Conviene defender y alimentar la mirada atenta, porque en su intensidad selectiva se cobija el poder de valorar y proteger cualquier objeto y, por lo tanto, todos los objetos del mundo
Salvar los cuerpos
Conviene defender y alimentar la mirada atenta, porque en su intensidad selectiva se cobija el poder de valorar y proteger cualquier objeto y, por lo tanto, todos los objetos del mundo
SANTIAGO ALBA RICO
Cascada del Sorrosal,
21 DE NOVIEMBRE DE 2018
Junto a Broto, en el Sobrarbe aragonés, está la cascada del Sorrosal, una vertiginosa caída de agua de 110 metros que, procedente de la edad del hielo, se vierte en el río Ara. Desmaya contemplar desde abajo la escarpada pared vertical por la que sube la mirada mientras la espuma baja, saltarina, chispeante y fragorosa, como midiendo y ampliando este abismo invertido que se hunde en el cielo. El agua cae, la mirada sube, pero también pueden subir los cuerpos a través de la vía ferrata, una sucesión de asideros de hierro clavados en la piedra que –a través de pliegues rocosos y breves y escabrosos remansos– llega hasta el mirador del Pueyo, al que se accede a través de la boca de una cueva altísima, ya en la cumbre.
Nos pasó hace unos meses. Ana y yo contemplábamos desde abajo el Sorrosal y, de pronto, hicimos un descubrimiento banal y decisivo. Esa vía ferrata, ajustada a la orografía del terreno, era un itinerario, algo así como la estructura de toda narración posible: con su sintaxis, sus subordinaciones, sus nudos, sus peripecias, su desenlace. Sin hombres era un esquema, un ritmo y una métrica; cuando los escaladores se colgaban de sus raíles devenía un relato concreto. Ana y yo los vimos ahí con el corazón encogido: como notas en una partitura, como pájaros en un cable eléctrico, como personajes en una trama novelística, sus cuerpos puntuaban el recorrido y lo volvían emocionante al tiempo que ellos mismos –los cuerpos– se volvían valiosos y vinculantes.
Me explico. Nuestro banal descubrimiento tenía que ver con la conciencia repentina de que la pared del Sorrosal se había convertido en un libro. Estábamos leyendo la roca. Por la vía ferrata, en hilera y en dos grupos separados por algunos metros de distancia, ascendían, en efecto, cinco personas. Más que la caída del agua, más que la subida de la piedra, eran esos cinco cuerpos trabajosamente rampantes los que alumbraban el vacío y agravaban nuestra sensación de vértigo. Estaban muy lejos, muy arriba, y apenas se los distinguía por el color de las mochilas o de los chalecos; y por la posición que ocupaban en la fila ascendente. Pues bien, Ana y yo, sin decirnos nada, nos pusimos de acuerdo para prestar una especial atención al segundo de ellos; fue una decisión arbitraria y azarosa que, sin embargo, determinó de inmediato tiránicos efectos narrativos en cadena. Fijamos nuestra atención en ese bulto y la pared y la cascada cobraron vida ante nuestros ojos. A partir de ese momento, mientras la contemplábamos o la leíamos desde lejos, la estructura de la ferrata desplegó su sintaxis al servicio del punto indiscernible que nuestra mirada había privilegiado. Y enseguida se desplegó el relato: el segundo escalador, el elegido, adquirió personalidad en la insistencia de nuestros ojos y con él también, por contagio, los otros cuatro, aunque subordinada y subsidiaria. De repente todos esos cuerpos –manchas lentas en la pared rocosa– estaban vivos, pero no porque se movieran por sus propios medios sino porque, sin rostro visible ni conocimiento previo, nuestra mirada caprichosa los había vivificado, ordenándolos –en torno a su eje– en una relación jerárquica y personal. Encima de una línea quebrada nos contaban una historia compleja que Ana y yo seguimos con ansiedad -con qué ansiedad- durante más de una hora.
