Prólogo de Verónica Gago y Raquel Gutiérrez:
La guerra toma nuevas formas, asume ropajes desconocidos. Y no es casual la metáfora textil: su principal bastidor en estos tiempos es el cuerpo femenino. Texto y territorio de una violencia que se escribe privilegiadamente en el cuerpo de las mujeres. Cuerpos frágiles, ya no guerreros, a partir de los cuales se amenaza al colectivo en su conjunto. Esta primer tesis de este libro de Rita Segato que vincula desde su título a la guerra y al cuerpo de las mujeres es un punto que nos resulta fundamental y desde el cual dialogamos, en resonancia concreta con una preocupación política que compartimos: los modos de desposesión, agresión y captura de lo femenino y de lo popular comunitario como horizontes de una resistencia y de unos modos de hacer, pensar y sentir que abren posibles frente al despojo sistemático.
las nuevas formas de la guerra y el cuerpo de las mujeres
rita laura segato
Segato, Laura Rita
Las nuevas formas de la guerra y el cuerpo de las mujeres 1a. edición Puebla: Pez en el árbol, 2014. 120 p. ; 17×10 cm.
1. Sociología. 2. Antropología. CDD 306
1a. edición: La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez. Territorio, soberanía y crímenes de segundo estado, Universidad del Claustro de Sor Juana, México D.F., 2006.
2013, de la edición, Tinta Limón
Interiores: Roberto Ramírez Alcántara
Revisión para esta edición: Itandehui Reyes Díaz, Nallely
Guadalupe Tello Méndez, Raquel Gutiérrez Aguilar, Úrsula Hortensia Hernández Rodríguez
Cubierta: Pez en el árbol sobre diseño original de Sofia Durrieu
Atribución-No Comercial-Sin Obras Derivadas 4.0 http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/4.0/
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Índice
Prólogo | 5
Las nuevas formas de la guerra y el cuerpo de las mujeres | 15
La nueva elocuencia del poder
Una conversación con Rita Segato | 77
prólogo
Verónica Gago
Raquel Gutiérrez
Hay una novedad, incluso en su repetición. La guerra toma nuevas formas, asume ropajes desconocidos. Y no es casual la metáfora textil: su principal bastidor en estos tiempos es el cuerpo femenino. Texto y territorio de una violencia que se escribe privilegiadamente en el cuerpo de las mujeres. Cuerpos frágiles, ya no guerreros, a partir de los cuales se amenaza al colectivo en su conjunto. Esta primer tesis de este libro de Rita Segato que vincula desde su título a la guerra y al cuerpo de las mujeres es un punto que nos resulta fundamental y desde el cual dialogamos, en resonancia concreta con una preocupación política que compartimos: los modos de desposesión, agresión y captura de lo femenino y de lo popular comunitario como horizontes de una resistencia y de unos modos de hacer, pensar y sentir que abren posibles frente al despojo sistemático.
En México en particular y en América Latina en general se desparraman, de forma muchas veces opaca e incomprensible aunque siempre cruel, caóticos enfrentamientos armados, asesinatos selectivos y en masa, desapariciones y agresiones generalizadas contra una población que aparentemente sufre y muere aleatoriamente; como si un azaroso furor de muerte se expandiera sin ton ni son. Los datos de asesinados en incomprensibles balaceras y de desaparecidoslevantados por todo tipo de bandas armadas se expanden y se acumulan, exhibiendo que habitamos un espacio-tiempo de guerra.
Pero es, y eso nos lo precisa con gran fuerza este libro, una guerra de nuevo tipo. Si eludimos elaborar a fondo esa novedad no alcanzamos a nombrar lo que ocurre de manera certera, lo cual conspira contra nuestra propia posibilidad de comprenderlo. En este sentido, esa dificultad de comprensión, creemos, debe analizarse como un elemento estratégico de la novedad: como una verdadera dimensión contrainsurgente. Por eso, también nos compromete en un esfuerzo por mapear estos nuevos conflictos, nos empuja a ser minuciosos en su investigación y al mismo tiempo inscribirlos en dispositivos de desposesión regionales que exigen prácticas de defensa y resistencia.
Es el contrapunto entre esta opacidad de los conflictos (quién se enfrenta con quién, por qué razones, dónde empieza y dónde termina un conflicto, etc.) lo que contrasta y al mismo tiempo refuerza la otra tesis de Segato que señala a estos nuevos conflictos como vehículos de una violencia expresiva: una violencia que habla, que transmite un mensaje de impunidad y que en su modo truculento expresa ese poder de dominio y captura sobre cuerpos y territorios (de territorios entendidos como cuerpos y de cuerpos conquistados como territorios: revelando su contigüidad cognitiva como dice Segato).
Violencia expresiva y pedagogía de la crueldad, dice Segato para distinguir nuestra época de la mucha más clásica y conocida “violencia instrumental”; y en esta violencia expresiva, las mujeres, insistimos, funcionan como lienzo, como bastidor y como territorio para establecer los términos de la contienda.
En este nuevo escenario, las formas más explícitas de esta confrontación militar generalizada aunque difusa se trenzan con otros aspectos violentos de la vida social contemporánea: la proliferación de pandillas en los barrios de las ciudades, el incremento desbordado de los crímenes de fuero común, el desarrollo de diversos conflictos sociales de maneras cada vez más agresivas y crueles, la presencia notable y ostentosa de toda clase de corporaciones policiales cuya exhibición de fuerza no aumenta sino que reduce drásticamente las condiciones de seguridad entre la población, etc. Estas características definen el conflicto como informal para Segato: ya no es sólo el conflicto entre estados sino entre corporaciones armadas que se entretejen e hibridan con partes del estado y con fuerzas paraestatales. La pluralización de los actores en juego implica también una fuerte trama de economías que reclutan y viven de estos conflictos, creciendo de modo decisivo como oportunidad económica para muchas personas, jóvenes y no tan jóvenes, despojadas de otras posibilidades de resolución de la vida. De allí también la velocidad y la expansividad de estas economías implicadas en las nuevas formas de la guerra.
En medio de este siniestro paisaje social, la narrativa oficial de la guerra contra el “crimen organizado”, contra el “narcotráfico” —o contra cualquier otro término que ocupe provisionalmente el lugar del objeto directo de la violencia desatada y sin límite— no alcanza ni para orientarnos significativamente en lo que pasa ni para organizar la experiencia de lo que nos ocurre en tanto sociedad. Pero sí para evidenciar una estrategia discursiva desde arriba que ofrece una lectura reductiva pero con capacidad de extenderse como argumento criminalizador para otro tipo de conflictos y resistencias.
Así, mientras estamos cada vez más ocupados —es decir, despojados y carentes de tiempo— en múltiples actividades orientadas a asegurar, en condiciones crecientemente precarias, las posibilidades de nuestra propia reproducción material y simbólica; las condiciones de violencia se multiplican, se expanden e intensifican. De ahí la importancia y relevancia del estudio de Segato sobre las nuevas formas de la guerra que ahora presentamos para su edición en México, como un llamado de emergencia frente a conflictos que no son los antagonismos que sabemos reconocer.
La informalidad de estas nuevas formas de guerra, argumenta Segato, “se despliegan hoy en un espacio intersticial” que es para-estatal porque combina fuerzas estatales y para-estatales. Dentro de esta esfera de para-estatalidad, “la violencia contra las mujeres ha dejado de ser un efecto colateral de la guerra y se ha transformado en un objetivo estratégico de este nuevo escenario bélico”. Estos breves enunciados, con los que Segato comienza su exposición, fijan los cimientos de una manera fértil de nombrar para comprender. En primer lugar, “nuevas formas de guerra”, es decir, convocatoria a asumir la novedad de lo que estamos viviendo para dejar de pensarlo como mera deformación o degradación de las antiguas formas de la guerra —entre estados, entre enemigos claramente distinguibles que se comportan de acuerdo a ciertas reglas explícitas lo cual aporta previsibilidad a la propia confrontación. Abrirnos, por tanto, a pensar en serio la mutación de las formas de lo bélico que ha acontecido aceleradamente en la última década y media. Lo cual nos permite enlazarlo, además, con un hecho de importancia no menor: las nuevas formas de la guerra han brotado como plaga a lo largo y ancho del continente justamente después de álgidos años de luchas, de movilizaciones y esfuerzos por establecer límites a las formas más depredadoras de expoliación capitalista de la vida, de la riqueza social y de los bienes comunes (desde el alzamiento zapatista a las revueltas en Bolivia, pasando por las organizaciones populares que conmovieron Brasil y Argentina o las movilizaciones en Ecuador y Colombia, por nombrar sólo algunas de las experiencias que pusieron en discusión de modos diversos de construir poder territorial y de conjugar la fórmula del mandar obedeciendo).
Sea por la vía de la más sórdida represión — como en México, en Colombia o en Guatemala— o mediante el camino del obnubilamiento estatal que se presenta como realización realista frente a los horizontes de transformación social más radicales —como en Argentina, en Bolivia y en Ecuador— la violencia se ha generalizado y se presenta como caos, como obscuridad, como negación y asfixia de cualquier posibilidad de solución colectiva y autónoma de las necesidades más apremiantes que brotan desde las tramas asociativas y comunitarias, con toda la complejidad y ambivalencia que ellas mismas soportan, sobre todo en las zonas conurbadas a las grandes ciudades. Desde esta secuencia, podemos decir que esta nueva conflictividad informal es una inversión (contra-revolucionaria) o una metamorfosis perversa de las premisas de transformación que el ciclo reciente de luchas puso en movimiento.
Finalmente, se trata de conectar tal “transformación sustantiva de la guerra” –que no sería casual y, más bien, para sus administradores, el propósito de la guerra no es de ninguna manera la paz sino su continuación a mediano o largo plazo– con un modo de relanzamiento del mando del capital. Si, como dice Segato, la mutación bélica estaría ligada a la informalidad y a la para-estatalidad; ello exhibe que lo que aparentemente no cabe en las formas contemporáneas de acumulación de capital y de ejercicio del gobierno, por el contrario las nutre y alimenta y, aún más, esa informalidad armada se vuelve su factor más dinámico.
Mientras más se insiste en la “vigencia del estado de derecho”, en la “observancia de la ley” o en la “consolidación institucional” del andamiaje burocrático para la administración de la población; más confusa e incomprensible se vuelve la forma mutada de lo bélico, pues menos explica esta proliferación informe de violencia y tramas de tercerización de su ejercicio. En contraste, si de entrada enumeramos y distinguimos las variopintas clases de bandas armadas existentes —formales e informales, estatales, paraestatales y no estatales— asumiendo este extremo como punto de partida para buscar alguna lógica interna a lo que ocurre; es probable que iluminemos ámbitos anteriormente ocultos y que posibilitemos conexiones —siniestras— que otro tipo de malla analítica directamente esconde o evita.
Creemos que se amplía nuestra posibilidad de comprensión de lo que ocurre —lo cual es siempre el punto de partida para su crítica práctica— si asumimos que pese a que la violencia contra las mujeres ha sido un evento histórico y sistemático en las diversas formas de la guerra, actualmente esta clase de violencia cada vez más brutal y despiadada, se ha transformado en un “objetivo estratégico” del nuevo escenario bélico que innova por el lado de la crueldad, de las economías en juego (privatización e informalización de la guerra) y de las técnicas de control y despojo territorial.
Si Rita Segato tiene razón cuando sugiere que “casi podría decirse que el plan es que —las nuevas formas de violencia— se transformen, en muchas regiones del mundo, en una forma de existencia”, comprender los términos del despliegue de la forma bélica mutada es una tarea de primer orden porque están en disputa justamente modos de vida. Hay muchos elementos que indican que Segato puede estar en lo cierto y eso a la vez que abruma también nos exige. Por eso es doblemente satisfactorio para nosotras presentar este texto que, además, se produce de forma cooperativa entre Tinta Limón (Argentina) y Pez en el Árbol (México).
Buenos Aires-Puebla, julio/agosto de 2014
Nota a esta edición:
En 2013 Tinta Limón publicó La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez, escrito por Rita Segato como producto de una investigación realizada en esa extrema frontera del norte de México; acompañando el ensayo con una entrevista realizada por el Instituto de Investigación y Experimentación Política (IIEP) de Buenos Aires, por entonces de reciente creación. Cuando nos propusimos editar el trabajo de Segato en México, ella amablemente ofreció un nuevo ensayo, más amplio, que recoge los argumentos vertidos en el anterior y los profundiza y ajusta. Es de ahí que surge esta publicación: de la disposición de la autora y de Tinta Limón a aportar su trabajo para que estas ideas puedan ser difundidas y discutidas en México, que parece ser, por lo pronto, el sitio de desarrollo por excelencia de estas nuevas formas de guerra. Pez en el Árbol agradece profundamente este gesto compañero para con nosotros, con todos nosotros. Por otro lado, decidimos incluir la entrevista realizada por el IIEP en tanto las preguntas que ellos presentan resuenan con las que nosotros mismos, acá, una y otra vez nos hacemos cuando “la rapiña que se desata sobre lo femenino [y sobre lo popularcomunitario. Nota de los editores] se manifiesta tanto en formas de destrucción corporal sin precedentes como en las formas de trata y comercialización de lo que estos cuerpos puedan ofrecer, hasta el último límite”.
Para establecer límites a la violencia desbocada entender lo que pasa es, para decirlo rápido y sin retórica, una cuestión de vida o muerte. Este es nuestro pequeño aporte para optar por la vida y su defensa.
las nuevas formas de la guerra y el cuerpo de las mujeres
Rita Laura Segato
Introducción
Las nuevas formas de la guerra, caracterizadas por la informalidad, se despliegan hoy en un espacio intersticial que podemos caracterizar como para-estatal porque se encuentra controlado por corporaciones armadas con participación de efectivos estatales y para estatales. En esa esfera de paraestatalidad en franca expansión, la violencia contra las mujeres ha dejado de ser un efecto colateral de la guerra y se ha transformado en un objetivo estratégico de este nuevo escenario bélico. Se examinan aquí las transformaciones históricas que circundan la informalización de la guerra y la centralidad que asume en ellas una “pedagogía de la crueldad” contra aquéllos que no juegan el papel de antagonistas armados —mujeres y niños— en los enfrentamientos.
Las guerras actuales se han transformado de forma sustantiva. No se destinan a un término y su meta no es la paz, en cualquiera de sus versiones. El proyecto de la guerra es hoy, para sus administradores, un proyecto a largo plazo, sin victorias ni derrotas conclusivas. Casi podría decirse que el plan es que se transformen, en muchas regiones del mundo, en una forma de existencia. Una de las razones para esto es que, con la progresiva pérdida de control sobre la economía global y el desplazamiento del epicentro del capital, la potencia imperial ve en la proliferación de las guerras su última forma de dominio. Para esta fase apocalíptica, los Estados Unidos vienen preparándose desde hace por lo menos dos décadas, con inversiones desproporcionales en la investigación científico tecnológica y en la industria bélica. La guerra es su último naipe frente a la pérdida progresiva de dominio. Más con Clausewitz que con Foucault, hoy la guerra aflora y se vuelve conspicua como la materialidad última e irreductible horizonte de toda política, es decir, como la política por otros medios.
Guerra despojadora y lucrativa, sin principio y sin final, de la emergencia a la permanencia. Los templos de los pueblos derrotados ya no son soterrados bajo los nuevos templos construidos por los pueblos victoriosos; sus ruinas expuestas son el locus en que se exhibe la potencia predadora del más fuerte. En este nuevo escenario bélico mundial, las guerras de nuestro continente son de tipo no convencional, y hacen del mismo el espacio más violento del planeta en términos de guerras no libradas formalmente entre estados, aunque en éstas participen efectivos y corporaciones armadas estatales y no estatales. En él se encuentra la ciudad más violenta del globo en términos de homicidios por cada 100.000 habitantes: San Pedro Sula, en Honduras —y el país más violento— Brasil, con once de las treinta ciudades más violentas del mundo (UNODOC, Naciones Unidas: 2014), seguido por México.
Trato aquí del impacto de las nuevas formas de la guerra en la vida de las mujeres. La guerra hoy se ha transformado, y algunos especialistas en su historia comienzan a examinar su diseño y listar sus nuevas características. Desde las guerras tribales hasta las guerras convencionales que ocurrieron en la historia de la humanidad hasta la primera mitad del siglo XX, el cuerpo de las mujeres, qua territorio, acompañó el destino de las conquistas y anexiones de las comarcas enemigas, inseminados por la violación de los ejércitos de ocupación. Hoy, ese destino ha sufrido una mutación por razones que tenemos pendiente examinar: su destrucción con exceso de crueldad, su expoliación hasta el último vestigio de vida, su tortura hasta la muerte.
La rapiña que se desata sobre lo femenino se manifiesta tanto en formas de destrucción corporal sin precedentes como en las formas de trata y comercialización de lo que estos cuerpos puedan ofrecer, hasta el último límite. A pesar de todas las victorias en el campo del Estado y de la multiplicación de leyes y políticas públicas de protección para las mujeres, su vulnerabilidad frente a la violencia ha aumentado, especialmente la ocupación depredadora de los cuerpos femeninos o feminizados en el contexto de las nuevas guerras.
Aún en un panorama que enfatiza las continuidades del destino de las mujeres en la historia de las guerras, como es el caso del ya clásico texto de la magistrada costarricense Elizabeth Odio, jueza del Tribunal Internacional para juzgar los crímenes de la antigua Yugoslavia y primera jueza del Tribunal Penal Internacional, la autora reconoce que, a pesar del surgimiento y la firma de Convenios humanitarios con cláusulas para la protección de las mujeres en la guerra, en los conflictos del siglo XX no sólo ha empeorado la situación para los civiles y, en especial para las mujeres y los niños, sino también la violación y los abusos sexuales “parecen haber aumentado en sadismo” (Odio, 2001: 101).
