así, declaró que «la grandeza de una ciudad» no dependía de su tamaño físico ni del circuito de sus murallas, sino exclusivamente de su cantidad de residentes. El dicho de Enrique IV de que «la fortaleza y la riqueza de un rey yacen en la cantidad y opulencia de sus ciudadanos» resume el pensamiento demográfico de la época.
La preocupación por el crecimiento de la población puede detectar se también en el programa de la Reforma Protestante. Desechando la tradicional exaltación cristiana de la castidad, los reformadores valorizaban el matrimonio, la sexualidad e incluso a las mujeres por su capacidad reproductiva. La mujer es «necesaria para producir el crecimiento de la raza humana», reconoció Lutero, reflexionando que «cualquiera sean sus debilidades, las mujeres poseen una virtud que anula todas ellas: poseen una matriz y pueden dar a luz» (King, 1991: 115).
El apoyo al crecimiento poblacional llegó a su clímax con el surgimiento del mercantilismo que hizo de la existencia de una gran población la clave de la prosperidad y del poder de una nación. Con frecuencia el mercantilismo ha sido menospreciado por el saber económico dominante, en la medida en que se trata de un sistema de pensamiento rudimentario y en tanto supone que la riqueza de las naciones es proporcional a la cantidad de trabajadores y los metales preciosos que éstos tienen a su disposición. Los brutales medios que aplicaron los mercantilistas para forzar a la gente a trabajar, provocando con hambre la necesidad de trabajo, han contribuido a su mala reputación, ya que la mayoría de los economistas desean mantener la ilusión de que el capitalismo promueve la libertad y no la coerción. Fue la clase mercantilista la que inventó las casas de trabajo, persiguió a los vagabundos, «transportó» a los criminales a las colonias americanas e invirtió en la trata de esclavos, todo mientras afirmaba la «utilidad de la pobreza» y declaraba que el «ocio» era una plaga social. Todavía no se ha reconocido, por lo tanto, que en la teoría y práctica de los mercantilistas encontramos la expresión más directa de los requisitos de la acumulación primitiva y la primera política capitalista que trata explícitamente el problema de la reproducción de la fuerza de trabajo. Esta política, como hemos visto, tuvo un aspecto «intensivo» que consistía en la imposición de un régimen totalitario que usaba todos los medios para extraer el máximo trabajo de cada individuo, más allá de su edad y condición. Pero también tuvo un aspecto «extensivo» que consistía en el esfuerzo de aumentar el tamaño de la población y de ese modo la envergadura del ejército y de la fuerza de trabajo.
Bodin en Francia y Giovanni Botero en Italia son considerados economistas proto-mercantilistas. Una de las primeras formulaciones sistemáticas de la teoría económica mercantilista se encuentra en England’s Treasure by Forraign Trade (1622), de Thomas Mun.
Como señaló Eli Hecksher, «un deseo casi fanático por incrementar la población predominó en todos los países durante el periodo, la última parte del siglo XVII, en el que el mercantilismo estuvo en su apogeo» (Hecksher, 1966: 158). Al mismo tiempo, se estableció una nueva concepción de los seres humanos en la que éstos eran vistos como recursos naturales, que trabajaban y criaban para el Estado (Spengler, 1965: 8). Pero incluso antes del auge de la teoría mercantilista, en Francia e Inglaterra, el Estado adoptó un conjunto de medidas pro-natalistas que, combinadas con la asistencia pública, formaron el embrión de una política reproductiva capitalista. Se aprobaron leyes haciendo hincapié en el matrimonio y penalizando el celibato, inspiradas en las que adoptó hacia su final el Imperio Romano con el mismo propósito. Se le dio una nueva importancia a la familia como institución clave que aseguraba la transmisión de la propiedad y la reproducción de la fuerza de trabajo. Simultáneamente, se observa el comienzo del registro demográfico y de la intervención del Estado en la supervisión de la sexualidad, la procreación y la vida familiar.
Pero la principal iniciativa del Estado con el fin de restaurar la proporción deseada de población fue lanzar una verdadera guerra contra las mujeres, claramente orientada a quebrar el control que habían ejercido sobre sus cuerpos y su reproducción. Como veremos más adelante, esta guerra fue librada principalmente a través de la caza de brujas que literalmente demonizó cualquier forma de control de la natalidad y de sexualidad no-procreativa, al mismo tiempo que acusaba a las mujeres de sacrificar niños al Demonio. Pero también recurrió a una redefinición de lo que constituía un delito reproductivo. Así, a partir de mediados del siglo XVI, al mismo tiempo que los barcos portugueses retornaban de África con sus primeros cargamentos humanos, todos los gobiernos europeos comenzaron a imponer las penas más severas a la anticoncepción, el aborto y el infanticidio.
Esta última práctica había sido tratada con cierta indulgencia en la Edad Media, al menos en el caso de las mujeres pobres; pero ahora se convirtió en un delito sancionado con la pena de muerte y castigado con mayor severidad que los crímenes masculinos.
En Nuremberg, en el siglo XVI, la pena por infanticidio materno era el ahogamiento; en 1580, el año en que las cabezas cortadas de tres mujeres convictas por infanticidio materno fueron clavadas en el cadalso para que las contemplara el público, la sanción fue cambiada por la decapitación. (King, 1991: 10).
También se adoptaron nuevas formas de vigilancia para asegurar que las mujeres no terminaran sus embarazos. En Francia, un edicto real de 1556 requería de las mujeres que registrasen cada embarazo y sentenciaba a muerte a aquéllas cuyos bebés morían antes del bautismo después de un parto a escondidas, sin que importase que se las considerase culpables o inocentes de su muerte. Estatutos similares se aprobaron en Inglaterra y Escocia en 1624 y 1690. También se creó un sistema de espías con el fin de vigilar a las madres solteras y privarlas de cualquier apoyo. Incluso hospedar a una mujer embarazada soltera era ilegal, por temor a que pudieran escapar de la vigilancia pública; mientras que quienes establecían amistad con ella estaban expuestos a la crítica pública (Wiesner, 1993: 51-2; Ozment, 1983: 43).
Una de las consecuencia de estos procesos fue que las mujeres comenzaron a ser procesadas en grandes cantidades. En los siglos XVI y XVII en Europa, las mujeres fueron ejecutadas por infanticidio más que por cualquier otro crimen, excepto brujería, una acusación que también estaba centrada en el asesinato de niños y otras violaciones a las normas reproductivas. Significativamente, en el caso tanto del infanticidio como de la brujería, se abolieron los estatutos que limitaban la responsabilidad legal de las mujeres. Así, las mujeres ingresaron en las cortes de Europa, por primera vez a título personal, como adultos legales, como acusadas de ser brujas y asesinas de niños. La sospecha que recayó también sobre las parteras en este periodo —y que condujo a la entrada del doctor masculino en la sala de partos— proviene más de los miedos de las autoridades al infanticidio que de cualquier otra preocupación por la supuesta incompetencia médica de las mismas.
Con la marginación de la partera, comenzó un proceso por el cual las mujeres perdieron el control que habían ejercido sobre la procreación, reducidas a un papel pasivo en el parto, mientras que los médicos hombres comenzaron a ser considerados como los verdaderos «dadores de vida» (como en los sueños alquimistas de los magos renacentistas). Con este cambio empezó también el predominio de una nueva práctica médica que, en caso de emergencia, priorizaba la vida del feto sobre la de la madre. Esto contrastaba con el proceso de nacimiento que las mujeres habían controlado por costumbre. Y efectivamente, para que esto ocurriera, la comunidad de mujeres que se reunía alrededor de la cama de la futura madre tuvo que ser expulsada de la sala de partos, al tiempo que las parteras eran puestas bajo vigilancia del doctor o eran reclutadas para vigilar a otras mujeres.
La masculinización de la práctica médica está retratada en este diseño inglés que muestra a un ángel apartando a una curandera del lecho de un hombre enfermo. La inscripción denuncia su incompetencia. [«Errores populares o los errores del pueblo en cuestiones de medicina» N. de la T.]
Alberto Durero, El Nacimiento de la Virgen, (1502-1503). El nacimiento de los niños era uno de los eventos principales en la vida de una mujer y una ocasión en la que se imponía la cooperación femenina.
En Francia y Alemania, las parteras tenían que convertirse en espías del Estado si querían continuar su práctica. Se les exigía que informaran sobre todos los nuevos nacimientos, descubrieran los padres de los niños nacidos fuera del matrimonio y examinaran a las mujeres sospechadas de haber dado a luz en secreto. También tenían que examinar a las mujeres locales buscando signos de lactancia cuando se encontraban niños abandonados en los escalones de la iglesia (Wiesner, 1933: 52). El mismo tipo de colaboración se les exigía a parientes y vecinos. En los países y ciudades protestantes, se esperaba que los vecinos espiaran a las mujeres e informaran sobre todos los detalles sexuales relevantes: si una mujer recibía a un hombre cuando el marido se ausentaba, o si entraba a una casa con un hombre y cerraba la puerta (Ozment, 1983: 42-4). En Alemania, la cruzada pro-natalista alcanzó tal punto que las mujeres eran castigadas si no hacían suficiente esfuerzo durante el parto o mostraban poco entusiasmo por sus vástagos (Rublack, 1996: 92).
El resultado de estas políticas que duraron dos siglos (las mujeres seguían siendo ejecutadas en Europa por infanticidio a finales del siglo XVIII) fue la esclavización de las mujeres a la procreación. Si en la Edad Media las mujeres habían podido usar distintos métodos anticonceptivos y habían ejercido un control indiscutible sobre el proceso del parto, a partir de ahora sus úteros se transformaron en territorio político, controlados por los hombres y el Estado: la procreación fue directamente puesta al servicio de la acumulación capitalista.
En este sentido, el destino de las mujeres europeas, en el periodo de acumulación primitiva, fue similar al de las esclavas en las plantaciones coloniales americanas que, especialmente después del fin de la trata de esclavos en 1807, fueron forzadas por sus amos a convertirse en criadoras de nuevos trabajadores. La comparación tiene obviamente serias limitaciones. Las mujeres europeas no estaban abiertamente expuestas a las agresiones sexuales, aunque las mujeres proletarias podían ser violadas con impunidad y castigadas por ello. Tampoco tuvieron que sufrir la agonía de ver a sus hijos extraídos de su seno y vendidos en remate. La ganancia derivada de los nacimientos que se les imponían estaba también mucho más oculta. En este aspecto, la condición de mujer esclava revela de una forma más explícita la verdad y la lógica de la acumulación capitalista. Pero a pesar de las diferencias, en ambos casos, el cuerpo femenino fue transformado en instrumento para la reprodución del trabajo y la expansión de la fuerza de trabajo, tratado como una máquina natural de crianza, que funcionaba según unos ritmos que estaban fuera del control de las mujeres.