El segundo, el de la mochila verde, era nuestro héroe. Lo habíamos escogido, como digo, al azar, pero nuestra atención prolongada convirtió ese azar en un destino. Su suerte nos interpelaba, nos comprometía, nos angustiaba no menos que si se tratase de la de nuestro propio hijo. Con el ánimo suspendido, lo veíamos dudar antes de llegar a la Brincona; con un respingo irreprimible lo veíamos tantear el aire alargando un pie ciego; con un alivio feliz lo veíamos superar un estrecho alfeizar que nos había parecido infranqueable. El compañero que lo precedía, el de la mochila amarilla, tampoco nos era indiferente. Lo habíamos puesto nosotros ahí para ayudar a nuestro héroe; lo queríamos, nos importaba y le agradecíamos que a veces tendiese una mano o indicase una grieta; pero nos irritaba si no se mostraba lo bastante diligente y hasta lo odiábamos si se adelantaba con agilidad dejando atrás a nuestro héroe.
En cuanto a los tres miembros del otro grupo, unos metros por debajo, eran asimismo importantes a su manera. También habían adquirido personalidad, pero por su relación con el elegido, al que llamaremos precisamente el Elegido. Su posición rezagada iluminaba el logro superior del héroe, la conquista ya consumada de su esfuerzo y, en general, el trazado y dureza del itinerario. Sin ellos, no habríamos sido conscientes del pasado del Elegido; no habría tenido “biografía”; habría carecido, por así decirlo, de recorrido vital. Sin ellos, además, la trama hubiese estado incompleta, en el sentido de que habría sido un mero desafío físico individual y no una pugna psicológica articulada. El grupo trasero iba a tardar más, lo estaba haciendo peor, era menos simpático; y si uno de sus miembros se hubiese precipitado al vacío nos habría espantado, claro, pero no nos hubiese asombrado y quizás tampoco dolido.
La suerte del Elegido, en cambio, estaba ligada a la nuestra por una empatía total. Durante una hora seguimos su trabajosísimo ascenso, tensos, sin aliento, con un sufrimiento creciente, incapaces de alejarnos ni de apartar la vista, casi rezando para que no le pasara nada, unidos a él por un parentesco íntimo e inesperado. Cada vez que resbalaba se nos nublaba la vista; cada vez que renunciaba a un asidero nos oprimía el desaliento. Cuando alcanzó la cima y lo supimos a salvo, respiramos aliviados. El Elegido había sobrevivido. No esperamos a que los rezagados llegasen hasta él; eran personajes secundarios y el relato había concluido. Agotados por el suspense pero mejores y más felices, dejamos de leer la pared rocosa del Sorrosal, con su sintaxis de hierro, ahora de nuevo silenciosa, y nos marchamos a beber unas cañas.
Lo comentamos luego en el bar, casi asustados. Este descubrimiento decisivo y banal es el del poder de la atención, con sus límites y sus peligros: una atención arbitraria y constante –digamos– puede convertir a un extraño en hijo nuestro; y convertir un desorden de puntos en un relato. Creo que lo que llamamos narratividad consiste básicamente en esto y, si bien admite muchas variantes, estilos y ritmos –diferentes vías ferratas– sus límites, para bien y para mal, son insuperables. Esa insuperabilidad, aventuro, no revela un rasgo cultural, aunque la cultura puede anular o activar su vigencia –y manejar distintos carriles–; ilumina más bien un lecho antropológico común del que sólo podemos librarnos empeorando las cosas. Hollywood y La Ilíada beben en él; Cervantes y Joyce recorren una y otra vez sus raíles.
Del descubrimiento que Ana y yo, fascinados y aterrorizados, hicimos leyendo la pared del Sorrosal podemos extraer dos lecciones.