En mi análisis, intento demostrar la existencia de un quiebre o discontinuidad en los paradigmas bélicos del presente caracterizados por el predominio de la informalidad y de un accionar que puede ser descrito como claramente para-estatal aun en los casos en que el Estado sea la agencia propulsora y sostenedora de ese accionar. Sostengo que en el papel y función asignado al cuerpo femenino o feminizado en las guerras de hoy se delata una rotación o viraje del propio modelo bélico. Las guerras de la antigua Yugoslavia y de Rwanda son paradigmáticas de estas transformación e inauguran un nuevo tipo de accionar bélico en el que la agresión sexual pasa a ocupar una posición central como arma de guerra productora de crueldad y letalidad, dentro de una forma de daño letal que es simultáneamente material y moral.
La impresión que emerge de ese nuevo accionar bélico es que la agresión, la dominación y la rapiña sexual ya no son, como fueron anteriormente, complementos de la guerra, daños colaterales, sino que han adquirido centralidad en la estrategia bélica. Precisamente por esa mutación, después de su invisibilidad inicial y como consecuencia de la presión de entidades de derechos humanos, “la violación y la violencia sexual” (“violación y otros actos inhumanos”) practicadas como parte de un proceso de ocupación, exterminio o sujeción de un pueblo por otro, fueron siendo incorporadas paulatinamente a la legislación sobre crímenes de guerra, genocidio y lesa humanidad.
La violación, “como tortura y esclavitud”, y “otras formas de violencia sexual, como la desnudez forzada y el entretenimiento sexual, como tratamiento inhumano”, en el Estatuto del Tribunal Internacional Ad Hoc para la Ex Yugoeslavia y, más tarde, como “actos constitutivos de genocidio” en el Estatuto del Tribunal Penal Internacional para Ruanda, pasando allí también a ser consideradas crímenes de guerra y tipos de tratamiento humillante y degradante (“atentados contra la dignidad personal, en particular violación, tratos humillantes y degradantes, y abusos deshonestos”) (Copelon 2000: 8 y 11). Éste fue también el camino por el cual se tipificaron finalmente una diversidad de crímenes sexuales en el Estatuto de Roma, que rige los procesos del Tribunal Penal Internacional.
Para comprender las nuevas guerras, es necesario primero pasar revista a los cambios contextuales que las hacen posibles porque afectan la estructura de los conflictos. Ellos son cambios consonantes con una economía de mercado global, en una modernidad tardía, en medio de ciclos críticos del capitalismo cada vez más frecuentes, a la inestabilidad política, la decadencia de la “democracia real”, y la porosidad de los estados y de los territorios nacionales que administran. El contexto de ese cambio de la guerra, que ya no responde al conflicto convencional entre Estados Nacionales característico de las conflagraciones del siglo XX, es también el del cambio de muchas otras dimensiones de la vida: la territorialidad, la política, el Estado, la economía y el propio patriarcado. Paso a continuación revista de las dimensiones contextuales de la guerra que se han transformado, confiriendo a la escena bélica una nueva estructura y asignando al cuerpo femenino o feminizado un papel nuevo que lo transfiere de una posición marginal a una posición central.
Informalización de las normas bélicas contemporáneas
La nueva conflictividad informal y las guerras noconvencionales configuran una escena que se expande en el mundo y, en especial, en América Latina, con muchas caras. El crimen organizado; las guerras represivas para-estatales de los regímenes dictatoriales, con sus fuerzas para-militares o sus fuerzas de seguridad oficiales actuando paramilitarmente; la represión policial, con su accionar siempre, ineludiblemente, en un registro estatal y en un registro para-estatal; el accionar represivo y truculento de las fuerzas de seguridad privadas que custodian las grandes obras; las compañías contratadas en la tercerización de la guerra; las así llamadas “guerras internas” de los países o “el conflicto armado” son parte de ese universo bélico con bajos niveles de formalización. No comportan ni uniformes ni insignias o estandartes, ni territorios estatalmente delimitados, ni rituales y ceremoniales que marcan la “declaración de guerra” o armisticios y capitulaciones de derrota, y aun cuando hay ceses del fuego y treguas sobreentendidas, estas últimas son siempre confusas, provisorias e inestables, y nunca acatadas por todos los subgrupos de miembros de las corporaciones armadas enfrentadas. Estos conflictos, en la práctica, no tienen un comienzo y un final, y no ocurren dentro de límites temporales y espaciales claros.
Los grupos o corporaciones armadas que se enfrentan en esta nueva modalidad de la guerra son facciones, bandos, maras, patotas, gangs, grupos tribales, mafias, mercenarios corporativos y fuerzas para-estatales y estatales de varios tipos —incluyendo aquí los agentes de la así llamada “seguridad pública” en el ejercicio de su discrecionalidad en estados cuya “duplicidad” creciente ya no se disimula (volveré más tarde sobre el tema de la dualidad del Estado)—. Se trata de un escenario difusamente bélico, en el que las acciones violentas son de tipo criminal o se encuentran en el liminar de la criminalidad, y son “corporativas”, pues, la responsabilidad sobre las mismas es de los miembros armados de una corporación de tipo paraestatal y de sus “cabezas” o dirigentes, de los que emana el mandato de la misma a sus perpetradores.
Dario Azzellini, en su libro El Negocio de la Guerra (2005) y en una exhaustiva entrevista en que sintetiza sus hallazgos (2007) enfatiza la diferencia o “discontinuidad” de la historia bélica, como la he llamado más arriba, al notar que antes los mercenarios eran individuos o pequeños grupos de personas, marginales con relación a la conducción de la guerra, pero hoy constituyen un cuantioso capital humano bélico administrado dentro del rubro “recursos humanos” por empresas de la guerra de gran porte, y su accionar se ve libre de los códigos que constriñen el comportamiento de las fuerzas propiamente estatales.
Esta violencia corporativa y anómica se expresa de forma privilegiada en el cuerpo de las mujeres, y esta expresividad denota precisamente el esprit-de-corps de quienes la perpetran, se “escribe” en el cuerpo de las mujeres victimizadas por la conflictividad informal al hacer de sus cuerpos el bastidor en el que la estructura de la guerra se manifiesta (Segato 2003, 2006, 2011a, 2012 y 2013). En otras palabras, en estas guerras de bajos niveles de formalización, parece estar difundiéndose una convención o código: la afirmación de la capacidad letal de las facciones antagónicas en lo que llamé “la escritura en el cuerpo de las mujeres” (Segato 2006 y 2013), de forma genérica y por su asociación con la jurisdicción enemiga, como documento eficiente de la efímera victoria sobre la moral del antagonista. Y ¿por qué en las mujeres y por qué por medio de formas sexualizadas de agresión? Porque es en la violencia ejecutada por medios sexuales donde se afirma la destrucción moral del enemigo, cuando no puede ser escenificada mediante la firma pública de un documento formal de rendición. En este contexto, el cuerpo de la mujer es el bastidor o soporte en que se escribe la derrota moral del enemigo.
Es muy importante también hacer notar que no es ésta una agresión al cuerpo antagonista, al cuerpo del sicario de la facción enemiga, sino otra cosa. Los agredidos son cuerpos frágiles, no son cuerpos guerreros. Por eso manifiestan tan bien, con su sufrimiento, la expresividad misma de la amenaza truculenta lanzada a toda la colectividad. Un mensaje de ilimitada capacidad violenta y de bajos umbrales de sensibilidad humana. En la acción para-estatal de estos grupos es todavía más crítica la necesidad de demostrar esa ausencia de límites en la ejecución de acciones crueles, ya que no se dispone de otros documentos o insignias que designen quién detenta la autoridad jurisdiccional. Por un lado, la truculencia es la única garantía del control sobre territorios y cuerpos, y de cuerpos como territorios, y, por el otro, la pedagogía de la crueldad es la estrategia de reproducción del sistema. Con la crueldad aplicada a cuerpos no guerreros, sobre todo, se aísla y potencia la función propiamente expresiva de estos crímenes, función que, como he destacado en todos mis análisis anteriores, es inherente e indisociable en todos los tipos de violencia de género.
Estamos frente a crímenes de guerra, de una nueva forma de la guerra. La violación y la tortura sexual de mujeres y, en algunos casos, de niños y jóvenes, son crímenes de guerra en el contexto de las nuevas formas de la conflictividad propios de un continente de para-estatalidad en expansión, ya que son formas de la violencia inherente e indisociable de la dimensión represiva del Estado contra los disidentes y contra los excluidos pobres y no-blancos; de la para-estatalidad propia del accionar bélico de las corporaciones militares privadas; y de la acción de los sicariatos– constituidos por pandillas y maras —que actúan en las barriadas periféricas de las grandes ciudades latinoamericanas— y, posiblemente, en el contexto subterráneo de la interconexión entre todos ellos. Allí, la finalidad es otra, diferente a la de los crímenes ordinarios de género o crímenes de la intimidad, aunque los elementos centrales a la configuración de la estructura patriarcal permanecen y son determinantes como, por ejemplo, lo que he descrito como el mandato de violación emanado de la cofradía masculina en el horizonte mental del violador común (Segato 2003), que acaba siendo análogo al mandato de la pandilla o corporación armada que ordena reducir, subordinar, masacrar moralmente mediante la violación sexual de la mujer asociada a la facción antagonista o al niño que no se deja reclutar o que desobedece.
Es necesario recordar y reafirmar que éstos no son crímenes de motivación sexual, como los medios y las autoridades siempre insisten en decir para privatizar y, de esa forma, banalizar este tipo de violencia ante el sentido común de la opinión pública, sino crímenes de guerra, de una guerra que debe ser urgentemente redefinida, analizada bajo una nueva luz y a partir de otros modelos, e incorporada con nuevas categorías jurídicas en el Derecho y, muy especialmente, en el Derecho Internacional, es decir, en el campo de los Derechos Humanos y de la Justicia Humanitaria.
Una nueva generación de investigadores comienza a trazar las características de esta nueva modalidad de la guerra. Elementos que aparecen por ellos relevados son, precisamente, su informalización a medida que los conflictos dejan de serlo entre Estados Nacionales. Para Herfried Münkler, después de un largo periodo de estatización, ha ocurrido un retorno a la privatización y comercialización de las guerras. Este autor, al igual que Azzellini, también subraya su carácter lucrativo, así como la utilización de mercenarios y de niños como recursos humanos, su transnacionalización y su “desmilitarización”, o sea, su informalización (2003). En The New Wars (2005), Münkler habla de la transferencia del control de la guerra de ejércitos de estados nacionales a bandas comerciales pertenecientes a señores de la guerra, y a la participación de estados, para-estados y actores privados (ibídem:3).
Con estas transformaciones, el antiguo límite claramente trazado entre la violencia permisible en las acciones de guerra y la violencia criminal (2005: 40) se disuelve. En la paradigmática guerra de los nuevos tiempos que fue la de la antigua Yugoslavia, tanto en el lado Serbio como en el Bosnio, “el submundo de las grandes ciudades”, sus matones y sus pandillas mafiosas, “ocupaban las posiciones clave en los grupos para-militares” (ibídem: 2005).
Pero lo que es más relevante para nuestro tema aquí es su coincidencia en la discontinuidad que se nota en el tratamiento de las mujeres y los niños en las nuevas formas de la guerra. Si las mujeres siempre fueron tratadas como “botín de guerra, el premio de la victoria, el objeto sexual de los soldados”, “sin embargo, la forma extrema de generalización que presenta la violencia contra las mujeres como un fenómeno siempre idéntico, una constante antropológica, minimiza la extensión en que esto ha variado históricamente tanto en escala como en intensidad”(2005: 81). “Evidentemente siembre hubo violencia contra las mujeres en las guerras clásicas entre estados, pero desde el siglo dieciocho, como mínimo, eso ha sido considerado como crimen de guerra por el cual la penalidad ha sido usualmente la pena de muerte”, mientras que las guerras de las últimas dos décadas no demuestran ningún respeto por ningún tipo de instrumento o reglamento para la protección de mujeres y niños (ibídem: 82). El autor destaca aquí la eficacia de la violación como instrumento de limpieza étnica de bajo costo: una forma de eliminación sin el costo de las bombas ni la reacción de los estados vecinos (ibídem: 83).
Los tres pasos de la disolución de un pueblo sin genocidio consisten, para Münkler, en la ejecución pública de sus figuras prominentes, la destrucción de sus templos, construcciones sagradas y monumentos culturales, y la violación sistemática y el embarazo forzado de sus mujeres. Con esto, de forma eficaz y “económica” se substituye la batalla de las guerras convencionales, por la masacre de las guerras contemporáneas (ibídem:83). El autor también menciona la emasculación y humillación que retiran la asertividad de los vencidos por no poder proteger a “sus” mujeres, lo que torna evidente que se trata de un ataque dirigido al enemigo “por medio de la violencia infligida en el cuerpo de la mujer” y ya no, como antes, “golpeando los órganos de poder del estado” (ibídem: 85). Y por el hecho de esa práctica haberse extendido hoy a sociedades en que la violación raramente ocurría anteriormente, Münkler considera posible afirmar que se trata de una violencia calculada y premeditada que forma parte de una estrategia militar, y que es independiente de los patrones tradicionales de comportamiento. Es decir, no se trata de una “costumbre” que se abre camino en la escena bélica, sino de un comportamiento militar planificado. (ibídem: 85). En consecuencia, una “sexualización extensiva de la violencia es observable en prácticamente todas las nuevas guerras”(Ibidem 86) .
También otra especialista en la nueva forma de la guerra, Mary Kalder, a partir de su análisis de lo ocurrido en Serbia, arriba a esta misma conclusión de la inauguración de una guerra privatizada, a manos de fuerzas para-militares, que se vale de la desmoralización de las elites, la profanación de las mezquitas y lugares sagrados y la violación masiva de las mujeres como un método militar de máxima eficiencia. Con relación a las violaciones masivas, la autora entiende que, aunque han ocurrido en otras guerras, por el carácter sistemático que hoy asumen en centros de detención y en espacios determinados, actualmente tienen un nuevo carácter como “estrategia deliberada” de guerra (Kalder Pos.1275 de 6020 en libro digital).
A partir de un marco analítico en que destaca la globalización de la economía, las políticas de la identidad y el cosmopolitismo como dimensiones relevantes para la transformación de la guerra, es muy interesante la forma en que esta autora traza un paralelo entre tres patrones de violencia destinados a alcanzar el control territorial no por adhesión de la población y si por su desplazamiento por medio del uso de técnicas de contra-insurgencia que crean un ambiente de miedo e inseguridad permanente desfavorable para su permanencia en los territorios que ocupaban. Estos medios son la ejecución de atrocidades de una forma tal que se tornan de público conocimiento; la profanación y destrucción de todo lo que sea socialmente significativo, de los hitos de la historia y de la cultura, por medio de la remoción de sus huellas físicas, y de las edificaciones religiosas y de los monumentos históricos que permitan la reclamación territorial de un área particular; y, en tercer lugar, la deshonra por medio de la violación sistemática y el abuso. La autora concluye entonces apuntando a una diferencia clave entre las guerras del presente y las guerras convencionales del pasado: “Esencialmente, todo lo que se consideraba un efecto colateral no deseable e ilegítimo de la antigua guerra se transformó en el modo central de luchar en las nuevas guerras”. “Estas guerras son racionales en el sentido de que aplican pensamiento racional a los fines de la guerra y rechazan los límites normativos” (Kalder Pos. 2450 de 6020 en libro digital).
En diversos países de América Latina, varios equipos de investigación recientemente constituidos estudian hoy los crímenes sexuales ocurridos en los conflictos internos de los países y crean categorías forenses (Fernández 2009; Otero Bahamón, Quintero Márquez y Bolívar 2009) y jurídicas para aprehender, investigar y procesar ese tipo específico de violencia como crímenes de guerra (Theidon 2004; Uprimny Yepes, Guzmán Rodriguez y Mantilla Falcón 2008; Sondereguer 2012; como ejemplos, entre otros). Un caso sobre el que existe abundante literatura que, inclusive, coloca su foco en el análisis de la violencia sistemática contra las mujeres indígenas como componente central del “conflicto interno” es el de Guatemala. Allí, fuerzas militares actuando paraestatalmente atacaron a las mujeres de los diversos pueblos mayas que forman la mayoría indígena de ese país, las sometieron a actos de extrema crueldad y a violaciones sistemáticas que se tornaron públicas y resultaron en la estigmatización y ostracismo de esas mujeres, como forma de disolver el tejido social, sembrar la desconfianza y romper la solidaridad comunitaria.
En su interesante estudio del caso guatemalteco, Lily Muñoz (2013) hace referencia precisamente a una reveladora orientación encontrada en el Manual del Centro de Estudios Militares que comprueba lo que los autores citados más arriba afirman a respecto del carácter deliberado y calculado de la violencia sexualizada. Esa orientación contraría la regla humanitaria según la cual la violencia sexual en las guerras se encuentra proscripta y es condenable pues dice: “Las tropas empleadas contra fuerzas subversivas están sujetas a presiones morales y psicológicas diferentes de aquéllas que normalmente se encuentran en operaciones de guerra convencional. Esto resulta particularmente cierto debido a: la arraigada renuencia del soldado para tomar medidas represivas contra mujeres, niños y ancianos”, y concluye enfatizando la necesidad de entrenar a los soldados para que ejecuten esa forma de violencia contra sujetos que no son agentes bélicos, enemigos armados, sino civiles y frágiles: “El soldado normalmente tiene gran aversión por las operaciones de tipo policial y por las medidas represivas contra mujeres, niños y enfermos de la población civil, a menos que esté extremamente bien adoctrinado en la necesidad de estas operaciones” (Manual del Centro de Estudios Militares s/d: 196, apud Muñoz 2013: 15-16. El énfasis es mío).
Cambio del paradigma territorial
Una segunda dimensión contextual que se constela con los cambios de la modalidad de la guerra y vulnera el cuerpo de las mujeres es la transformación del paradigma territorial o territorialidad. En su historia de las formas de gobierno, Foucault presenta una periodización de las relaciones entre gobierno y territorio que aquí nos interesan. Según Foucault, en la época feudal y la modernidad temprana la forma de gobierno fue el gobierno del territorio o “dominio” de un lord feudal o rey, e incluía todas las cosas y personas contenidas en ese espacio delimitado. Solo después, a partir del siglo XVIII, el gobierno se transformó en gobierno de la población, es decir, de la administración del grupo humano asentado en el territorio. Esa mutación significó un cambio muy profundo en la concepción de la propiedad y la posesión que, ciertamente, debido a la contigüidad cognitiva entre cuerpo de mujer y territorio, resultó en una transformación profunda en las concepciones de género y sexualidad. Lo mismo ocurrió en la fase siguiente.