Este aspecto de la acumulación primitiva está ausente en el análisis de Marx. Con excepción de sus comentarios en el Manifiesto Comunista acerca del uso de las mujeres en la familia burguesa —como productoras de herederos que garantizan la transmisión de la propiedad familiar—, Marx nunca reconoció que la procreación pudiera convertirse en un terreno de explotación, y al mismo tiempo de resistencia.
Nunca imaginó que las mujeres pudieran resistirse a reproducir, o que este rechazo pudiera convertirse en parte de la lucha de clases. En los Grundrisse (1973: 100), sostuvo que el desarrollo capitalista avanza independientemente de las cantidades de población porque, en virtud de la creciente productividad del trabajo, el trabajo que explota el capital disminuye constantemente en relación al «capital constante» (es decir, el capital invertido en maquinaria y otros bienes), con la consecuente determinación de una «población excedente». Pero esta dinámica, que Marx (1996, T. 1: 689 y sg.) define como la «ley de población típica del modo de producción capitalista», sólo podría imponerse si la población fuera un proceso puramente biológico, o una actividad que responde automáticamente al cambio económico, y si el Capital y el Estado no necesitaran preocuparse por las «mujeres que hacen huelga de vientres». Esto es, de hecho, lo que Marx supuso. Reconoció que el desarrollo capitalista ha estado acompañado por un crecimiento en la población, cuyas causas discutió de forma ocasional. Pero, como Adam Smith, vio este incremento como un «efecto natural» del desarrollo económico. En el Tomo I de El Capital, contrastó una y otra vez la determinación de un «excedente de población» con el «crecimiento natural» de la población. Por qué la procreación debería ser un «hecho de la naturaleza» y no una actividad social históricamente determinada, cargada de intereses y relaciones de poder diversas; se trata de una pregunta que Marx no se hizo. Tampoco imaginó que los hombres y las mujeres podrían tener distintos intereses con respecto a tener hijos, una actividad que él trató como proceso indiferenciado, neutral desde el punto de vista del género.
En realidad, los cambios en la procreación y en la población están tan lejos de ser automáticos o «naturales» que, en todas las fases del desarrollo capitalista, el Estado ha tenido que recurrir a la regulación y la coerción para expandir o reducir la fuerza de trabajo. Esto es particularmente cierto en los momentos del despegue capitalista, cuando los músculos y los huesos del trabajos eran los principales medios de producción. Pero después —y hasta el presente— el Estado no ha escatimado esfuerzos en su intento de arrancar de las manos femeninas
La prostituta y el soldado. Con frecuencia viajando con los campamentos militares, las prostitutas cumplían la función de esposa para los soldados y otros proletarios, lavando y cocinando para los hombres a quienes cuidaba además de proveerles servicios sexuales.
el control de la reproducción y la determinación de qué niños deberían nacer, dónde, cuándo o en qué cantidad. Como resultado, las mujeres han sido forzadas frecuentemente a procrear en contra de su voluntad, experimentando una alienación con respecto a sus cuerpos, su «trabajo» e incluso sus hijos, más profunda que la experimentada por cualquier otro trabajador (Martin, 1987: 19-21). Nadie puede describir en realidad la angustia y desesperación sufrida por una mujer al ver su cuerpo convertido en su enemigo, tal y como debe ocurrir en el caso de un embarazo no deseado. Esto es particularmente cierto en aquellas situaciones en las que los embarazos fuera del matrimonio eran penalizados con el ostracismo social o incluso con la muerte.
La devaluación del trabajo femenino
La criminalización del control de las mujeres sobre la procreación es un fenómeno cuya importancia no puede dejar de enfatizarse, tanto desde el punto de vista de sus efectos sobre las mujeres como de sus consecuencias en la organización capitalista del trabajo. Está suficientemente documentado que durante la Edad Media las mujeres habían contado con muchos métodos anticonceptivos, que fundamentalmente consistían en hierbas convertidas en pociones y «pesarios» (supositorios) que se usaban para precipitar el período de la mujer, provocar un aborto o crear una condición de esterilidad. En Eve´s Herbs: A History of Contraception in the West (1997), el historiador estadounidense John Riddle nos brinda un extenso catálogo de las sustancias más usadas y los efectos que se esperaban de ellas o lo que era más posible que ocurriera. La criminalización de la anticoncepción expropió a las mujeres de este saber que se había transmitido de generación en generación, proporcionándoles cierta autonomía respecto al parto. Aparentemente, en algunos casos, este saber no se perdía sino que sólo pasaba a la clandestinidad; sin embargo, cuando el control de la natalidad apareció nuevamente en la escena social, los métodos anticonceptivos ya no eran los que las mujeres podían usar, sino que fueron creados específicamente para el uso masculino. Cuáles fueron las consecuencias demográficas que se sucedieron a partir de este cambio es una pregunta que no voy a
Una prostituta invitando a un cliente. El número de prostitutas creció inmensamente después de la privatización de la tierra y de la comercialización de la agricultura que expulsó a muchas campesinas de la tierra.
intentar responder por el momento, aunque recomiendo el trabajo de Riddle (1997) para una discusión sobre este asunto. Aquí sólo quiero poner el acento en que al negarle a las mujeres el control sobre sus cuerpos, el Estado las privó de la condición fundamental de su integridad física y psicológica, degradando la maternidad a la condición de trabajo forzado, además de confinar a las mujeres al trabajo reproductivo de una manera desconocida en sociedades anteriores. Sin embargo, al forzar a las mujeres a procrear en contra de su voluntad o (como decía una canción feminista de los setenta) al forzarlas a «producir niños para el Estado», sólo se definían parcialmente las funciones de las mujeres en la nueva división sexual del trabajo. Un aspecto complementario fue la reducción de las mujeres a no-trabajadores, un proceso —muy estudiado por las historiadoras feministas— que hacia finales del siglo XVII estaba prácticamente completado.
Para esa época, las mujeres habían perdido terreno incluso en las ocupaciones que habían sido prerrogativas suya, como la destilación de cerveza y la partería, en las que su empleo estaba sujeto a nuevas restricciones. Las proletarias encontraron particularmente difícil obtener cualquier empleo que no fuese de la condición más baja: como sirvientas domésticas (la ocupación de un tercio de la mano de obra femenina), peones rurales, hilanderas, tejedoras, bordadoras, vendedoras ambulantes o amas de crianza. Como nos cuenta, entre otros, Merry Wiesner, ganaba terreno (en el derecho, los registros de impuestos, las ordenanzas de los gremios) el supuesto de que las mujeres no debían trabajar fuera del hogar y que sólo tenían que participar en la «producción» para ayudar a sus maridos. Incluso se decía que cualquier trabajo hecho por mujeres en su casa era «no-trabajo» y carecía de valor aun si lo hacía para el mercado (Wiesner, 1993: 83 y sg.). Así, si una mujer cosía algunas ropas se trataba de «trabajo doméstico» o «tareas de ama de casa», incluso si las ropas no eran para la familia, mientras que cuando un hombre hacía el mismo trabajo se consideraba «productivo». La devaluación del trabajo femenino —que las mujeres realizaban para no depender de la asistencia pública— fue tal que los gobiernos de las ciudades ordenaron a los gremios que no prestaran atención a la producción que las mujeres (especialmente las viudas) hacían en sus casas, ya que no era trabajo real. Wiesner agrega que las mujeres aceptaban esta ficción e incluso pedían disculpas por pedir trabajo, suplicando debido a la necesidad de mantenerse (ibidem: 84-5). Pronto todo el trabajo femenino que se hacía en la casa fue definido como «tarea doméstica»; e incluso cuando se hacía fuera del hogar se pagaba menos que al trabajo masculino, nunca en cantidad suficiente como para que las mujeres pudieran vivir de él. El matrimonio era visto como la verdadera carrera para una mujer; hasta tal punto se daba por sentado la incapacidad de las mujeres para mantenerse que, cuando una mujer soltera llegaba a un pueblo, se la expulsaba incluso si ganaba un salario.
Combinada con la desposesión de la tierra, esta pérdida de poder con respecto al trabajo asalariado condujo a la masificación de la prostitución. Como informa Le Roy Ladurie (1974: 112-13), el crecimiento de prostitutas en Francia y Cataluña era visible por todas partes:
Desde Aviñón a Barcelona pasando por Narbona las «mujeres libertinas» (femmes de debauche) se apostaban en las puertas de las ciudades, en las calles de las zonas rojas […] y en los puentes […] de tal modo que en 1594 el «tráfico vergonzoso» florecía como nunca antes.
La situación era similar en Inglaterra y España, donde todos los días, llegaban a las ciudades mujeres pobres del campo, incluso las esposas de los artesanos completaban el ingreso familiar realizando este trabajo. En Madrid, en 1631, un bando promulgado por las autoridades políticas denunciaba el problema, quejándose de que muchas mujeres vagabundas estaban ahora deambulando por las calles, callejones y tabernas de la ciudad, tentando a los hombres a pecar con ellas (Vigil, 1986: 114-15). Pero tan pronto como la prostitución se convirtió en la principal forma de subsistencia para una gran parte de la población femenina, la actitud institucional con respecto a ella cambió. Mientras en la Edad Media había sido aceptada oficialmente como un mal necesario, y las prostitutas se habían beneficiado de altos salarios, en el siglo XVI la situación se invirtió. En un clima de intensa misoginia, caracterizado por el avance de la Reforma Protestante y la caza de brujas, la prostitución fue primero sujeta a nuevas restricciones y luego criminalizada. En todas partes, entre 1530 y 1560, los burdeles de pueblo eran cerrados y las prostitutas, especialmente las que hacían la calle, fueron castigadas severamente: prohibición, flagelación y otras formas crueles de escarmiento. Entre ellas la «silla del chapuzón» (ducking stool) o acabussade —«una pieza de teatro macabro», como la describe Nickie Roberts— donde las víctimas eran atadas, a veces metidas en una jaula y luego eran sumergidas varias veces en ríos o lagunas, hasta que estaban a punto de ahogarse (Roberts, 1992: 115-16). Mientras tanto, en Francia durante el siglo XVI, la violación de una prostituta dejó de ser un crimen. En Madrid, también se decidió que a las vagabundas y prostitutas no se les debía permitir permanecer y dormir en las calles, así tampoco bajo los pórticos de la ciudad y, en caso de ser pescadas infraganti debían recibir cien latigazos y luego ser expulsadas de la ciudad durante seis años, además de afeitarles la cabeza y las cejas.
¿Qué puede explicar este ataque tan drástico contra las trabajadoras? ¿Y de qué manera la exclusión de las mujeres de la esfera del trabajo socialmente reconocido y de las relaciones monetarias se relaciona con la imposición de la maternidad forzosa y la simultánea masificación de la caza de brujas?