La primera, muy bonita, es que cualquiera –cualquiera– puede importarnos. “Basta mirar un objeto fijamente”, escribía Flaubert, “para que se vuelva interesante”. O lo que es lo mismo: basta mirar un objeto fijamente para que se vuelva un sujeto. ¿Cuántas veces no hemos sufrido un ataque de piedad incontenible contemplando largamente un dedal, una caja, un zapato, un árbol, una piedra? La opción religiosa que llamamos “animismo” reconoce el poder humano, inscrito en la mirada, de divinizar cualquier cosa, pero sólo es posible, en rigor, porque reconoce el poder humano, previo y más profano, de humanizar, a fuerza de atención, cualquier objeto o criatura. Aún más: reconoce el poder humano, mucho más realista, de humanizar incluso ¡a un ser humano! A favor de la adopción en un mundo de huérfanos, conviene recordar que cualquier niño puede ser querido, no importa cómo haya llegado a nuestras vidas, a condición de posar en él los ojos el tiempo suficiente; y en contra de la indiferencia inscrita en la velocidad rapsódica de las mercancías, conviene recordar que cualquier desconocido –e incluso cualquier granuja– puede ser querido o al menos salvado de la muerte si lo miramos con un poco de atención. El odio fulmina con la mirada; el amor edifica, restaura, sostiene, dignifica con los ojos. Los cuentos no mienten: un beso largo puede convertir un sapo –¡y hasta un príncipe!– en el Elegido. Pero no sólo los besos, también las cuchilladas deben ser largas: si matamos a alguien que sea al menos porque lo hemos mirado fijamente, después de haberlo mirado fijamente, y no como desde un avión, sin verlo, a la ligera, mediante un interruptor y desenfadadamente.
La primera lección es de poder; la segunda, un poco más triste, de impotencia: cualquiera puede importarnos, sí, pero no todos al mismo tiempo. Uno es cada vez el Elegido. La estructura narrativa de la mirada, constreñida por sus límites anatómicos, salva de uno a uno y en la duración; necesita concentrarse y prolongarse antes de agotar y cambiar el relato. No podemos mirar largamente –ni dar un beso largo– a diez personas a la vez, a diez mil personas a la vez, a la humanidad entera; por eso el amor a la humanidad, tan ambicioso e inútil, compromete mucho menos que el amor a los hijos o el amor a los enamorados (o incluso a los animales a los que hemos puesto nombre). Ese amor abstracto no tiene sintaxis –vía ferrata en la que enganchar los cuerpos– y no se puede relatar; ni, en consecuencia, vivir. “Dos que quieren estar solos allí donde hay mucha gente; dos que quieren estar juntos allí donde hay mucho espacio”, dice el andalusí Ibn Hazm de los amantes. Sospecho que el poliamor no es en realidad amor; y que, por las mismas razones, los amigos en las redes no son amigos, hasta el punto de que podrían desaparecer o ser reemplazados por otros sin que su nombre dañado –o su ausencia– nos produjera la menor sacudida emocional. La noble, heroica, desesperada tentativa de extender la sedimentación visual del Elegido al conjunto de mis seguidores de twitter o de la humanidad en su conjunto acaba en el vacío, sin ningún pie en ninguna vía ferrata, y sólo produce intensidades breves solubles en alcohol: el sentimentalismo, que es lo contrario del amor y que siempre deja resaca.
Pero hay –¡albricias!– una tercera lección, de nuevo positiva y poderosa: cualquiera puede importarnos, pero no todos al mismo tiempo, es verdad, pero sí puede importarnos a todos al mismo tiempo. Cualquiera que leyera el Sorrosal habría elaborado el mismo relato a partir del Elegido; a partir de un Elegido. La vía ferrata, fuera de nosotros, mundana y pedregosa, objetiva y arbitraria, activa en el espectador una maquinaria –humanitaria– universal. Más o menos eso es lo que quería contar Kant en la Crítica del juicio sobre lo que él llamaba estética: todos podemos ponernos de acuerdo para salvar el mismo cuerpo. Sin ese criterio común el relato sería sólo una prevaricación salvaje o un indulto despótico.