Las técnicas disciplinarias y la exhibición ejemplar del castigo, situadas por Foucault en los siglos XVIII y XIX, dieron paso a la sociedad de control en el siglo XX. El ejercicio del poder pastoral fue un elemento crucial en esta transformación. Esta técnica, originaria del mundo judeo-cristiano de los tiempos bíblicos, es para Foucault la más eficiente de las tecnologías de poder, “una forma de poder simultáneamente individualizante y totalizadora” (Foucault, 1983: 213–4). La progresión de las modalidades de gobierno todavía continúa hasta un estadio final del control de la sociedad: el del poder como bio-poder, ejercido a través de la bio-política, con su correspondiente tipo de gobierno, esto es, el gobierno de la gente como seres biológicos por medio de la gestión de sus cuerpos. Políticas que, en esta fase, son referidas a cuerpos (Foucault, 1997, 2004a and 2004b).
He defendido anteriormente que, en lo que respecta al gobierno y sus objetos de gestión, estamos hoy frente a la lenta emergencia de un tercer momento, en el que Estados compiten con agencias no-estatales, ambos ejerciendo su control sobre la población por medio de la técnica pastoral, es decir, como rebaño. En esta nueva etapa, el trazo distintivo de la población gobernada es su carácter extensible y fluido en forma de red y no más su fijación en una jurisdicción administrada por un Estado (Segato 2007a y b, y 2008).
El anclaje anterior de las poblaciones gobernadas dentro de un territorio fijo y nacionalmente delimitado va siendo transformado porque el foco del control se viene dislocando progresivamente hacia un rebaño humano móvil que corta a través de las fronteras nacionales. Por el efecto del paradigma del biopoder, la red de los cuerpos pasa a ser el territorio, y la territorialidad pasa a ser una territorialidad de rebaño en expansión. El territorio, en otras palabras, está dado por los cuerpos. Como nunca antes, por esta soltura de las redes con relación a la jurisdicción territorial estatal-nacional, con sus rituales, códigos e insignias, la jurisdicción es el propio cuerpo, sobre el cuerpo y en el cuerpo, que debe ahora ser el bastidor en que se exhiben las marcas de la pertenencia.
Este último estadio introduce, por lo tanto, una mutación en la territorialidad misma, si entendemos territorialidad como una concepción particular, históricamente definida, del territorio. Los sujetos y sus “territorios” son co-producidos por cada época y por el discurso de cada forma de gobierno. Por lo tanto, los elementos constitutivos de una experiencia territorial no son fijos sino históricamente definidos. También se puede decir que esta forma contemporánea de territorialidad en red es un dispositivo a través del cual los sujetos son atraídos a la pertenencia, reclutados y marcados.
La modernidad avanzada y la forma de vida colonizada por la economía de mercado tienden a liberar a los sujetos de un territorio vinculado al Estado y a producir poblaciones y territorialidades organizadas en red que atraviesan e interactúan con la jurisdicción estatal, pero que no coinciden completamente con ella. Como dije, agencias estatales y no estatales de gestión coexisten. Algunas agencias no-estatales se encuentran totalmente fuera de la legalidad, otras mantienen solamente una tensión con la institucionalidad de tipo estatal, siempre contornando y resolviendo su diferencia de proyectos e intereses. Las redes, por su lado, producen sus propios paisajes.
Para controlar el rebaño, las ahora agencias administradoras de redes deben intensificar tanto como sea posible su capacidad de control pastoral y sus biopolíticas, así como sus estrategias de marcación de los cuerpos para que exhiban su afiliación.
El gobierno, por lo tanto, se ha separado del Estado, y gobiernos —en el sentido de administraciones— estatales comparten el espacio, coexisten y compiten, como he dicho, con gobiernos —agencias de gestión— no estatales, sean éstas empresarial-corporativas, político-identitarias, religiosas, bélico-mafiosas, etc. Esto, en asociación con el biopoder, que coloca en los cuerpos el foco de la gestión, y la técnica pastoral, que conduce y produce rebaños por la producción y control de subjetividades, resulta en un nuevo paradigma de territorialidad, es decir, de la concepción y definición de lo que sea territorio. Esto tiene un fuerte impacto, por lo tanto, en la posición y el papel del cuerpo de las mujeres, por ser éste, ancestralmente, cognitivamente afín a la idea de territorio.
En el estadio anterior de la sociedad de control, el Estado implementaba técnicas pastorales y biopolíticas para producir sujetos dóciles. En la presente transición, las organizaciones gestoras propias de las redes poblacionales tienen a su cargo políticas de subjetivación. El aparato de estado y su territorio es intersectado por estas nuevas realidades jurisdiccionales —como dije, empresarialcorporativas, político-identitarias, religiosas, bélicomafiosas— que secuestran para sí una influencia importante en la toma de decisiones y en el acceso a recursos.
Estas redes son internamente diversificadas e internamente estratificadas y cortan a través del territorio pre-existente, y son gobernadas por sus propias nomenklaturas, y debido a que los rebaños se desprenden de los territorios nacionales y de los paisajes fijos que previamente les servían como referencia y los aglutinaban, la subordinación y la cohesión entre sus miembros debe ahora expresarse exclusivamente por una imagen exterior unificada, es decir, la unidad debe ser espectacularizada y depende de claves performáticas. Se necesitan signos claros de pertenencia y de exclusión de lo no perteneciente. Lealtades a la red rediseñan el territorio como entidades proto-políticas y sus caudillajes se comportan como liderazgos para-estatales, co-existiendo con estados nacionales en el control de las poblaciones. El tipo de lealtad que Habermas llamó de “patriotismo de la Constitución” (1994: 135) es reemplazado por un “patriotismo de las reglas de red”, y los nuevos territorios se expanden constantemente en un proceso que se podría describir como una “anexión blanda”.
La red, a diferencia del Estado, no tiene una tradición bélica, en el sentido tradicional, pero se constituye conflictivamente. Su conformación y la definición de sus límites no tienen origen bélico, como en la historia de los Estados nacionales, pero su conflictividad es difusa, sin principio ni fin, una forma de existencia. Las redes pertenecen al ambiente formateado por el englobante paradigma de la política de la identidad (Segato, 2007c) y proveen patrias territoriales sustitutas para la gente común. Como, por un lado, los territorios pasaron a ser carriles extensibles de identidad común e intereses compartidos dentro de cada red corporativa y, por el otro, los paisajes fijos debilitaron su papel como referencias para la identidad, la exhibición ritualizada de fórmulas expresivas de lealtad en red pasaron a ser cruciales. En este nuevo ambiente, las personas son las depositarias y portadoras del territorio y la cadena de personas pertenecientes a una red es una población. En otras palabras: el grupo de personas que co-pertenece a una red particular constituye, en sí mismo, el territorio y la población de esa red. Por eso podemos decir que los cuerpos mismos son el paisaje y la referencia, como portadores de los signos que componen la heráldica que emblematiza la propia existencia de la red, de este territorio en rebaño y siempre en expansión y consolidación.
El cuerpo y muy especialmente el cuerpo de las mujeres, por su afinidad arcaica con la dimensión territorial, es, aquí, el bastidor o tableta sobre el cual los signos de adhesión son inscritos. Codificados atributos de pertenencia son burilados o anexados al mismo. Y en él, en especial en el cuerpo femenino y feminizado, los enemigos de la red graban con saña las señales de su antagonismo.
Sí el énfasis es colocado en los signos exteriores de afiliación, únicos que expresan la unidad del grupo, necesariamente el disenso interior y la deliberación deben ser restringidos y reprimidos, presionando el paradigma territorial a afirmarse en la exhibición corporal de los signos diacríticos de una lealtad cohesionada –los tatuajes conspicuos de los miembros de las maras centroamericanas son un perfecto ejemplo de esta espectacularización de la pertenencia.
Estas colectividades así marcadas no coliden porque son civilizatoriamente diferentes, como afirma la tesis huntingtoniana; al contrario, espectacularizan sus diferencias, las exacerban, porque compiten por recursos. Pertenecen al mismo paradigma territorial y político, y es mucho más lo que las une y las hace parte de un mismo mundo que lo que las divide. Sus signos espectaculares de cohesión y de antagonismo son solamente el escaparate, la inscripción pública de su existencia, así como de su cohesión corporativa. Su papel es expresar, más allá de cualquier duda, la unidad y lealtad interna del grupo y la capacidad de su clase dirigente, de sus élites, para controlarlo. La pertenencia tiene que ser externalizada, dramatizada. Cuando el dominio o jurisdicción no es un determinado feudo o nación, sino una congregación fluida, signos expresivos de adhesión y de antagonismo ganan importancia. La eficiencia performativa de una identidad ritualizada, una identidad como política, tienen relevancia crucial. El cuerpo obediente se torna, ahora, una función de un territorio cuya unidad no puede ser enunciada de otra forma. El tema central, dentro de la lógica de la política de la identidad, es menos una cuestión de persuasión que de representación.
El cuerpo inscrito como territorio y su afinidad con el biopoder es la forma última de control y completa la comprensión de la nueva territorialidad y sus demandas por lealtad y antagonismo ostensivos. Podría decirse que esta territorialidad es para-étnica. Esta nueva territorialidad no es otra cosa que el hiddenscript y precondición de las guerras no convencionales, las nuevas formas de la guerra: el poder actúa en este estadio directamente sobre el cuerpo, y es por eso que, desde esta perspectiva, es posible decir que los cuerpos y su ambiente espacial inmediato constituyen tanto el campo de batalla de poderes en conflicto como el bastidor donde se cuelgan y exhiben las señas de su anexión.
Como he dicho, el cuerpo femenino o feminizado se adapta más efectivamente a esta función enunciativa porque es y siempre ha sido imbuido de significado territorial. El destino de los cuerpos femeninos, violados e inseminados en las guerras de todas las edades dan testimonio de esto (Segato, 2003, 2006). Pero lo que la nueva territorialidad introduce es una vuelta de tuerca en esa afinidad, ya que el cuerpo se independiza de esa contigüidad y pertenencia a un país conquistado, y pasa a constituir, en sí mismo, terreno-territorio de la propia acción bélica.
Cambio correlativo en la cultura política o faccionalización de la política
En sintonía con el cambio del paradigma territorial, se constata un cambio en el campo propiamente político, es decir, en el campo de la conflictividad de intereses y de la expresión de los antagonismos. En este nuevo contexto, la espectacularización de aspectos visibles de la diferencia —étnica, religiosa, racial, etaria, etc. — entre los antagonistas es más importante que los contenidos de la misma, por su propia instrumentalidad en la producción y reproducción de los conflictos que, en nuestro tiempo, se han constituido en un fin en sí mismo por su carácter lucrativo para la industria bélica y para las compañías militares privadas (Azzellini 2005 y 2007, Münkler 2005). En este nuevo trazado territorial, el valor reside en la pertenencia, en la afiliación, en la identidad política, en existir como rebaño, y los nuevos mecanismos corporativos en la economía y en la política benefician a quien accede a posicionarse y a marcarse comportamentalmente como miembro de la red.
Es necesario aquí advertir acerca de la diferencia diametral que opone mis apreciaciones a la célebre y archipromovida tesis Huntingtoniana, que es, como ésta, una tesis sobre la guerra. En ella, Huntington afirma que los pueblos se alinean en bloques antagónicos porque son diferentes, formulando una perspectiva que puede ser descrita como “determinismo étnico”, que lo lleva a vaticinar un futuro de conflagraciones bélicas cuya causalidad radica en la diferencia de visión de mundo, sistema de creencias, valores y proyectos de sociedad de pueblos que conviven hoy más estrechamente que en el pasado. La diferencia civilizatoria es, para Huntington, el factor determinante de los antagonismos. Mi tesis (en Segato, 2007a y b, y 2008) es exactamente contraria a ésta, ya que afirmo que lo que hay, en el momento presente, es un lenguaje político-identitario en el que las posiciones con intereses en disputa —que describo como eminentemente territoriales, en el sentido descrito más arriba— se expresan por medio de marcas culturales exacerbadas e instrumentalizadas para este fin.
El antagonismo se vale de un lenguaje étnico o religioso para simbolizarse y politizarse, la pauta de la política de la identidad domina, pero achata y vacía la densidad y profundidad de los contenidos de las diferencias civilizatorias, étnicas, ideológicas, doctrinales y teológicas sustantivas (Segato, 2007c). Hay una formateo étnico o religioso, siempre eminentemente identitario de la red de afiliación política, pero la disputa por dominio territorial y la globalización del capital y del mercado unifican todas las disputas. Por eso, las personas son obligadas y presionadas a alinearse en torno de los signos que demarcan estas jurisdicciones, a riesgo de que, de no hacerlo, no puedan ni expresar sus intereses ni encontrar medios para alcanzarlos.
El formateo de las identidades, como soporte de la política, tiene que ver también con lo territorial, lo que he descrito como el carácter territorial de la política hoy. La cultura política de las identidades es también territorial y hasta la política partidaria es hoy una cuestión de identidad y, por lo tanto, de territorio. La expansión de las identidades en red, las formas de anexión de miembros a redes identitarias o, en otras palabras, a redes como territorios, es hoy el tema y el proyecto de la política. Así como la religión hoy se prende al control fundamentalista de los cuerpos (y aquí coloco en el mismo plano el velo obligatorio en el islam y la obsesión anti–abortista entre los cristianos) por razones que son de soberanía jurisdiccional, de control del rebaño y de exhibición de ese control, y no de orden teológico, moral o doctrinal, de la misma forma, las razones de la política han perdido su foco en la dimensión ideológica y son hoy del orden de la cohesión y de las alianzas y, en ese sentido hasta la política partidaria es hoy “política de identidad” y su proyecto puede ser también comprendido como territorial, entendiendo la red de sus miembros como su territorio.
El único valor buscado es el poder, y esta estrategia que prioriza la cohesión de las alianzas y su clara simbolización por encima de todas las dimensiones de la diferencia tiene como clave oculta la relación competitiva por el poder y un pacto vigente entre las facciones o partidos en conflicto con relación a las pautas que orientan su accionar para obtener porciones de poder, en el sentido de control jurisdiccional sobre recursos y personas. Poder éste que tiene en el control de los cuerpos el soporte donde puede simbolizarse y ejercer su pedagogía.
Cuando hablo de una clave oculta y de un pacto o acuerdo estratégico entre las facciones que compiten por poder, indico que todas ellas reconocen una reconfiguración del campo político en territorios marcados por la presencia de redes que se distribuyen entre sí recursos humanos, materiales y simbólicos específicos. Estos territorios tienen la característica de no ser democráticos ni socialmente homogéneos internamente, sino fuertemente estratificados, donde una cúpula o nomenklatura político-gerencial, doctrinario-religiosa o empresarial encuentra la forma de atesorar grandes recursos financieros que le permiten el monopolio del poder decisorio y un cerrado control, vigilancia y capacidad de expurgo sobre la totalidad de sus miembros. Esto es así porque solamente se puede acceder a esta lengua-franca de la gestión política si se genera internamente una estratificación tal que la disputa entre redes es una disputa entre sus nomenklaturas y la red es la masa de maniobra de esa cúpula para su proyecto de expansión del dominio territorial. No estoy afirmando que este tipo de estrategia no haya existido anteriormente. Lo que afirmo es que este paradigma de bajo perfil doctrinario y preponderancia del “proyecto de poder” sobre el “proyecto político-ideológico” se ha transformado en la gramática general que compatibiliza las acciones de las facciones políticas. Por razones que examinaré en seguida, las nuevas formas de la guerra responden también a esta misma lengua franca faccional, y se articulan perfectamente con este nuevo paradigma de la política.
Mafialización de la política y captura del campo criminal por el Estado
Nótese que no hablo aquí de la mafialización del Estado, como sería esperable; sino, a la inversa, de la captura del campo criminal por el Estado, la institucionalización de la criminalidad. Esa es mi lectura actual del fenómeno de las adherencias y vasos comunicantes entre Estado y submundo criminal. Es mi apuesta que estamos en la fase final de los robinhoods como Escobar o Escadinha, y que no quedan ya resquicios románticos en el campo criminal: el crimen institucional hoy es al crimen de ayer como la soja y las plantaciones de eucaliptos y pinos son al antiguo espíritu del monocultivo clásico del tabaco, trigo o lino.
Me he referido hasta aquí a los cambios contextuales que configuran una esfera político-bélica en el mundo, con sus juegos de alianzas, antagonismos, facciones, sobre un cada vez más homogéneo telón de fondo resultante de la expansión del mercado global y del predominio del capital financiero. Ahora colocaré mi foco en el universo mafioso de la escena bélica difusa que se transnacionaliza, particularmente pero no exclusivamente, en América Latina.
La violencia urbana, especialmente en las ciudades latinoamericanas, diseña escenarios bélicos difusos y en franca expansión, vinculados estrechamente a la informalización de la economía y al aumento vertiginoso del capital no declarado. Su contraparte es la exacerbación de la naturaleza dual del Estado, que podríamos describir también como paraestatalización del estado, liminalidad de la operatividad estatal o cinismo de la excepcionalidad.
Para trazar la relación entre la economía y la guerra informal de modalidad mafiosa, por tratarse de un universo no plenamente observable y al que accedemos por indicios dispersos, eventos de violencia que se presentan fragmentarios y de baja inteligibilidad, tenemos que valernos necesariamente de un modelo, es decir, de la apuesta en la existencia en una estructura de relaciones capaz de explicar los sucesos que en los medios son clasificados como “policiales” y en la gestión pública como “seguridad”. Ante la evidencia de que el crimen organizado es hoy un continente en expansión y no parece haber medida pública capaz de contenerlo, nos vemos obligados a trascender esas casillas que confinan sus episodios en los márgenes del universo social y pensar de otra manera, hacer apuestas con relación a relaciones, conexiones, entre dimensiones de la vida social que van mucho más allá de los márgenes de la sociedad, de la categoría “policial” y del tema de la “seguridad pública”.