Cuando se consideran estos fenómenos desde la perspectiva del presente, después de cuatro siglos de disciplinamiento capitalista de las mujeres, las respuestas parecen imponerse por sí mismas. A pesar de que el trabajo asalariado de las mujeres —los trabajos domésticos y sexuales pagados— se estudian aún con demasiada frecuencia aislados unos de otros, ahora estamos en mejor posición para ver que la discriminación que han sufrido las mujeres como mano de obra asalariada ha estado directamente vinculada a su función como trabajadoras noasalariadas en el hogar. De esta manera, podemos conectar la prohibición de la prostitución y la expulsión de las mujeres del lugar de trabajo organizado con la aparición del ama de casa y la redefinición de la familia como lugar para la producción de fuerza de trabajo. Desde un punto de vista teórico y político, sin embargo, la cuestión fundamental está en las condiciones que hicieron posible semejante degradación y las fuerzas sociales que la promovieron o fueron cómplices.
Un factor importante en la respuesta a la devaluación del trabajo feme nino está aquí en la campaña que los artesanos llevaron a cabo, a partir de finales del siglo XV, con el propósito de excluir a las trabajadoras de sus talleres, supuestamente para protegerse de los ataques de los comerciantes capitalistas que empleaban mujeres a precios menores. Los esfuerzos de los artesanos han dejado gran cantidad de pruebas. Tanto en Italia, como en Francia y Alemania, los oficiales artesanos solicitaron a las autoridades que no permitieran que las mujeres competieran con ellos, prohibiendo su presencia entre ellos; y cuando la prohibición no fue tenida en cuenta fueron a la huelga e incluso se negaron a trabajar con hombres que trabajaran con mujeres. Aparentemente los artesanos estaban interesados también en limitar a las mujeres al trabajo doméstico ya que, dadas sus dificultades económicas, «la prudente administración de la casa por parte de una mujer» se estaba convirtiendo en una condición indispensable para evitar la bancarrota y mantener un taller independiente. Sigfrid Brauner (el autor de la cita precedente) habla de la importancia que los artesanos alemanes otorgaban a esta norma social (Brauner, 1995: 96-7). Las mujeres trataron de resistir frente a esta arremetida, pero fracasaron debido a las prácticas intimidatorias que los trabajadores usaron contra ellas. Quienes tuvieron el coraje de trabajar fuera del hogar, en un espacio público y para el mercado, fueron representadas como arpías sexualmente agresivas o incluso como «putas» y «brujas» (Howell, 1986: 182-83). Efectivamente, hay pruebas de que la ola de misoginia que, a finales del siglo XV creció en las ciudades europeas, —reflejada en la obsesión de los hombres por la «batalla por los pantalones» y por el carácter de la mujer desobediente, comúnmente retratada golpeando a su marido o montándolo como a un caballo— emanaba también de este intento (contraproducente) de sacar a las mujeres de los lugares de trabajo y del mercado.
Por otra parte, es evidente que este intento no hubiera triunfado si las autoridades no hubiesen cooperado. Obviamente se dieron cuenta de que era lo más favorable a sus intereses. Además de pacificar a los oficiales
Como en la «batalla por los pantalones», la imagen de la esposa dominante desafiando la jerarquía sexual y golpeando a su marido era uno de los temas favoritos de la literatura social de los siglos XVI y XVII.
artesanos rebeldes, la exclusión de las mujeres de los gremios sentó las bases necesarias para recluirlas en el trabajo reproductivo y utilizarlas como trabajo mal pagado en la industria artesanal (cottage industry).
Las mujeres como nuevos bienes comunes y como sustituto de las tierras perdidas
Fue a partir de esta alianza entre los artesanos y las autoridades de las ciudades, junto con la continua privatización de la tierra, como se forjó una nueva división sexual del trabajo o, mejor dicho, un nuevo «contrato sexual», siguiendo a Carol Pateman (1988), que definía a las mujeres —madres, esposas, hijas, viudas— en términos que ocultaban su condición de trabajadoras, mientras que daba a los hombres libre acceso a los cuerpos de las mujeres, a su trabajo y a los cuerpos y el trabajo de sus hijos.
De acuerdo con este nuevo «contrato sexual», para los trabajadores va rones las proletarias se convirtieron en lo que sustituyó a las tierras que perdieron con los cercamientos, su medio de reproducción más básico y un bien comunal del que cualquiera podía apropiarse y usar según su voluntad. Los ecos de esta «apropiación primitiva» quedan al descubierto por el concepto de «mujer común» (Karras, 1989) que en el siglo XVI calificaba a aquellas que se prostituían. Pero en la nueva organización del trabajo todas las mujeres (excepto las que habían sido privatizadas por los hombres burgueses) se convirtieron en bien común, pues una vez que las actividades de las mujeres fueron definidas como no-trabajo, el trabajo femenino se convirtió en un recurso natural, disponible para todos, no menos que el aire que respiramos o el agua que bebemos.
Esta fue una derrota histórica para las mujeres. Con su expulsión del artesanado y la devaluación del trabajo reproductivo la pobreza fue feminizada. Para hacer cumplir la «apropiación primitiva» masculina del trabajo femenino, se construyó así un nuevo orden patriarcal, reduciendo a las mujeres a una doble dependencia: de sus empleadores y de los hombres. El hecho de que las relaciones de poder desiguales entre mujeres y hombres existieran antes del advenimiento del capitalismo, como ocurría también con una división sexual del trabajo discriminatoria, no le resta incidencia a esta apreciación. Pues en la Europa precapitalista la subordinación de las mujeres a los hombres había estado atenuada por el hecho de que tenían acceso a las tierras comunes y otros bienes comunales, mientras que en el nuevo régimen capitalista las mujeres mismas se convirtieron en bienes comunes, ya que su trabajo fue definido como un recurso natural, que quedaba fuera de la esfera de las relaciones de mercado.
El patriarcado del salario
En este contexto son significativos los cambios que se dieron dentro de la familia. En este periodo, la familia comenzó a separarse de la esfera pública, adquiriendo sus connotaciones modernas como principal centro para la reproducción de la fuerza de trabajo.
Complemento del mercado, instrumento para la privatización de las relaciones sociales y, sobre todo, para la propagación de la disciplina capitalista y la dominación patriarcal, la familia surgió también en el periodo de acumulación primitiva como la institución más importante para la apropiación y el ocultamiento del trabajo de las mujeres.
Esto se puede observar especialmente en la familia trabajadora, pero todavía no ha sido suficientemente estudiado. Las discusiones anteriores han privilegiado la familia de hombres propietarios: en la época a la que nos estamos refiriendo, ésta era la forma y el modelo dominante de relación con los hijos y entre los cónyuges. También se le ha prestado más interés a la familia como institución política que como lugar de trabajo. El énfasis se ha puesto, entonces, en el hecho de que en la nueva familia burguesa, el marido se convirtiese en el representante del Estado, el encargado de disciplinar y supervisar las nuevas «clases subordinadas», una categoría que para los teóricos políticos de los siglos XVI y XVII (por ejemplo Jean Bodin) incluía a la esposa y sus hijos (Schochet, 1975). De ahí la identificación de la familia con un micro-Estado o una micro-Iglesia, así como la exigencia por parte de las autoridades de que los trabajadores y trabajadoras solteros vivieran bajo el techo y las órdenes de un solo amo. Dentro de la familia burguesa, se constata también que la mujer perdió mucho de su poder, siendo generalmente excluida de los negocios familiares y confinada a la supervisión de la casa.
Pero lo que falta en este retrato es el reconocimiento de que, mientras que en la clase alta era la propiedad lo que daba al marido poder sobre su esposa e hijos, la exclusión de las mujeres del salario daba a los trabajadores un poder similar sobre sus mujeres.
Un ejemplo de esta tendencia fue el tipo de familia de los trabajadores de la industria artesanal (cottage workers) en el sistema doméstico. Lejos de rehuir el matrimonio y la formación de una familia, los hombres que trabajaban en la industria artesanal doméstica dependían de ella, ya que una esposa podía «ayudarles» con el trabajo que ellos hacían para los comerciantes, mientras cuidaban sus necesidades físicas y los proveían de hijos, quienes desde temprana edad podían ser empleados en el telar o en alguna ocupación auxiliar. Así, incluso en tiempos de descenso poblacional, los trabajadores de la industria doméstica continuaron aparentemente multiplicándose; sus familias eran tan numerosas que en el siglo XVII un observador austriaco los describió apiñados en sus casas como gorriones en el alero. Lo que destaca en este tipo de organización es que aun cuando la esposa trabajaba a la par que el ma rido, produciendo también para el mercado, era el marido quien recibía el salario de la mujer. Esto le ocurría también a otras trabajadoras una vez que se casaban. En Inglaterra «un hombre casado […] tenía derechos legales sobre los ingresos de su esposa», incluso cuando el trabajo que ella realizaba era el de cuidar o de amamantar. De este modo, cuando una parroquia empleaba a una mujer para hacer este tipo de trabajo, los registros «escondían frecuentemente su condición de trabajadoras» registrando la paga bajo el nombre de los hombres. «Que este pago se hiciera al hombre o a la mujer dependía del capricho del oficinista» (Mendelson y Crawford, 1998: 287).
Esta política, que hacía imposible que las mujeres tuvieran dinero propio, creó las condiciones materiales para su sujeción a los hombres y para la apropiación de su trabajo por parte de los trabajadores varones. Es en este sentido que hablo del «patriarcado del salario». También debemos repensar el concepto de «esclavitud del salario». Si es cierto que, bajo el nuevo régimen de trabajo asalariado, los trabajadores varones comenzaron a ser libres sólo en un sentido formal, el grupo de trabajadores que, en la transición al capitalismo, más se acercaron a la condición de esclavos fueron las mujeres trabajadoras.
Al mismo tiempo —dadas las condiciones espantosas en las que vivían los trabajadores asalariados— el trabajo hogareño que realizaban las mujeres para la reproducción de sus familias estaba necesariamente limitado. Casadas o no, las proletarias necesitaban ganar algún dinero, consiguiéndolo a través de múltiples trabajos. Por otra parte, el trabajo hogareño necesitaba cierto capital reproductivo: muebles, utensilios, vestimenta, dinero para los alimentos. No obstante, los trabajadores asalariados vivían en la pobreza, «esclavizados día y noche» (como denunció un artesano de Nuremberg en 1524), apenas podían conjurar el hambre y alimentar a sus hijos (Brauner, 1995: 96). La mayoría prácticamente no tenía un techo sobre sus cabezas, vivían en cabañas compartidas con otras familias y animales, en las que la higiene (poco considerada incluso entre los que estaban mejor) faltaba por completo; sus ropas eran harapos y en el mejor de los casos su dieta consistía en pan, queso y algunas verduras. En este período aparece, entre los trabajadores, la clásica figura del ama de casa a tiempo completo. Y sólo en el siglo XIX —como reacción al primer ciclo intenso de luchas contra el trabajo industrial— la «familia moderna», centrada en el trabajo reproductivo no pagado del ama de casa a tiempo completo, fue extendida entre la clase trabajadora primero en Inglaterra y más tarde en Estados Unidos.