La atención narrativa, según estas tres lecciones, es al mismo tiempo salvífica e injusta. Salva uno por uno los cuerpos, en los límites universales de nuestra patética y chapucera anatomía, y por eso mismo deja fuera muchos cuerpos, la mayor parte, o los reconoce y aprecia solo en relación con el Elegido. Esta jerarquía es, en realidad, lo que llamamos relato y la única manera de impugnarla es renunciando a él. No es fácil y quizás no es bueno. Es cierto: no todo tiene que ser relato ni atención constructiva. Conviene, desde luego, seguir pensando –además de narrando–; se impone, aún más, elaborar y defender principios abstractos, a modo de balizas en el aire que detengan el contagio arbitrario, azaroso e injusto de los besos largos; pero no conviene hacerse la ilusión de un mundo poblado de abstracciones encarnadas o de abstracciones sin cuerpo. Del mismo modo, conviene defender y alimentar la mirada atenta, porque en su intensidad selectiva se cobija el poder de reconocer, dignificar, valorar y proteger cualquier objeto y, por lo tanto, todos los objetos del mundo; pero no conviene limitar el ámbito de las propias lealtades y compromisos al cuerpo del Elegido o de los sucesivos Elegidos de nuestros relatos. El dilema entre principios y relatos no se resuelve suprimiendo uno de los dos polos o los dos al mismo tiempo. De hecho –mucho me temo– no se resuelve de ningún modo; y es justamente de ese dilema universal, y de su irreductibilidad universal, de lo que se nutren la mayor parte de nuestras narraciones. De eso tratan Antígona, El Quijote, El idiota, El rey Lear, todo Kurosawa, todo Ford, todos los tangos y todos los boleros; y toda la pequeña chismorrería cotidiana en la que se ha refugiado, en bares y puertas de colegio, como en una vieja iglesia, la activa, antigua, prevaricadora y benéfica moral de los humanos.
La narratividad, en todo caso, se impone allí donde hay un cuerpo. Es una negociación entre cuerpos en pie sobre un terreno pedregoso, como en el caso de esa pared del Sorrosal convertida ante nuestros ojos en la página de un libro (o en la letra de una canción o en la trama de una película). El fin de lo que he llamado el paradigma letrado tiene que ver con el desplazamiento del cuerpo como eje o centro de nuestra experiencia vital y, por lo tanto, con el debilitamiento del poder de la mirada para humanizar los objetos (para convertirlos en sujetos). Nuestros cuerpos han sido extirpados del solar de la percepción. En su lugar no son los principios los que rellenan el hueco sino el sentimentalismo de las redes con sus resacas rabiosas y sus identidades hepáticas. Ni principios abstractos ni atención narrativa; ni moral ni simpatía; ni reflexión ni vía ferrata: el bombardeo y el haiku, ésas son las únicas armas que tenemos para defendernos de –cómo llamarlo– los cuentos anti-universales del destropopulismo (o neofascismo).
Lo que aprendimos Ana y yo leyendo la escalada del Sorrosal es que apenas distribuimos los objetos en el espacio, es imposible escapar a la narratividad y sus vías ferratas; es decir, a la atención injusta y al mismo tiempo salvífica de unos cuerpos detrás de otros y unos cuerpos sobre otros. Como es cosa de cuerpos, de cuerpos supervivientes, de cuerpos resistentes, de cuerpos amenazados, no es extraño –dicho sea para acabar– que la narratividad atávica se haya refugiado en las clases populares –entre el reguetón y el Gran Hermano– y la Gran Literatura la protejan con sus letras las mujeres: de Margaret Atwood a Lucia Berlin, de Elena Ferrante a Chimamanda Ngozi Adichie, de Hania Yanagihara a Neli Leyshon, de A.S. Byatt a Ava Ólafsdottir. Todo lo demás es resaca.
AUTOR
Santiago Alba Rico
Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. El último de sus libros se titula Ser o no ser (un cuerpo).
@SANTIAGOALBAR