Clajadep :: Red de divulgación e intercambios sobre autonomía y poder popular

Imprimir

La Otra Historia de los Estados Unidos. A People´s History of the United States. Desde 1492 hasta el presente (Parte IV)

Howard Zinn :: 05.12.18

Una historia popular de ese país que fue territorio libre y aún hoy día las comunidades originarias reivindican como tal, ahora en alianza con afrodescendientes, juventudes, mujeres, ecologistas, chicanos y otras identidades que profundizan y se profundizan tras la autocomprensión del humano como especie y no más como ratas de laboratorio organizadas por sociólogos, políticos, religiosos y comerciantes.

Capítulo 16

¿UNA GUERRA POPULAR?

Hay algunas evidencias de que la Segunda Guerra Mundial fue la guerra más popular en la historia de Norteamérica. Nunca antes había participado en una guerra una porción tan grande del país: 18 millones de hombres entraron en las fuerzas armadas (de los que 10 millones irían al extranjero); 25 millones de trabajadores compraban regularmente bonos de guerra con su sueldo. Pero, ¿no podía considerarse que éste era un apoyo prefabricado, ya que todas las fuerzas de la nación -no sólo las del gobierno, sino también la prensa, la Iglesia y hasta las principales organizaciones radicalesestaban tras los llamamientos a una guerra suprema? ¿Hubo un fondo de aversión o indicios silenciados de resistencia?
Se trataba de una guerra contra un enemigo de una maldad indescriptible. La Alemania hitleriana estaba extendiendo el totalitarismo, el racismo y el militarismo en una guerra de agresión abierta como no se había visto nunca. Y sin embargo, los gobiernos que dirigían esta guerra -Inglaterra, Estados Unidos y la Unión Soviética- ¿representaban un orden de cosas esencialmente diferente, tanto que su victoria significara un golpe al imperialismo, al racismo, al totalitarismo y al militarismo en el mundo?
El comportamiento de Estados Unidos durante la guerra -tanto en las operaciones militares en el extranjero como en el trato a las minorías del país- ¿correspondía a lo que sería una “guerra popular”? La política del país durante la guerra ¿respetaba el derecho de la gente -fueran de donde fuesen- a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad? Y la América de la posguerra, con su política tanto nacional como exterior ¿emplificaba los valores por los que se suponía que se había luchado en una guerra?
Estas preguntas merecen consideración, durante la Segunda Guerra Mundial, el ambiente estaba demasiado cargado de ardor guerrero como para permitir exponerlas.
Que Estados Unidos saliera como defensor de países indefensos, concordaba con la imagen que daban del país los libros de historia de los institutos americanos, pero no con su expediente en asuntos internacionales. Estados Unidos había instigado una guerra con México y se había apoderado de medio país. Había simulado ayudar a Cuba a conseguir su independencia de España para plantarse después en Cuba con una base militar, inversiones y un derecho de intervención. Se había apoderado de Hawai, Puerto Rico, Guam y había llevado a cabo una guerra brutal para subyugar a los filipinos. Había “abierto” Japón al comercio americano con barcos de guerra y amenazas. Había declarado en China una Política de Puertas Abiertas como medio de asegurarse que Estados Unidos tendría las mismas oportunidades que otras potencias imperialistas para explotarla. Junto con otras naciones, había enviado tropas a Pekín para imponer la supremacía occidental en China, manteniendo las tropas allí durante más de treinta años.
Mientras exigía una puerta abierta en China, Estados Unidos había insistido (con la doctrina Monroe y muchas intervenciones militares) en una puerta cerrada en Latinoamérica, es decir, cerrada a todo el mundo excepto a Estados Unidos. Había maquinado una revolución contra Colombia y había creado el estado “independiente” de Panamá para construir y controlar el Canal. En 1926 mandó cinco mil marines a Nicaragua para parar una revolución y mantener tropas allí durante siete años. En 1916, intervino en la República Dominicana, por cuarta vez, y estacionó tropas allí durante ocho años. En 1915, intervino por segunda vez en Haití, donde mantuvo a sus tropas durante diecinueve años.
Entre 1900 y 1933, Estados Unidos intervino cuatro veces en Cuba, dos en Nicaragua, seis en Panamá, una en Guatemala y siete en Honduras. En 1924, Estados Unidos estaba dirigiendo de alguna forma las finanzas de la mitad de los veinte estados latinoamericanos. Hacia 1935, más de la mitad de las exportaciones americanas de acero y algodón se estaban vendiendo en Latinoamérica.
Justo antes del final de la Primera Guerra Mundial, un ejército americano de 7.000 hombres arribó a Vladivostok, como parte de una intervención aliada en Rusia, y permaneció allí hasta comienzos de 1920. Cinco mil soldados más llegaron a Arcangel, otro puerto ruso, también como parte de una fuerza expedicionaria aliada, y estuvieron allí durante casi un año. El Departamento de Estado dijo al Congreso “Todas esas operaciones se llevaron a cabo para compensar los efectos de la revolución bolchevique en Rusia”. En resumen, si la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial fue para defender el principio de no-intervención en los asuntos de otros países (como muchos americanos creían por aquel entonces, viendo las invasiones nazis), el expediente de Estados Unidos ponía en duda su habilidad para mantener dicho principio.
Lo que por aquel entonces parecía claro era que Estados Unidos era una democracia con ciertas libertades, mientras que Alemania era una dictadura que acosaba a la minoría judía, encarcelaba a los disidentes, cualquiera que fuese su religión, al mismo tiempo que proclamaban la supremacía de la “raza nórdica”. Sin embargo, a los negros, viendo el antisemitismo que había en Alemania, no les parecía muy distinta su propia situación en Estados Unidos. Y Estados Unidos había hecho poco respecto a la política persecutoria de Hitler. De hecho, durante toda la década de los años treinta se había unido a Inglaterra y Francia para apaciguar a Hitler, pero Roosevelt y su secretario de Estado, Cordell Hull, vacilaban en criticar públicamente la política antisemita de Hitler. Cuando, en enero de 1934, se introdujo en el Senado una resolución pidiendo que el Senado y el presidente expresaran “sorpresa y dolor” por lo que los alemanes les estaban haciendo a los judíos, y pidiendo asimismo que se restituyeran los derechos de los judíos, el Departamento de Estado se aseguró de que se silenciara la resolución.
Cuando la Italia de Mussolini invadió Etiopía en 1935, Estados Unidos declaró un embargo sobre municiones pero permitió que las corporaciones americanas enviasen a Italia enormes cantidades de petróleo, esencial para que Italia llevase a cabo la guerra. Cuando en 1936 tuvo lugar una rebelión fascista en España contra un gobierno socialista-liberal elegido democráticamente, la administración Roosevelt apoyó una Ley de Neutralidad, que tuvo el efecto de cortar toda ayuda al gobierno español, mientras Hitler y Mussolini daban una ayuda crucial a Franco.
¿Se trataba de una mala consideración, de un desafortunado error? ¿No era más bien la política lógica de un gobierno cuyo principal interés no era frenar el fascismo sino propiciar los intereses imperiales de Estados Unidos? En los años treinta, la mejor política para defender tales intereses parecía ser la antisoviética. Cuando, más tarde, Japón y Alemania amenazaron los intereses internacionales de Estados Unidos, optaron por una política prosoviética y antinazi. Roosevelt tenía tanto interés en terminar con la opresión de los judíos como Lincoln en erradicar la esclavitud durante la Guerra Civil. Cualquiera que fuera su compasión personal por las víctimas de la persecución, la prioridad política de ambos no eran los derechos de las minorías, sino el poder nacional.
Lo que hizo que Estados Unidos entrara en la Segunda Guerra Mundial no fueron los ataques de Hitler a los judíos, al igual que no fue la esclavitud de 4 millones de negros lo que provocó la Guerra Civil en 1861. Ni el ataque de Italia a Etiopía, ni la invasión hitleriana de Austria y Checoslovaquia, ni su ataque a Polonia -ninguna de estas agresiones hizo que Estados Unidos entrase en la guerra, aunque Roosevelt empezó a ayudar significativamente a Inglaterra. Lo que provocó que Estados Unidos entrase de pleno en la Segunda Guerra Mundial fue el ataque japonés a la base naval americana de Pearl Harbor, en Hawai, el 7 de diciembre de 1941. Por supuesto, lo que provocó el llamamiento indignado de Roosevelt a la guerra no fue la preocupación humana por los civiles que Japón había bombardeado -ni el ataque japonés a China en 1937, ni el bombardeo japonés a civiles en Nanking. Lo que provocó la entrada de Estados Unidos en la guerra fue el ataque japonés a una base del imperio americano en el Pacífico. Estados Unidos no tuvo nada que objetar mientras Japón fue un socio educado en ese club imperial de grandes potencias que compartían la explotación de China, acorde con la Política de Puertas Abiertas.
En 1917, Estados Unidos había intercambiado comunicaciones con Japón, diciendo que “el Gobierno de los Estados Unidos reconoce que Japón tiene intereses especiales en China”. Según Akira Iriye (After Imperialism), en 1928, los cónsules americanos en China apoyaron la llegada a ese país de tropas japonesas.
Cuando Japón intentó invadir China, y sobre todo cuando fue a por el estaño, el caucho y el petróleo del sureste asiático, estaba amenazando los mercados potenciales de Estados Unidos. Entonces cundió la alarma y Estados Unidos tomó las medidas que provocarían el ataque japonés: en el verano de 1941 embargó totalmente su hierro y su petróleo.
Una vez unido a Inglaterra y a Rusia en la guerra (Alemania e Italia declararon la guerra a Estados Unidos justo después de Pearl Harbor), ¿qué demostró el comportamiento de Estados Unidos: que sus fines en la guerra eran humanitarios, o más bien que se centraban en el poder y en el lucro? ¿Estaba combatiendo en la guerra para acabar con el dominio de unas naciones sobre otras o para asegurarse que las naciones dominadoras eran amigas de Estados Unidos?
En agosto de 1941, Roosevelt y Churchill se reunieron cerca de la costa de Terranova y anunciaron al mundo la Carta Atlántica, que exponía nobles fines para el mundo de la posguerra, asegurando que sus países no buscaban “el engrandecimiento territorial ni de otro tipo” y que respetaban “el derecho de todos los pueblos a elegir la forma de gobierno bajo la que quieran vivir”. Se alabó la Carta porque declaraba el derecho de autodeterminación de los pueblos. Sin embargo, dos semanas antes de la declaración de la Carta Atlántica, Sumner Welles, el secretario de Estado en funciones estadounidense, había asegurado al gobierno francés que podían conservar su imperio intacto tras el final de la guerra. A finales de 1942, el delegado personal de Roosevelt aseguró al general francés Henri Giraud- “No cabe ninguna duda de que se establecerá la soberanía francesa lo antes posible por todo el territorio, metropolitano o colonial, sobre el que ondeó la bandera francesa en 1939″.
Los titulares de los periódicos hablaban de las batallas y de los movimientos de tropas la invasión del norte de Africa en 1942, la de Italia en 1943, las encarnizadas batallas mientras hacían retroceder a Alemania dentro de sus fronteras, los bombardeos cada vez más numerosos de las fuerzas aéreas británicas y americanas; el dramático desembarco masivo de Normandía, en la Francia ocupada por Alemania; y, al mismo tiempo, las victorias rusas sobre los ejércitos nazis (por las fechas del desembarco de Normandía, los rusos habían expulsado de Rusia a los alemanes y mantenían ocupadas al 80% de las tropas alemanas). En 1943 y 1944, tuvo lugar en el Pacífico el avance isla por isla de contingentes americanos hacia Japón, encontrando bases cada vez más cerca para el bombardeo atronador de ciudades japonesas.
Silenciosamente, tras los titulares sobre las batallas y los bombardeos, los diplomáticos y los empresarios americanos trabajaban duro para asegurarse de que, al concluir la guerra, Estados Unidos fuese la primera potencia económica del mundo. Los negocios norteamericanos penetrarían en áreas que hasta entonces había dominado Inglaterra. La Política de Puertas Abiertas de acceso igualitario se extendería de Asia a Europa, lo que significaba que Estados Unidos tenía intención de apartar a Inglaterra e instalarse en su lugar.
Eso fue lo que le pasó a Oriente Medio y a su petróleo. Arabia Saudita tenía la mayor reserva petrolífera de Oriente Medio. A comienzos de 1945, su rey, Ibn Saud, estaba como invitado del presidente Roosevelt en un yate americano. Más tarde, Roosevelt escribió a Ibn Saud, prometiendo que Estados Unidos no cambiaría su política palestina sin consultar a los árabes. Años después, el interés en el petróleo competiría constantemente con el interés político por el estado judío en Oriente Medio, pero de momento el petróleo parecía más importante.
Con el poder imperial británico derrumbándose durante la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos estaba listo para entrar en escena. Antes de que finalizara la guerra, la administración ya estaba planeando el esquema del nuevo orden económico internacional, basado en una asociación entre el gobierno y las grandes corporaciones.
El poeta Archibald MacLeish, entonces subsecretario de Estado, criticó lo que vio en el mundo de posguerra: “Tal y como van las cosas, la paz que haremos, la paz que parece que estamos logrando, será una paz de petróleo, oro y navegación, en resumen, una paz sin propósito moral ni interés en la humanidad”.
Durante la guerra, Inglaterra y Estados Unidos establecieron el Fondo Económico Internacional para regular el cambio de divisas internacionales, el voto sería proporcional al capital aportado, con lo cual se estaba asegurando el dominio americano. Se fundó el Banco Internacional para la Reconstrucción y el Desarrollo, supuestamente para ayudar a reconstruir áreas destruidas por la guerra. Pero uno de sus objetivos principales era, según el propio Banco, “promover las inversiones extranjeras”.