Su desarrollo (después de la aprobación de las Leyes Fabriles que limitaban el empleo de mujeres y niños en las fábricas) reflejó la primera inversión de la clase capitalista, a largo plazo, en la reproducción de la fuerza de trabajo más allá de su expansión numérica. Forjada bajo la amenaza de la insurrección, ésta fue el resultado de una solución de compromiso entre otorgar mayores salarios, capaces de mantener a una esposa «que no trabaja» y una tasa de explotación más intensa. Marx habló de ella como el paso de la plusvalía «absoluta» a la «relativa», es decir, el paso de un tipo de explotación basado en la máxima extensión de la jornada de trabajo y la reducción del salario al mínimo, a un régimen en el que pueden compensarse los salarios más altos y las horas de trabajo más cortas con un incremento de la productividad del trabajo y del ritmo de la producción. Desde la perspectiva capitalista, fue una revolución social, que dejó sin efecto la antigua devoción por los bajos salarios. Fue el resultado de un nuevo acuerdo (new deal) entre los trabajadores y los empleadores, basado de nuevo en la exclusión de las mujeres del salario —que dejaba atrás su reclutamiento en las primeras fases de la Revolución Industrial. También fue el signo de un nuevo bienestar económico capitalista, producto de dos siglos de explotación del trabajo esclavo, que pronto sería potenciado por una nueva fase de expansión colonial.
En contraste, en los siglos XVI y XVII, a pesar de una obsesiva preocupación por el tamaño de la población y la cantidad de «trabajadores pobres», la inversión real en la reproducción de la fuerza de trabajo era extremadamente baja. El grueso del trabajo reproductivo realizado por las proletarias no estaba así destinado a sus familias, sino a las familias de sus empleadores o al mercado. De media, un tercio de la población femenina de Inglaterra, España, Francia e Italia trabajaba como sirvientas. De este modo, la tendencia dentro de los proletarios consistía en posponer el matrimonio, lo que conducía a la desintegración de la familia (los poblados ingleses del siglo XVI experimentaron una disminución total del 50 %). Con frecuencia, a los pobres se les prohibía casarse cuando se temía que sus hijos caerían en la asistencia pública, y cuando esto ocurría se los quitaban, poniéndoles a trabajar para la parroquia. Se estima que
un tercio o más de la población rural de Europa permaneció soltera; en las ciudades las tasas eran aún mayores, especialmente entre las mujeres; en Alemania un 45 % eran «solteronas» o viudas (Ozment, 1983: 41-2).
Dentro, no obstante, de la comunidad trabajadora del periodo de transición, se puede ver el surgimiento de la división sexual del trabajo que sería típica de la organización capitalista del trabajo —aunque las tareas domésticas fueran reducidas al mínimo y las proletarias también tuvieran que trabajar para el mercado. En su seno crecía una creciente diferenciación entre el trabajo femenino y el masculino, a medida que las tareas realizadas por mujeres y hombres se diversificaban y, sobre todo, se convertían en portadoras de relaciones sociales diferentes.
Por más empobrecidos y carentes de poder que estuvieran, los trabajadores varones todavía podían beneficiarse del trabajo y de los ingresos de sus esposas, o podían comprar los servicios de prostitutas. A lo largo de esta primera fase de proletarización, era la prostituta quien realizaba con mayor frecuencia las funciones de esposa para los trabajadores varones, cocinándoles y limpiando para ellos además de servirles sexualmente. Más aún, la criminalización de la prostitución, que castigó a la mujer pero apenas molestó a sus clientes varones, reforzó el poder masculino. Cualquier hombre podía ahora destruir a una mujer simplemente declarando que ella era una prostituta, o haciendo público que ella había cedido a los deseos sexuales del hombre. Las mujeres habrían tenido que suplicarle a los hombres «que no les arrebataran su honor» —la única propiedad que les quedaba— (Cavallo y Cerutti, 1980: 346 y sg.), ya que sus vidas estaban ahora en manos de los hombres, que —como señores feudales— podían ejercer sobre ellas un poder de vida o muerte.
La domesticación de las mujeres y la redefinición de la feminidad y la masculinidad: las mujeres como los salvajes de Europa
Cuando se considera esta devaluación del trabajo y la condición social de las mujeres, no hay que sorprenderse, entonces, de que la insubordinación de las mujeres y los métodos por los cuales pudieron ser «domesticadas» se encontraran entre los principales temas de la literatura y de la política social de la «transición» (Underdown, 1985a: 116-36).
Una «regañona» es hecha desfilar por la comunidad con la «brida» puesta, un artefacto de hierro que se usaba para castigar a las mujeres de lengua afilada. De forma significativa, los traficantes de esclavos europeos en África utilizaban un aparato similar, con el fin de dominar a sus cautivos y trasladarlos a sus barcos.
Las mujeres no hubieran podido ser totalmente devaluadas como trabajadoras, privadas de toda autonomía con respecto a los hombres, de no haber sido sometidas a un intenso proceso de degradación social; y efectivamente, a lo largo de los siglos XVI y XVII, las mujeres perdieron terreno en todas las áreas de la vida social.
Una de estas áreas clave en la que se produjeron intensos cambios fue la ley. Aquí puede observarse una erosión sostenida de los derechos de las mujeres durante este período. Uno de los derechos más importantes que perdieron las mujeres fue el derecho a realizar actividades económicas por su cuenta, como femme soles. En Francia, perdieron el derecho a hacer contratos o a representarse a sí mismas en las cortes para denunciar los abusos perpetrados en su contra. En Alemania, cuando la mujer de clase media enviudaba, era costumbre designar a un tutor para que administrara sus asuntos. A las mujeres alemanas también se les prohibió vivir solas o con otras mujeres y, en el caso de las pobres, incluso ni con sus propias familias, ya que se suponía que no estarían controladas de forma adecuada. En definitiva, además de la devaluación económica y social, las mujeres experimentaron un proceso de infantilización legal.
La pérdida de poder social de las mujeres se expresó también a través de una nueva diferenciación del espacio. En los países mediterráneos se expulsó a las mujeres no sólo de muchos trabajos asalariados sino también de las calles, donde una mujer sin compañía corría el riesgo de ser ridiculizada o atacada sexualmente (Davis, 1998). En Inglaterra («un paraíso para las mujeres» de acuerdo a lo que observaron algunos visitantes italianos) la presencia de las mismas en público también comenzó a ser mal vista. Las mujeres inglesas eran disuadidas de sentarse frente a sus casas o a permanecer cerca de las ventanas; también se les ordenaba que no se reunieran con sus amigas (en este período la palabra gossip —amiga—comenzó a adquirir connotaciones despectivas). Incluso se recomendaba que las mujeres no debían visitar a sus padres con demasiada frecuencia después del matrimonio.
De qué manera la nueva división sexual del trabajo reconfiguró las relaciones entre hombres y mujeres es algo que puede verse a partir del amplio debate que tuvo lugar en la literatura culta y popular acerca de la naturaleza de las virtudes y los vicios femeninos, uno de los principales caminos para la redefinición ideológica de las relaciones de género en la transición al capitalismo. Conocida desde muy pronto como la querelle des femmes, lo que resulta de este debate es un nuevo sentido de curiosidad por la cuestión, lo que indica que las viejas normas estaban cambiando y el público estaba cayendo en la cuenta de que los elementos básicos de la política sexual estaban siendo reconstruidos. Pueden identificarse dos tendencias dentro de este debate. Por un lado, se construyeron nuevos cánones culturales que maximizaban las diferencias entre las mujeres y los hombres, creando prototipos más femeninos y más masculinos (Fortunati, 1984). Por otra parte, se estableció que las mujeres eran inherentemente inferiores a los hombres —excesivamente emocionales y lujuriosas, incapaces de manejarse por sí mismas— y tenían que ser puestas bajo control masculino. De la misma manera que con la condena a la brujería, el consenso sobre esta cuestión iba más allá de las divisiones religiosas e intelectuales. Desde el púlpito o desde sus escritos, humanistas, reformadores protestantes y católicos de la Contrarreforma cooperaron en vilipendiar a las mujeres, siempre de forma constante y obsesiva.
Las mujeres eran acusadas de ser poco razonables, vanidosas, salvajes, despilfarradoras. La lengua femenina, era especialmente culpable, considerada como un instrumento de insubordinación. Pero la villana principal era la esposa desobediente, que junto con la «regañona», la «bruja», y la «puta» era el blanco favorito de dramaturgos, escritores populares y moralistas. En este sentido, La fierecilla domada (1593) de Shakespeare era un manifiesto de la época. El castigo de la insubordinación femenina a la autoridad patriarcal fue evocado y celebrado en incontables obras de teatro y tratados breves. La literatura inglesa de los periodos isabelino y jacobino se dio un festín con esos temas. Típica del género es Lástima que sea una puta (1633), de John Ford, que termina con el asesinato, la ejecución y el homicidio aleccionadores de tres de las cuatro protagonistas femeninas. Otras obras clásicas que trataban el disciplinamiento de las mujeres son Arraignment of Lewed, Idle, Forward, Inconstant Women (1615) [La comparecencia de mujeres indecentes, ociosas, descaradas e inconstantes], de John Swetnam, y The Parliament of Women (1646) [Parlamento de mujeres], una sátira dirigida fundamentalmente contra las mujeres de clase media, que las retrata muy atareadas creando leyes para ganarse la supremacía sobre sus maridos. Mientras tanto, se introdujeron nuevas leyes y nuevas formas de tortura dirigidas a controlar el comportamiento de las mujeres dentro y fuera de la casa, lo que confirma que la denigración literaria de las mujeres expresaba un proyecto político preciso que apuntaba a dejarlas sin autonomía ni poder social. En la Europa de la Edad de la Razón, a las mujeres acusadas de «regañonas» se les ponían bozales como a los perros y eran paseadas por las calles; las prostitutas eran azotadas o enjauladas y sometidas a simulacros de ahogamientos, mientras se instauraba la pena de muerte para las mujeres condenadas por adulterio (Underdown, 1985a: 117 y sig.).
Frontispicio de Parlamento de Mujeres (1646), un trabajo típico de la sátira contra las mujeres que dominó la literatura inglesa en el periodo de la Guerra Civil. [En el frontispicio se lee: «Parlamento de Mujeres. Con las alegres leyes por ellas recientemente aprobadas. Para vivir con mayor facilidad, pompa, orgullo e indecencia: pero especialmente para que ellas puedan tener superioridad y dominar a sus maridos: con una nueva manera encontrada por ellas de curar a cualquier cornudo viejo o nuevo, y cómo ambas partes pueden recuperar su honor y honestidad nuevamente». [N. del T.]