El modelo que propongo parte por considerar que una interminable serie de negocios ilícitos produce sumas masivas de capital no declarado. Estos negocios son de muchos tipos: contrabandos diversos como el narcotráfico y de armas; el tráfico consentido y la trata engañosa de adultos y de niños; el tráfico de órganos; asimismo el tráfico de una cantidad inmensa de bienes de consumo legal que ingresan desde el exterior, incluyendo bebidas alcohólicas, drogas lícitas y partes de aparatos electrónicos, entre muchos otros productos que pasan a venderse en el comercio legal. También por el contrabando hacia el exterior de minerales estratégicos, piedras preciosas, maderas, y hasta animales exóticos. Aquí también suma mucho dinero la explotación de la prostitución en reductos francamente concentracionarios, donde se somete especialmente, pero no exclusivamente, a las mujeres al trabajo sexual esclavo. Otras fuentes de ese gran lago de capital sumergido, subterráneo, no declarado, son las casas de juego, los casinos, públicos o clandestinos, en los que es muy difícil medir los dineros que por allí circulan. También el pago de varias formas de protección mafiosa, como, por otra parte, de servicios de seguridad privada, cuyas contabilidades son siempre ambiguas pues es común contratarse, para los mismos, “en negro”, el trabajo de policías en sus horarios fuera de servicio.
El valor extraído no remunerado del cada vez más numeroso contingente de personas que realizan trabajo esclavo y servil, no pagado en la forma de salario declarado, así como en la diferencia entre los valores de pagos declarados y no declarados. Las varias formas de la evasión de impuestos, las varias magnitudes de la coima, así como los dineros que circulan en el tráfico de influencia y la compra de voluntades políticas. La corrupción que circunda todas las grandes obras, los emprendimientos intermediados por las mega-corporaciones contratistas, con conexiones transnacionales; la evasión de impuestos en los grandes negocios, los impuestos de los sectores ricos de la sociedad (no de las híper y estúpidamente vigiladas clases medias que viven de sus sueldos). Y la lista podría seguir. Nos convencemos, entonces, de que se trata de una segunda economía de porte y caudal extravagantemente inmenso.
En el subtítulo “La Conexión Perversa: La Economía del Crimen Global” de Fin de Milenio, último volumen de su trilogía sobre la Era de la Información, Manuel Castells (1999) hace una reseña estimativa de este monto de capital de origen criminal, y dice, por ejemplo, que la Conferencia de la ONU de 1994 sobre el Crimen Global Organizado estimó que solo el narcotráfico ya rendía cifras anuales mayores que las transacciones globales de petróleo. Eso nos da una idea de la importancia de esa segunda economía, de la que podemos suponer que duplica, especularmente, o sobrepasa la primera economía, que circula a cielo abierto. La informalidad de la economía hoy es un continente inmenso, en el que participan banqueros, grandes empresarios y actores pertenecientes a las “buenas familias”. No podría ser de otra forma, dada la enorme masa de caudales que allí se administra.
Desafortunadamente, lo que vemos en los noticieros es la soldadesca oriunda de las ranchadas pobres y no blancas, la leva reclutada por la persuasión, por la necesidad de los desposeídos o por la fuerza, para ser carne de cañón en la primera línea de fuego a la que son mandados los peones, los soldados rasos, de esa organización gigantesca que atraviesa todos los estratos y niveles económicos de la sociedad.
Si consideramos que el papel del Estado, con sus leyes y normativas de diversos niveles, es proteger, en primer lugar, la propiedad, inclusive por encima de la protección de la vida, es decir, si recordamos que el valor jurídico por excelencia en un mundo en que el pacto central de los estados es su pacto con el capital y que el Estado cumple este papel mediante el monopolio de lo que se concibe como “violencia legítima”, es decir, aquella violencia ejercida por los agentes estatales que actúan en la seguridad pública, diremos, entonces, que el Estado dedica una proporción considerable de sus fuerzas y de la violencia legítima de que dispone a proteger la propiedad.
Será por tanto inevitable la pregunta: ¿y qué fuerzas y qué tipo de violencia protegen la cuantiosa y enormemente variada propiedad en el nivel subterráneo de la “segunda economía”? Llegamos, a través de esa pregunta, a postular la existencia de dos realidades: una Primera Realidad, constituida por todo aquello regido por la esfera del Estado, todo aquello declarado al Estado, visible en las cuentas de la Nación y en las páginas de internet de la Transparencia en Gestión Pública, las propiedades inmuebles residenciales, comerciales e industriales compradas o heredadas; los impuestos recaudados; los sueldos públicos y privados, los pagos “en blanco”; todo lo producido y comercializado; las empresas y sociedades de lucro; y ONGs registradas, etc. Para su protección, ese universo cuenta con las fuerzas policiales y militares, instituciones y políticas de seguridad pública, sistema judiciario y carcelario que protegen ese caudal legítimo, legal.
Por otro lado, en el subsuelo de ese mundo de supuestas transparencias, se encuentra lo que en mi ensayo sobre Ciudad Juárez (2006) llamé “Segundo Estado”, y que hoy prefiero llamar Segunda Realidad, pues es una realidad especular con relación a la primera: con monto de capital y caudal de circulante probablemente idéntico, y con fuerzas de seguridad propias, es decir, corporaciones armadas ocupadas en proteger para sus “dueños” la propiedad sobre la riqueza incalculable que en ese universo se produce y administra.
No podemos entender la violencia como nos la presentan los medios, es decir, como dispersa, esporádica y anómala. Tenemos que percibir la sistematicidad de esta gigantesca estructura que vincula redomas aparentemente muy distantes de la sociedad y atrapa a la propia democracia representativa. Y, si pensamos un poco más, concluiremos que necesariamente esa estructura tiene una extensión global y una importancia política, es decir, que interfiere en la política e influencia los gobiernos, como también es interferida por éstos, tanto en las cabeceras nacionales como en los centros imperiales. En el ámbito nacional, porque su impacto es determinante en los pleitos electorales y sus vencedores quedan cautivos de los pactos que celebraron para elegirse. Y en el ámbito global porque, por un lado, prestigiosos bancos del Norte lavan el dinero que produce y acumula la segunda economía y no es posible investigarlos y procesarlos con todo el rigor de la ley, allá, en el mismo Norte, ya que, como afirmó en 2013 el propio Fiscal General de los Estados Unidos, Eric Holder, los actos de corrupción y fraude cometidos por los ejecutivos de los bancos norteamericanos no pueden ser judicializados debido al tamaño de esas instituciones y su incidencia en las economías nacional (de los Estados Unidos) y global.
Estamos aquí frente a la duplicación del Estado y la llana aceptación de la intocabilidad y funcionalidad de la “segunda realidad”. Es esta otra muestra de la interconexión entre los caudales que fluyen subterráneamente y los que fluyen en la superficie. Por otro lado, los siempre atentos estrategas del Norte ven también, en esta partición del control estatal, una nueva oportunidad para controlar los destinos de las naciones, y ciertamente se hacen presentes aquí, con agentes a servicio de intereses imperiales interviniendo en ambos lados de la realidad, es decir, tanto en los negocios sombríos y subterráneos como en las políticas represivas.
La abertura y vulnerabilidad de los negocios subterráneos a la ingerencia de los servicios imperiales y su expertise es de mano doble: por debajo, a través de los acuerdos del mundo subterráneo, sus tráficos de capital y mercaderías ilícitas, bienes e influencias, como muestra la omisión declarada, que cité hace un momento, del Fiscal General de los Estados Unidos frente al hecho de que sus bancos lavan el dinero de los negocios sucios en América Latina; y, por arriba, en los servicios de asesoría para la represión.
Es vinculando estas dos evidencias que acabo de mencionar, la de la complicidad de los bancos del Norte con el lavado del dinero que arrojan los negocios mafiosos en el Sur, por un lado, y la de la oferta de instrucción para la represión de las pandillas por parte de expertos militares norteamericanos, que podemos afirmar que las formas nuevas de la conflictividad son puertas de acceso para el control de asuntos de fuero nacional en una vía de doble mano, como estoy diciendo, en ambos universos o “realidades”, la Primera y la Segunda Realidad, como las vengo llamando aquí. Es, por lo tanto, indispensable pensar grande y conectar el nicho “policial”, el “crimen” y los temas de la “seguridad pública”, con el Estado y la política. No hay que conformarse con el menudeo de los epifenómenos ofrecido por los medios.
Una de las consecuencias de la existencia de una “segunda realidad”, con su capital propio, sus “dueños” y sus negocios es la expansión de un campo bélico de características nuevas, difuso, de difícil aprehensión, que está afectando progresivamente la vida de las sociedades. Los métodos, las prácticas, son muy semejantes en los diversos países, se transnacionalizan, delatando la posible existencia de una agenda común, así como también de conexiones, migraciones de jefes que se desplazan con sus métodos, y de correos, atravesadores que relatan e instruyen sobre las nuevas tácticas. En América Latina, desde Centroamérica hasta la Argentina, hay un proceso de mafialización de la política que resulta en guerras del para-estado mafioso y guerras de los Estados actuando siempre con un brazo para-estatal. Lo que está ocurriendo es una expansión vertiginosa de lo que podríamos llamar “esfera para-estatal”, que siempre existe porque, en sus variedades, siempre está operativa, y que es inherente a la naturaleza del Estado, pero que ahora, nuevamente, amenaza con imponerse sobre la esfera estatal, ya no por el camino de un golpe militar, sino desde abajo y por una forma nueva de inflación de la dimensión para-estatal que ya habita dentro del Estado.
Por otro lado, quienes actúan hoy sumergidos en el para-estado mafioso son en muchos casos los mismos agentes de la represión de los tiempos dictatoriales, a veces inclusive como recursos humanos de las empresas de seguridad privada, como también son la mano de obra mercenaria de las compañías militares privadas que actúan en las guerras transnacionales de hoy, como fue señalado por Azzellini.
La dualidad del Estado fue teorizada por Ernst Fraenkel en el ambiente de la Alemania nazista (1941). Allí el autor cita a Toennies diciendo que la principal característica de todo estado moderno es su naturaleza dual. La co-etaneidad de la regla y la excepción, como afirma Giorgio Agamben en su relectura de Schmitt, Benjamin y Kafka (2004), y también Eugenio Raúl Zaffaroni en su relectura de Gunther Jacobs (2006), es propia de todo estado en toda y cualquier época, de paz o de guerra, de democracia y, claro, de autoritarismo. Esa estructura dual se debe a que ningún gobierno puede actuar sólo estatalmente, normativamente, y debe lanzar mano de agencias y acciones que Frankel describe como “prerrogativas” o discrecionales junto a agencias y acciones “normativas”.
Si bien en estados autoritarios esa duplicación es más visible, en tiempos democráticos ella se encuentra igualmente operativa. Es imposible controlar o disciplinar una sociedad nacional, con toda su pluralidad de intereses y de grupos, sólo con las leyes constitucionales. El llamado “gatillo fácil”, por ejemplo, es la consecuencia de que el policía en la calle tiene poder de juez. El agente estatal policial tiene poder discrecional para juzgar y evaluar si una situación ofrece peligro y, como consecuencia de su arbitrio, dar muerte a un ciudadano sin por esto tener que responder ante la ley. Esa “soberanía” en términos agambenianos, es decir, ese arbitrio o discrecionalidad que caracteriza el papel policial frente a la población representa un vacío de legalidad que es, sin embargo, legal, y constituye un hiato natural, inextricable e inseparable de la ley.
Tal duplicidad de competencia propia del papel policial en la calle no es en sí otra cosa que la personificación de la estructura dual del Estado en la figura del policía, que ejecuta —en ejecuciones sumarias llamadas “extrajudiciales”, prácticas “normales” en todo y cualquier país— sin que esta acción represente una ilegalidad sino una de las formas naturales de la duplicación del accionar estatal a través de sus agentes. Dualidad aquí entendida como su duplicación en un permanente accionar estatal y para-estatal. La aquí descrita es una, entre muchas, de las formas en que el Estado es legalmente dual y actúa para-estatalmente sin traicionar su normativa. Existen varias formas de duplicación, y todo un territorio liminal entre lo legal y lo criminal, un verdadero limbo que demuestra la naturaleza ficcional del Estado de derecho.
Si la Primera Realidad a la que me he referido ya contiene, en su accionar, ese tipo de desdoblamiento, de duplicación, la Segunda Realidad es toda ella operada por un Segundo Estado, marcado por la acción de corporaciones armadas propias, sicariatos organizados y conducidos por cabezas que actúan a nivel local, barrial, y otras más distantes, a gran distancia social por el bulto de capital que circula, y a distancias geográficas que no podemos verificar pero que podemos suponer por la recurrencia de ciertas tácticas, por la sistematicidad de su forma de operar en localidades distantes e inclusive cruzando fronteras nacionales y continentales.
Como expliqué, el accionar de esas corporaciones armadas tiene por finalidad ocuparse del mercadeo ilegal y de la protección de la propiedad y del flujo de los capitales sumergidos, así como de la intocabilidad de este ambiente todo. Es, por esto, un Segundo Estado, con su economía, con sus leyes, fuerzas de seguridad y organización propia. El efecto, para toda la sociedad, de la existencia subterránea de esos elementos es la expansión, muy actual, de un escenario bélico caracterizado por la informalidad, tipo de guerras no convencionalizadas, en las que las facciones en conflicto por la apropiación territorial de espacios barriales y personas, en general jóvenes reclutas que se agregan a sus fuerzas, no usan uniformes ni insignias y expresan su poder jurisdiccional con la ejemplaridad cruel a que hice referencia antes. Por otra parte, no hay un lenguaje jurídico para hablar de estas nuevas formas de la guerra. No están legisladas en ningún lugar. La Convención Contra la Tortura, por ejemplo, habla de la tortura a mano de agentes del estado, pero allí practican la tortura los agentes de otro estado, los miembros de otro tipo de corporaciones armadas. La segunda realidad es un campo incierto, un pantano inexplorado.
La situación de la propia democracia liberal representativa —la “democracia real” o “democracia realmente existente”— se ve necesariamente afectada en este complejo escenario. No es despreciable la reciente declaración pública de un importante alto jefe policial, jefe del Combate al Crimen Organizado de la Policía Federal brasileña, en la que afirma que no existe político, de partido alguno, que se elija sin contar con un fondo de campaña de origen ilícito.
Periodistas investigativos de diversos países y autoridades policiales, como la citada, ofrecen descripciones que apuntan a la conexión indeclinable entre políticos de todos los partidos y las mafias, con sus aportes indispensables a los fondos electorales de los procesos políticos sacramentados por el Estado. Lo anterior coloca un signo de interrogación permanente sobre la estructura misma de la democracia representativa de masas y el orden “democrático”, que no pueden defenderse ni de su propia sombra para-estatal ni del capital en su doble flujo: su flujo en los circuitos de la Primera Realidad y su flujo en los circuitos de la Segunda Realidad, ambos interconectados por adherencias irrigadas capilarmente por vasos sanguíneos muy bien surtidos. Esta situación diseña una escena de inmensa inestabilidad y anomia estatal que, sin embargo, emana, como he dicho, de la propia estructura del Estado. Y esa anomia abre las puertas a una belicidad que, como intento demostrar, se expresa de forma particular en la violencia ejercida sobre el cuerpo de las mujeres.
Tendemos a buscar, de forma casi automática y guiados por una racionalidad instrumental, los fines de la violencia de baja inteligibilidad de la que tenemos noticia, como es la violencia de género en las situaciones bélicas. Indagamos la dimensión instrumental de la violencia. Nos preguntamos “para qué”, cuando deberíamos, como ya he argumentado anteriormente, rastrear en estos crímenes la dimensión expresiva.
Toda violencia tiene una dimensión instrumental y otra expresiva. En la violencia sexual, la expresiva es predominante. La violación, toda violación, no es una anomalía de un sujeto solitario, es un mensaje de poder y apropiación pronunciado en sociedad. La finalidad de esa crueldad no es instrumental. Esos cuerpos vulnerables en el nuevo escenario bélico no están siendo forzados para la entrega de un servicio, sino que hay una estrategia dirigida a algo mucho más central, una pedagogía de la crueldad en torno a la cual gravita todo el edificio del poder.
Enseñar la mirada exterior con relación a la naturaleza y a los cuerpos; producirse como seres externos a la vida, para desde esa exterioridad dominar, colonizar, expoliar y rapiñar es un elemento central en el entrenamiento militar que se ha exacerbado en las guerras del presente. El orden económico-militar, actuando en un escenario informal y subterráneo, parece depender de procesos de desensitización extrema y sin límites, del desmonte deliberado y sistemático de toda empatía humana, y, actuando en un universo escasamente normalizado como es el de la Segunda Realidad, de la exhibición de crueldad como única garantía del control territorial.
Formas de castigo amedrentadoras aplicadas a los más jóvenes para atraparlos en una leva forzosa instalan el terror, con su truculencia, entre las gentes de las periferias pobres de las grandes urbes y muestran que hay un caldo de cultivo del cual emana una amenaza clara para toda la sociedad; son señales disimuladamente emitidas a voz en cuello para anunciar que un peligro se cierne sobre el orden y previsibilidad de la existencia. Un signo de interrogación planea ahora sobre los códigos y las convenciones que dan estabilidad a las relaciones entre las personas.
En otro lugar (Segato, 2013) me he referido a este proceso de “mafialización de la república” con la imagen del “Huevo de la Serpiente”, título de la película sobre los orígenes del nazismo del gran director sueco Igmar Bergman. Este tipo de crueldad expresiva, denotativa de la existencia de una soberanía para-estatal que controla vidas y negocios en un determinado territorio es particularmente eficaz cuando se aplica al cuerpo de las mujeres. Este “método” es característico de las nuevas formas de la guerra no convencionales, inauguradas en nuestras dictaduras militares y guerras sucias contra la gente, en las guerras internas, en las guerras llamadas “étnicas”, en la soldadesca asalariada de las empresas militares privadas, en el universo de los sicariatos que trabajan para las mafias, y en el accionar para-estatal de las fuerzas estatales de seguridad en tiempos de “democracia real”.