La ayuda económica que los países necesitarían tras la guerra se veía ya en términos políticos. Averell Harriman, embajador en Rusia, dijo a comienzos de 1944 “La ayuda económica es una de las armas más efectivas que tenemos para mover los acontecimientos políticos europeos en la dirección que queramos”.
La creación de las Naciones Unidas durante la guerra se presentó al mundo como una cooperación internacional para impedir guerras futuras. Pero la ONU estaba dominada por los países imperiales occidentales -Estados Unidos, Inglaterra y Francia- y una nueva potencia imperial con bases militares y una fuerte influencia en la Europa del este: la Unión Soviética. Un importante senador republicano, Arthur Vandenburg, escribió en su diario acerca de la Carta de las Naciones Unidas:
Lo que es sorprendente es que la Carta sea tan conservadora desde un punto de vista nacionalista. Se basa prácticamente en una alianza de cuatro potencias. Esto dista de ser una vision romántica del estado mundial inspirada por el internacionalismo loco. Estoy profundamente impresionado de ver que Hull preserva con tanto cuidado nuestro veto americano en su esquema de cosas.
La difícil situación de los judíos en la Europa ocupada por los alemanes -que mucha gente creía que era uno de los motivos principales de la guerra contra el Eje- no se encontraba entre las preocupaciones principales de Roosevelt. El estudio de Henry Feingold (The Politics of Rescue) muestra que, mientras estaban metiendo a los judíos en campos de concentración y estaba comenzando el proceso de aniquilación que acabaría con el horripilante exterminio de 6 millones de judíos y millones de nojudíos, Roosevelt no tomó las medidas que podrían haber salvado millares de vidas. Para él no era prioritario, y dejó el asunto en manos del Departamento de Estado, donde el antisemitismo y la fría burocracia obstaculizaron la acción.
¿Se estaba librando la guerra para demostrar que Hitler se equivocaba en sus ideas acerca de la supremacía blanca nórdica sobre las razas “inferiores”? Las fuerzas armadas estadounidenses estaban divididas en razas. Cuando, a comienzos de 1945, metieron a las tropas en el Queen Mary para ir a combatir en la escena europea, apiñaron a los negros en las bodegas del barco junto a la sala de máquinas, lo más lejos posible del aire puro de cubierta. Escena que recordaba extrañamente a los barcos negreros de antaño.
La Cruz Roja, con la aprobación del gobierno, separaba las donaciones de sangre de los blancos y los negros. Irónicamente, fue un médico negro, Charles Drew, quien desarrolló el sistema de bancos de sangre. Le pusieron a cargo de las donaciones durante la guerra y luego, cuando intentó poner fin a la segregación sanguínea, le despidieron. A pesar de la urgente necesidad de trabajadores en tiempo de guerra, todavía se discriminaba a los negros a la hora de dar empleo. Un portavoz de la fábrica de aviones de la costa oeste dijo “Sólo se empleará a los negros como porteros y en ocupaciones similares. Sea cual fuere su capacidad como constructores de aviones, no los contrataremos”. Roosevelt jamás hizo nada para poner en vigor las órdenes de la Fair Employment Practices Commission (Comisión para la Práctica del Empleo Justo) que él mismo había establecido.
Era conocida la insistencia de los países fascistas en que el sitio de la mujer estaba en el hogar Sin embargo, la guerra contra el fascismo -aunque utilizaba mujeres en fábricas, donde hacían muchísima falta- no tomó medidas especiales para cambiar su papel subordinado. A pesar de la gran cantidad de mujeres ocupadas en trabajos relacionados con la guerra, la War Manpower Commission (Comisión de Mano de Obra de Guerra) no dejaba participar a las mujeres en sus organismos directivos. Un informe del Departamento de la Mujer del ministerio de Trabajo escrito por su directora, Mary Anderson, decía que la War Manpower Commission tenía “dudas e intranquilidad” sobre “lo que entonces se consideraba como una creciente actitud militante o un espíritu de lucha por parte de las dirigentes”.
En una de sus políticas, Estados Unidos estuvo cerca de imitar directamente al fascismo. Esto pasó con el trato a los americanos de origen japonés que vivían en la costa oeste. Tras el ataque a Pearl Harbor, la histeria antijaponesa se extendió en el gobierno. Un congresista dijo “Estoy a favor de coger ahora a cada japonés que viva en América, Alaska y Hawai y meterlos en campos de concentración… ¡Malditos sean! ¡Librémonos de ellos!”.
Franklin D Roosevelt no compartió ese frenesí, pero en febrero de 1942, firmó tranquilamente la Orden Ejecutiva 9066, que otorgaba al ejército el poder de arrestar -sin orden judicial, ni acta de acusación, ni audiencia- a todo japonés de la costa oeste, un total de 110.000 hombres, mujeres y niños. Podían sacarlos de sus casas, transportarlos a campos de concentración en el interior del país y tenerlos allí en régimen penitenciario. De estos japoneses, tres cuartas partes eran nisei -niños nacidos en Estados Unidos de padres Japoneses y por tanto ciudadanos americanos. La ley denegó la ciudadanía a los restantes, los issei -nacidos en Japón. En 1944, el Tribunal Supremo apoyó la evacuación forzosa, alegando que era necesario para el ejército. Los japoneses permanecieron en esos campos de concentración durante más de tres años. Hubo huelgas, peticiones, asambleas masivas, disturbios contra las autoridades del campo y negativas a firmar juramentos de lealtad. La japonesa Michi Weglyn era una niña cuando detuvieron y evacuaron a su familia. En su libro Years of Infamy, Weglyn habla de chapucería en la evacuación y de la miseria que soportaron hasta el final.
La guerra estaba siendo llevada a cabo por un gobierno cuyo principal beneficiario, a pesar de las muchas reformas, era la élite rica. En 1941, cincuenta y seis grandes corporaciones se hacían cargo de tres cuartos del total de los contratos militares. De los mil millones de dólares gastados, 400 millones fueron a parar a diez grandes corporaciones.
Aunque había 12 millones de trabajadores organizados en el CIO y en el AFL, el laborismo se encontraba en una posición subordinada. Establecieron comités de gestión del trabajo en cinco mil fábricas como un gesto hacia la democracia industrial, pero actuaron principalmente como grupos disciplinarios para trabajadores absentistas y como herramientas para aumentar la producción. A pesar de la abrumadora atmósfera de patriotismo y de dedicación total para ganar la guerra, y a pesar de las promesas del AFL y el CIO de no convocar huelgas, muchos de los trabajadores del país frustrados por la congelación salarial mientras los beneficios empresariales se disparaban- fueron a la huelga. Durante la guerra, hubo catorce mil huelgas, que concernían a 6.770.000 trabajadores, más que en ningún otro período similar en la historia americana. Sólo en 1944, hicieron huelga un millón de trabajadores de las minas, de las acerías y de las industrias del automóvil y de los equipos de transporte. Cuando finalizó la guerra, hubo un número record de huelgas en la primera mitad de 1946, se declararon en huelga 3 millones de trabajadores. Bajo el ruido de entusiasmo patriótico, había mucha gente que pensaba que la guerra estaba mal, incluso en las circunstancias de la agresión fascista. De los 10 millones reclutados por las fuerzas armadas durante la Segunda Guerra Mundial, 43.000 se negaron a combatir. Muchos otros ni siquiera se presentaron para el reclutamiento. El gobierno computó unos 350.000 casos de evasión al reclutamiento. Y esto a pesar de que la comunidad americana estaba casi unánimemente a favor de la guerra.
La literatura posterior a la Segunda Guerra Mundial -From Here to Eternity de James Jones, Catch-22 de Joseph Heller y The Naked and the Dead de Norman Mailer- captó esta ira de los GIs contra el alto mando del ejercito. En The Naked and the Dead, unos soldados están hablando durante una batalla y uno de ellos dice:
“Lo único malo de este ejército es que nunca ha perdido una guerra”
Toglio se sorprendió “¿Crees que deberíamos perder ésta?” Red notó cómo se exaltaba “¿Qué tengo yo contra los malditos japoneses? ¿Crees que me importa si se quedan con esta maldita jungla? ¿A mí qué me importa si Cummings consigue otro galón?
“El general Cummings es un buen hombre” -dijo Martinez “No hay ni un oficial bueno en todo el mundo” -afirmó Red.
Parecía haber una indiferencia generalizada, hostilidad incluso, por parte de la comunidad negra hacia la guerra, a pesar de los intentos de los periódicos para negros y los intentos de los líderes negros para movilizar sus sentimientos. Un periodista negro escribió “Los negros están enfadados, resentidos y completamente apáticos con respecto a la guerra “¿Luchar para qué?” se preguntan.
Un estudiante de una universidad para negros dijo a su profesor “El ejército nos discrimina. La armada sólo nos deja servir como soldados de cantina. La Cruz Roja rechaza nuestra sangre. Ni los patronos ni los sindicatos nos admiten. Los linchamientos continúan. No tenemos derechos, hay racismo contra nosotros, nos escupen ¿Qué más podría hacernos Hitler?
Walter White repitió esto ante un público negro de varios miles de personas en el medio oeste, pensando que no lo verían con buenos ojos, pero en vez de eso, como recuerda White:
Para mi sorpresa y consternación, la audiencia estallo en tales aplausos que me costo unos 30 ó 40 segundos hacer silencio.
Los negros carecían, sin embargo, de una oposición antibélica organizada. De hecho, había poca oposición organizada en cualquier grupo. El Partido Comunista apoyaba la guerra con entusiasmo. El Partido Socialista se encontraba dividido, incapaz de decantarse hacia uno u otro lado.
Unos pocos grupúsculos anarquistas y pacifistas se negaron a apoyar la guerra. La Liga Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad dijo “La guerra entre las naciones o entre clases o razas no puede resolver permanentemente los conflictos o curar las heridas que los crearon”. El Catholic Worker escribió “Aún somos pacifistas”. La dificultad de hacer sólo llamadas a la “paz” en un mundo de capitalismo, fascismo y comunismo, con sus ideologías dinámicas y sus acciones agresivas, preocupaba a algunos pacifistas. Comenzaron a hablar de la “no-violencia revolucionaria”. A. J. Muste, de la Comunidad de Reconciliación, dijo que el mundo estaba en medio de una revolución y los que están contra la violencia deben actuar de forma revolucionaria, pero sin violencia. Un movimiento de pacifismo revolucionario tendría que “contactar de modo efectivo con grupos oprimidos y minoritarios tales como los negros, los aparceros o los trabajadores industriales”.
Tan sólo un grupo socialista organizado se opuso abiertamente a la guerra: el Partido Socialista de los Trabajadores. En 1943, en Minneapolis, condenaron a 18 miembros del partido por violar la Ley Smith, que declaraba ilegal unirse a cualquier grupo que preconizara “el derrocamiento del gobierno mediante la fuerza y la violencia”. Les sentenciaron a penas de prisión y el Tribunal Supremo se negó a revisar el caso.
Unas pocas voces continuaban insistiendo en que la verdadera guerra se libraba dentro de cada nación. La revista de Dwight Macdonald de la época de la guerra Politics presentó a comienzos de 1945 un artículo escrito por el obrero-filósofo francés Simone Weil:
Tanto si a la máscara se le llama fascismo, democracia o dictadura del proletariado, nuestro gran adversario sigue siendo el aparato del gobierno -la burocracia, la policía y el ejército- y la peor traición será siempre subordinarnos a dicho aparato y pisotear en su beneficio todos los valores hurnanos que hay en nosotros y en los demás.
Sin embargo, movilizaron a la inmensa mayoría de la población americana para ayudar en la guerra, tanto en el ejército como en la vida civil, y la atmósfera bélica envolvía cada vez más a los americanos. Los sondeos de opinión pública mostraban que la gran mayoría de los soldados estaban a favor del reclutamiento obligatorio para el período de posguerra. El odio al enemigo, especialmente a los japoneses, se hizo muy común. Era evidente que el racismo estaba presente. La revista Time, relatando la batalla de Iwo Jima, decía: “El japonés medio es irracional e ignorante. Quizá sea humano, pero nada lo indica”.
Así que había un apoyo masivo a lo que sería el mayor bombardeo de civiles jamás llevado a cabo en una guerra los ataques aéreos a ciudades alemanas y japonesas.
Italia había bombardeado ciudades durante la guerra con Etiopía; Italia y Alemania habían bombardeado a civiles durante la Guerra Civil española; al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, aviones alemanes bombardearon Rotterdam en Holanda, Coventry en Inglaterra y otros lugares. Roosevelt describió esos ataques como una “barbaridad inhumana que ha conmocionado profundamente la conciencia de la humanidad”.
Esos bombardeos alemanes fueron leves en comparación con los bombardeos británicos y americanos de las ciudades alemanas. En enero de 1943, los aliados se reunieron en Casablanca y acordaron llevar a cabo ataques aéreos a gran escala para lograr “la destrucción y dislocación del ejército alemán, del sistema industrial y económico y socavar la moral del pueblo alemán hasta tal punto que se debilite fatalmente su capacidad para la resistencia armada”.
De esta forma, empezaron los bombardeos masivos de ciudades alemanas, con ataques de mil aviones sobre Colonia, Essen, Frankfurt y Hamburgo.