No es exagerado decir que las mujeres fueron tratadas con la misma hostilidad y sentido de distanciamiento que se concedía a los «salvajes indios» en la literatura que se produjo después de la conquista. El paralelismo no es casual. En ambos casos la denigración literaria y cultural estaba al servicio de un proyecto de expropiación. Como veremos, la demonización de los aborígenes americanos sirvió para justificar su esclavización y el saqueo de sus recursos. En Europa, el ataque librado contra las mujeres justificaba la apropiación de su trabajo por parte de los hombres y la criminalización de su control sobre la reproducción. Siempre, el precio de la resistencia era el extermino. Ninguna de las tácticas desplegadas contra las mujeres europeas y los súbditos coloniales habría podido tener éxito si no hubieran estado apoyadas por una campaña de terror. En el caso de las mujeres europeas, la caza de brujas jugó el papel principal en la construcción de su nueva función social y en la degradación de su identidad social.
La definición de las mujeres como seres demoníacos y las prácticas atroces y humillantes a las que muchas de ellas fueron sometidas dejó marcas indelebles en su psique colectiva y en el sentido de sus posibilidades.
Desde todos los puntos de vista —social, económico, cultural, político— la caza de brujas fue un momento decisivo en la vida de las mujeres; fue el equivalente a la derrota histórica a la que alude Engels, en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (1884), como la causa del desmoronamiento del mundo matriarcal. Pues la caza de brujas destruyó todo un mundo de prácticas femeninas, relaciones colectivas y sistemas de conocimiento que habían sido la base del poder de las mujeres en la Europa precapitalista, así como la condición necesaria para su resistencia en la lucha contra el feudalismo.
A partir de esta derrota surgió un nuevo modelo de feminidad: la mujer y esposa ideal —casta, pasiva, obediente, ahorrativa, de pocas palabras y siempre ocupada con sus tareas. Este cambio comenzó a finales del siglo XVII, después de que las mujeres hubieran sido sometidas por más de dos siglos de terrorismo de Estado. Una vez que las mujeres fueron derrotadas, la imagen de la feminidad construida en la «transición» fue descartada como una herramienta innecesaria y una nueva, domesticada, ocupó su lugar. Mientras que en la época de la caza de brujas las mujeres habían sido retratadas como seres salvajes, mentalmente débiles, de apetitos inestables, rebeldes, insubordinadas, incapaces de controlarse a sí mismas, a finales del siglo XVIII el canon se había revertido. Las mujeres eran ahora retratadas como seres pasivos, asexuados, más obedientes y moralmente mejores que los hombres, capaces de ejercer una influencia positiva sobre ellos. No obstante, su irracionalidad podía ahora ser valorizada, como cayó en la cuenta el filósofo holandés Pierre Bayle en su Dictionaire historique et critique (1740) [Diccionario histórico y crítico], en el que elogió el poder del «instinto materno», sosteniendo que debía ser visto como un mecanismo providencial, que aseguraba, a pesar de las desventajas del parto y la crianza de niños, que las mujeres continuasen reproduciéndose.
La colonización, la globalización y las mujeres
Si la respuesta a la crisis de población en Europa fue la supeditación de las mujeres a la reproducción, en la América colonial, donde la colonización destruyó el 95 % por ciento de la población aborigen, la respuesta fue la trata de esclavos que proveyó a la clase dominante europea de una cantidad inmensa de mano de obra.
Ya en el siglo XVI, aproximadamente un millón de esclavos africanos y trabajadores indígenas estaban produciendo plusvalía para España en la América colonial, con una tasa de explotación mucho más alta que la de los trabajadores en Europa, contribuyendo fuertemente en algunos sectores de la economía europea que estaban desarrollándose en una dirección capitalista (Blaut, 1992a: 45-6). En 1600, solamente Brasil exportaba el doble de valor en azúcar que toda la lana que exportó Inglaterra en el mismo año (ibidem: 42). La tasa de acumulación era tan alta en las plantaciones de azúcar brasileñas que cada dos años duplicaban su capacidad. La plata y el oro jugaron también un papel fundamental en la solución de la crisis capitalista. El oro importado de Brasil reactivó el comercio y la industria en Europa (De Vries, 1976: 20). Se importaban más de 17.000 toneladas en 1640, que otorgaban a la clase capitalista una ventaja excepcional en cuanto al acceso a trabajadores, mercancías y tierra (Blaut, 1992a: 38-40). Pero la verdadera riqueza era el trabajo acumulado a partir de la trata de esclavos, que hizo posible un modo de producción que no pudo ser impuesto en Europa.
Es sabido que el sistema de plantaciones alimentó la Revolución Industrial. Tal y como sostuvo Eric Williams es difícil que un sólo ladrillo en Liverpool y Bristol haya sido colocado sin sangre africana (1944: 61-3). Pero el capitalismo no podría siquiera haber despegado sin la «anexión de América» y sin la «sangre y sudor» derramados durante dos siglos en las plantaciones en beneficio de Europa. Debemos subrayar esta cuestión en la medida en que nos ayuda a darnos cuenta de hasta qué punto la esclavitud ha sido fundamental para la historia del capitalismo y de por qué, periódica y sistemáticamente, cuando el capitalismo se ve amenazado por una gran crisis económica, la clase capitalista tiene que poner en marcha procesos de «acumulación primitiva», es decir, procesos de colonización y esclavitud a gran escala, como los que se presenciaron en este momento (Bales, 1999).
El sistema de plantaciones fue decisivo para el desarrollo capitalista no sólo por la inmensa cantidad de plustrabajo que se acumuló a partir de él, sino porque estableció un modelo de administración del trabajo, de producción orientada a la exportación, de integración económica y de división internacional del trabajo que desde entonces ha sido el paradigma de las relaciones de clase capitalistas.
Con esta inmensa concentración de trabajadores y una mano de obra cautiva, desarraigada de su tierra —que no podía confiar en el apoyo local—, la plantación prefiguró no sólo la fábrica sino también el posterior uso de la inmigración y la globalización dirigida a reducir los costes del trabajo. En particular, la plantación fue un paso clave en la formación de una división internacional del trabajo que —a través de la producción de «bienes de consumo»— integró el trabajo de los esclavos en la reproducción de la fuerza de trabajo europea, al tiempo que mantenía a los trabajadores esclavizados y asalariados, geográfica y socialmente separados.
La producción colonial de azúcar, té, tabaco, ron y algodón —las mercancías más importantes, junto con el pan, para la reproducción de fuerza de trabajo en Europa— no se desarrollaron a gran escala hasta después de 1650, después de que la esclavitud fuera institucionalizada y los salarios hubieran comenzado a aumentar (modestamente) (Rowling, 1987: 51, 76, 85). Debe mencionarse aquí, que, cuando finalmente despegó, se introdujeron dos mecanismos que reestructuraron de forma significativa la reproducción del trabajo a nivel internacional. Por una parte, se creó una línea de montaje global que redujo el coste de las mercancías necesarias para producir la fuerza de trabajo en Europa y que conectó a los trabajadores esclavizados y asalariados mediante modalidades que anticipan el uso que el capitalismo hace hoy en día de los trabajadores asiáticos, africanos y latinoamericanos como proveedores de productos «de consumo baratos» (abaratados también por los escuadrones de la muerte y la violencia militar) para los países capitalistas «avanzados».
Por otra parte, en las metrópolis el salario se transformó en el vehículo por medio del cual los bienes producidos por los trabajadores esclavizados iban a parar al mercado, esto es, en el vehículo por medio del cual los productos del trabajo esclavo adquirían valor. De esta manera, al igual que con el trabajo doméstico femenino, la integración del trabajo esclavizado en la producción y en la reproducción de la fuerza de trabajo metropolitana se consolidó progresivamente.
El salario se redefinió claramente como instrumento de acumulación, es decir, como medio para movilizar no sólo el trabajo de los trabajadores que se paga con éste, sino también el trabajo de una multitud de trabajadores que quedaba oculto debido a sus condiciones no salariales.
¿Sabían los trabajadores, en Europa, que estaban comprando productos que resultaban del trabajo esclavo y, en caso de que lo supieran, se oponían? Ésta es una pregunta que nos gustaría hacerles, pero que no puedo responder. Lo cierto es que la historia del té, el azúcar, el ron, el tabaco y el algodón es muy importante para el surgimiento del sistema fabril más allá de la contribución que estas mercancías hicieron en tanto materias primas o medios de intercambio en la trata de esclavos. Pues lo que viajaba con estas «exportaciones» no era sólo la sangre de los esclavos sino el germen de una nueva ciencia de la explotación y de una nueva división de la clase trabajadora, por la cual el trabajo asalariado, más que proveer una alternativa a la esclavitud, fue convertido en dependiente de la esclavitud en tanto mecanismo para ampliar la parte no pagada del día de trabajo asalariado (de la misma manera que el trabajo femenino no pagado).
Las vidas de los trabajadores esclavizados en América y las de los asalariados en Europa estaban tan estrechamente conectadas, que en las islas del Caribe —en donde a los esclavos se les daba parcelas de tierra («campos de aprovisionamiento») para que cultivaran para su consumo propio— la cantidad de tierra que les tocaba y la cantidad de tiempo que se les daba para cultivarla, variaban en proporción al precio del azúcar en el mercado mundial (Morrissey, 1989: 51-9), lo cual es perfectamente posible que haya estado determinado por la dinámica de los salarios de los trabajadores y su lucha por la reproducción.
Sin embargo, sería un error concluir que el ajuste del trabajo esclavo a la producción del proletariado asalariado europeo creó una comunidad de intereses entre los trabajadores europeos y los capitalistas de las metrópolis, supuestamente consolidada a partir de su deseo común de artículos importados baratos.
En realidad, al igual que la conquista, la trata de esclavos fue una desgracia para los trabajadores europeos. Como hemos visto, la esclavitud —al igual que la caza de brujas— fue un inmenso laboratorio para la experimentación con métodos de control del trabajo que luego fueron importados a Europa. La esclavitud influyó también en los salarios y en la situación legal de los trabajadores europeos; no puede ser una coincidencia que justo cuando terminó la esclavitud, los salarios en Europa aumentaran considerablemente y los trabajadores europeos lograran el derecho a organizarse.
También es difícil imaginar que los trabajadores en Europa sacaran provecho económico de la conquista de América, al menos en su fase inicial. Recordemos que la intensidad de la lucha antifeudal fue lo que instigó a la nobleza menor y a los comerciantes a buscar la expansión colonial y que los conquistadores salieron de las filas de los enemigos más odiados de la clase trabajadora europea. También es importante recordar que la conquista proveyó a las clases dominantes de la plata y el oro que usaron para pagar a los ejércitos mercenarios que derrotaron las revueltas urbanas y rurales y que, en los mismos años en que los araucanos, aztecas e incas eran sojuzgados, los trabajadores y trabajadoras en Europa eran expulsados de sus casas, marcados como animales y quemadas como brujas.