Antes, en las guerras hoy consideradas convencionales, desde el mundo tribal hasta las guerras formales entre Estados del Siglo XX, la mujer era capturada, como el territorio: apropiada, violada e inseminada como parte de los territorios conquistados, en afinidad semántica con esos territorios y sus cuerpos como territorio mismo. Era un efecto colateral de las guerras. En ella se plantaba una semilla tal como se planta en la tierra, en el marco de una apropiación. Pero la violación pública y la tortura de las mujeres hasta la muerte de las guerras contemporáneas es una acción de tipo distinto y con distinto significado. Es la destrucción del enemigo en el cuerpo de la mujer, y el cuerpo femenino o feminizado es, como he afirmado en innumerables ocasiones, el propio campo de batalla en el que se clavan las insignias de la victoria y se significa en él, se inscribe en él la devastación física y moral del pueblo, tribu, comunidad, vecindario, localidad, familia, barriada o pandilla que ese cuerpo femenino, por un proceso de significación propio de un imaginario ancestral, encarna. No es ya su conquista apropiadora sino su destrucción física y moral lo que se ejecuta hoy, destrucción que se hace extensiva a sus figuras tutelares y que me parece mantener afinidades semánticas y expresar también una nueva relación rapiñadora con la naturaleza, hasta dejar sólo restos. Ese huevo de la serpiente que está siendo incubado, cuya existencia se revela en varios epifenómenos, es el proyecto histórico de un nuevo orden en el cual el mal es la regla.
Todavía, quiero advertir que, en mis análisis, yo no considero el gozo ni hablo del móvil del odio. No uso, por ejemplo, la expresión “crímenes de odio”, porque es una explicación monocausal y porque alude al fuero íntimo, emocional, como causa única. Sugiero que el contingente agresor tiene interés en significar su pertenencia a una corporación armada, a una pandilla de sicarios, a una mara. Es un cálculo: para ser parte, será necesario ofrecer algunas demostraciones de capacidad letal y cruel sin quebrantarse. Por lo tanto, el miembro de la corporación armada para-estatal será entrenado para lograr el descenso de su umbral de fragilidad y el aumento de la capacidad de crueldad sin sufrir ni vulnerarse. Se prepara para entrar en un mundo en el cual el sufrimiento es el modo de vida. Quiero decir, por lo tanto, que ese “soldado se sujeta a ese orden interesadamente, a partir de un cálculo de conveniencia. La crueldad es expresiva y se separa de lo instrumental; pero la opción por ella es instrumental. Es un cálculo con referencia a los beneficios codiciados que se derivan del pacto mafioso, que, como he afirmado otras veces, obedece y replica el pacto masculino. Por esta razón, es importante dejar claro que los crímenes sexuales, especialmente los de guerra, son de soberanía jurisdiccional y de discrecionalidad soberana sobre un territorio, y no “de odio”.
En este sentido, aunque la idea del “odio” del agresor a su víctima es fácil de aprehender y comprender, es necesario percibir sus limitaciones, precisamente derivadas de su facilismo. La atribución de semejante complejidad en el accionar de las nuevas formas belicistas de la masculinidad al sentimiento de “odio” es, como afirmé, una explicación reduccionista y simplificadora por ser mono-causal, en primer lugar, porque pretende dar cuenta de escenas de altísima complejidad, en las que se combinan dimensiones psicológicas y sociales –la estructura del patriarcado —con intereses empresariales y políticos— los negocios fuera de la ley y los pactos de la élite política; y, en segundo lugar, por tratarse de una explicación referida a emociones privadas, a los afectos de fuero íntimo como es “el odio”, cuando en realidad estamos frente a un panorama guerrero configurado por intereses de órdenes que superan en mucho la esfera de la intimidad.
La explicación mono-causal y de sentido común que atribuye al móvil del “odio” las agresiones letales de género, es decir, que define los feminicidios como “crímenes de odio”, ha hecho un gran daño a nuestra capacidad de entender qué sucede en la variedad de crímenes de género. Causalidad, y peor aún, monocausalidad es una manera extremamente superficial de tratar cualquier acción humana.
Sobre la violación como método, insisto en que, en el nuevo contexto bélico, ella no es apropiación sino destrucción, es decir, la devastación física y moral de un organismo-pueblo. Es muy importante aquí hacer notar otra importante característica de este nuevo escenario de guerra: ese cuerpo en el que se ve encarnado el país enemigo, su territorio, el cuerpo femenino o feminizado, generalmente de mujeres o de niños y jóvenes varones, no es el cuerpo del soldadosicario-mercenario, es decir, no es el sujeto activo de la corporación armada enemiga, no es el antagonista propiamente bélico, no es aquél contra quien se lucha, sino un tercero, una víctima sacrificial, un mensajero en el que se significa, se inscribe el mensaje de soberanía dirigido al antagonista.
Y esa victimización de quien no es el contrincante tiene una eficacia mayor como espectáculo de poder, en su exhibición de barbarie y ferocidad, en su mensaje de prerrogativa de arbitrariedad soberana, en otras palabras, como expresividad de un supremacía anómica. Y es por eso también que, desde una perspectiva analítica convencional, este tipo de violencia resulta poco inteligible, al mismo tiempo que aquéllos a quienes el mensaje va dirigido lo interpretan de forma automática y sin mediaciones: saben que se trata del poder expresándose por detrás de la crueldad impune.
Si la violación a varones, por otro lado, es la feminización de sus cuerpos, su desplazamiento a la posición femenina, la violación de las mujeres es también su destitución y condena a la posición femenina, su clausura en esa posición como destino, el destino del cuerpo victimizado, reducido, sometido. La pedagogía de feminidad como sometimiento se reproduce allí. Cuando se viola tanto a una mujer como a un hombre, la intención es su feminización como marca definitiva e indeleble, y ese acto, a su vez, establece de forma inapelable la inescapabilidad de la matriz heterosexual como fundamento y primera lección de todas las otras formas de relación de dominación (Segato, 2003).
En la lengua franca del género se habla allí, en ese acto de guerra, directamente de la captura jerárquica de la humanidad en la matriz binaria de opresores y oprimidos, dominadores y dominados. En ese universo bélico de baja codificación, el último nomos que parece imperar, en medio a un vacío normativo, es el nomos del poder, expresado en el lenguaje primero y último del género, de allí la importancia de las violaciones como acto central de esta nueva modalidad de la guerra.
De esta forma, las guerras no convencionales, en la contramano de todas las campañas que las mujeres hemos emprendido y en muchos casos ganado en el campo legislativo, renuevan y enyesan el imaginario colectivo colonial-moderno que nos atraviesa y que confiere significado a la violación, o acceso sexual forzado, como daño moral indeleble a la víctima y a todos aquéllos que detentan la capacidad de tutela y custodia sobre su cuerpo —sus padres, hermanos, maridos, y las autoridades políticas que tienen a su cargo la jurisdicción territorial en que habitan. Este imaginario establece la relación jerárquica que llamamos “género” como estructura binaria y desigual por la cual la posición masculina secuestra para sí la plataforma de enunciación de verdades de interés universal llamada “esfera pública” y se coloca en la posición de sujeto paradigmático de lo Humano pleno y englobante, en un gesto que expulsa a la posición femenina a la calidad de margen, resto, particularidad, cuestión de intimidad (Segato, 2011b y 2014). La agresión bélica sexualizada a mujeres y a niños, es decir, a aquéllos que no ocupan la posición del sujeto antagonista en la guerra, representa una agresión simultáneamente física y moral a cuerpos cuya existencia debe darse bajo custodia, es decir, que por definición son cuerpos tutelados. La falla en poder proteger esos cuerpos de la saña enemiga es un indicativo de quiebra moral, una de las formas más importantes de la derrota en un imaginario que es arcaico, ancestral. La producción y reproducción de la moral de la tropa es un elemento central en la formación para la guerra, y su manutención esencial para obtener la victoria sobre el enemigo. Por otro lado, no hay derrota del vencido sin que en ella participe su destrucción moral.
Femigenocidio: la dificultad de percibir la dimensión pública de los feminicidios bélicos
Como he argumentado hasta aquí, en el tipo de guerra informal característica de la modernidad y el capitalismo avanzado, el cuerpo femenino y feminizado tiene un destino particular. En las guerras convencionales del pasado, se lo anexó, se lo inseminó masivamente, se lo incorporó como parte del territorio conquistado, distribuyendo su posesión entre los hombres y las familias, como cuerpo esclavo o servil, y como cuerpo concubino. En la actualidad, ha ocurrido una transformación de ese antiguo papel del cuerpo femenino en la escena de la guerra.
En las guerras informales que se expanden en el presente, el cuerpo de las mujeres es torturado por medios sexuales hasta la muerte, a él se le destina la destrucción siempre mediante la utilización — aunque no exclusiva— del abuso y la intrusión sexual por su carácter profanador de lo que debe ser resguardado. Como hemos dicho en otras ocasiones: “cuerpo de mujer, campo de batalla”, pues en él se agreden, desmoralizan, amedrentan, desmovilizan y, eventualmente, derrotan las huestes de hombres a cargo de su vigilancia y protección, usando saña no conocida anteriormente contra víctimas no guerreras, no directamente involucradas en el trabajo de la guerra.
A partir de estas consideraciones, entonces, es posible afirmar que si bien todas las agresiones de género y los feminicidios obedecen a un orden cuyo patrón se establece en la época temprana de la vida, en el medio familiar, y atraviesa toda la vida social al organizarla según una estructura patriarcal que ordena el campo simbólico y orienta los afectos y valores, hay, asimismo, un tipo particular de violencia de género que involucra necesariamente tratamiento cruel y letalidad, y que se separa y obtiene especificidad.
Si toda la violencia de género es estructural, y cobra vidas en números próximos a un genocidio sistemático y en una multiplicidad de escenarios, es indispensable, para los fines de las estrategias de lucha contra la victimización de las mujeres, es decir, para poder investigar y desarticular los agentes perpetradores del daño, entender que hay un tipo de violencia de género que se genera y transita por escenarios absolutamente impersonales.
En otras palabras, aunque todos los feminicidios obedecen a un dispositivo de género y resultan del carácter violentogénico de la estructura patriarcal, el fin de la impunidad depende de una tipificación rigurosa, que trascienda en mucho la mera utilización del nombre “feminicidio” y que sea capaz de discriminar por lo menos dos tipos amplios o grandes clases dentro de esta clasificación general, a partir de la consideración del móvil inmediato que los desencadena o gatilla: aquéllos que pueden ser referidos a motivaciones de orden personal o interpersonal —crímenes interpersonales, domésticos y de agresores seriales—, y aquéllos de carácter francamente impersonal, que no pueden ser referidos al fuero íntimo como desencadenante, y en cuya mira se encuentra la categoría mujer, como genus, o las mujeres de un cierto tipo racial, étnico o social, en particular - mujeres asociadas a la corporación armada antagónica, mujeres de la otra vecindad, mujeres del grupo tribal antagónico, mujeres en general como en la trata.
Estamos aquí frente a la agresión y eliminación sistemática de un tipo humano, que no responde a un móvil inmediato o gatillo que pueda ser remitido a la intimidad. Entre estos últimos pueden ser contadas las agresiones de género en el contexto de los nuevos tipos de la guerra, la trata de personas con su reducción a condiciones concentracionarias, y el abandono o subnutrición de bebés sexo femenino y niñas en los países asiáticos, entre otros. Este tipo de feminicidios, que sugiero llamar “femi-geno-cidios” (Segato, 2001b y 2012), se aproximan en sus dimensiones a la categoría “genocidio” por sus agresiones a mujeres con intención de letalidad y deterioro físico en contextos de impersonalidad, en las cuales los agresores son un colectivo organizado o, mejor dicho, son agresores porque forman parte de un colectivo o corporación y actúan mancomunadamente, y las víctimas también son víctimas porque pertenecen a un colectivo en el sentido de una categoría social, en este caso, de género.
Puede constatarse, a este respecto, que en los países que han pasado o atraviesan alta conflictividad interna de varios tipos aumentan las cifras de la violencia letal contra las mujeres, esto indicaría que lo que eleva esas cifras es el aumento de los crímenes en contexto de impersonalidad y que, por lo tanto, hay una proporcionalidad directa entre guerra y aumento notable de feminicidios.
Una muestra de 54 países y territorios con información sobre la relación entre victimario y víctima de feminicidios revela que la proporción entre violencias letales interpersonales es menor en los países con tasas de feminicidios más elevadas. Por ejemplo, en El Salvador y Colombia, países que están entre los que tienen mayores tasas de feminicidio, solamente 3% del total de feminicidios son cometidos por un compañero actual o ex. Por otro lado, Chipre, Francia y Portugal (países con bajas y muy bajas tasas de feminicidio), asesinatos de mujeres por compañeros actuales o ex compañeros responden por más de 80% de todos los asesinatos (Alvazzi del Frate, 2011, p. 12930).
De la misma forma, se puede constatar que entre los países marcados por altas tasas de violencia letal, las mujeres son más frecuentemente muertas en el espacio público, inclusive por gangs y grupos organizados. [Segato y Libardone, 2013). Infelizmente, sólo podemos hablar de tendencias, ya que es imposible hacer más precisiones, debido a que no hay todavía una consciencia en la programación de las preguntas que guían la extracción de datos para la confección de las estadísticas ni de que se deben separar los crímenes asociados a detonantes personalizables (domésticos, interpersonales, seriales, etc.) de los crímenes genéricos realizados por colectivos o corporaciones armadas contra categorías de mujeres.
Los crímenes de “femigenocidio”, de genus, genéricos tanto en el campo de los perpetradores como en el de las víctimas, plenamente impersonales y masivos, que, por sus características, se aproximan a la definición del genocidio, están aumentando en número y en proporción con relación a los interpersonales o personalizables. Sabemos esto, por ejemplo, con relación a países para los cuales sí hay alguna información que permite discriminarlos. Guatemala, El Salvador y México, en América Latina, y Congo dando continuidad a las escenas horrendas de Ruanda, son emblemáticos de esta realidad.
En Congo, los médicos ya utilizan la categoría “destrucción vaginal” para el tipo de ataque que en muchos casos lleva a sus víctimas a la muerte. En El Salvador, entre 2000 y 2006, en plena época de “pacificación”, frente a un aumento de 40% de los homicidios de hombres, los homicidios de mujeres aumentaron en un 111%, casi triplicándose; en Guatemala, también de forma concomitante con el restablecimiento de los derechos democráticos, entre 1995 y 2004, mientras los homicidios de hombres aumentaron un 68%, los de mujeres crecieron en 144%, duplicándose; en el caso de Honduras, la distancia es todavía mayor, pues entre 2003 y 2007, el aumento de la victimización de los hombres fue de 40% y de las mujeres de 166%, cuadruplicándose (Carcedo, 2010: 40-42).
Todos estos países son palco de una duplicación extrema del Estado y de un “conflicto interno” que en lugar de resolverse se transforma y adapta a través de las décadas de la historia reciente. La escena bélica informal de estos países es de alta intensidad. Llama también la atención otro cambio en la escena tradicional de los crímenes de género para esta región, asolada por la conflictividad informal en el período para el que se registran esas cifras: los asesinatos de mujeres por sus parejas y ex parejas ya no representan la mayoría (Ibidem: 49), y los crímenes de género en la intimidad van decreciendo en número notablemente. Por ejemplo, para el caso de Honduras, junto al mayor ritmo de aumento de los asesinatos de mujeres, solamente uno de cada cuatro de estos crímenes se ejecutaron en el universo familiar (Ibidem: 53). Esto demuestra que la impersonalidad es un trazo que se afinca en los crímenes de género, y que esto se encuentra en asociación con los escenarios de creciente conflictividad, es decir, de las nuevas formas de la guerra, caracterizadas por la informalidad.
La resistencia a hacer esta distinción por parte de algunos sectores del feminismo acaba aliándose a lo que he calificado como “voluntad de indistinción” de los crímenes contra la mujer demostrada, por ejemplo, para el caso de Ciudad Juárez, por las fuerzas de seguridad, la autoridad judicial y los medios de comunicación. Esa voluntad de indistinción responde y a la vez realimenta la tendencia conservadora, muy fuerte en la opinión pública y en la mentalidad de las autoridades, al mismo tiempo que perpetuada por la estereotipia propia de los medios, de capturar todas las agresiones sufridas por las mujeres dentro del universo íntimo, de la domesticidad y de la interpersonalidad, remitiendo el móvil a emociones y afectos. Al ignorar y oscurecer, tanto en la tipificación como en las estadísticas y en la propia reflexión feminista, la existencia de crímenes de género plenamente públicos e impersonales, que involucran contingentes específicos o poblaciones, concernientes a la conflictividad y a las presiones de los intereses que afectan a la sociedad en general, protagonizados en el papel del agresor y la víctima por agrupaciones o contingentes —contingentes organizados y corporaciones armadas de hombres perpetradores, y contingentes o categorías genéricas de víctimas—, se contribuye a reproducir el estereotipo que encapsula a la mujer en una atmósfera de domesticidad y particulariza sus demandas, es decir, se perpetúa una ideología de la “mística” femenina.
La privatización, es decir, el confinamiento de todos los crímenes de género a la esfera de la intimidad, consumada en la negativa de los medios, las autoridades y algunos sectores muy influyentes del feminismo, a visualizar la existencia de un tipo particular de estos crímenes, que deben ser discriminados, tipificados e investigados en su especificidad y diferencia por medio de protocolos y procedimientos forenses, policiales y jurídicos específicos, se deriva y a su vez realimenta los estereotipos vigentes que trazan una equivalencia entre “femenino” e “íntimo”. Estos estereotipos afectan negativamente las prácticas de investigación policial y jurídicas, así como la administración de una justicia capaz de contemplar la queja de las víctimas: Contribuyen para que los crímenes contra las mujeres continúen no siendo percibidos por la opinión pública como ocurrencias plenas de la esfera pública por derecho propio, pues todos los tipos de crímenes contra las mujeres se encuentran contaminados, en el imaginario colectivo, por la atmósfera del espacio de intimidad, es decir, la domesticidad nuclearizada privatizada propia de los tiempos modernos (Segato, 2011a).