Los ingleses volaban de noche sin ninguna pretensión de apuntar a objetivos militares; los americanos volaban durante el día y pretendían ser precisos, lo que era imposible pues se bombardeaba desde grandes altitudes. La cúspide de estos horribles ataques fue el bombardeo de Dresde a comienzos de 1945, en el que el tremendo calor que causaron las bombas creó un vacío en el que los incendios originaron rápidamente una gran tormenta de fuego que arrasó la ciudad. En Dresde murieron más de cien mil personas. Con el bombardeo de ciudades japonesas, continuaba la estrategia de bombardeos de saturación para destruir la moral de los civiles, una noche, un bombardeo sobre Tokio se cobró ochenta mil vidas. Más tarde, el 6 de agosto de 1945, apareció el solitario avión americano en el cielo de Hiroshima. Lanzó la primera bomba atómica, que mató a unos cien mil japoneses y dejó a decenas de miles muriendo lentamente por los efectos de la radiación. La bomba también mató a doce aviadores americanos que estaban en la cárcel de Hiroshima, un hecho que el gobierno norteamericano jamás ha admitido oficialmente. Tres días después, lanzaron sobre la ciudad de Nagasaki una segunda bomba atómica, que mató a unas 50.000 personas.
La justificación ofrecida para tales atrocidades era que las bombas atómicas acabarían rápidamente con la guerra y no sería necesario invadir Japón. El gobierno norteamericano decía que dicha invasión costaría un enorme número de vidas -un millón, según el secretario de Estado, Byrnes-, Truman aseguró que la cifra que le dio el general George Marshall era de medio millón. Estos cálculos de las bajas en caso de invasión se los sacaron de la manga para justificar las bombas sobre Japón, que a medida que se iban conociendo sus efectos, horrorizaban cada vez a más gente.
Si los americanos no hubieran insistido en la rendición incondicional, es decir, si hubieran querido aceptar como condición para la rendición que el emperador -una figura sagrada para los japonesescontinuara donde estaba, los japoneses habrían aceptado parar la guerra.
En agosto de 1945, Japón ya estaba en una situación desesperada y listo para rendirse. Poco después de la guerra, el analista militar Hanson Baldwin escribió en el New York Times:
Para cuando el tratado de Postdam exigió la rendición incondicional el 26 de julio, el enemigo, en lo concerniente a lo militar, estaba en una situación estratégica desesperada. Tal era entonces la situación cuando arrasamos Hiroshima y Nagasak. ¿Teníamos que haberlo hecho? Por supuesto, nadie puede estar seguro, pero la respuesta es casi con toda probabilidad negativa.
El United States Strategic Bombing Survey (Estudio sobre el
Bombardeo Estratégico Estadounidense) -que el ministerio de la Guerra fundó en 1944 para estudiar los resultados de los ataques aéreos durante la guerra- entrevistó a cientos de dirigentes civiles y militares japoneses tras la rendición de Japón, y justo tras la guerra, informó:
Con toda probabilidad, Japón se hubiera rendido antes del 1 de noviembre de 1945 y sin duda antes del 31 de diciembre de 1945, incluso si no les hubieran lanzado las bombas atómicas, incluso si Rusia no hubiera entrado en la guerra e incluso si no se hubiera planeado o sopesado ninguna invasión.
Pero, ¿podían los dirigentes americanos haber sabido esto en agosto de 1945? Está claro que la respuesta es sí. Habían descifrado el código púrpura japonés y estaban interceptando los mensajes de Japón. Sabían que los japoneses habían dado instrucciones para que su embajador en Moscú discutiera con los aliados negociaciones de paz. El 13 de julio, el ministro de Asuntos Exteriores, Shigenort Togo, telegrafió a su embajador en Moscú: “La rendición incondicional es lo único que obstaculiza la paz”.
¿Por qué Estados Unidos no dio ese pequeño paso para salvar vidas, tanto americanas como japonesas? ¿Era porque habían invertido demasiado dinero y esfuerzo en la bomba atómica como para no lanzarla? ¿O era -como ha sugerido el científico británico
P.M.S Blackett (en su libro Fear, War, and the Bomb)- que Estados Unidos ansiaba lanzar las bombas antes de que los rusos entraran en la guerra contra Japón?
Los rusos (que oficialmente no estaban en guerra con Japón) habían acordado secretamente que entrarían en la guerra noventa días después del fin de la guerra europea. Ese día resultó ser el 8 de mayo, de tal forma que el 8 de agosto se esperaba que los rusos declarasen la guerra a Japón. Pero para entonces, ya habían lanzado la gran bomba y, al día siguiente, lanzarían otra en Nagasaki. Japón se rendiría ante Estados Unidos, no ante Rusia. Estados Unidos sería quien ocuparía el Japón de la posguerra. Una nota en el diario de James Forrestal, ministro de la Armada, del 28 de julio de 1945, describe al secretario de Estado, James F. Byrnes como “con muchas ganas de acabar con el tema de Japón antes de que entren los rusos”.
Truman dijo que “el mundo se dará cuenta de que la primera bomba atómica se lanzó en Hiroshima, una base militar, porque en ese primer ataque deseábamos evitar, en la medida de lo posible, la muerte de civiles”. El U.S. Strategic Bombing Survey dijo en su informe oficial que “se eligió como objetivos a Hiroshima y Nagasaki debido a la concentración de actividades y población”.
El lanzamiento de la segunda bomba en Nagasaki parece que se planeó de antemano, y nadie ha podido explicar jamás por qué se lanzó. ¿Era porque se trataba de una bomba de plutonio, mientras que la de Hiroshima era una bomba de uranio? ¿Fueron los muertos y heridos de Nagasaki víctimas de un experimento científico? Probablemente, entre los muertos en Nagasaki había prisioneros de guerra americanos. Un informe del ejército advirtió sobre todo esto, pero el plan continuó como estaba previsto.
Es cierto que después la guerra acabó rápidamente. Un año antes, habían derrotado a Italia. Recientemente, Alemania se había rendido, derrotada principalmente por los ejércitos soviéticos en el frente oriental, ayudados por los ejércitos aliados en el oeste. Ahora se rendía Japón. Las potencias fascistas estaban destruidas.
Pero ¿qué pasaba con el fascismo como idea, como realidad? ¿Habían desaparecido sus elementos esenciales -el militarismo, el racismo y el imperialismo? ¿O habían absorbido los vencedores estos elementos?
Los vencedores eran la Unión Soviética y Estados Unidos (también
Inglaterra, Francia y la China nacionalista, pero éstos eran débiles).
Ahora estas potencias se pusieron manos a la obra -bajo la envoltura del “socialismo” por un lado y la “democracia” por el otropara hacerse con sus propias áreas de influencia. Procedieron a compartir y pelearse por el dominio del mundo, a construir artefactos bélicos mucho mayores que los que habían construido los países fascistas, y a controlar los destinos de más países de los que Hitler, Mussolini y Japón hubieran podido dominar.
Era una vieja lección que los gobiernos habían aprendido: que la guerra resuelve problemas de control. Charles E. Wilson, presidente de General Electric Corporation, estaba tan contento con la situación durante la guerra, que sugirió una alianza continua entre las corporaciones y el ejército para “una economía de guerra permanente”.
Eso es lo que sucedió. Los ciudadanos americanos estaban cansados de la guerra, pero la administración Truman (Roosevelt había muerto en abril de 1945) se esforzó por crear un clima de crisis y de guerra fría. Es cierto que la rivalidad con la Unión Soviética era real. La Unión Soviética, que acabó la guerra con una economía arruinada y 20 millones de muertos, estaba haciendo una reaparición sorprendente, reconstruyendo su industria, recobrando fuerza militar. Sin embargo, la administración Truman presentó a la Unión Soviética no sólo como un rival sino como una amenaza inminente.
Con una serie de maniobras, tanto en el extranjero como en el país, estableció un clima de miedo, una histeria con respecto al comunismo, que haría aumentar enormemente el presupuesto militar y estimularía la economía con pedidos relacionados con la guerra. Esta combinación de políticas haría posible acciones más agresivas en el extranjero y acciones más represoras en el propio país
También actuaron para controlar a sus propias poblaciones, cada país con sus propias técnicas -toscas en la Unión Soviética, sofisticadas en Estados Unidos- para asegurar su mandato.
Al pueblo americano le describían los movimientos revolucionarios en Europa y Asia como ejemplos del expansionismo soviético, recordándoles así la indignación que sintieron contra las agresiones de Hitler.
La guerra produjo grandes beneficios a las corporaciones, pero también elevó los precios -para el beneficio de los granjeros-, mejoró los salarios e hizo prosperar a la suficiente cantidad de gente como para asegurar que no se producirían las rebeliones que tanto habían amenazado la década de los treinta.
En Grecia, bajo una dictadura de derechas, encarcelaron a los oponentes al régimen y destituyeron a los dirigentes de los sindicatos. Comenzó a crecer un movimiento guerrillero de izquierdas. Gran Bretaña dijo que no podía controlar la rebelión y pidió a Estados Unidos que interviniera. Como dijo más tarde un oficial del Departamento de Estado “En una hora, Gran Bretaña le ha pasado el papel de líder internacional a Estados Unidos”. Estados Unidos respondió con la Doctrina Truman, como se llamó a un discurso que dio Truman al Congreso en la primavera de 1947, en el que pidió 400 millones de dólares para ayudar militar y económicamente a Grecia y Turquía. Truman dijo que los Estados Unidos debían ayudar a “los pueblos libres que están resistiendo intentos de subyugación por parte de minorías armadas o por presiones del exterior”. La retórica era acerca de la libertad pero lo que le interesaba a Estados Unidos era la proximidad de Grecia al petróleo de Oriente Medio.
Con la ayuda militar de Estados Unidos, en 1949 ya habían derrotado la rebelión. Estados Unidos continuó dando ayuda económica y militar al gobierno griego. Llegó a Grecia un flujo de inversiones de capital de la Esso, Dow Chemical, Chrysler y otras corporaciones norteamericanas. Pero el analfabetismo, la pobreza y el hambre seguían siendo comunes allí, y Estados Unidos había logrado que se mantuviera en el poder una brutal dictadura militar. En China, cuando acabó la Segunda Guerra Mundial, ya estaba teniendo lugar una revolución, liberada por un movimiento comunista con un enorme apoyo popular. El Ejército Rojo, que había luchado contra los japoneses, combatía ahora para derrocar la corrupta dictadura de Chiang Kaishek, que Estados Unidos apoyaba pero que -según el propio Papel Blanco sobre China del Departamento de Estado- había perdido la confianza de sus propias tropas y de su propio pueblo. En enero de 1949, fuerzas comunistas chinas llegaron a Pekín, concluyó la guerra civil y China estaba en manos de un movimiento revolucionario -lo más cercano, en la larga historia de ese antiguo país, a un gobierno del pueblo, independiente del control externo.
En la década de la posguerra, Estados Unidos estaba tratando de crear un consenso nacional de conservadores y liberales, republicanos y demócratas, en torno a las políticas de la guerra fría y el anticomunismo. Dicha coalición podía crearse de forma más efectiva por un presidente demócrata liberal, cuya agresiva política exterior fuese apoyada por los conservadores y cuyos programas de bienestar social en el país (el Fair Deal o Trato justo de Truman) atrajeran a los liberales. En 1950 tuvo lugar un acontecimiento que aceleró la formación del consenso entre liberales y conservadores: la guerra no declarada de Truman en Corea.
Corea, ocupada por Japón durante 35 años, fue liberada de Japón tras la Segunda Guerra Mundial y dividida en Corea del Norte -con una dictadura socialista que era parte de la esfera de influencia soviética- y Corea del Sur -una dictadura de derechas dentro de la esfera americana.
Hubo amenazas esporádicas entre las dos Coreas, y cuando el 25 de junio de 1950 los ejércitos norcoreanos fueron hacia el sur y atravesaron el paralelo 38 para invadir Corea del Sur, las Naciones Unidas -dominadas por Estados Unidos- pidió ayuda a sus miembros para “repeler el ataque armado”. Truman dio la orden para que las fuerzas armadas norteamericanas ayudasen a Corea del Sur y el ejército americano pasó a ser el ejército de la ONU. “Una vuelta al dominio de la fuerza en asuntos internacionales” dijo Truman “tendría efectos trascendentales. Los Estados Unidos continuarán apoyando el dominio de la ley”.
La respuesta estadounidense al “dominio de la fuerza” fue arrasar tanto Corea del Norte como del Sur durante tres años de bombardeos. Lanzaron napalm y un periodista de la BBC describió el resultado:
Teníamos frente a nosotros a una extraña figura en cuclillas, con las piernas abiertas y los brazos extendidos. No tenía ojos y todo su cuerpo -del que se veía la mayor parte por entre jirones de harapos quemados- estaba cubierto por una dura costra negra moteada de pus amarillo.
En la guerra de Corea mataron a unos 2 millones de coreanos del norte y del sur, y todo en nombre de la oposición al “dominio de la fuerza”.
La resolución de la ONU había llamado a la acción “para repeler el ataque armado y restaurar la paz y la seguridad en el área”. Pero los ejércitos americanos, tras hacer retroceder a los norcoreanos fuera del paralelo 38, avanzaron por toda Corea del Norte hasta el río Yalu en la frontera con China, lo que provocó la entrada de China en la guerra. Entonces los chinos avanzaron hacia el sur y la guerra se paralizó en el paralelo 38 hasta que, en 1953, las negociaciones de paz restauraron la antigua frontera entre norte y sur.
La guerra de Corea hizo que los liberales respaldaran la guerra y al presidente. Creó el tipo de coalición necesaria para sostener una política de intervención en el extranjero y una economía militar en Estados Unidos. Esto creó problemas para los que no estaban en la coalición, a los que tacharon de críticos radicales.
La izquierda se había hecho muy influyente en los duros tiempos de los años treinta y durante la guerra contra el fascismo. El Partido Comunista no contaba con muchos afiliados -probablemente menos de 100.000- pero era una potente fuerza entre los sindicatos, que contaban con millones de afiliados, entre los artistas y entre infinidad de americanos, a quienes el fracaso del sistema capitalista pudo haber llevado a considerar favorablemente el comunismo y el socialismo. De esta forma, si, tras la Segunda Guerra Mundial, el sistema quería asentar más el capitalismo en el país y lograr un consenso favorable al imperio americano, tenía que debilitar y aislar a la izquierda.