No debemos suponer, entonces, que el proletariado europeo fuera siempre cómplice del saqueo de América, aunque indudablemente hubo proletarios que de forma individual sí lo fueran. La nobleza esperaba tan poca cooperación de las «clases bajas» que, inicialmente, los españoles sólo permitían a unos pocos embarcarse. Sólo 8.000 españoles emigraron legalmente a América durante todo el siglo XVI, de los cuales el clero era el 17 % (Hamilton, 1965: 299; Williams, 1984: 38-40). Incluso más adelante, se prohibió el asentamiento en el extranjero de forma independiente por miedo a que pudieran colaborar con la población local.
Para la mayoría de los proletarios, durante los siglos XVII y XVIII el acceso al Nuevo Mundo se produjo a través de la servidumbre por deudas y «trayecto», castigo que las autoridades adoptaron en Inglaterra para sacarse de encima a los convictos, disidentes políticos y religiosos, y a una vasta población de vagabundos y mendigos producida por los cercamientos. Como Peter Linebaugh y Marcus Rediker señalan en The Many-Headed Hydra (2000) [La hidra de la revolución], el miedo de los colonizadores a la migración sin restricciones estaba bien fundado, dadas las condiciones de vida miserables que prevalecían en Europa y el atractivo que ejercían las noticias que circulaban sobre el Nuevo Mundo, y que lo mostraban como una tierra milagrosa en la que la gente vivía libre del trabajo duro y de la tiranía, de los amos y de la codicia, y donde no había lugar para «mío» y «tuyo», ya que todas las cosas se tenían en común (Linebaugh y Rediker, 2000; Brandon 1986: 6-7). La atracción que ejercía el Nuevo Mundo era tan fuerte que la visión de la nueva sociedad, que aparentemente ofrecía, influyó en el pensamiento político de la Ilustración, contribuyendo a la emergencia de un nuevo significado de la noción de «libertad» como ausencia de amo, una idea previamente desconocida para la teoría política europea (Brandon, 1986: 23-8). No sorprende, que algunos europeos cansados de «perderse» en este mundo utópico, como Linebaugh y Rediker afirman contundentemente, pudieran reconstruir la experiencia perdida de las tierras comunes (2000: 24). Algunos vivieron durante años con las tribus indígenas a pesar de las restricciones que soportaban quienes se establecían en las colonias americanas y el alto precio que pagaban los que eran atrapados, ya que quienes escapaban eran tratados como traidores y ejecutados. Éste fue el destino de algunos colonos ingleses en Virginia que cuando fueron atrapados, después de fugarse para vivir con los indígenas, fueron condenados por los concejales de la colonia a ser «quemados, quebrados en la rueda […] y colgados o fusilados» (Konindg, 1993; 61). «El terror creaba fronteras», comentan Linebaugh y Rediker (2000: 34). Sin embargo, todavía en 1699, los ingleses seguían teniendo dificultades para persuadir a que abandonaran su vida indígena a aquellos a quienes los indígenas habían cautivado.
Ni los argumentos, ni las súplicas, ni las lágrimas [como comentaba un contemporáneo] […] podían persuadir a muchos a abandonar a sus amigos indios. Por otro lado, los niños indígenas habían sido educados cuidadosamente entre los ingleses, vestidos y enseñados, y sin embargo no hubo ningún caso de alguno que se quedara con ellos, sino que regresaban a sus naciones (Koning, 1993: 60)
En cuanto a los proletarios europeos que huían hacia la servidumbre por deudas o llegaban al Nuevo Mundo para cumplir una sentencia penal, su suerte no fue muy diferente, al principio, de la de los esclavos africanos con quienes frecuentemente trabajaban codo a codo. La hostilidad hacia sus amos era igualmente intensa, hasta el punto que los dueños de las plantaciones los veían como un grupo peligroso y, en la segunda mitad del siglo XVII, comenzaron a limitar su uso, introduciendo una legislación destinada a separarlos de los africanos. No fue, sin embargo, hasta finales del siglo XVIII cuando las fronteras raciales fueron irrevocablemente trazadas (Moulier Boutang, 1998). Hasta entonces, la posibilidad de las alianzas entre blancos, negros y aborígenes, y el miedo a esa unidad en la imaginación de la clase dominante europea, tanto en su tierra como en las plantaciones, estaba constantemente presente. Shakespeare le dio voz en La Tempestad (1612), donde imaginó la conspiración organizada por Calibán, el rebelde nativo, hijo de una bruja, y por Trínculo y Stefano, los proletarios europeos que se hacen a la mar, sugiriendo la posibilidad de una alianza fatal entre los oprimidos y dando un contrapunto dramático con la mágica capacidad de Próspero para sanar la discordia entre los gobernantes.
En La Tempestad la conspiración termina ignominiosamente, con los proletarios europeos demostrando que no son nada más que ladronzuelos y borrachos y con Calibán suplicando perdón a su amo colonial. Así, cuando los rebeldes derrotados son traídos frente a Próspero y sus antiguos enemigos Sebastián y Antonio (ahora reconciliados con él), sienten el escarnio y la desunión y entran en contacto con conceptos como la propiedad:
sebastián. ¡Ja, ja! ¿Quiénes son éstos, Antonio? ¿Se compran con dinero? antonio. Seguramente. Uno de ellos es bien raro y, sin duda, muy vendible. próspero. Señores, ved la librea de estos hombres y decid si son honrados. Y este contrahecho tenía por madre a una bruja poderosa que dominaba la luna, causaba el flujo y el reflujo, y la excedía en poderío. Los tres me han robado, y este semidiablo, pues es bastardo, tramó con ellos quitarme la vida. A estos dos los conocéis, pues son vuestros; este ser de tiniebla es mío.
Shakespeare, La Tempestad, Acto V, Escena 1, líneas 265-276.
Sin embargo, fuera de escena esta amenaza continuaba. «Tanto en las Bermudas como en Barbados los sirvientes fueron descubiertos conspirando junto a los esclavos africanos, al mismo tiempo que miles de convictos eran embarcados hacia allá en la década de 1650 desde las Islas Británicas» (Rowling, 1987: 57). En Virginia el momento álgido de la alianza entre sirvientes negros y blancos fue la Rebelión de Bacon de 1675-1676, cuando los esclavos africanos y los siervos, por endeudamiento, se unieron para conspirar en contra de sus amos.
Es por esta razón que, a partir de la década de 1640, la acumulación de un proletariado esclavizado en las colonias del sur de Estados Unidos y del Caribe estuvo acompañada de la construcción de jerarquías raciales, frustrando la posibilidad de tales combinaciones. Se aprobaron leyes privando a los africanos de derechos civiles que ya se les habían otorgado, como la ciudadanía, el derecho a portar armas y el derecho a hacer declaraciones o buscar resarcimientos ante un tribunal por los daños que hubieran sufrido. El momento decisivo se dio cuando la esclavitud fue convertida en condición hereditaria y a los amos de esclavos se les dio el derecho de golpear y matar a sus esclavos. Además, los matrimonios entre «negros» y «blancos» fueron prohibidos. Más tarde, después de la Guerra de Independencia de Estados Unidos, la servidumbre blanca por deudas, considerada un vestigio del dominio inglés, fue eliminada. Como resultado, a finales del siglo XVIII, las colonias de América del Norte habían pasado de «una sociedad con esclavos a una sociedad esclavista» (Moulier Boutang, 1998: 189), a la vez que se debilitaba de forma severa la posibilidad de solidaridad entre africanos y blancos. «Blanco», en las colonias, se convirtió no sólo en un distintivo de privilegio social y económico que servía para designar a aquellos que hasta 1650 habían sido llamados «cristianos» y posteriormente «ingleses» u «hombres libres» (ibidem: 194), sino también en un atributo moral, un medio por el cual la hegemonía fue naturalizada. A diferencia de «negro o «africano», que se convirtieron en sinónimos de esclavo, hasta el punto de que la gente negra libre —que todavía tenía una considerable presencia en Norteamérica durante el siglo XVII—se vio forzada, más adelante, a demostrar que era libre.
Sexo, raza y clase en las colonias
¿Podría haber sido diferente el resultado de la conspiración de Calibán si sus protagonistas hubiesen sido mujeres? ¿Y si los rebeldes no hubieran sido Calibán sino Sycorax, su madre, la poderosa bruja argelina que Shakespeare oculta en el fondo de la obra, ni tampoco Trínculo y Stefano sino las hermanas de las brujas que, en los mismos años de la conquista, estaban siendo quemadas en la hoguera-Europa?
Esta es una pregunta retórica, pero sirve para cuestionar la naturaleza de la división sexual del trabajo en las colonias y de los lazos que podían establecerse allí entre las mujeres europeas, indígenas y africanas en virtud de una experiencia común de discriminación sexual.
En I, Tituba, Black Witch of Salem (1992) [Yo, Tituba, la Bruja Negra de Salem], Maryse Condé nos permite comprender bien el tipo de situación que podía producir semejante lazo, cuando describe como Tituba y su nueva ama —la joven esposa del puritano Samuel Parris— se apoyaron mutuamente en contra del odio criminal de su marido hacia las mujeres.
Un ejemplo aún más destacable proviene del Caribe, donde las mujeres inglesas de clase baja «transportadas» desde Gran Bretaña como convictas o siervas por deudas, se convirtieron en una parte significativa de las cuadrillas de trabajo bajo vigilancia en las haciendas azucareras. «Consideradas ineptas para el matrimonio por los hombres blancos acaudalados y descalificadas para el trabajo doméstico» por su insolencia y disposición revoltosa, «las mujeres blancas sin tierra eran relegadas al trabajo manual en las plantaciones, las obras públicas y el sector de servicios urbano. En este mundo se socializaban íntimamente con la comunidad esclava y con hombres negros esclavizados». Establecían hogares y tenían niños con ellos (Beckles, 1995: 131-32). También cooperaban y competían con las esclavas en la venta de productos cultivados o artículos robados.
Pero con la institucionalización de la esclavitud, que vino acompañada por una disminución de la carga laboral para los trabajadores blancos, la situación cambió drásticamente. Fuera cual fuera su origen social, las mujeres blancas fueron elevadas de categoría, esposadas dentro de las filas de la estructura de poder blanco. Y cuando les resultó posible ellas también se convirtieron en dueñas de esclavos, generalmente mujeres, empleadas para realizar el trabajo doméstico (ibidem).