De esta forma, cuando los miembros de una corporación armada, sea ésta formada por agentes estatales actuando de manera para-estatal, o una corporación armada para-militar o milicia, agreden sexualmente por medio de violación y abusos el cuerpo de una mujer que han detenido o secuestrado, se puede decir que “sexualizan” ese sujeto, es decir, lo empujan y capturan en la esfera de su intimidad y despolitizan la agresión, lo reducen al campo de las relaciones de estatus desiguales propio del patrón de género y lo alejan de la posibilidad de una justicia plenamente pública. Cuentan con la complicidad de un imaginario colectivo en el que sexualidad y ley pertenecen a esferas separadas e irreconciliables, lo sexual al orden privado, íntimo y doméstico, y la ley a la esfera pública de interés universal y general. Eso hace que, a pesar de la prédica del movimiento feminista y de la existencia de diversas leyes al respecto, haya siempre una resistencia difícil de vencer cuando se trata de situar los delitos de orden sexual en el plano universal del interés general de la sociedad.
Frente a una escena bélica informal y difusa en expansión, que opera con métodos mafiosos, configura un universo para-estatal de control y captura progresivamente la vida social y la política, es necesario introducir en la retórica jurídica y en la consciencia de la opinión pública la centralidad y el significado de las formas nuevas de victimización del cuerpo femenino en las estrategias de manutención de un orden basado en la dominación arbitraria y soberana sobre la vida de las personas y sus territorios. Localizar y desarticular este dispositivo de dominio es una tarea urgente.
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la nueva elocuencia del poder
Una conversación con Rita Segato
Por el Instituto de Investigación y Experimentación Política
¿Cómo pensar las formas de violencia desbocada que se están expandiendo en las periferias de las grandes ciudades argentinas y latinoamericanas?
No podemos pensar las nuevas formas de violencia que se expanden en las periferias de las grandes ciudades de América Latina sin proponer modelos que nos permitan hacer apuestas sobre su significado. Es decir, sin suponer una estructura de relaciones, un circuito subterráneo de personas, situaciones, intereses; no podemos pensar tales eventos de violencia aparentemente irracional, fortuita, casi caprichosa. No es posible proceder de otra manera que no sea proponiendo modelos explicativos porque la única evidencia de superficie con que contamos son las noticias de una crueldad ininteligible que estalla en un barrio u otro, en una ciudad u otra, y nos llama la atención. Solo podemos conjeturar su sentido a partir de una estructura de relaciones invisible que imaginamos existir en algún plano y que sea capaz de explicar su ocurrencia. Entendemos, así, que tales actos de crueldad no son otra cosa que epifenómenos de una realidad que solamente podemos inferir y postular, irrupciones violentas en las cuales un circuito profundo de vínculos se asoma a la superficie y deja el rastro, deja indicios de su existencia. Es decir, hay un fondo secreto, una estructura oculta por detrás de esos fenómenos de extraña violencia…
El diseño de un modelo que pueda darnos una explicación de lo que está pasando no es otra cosa que una apuesta, una suposición, de lo que se esconde detrás de esa miríada de epifenómenos dispersos, fragmentarios, como son los hechos que me contaban, por ejemplo, con relación a los niños de las villas rosarinas o lo que yo he tratado en mi ensayo sobre Ciudad Juárez: son los fragmentos más visibles de un fondo secreto, una estructura oculta. Apostamos a que ella tiene un cierto diseño que vincula figuras, personajes situados en la escena de los negocios, de los cargos de la política y de la administración pública, de la justicia, de la policía, etcetéra… pero no podemos, excepto en raras oportunidades, constatar los acuerdos que se sellan en esos circuitos, ni cómo se llega a los mismos.
Para buscar tornar inteligibles una serie de datos inconexos de la realidad y llamativos por su crueldad, que no podemos explicar con relación a fines prácticos, tenemos que atribuirles, como ya he sostenido en otras ocasiones, una intención expresiva. Como, por ejemplo, en primer lugar, la de una ejemplaridad que se constituye inmediatamente en una amenaza paralizante, aterrorizante, dirigida a toda y cualquier intención de desobediencia, como en las antiguas ejecuciones públicas que Foucault analiza en su Vigilar y castigar. Esta ejemplaridad, que alcanza con su dolor y su truculencia a toda la sociedad, es clara en la crueldad ejercida en el cuerpo de las mujeres y también, como en el caso de los adolescentes de las villas rosarinas, en el cuerpo de niños y adolescentes de las periferias pobres y también pobremente organizadas, como las de Rosario. Lo que se espectaculariza ahí, en estos castigos ejemplares contra figuras sociales que, evidentemente, no son el antagonista, no son el miembro de la patota enemiga, de la facción sicaria enemiga, de la corporación armada enemiga, sino personas que se encuentran entre el fuego cruzado de la guerra sorda, informal, que allí se está librando, lo que se muestra en ese espectáculo de crueldad no es otra cosa que la propia capacidad de muerte y la insensibilidad extrema frente al sufrimiento; es decir, un trazo cultivado con esmero en todos los procesos de iniciación de jóvenes guerreros, o sea, en todas la prácticas ancestrales y presentes, de todas las tribus y sociedades conocidas, que transforman a los hombres en guerreros tribales o en soldados modernos. Pues es así, las estrategias psíquicas y físicas de dessensibilización son esenciales en la preparación de los hombres para la guerra. Y esa costra gruesa frente al sufrimiento, ese callo espiritual es lo que se cultiva y lo que se exhibe y, más que se exhibe, se espectaculariza, ante la tropa informal, la mara, la patota, y ante la sociedad también. Es una exhibición de masculinidad y de capacidad cruel, letal. Más que nada, es una forma de exhibir la absoluta falta de sensibilidad compasiva. Una prueba exigida, indispensable, en ciertos ambientes. Y esa “masculinidad”, así construida y comprobada, resulta perfectamente funcional para la actividad mafiosa, para el accionar del crimen organizado. Las estructuras de las mafias y de la masculinidad, como he afirmado muchas veces, son perfectamente análogas.
Como venía diciendo, entonces, la función de la ejemplaridad es central en las prácticas crueles, pues ella permite el ejercicio de una soberanía, de un control territorial, que se expresa en su capacidad de acción irrestricta sobre los cuerpos. Por detrás de este control territorial se esconden límites jurisdiccionales subterráneos y, en este sentido, control territorial es control jurisdiccional, con estratos de autoridades “informales”, desde el punto de vista de la esfera estatal, pero contundentes en sus prácticas. Quiero, todavía, enfatizar que existe una segunda función de las prácticas violentas, especialmente sobre las mujeres, y es la función pedagógica de las mismas. Tomando y modificando la expresión de Hannah Arendt al hablar del nazismo como una “Pedagogía de la Traición” en sus Orígenes del Totalitarismo, describo esta función como una “Pedagogía de la Crueldad” que, por razones que no puedo examinar aquí, es absolutamente esencial al mercado y al capital en esta fase ya apocalíptica de su proyecto histórico.
Sin embargo, la función ejemplar del castigo en el submundo de las jurisdicciones informales mafiosas y la “Pedagogía de la Crueldad” ejercida en el cuerpo de las mujeres y esencial para forjar sujetos dóciles al mercado y al capital, aunque emparentadas, no son lo mismo, no constituyen la misma función.
¿Y cómo ves la estructura que se encuentra por detrás de todos esos episodios de extrema crueldad y que permite explicar lo que está ocurriendo en términos de violencia?
Al respecto de esta violencia desenfrenada, la primera suposición que hago es que una serie considerable de negocios ilícitos produce sumas masivas de capital no declarado. Estos negocios son de muchos tipos: contrabandos diversos como el narcotráfico, el tráfico gigantesco de armas, de personas en forma de tráfico consentido y de la trata engañosa de adultos y de niños, el tráfico de órganos; el tráfico también de una cantidad inmensa de bienes de consumo legal que ingresan desde el exterior, incluyendo bebidas alcohólicas, drogas lícitas y partes de aparatos electrónicos, entre muchos otros productos que pasan a venderse en el comercio legal. También por el contrabando hacia el exterior de minerales estratégicos, piedras preciosas, maderas, y hasta animales exóticos. Aquí también suma mucho dinero la explotación de la prostitución en reductos francamente concentracionarios donde se somete especialmente, pero no exclusivamente, a las mujeres al trabajo sexual esclavo. Otra fuentes de ese gran lago de capital sumergido, subterráneo, no declarado, son las casas de juego, los casinos, públicos o clandestinos, en los que es muy difícil medir los dineros que por allí circulan. También el pago de varias formas de protección mafiosa como, por otra parte, de servicios de seguridad privada, cuyas contabilidades son siempre ambiguas pues es común contratarse, para los mismos, “en negro”, el trabajo de policías en sus horarios fuera de servicio. El valor extraído del trabajo no remunerado en la extracción de trabajo esclavo y servil, no pagado en la forma de salario declarado, así como en la diferencia entre los valores de pagos declarados y no declarados. Las varias formas de la evasión de impuestos, las varias magnitudes de la coima, así como los dineros que circulan en el tráfico de influencia y la compra de voluntades políticas. La corrupción que circunda todas las grandes obras, los emprendimientos intermediados por las mega-corporaciones contratistas, con conexiones transnacionales; la evasión de impuestos en los grandes negocios, los impuestos de los sectores ricos de la sociedad (no de las híper y estúpidamente vigiladas clases medias que viven de sus sueldos). Y la lista podría seguir. Nos convencemos, entonces, de que se trata de una segunda economía de porte y caudal extravagantemente inmenso. En el subtítulo “La Conexión Perversa: La Economía del Crimen Global” de Fin de Milenio, último volumen de su trilogía sobre la Era de la Información, Manuel Castells hace una reseña estimativa de este bulto de capital de origen criminal, y dice, por ejemplo, que la Conferencia de la ONU de 1994 sobre el Crimen Global Organizado estimó que sólo el narcotráfico ya rendía cifras anuales mayores que las transacciones globales de petróleo. Eso nos da una idea de la importancia de esa segunda economía, de la que podemos suponer que duplica, especularmente, la primera economía, que circula a cielo abierto.
La informalidad de la economía hoy es inmensa. Pero, una vez más, cuando hablamos de informalidad de la economía estamos hablando de banqueros, de grandes empresarios, de gente “blanca” y de “buenas familias”. No podría ser de otra forma, dada la enorme masa de caudales que allí se administra. Desafortunadamente, lo que vemos en los noticieros es la soldadesca oriunda de las ranchadas pobres y no blancas, la leva reclutada por la persuasión, por la necesidad de los desposeídos o por la fuerza, para ser carne de cañón en la primera línea de fuego a la que son mandados los peones, los soldados rasos, de esa organización gigantesca que atraviesa todos los estratos y niveles económicos de la sociedad.
Entonces, volvamos por un momento a la realidad a cielo abierto y pensemos en lo que es el Estado, en el papel del Estado con sus leyes y normativas de diversos niveles. ¿Qué se protege, cuáles son los valores jurídicos que los códigos normativos estatales colocan en foco, cuáles son los derechos privilegiados por su mira protectora? En primer lugar, la propiedad y, en segundo lugar, se protege la vida contra la violencia ilegítima, quedando garantizada la violencia legítima en manos de los agentes estatales que actúan en la seguridad pública. Decimos, entonces, que el Estado dedica una proporción considerable de sus fuerzas y de la violencia legítima de que dispone a proteger la propiedad. Será inevitable la pregunta: ¿y qué fuerzas y qué tipo de violencia protege la cuantiosa y enormemente variada propiedad en el nivel subterráneo de la “segunda economía”?
Llegamos, a través de esa pregunta, a postular la existencia de dos realidades: una Primera Realidad, constituida por todo aquello regido por la esfera del Estado, todo aquello declarado al Estado, visible en las cuentas de la Nación, en las páginas de Internet de la Transparencia en Gestión Pública, los impuestos recaudados, los pagos “en blanco”, todo lo producido y comercializado, las propiedades compradas o heredadas, las empresas y sociedades de lucro y ONGs registradas, etc., y las fuerzas policiales y militares, instituciones y políticas de seguridad pública que protegen ese caudal legítimo, legal. Por otro lado, en el subsuelo de ese mundo de supuestas transparencias, se encuentra lo que en mi ensayo sobre Ciudad Juárez llamé “Segundo Estado”, y que hoy prefiero llamar Segunda Realidad, pues es una realidad especular con relación a la primera: con bulto de capital probablemente idéntico, con caudal circulante ídem, y con fuerzas de seguridad propias y ocupadas en proteger la riqueza que en ese universo se produce y administra.
No podemos entender la violencia como nos la presentan los medios, es decir, como dispersa, mediatizada como anómala y, en algunos casos, como esporádica. Tenemos que percibir la sistematicidad de esta gigantesca estructura que vincula redomas aparentemente muy distantes de la sociedad y atrapa a la propia democracia representativa. Y, si pensamos un poco más, concluiremos que necesariamente esa estructura tiene una extensión global y una importancia política, es decir, que interfiere en la política, como también es interferida por centros imperiales. En el ámbito nacional porque su impacto es determinante en los pleitos electorales. Y en el ámbito global porque, por un lado, prestigiosos bancos del Norte lavan el dinero que produce y acumula la segunda economía y no es posible investigarlos y procesarlos con todo el rigor de la ley, allá, en el mismo Norte, ya que, como afirmó este año el propio Fiscal General de los Estados Unidos, Eric Holder, los actos de corrupción y fraude cometidos por los ejecutivos de los bancos norteamericanos no pueden ser judicializados debido al tamaño de esas instituciones y su incidencia en las economías nacional (de los Estados Unidos) y global. Estamos aquí en la clara duplicación del Estado y en la llana aceptación de la intocabilidad y funcionalidad de la “segunda realidad”. Una muestra también de la conexión entre los caudales que fluyen subterráneamente y los que fluyen en la superficie. Por otro lado, los siempre atentos estrategas del Norte ven también, en esta partición del control estatal, una nueva oportunidad para controlar nuestros destinos como naciones, y ciertamente se hacen presentes aquí, con agentes al servicio de intereses imperiales interviniendo en ambos lados de la realidad, es decir, tanto en los negocios sombríos y subterráneos como en las políticas represivas. La abertura y vulnerabilidad de los negocios subterráneos a la ingerencia de los servicios imperiales y su expertise es de mano doble: por debajo, a través de los acuerdos del mundo subterráneo, sus tráficos de capital, bienes e influencias, como muestra la omisión declarada, que cité hace un momento, del Fiscal General de los Estados Unidos frente al hecho de que sus bancos lavan el dinero de los negocios sucios en América Latina; y, por arriba, en los servicios de asesoría para la represión como, por ejemplo, es el caso del equipo de tres militares estadounidenses que visitó Argentina en septiembre de 2012 para dictar un curso en el Ministerio de Defensa sobre Seguridad Nacional y Guerras no Convencionales. En esa época Página/12 publicó varias notas de Horacio Verbitsky sobre el tema, por las que nos enteramos que los tres instructores enseñan regularmente en un Centro creado especialmente en 1994 para reorientar a las Fuerzas Armadas de nuestros países en un escenario bélico ya no intervenido por la Guerra Fría y diseñado ahora por nuevas formas de conflictividad. Las “pandillas” fueron su tema central, un tipo nuevo de amenaza que requiere, según los visitantes, de asesoría del Norte. Resaltaron, según cuenta Verbitsky, que dos años antes, cuando ofrecieron sus servicios de expertos para discutir el tema de las pandillas en los países de América del Sur, no hubo interés. Hoy, curiosamente, pasados apenas dos años, según los expertos, el tema causa gran preocupación. También nos enteramos por Verbitsky de un dato evitado por los anfitriones del curso de 2012, y que es sin duda de la mayor importancia: que uno de los instructores, de nombre Goetze, trabajó en la embajada Argentina entre julio de 1976 y julio de 1978, época en que la dictadura perpetró las mayores atrocidades, concentrando en su persona dos agregadurías, la de la Fuerza Aérea y la del Pentágono.
Es vinculando estas dos evidencias que acabo de mencionar —la complicidad de los bancos del Norte con el lavado del dinero que arrojan los negocios mafiosos en el Sur, por un lado, y la oferta de instrucción para la represión de las pandillas por parte de expertos militares norteamericanos— que podemos afirmar que las formas nuevas de la conflictividad son puertas de acceso para el control de nuestros asuntos en una vía de doble mano, como estoy diciendo, en ambos universos o “realidades”, la Primera y la Segunda Realidad, como las vengo llamando aquí. Estoy por lo tanto convencida de que hay que pensar grande para entender este tipo de asunto. No hay que conformarse con el menudeo de los epifenómenos ofrecido por los medios.
¿Cuáles son las consecuencias para la sociedad de esta estructura que conecta, como decís, sectores aparentemente muy distantes de la sociedad y también engloba la política?
Una de las consecuencias es la expansión de un campo bélico de características nuevas, difuso, de difícil aprehensión, que está afectando progresivamente la vida de las sociedades latinoamericanas. Se dijo que México se “Juarizó” (aludiendo a las formas de operar del cartel de Ciudad Juárez, en la frontera norte mexicana), y yo creo que Argentina se ha mexicanizado. Sin duda el proceso se expande también en Brasil, pero allí los medios confunden todavía más la percepción de la existencia de un universo que conspira contra la propia democracia. En Brasil, la ilusión de transparencia es siempre mayor que en la Argentina. Fuera de estas diferencias de percepción, los métodos, las prácticas, son muy semejantes en los diversos países, delatando la existencia de conexiones y, posiblemente, de una agenda común. Son guerras informales y difusas, que están ocupando cada vez más espacios en nuestros países. En América Latina, desde Centroamérica hasta la Argentina, hay un proceso de mafialización de la nación y un escenario bélico en expansión. Como parte de ese escenario debemos agrupar tanto las guerras del para-estado mafioso, como las guerras de los Estados cuando actúan como para-estados. Lo que está ocurriendo es una expansión vertiginosa de lo que podríamos llamar “esfera paraestatal”, que siempre existe; que, en sus variedades, siempre está operativa, que es inherente a la naturaleza del Estado, pero que ahora, nuevamente, amenaza con imponerse sobre la esfera estatal, ya no por el camino de un golpe militar, sino desde abajo y por una forma nueva de inflación de la dimensión para-estatal que ya habita dentro del Estado.