El 22 de marzo de 1947, dos semanas después de presentar al país la Doctrina Truman para Grecia y Turquía, Truman promulgó la Orden Ejecutiva 9835, iniciando un programa para localizar cualquier “infiltración de personas desleales” en el gobierno americano. Durante los cinco años siguientes, investigaron a unos seis millones de funcionarios del gobierno. Despidieron a unos 500 por “lealtad cuestionable”.
Los acontecimientos internacionales que tuvieron lugar justo después de la guerra facilitaron el apoyo popular a favor de la cruzada anticomunista en Estados Unidos. En 1948, el Partido Comunista de Checoslovaquia expulsó del gobierno a los que no eran comunistas, y estableció su propio mandato. Ese año, la URSS bloqueó Berlín -una ciudad ocupada por varias naciones y aislada dentro del área de influencia soviética en la Alemania Orientalobligando a Estados Unidos a aerotransportar suministros a Berlín. En 1949, tuvo lugar la victoria comunista en China y, ese mismo año, la Unión Soviética hizo estallar su primera bomba atómica. En 1950, comenzó la guerra de Corea. En Estados Unidos describieron todos estos acontecimientos a la opinión pública como indicios de una conspiración comunista internacional.
Por todo el mundo, se estaban rebelando los pueblos coloniales, que exigían la independencia: en Indochina, contra los franceses, en Indonesia, contra los holandeses; y en Filipinas, contra Estados Unidos.
En países africanos como Kenia, Sudáfrica y en los del oeste de Africa (bajo dominio francés) hubo señales de descontento en forma de huelgas.
De modo que no era sólo la expansión soviética la que estaba amenazando al gobierno de Estados Unidos y a los intereses financieros americanos. De hecho, los acontecimientos en China, Corea, Indochina y Filipinas, eran movimientos comunistas locales, y no la expansión de la Unión Soviética. Se trataba de una oleada general de insurrección antiimperialista en el mundo, que Estados Unidos quería derrotar. Para ello, sería necesaria la unidad nacional, que se dedicase buena parte del presupuesto del Estado para armamento y que se suprimiera en el país la oposición a tal política exterior.
En esta atmósfera, el senador de Wisconsin Joseph McCarthy podía ir aún más lejos que Truman.
Como presidente del Subcomité Permanente de Investigaciones del Comité del Senado sobre Operaciones Gubernamentales, McCarthy aseguró que en el Departamento de Estado había cientos de comunistas -afirmación para la que no tenía prueba alguna. Investigó el programa de información del Departamento de Estado, su publicación Voice of America (La voz de América) y sus bibliotecas en el extranjero, que contaban con libros escritos por personas que McCarthy consideraba comunistas.
El Departamento de Estado reaccionó con pánico y mandó una avalancha de directivos a sus centros bibliotecarios de todo el mundo. Se eliminaron 40 libros, incluidos The Selected Works of Thomas Jefferson, editado por Philip Foner y el libro de Lillian Hellman The Children’s Hour. También quemaron algunos libros. McCarthy se envalentonó. Durante la primavera de 1954, comenzó una serie de audiencias para investigar a militares supuestamente subversivos. Cuando empezó a atacar a algunos generales por no ser lo suficientemente severos con los presuntos comunistas, se granjeó la enemistad tanto de republicanos como de demócratas. En diciembre de 1954, el Senado votó abrumadoramente a favor de censurarle por “conducta indigna de un miembro del Senado de los Estados Unidos”.
Por las mismas fechas en que el Senado estaba censurando a McCarthy, congresistas tanto liberales como conservadores hacían aprobar toda una serie de proyectos de ley anticomunistas. El liberal Hubert Humphrey introdujo una propuesta para ilegalizar el Partido Comunista, diciendo “No tengo intención de ser un patriota pusilánime”. En calidad de líder minoritario del Senado, Lyndon Johnson se esforzó para aprobar una moción de censura contra McCarthy, pero también se esforzó para mantener dicha censura en los estrechos límites de una “conducta indigna de un miembro del Senado de los Estados Unidos”, más que poner en tela de juicio el anticomunismo de McCarthy.
Siendo senador, John F. Kennedy, no habló claro en contra de McCarthy (Kennedy estaba ausente cuando se votó la moción de censura y nunca dijo qué hubiera votado de estar allí). La insistencia de McCarthy en afirmar que el comunismo se había impuesto en China debido a la tolerancia del gobierno americano hacia el comunismo, era similar al propio punto de vista de Kennedy, expresado en la Cámara de los Diputados, en enero de 1949, cuando los comunistas chinos se hicieron con el poder en Pekín:
Nuestros diplomáticos y sus consejeros, los Lattimore y los Fairbank [eruditos en historia china, Owen Lattimore era una de las dianas pre feridas de McCarthy, John Fairbank era catedratico en Harvard] estaban tan preocupados con la imperfección del sistema democrático en China, que no tuvieron presente nuestros enormes intereses en una China sin comunismo… ahora, esta Cámara debe asumir la responsabilidad de impedir que la fuerte avalancha de comunismo se trague toda Asia.
Los senadores liberales Hubert Humphrey y Herbert Lehman propusieron que se establecieran centros de detención (que en realidad eran campos de concentración) para sospechosos de subversión, a quienes se detendría sin juicio cuando el presidente declarase una “emergencia interna de seguridad”. Esto se añadió a la Ley de Seguridad Interna de los Republicanos, que exigía el registro de organizaciones comunistas y estableció los campos de concentración propuestos, y ya listos para usarse. (En 1968, una época de desilusión generalizada con el anticomunismo, se anuló esta ley).
La orden ejecutiva de Truman sobre la lealtad de 1947 exigió que el ministerio de Justicia redactara una lista de organizaciones que le parecieran a dicho ministerio “totalitarias, fascistas, comunistas o subversivas, o que pretendan alterar la forma de gobierno de Estados Unidos con medios inconstitucionales”. Al determinar deslealtad, se consideraría no sólo el ser miembro de cualquier organización de la lista del ministro de Justicia, sino también “asociación solidaria” con dichas organizaciones. En 1954, ya había cientos de grupos en la lista.
La administración Truman inició una serte de acciones judiciales que intensificaron el ánimo anticomunista de la nación. De estos enjuiciamientos, el más importante fue el caso de Julius y Ethel Rosenberg, que tuvo lugar el verano de 1950.
Los Rosenberg fueron acusados de espionaje. Las pruebas mayores las proporcionaron unas pocas personas que ya habían confesado ser espías y que estaban o bien en la cárcel o bajo acusación. David Greenglass, hermano de Ethel Rosenberg, era el testigo principal. Greenglass había sido maquinista en el laboratorio del Proyecto Manhattan en Los Alamos (Nuevo México) en 1944 y 1945, cuando se estaba construyendo allí la bomba atómica. Greenglass testificó que Julius Rosenberg le había pedido que consiguiera información para los soviéticos.
El químico Harry Gold, que estaba cumpliendo una condena de treinta años por otro caso de espionaje, salió de prisión para corroborar el testimonio de Greenglass. Gold nunca se había reunido con los Rosenberg, pero dijo que un oficial de la embajada soviética le dio la mitad de una tapa de Jello y le pidió que se pusiera en contacto con Greenglass, diciendo “Vengo de parte de Julius”. Gold dijo que cogió los croquis que Greenglass había dibujado de memoria y se los dio al oficial soviético.
Todo esto tenía aspectos problemáticos ¿Cooperó Gold a cambio de que le pusieran pronto en libertad? Tras cumplir 15 años de una condena de 30, estaba en libertad condicional. ¿Sabía también Greenglass que estaba bajo acusación cuando testificó que su vida dependía de su cooperación? Le dieron una sentencia de 15 años, cumplió la mitad y le pusieron en libertad.
¿Hasta qué punto era fiable el testimonio de Gold? Resultó que le habían preparado para el caso Rosenberg con 400 horas de entrevistas con el FBI. Resultó también que Gold mentía frecuentemente con mucha imaginación.
La conexión de los Rosenberg con el Partido Comunista fue un factor importante en el juicio. El jurado dijo que eran culpables y el juez Irving Kaufman dictó sentencia, diciendo que eran responsables de la muerte de 50.000 soldados americanos en Corea. Les condenó a ambos a morir en la silla eléctrica.
Morton Sobell también estaba procesado, acusado de conspirar con los Rosenberg. El principal testigo en su contra era un viejo amigo suyo, quien hizo de testigo en su boda y sobre quien pesaba una posible acusación de perjurio por parte del gobierno federal por mentir sobre su pasado político. Las pruebas de la acusación contra Sobell eran tan débiles que su abogado pensó que no era necesario presentar una defensa. Pero el jurado le declaró culpable y el juez Kaufman le condenó a 30 años de cárcel. Le enviaron a Alcatraz, le denegaron rápidamente la libertad condicional y pasó 19 años en varias prisiones, hasta que salió en libertad.
Documentos del FBI, que mandaron sacar a la luz en los años setenta, mostraban que el juez Kaufman se puso de acuerdo secretamente con los fiscales sobre las sentencias que dictaría en el caso. Otro documento muestra que el juez supremo Fred Vinson del Tribunal Supremo aseguró en secreto al ministro de Justicia de los Estados Unidos que si algún juez del Tribunal Supremo concedía un aplazamiento de la ejecución, convocaría inmediatamente un pleno judicial y lo anularía.
Hubo una campaña mundial de protesta. Albert Einstein, cuya carta a Roosevelt al comienzo de la guerra había iniciado el trabajo en la bomba atómica, hizo un llamamiento en favor de los Rosenberg, al igual que hicieron Jean-Paul Sartre, Pablo Picasso y la hermana de Bartolomeo Vanzetti. Hubo una petición de clemencia al presidente Truman, justo antes de que dejara la presidencia en la primavera de 1953. Fue rechazada. Después, otra petición hecha al nuevo presidente, Dwight Eisenhower, también fue rechazada.
En el último momento, el juez William O. Douglas concedió un aplazamiento de la ejecución. El juez supremo Vinson envió aviones especiales para llevar de nuevo a Washington a los jueces, que pasaban sus vacaciones en distintas partes del país. Cancelaron el aplazamiento concedido por Douglas a tiempo para que los Rosenberg fueran ejecutados el 19 de junio de 1953.
En ese mismo período, al comienzo de los años cincuenta, el House Un-American Activities Committee (Comité de Actividades Antiamericanas) estaba en pleno apogeo, interrogando a muchos americanos acerca de sus conexiones comunistas, despreciándoles si se negaban a contestar y distribuyendo millones de panfletos al pueblo americano con títulos como “Cien cosas que Ud debería saber sobre el comunismo”. (”¿Dónde pueden encontrarse comunistas? En todas partes”). Los liberales criticaban a menudo al Comité, pero en el Congreso, tanto liberales como conservadores votaban año tras año a favor de darles fondos.
Fue el ministerio de Justicia de Truman el que procesó a los dirigentes del Partido Comunista -amparándose en la Ley Smith- y les acusó de conspiración por adoctrinar y preconizar el derrocamiento del gobierno mediante la fuerza y la violencia. Las pruebas para procesarles se basaban sobre todo en el hecho de que los comunistas estaban distribuyendo libros marxistas-leninistas que, según la acusación, exhortaban a la revolución violenta. Por supuesto, no había ninguna prueba de ningún peligro inmediato de revolución violenta por parte del Partido Comunista. Pero el Tribunal Supremo, presidido por el juez supremo Vinson, designado por Truman, amplió la vieja doctrina del “peligro inminente”, diciendo que había una conspiración inminente para llevar a cabo una revolución en el momento adecuado. De modo que metieron en la cárcel a la cúpula del Partido Comunista.
Toda la cultura estaba impregnada de anticomunismo. La historia de un informador del FBl sobre sus hazañas como un comunista que se hace agente del FBI, titulada “Viví tres vidas”, apareció por entregas en 500 periódicos y también en televisión. Las películas de Hollywood tenían títulos como “Me casé con un comunista” o “Fui un comunista para el FBI”. Entre 1948 y 1954, Hollywood produjo más de 40 películas anticomunistas.
Enseñaban a las personas de cualquier edad que el anticomunismo era heroico. Un superhéroe del comic, el Capitán América, decía “Comunistas, espías, traidores y agentes extranjeros, ¡tened cuidado! El Capitán América, con el apoyo de todos los hombres libres y leales, os está buscando”. En los años treinta, escolares de todo el país participaban en simulacros de ataques aéreos en el que las sirenas alertaban de un ataque soviético sobre América: los niños tenían que agacharse bajo sus pupitres hasta que no hubiese “peligro”.
Se trataba de una atmósfera en la que el gobierno podía obtener apoyo masivo para su política de rearme. El sistema, tan zarandeado en los años treinta, había aprendido que la producción bélica podía traer estabilidad y pingues beneficios. En 1960, el presupuesto militar era ya de 45.800 millones -el 49,7% del presupuesto del Estado. Ese año John F. Kennedy salió elegido presidente e inmediatamente se movilizó para aumentar el gasto militar. Basándose en una serie de miedos inventados, sobre aumentos militares soviéticos, un falso “desnivel de bombas” y “desnivel de misiles”, Estados Unidos aumentó su arsenal nuclear hasta que consiguieron una abrumadora superioridad nuclear Tenían el equivalente en armamento nuclear a 1.500 bombas atómicas como la de Hiroshima, más que de sobra para destruir todas las ciudades importantes del mundo.