Este proceso no fue, sin embargo, automático. Igual que en el caso del sexismo, el racismo tuvo que ser legislado e impuesto. Entre las prohibiciones más reveladoras debemos contar, una vez más, que el matrimonio y las relaciones sexuales entre negros fueron prohibidos. A las mujeres blancas que se casaban con esclavos negros se las condenaba y a los niños que resultaban de esos matrimonios se los esclavizaba de por vida. Estas leyes, aprobadas en Maryland y en Virgina en la década de 1660, son prueba de la creación desde arriba de una sociedad segregada y racista, y que las relaciones íntimas entre «negros» y «blancos» debían ser, efectivamente, muy comunes si para acabar con ellas se estimó necesario recurrir a la esclavitud de por vida.
Como si siguieran el libreto establecido por la caza de brujas, las nuevas leyes demonizaban la relación entre mujeres blancas y hombres negros. Cuando fueron aprobadas en la década de 1660, la caza de brujas en Europa estaba llegando a su fin, pero en las colonias inglesas que luego se convertirían en Estados Unidos, todos los tabúes que rodeaban a las brujas y los demonios negros estaban siendo revividos, esta vez a expensas de los hombres negros.
«Divide y vencerás» también se convirtió en política oficial en las colonias españolas, después de un periodo en el que la inferioridad numérica de los colonos recomendaba una actitud más liberal hacia las relaciones ínter-étnicas y las alianzas con los jefes locales a través del matrimonio. No obstante, en la década de 1540, en la medida en que el crecimiento de la cantidad de mestizos debilitaba el privilegio colonial, la «raza» fue instaurada como un factor clave en la transmisión de propiedad y se puso en funcionamiento una jerarquía racial para separar a indígenas, mestizos y mulatos y la propia población blanca (Nash, 1980). Las prohibiciones en relación al matrimonio y la sexualidad femenina sirvieron también aquí para imponer la exclusión social. Pero en la América hispana, la segregación por razas fue sólo parcialmente exitosa, debido a la migración, la disminución de la población, las rebeliones indígenas y la formación de un proletariado urbano blanco sin perspectivas de mejora económica y, por lo tanto, propenso a identificarse con los mestizos y mulatos más que con los blancos de clase alta. Por eso, mientras que en las sociedades basadas en el régimen de plantación del Caribe, las diferencias entre europeos y africanos aumentaron con el tiempo, en las colonias sudamericanas se hizo posible una
Una esclava en el momento de ser marcada. La marca de mujeres por el Demonio había figurado de forma prominente en los juicios por brujería en Europa, en tanto signo de dominación total. Pero en realidad, los verdaderos demonios eran los traficantes de esclavos blancos y los dueños de las plantaciones que — como los hombres en esta imagen— no dudaban en tratar como ganado a las mujeres que esclavizaban.
cierta «recomposición», especialmente entre las mujeres de clase baja europeas, mestizas y africanas quienes, además de su precaria posición económica, compartían las desventajas derivadas del doble discurso incorporado en la ley, que las hacía vulnerables al abuso masculino.
Pueden encontrarse signos de esta «recomposición» en los archivos de la Inquisición sobre las investigaciones que llevó a cabo para erradicar las creencias mágicas y heréticas en México durante el siglo XVIII (Behar, 1987: 34-51). La tarea era imposible y pronto la propia Inquisición perdió interés en el proyecto, convencida a estas alturas de que la magia popular no era una amenaza para el orden político. Los testimonios que recogió revelan, sin embargo, la existencia de múltiples intercambios entre mujeres en temas relacionados con curas mágicas y remedios para el amor, creando con el tiempo una nueva realidad cultural extraída del encuentro entre tradiciones africanas, europeas e indígenas. Como escribe Ruth Behar (ibidem):
Las mujeres indias daban colibríes a las curanderas españolas para que los usaran para la atracción sexual, las mulatas enseñaron a las mestizas a domesticar a sus maridos, una hechicera loba le contó sobre el Demonio a una coyota. Este sistema «popular» de creencias era paralelo al sistema de creencias de la Iglesia y se propagó tan rápidamente como el cristianismo por el Nuevo Mundo, de tal manera que después de un tiempo se hizo imposible distinguir en el mismo qué era «indio» y qué era «español» o «africano».
Asimiladas ante los ojos de la Inquisición como gente «carente de razón», este mundo femenino multicolor que describe Ruth Behar es un ejemplo contundente de las alianzas que, más allá de las fronteras coloniales y de colores, las mujeres podían construir en virtud de su experiencia común y de su interés en compartir los conocimientos y prácticas tradicionales que estaban a su alcance para controlar su reproducción y combatir la discriminación sexual.
Como la discriminación establecida a partir de la «raza», la discriminación sexual era más que un bagaje cultural que los colonizadores llevaron desde Europa con sus picas y caballos. Se trataba nada menos que de la destrucción de la vida comunal, una estrategia dictada por un interés económico específico y por la necesidad de crear las condiciones para una economía capitalista, como tal siempre ajustada a la tarea del momento.
En México y Perú, donde la disminución de la población aconsejaba incentivar el trabajo doméstico femenino, las autoridades españolas introdujeron una nueva jerarquía sexual que privó a las mujeres indígenas de su autonomía y le otorgó a sus parientes de sexo masculino más poder sobre ellas. Bajo las nuevas leyes, las mujeres casadas se convirtieron en propiedad de los hombres y fueron forzadas (contra la costumbre tradicional) a seguir a sus maridos a casa. Se creó un sistema de compadrazgo que limitaba aún más sus derechos, poniendo en manos masculinas la autoridad sobre los niños. Además, para asegurarse que las mujeres indígenas cuidaran a los trabajadores reclutados para hacer el trabajo de la mita en las minas, las autoridades españolas legislaron que nadie podía separar al marido de la mujer, lo que significaba que las mujeres serían forzadas a seguir a sus maridos les gustara o no, incluso a zonas que se sabía eran lugares mortíferos, debido a la polución creada por la minería (Cook Noble, 1981: 205-06).
La intervención de los jesuitas franceses en el disciplinamiento y la instrucción de los Montagnais-Naskapi, en Canadá durante el siglo XVII, nos da un ejemplo revelador de cómo se implantaban las diferencias de género. Esta historia fue contada por la difunta antropóloga Eleanor Leacock en sus Myths of Male Dominance (1981) [Mitos de la dominación masculina], en el que examina el diario de uno de sus protagonistas. Éste era el padre Paul Le Jeune, un misionero jesuita que, haciendo algo típicamente colonial, se había incorporado a un puesto comercial francés en un lugar alejado, con el propósito de cristianizar a los indios y transformarlos en ciudadanos de la «Nueva Francia». Los Montagnais-Naskapi eran una nación indígena nómada que había vivido en gran armonía, cazando y pescando en la zona oriental de la Península del Labrador. Pero para la época en que llegó Le Jeune, la comunidad estaba siendo debilitada por la presencia de europeos y la difusión del comercio de pieles, de tal manera que a los hombres, dispuestos a establecer una alianza comercial con ellos, les parecía bien dejar que los franceses determinaran de qué manera debían ser gobernados (Leacock, 1981: 39 y sig.).
Como sucedió con frecuencia cuando los europeos entraron en contacto con las poblaciones indígenas americanas, los franceses estaban impresionados por la generosidad de los Montagnais-Naskapi, su sentido de cooperación y su indiferencia al estatus, pero se escandalizaron por su «falta de moralidad». Observaron que los Naskapi carecían de concepciones como la propiedad privada, la autoridad, la superioridad masculina e incluso que rehusaban castigar a sus hijos (Leacock, 1981: 34-8). Los jesuitas decidieron cambiar todo eso, proponiéndose enseñar a los indios los elementos básicos de la civilización, convencidos de que era necesario convertirles en socios comerciales de confianza. Con esta intención, primero les enseñaron que «el hombre es el amo», que «en Francia las mujeres no mandan a sus maridos» y que buscar romances de noche, divorciarse cuando cualquiera de los miembros de la pareja lo deseara y la libertad sexual para ambos, antes o después del matrimonio, tenía que prohibirse. Esta es una conversación que Le Jeune tuvo, sobre estas cuestiones, con un hombre Naskapi:
Le dije que no era honorable para una mujer amar a cualquiera que no fuera su marido, y porque este mal estaba entre ellos, el mismo no estaba seguro de que su hijo, que estaba presente, fuera su hijo. El contestó: «Usted no tiene juicio. Ustedes los franceses aman sólo a sus hijos; pero nosotros amamos a todos los hijos de nuestra tribu». Comencé a reírme viendo que él filosofaba como los caballos y las mulas. (ibidem, 50)
Apoyados por el gobernador de Nueva Francia, los jesuitas lograron convencer a los naskapi de que ellos propusieran algunos jefes y llamaran al orden a «sus» mujeres. Como era costumbre, una de las armas que usaron fue insinuar que las mujeres demasiado independientes, que no obedecían a sus maridos, eran criaturas del Demonio. Cuando, disgustadas por los intentos de someterlas por parte de los hombres, las mujeres naskapi huyeron, los jesuitas persuadieron a los hombres de no correr tras ellas y los amenazaron con la prisión:
Actos de justicia como estos —comentó orgulloso Le Jeune en una ocasión— no causan sorpresa en Francia, porque es común allá que la gente actúe de esa manera. Pero entre esta gente […] donde cualquiera se considera de nacimiento tan libre como los animales salvajes que merodean en sus vastos bosques […] es una maravilla, o tal vez un milagro, ver obedecer una orden perentoria o que se realice un acto de severidad o de justicia. (ibidem, 54)
La mayor victoria de los jesuitas fue, sin embargo, la de persuadir a los Naskapi de que golpearan a sus hijos, creyendo que el excesivo cariño de los «salvajes» por sus hijos era el principal obstáculo para su cristianización. El diario de Le Jeune registra la primera ocasión en la que una niña fue golpeada públicamente, mientras que uno de sus parientes le daba un espeluznante sermón a los presentes sobre el significado histórico del acontecimiento: «Este es el primer castigo a golpes (dijo él) que infligimos a alguien de nuestro pueblo […]» (ibidem: 54-5).
Los hombres Montagnais-Naskapi recibieron instrucción sobre supremacía masculina por el hecho de que los franceses querían inculcarles el «instinto» de la propiedad privada, para inducirlos a que se convirtieran en socios fiables en el comercio de pieles. Muy diferente era la situación en las plantaciones, donde la división sexual del trabajo era inmediatamente dictada por las demandas de fuerza de trabajo de los hacendados y por el precio de las mercancías producidas por los esclavos en el mercado internacional.
