La obra de la Revolución, en que confía el nuevo Presidente, no consiste en el sector público, petróleo, luz y servicios, o mero crecimiento económico. Es sobre todo relaciones sociales. Quienes defienden territorios de sus ancestros, reconocidos por la Revolución, no están dispuestos a entregarlos ni a ponerlos al servicio de quienes hoy se sienten dueños del país. Son los pueblos, finalmente, quienes determinarán el rumbo de este país desgarrado y en ruinas. Si se logra convertir el entusiasmo popular de estos días, en muchas calles y plazas, en capacidad organizada para cambiar, no para aplaudir y apoyar, y esa capacidad se une a la de los pueblos, será posible abrigar esperanzas.
Despeñadero
Gustavo Esteva
La Jornada
El obvio juego de palabras se ha vuelto popular. No olvidemos que también significa precipicio y riesgo.
La primera tarea será borrar el legado de Enrique Peña Nieto y sus cómplices. Ciertos patrones de corrupción se corregirán desde el primer día. Otros requieren mucho más que la escoba de arriba. Más difícil aún será liquidar estructuras y normas construidas para el saqueo.
El 1º de julio está haciendo olvidar la lección que habíamos aprendido bien: no podemos confiar en el sistema electoral. Caer de nuevo en esa superstición no sólo implica pensar que es un procedimiento adecuado para expresar la voluntad colectiva. Supone creer que los elegidos respetarán esa voluntad… y que lo harán desde aparatos podridos y contraproductivos, construidos para la transa y el control.
El nuevo Presidente reconoce que la esperanza de transformación no depende de lo que él pueda hacer con esos aparatos, incluso si logra limpiarlos desde arriba hasta abajo. Depende de la gente. Debe ahora saber que decisiones suyas que se materializarán en los próximos días le darán respaldo popular…pero no capacidad de cambio. Tampoco la podrá derivar de la consulta ciudadana si la sigue desvirtuando. La del aeropuerto, atrapada en restricciones técnicas y políticas, facilitó políticamente su decisión de compromiso. Pero las consultas de la semana pasada sólo sirven para alimentar la ilusión de que tienen respaldo popular decisiones muy cuestionables.
Están ocurriendo hechos ominosos. El 28 de noviembre ocho diputados de Morena tomaron la tribuna del Congreso de Oaxaca para denunciar que sus compañeros habían pactado en lo oscurito con el gobernador para entregar comisiones clave al PRI. ¿Entró en funciones el PRIMOR? ¿Es una excepción o será la nueva regla? ¿Se busca crear un sustituto del cadáver que se enterró el 1º de julio y reconstruir el régimen que se quiere dejar atrás? ¿Irnos por el despeñadero?
La tenacidad de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) va acompañada de la impresión de que es hombre de palabra, que cumple lo que promete. Muchas críticas contra sus decisiones y declaraciones recientes traicionan ilusiones y manías de sus partidarios, no compromisos de AMLO. Algunas de sus decisiones más impopulares y criticables, incluso, sólo reconocen con realismo el muy reducido margen de maniobra dentro del que se mueve el poder público en las circunstancias actuales, en México o en cualquier país. Por eso es miope creer en él para lo que hace falta, no importa quién lo dirija.
Quienes luchan por la defensa de su territorio ante concesiones mineras pueden entender el razonamiento de AMLO de que cancelarlas impondría un costo insoportable. Esperan ahora que cumpla la palabra que dio en Puebla, cuando advirtió que llenaría de piedritas el camino de las mineras para que se fueran solas. De hecho, bastaría que respetara las piedrotas que los pueblos ponen en ese camino. Varias mineras se han retirado por esa resistencia. Es hora de respaldarlos en vez de seguirlos agrediendo y que los funcionarios actúen como defensores de las corporaciones.
La prueba del ácido estará en el Istmo y en Yucatán. AMLO pierde compostura y sensatez ante críticas bien fundadas a proyectos con los que sigue comprometiéndose. Los baños de pueblo que recomienda a sus críticos sirven para hacer campaña, no para gobernar. Muchas y muchos confiarán en sus promesas, pero encontrará firme resistencia a proyectos en que su juicio parece contaminado. ¿Cómo explicarle que cancunizar la península es un atropello brutal a los pueblos? ¿Cómo hacerle saber que el Istmo no quiere la cruz del corredor y tiene opciones? Cancelar proyectos como esos no tiene el costo de hacerlo con las concesiones. Basta abrirse realmente a la gente.
Hay otras señales ominosas. Cuando más de 100 mil campesinos llegaron el miércoles pasado al Zócalo de la Ciudad de México, para respaldar al nuevo gobierno, ni el nuevo secretario de Agricultura ni los dirigentes agrarios dijeron una sola palabra sobre la ley agraria atroz que Morena presentó en el Senado. El acto parece anticipo de dispositivos como el que en 1992 logró que todas las organizaciones campesinas apoyaran la contrarreforma agraria de Salinas. ¿Eso sería gobernar con el pueblo? ¿Consultas y movilizaciones amañadas?
La obra de la Revolución, en que confía el nuevo Presidente, no consiste en el sector público, petróleo, luz y servicios, o mero crecimiento económico. Es sobre todo relaciones sociales. Quienes defienden territorios de sus ancestros, reconocidos por la Revolución, no están dispuestos a entregarlos ni a ponerlos al servicio de quienes hoy se sienten dueños del país. Son los pueblos, finalmente, quienes determinarán el rumbo de este país desgarrado y en ruinas. Si se logra convertir el entusiasmo popular de estos días, en muchas calles y plazas, en capacidad organizada para cambiar, no para aplaudir y apoyar, y esa capacidad se une a la de los pueblos, será posible abrigar esperanzas.
gustavoesteva@gmail.com