Para lanzar dichas bombas, Estados Unidos contaba con más de 50 misiles balísticos intercontinentales, 80 misiles en submarinos nucleares, 90 misiles en bases en diversos países, 1.700 bombarderos con capacidad para llegar a la Unión Soviética, 300 cazabombarderos en los portaaviones, preparados para llevar armamento atómico y mil cazas supersónicos preparados para llevar bombas atómicas, estacionados en tierra.
Obviamente, la Unión Soviética estaba rezagada. Tenía entre 50 y 100 misiles balísticos intercontinentales y menos de 200 bombarderos de largo alcance. Pero el presupuesto militar norteamericano continuó en aumento. Cada vez había más histeria; se multiplicaban los beneficios de las corporaciones que conseguían contratos con el ministerio de Defensa; y los empleos y salarios aumentaron lo suficiente como para que un número importante de americanos dependieran, para ganarse la vida, de la industria de guerra.
Mientras tanto, Estados Unidos, que daba ayuda económica a ciertos países, estaba creando una red de control corporativo americano sobre el mundo y construyendo su influencia política en los países a los que ayudaba. El Plan Marshall de 1948 -que dio una ayuda económica de 16.000 millones de dólares a países de Europa occidental a lo largo de cuatro años- tenía una finalidad económica: crear mercados para las exportaciones americanas.
El Plan Marshall también tenía un motivo político. Los partidos comunistas de Italia y Francia eran fuertes y Estados Unidos decidió usar presión y dinero para que los comunistas no entrasen en los gobiernos de dichos países.
A partir de 1952, se veía cada vez más claramente que la ayuda a otros países tenía como objetivo el establecer poder militar en países que no fueran comunistas. Cuando John F. Kennedy comenzó su presidencia, fundó la Alianza para el Progreso, un programa de ayuda a Latinoamérica, haciendo hincapié en la reforma social para mejorar el nivel de vida de la población. Pero resultó que era sobre todo ayuda militar para mantener en el poder a dictaduras de derechas y lograr que dichas dictaduras fuesen capaces de aplastar revoluciones.
De la ayuda militar a la intervención militar sólo había un paso. Después de que, en 1953, Irán nacionalizó su industria petrolífera, la CIA organizó el derrocamiento del gobierno iraní. En 1954, en
Guatemala, un ejército invasor de mercenarios -adiestrados por la CIA en bases militares en Honduras y Nicaragua y respaldado por cuatro cazas americanos pilotados por americanos- derrocó a un gobierno elegido legalmente, el más democrático que ha conocido Guatemala.
El presidente guatemalteco, Jacobo Arbenz, era un socialista de centroizquierda, los comunistas tenían cuatro de los cincuenta y seis escaños del Congreso. Lo más inquietante para los intereses financieros norteamericanos era el hecho de que Arbenz había expropiado 234.000 acres de tierra pertenecientes a United Fruit, ofreciendo a cambio una compensación que United Fruit consideró “inaceptable”.
El coronel Castillo Armas, que se hizo con el poder gracias al plan norteamericano, había recibido instrucción militar en Fort Leavenworth (Kansas). Devolvió las tierras a United Frutt, abolió el impuesto sobre intereses y dividendos a los inversores extranjeros, eliminó las elecciones y encarceló a miles de disidentes políticos.
En 1958, el gobierno de Eisenhower envió al Líbano a miles de marines, para asegurarse de que ninguna revolución derrocase el gobierno proamericano de dicho país, y para mantener una presencia militar en ese área rica en petróleo.
Había un acuerdo demócrata-republicano, liberal-conservador, para impedir, cuando fuera posible, la formación de gobiernos revolucionarios, o derrocarlos si estaban en el poder -ya fuesen comunistas, socialistas o anti-United Fruit. Dicho acuerdo se hizo patente en el caso de Cuba. Durante muchos años, la dictadura militar en Cuba de Fulgencio Batista contó con el apoyo de Estados Unidos. Los intereses financieros norteamericanos dominaban la economía cubana, controlando del 80 al 100% de las empresas, minas, ranchos de ganado y refinerías de petróleo, el 40% de la industria azucarera y el 50% de los ferrocarriles públicos.
La minúscula guerrilla de Fidel Castro combatía desde las junglas y montañas contra el ejército de Batista. Conseguían cada vez más apoyo popular, hasta que salieron de las montañas y marcharon por todo el país y llegaron a La Habana. El gobierno de Batista se desmoronó el día de año nuevo de 1959.
Una vez en el poder, Castro se puso en marcha para establecer, a escala nacional, un sistema educativo, de vivienda y de distribución de la tierra para campesinos sin tierras. El gobierno confiscó más de un millón de acres de terreno de tres compañías americanas, incluyendo a la United Fruit.
Cuba necesitaba dinero para financiar sus programas, pero el Fondo Monetario Internacional, dominado por Estados Unidos, no se lo prestaba, ya que Cuba no aceptaba las condiciones de “estabilidad”, que parecían debilitar el programa revolucionario que los cubanos habían puesto en marcha. Cuando Cuba firmó un acuerdo comercial con la Unión Soviética, las compañías petrolíferas norteamericanas se negaron a refinar el crudo procedente de la Unión Soviética. Castro confiscó dichas compañías. Estados Unidos redujo sus importaciones de azúcar cubano, de las que dependía la economía de Cuba, e inmediatamente la Unión Soviética acordó comprar las 700.000 toneladas de azúcar que Estados Unidos se negaba a comprar.
En la primavera de 1960, el presidente Eisenhower dio una autorización secreta a la CIA para que armase y entrenase a exiliados cubanos anticastristas en Guatemala para una futura invasión de Cuba. Cuando John F. Kennedy comenzó su presidencia, siguió adelante con los planes y, el 17 de abril de 1961, las fuerzas entrenadas por la CIA, en las que había algunos americanos, llegaron a Bahía de Cochinos, en la costa sur de Cuba, a 90 millas de La Habana. Esperaban incitar una revuelta general contra Castro. Pero se trataba de un régimen popular y no hubo revuelta. El ejército de Castro aplastó a las fuerzas de la CIA en tres días.
Todo el asunto de Bahía de Cochinos estuvo rodeado de hipocresía y mentiras. La invasión fue una violación de un tratado que Estados Unidos había firmado, la Carta de la Organización de Países de América, que dice “Ningún Estado, o grupo de Estados, tiene derecho a intervenir, directa o indirectamente, bajo ningún concepto, en los asuntos, internos o externos de ningún otro Estado”. Como habían aparecido informes de prensa que informaban sobre bases secretas y la instrucción que la CIA había dado a los invasores, el presidente Kennedy dio una rueda de prensa, cuatro días antes de la invasión. “Las fuerzas armadas estadounidenses no intervendrán en Cuba babo ningún concepto”.
Es cierto que las tropas invasoras estaban compuestas de cubanos, pero todo fue organizado por Estados Unidos y estaban implicados aviones de guerra americanos con pilotos americanos. Kennedy dio la aprobación para usar en la invasión aviones de la armada sin identificar. Murieron cuatro pilotos americanos y el gobierno no dijo la verdad a sus familias sobre la causa de sus muertes.
Algunos periódicos importantes cooperaron con la administración Kennedy para engañar al pueblo americano sobre la invasión cubana. The New Republic estuvo a punto de publicar, unas semanas antes de la invasión, un artículo sobre la instrucción de exiliados cubanos por parte de la CIA. Kennedy pidió que no se publicara el artículo y el The New Republic accedió, al igual que el New York Times.
Hacia 1960, parecía que había triunfado el esfuerzo emprendido quince años atrás, al final de la Segunda Guerra Mundial, para sofocar la ola comunista radical de la época de la guerra y el New Deal. El Partido Comunista estaba desmembrado, sus dirigentes se encontraban en prisión, había disminuido mucho su número de afiliados y su influencia en los movimientos sindicales era muy pequeña. El mismo movimiento sindical estaba más controlado y era más conservador.
El presupuesto militar absorbía la mitad del presupuesto del Estado, y el pueblo lo aceptaba.
Las radiaciones por las pruebas con armas nucleares presentaban efectos peligrosos para la salud del hombre, pero el pueblo no era consciente de este hecho. La Comisión para la Energía Atómica insistió en que se exageraban los efectos letales de las pruebas atómicas. Un artículo en el Reader’s Digest (la revista más leída en Estados Unidos) decía: “Simplemente, las historias de miedo sobre las pruebas atómicas en este país no están justificadas”.
A mediados de los años 50, hubo un frenesí de entusiasmo por los refugios antiaéreos; le decían a la gente que les mantendría a salvo de explosiones nucleares. Un experto en ciencias políticas, Henry Kissinger escribió un libro, publicado en 1957, en el que decía “Con las técnicas apropiadas, la guerra nuclear no tiene por qué ser tan destructiva como parece”.
El país se encontraba en una economía de guerra permanente que tenía, sin embargo, grandes focos de pobreza, pero había la suficiente gente con trabajo y ganando lo bastante como para mantener las cosas en calma. La distribución de la riqueza continuaba siendo desigual. En 1953, el 1,6% de la población adulta poseía más del 80% de las acciones y casi el 90% de los bonos de las corporaciones. De 200.000 corporaciones, unas 200 corporaciones gigantes -la décima parte del 1% de todas las corporaciones- controlaban alrededor del 60% de la riqueza industrial de la nación.
Cuando, tras un año de mandato, John F. Kennedy hizo público el presupuesto del Estado, era evidente que no habría ningún cambio significativo en la distribución de los ingresos. El columnista del New York Times James Reston resumió los mensajes presupuestarios de Kennedy diciendo que evitaban cualquier “ambicioso ataque frontal al problema del desempleo” Y añadió:
Kennedy acordó reducir los impuestos a las inversiones financieras en expansión industrial y modernización. No se va a pelear con los conservadores del sur sobre el tema de los derechos civiles. Ha estado exhortando a los sindicatos para que eviten las reclamaciones salariales. Durante estos doce meses, el presidente se ha situado en la postura intermedia típica de la política americana.
Dentro de esta postura, apartada de los compromisos, todo parecía seguro. No tenían que hacer nada por los negros. Ni tenían que hacer nada por cambiar las estructuras económicas. Podían continuar con una agresiva política exterior. Y el país parecía estar bajo control. Pero más tarde, en los años 60, hubo una serie de rebeliones explosivas en cada ámbito de la vida americana que demostraron que todos los cálculos de seguridad y éxito del sistema estaban equivocados.
Capítulo 17
¿O EXPLOTA?
La revolución de los negros, tanto del norte como del sur, llegó como por sorpresa-, en las décadas de 1950 y 1960.
Pero quizás no debiera haber sorprendido tanto. Los recuerdos de la gente oprimida son algo que no puede borrarse, y para las personas que mantienen recuerdos de este tipo, la revolución siempre está a flor de piel. Los negros de los Estados Unidos tenían el recuerdo de la esclavitud, la segregación, los linchamientos y las humillaciones. Y no eran sólo recuerdos sino una presencia viva -parte de las vidas cotidianas de los negros, generación tras generación,
En los años 30, Langston Hughes escribió un poema, Lenox Avenue Mural:
What happens to a dream deferred? Does it dry up like a raisin in the sun? Or fester lake a sore And then run?
Does it stink lake rotten meat? Or crust and sugar over like a syrupy sweet?
Maybe it just sags like a heavy load
Or does it explode?
En una sociedad de complejos controles -brutales y, al mismo tiempo, refinados- se pueden encontrar pensamientos secretos en las artes, y así fue en la sociedad de raza negra. Quizás la música blues, por muy patética que fuera, ocultaba la cólera, y el Jazz, por muy alegre que fuera, presagiaba rebelión. Y también la poesía, en la que los pensamientos ya no son tan secretos. En los años 20, Claude McKay, una de las figuras de lo que se llamaría el Harlem Renaissance (Renacimiento de Harlem), escribió un poema que Henry Cabot Lodge incluyó en el Archivo del Congreso como un ejemplo de las corrientes peligrosas que había entre los jóvenes negros:
If we must die, let it not be like hogs
Hunted and penned in an inglorious spot.
Like men we’ll face the murderous cowardly pack,
Pressed to the wall, dying, but fighting back.
El poema de Countee Cullen Incident evocaba recuerdos -todos diferentes pero todos iguales- de la niñez de cada americano negro:
Once riding in old Baltimore,
Heart-filled, head-filled with glee,
I saw a Baltimorean
Keep looking straight at me
Now I was eight and very small,
And he was no whit bigger And so I smiled, but he poked out
His tongue, and called me, “Nigger”.
I saw the whole of Baltimore
From May until December,
Of all the things that happened there
That’s all that I remember.
En los años 40 había un novelista con talento, un hombre negro, llamado Richard Wright. Su autobiografía de 1937, Black Boy contaba la manera en que se veía empujado a pelear con otro chico negro para divertir a hombres blancos. Black Boy expresaba sin tapujos todas la humillaciones, pero también el desafío interno:
Los blancos del Sur decían que conocían a los “negros”, y yo era lo que los blancos del Sur llamaban un “negro”. Bien, los blancos del Sur nunca me habían conocido, nunca habían sabido lo que yo pensaba, lo que yo sentía. Nunca se me había ocurrido que yo fuera un ser inferior en ningún aspecto. Y ninguna palabra que yo hubiera oído de labios de los hombres blancos del Sur me había hecho dudar realmente del valor de mi propia humanidad.
Estaba todo ahí, en la poesía, en la prosa, en la música, a veces oculto, a veces obviamente claro como las señales de una gente sin derrotar, expectante, apasionada, en tensión.
En Black Boy, Wright describía la instrucción que recibían los niños negros en América para que siguieran callando. Y también se preguntaba:
¿Qué sienten los negros sobre la manera en que tienen que vivir? ¿Cómo hablan entre ellos acerca de esto cuando están solos? Creo que esta pregunta puede responderse con una sola frase. Un amigo mío que trabajaba en un ascensor me dijo una vez: ¡Dios santo! ¡Si no fuera por la policía y esos grupos de linchadores, sólo habría alboroto aquí abajo!