Hasta la abolición del tráfico de esclavos, como han documentado Barbara Bush y Marietta Morrisey, tanto las mujeres como los hombres eran sometidos al mismo grado de explotación; los hacendados encontraban más lucrativo hacer trabajar y «consumir» a los trabajadores hasta la muerte que estimular su reproducción. Ni la división sexual del trabajo ni las jerarquías sexuales fueron entonces pronunciadas. Los hombres africanos no podían decidir nada sobre el destino de sus compañeras y familiares; en cuanto a las mujeres, lejos de darles consideración especial, se esperaba de ellas que trabajaran en los campos igual que los hombres, especialmente cuando la demanda de azúcar y tabaco era alta, y estaban sujetas a los mismos castigos crueles, incluso estando embarazadas (Bush, 1990: 42-4).
Irónicamente, entonces, parecería que en la esclavitud las mujeres «lograron» una dura igualdad con los hombres de su clase (Momsen, 1993). Pero nunca fueron tratadas de igual manera. A las mujeres se les daba menos comida; a diferencia de los hombres, eran vulnerables a los ataques sexuales de sus amos; y se les infligía un castigo más cruel, ya que además de la agonía física tenían que soportar la humillación sexual que siempre les acompañaba y el daño a los fetos que llevaban dentro cuando estaban embarazadas.
Una nueva página se abrió, por otra parte, después de 1807, cuando se abolió el comercio de esclavos y los hacendados del Caribe y de Estados Unidos adoptaron una política de «cría de esclavos». Como señala Hilary Beckles en relación a la isla de Barbados, los propietarios de plantaciones trataron de controlar los hábitos reproductivos de las esclavas desde el siglo XVII, alentándoles a que «tuvieran más o menos hijos en un determinado lapso de tiempo», dependiendo de cuánto trabajo se necesitaba en el campo. Pero la regulación de las relaciones sexuales y los hábitos reproductivos de las mujeres no se hizo más sistemática e intensa hasta que disminuyó el suministro de esclavos africanos (Beckles, 1989: 92).
En Europa, el forzamiento a las mujeres a procrear había llevado a la imposición de la pena de muerte por el uso de anticonceptivos. En las plantaciones, donde los esclavos se estaban convirtiendo en una mercancía valiosa, el cambio hacia una política de cría hizo a las mujeres más vulnerables a los ataques sexuales, aunque condujo a ciertas «mejoras» en las condiciones de trabajo de las mismas: se redujeron las horas de trabajo, se construyeron casas de parto, se proveyeron comadronas para que asistieran en el parto, se expandieron los derechos sociales (por ejemplo, de viaje y de reunión) (Beckles, 1989: 99-100; Bush, 1990: 135). Pero estos cambios no podían reducir los daños infligidos a las mujeres por el trabajo en los campos, ni la amargura que experimentaban por su falta de libertad. Con excepción de Barbados, el intento de los hacendados de expandir la fuerza de trabajo por medio de la «reproducción natural» fracasó y las tasas de natalidad en las plantaciones continuaron siendo «anormalmente bajas» (Bush, 136-37; Beckles, 1989, ibidem). Todavía se debate si este fenómeno fue consecuencia de una categórica resistencia a la perpetuación de la esclavitud o una consecuencia del debilitamiento físico producido por las duras condiciones a las que estaban sometidas las mujeres esclavizadas (Bush, 1990: 143 y sg.). Pero como señala Bush hay buenas razones para creer que la principal razón del fracaso se debió al rechazo de las mujeres, pues tan pronto como la esclavitud fue erradicada, incluso cuando sus condiciones económicas se deterioraron en cierta forma, las comunidades de esclavos libres comenzaron a crecer (Bush, 1990).
El rechazo de las mujeres a la victimización también reconfiguró la división sexual del trabajo, como ocurrió en las islas del Caribe en donde las mujeres esclavizadas se convirtieron en semi-liberadas vendedoras de productos que ellas cultivaban en los «campos de aprovisionamiento» (llamados polink en Jamaica), entregados por los hacendados a los esclavos para que pudieran mantenerse. Los hacendados adoptaron esta medida para ahorrarse el coste de reproducción de la mano de obra. Pero el acceso a los «campos de aprovisionamiento» resultó también ser ventajoso para los esclavos; les dio mayor movilidad y la posibilidad de usar el tiempo destinado a su cultivo para otras actividades. El hecho de poder producir pequeños cultivos que podían ser consumidos o vendidos dio impulso a su independencia. Las más empeñadas en el éxito de los campos de aprovisionamiento fueron, no obstante, las mujeres que comerciaban con la cosecha, reproduciendo y reapropiándose —dentro del sistema de plantaciones— de las principales ocupaciones que realizaban en África. Una consecuencia de esto fue que, a mediados del siglo XVIII, las mujeres esclavas en el Caribe habían forjado para sí un lugar en la economía de las plantaciones, contribuyendo a la expansión, e incluso a la creación, del mercado de alimentos de la isla. Hicieron esto como productoras de mucha de la comida que consumían los esclavos y la población blanca, y como vendedoras ambulantes en los puestos de los mercados; el alimento de su cosecha se complementaba con productos tomados del negocio del amo, intercambiados con otros esclavos o entregados por sus amos a ellas mismas para la venta.
Fue a partir de esta capacidad, como las esclavas también entraron en contacto con las proletarias blancas, que muchas veces habían sido esclavas por deudas, aun después de que estas últimas hubiesen dejado de trabajar en cuadrillas bajo vigilancia y se hubieran emancipado. Por momentos su relación podía ser hostil: las proletarias europeas, que también sobrevivían fundamentalmente del cultivo y la venta de su cosecha, robaban a veces los productos que las esclavas llevaban al mercado o bien intentaban impedir su venta. Pero ambos grupos de mujeres colaboraban también en la construcción de una vasta red de relaciones de compra y venta que evadía las leyes creadas por las autoridades coloniales, cuya preocupación periódica era que estas actividades pudieran poner a las esclavas fuera de su control.
A pesar de la legislación introducida para evitar que vendieran o que limitaba los lugares en que podían hacerlo, las esclavas continuaron ampliando sus actividades en el mercado y cultivando sus parcelas de aprovisionamiento, que llegaron a considerar como propias, de tal manera que, a fines del siglo XVIII, estaban formando un protocampesinado que prácticamente tenía el monopolio en los mercados de las islas. De acuerdo con algunos historiadores, una consecuencia de esto fue que, antes de la emancipación, la esclavitud en el Caribe prácticamente había terminado. Las esclavas —aunque parezca increíble— fueron una fuerza fundamental en este proceso, ya que, a pesar de los intentos de las autoridades de limitar su poder, dieron forma, con su determinación, al desarrollo de la comunidad esclava y de las economías de las islas.
Las esclavas del Caribe también tuvieron un impacto decisivo en la cultura de la población blanca, especialmente en la de las mujeres blancas, a través de sus actividades como curanderas, videntes, expertas en prácticas mágicas y la «dominación» que ejercían sobre las cocinas y dormitorios de sus amos (Bush, 1990).
Como cabía esperar, eran vistas como el corazón de la comunidad esclava. Los visitantes estaban impresionados por sus cantos, sus pañuelos en la cabeza, sus vestidos y su manera extravagante de hablar que según se entiende ahora eran los medios con que contaban para satirizar a sus amos. Las mujeres africanas y criollas influyeron en las costumbres de las mujeres blancas pobres, quienes, según la descripción de un contemporáneo, se comportaban como africanas, caminando con sus hijos amarrados sobre sus caderas, mientras hacían equilibrio con bandejas de productos sobre sus cabezas (Beckles, 1989: 81). Pero su principal logro fue el desarrollo de una política de autosuficiencia, que tenía como base las estrategias de supervivencia y las redes de mujeres. Estas prácticas y los valores que las acompañaban, que Rosalyn Terborg Penn (1995: 3-7) ha identificado como los principios fundamentales del feminismo africano contemporáneo, redefinieron la comunidad africana de la diáspora. No sólo crearon las bases de una nueva identidad femenina africana, sino también las bases para una nueva sociedad comprometida —contra el intento capitalista de imponer la escasez y la dependencia como condiciones estructurales de vida— en la reapropiación y la concentración en manos femeninas de los medios fundamentales de subsistencia, comenzando por la tierra, la producción de comida y la transmisión ínter-generacional de conocimiento y cooperación.
El capitalismo y la división sexual del trabajo
Como se ha visto en esta breve historia de las mujeres y la acumulación primitiva, la construcción de un nuevo orden patriarcal, que hacía que las mujeres fueran sirvientas de la fuerza de trabajo masculina, fue de fundamental importancia para el desarrollo del capitalismo.
Sobre esta base pudo imponerse una nueva división sexual del trabajo que diferenció no sólo las tareas que las mujeres y los hombres debían realizar, sino sus experiencias, sus vidas, su relación con el capital y con otros sectores de la clase trabajadora. De este modo, al igual que la división internacional del trabajo, la división sexual del trabajo fue, sobre todo, una relación de poder, una división dentro de la fuerza de trabajo, al mismo tiempo que un inmenso impulso a la acumulación capitalista.
Debe ponerse el acento en este punto, dada la tendencia a atribuir el salto que el capitalismo introdujo en la productividad del trabajo exclusivamente en la especialización de las tareas laborales. En realidad, las ventajas que extrajo la clase capitalista de la diferenciación entre trabajo agrícola e industrial y dentro del trabajo industrial —celebrada en la oda de Adam Smith a la fabricación de alfileres— palidecen en comparación con las que extrajo de la degradación del trabajo y de la posición social de las mujeres.
Como he sostenido, la diferencia de poder entre mujeres y hombres y el ocultamiento del trabajo no pagado de las mujeres tras la pantalla de la inferioridad natural, ha permitido al capitalismo ampliar inmensamente «la parte no pagada del día de trabajo», y usar el salario (masculino) para acumular trabajo femenino. En muchos casos, han servido también para desviar el antagonismo de clase hacia un antagonismo entre hombres y mujeres. De este modo, la acumulación primitiva ha sido sobre todo una acumulación de diferencias, desigualdades, jerarquías y divisiones que ha separado a los trabajadores entre sí e incluso de ellos mismos.
Como hemos visto, los trabajadores varones han sido frecuentemente cómplices de este proceso, ya que han tratado de mantener su poder con respecto al capital por medio de la devaluación y el disciplinamiento de las mujeres, los niños y las poblaciones colonizadas por la clase capitalista. Pero el poder que los hombres han impuesto sobre las mujeres en virtud de su acceso al trabajo asalariado y su contribución reconocida a la acumulación capitalista ha sido pagado al precio de la autoalienación y de la «desacumulación primitiva» de sus poderes individuales y colectivos.
En los próximos capítulos trato de avanzar en el examen de este proceso de desacumulación a partir de la discusión de tres aspectos clave de la transición del feudalismo al capitalismo: la constitución del cuerpo proletario en una máquina de trabajo, la persecución de las mujeres como brujas y la creación de los «salvajes» y los «caníbales», tanto en Europa como en el Nuevo Mundo.