La duplicación del Estado fue teorizada por Ernst Fraenkel en una obra de 1941, en el contexto de la Alemania nazi. Allí el autor cita a Toennies diciendo que la principal característica de todo estado moderno es su naturaleza dual. La co-etaneidad de la regla y la excepción, como afirma Giorgio Agamben en su relectura de Schmitt, Benjamin y Kafka, y también Zaffaroni en su relectura de Gunther Jacobs, es propia de todo Estado en toda y cualquier época, de paz o de guerra, de democracia y, claro, de autoritarismo. Esa estructura dual se debe a que ningún gobierno puede actuar sólo estatalmente. Es imposible controlar o disciplinar una sociedad nacional, con toda su pluralidad de intereses y de grupos, sólo con las leyes constitucionales. El gatillo fácil, por ejemplo, es la consecuencia de que el policía en la calle tiene poder de juez. El agente puede juzgar la situación si está en peligro de muerte, y ese vacío es un agujero negro de la legalidad. Ese hiato natural de la ley, digamos así, ese vacío de jurisdicción, permite que un policía en la calle se comporte como juez, y que esto no sea precisamente ilegal sino una de las formas naturales de la duplicación del accionar estatal a través de sus agentes. Eso permite que ese policía concentre en sí, y dentro de la legalidad, las dos funciones. A esto se le llama discrecionalidad de la decisión policial en la calle, y yo lo considero una de las formas en que se revela la dualidad del Estado, en su accionar “normal”. Dualidad aquí entendida como su duplicación en un permanente accionar estatal y para-estatal, porque la licencia policial de actuar con capacidad de juez abre un espacio no claramente normativo, abre un peligrosísimo espacio de arbitrio que, encontrándose plenamente dentro de la ley se resbala con facilidad hacia afuera de la misma. Esta es una de las formas en que el estado es legalmente dual y actúa paraestatalmente sin traicionar su normativa. Existen varias formas de duplicación, y todo un territorio liminal entre lo legal y lo criminal, un verdadero limbo.
Entonces, si la Primera Realidad a la que me he referido ya contiene, en su accionar, ese tipo de desdoblamiento, de duplicación, la Segunda Realidad es toda ella operada por un segundo Estado, marcado por la acción de corporaciones armadas propias, sicariatos organizados y conducidos por cabezas que actúan a nivel local, barrial, y otras más distantes, a distancias sociales por el bulto de capital que circula, y a distancias geográficas que no podemos verificar pero que podemos suponer por la recurrencia de ciertas tácticas, por la sistematicidad de su forma de operar en localidades distantes e inclusive cruzando fronteras nacionales y continentales. Como expliqué, el accionar de esas corporaciones armadas tiene por finalidad proteger la propiedad, el comercio ilegal, el flujo de los capitales sumergidos, y la propia intocabilidad de este ambiente todo. Es, por esto, un Segundo Estado, con sus leyes, fuerzas de seguridad y organización propia. El efecto, para toda la sociedad, de la existencia subterránea de esos elementos es la expansión, muy actual, de un escenario bélico caracterizado por la informalidad, tipo de guerras no convencionalizadas, en las que las facciones en conflicto por la apropiación territorial de espacios barriales y personas, en general jóvenes reclutas que se agregan a sus fuerzas, no usan uniformes ni insignias y expresan su poder jurisdiccional con la ejemplaridad cruel a la que hice referencia antes. Por otra parte, no hay un lenguaje para hablar de estas nuevas formas de la guerra. No están legisladas en ningún lugar. La Convención Contra la Tortura, por ejemplo, habla de la tortura a mano de agentes del Estado, pero allí practican la tortura los agentes de otro Estado, los miembros de otro tipo de corporaciones armadas. La segunda realidad es un campo incierto completamente, un pantano. No es fácil entender contra quién estamos actuando.
En la frontera o corredor intermediario entre las dos realidades se encuentra la policía, que participa de ambas, tiene tránsito en ambas, inevitablemente. Una vez un director de seguridad de la penitenciaría de Brasilia me dijo: “Nosotros, la policía, somos el ‘condón’ de la sociedad, el muro de contención, los que retenemos toda la suciedad para que no pase, para que no atraviese”. Una especie de liminar activo, de umbral intermediario entre la Primera y la Segunda Realidad que, de repente, se vuelve potente, se extralimita, parece estar en control de los dos mundos. Sin embargo, no nos confundamos sobre esto: la policía tiene un margen grande de poder, pero un margen limitado, porque ciertas decisiones de los liderazgos del Estado y del para-estado pueden asociarse y promover recambios. La policía, así como los sicariatos, que muchas veces se mancomunan, son recursos humanos descartables. Allí no están las cabezas. Son solamente los elementos más visibles, la superficie productora de los epifenómenos del sistema.
Finalmente, un tema central aquí es el papel de la política o, mejor dicho, de los políticos, y la situación de la propia democracia liberal representativa en este complejo escenario —la “democracia real” deberíamos decir, la “democracia realmente existente”. En estos días, el 19 de octubre, el periódico brasilero O Globo publicó una entrevista con el jefe del Combate al Crimen Organizado de la Policía Federal brasileña, Oslain Santana. Lo que él dice allí, los datos que aporta, son importantísimos. Literalmente afirma que no existe político, de partido alguno, que se elija sin contar con un fondo de campaña de origen ilícito. De acuerdo a esa autoridad policial, todos los partidos se comportan de la misma forma, y ninguno de ellos podría permitirse rechazar una fuente que aporte a la caja electoral, a la “caja dos”, como se llama en Brasil.
La diferencia entre lo que el entrevistado dice con lo que yo digo no es una diferencia relativa a la información, a los datos. Él y otros muchos actores estatales, de las fuerzas públicas o también de los medios —como, por ejemplo, Tomás Méndez, el periodista cordobés que identificó los nexos entre la política de su provincia y el narcotráfico— ofrecen descripciones muy relevantes y precisas de las circunstancias, describen un cuadro muy similar al que yo vengo alertando en mis clases, conferencias y entrevistas más recientes, sobre la conexión indeclinable entre políticos de todos los partidos y las mafias, con sus aportes indispensables de fondos electorales. Es muy importante estar al tanto de ese dato de conexión y entramado entre la Segunda y la Primera Realidad. Así como también tener conciencia de que los políticos piensan que, desde su posición de autoridad en el campo del Estado, no perderán control, es decir, tendrán en todos los casos la última palabra sobre la policía, que es la agencia intermediaria por excelencia a cargo de extraer, mediante coima o extorsión, las dádivas que fluyen desde la Segunda Realidad hacia las fondos electorales de los procesos políticos sacramentados por el Estado. La policía también tiene fe en que no perderá control. Pero este sistema de tres partes se mantiene en un equilibrio inestable y, por lo tanto, no es posible afirmar quién tendrá la capacidad última de controlar la manija que opera todo el sistema. No es imposible que sean las mafias, las cabezas de la mafia, quienes, por otro lado, operan a la luz del día, en bancos y empresas, y también en el submundo.
No nos confundamos entonces, hay una diferencia que es fundamental con lo que intento señalar. En mi perspectiva, intento la formulación de un modelo que trascienda los casos particulares, con todo su dolor. Y esa formulación teórica no es otra cosa que un discurso sobre la estructura misma de la democracia representativa de masas. En otras palabras, no se trata, para mí, de hacer una crítica constructiva a su mal funcionamiento, sino una crítica destructiva a sus bases estructurales, que no pueden defenderse ni de su propia sombra para-estatal ni del capital en su doble flujo: su flujo en los circuitos de la Primera Realidad y su flujo en los circuitos de la Segunda Realidad, ambos interconectados por adherencias irrigadas capilarmente por vasos sanguíneos muy bien surtidos. La democracia hace aguas, está expuesta al nuevo golpe en curso, que no le llegará desde arriba, a manos de militares uniformados que por la fuerza se apropiarán del Estado, todos sus recursos y aparataje. Sino que este golpe le llega a la democracia desde abajo, desde el control que las mafias obtienen por su capacidad de financiamiento de la propia política. Sin su contribución, ningún candidato se encuentra hoy en condiciones de elegirse, pues ese influjo de recursos es necesario para la compra de voluntades políticas, así como para la destrucción de coaliciones y alianzas del campo antagonista.
Entonces, mi argumento sobre la indefensión del campo estatal con relación a la Segunda Realidad es un argumento que se encuentra dentro de un horizonte teórico político de mayor alcance. No se trata de pensar remedios para resolver algunos casos y prender a los culpables ocasionales, ni se trata de reformar las policías para que se vuelvan respetuosas de la ley, para que se disciplinen y sean confiables. Es necesario evaluar de forma cruda y realista las verdaderas posibilidades efectivamente constatables a la luz de experiencias pasadas de que una estructura estatal conseguirá por sí misma dar cuenta de la magnitud de las dificultades que tenemos en puertas, es decir, conseguirá blindarse contra la expansión oportunista del para-Estado que actúa en su interior o a su lado, en la Segunda Realidad.
Yo he sido clara en todos mis textos de la última década y tengo una certeza: sólo un Estado que promueva la reconstrucción de los tejidos comunitarios, un Estado que devuelve, restituidor de foro étnico o comunitario podrá proteger a la gente en América Latina.
Es por esto que tenemos que reaprender a pensar por fuera de la Res-Pública, libertarnos del secuestro de toda política en la esfera pública estatal. Los movimientos se han dejado capturar por esa esfera pública, y emplean toda su energía e inteligencia en ese campo. Por eso creo que su fe en el Estado es pía, su ingenuidad es total. Es importante advertir que las luchas y la recomposición política debe correr dentro y también fuera del campo estatal.
Cuando el poder no puede expresarse a través de la ley y del código, utiliza los cuerpos como territorio de inscripción. En Ciudad Juárez las mujeres ocupan ese lugar de bastidor, pero acá en Argentina aparecen los jóvenes como superficie de escritura de esta nueva forma de soberanía.
Yo empecé a pensar esto como alternativa de explicación ante algo que aparecía como irracional. Porque buscamos siempre la dimensión instrumental de la violencia. Nos preguntamos “para qué”. Intenté, en cambio, rastrear en estos crímenes la dimensión expresiva. Toda violencia tiene una dimensión instrumental y otra expresiva. En la violencia sexual, la expresiva es predominante. No se trata de obtener un servicio sin pagar. El ataque sexual común, del violador de calle, tiene una racionalidad evasiva, difícilmente capturable hasta para los propios agresores. Cuando un preso, ya condenado, un tiempo después del hecho, es confrontado con la violación que cometió, lo que encuentra es algo tan opaco que se asombra, se espanta, él mismo no consigue acceder a la racionalidad de ese acto, a pesar de que lo ha perpetrado. Es como que la violación se apropia de la persona del propio violador, la sorprende. Hay una estructura compartida que actúa a través del sujeto, desde dentro de sí, utilizando al individuo para operar un pasaje al acto. Y la persona se disuelve en ese acto. El sujeto que está en una búsqueda por reconstruir su virilidad se apropia de un tributo femenino y se construye como hombre. He analizado este tipo de irrupción de un contenido compartido a través del sujeto en la violación en mi libro Las Estructuras Elementales de la Violencia.
Lacan tiene dos categorías diferentes para dar cuenta de estas irrupciones: el acting out, en la cual en lugar de hablar la persona se expresa a través de una acción expresiva de ese contenido; y el “passage a l’acte”, en la que el sujeto se destruye en la acción. Esto ocurre en la violación. Es muy impresionante escuchar al violador decir: “yo ahí me morí”, “me maté”. En la atmósfera patriarcal-colonial moderna, la violación se vive como un asesinato moral. Sólo que la mujer que es violada no tiene por qué acatarlo de esa forma. Esto me trajo muchos problemas con las feministas, sobre todo mexicanas. La violación es una agresión tremenda pero no necesariamente un asesinato moral, a pesar de que su intención lo sea. Es la atmósfera patriarcal que respiramos lo que la convierte en un asesinato moral, atmósfera patriarcal de la cual el violador es un agente.
En este pasaje al acto que describís, ¿qué tipo de fuerza se estaría expresando?
Algo que atraviesa al sujeto, una estructura que pasa a través de todos nosotros. La violación no es una anomalía de un sujeto solitario, es un mensaje pronunciado en sociedad. Hay una participación de toda la sociedad en lo dicho ahí. No en cuanto conciencia discursiva pero sí en una especie de conciencia inmediata, práctica. La finalidad de esa crueldad no es instrumental. Esos cuerpos no están siendo forzados para la entrega de un servicio, sino que hay una estrategia dirigida a algo mucho más central, una pedagogía de la crueldad en torno a la cual gravita todo el edificio del capitalismo. Enseñar la mirada exterior con relación a la naturaleza y a los cuerpos; producirse como seres externos a la vida, para desde esa exterioridad colonizar y dominar la vida, extorsionarla y rapiñarla de una forma nueva. Pero estamos hablando aquí de la violación en un escenario de género y, más especialmente, de un tipo de acto referido a la construcción y reconstrucción de la masculinidad. Sin embargo, el foco de esta entrevista es el crimen de guerra, es decir, la violación y la tortura sexual de mujeres y, en algunos casos como los de las villas de Rosario, de niños y jóvenes, como crimen de guerra en el contexto de las nuevas formas de la conflictividad en las barriadas periféricas de las grandes ciudades latinoamericanas. La violación en el contexto de las pandillas y maras. Allí, la racionalidad es otra, aunque algunos elementos de la estructura patriarcal permanecen como, por ejemplo, lo que he descrito como el mandato de violación emanado de la cofradía masculina en el horizonte mental del violador común, que acaba siendo análogo al mandato de la mara o pandilla que ordena reducir, subordinar, masacrar moralmente mediante la violación sexual de la mujer asociada a la facción antagonista o al niño que no se deja reclutar o que desobedece.
Sin embargo, hay distintos campos de inteligibilidad. Hay quienes comprenden la gramática de esas violencias, sus códigos, y otros que guardan distancia y lo que ven son muertes sin sentido.
Volviendo a la primera pregunta, cuando empecé a ver lo que sucedía con las mujeres en el caso de Ciudad Juárez, con la mutilación y tortura sexual de los cuerpos, luego desechados en baldíos y basurales, me di cuenta que esto podía suceder también con los niños. No es una agresión al cuerpo antagonista, al cuerpo del sicario de la facción enemiga, es otra cosa. Los agredidos son cuerpos frágiles, no son cuerpos guerreros. Y me dio un escalofrío. Candela (Rodríguez) era una niña. En Argentina también está el caso de un niño (Marcos de Palma) que es impresionante. Un niño que era huérfano de madre, y al padre lo secuestran con él. Era un empresario de medio porte a quien comenzó a irle bien y se compró una avioneta. Cabe preguntarse por la finalidad de la avioneta. Al papá lo matan, pero al niño no sólo lo matan, sino que también le cortan las manos. Y los medios dicen: “Bueno, lo mataron como quema de archivo, porque había testimoniado cómo mataban al papá”. Pero, ¿por qué cortarle las manos? Se trata claramente de una “firma” mafiosa. Es la expresividad misma de la amenaza truculenta lanzada a toda la colectividad. Un mensaje de ilimitada capacidad violenta, y de bajos umbrales de sensibilidad humana. En la acción para-estatal de estos grupos es todavía más crítica la necesidad de demostrar esa ausencia de límites en la ejecución de acciones crueles, ya que no hay otros documentos o insignias que designen quién detenta la autoridad jurisdiccional.
En Rosario hay estadísticas de los pibes muertos por el accionar del narco, pero no aparecen datos sobre la crueldad que se pone en juego y las marcas que se dejan inscritas en aquellos cuerpos que no se quieren matar. Nosotros, en diálogo con trabajadores de la salud, vamos sabiendo que los disparos en esos casos se realizan a la cintura, a la altura del nervio ciático o la columna vertebral, y las rodillas, para que queden paralíticos.
Eso lo hacía el IRA (Irish Republican Army) en Irlanda a los traidores y desertores, y se llama, en inglés, kneecapping. Les tiraba a las rodillas porque esa ruptura es irrecuperable y dejaba a la persona definitivamente renga. En otras palabras, le dejaba una marca indeleble en el cuerpo. En el caso del tiro a la médula, a la espina dorsal, la persona queda parapléjica. Son castigos impuestos por diversas formas de desacato o pequeñas traiciones, porque las grandes se castigan con la muerte. No olvidemos que las condiciones de esa Segunda Realidad no permiten la manutención de cárceles, que son el lugar del castigo en la primera realidad.
Todas esas formas de castigo y violencia difusa, ese temor que se ha alojado ya sin duda entre las gentes de las periferias pobres de Rosario, de Córdoba, de Buenos Aires y de todas las grandes urbes latinoamericanas muestran que hay un caldo de cultivo del cual emana una amenaza clara para toda la sociedad, son señales disimuladamente emitidas a voz en cuello para anunciar que un peligro se cierne sobre el orden y previsibilidad de la existencia. Un signo de interrogación planea ahora sobre los códigos y las convenciones que dan estabilidad a las relaciones entre las personas.
Pienso en la extraordinaria película de Igmar Bergman sobre los preanuncios del nazismo “El huevo de la serpiente”. Es una película que muestra cómo se cocina un nuevo régimen de poder, cómo emerge un nuevo poder. Es el huevo de la serpiente que está siendo incubado en un nido oculto. Todo esto de las mafias que está pasando es muy nuevo. Este tipo de crueldad, por ejemplo, con el cuerpo de la mujer, es propio de las nuevas formas de la guerra, inauguradas en nuestras dictaduras militares y guerras sucias contra la gente, en Guatemala, en las guerras internas, en la guerra de la Antigua Yugoslavia, de Ruanda, y ahora en el universo de los sicariatos. Antes, en las guerras hoy consideradas convencionales, desde el mundo tribal hasta las guerras entre Estados durante el siglo XX, la mujer era capturada, como el territorio. La tierra, la naturaleza, no es el territorio. El territorio es el espacio delimitado, circunscrito y políticamente habitado, administrado. La mujer siempre fue apropiada, violada e inseminada como parte de las campañas de conquista. En ella se plantó una semilla tal como se planta en la tierra, en el marco de una apropiación. Pero no es lo que está pasando ahora. La tortura de las mujeres hasta la muerte es una acción de guerra de tipo distinto. Es la destrucción del enemigo en el cuerpo de la mujer. No es su conquista apropiadora sino su destrucción. Y yo creo que es la expresión también de una nueva relación rapiñadora con la naturaleza. Ese huevo de la serpiente que está siendo incubado, cuya existencia se revela en varios epifenómenos, es un nuevo orden en el cual el mal es regla.