A pesar de la policía y de los grupos de linchadores, los negros del sur resistieron. El Partido Comunista, muy activo, jugó un papel importante en defensa de los Scottsboro Boys, nueve jóvenes negros acusados falsamente de haber cometido una violación en Alabama.
En Georgia, en 1932, un joven de diecinueve años llamado Angelo Herndon, cuyo padre minero había muerto de silicosis y que de niño había trabajado en las minas de Kentucky, se apuntó en un Consejo de Parados en Birmingham, organizado por el Partido Comunista, y después se hizo del partido. Más tarde escribió:
Toda mi vida había sido explotado y pisoteado y discriminado. Me tumbaba boca abajo en las minas por unos pocos dólares a la semana, y en los tranvías me sentaba en la zona donde los letreros decían “De color”, como si hubiera algo asqueroso en mí. Oía cómo me llamaban “negro” y “negrito” y tenía que decir “Sí, señor” a cada hombre blanco, tanto si le respetaba como si no.
Siempre lo había detestado, pero nunca había oído que pudiera hacerse algo al respecto. Y de repente encontré organizaciones en las que negros y blancos se sentaban juntos y trabajaban yuntos y no conocían las diferencias de raza o color…
Herndon se convirtió en un organizador del Partido Comunista en Atlanta. Junto con sus camaradas comunistas, organizó los comités de los Consejos de Desempleo en 1932. Ayudaban a los necesitados a pagar sus alquileres. Organizaron una manifestación a la que acudieron miles de personas -seiscientas de ellas blancasy al día siguiente la ciudad votó a favor de dar una ayuda de 6.000 dólares a los parados. Pero poco después Herndon fue arrestado. Lo mantuvieron incomunicado y lo acusaron de violar un estatuto de Georgia que prohibía la insurrección. Recordaba así el juicio:
El Estado de Georgia mostró la literatura que había sido intervenida en mi habitación y leyeron algunos pasajes al jurado. Me interrogaron minuciosamente ¿Pensaba yo que los jefes y el gobierno debían pagar un seguro a los trabajadores en paro, y que los negros debían ser completamente iguales que los blancos? ¿Creía que los trabajadores podían dirigir las acerías, las minas y el gobierno? ¿que no era absolutamente necesario tener jefes? Les dije que creía todo eso y más…
Herndon fue condenado a cinco años de cárcel hasta que en 1937 la Corte Suprema decretó que el estatuto de Georgia, por el que se le había condenado, era inconstitucional. Hombres como él representaban a la militancia negra que las clases gobernantes consideraban peligrosa, sobre todo cuando sus actividades estaban vinculadas al Partido Comunista.
Había otras personas del mismo talante -y gente importantevinculadas al Partido Socialista. Benjamin Davis, el abogado negro que defendió a Herndon en el juicio, hombres conocidos a nivel nacional como el cantante y actor Paul Robeson, y el escritor y erudito W.E.B. Du Bois.
El ánimo de la militancia negra, que había tenido sus destellos en los años treinta, se redujo en intensidad durante la Segunda Guerra Mundial, cuando por un lado la nación denunciaba el racismo, y por otro, mantenía la segregación racial en las fuerzas armadas y seguía pagando mal a los negros. Al terminar la guerra entró un nuevo elemento en la balanza racial de los Estados Unidos: el aumento sin precedentes de la cantidad de gente negra y amarilla de África y Asia.
El presidente Harry Truman tuvo que enfrentarse a esto, especialmente al comenzar la rivalidad provocada por la guerra fría con la Unión Soviética. Era necesario actuar en relación con la cuestión de la raza para calmar a la población negra, que estaba animada por las promesas hechas durante la guerra, pero frustrada por la falta de mejoras en sus condiciones de vida. Hacía falta probar que era falsa la acusación del mundo no blanco de que Estados Unidos era una sociedad racista. Lo que Du Bois había dicho hacía mucho -y que había pasado de forma inadvertidacobraba ahora, en 1945, mucha importancia: “El problema del siglo XX es la barrera racial”.
A finales de 1946 Truman nombró un Comité de Derechos Civiles, el cual recomendó que hubiera una Comisión sobre Derechos Civiles permanente. También recomendó que el Congreso aprobase leyes en contra del linchamiento y leyes para acabar con la discriminación electoral. Además, sugirió nuevas leyes para poner fin a la discriminación racial en el trabajo.
El Comité de Truman no tuvo tapujos a la hora de declarar su motivación. Sí, dijo, existían “razones morales”. Pero también había una “razón económica”: la discriminación era costosa para el país, y desaprovechaba su talento. Además -y esto era aún más importante- había una razón internacional:
Nuestra posición en el mundo después de la guerra es tan vital para el futuro que nuestras más insignificantes acciones tienen efectos trascendentales. No podemos desestimar el hecho de que nuestra reputación en el área de los derechos civiles haya sido tema de debate en la política mundial.
Jamás había tenido Estados Unidos una presencia tan grande en el mundo como la que tenía ahora. Y había mucho en juego: la supremacía mundial. Como dijo el Comité de Truman. “Nuestras más insignificantes acciones tienen efectos trascendentales”.
Estados Unidos comenzó a tomar pequeñas medidas, con la esperanza de que tuvieran grandes consecuencias. El Congreso no llegó a introducir la legislación que pedía el Comité de los Derechos Civiles, pero Truman, cuatro meses antes de las elecciones presidenciales de 1948, y ante el reto izquierdista -que en esas elecciones estaba representado por el candidato del partido Progresista, Henry Wallace-, promulgó una orden ejecutiva pidiendo que las fuerzas armadas, segregadas en la Segunda Guerra
Mundial, instituyeran una política de igualdad racial “tan rápidamente como fuera posible”. La orden puede que hubiera sido provocada no sólo por las elecciones, sino también por la necesidad de mantener la moral de los negros en las fuerzas armadas, ya que la posibilidad de guerra iba en aumento. Se necesitó más de una década para completar la supresión de la segregación racial en el ejército. Truman pudo haber dado órdenes ejecutivas en otros campos, pero no lo hizo. Las Enmiendas Catorce y Quince, más la serie de leyes aprobadas a finales de la década de 1860 y a principios de la década de 1870, daban al presidente la suficiente autoridad como para acabar con la discriminación racial. La Constitución exigía que el presidente ejecutara las leyes, pero ningún presidente había utilizado ese poder. Tampoco lo hizo Truman.
En 1954 el Tribunal puso fin a la doctrina de “separados pero iguales”, que había defendido desde la década de 1890-1900. Esto fue tras el enfrentamiento de unos valientes negros del sur con el Tribunal Supremo a causa de unas demandas que interpusieron en contra de la segregación racial en las escuelas. En el caso “Brown contra la Junta de Enseñanza”, el Tribunal dijo que la separación de los alumnos “genera un sentimiento de inferioridad… que puede afectar sus corazones y sus mentes de una forma que puede ser irreversible”. En el campo de la educación pública, sentenció: “La doctrina de separados pero iguales no tiene cabida”.
El Tribunal no insistió en que los cambios se hicieran inmediatos, y aunque un año más tarde decía que las nuevas disposiciones relacionadas con la segregación deberían integrarse “de forma rápida y prudente”, en 1965, diez años después de dicha directriz, más del 75% de los distritos escolares del sur seguían segregados. Aún con todo, fue una decisión importante, y la noticia de que el gobierno americano había declarado ilegal la segregación dio la vuelta al mundo. También en los Estados Unidos -para aquellos que no pensaban en la distancia que separa normalmente la palabra de los hechos- fue una estimulante señal de cambio.
Lo que a los demás les parecía un avance rápido, para los negros no era suficiente. A principios de los 60, la gente negra se rebeló en todo el sur. A finales de los 60 empezó una fuerte insurrección en un centenar de ciudades del norte. Fue una sorpresa para aquellos que no tenían unos claros recuerdos de la esclavitud, de esa presencia cotidiana de humillación registrada en la poesía, en la música, en los esporádicos estallidos de ira, o en los más frecuentes silencios, asociados al resentimiento. Parte de sus recuerdos eran las palabras de los políticos, las leyes aprobadas y las decisiones tomadas, que habían resultado carecer de todo sentido.
Para este tipo de personas, provistas de ese tipo de recuerdos y capaces de ese tipo de recapitulación diaria sobre la historia, la rebelión siempre estaba cerca. Era un mecanismo de relojería que nadie había puesto en marcha, pero que podía estallar con una serie de acontecimientos imprevisibles. Esos acontecimientos ocurrieron a finales de 1955, en Montgomery, la capital de Alabama, cuando la señora Rosa Parks, una costurera de cuarenta y tres años -antigua activista de la NAACP- decidió sentarse en la sección de “blancos” de un autobús y fue detenida:
Bueno, estaba bastante cansada después de pasar todo un día trabajando. Manejo y trabajo con la ropa que lleva la gente blanca. Eso no me vino a la cabeza, pero esto es lo que quería saber. ¿cuándo y cómo determinaríamos nuestros derechos como seres humanos de una vez por todas?
Los negros de Montgomery convocaron una reunión masiva. Votaron boicotear todos los autobuses de la ciudad. Se organizaron servicios de coche para llevar a los negros a trabajar, la mayoría de la gente iba andando. Las autoridades de la ciudad tomaron represalias procesando a un centenar de líderes del boicot y muchos fueron enviados a la cárcel. Los segregacionistas blancos recurrieron a la violencia. Varias bombas explotaron en cuatro iglesias negras. Se disparó una ráfaga de escopeta a través de la puerta principal de la casa del doctor Martin Luther King, Jr., el pastor de veintisiete años nacido en Atlanta que era uno de los líderes del boicot. Tiraron bombas contra la casa de King. Pero los negros de Montgomery persistieron, y en noviembre de 1956, la Corte Suprema declaró ilegal la segregación en las líneas de autobuses locales.
Montgomery fue el principio. Anticipó el estilo y el ambiente del gran movimiento de protesta que arrasaría el sur en los siguientes diez años: emocionantes reuniones parroquiales, himnos cristianos adaptados para adecuarse a las batallas actuales, referencias a los ideales americanos perdidos, el compromiso a la no violencia, la predisposición a la lucha y el sacrificio.
En un mítin de masas realizado en Montgomery durante el boicot, Martin Luther King dio un avance de la oratoria que pronto inspiraría a millones de personas a exigir justicia racial. Dijo que la protesta no sólo tenía que ver con los autobuses sino con cosas que “quedarían en los archivos de la historia”. Dijo:
Hemos conocido humillaciones, hemos conocido un lenguaje abusivo, hemos sido lanzados a los abismos de la opresión. Y hemos decidido alzarnos sólo con el arma de la protesta… Debemos utilizar el arma del amor. Debemos tener compasión y comprensión para con los que nos odian.
El énfasis de King en el amor y la no violencia fue muy efectivo a la hora de suscitar simpatías en toda la nación, tanto entre blancos como entre negros. Pero había negros que creían que el mensaje era ingenuo, que a pesar de haber gente desorientada que se podría dejar convencer por el mensaje del amor, existían otros a los que había que convencer con una dura lucha. Dos años después del boicot de Montgomery, en Monroe -al norte de California- un exmarine llamado Robert Williams, presidente de la NAACP, saltó a la fama por sus ideas, según las cuales, si resultaba necesario, los negros debían defenderse de la violencia con las armas. Cuando los hombres del Klan local atacaron la casa de uno de los líderes de la NAACP de Monroe, Williams -junto con otros negros armados con rifles- devolvió los disparos. El Klan se retiró. (Ahora se estaba respondiendo al Klan con sus propias tácticas violentas, un asalto del Klan a una comunidad india al norte de California fue repelido por los indios con fuego de rifle).
A pesar de esto, en los años siguientes los negros del sur insistían en la línea no violenta. El 1 de febrero de 1960, cuatro estudiantes del primer curso en un colegio para gente negra en Greensboro (Carolina del Norte), decidieron sentarse en la cafetería de Woolworth, un sitio céntrico donde sólo comían los blancos. No les sirvieron, pero ellos no se marcharon y volvieron -junto con otros compañeros- día tras día.
En las dos semanas siguientes, las sentadas se extendieron a quince ciudades en cinco estados del sur.
En su apartamento de Harlem, en Nueva York, un joven negro, profesor de matemáticas llamado Bob Moses vio una foto de los jóvenes de la sentada en Greensboro en el periódico:
Los estudiantes de la foto tenían cierta expresión en sus caras, una especie de resentimiento, de enfado, de determinación. Antes, los negros del sur siempre habían parecido estar a la defensiva, ser serviles. Esta vez ellos habían tomado la iniciativa. Eran chicos de mi edad, y yo sabía que esto tenía algo que ver con mi propia vida.
Hubo violencia contra los chicos de la sentada. Y se fortaleció la idea de tomar la iniciativa contra la segregación. En los siguientes doce meses, más de cincuenta mil personas, en su mayoría negras algunas blancas- participaron en manifestaciones de distinta índole en cientos de ciudades, y más de 3.600 personas fueron encarceladas. Pero a finales del año 1960, las cafeterías en Greensboro y otros muchos lugares se abrieron a los negros. En mayo de 1961 un grupo de blancos y negros se montaron en dos autobuses en Washington, D.C., y viajaron juntos hacia Nueva Orleans. Eran los primeros Freedom Riders (Viajeros de la Libertad). Intentaban romper con el patrón de la segregación en los viajes interestatales. Esta segregación se había ilegalizado hacía mucho tiempo, pero el gobierno federal nunca había hecho cumplir la ley en el sur. el Presidente actual era John F. Kennedy, pero también él parecía cauto sobre la cuestión racial. Le preocupaba mantener el apoyo de los líderes blancos sureños del partido Demócrata.
Los autobuses nunca llegaron a Nueva Orleans. Los viajeros fueron apaleados en Carolina del Sur. En Alabama prendieron fuego a un autobús. Los Freedom Riders fueron atacados con puños y barras de hierro. La policía del sur no intervino para evitar esa violencia. Tampoco lo hizo el gobierno federal. Los agentes del FBI observaban y tomaban notas, pero no intervenían.
Entonces, los veteranos de las sentadas, que habían formado hacía poco el Comité de Coordinación de Estudiantes No Violentos (SNCC, una organización dedicada a la acción no violenta -pero militante- en favor de la igualdad de derechos), organizaron otro Viaje por la Libertad, desde Nashville a Birmingham. Antes de ponerse en marcha, llamaron al Departamento de justicia de Washington, D.C. para pedir protección, pero les fue denegada. Como contó Ruby Doris Smith, una estudiante del Spelman College: “El Departamento de justicia dijo que no, que no podían proteger a nadie, pero que investigarían si pasaba algo. Ya se sabe lo que hacen…”
Los Freedom Riders del SNCC -con miembros de diferentes razasfueron arrestados en Birmingham, Alabama. Pasaron una noche en la cárcel y la policía les llevó a la frontera de Tennessee. Volvieron a Birmingham, cogieron un autobús a Montgomery, y allí fueron atacados por blancos con puños y palos. Fue un episodio sangriento. Siguieron su viaje hacia Jackson, Mississippi.
Para entonces, los Freedom Riders habían saltado a los titulares de todo el mundo, y el gobierno estaba ansioso por impedir más casos de violencia. El fiscal del Tribunal Supremo, Robert Kennedy, en lugar de insistir en su derecho a viajar sin ser arrestados, consintió que los Freedom Riders fueran arrestados en Jackson a cambio de la protección de la policía de Mississippi en caso de posible violencia callejera. Una vez en la cárcel, los Freedom Riders practicaron la resistencia pasiva, protestaron, cantaron y exigieron sus derechos. En Albany, Georgia -una pequeña ciudad del sur profundo en donde todavía persistía el ambiente de la esclavitud- tuvieron lugar, en el invierno de 1961, grandes manifestaciones, que se repitieron en 1962. De los 22.000 negros de Albany, más de mil fueron encarcelados por manifestarse y reunirse para protestar contra la segregación y la discriminación. En las manifestaciones de Albany, como en todas las que se extendieron por el sur, también participaron niños negros: una nueva generación estaba aprendiendo a actuar. El jefe de policía en Albany, después de uno de los arrestos masivos, tomó los nombres a los prisioneros que hacían cola delante de su mesa. Levantó la mirada y vio a un chico negro de unos nueve años. “¿Cómo te llamas?” El niño le miró a la cara y dijo “Libertad, Libertad”.
En Birmingham, miles de negros se echaron a la calle en 1963, enfrentándose a las porras, al gas lacrimógeno, a los perros y a las mangueras de alta presión de la policía. Y mientras tanto, por todo el sur profundo, los jóvenes del SNCC -negros en su mayoría, blancos unos pocos- se estaban trasladando a comunidades en Georgia, Alabama, Mississippi y Arkansas. Se unieron a los negros locales y se organizaron para inscribir a la gente en el censo del voto, para protestar contra el racismo y para fortalecer el valor en contra de la violencia.
Según se acercaba el verano de 1964, el SNCC y otros grupos de derechos civiles que trabajaban juntos en Mississippi -enfrentándose a una violencia creciente- decidieron pedir ayuda a jóvenes de otros puntos del país. Esperaban llamar la atención sobre la situación en
Mississippi. Una vez tras otra -en Mississippi y en todas partes- el FBl se mantenía al margen -al igual que los abogados del Departamento de justicia-, mientras apaleaban y encarcelaban a los trabajadores de derechos civiles y mientras se violaban las leyes federales.
La víspera del “Verano de Mississippi” -a principios de junio de
1964- el movimiento de derechos civiles alquiló un teatro cerca de la Casa Blanca. Un autobús lleno de negros viajó de Mississippi a Washington para testificar públicamente sobre la violencia de cada día y sobre los peligros que acechaban a los voluntarios que venían a Mississippi. Unos abogados constitucionalistas testificaron que el gobierno nacional tenía competencias legales para protegerles contra esa violencia. Dieron una transcripción de este testimonio al presidente Johnson y al fiscal general Kennedy, junto con una petición de presencia de protección federal durante el Verano de Mississippi. No hubo respuesta.
Doce días después de la audiencia pública, tres trabajadores de derechos civiles, James Chaney -un joven negro de Mississippi- y dos voluntarios blancos -Andrew Goodman y Michael Schwernerfueron arrestados en Filadelfia, Mississippi. Fueron puestos en libertad entrada la noche, pero entonces los atacaron, golpearon con cadenas y acribillaron a tiros. Al final, el testimonio de un confidente hizo que el sheriff, su ayudante y otros fueran enviados a la cárcel. Pero ya era demasiado tarde. Los asesinatos de Mississippi tuvieron lugar tras repetidas negativas por parte del gobierno nacional estuviera presidido por Kennedy, Johnson o cualquier otro presidente- a defender a los negros de la violencia.
Se intensificó el descontento con el gobierno nacional. Más tarde, ese mismo verano, durante la Convención Nacional Demócrata en Washington, Mississippi, los negros pidieron ser admitidos como parte de la delegación estatal para representar al 40% de la población estatal, que era negra. Fueron rechazados por el mando liberal Demócrata, que incluía al candidato a vicepresidente, Hubert Humphrey.
Ante la revuelta negra, el desorden y la mala publicidad mundial que se estaba generando, el Congreso comenzó a reaccionar. Se aprobaron leyes de derechos civiles en 1957, 1960 y 1964. Hacían grandes promesas respecto a la igualdad en el voto y en el trabajo, pero no se hicieron cumplir debidamente y fueron ignoradas. En 1965, el presidente Johnson avaló -y el Congreso aprobó- una Ley sobre el Derecho al Voto aún más exigente. Esta vez aseguraba la protección federal in situ para el acto de la inscripción electoral y el voto. El efecto que tuvo en el voto negro del sur fue drástico. En 1952, un millón de negros sureños (el 20% de los que tenían derecho al voto) se inscribieron para votar. En 1964 la cifra llegaba a 2 millones, el 40%. En 1968 ya subía a 3 millones, el 60%, el mismo porcentaje que los votantes blancos.
El gobierno federal estaba intentando controlar, sin llevar a cabo cambios fundamentales, una situación explosiva. Quería canalizar la ira usando el tradicional mecanismo de “enfriamiento” de los ánimos. las urnas electorales, la petición cortés, el consenso tranquilo aprobado de forma oficial. Cuando los líderes negros del movimiento de derechos civiles planearon una gran marcha sobre Washington en el verano de 1963 -para protestar por el fracaso de la nación a la hora de resolver el problema racial- el presidente Kennedy y otros líderes nacionales aprovecharon la ocasión para convertir la marcha en una asamblea amistosa.
El discurso de Martin Luther King en Washington emocionó a 200.000 americanos, negros y blancos. “Tengo un sueño” fue un magnífico discurso, pero carecía de la ira que muchos negros sentían. Cuando John Lewis -un joven líder del SNCC nacido en Alabama, arrestado y apaleado repetidas veces- intentó introducir un tono más agresivo en el mítin, los líderes de la marcha lo censuraron e insistieron en que omitiera ciertas frases críticas sobre el gobierno nacional que incitaban a la acción militante.
A los dieciocho días del mítin de Washington -como mostrando un desdén deliberado hacia esa moderación- explotó una bomba en el sótano de una iglesia negra de Birmingham y mató a cuatro alumnas de la escuela dominical. El presidente Kennedy había alabado el “profundo fervor y la tranquila dignidad” de la marcha, pero el militante negro Malcolm X probablemente se acercaba más a los sentimientos de la comunidad negra. Hablando en Detroit -dos meses después de la marcha sobre Washington y de la explosión de Birmingham- Malcolm X dijo en su poderoso, claro y rítmico estilo:
Los negros estaban en las calles. Hablaban de cómo iban a marchar sobre Washington… Que iban a marchar sobre Washington, desfilar ante el Senado, desfilar ante la Casa Blanca, desfilar ante el Congreso y parar, detenerse ahí, sin dejar proceder al gobierno.
Era el pueblo llano en la calle. Eso aterraba a los blancos y también asustaba enormemente a la estructura del poder blanco en Washington. Eso es lo que consiguieron con la marcha sobre Washington. Se unieron a ella, se convirtieron en parte de ella, tomaron posesión de ella… Se convirtió en una merienda campera, en un circo. En nada más que un circo, con payasos y todo… Fue una toma de poder. Dieron a los negros la hora en que debían llegar a la ciudad, dónde detenerse, qué pancartas llevar, qué canciones cantar, qué discursos podían hacer, y luego les dijeron que se marcharan de la ciudad antes del anochecer.
Pero mientras explotaran bombas en las iglesias y mientras las nuevas leyes de “derechos civiles” no cambiaran su verdadera condición, a los negros no se les podía integrar fácilmente en “la coalición democrática”. En la primavera de 1963, el porcentaje de desempleados entre los blancos era del 4,8%. Para los no blancos era del 12,1%. Según los cálculos del gobierno, una quinta parte de la población blanca vivía por debajo del umbral de la pobreza; la mitad de la población negra vivía por debajo de ese mismo umbral. Los proyectos de ley sobre derechos civiles ponían énfasis en el voto. Pero el voto no era una solución fundamental para el racismo y la pobreza. En Harlem, los negros que llevaban años votando seguían viviendo en tugurios infestados de ratas.
Precisamente en los años en los que la legislación de derechos civiles promulgada por el Congreso alcanzaba su punto más alto -los años 1964 y 1965- los negros se sublevaban por todo el país. En agosto de 1965, justo cuando Lyndon Johnson rubricaba y hacía efectiva la dura Ley de Derecho al Voto, que estipulaba que los electores negros serían inscritos federalmente para asegurar su protección, el ghetto de Watts, en Los Angeles, estallaba en la más violenta sublevación urbana desde la Segunda Guerra Mundial. Esta sublevación fue provocada por el arresto violento de un joven conductor negro, por los porrazos que la policía le propinó a una persona que pasaba por ahí, y por la detención de una mujer negra falsamente acusada de haber escupido a la policía. Hubo disturbios en las calles, saqueos y bombardeo de tiendas. Se llamó a la policía y a la Guardia Nacional, que utilizaron sus pistolas. Murieron treinta y cuatro personas, en su mayoría negras, cientos de personas resultaron heridas y cuatro mil fueron arrestadas.
En el verano de 1966 hubo más disturbios cuando los negros de Chicago lanzaron piedras, saquearon y colocaron bombas y la Guardia Nacional respondió con un tiroteo indiscriminado; murieron tres negros, uno de ellos un chico de trece años, y una chica de catorce años, embarazada. En Cleveland, se llamó a la Guardia Nacional para poner fin a los disturbios en la comunidad negra; dos policías mataron a tiros a dos negros, y dos civiles blancos mataron a dos más.
Ahora parecía claro que el posicionamiento no violento del sur quizás tácticamente necesario en el ambiente sureño, y efectivo, porque podía ser utilizado para atraer a la opinión nacional en contra del sur segregacionista- no bastaba para resolver los problemas enquistados de la pobreza del ghetto negro. En 1910, el 90% de los negros vivían en el sur. Pero en 1965, las cosechadoras mecánicas de algodón recogían el 81% del algodón en el delta del Mississippi. Entre 1940 y 1970, 4 millones de negros marcharon del campo a la ciudad. En 1965, el 80% de los negros vivía en las ciudades y el 50% de la gente negra vivía en el norte.
En 1967 tuvieron lugar los mayores disturbios urbanos de la historia americana en los ghettos negros del país. Según el informe del Comité de Consejo Nacional para los Disturbios Urbanos, hubo ocho alzamientos importantes, treinta y tres sublevaciones “graves pero no trascendentes” y 123 “pequeños” disturbios. Murieron ochenta y tres personas por disparos de armas de fuego, en su mayoría en Newark y Detroit. “La abrumadora mayoría de personas que murieron o resultaron heridas en todos los disturbios eran civiles negros”.
El “alborotador típico” -según la Comisión- era el joven que había dejado el instituto de educación secundaria, pero “con una educación ligeramente más alta que su vecino negro no alborotador” y “la mayoría de las veces con trabajos parciales o de baja categoría”; estaba “orgulloso de su raza, y era extremadamente hostil tanto hacia los blancos como hacia los negros de clase media, y aunque estaba al corriente de la situación política, no tenía ninguna confianza en el sistema político”.
El informe echaba la culpa de los disturbios al “racismo blanco”, e identificaba los ingredientes de la “mezcla explosiva que se había acumulado en nuestras ciudades desde finales de la Segunda Guerra Mundial”:
La persistente discriminación y segregación en el empleo, la educación y la vivienda… la creciente concentración de negros empobrecidos en nuestras ciudades más importantes, creando una creciente crisis por el deterioro de las instalaciones y los servicios, además de las necesidades humanas desatendidas.
Un nuevo sentimiento ha nacido entre los negros, particularmente entre los jóvenes, en el cual la autoestima y un robusto orgullo racial están sustituyendo a la apatía y la sumisión hacia el “sistema”.