¿La novedad cuando aparece la tortura en la mujer sería que hay menos un intento de captura y de dominio y más una agresividad destructiva de lo humano?
En mis análisis yo no incluyo el gozo ni hablo del móvil del odio. No uso, por ejemplo, la expresión “crímenes de odio”, porque es monocausal y porque alude al fuero íntimo, emocional, como causa única. Sugiero que la persona que ataca tiene interés en pertenecer a una corporación armada, a una pandilla de sicarios, a una mara. Es un cálculo: para ser parte, será necesario ofrecer algunas demostraciones de capacidad letal y cruel sin quebrantarse. Por lo tanto empieza a trabajar y a ser entrenado por este grupo para lograr el descenso del umbral de fragilidad, y el aumento de la capacidad de crueldad sin sufrir ni vulnerarse. Se prepara para entrar en un mundo en el cual el sufrimiento es el modo, es la forma de vida, la persona se sujeta a ese orden interesadamente. La crueldad es expresiva y se separa de lo instrumental; pero la opción por ella es instrumental. Es un cálculo con referencia a los beneficios codiciados.
En distintos barrios del conurbano bonaerense se han visto idénticas acusaciones a referentes de organizaciones sociales por supuestos abusos de menores, impulsadas por miembros de grupos criminales con la intención de organizar puebladas y quemarles las casas. El objetivo es que se vayan del lugar, y disponer del territorio. Pero quienes agreden, violan y brutalizan a los niños del barrio son las propias organizaciones criminales.
Es la inversión de un procedimiento comunitario, que es ahora adoptado como una metodología de la bandas pero con intención contraria: destruir la organización comunitaria, la politización de la gente. En el caso del castigo a niños varones violándolos, el castigo mismo es la feminización de sus cuerpos, su desplazamiento a la posición femenina –incluso, vale la pena comentar aquí, la violación de las mujeres es también su destitución y condena a la posición femenina, su clausura en esa posición como destino, el destino del cuerpo victimizado, reducido, sometido. Cuando se viola a una mujer o a un hombre, la intención es su feminización. Esto porque nos atraviesa un imaginario colectivo que confiere significado a la violación y que establece la relación jerárquica que llamamos “género”, es decir, la relación desigual que vincula la posición femenina y la posición masculina. Cuando se trata de un niño, como el caso de este pobrecito al que le cortaron las manos, aparece en el imaginario general en la misma posición de la mujer, es decir, aquello que tiene que estar protegido, aquel cuerpo que por definición es un cuerpo tutelado. La falla en poder tutelarlo, protegerlo de la saña enemiga es un indicativo de quiebra moral, una de las formas más importantes de la derrota en un imaginario que es arcaico, ancestral. La imaginación de género no se modifica fácilmente, no se modifica por un decreto, tiene tiempos muy largos para el cambio. Los cuerpos de las mujeres y los niños, en la perspectiva de esa imaginación de tiempo larguísimo, tienen que estar protegidos. Para eso están los padres, los hermanos mayores, sus tíos, el intendente, los soldados, que tienen que custodiar el cuerpo de las mujeres que se encuentran bajo su cuidado, en su jurisdicción territorial.
Pero en el caso, como sucede en Rosario, que quienes sufren este tipo de ataque son niños que ya son potenciales soldados, es decir, que tienen doce años o más, la estructura, la economía simbólica que confiere significado al mensaje no es exactamente la misma, porque éste es un niño que ya es un sujeto con relativa autonomía, en la percepción de la consciencia colectiva, por lo tanto no tiene que ser cuidado. Cuando se agrede el cuerpo de un niño, o el cuerpo de una mujer, a través de ese cuerpo se desafía y destruye la moral de aquel que debería poder proteger y cuidar ese cuerpo. En el caso de los “soldaditos”, en cambio, se estaría reclutando cuerpos como mano de obra para la guerra, o castigando y destruyendo la mano de obra que no se deja reclutar, que no se entrega a esa leva forzada para el tráfico y otras tareas del nuevo frente de conflictividad.
La diferencia que hiciste entre niño y soldadito, aún cuando puedan tener la misma edad, puede ser una clave. La pregunta por qué a esos pibes no se los viola, y sí se les pega un tiro en la rodilla o la cintura parecería entonces que tiene que ver con inutilizar a la fuerza de trabajo…
Claro, si no vas a ser de mi legión, no vas alimentar las filas de ninguna. También lo que me parece asustador es que hay métodos que se transnacionalizan. Pero, ¿cómo se transmite el conocimiento de esos métodos? Hay una tradición bélica de esta Segunda Realidad que tiene ramificaciones transnacionales. Hay migraciones de jefes, se sabe que los colombianos se fueron a México, Sendero Luminoso se desparramó en el Cono Sur…, y ellos se desplazan con sus métodos. También hay correos, atravesadores que relatan e instruyen sobre las nuevas tácticas.
La impresión es que en esta Segunda Realidad se arma un código que supone un tipo de legibilidad específico, cada vez más heterogéneo respecto del campo de sentido de la Primera Realidad. La capacidad de leer esas formas de manifestación de la violencia es casi exclusiva para quienes viven en esos territorios, y quienes lo vemos desde afuera, a través de los medios, no entendemos de qué se trata.
En una oportunidad participé de una movilización de madres de Ciudad Juárez que pedían dos cosas: el fin de la impunidad, por un lado, y también, sorprendentemente, la libertad de los acusados que se encontraban en prisión. Algo nunca visto, porque las víctimas y sus parientes por lo general siempre quieren un culpable y su linchamiento. Pero esas madres, no. Esas madres, de alguna forma inquietante, sabían que los que estaban presos no eran los culpables. ¿Por qué? Eso es lo interesante… ¿Cómo lo sabían? ¿Dónde se originaba su certeza? Y la razón, en toda su grandeza e interés, es que en Ciudad Juárez hay un consenso, un saber compartido, que no es otra cosa que el conocimiento de que esos raros crímenes contra las mujeres son crímenes del poder. Y los presos no son ni representan el poder. Quiero aclarar que pienso que, así como le estoy poniendo nombre a lo sucedido en esa extraña protesta que no demandaba el linchamiento de los presos y sí su liberación, así como que el nombre que he encontrado es “crímenes del poder”, por ese camino, estoy convencida que nuestro papel como intelectuales es producir retóricas, ofrecer un léxico a las gentes para que puedan dar voces a lo que ya saben. Porque la gente estaba diciendo algo en la marcha: no son éstos, son los poderosos. Y nosotros somos los operarios de las palabras, que podemos formular la idea de “crímenes del poder”.
Por otra parte, déjenme, finalmente, decir que la intocabilidad e impunidad que se constata en estos escenarios de la guerra contemporánea es gigante. El gobernador de la Provincia de Buenos Aires, Daniel Scioli, dio respaldo a todos los implicados por la investigación del Congreso Provincial en torno al caso Candela. Por lo tanto, yo no creo que este Estado pueda proteger a las personas. Se trata de una ficción que no funciona.
¿Qué avances hay en el campo del Estado?
En el caso de las violencias contra las mujeres, nunca hubo tantas leyes de protección a las mujeres, nunca hubo tanta capacidad de denuncia. Leyes, políticas públicas, instituciones. Pero la violencia letal contra las mujeres en lugar de disminuir, aumenta. En Brasil muere asesinada una mujer cada hora y media. Para una cantidad de problemáticas cada vez más urgentes no hay correlación entre derecho y justicia. Las exigencias de justicia no alcanzan a ser traducidas en el lenguaje del derecho. El derecho está muy distanciado de las cuestiones importantes, la vida se está feudalizando, y las redes corporativas de favores ganan cada vez más espacio en la vida de los ciudadanos comunes. Esta constatación debe ser proyectada a nivel teórico, para elaborar una crítica contemporánea a la estructura de la democracia representativa de masas. Como dije, es posible que ya no alcance con una crítica constructiva a su mal funcionamiento, porque sus bases estructurales son muy vulnerables y aparecen comprometidas e involucradas. Las instituciones ya no pueden defenderse del doble flujo del capital del que hablé.
Eso supone también un desafío para nosotros, para quienes estamos proponiendo una lectura de lo que acontece. Un modelo es una apuesta de interpretación que permite dar sentido y constelar una cantidad de eventos dispersos que parecen sueltos e inexplicables, respecto de los cuales no se ha descubierto qué los causa. De repente a uno empieza a ocurrírsele que existe una estructura profunda que no podemos observar, pero que tenemos que postularla para develar cierta coherencia entre esos hechos de la superficie. El ensayo sobre Ciudad Juárez, en este sentido, es una modelización posible a partir de la cual cobran inteligibilidad una serie de hechos.
De forma análoga, para Argentina, podemos hablar de la trata y preguntarnos muchas cosas que sólo pueden ser respondidas sugiriendo un modelo de relaciones invisibles, que no pueden fácilmente ser observadas, constatadas, pero cuya suposición permite explicar algunos aspectos ininteligibles de ese fenómeno, como, por ejemplo: ¿cómo puede ser que la trata y la impunidad con relación a la misma persistan? Parecería que hay una intocabilidad de ciertos tipos de crímenes, cuando sería facilísimo destruirlos. La trata está a la vista de todos, en lugares conocidos; en las localidades es muy fácil saber dónde se encuentran los burdeles. ¿De dónde surge esa imposibilidad de atacarla, de desmontar la trata, siendo algo tan evidente?
Entonces, tenemos que ponernos a pensar: ¿dónde reside, en qué consiste lo que blinda a la trata, lo que la vuelve indestructible, lo que le permite permanecer, como crimen a la vista de todos? Y para contestar esa pregunta, al igual que en el caso de Ciudad Juárez, tenemos que valernos de conjeturas razonables, aceptables, convincentes. Como, por ejemplo, los siguientes aspectos que producen, garantizan su intocabilidad: 1. Desde el punto de vista económico, la trata y explotación de la prostitución forzada es una forma de desposesión del cuerpo de las mujeres que arroja valor, es decir, capitaliza con bajísimos niveles de inversión, al punto que puede decirse que se trata de un tipo de renta derivada de la explotación de un territorio cuerpo que ha sido apropiado. Se puede hablar, inclusive, en términos estrictamente económicos, de acumulación por desposesión. De acuerdo a cifras de la ONU, la trata con fines de explotación sexual produce anualmente un lucro de 27,2 billones de dólares; 2. Las cuantías que la trata produce, en consonancia con la tesis que vengo sustentando aquí, pasa, a través de las coimas entregadas a la policía para que ésta no desactive los burdeles, a los fondos de elección de los políticos. He sabido de un comisario de los alrededores de La Plata a quien, por no aceptar la explotación de niñas paraguayas en un burdel de su distrito, le fueron ofrecidas dos opciones: o pasar a retiro prematuramente o ser trasladado a municipio bonaerense remoto y de importancia menor. La orden vino directamente de un funcionario de gobierno por motivo de la disminución de la colecta para la caja electoral. La razón no es el mero enriquecimiento sino, como vengo defendiendo aquí, la alimentación de los fondos electorales de lo que llamamos “democracia representativa”; 3. Simultáneamente, su práctica juega un papel en una economía simbólica que sustenta y alimenta la economía material propia del mercado en esta fase apocalíptica del capital, pues escenifica una pedagogía perversa, lo que he llamado más arriba de una pedagogía de la crueldad, al promover y acostumbrar al espectáculo de la rapiña de la vida hasta el desecho, hasta dejar solo restos. Es la propagación de la idea del goce como secuencia de consumo y desecho; 4. La motivación de la visita a burdeles por parte de los hombres en la actualidad no es la satisfacción sexual –si alguna vez lo fue. Los clientes generalmente concurren en grupos. Es común que estos grupos tengan el burdel como el local para una confraternización entre hombres que incluye la celebración de acuerdos, alianzas, negocios y pactos que entrelazan a empresarios de los más diversos portes y ramos, jueces, policías y miembros de otras fuerzas, y políticos con sus punteros y cabos electorales; 5. Como un subproducto derivado del burdel como local para el pacto comercial entre hombres se encuentra la exclusión de mujeres empresarias, políticas, juezas, etc., del acceso a los negocios que allí se aciertan. La trata y la explotación sexual en los burdeles es, por lo tanto, un negocio redondo, perfectamente blindado por donde se lo mire. Sólo así podemos explicar su comprobada indestructibilidad.
Nosotros estamos proponiendo una hipótesis según la cual, en el marco de esta complejidad promiscua, ha emergido un nuevo tipo de conflicto social que exige la creación de un inédito estilo de intervención política…
Para mí, este tipo de estructura de relaciones que he descrito representa la trampa final de la democracia. Un golpe a la misma que le llega desde abajo. No sorprende entonces el ataque de los sicarios al servicio de las organizaciones criminales contra las organizaciones comunitarias que intentan politizar los barrios, construir colectividades que practican la reciprocidad y construyen polos de economía popular alternativa. El antagonismo entre las dos formas de organización es total: la organización criminal opera fuera de la ley pero no nos engañemos porque, por otro lado, opera, como surge de lo dicho más arriba, perfectamente dentro de la lógica del capital. Por lo tanto, la construcción de economías alternativas, populares, basadas en la reciprocidad y en la ayuda mutua se encuentra en el campo enemigo, lo que es un obstáculo para la expansión de su mercadeo. Al mismo tiempo, la organización comunitaria ofrece una alternativa de sobrevivencia para la gente que, al tener esa opción, no aceptará la muerte como proyecto de vida. Es esencial que no exista esperanza alternativa para la expansión del capital en la Segunda Realidad, con su correlato de guerra y muerte como forma de vida. Sólo cuando no existe opción la gente se deja entrampar por esa escena. Es por eso que la organización criminal destina mucha munición a extinguir el conjunto de oportunidades basadas en la solidaridad y la organización comunitaria.
Entonces, ¿cuál es la opción? ¿Qué es lo que puede frenar las nuevas formas de conflictividad? ¿Cuál sería el papel del Estado frente al peligro de la expansión del control mafioso sobre la sociedad y la política?
El laboratorio que es Centroamérica para estos temas puede ofrecernos una luz para responder esa pregunta y orientarnos acerca de cómo detener la destrucción del proyecto popular a manos del proyecto mafioso. Hay un fenómeno muy revelador sobre cuál es y cuál no es el caldo de cultivo favorable a la proliferación de las pandillas que actúan al servicio de las organizaciones criminales. Es sabido que las maras que se multiplicaron desde El Salvador hacia los otros países de la región no atravesaron la frontera sur de Honduras. Y es sabido que el territorio que no consiguieron cruzar en dirección a Costa Rica y Panamá es Nicaragua. Entonces, los analistas se han preguntado por qué Nicaragua se ha constituido hasta el momento en esa barrera infranqueable para las pandillas reclutadas como tropa sicaria de las organizaciones mafiosas. Para este enigma de cuál es el antídoto nicaragüense para las maras hay dos respuestas que, al final de cuentas, apuntan a una cuestión común: la política. Un analista, Steven Dudley, lo explica a partir de la diferencia del tratamiento que se dio a los migrantes nicaragüenses en los Estados Unidos durante los años 80, ya que, naturalmente, los que dejaron Nicaragua por Estados Unidos en esa década eran disidentes del nuevo orden instalado en su país después de la Revolución Sandinista y, por lo tanto, muy bienvenidos en el país del Norte. Al contrario, los inmigrantes de El Salvador, Honduras y Guatemala eran vistos como marginales indeseables y fueron deportados masivamente hacia sus países de origen, donde a su llegada dieron origen a las pandillas de mareros. La segunda explicación, ofrecida por Francisco Bautista Lara, uno de los fundadores de la policía sandinista después del derrocamiento de Somoza, me parece todavía más interesante: la transformación de la sociedad nicaragüense en el proceso revolucionario sandinista y la reorganización del país después de su victoria, con vigorosos mecanismos de participación popular en la política. Este autor destaca también el hecho de que Nicaragua es un país donde la gente mantiene fuertes lazos comunitarios. Allí encontramos, por lo tanto, la respuesta a lo que estamos buscando: el freno a la mafialización solo puede venir de la participación política de la sociedad y su organización comunitaria.
En fin, sintetizando, lo que he afirmado aquí es que no se puede mirar más los problemas del Estado como una falla de sus agentes, de sus representantes, de sus gestores. Tenemos que encarar la vulnerabilidad del Estado, su flanco abierto al oportunismo de la expansión del capital en sus dos realidades. Necesitamos volver a preguntarnos sobre la estructura misma del Estado, sobre su verdadera capacidad de conducir a la sociedad hacia metas de paz, justicia e igualdad y, en especial, sobre las razones por las cuales a lo largo de la historia de los países latinoamericano su fracaso es recurrente, permanente. ¿Por qué las buenas intenciones de todos aquellos que han trabajado por correctivos parciales no han dado resultado?
Yo creo, como he argumentado en otra parte, que los Estados latinoamericanos deben abandonar el terror étnico que orientó el proceso de unificación nacional emprendido a partir de la fundación de las Repúblicas y promover la reconstitución de los tejidos comunitarios agredidos y desintegrados por la intervención colonial primero ultramarina y más tarde republicana. El único Estado capaz de frenar la expansión mafiosa es el que devuelve fuero comunitario y garantiza los mecanismos de deliberación interna, un Estado restituidor de ciudadanía comunitaria. Sólo las comunidades con tejido social vigoroso, políticamente activas y dotadas de una densidad simbólica aglutinante tienen la capacidad de proteger a todas sus categorías de miembros, mantener formas de economía basadas en la reciprocidad y la solidaridad, y ofrecer un sentido para la vida. Cuando esa opción existe, la muerte como proyecto es rechazada.