Pero el Informe de la Comisión no era más que la típica estratagema concebida por el sistema para hacer frente a una rebelión: creaban un comité de investigación y publicaban un informe; y las palabras del informe, aunque fuertes, tenían un efecto tranquilizador. Pero eso tampoco funcionó. El nuevo slogan era el “Poder Negro”, una expresión de desconfianza ante cualquier “progreso” dado o concedido por los blancos, un rechazo al paternalismo. Malcolm X era el orador más elocuente a este respecto. Después de ser asesinado mientras hablaba en una plataforma pública en febrero de 1965 -en un complot cuyos orígenes están todavía oscuros- se convirtió en el mártir de este movimiento. Cientos de miles de personas leyeron su autobiografía. Tuvo más influencia después de muerto que vivo.
A Martin Luther King, aunque todavía respetado, le estaban sustituyendo otros nuevos héroes: por ejemplo Huey Newton, de los Panteras Negras. Los Panteras tenían armas, y decían que los negros debían defenderse.
A finales de 1964, Malcolm X había hablado ante unos estudiantes negros de Mississippi que estaban visitando Harlem:
Conseguiréis la libertad dejando saber al enemigo que haréis cualquier cosa para lograr la libertad, entonces la conseguiréis. Es la única manera de conseguirla. Cuando logréis esa clase de actitud, os tacharán de “negro loco”, u os llamarán “loco morenito” porque ellos no dicen Negro. U os llamarán extremistas o subversivos, o sediciosos, o rojos, o radicales. Pero cuando llevéis suficiente tiempo siendo radicales y cuando consigáis que suficiente gente sea como vosotros, conseguiréis vuestra libertad.
El mismo Martin Luther King empezó a preocuparse cada vez más por problemas que hasta entonces no contemplaban las leyes de derechos civiles: los problemas que tenían su origen en la pobreza. En la primavera de 1968, empezó a hablar claramente, a pesar del consejo de algunos líderes negros que tenían miedo de perder amigos en Washington, en contra de la guerra del Vietnam. Vinculaba la guerra con la pobreza:
Estamos gastando todo este dinero en muerte y destrucción, y no el dinero suficiente en la vida y en el desarrollo constructivo.
Entonces King se convirtió en un objetivo primordial del FBI, que intervino sus llamadas telefónicas privadas, le envió cartas falsas, le amenazó, le hizo chantaje y hasta llegó a sugerir, en una carta anónima, que se suicidara. Los memorándums internos del FBl hablaban de encontrar un nuevo líder negro para sustituir a King. Como decía en 1976 un informe del Senado sobre el FBI, esta institución intentó “destruir al doctor Martin Luther King”.
King estaba prestando su atención a cuestiones difíciles. Planeaba un “Campamento para Gente Pobre” en Washington, pero esta vez sin el consentimiento paternal del presidente. Y fue a Memphis, Tennessee, para apoyar una huelga de basureros en esa ciudad. Ahí, y mientras se encontraba en el balcón de la habitación de su hotel, le mató el disparo de un tirador oculto. El Campamento para Gente Pobre siguió adelante, y fue disuelto por acción policial, de la misma manera en que fue dispersado el Bonus Army de veteranos de la I Guerra Mundial en 1932.
El asesinato de King causó nuevos disturbios urbanos por todo el país, en los cuales treinta y nueve personas perdieron la vida, treinta y cinco de ellas negras. Se estaban amontonando las evidencias de que, incluso con todas las leyes de derechos civiles reconocidas, los tribunales no iban a proteger a los negros de la violencia y la injusticia. Dos ejemplos:
En Jackson, Mississippi, en la primavera de 1970, la policía tiroteó durante 28 segundos el campus del Colegio Estatal de Jackson, un colegio de negros, utilizando escopetas, rifes y una ametralladora. Cuatrocientas balas o perdigones alcanzaron el dormitorio de las chicas y murieron dos estudiantes negras. Un jurado local dijo en el veredicto que el ataque estaba “justificado” y el juez del Tribunal del Distrito, Harold Cox (nombrado por Kennedy) declaró que los estudiantes que tomaban parte en disturbios civiles “no debían sorprenderse si eran heridos o asesinados”.
En Boston, en abril de 1970, un policía disparó y mató a un hombre negro que iba desarmado: era un paciente de un ala del Boston City Hospital. Hizo fuego cinco veces después de que el hombre negro le golpeara con una toalla. El juez principal del tribunal municipal de Boston exculpó al policía.
Esta clase de incidentes eran normales y se venían repitiendo una y otra vez a lo largo de la historia del país, surgiendo esporádica pero persistentemente desde el profundo racismo de las instituciones y de la mentalidad del país. Pero había algo más: un patrón premeditado de violencia en contra de los organizadores negros militantes, llevado a cabo por la policía y el FBI.
El 4 de diciembre de 1969, un poco antes de las cinco de la mañana, un equipo de la policía de Chicago, armado con una ametralladora y escopetas, asaltó un apartamento donde vivían Panteras Negras. Dispararon por lo menos ochenta y dos -quizás doscientas- descargas en el apartamento, matando al líder de los Panteras Negras, Fred Hampton -de veintiún años-, mientras estaba en su cama. También mataron a otro Pantera Negra, Mark Clark. Años más tarde, se descubrió en un proceso judicial que el FBI tenía un delator entre los Panteras Negras, y que había dado a la policía un plano del apartamento, incluyendo un croquis del lugar en el que dormía Fred Hampton.
¿Estaba el gobierno recurriendo al asesinato y al terror porque las concesiones -la legislación, los discursos, la entonación del himno de los derechos civiles “Venceremos” (We Shall Overcome) por parte del presidente Lyndon Johnson- no estaban dando resultado? Entre 1956 y 1971 el FBI llevó a cabo un masivo Programa de Contraespionaje (conocido como COINTELPRO), el cual tomó 295 medidas en contra de los grupos negros. Pero la actividad de los militantes negros parecía resistirse obstinadamente a la destrucción. ¿Se temía que los negros dejaran de fijar su atención en el controlable campo electoral para fijarse en una esfera más peligrosa, como la de la riqueza y la pobreza, la del conflicto de clases? En 1966, setenta negros pobres ocuparon un cuartel desocupado de las fuerzas aéreas en Greenville, Mississippi, hasta que fueron desahuciados por los militares. Una mujer local, la señora Unita Blackwell, dijo:
Siento que el gobierno federal nos haya probado que no se preocupa por la gente pobre. Estamos hartos de eso y vamos a construirnos nuestras propias casas, porque no tenemos un gobierno que nos represente.
El nuevo énfasis era más peligroso que los derechos civiles, porque creaba la posibilidad de que los negros y blancos se unieran en el tema de la explotación de clases. En noviembre de 1963, A. Philip Randolph ya había hablado en una convención del AFL-CIO acerca del movimiento de derechos civiles y había previsto la dirección que iba a tomar: “La protesta de los negros de hoy es sólo el primer quejido de la “clase baja”. De la misma manera que los negros se han echado a las calles, los parados de todas las razas también lo harán”.
Se empezaron a hacer intentos para hacer con los negros lo que históricamente se había hecho con los blancos: atraer a un pequeño número de ellos al sistema con cebo económico. Se hablaba de “capitalismo negro”. Líderes del NACCP y CORE fueron invitados a la Casa Blanca. El Chase Manhattan Bank y la familia Rockefeller (que controlaban Chase) tomaron un interés especial en desarrollar el “capitalismo negro”. Hubo pocos cambios y mucha publicidad. Había más caras negras en los periódicos y en la televisión. Esto creaba una sensación de cambio y, poco a poco, iba introduciendo en la corriente dominante a un pequeño -pero significativo- número de líderes negros.
Surgieron algunas nuevas voces negras que denunciaron este fenómeno. Robert Allen (Black Awakening to Capitalist America) escribió:
Si se va a beneficiar la comunidad entera… a las empresas negras se las debe tratar y administrar como propiedades sociales pertenecientes a la comunidad negra en general, y no como la propiedad privada de un individuo o de un grupo limitado de individuos.
Una mujer negra, Patricia Robinson, en un panfleto distribuido en Boston en 1970 (Poor Black Woman, Mujer Negra Pobre) dijo que la mujer negra “se aliaba con los pobres del mundo entero y con sus luchas revolucionarias”. Dijo que la mujer negra pobre “ha empezado a poner en cuestión el agresivo dominio masculino y la sociedad clasista que la defiende, el capitalismo”.
Hacia finales de los años sesenta y principios de los setenta, el sistema estaba trabajando muy duro para controlar el terrible carácter explosivo del resurgimiento negro. Muchos negros estaban votando en el sur, y en la Convención Demócrata de 1968, tres negros fueron admitidos en la delegación de Mississippi. En 1977, más de dos mil negros ocupaban cargos en once estados del sur (en 1965, había tan sólo setenta y dos). Había dos congresistas, once senadores de estado, noventa y cinco diputados estatales, 267 representantes de condado, setenta y seis alcaldes, 824 concejales, dieciocho sheriffs o jefes de policía, 508 miembros de juntas escolares.
Fue un avance importante. Pero los negros, que contaban con el 20% de la población del sur, todavía ocupaban menos del 3% de los cargos públicos. Un periodista del New York Times, analizando la nueva situación de 1977, señaló que incluso en los lugares en donde los negros ocupaban importantes cargos ciudadanos, “los blancos casi siempre retienen el poder económico”. Después de que Maynard Jackson -un negro- se convirtiera en alcalde de Atlanta, “los establecimientos de negocios blancos continuaron ejerciendo su influencia”.
En el sur ya no se prohibía la entrada a aquellos negros que podían permitirse el lujo de ir a los restaurantes y hoteles del centro por el hecho de ser negros. Más negros podían ir a los colegios y a las universidades, a las escuelas de derecho y de medicina. Las ciudades del norte se ocupaban de transportar a los niños en autobuses en un intento por crear escuelas interraciales, a pesar de la segregación que persistía en el sector de la vivienda. Sin embargo nada de esto estaba impidiendo lo que Frances Piven y Richard Cloward (Poor People’s Movements) llamaron “la destrucción de la clase social baba negra”: el desempleo, el deterioro del ghetto, el auge del crimen, la drogadicción y la violencia
En el verano de 1977, el Departamento de Trabajo informó que el paro entre los jóvenes negros era del 34,8%. A pesar de las nuevas oportunidades para unos pocos negros, en general los negros tenían dos veces más probabilidades de morir de diabetes y siete veces más probabilidades de ser víctimas de la violencia homicida que surgía de la pobreza y de la desesperación del ghetto.
Las estadísticas no revelaban toda la historia. El racismo, que siempre había sido un fenómeno nacional -no sólo en el suremergió en las ciudades del norte cuando el gobierno federal hizo concesiones a los pobres negros de una forma que los enfrentaba a los blancos pobres a la hora de conseguir recursos que el sistema había hecho escasos. Los negros, liberados de la esclavitud para ocupar un lugar en el capitalismo, se habían visto involucrados desde hacía mucho en un conflicto con los blancos a la hora de buscar los escasos trabajos. Ahora, con la supresión de la segregación racial en la vivienda, los negros intentaban instalarse en vecindarios donde los blancos -pobres, amontonados y con problemas- podían encontrar en ellos el objeto de su odio. En Boston, el hecho de llevar niños negros a escuelas blancas y niños blancos a escuelas negras, hizo estallar una ola de violencia en los vecindarios blancos. La idea de integrar a los niños en las escuelas mixtas (proyecto patrocinado por el gobierno y los tribunales en respuesta al movimiento negro) era una concesión ingeniosa a la protesta. Tuvo el efecto de empujar a los pobres blancos y a los pobres negros hacia una competencia por las miserables e inadecuadas escuelas que el sistema proporcionaba a todos los pobres.
Encerrada en el ghetto, dividida por el crecimiento de una clase media, diezmada por la pobreza, atacada por el gobierno y conducida al conflicto por los blancos ¿estaba la población negra bajo control? Sin duda: a mediados de los años setenta, no había ningún gran movimiento negro en marcha. Y sin embargo, había nacido una nueva conciencia negra, y todavía sobrevivía.
¿Iría el nuevo movimiento negro más allá de los límites de las acciones de los derechos civiles de los años sesenta, más allá de los levantamientos urbanos espontáneos de los setenta, más allá del separatismo y hacia una coalición de blancos y negros en una nueva alianza histórica? No había manera de saberlo. Como dijo Langston Hughes, qué ocurre con un sueño aplazado? ¿Se seca? ¿O explota?
Capítulo 18
LA VICTORIA IMPOSIBLE: VIETNAM
Entre 1964 y 1972, la nación más rica y poderosa de la historia del mundo hizo un esfuerzo militar máximo -recurriendo a todo menos a la bomba atómica- para derrotar a un movimiento nacionalista revolucionario en un diminuto país de campesinos. Y fracasó. Cuando Estados Unidos luchó en Vietnam, fue una confrontación entre tecnología moderna organizada y seres humanos organizados. Y vencieron los seres humanos.
Durante esa guerra, en los Estados Unidos se desarrolló el mayor movimiento pacifista que la nación hubiera visto jamás, un movimiento que jugó un papel importante en la finalización de la guerra.
Fue otro de los sorprendentes hechos que acaecieron en los años sesenta.
En el otoño de 1945, Japón -país derrotado- se vio obligado a abandonar Indochina, la antigua colonia francesa que había ocupado al comienzo de la guerra. Mientras tanto, allí había aparecido un movimiento revolucionario dispuesto a acabar con el control colonial y a lograr una nueva vida para los campesinos de Indochina. Bajo la dirección de un comunista llamado Ho Chi Min, los revolucionarios lucharon contra los japoneses y, cuando éstos se marcharon a finales de 1945, hicieron una gran celebración en Hanoi en las calles a la que acudieron un millón de personas, haciendo pública una Declaración de Independencia.
Esta se inspiraba en la Declaración de los Derechos del Hombre y el
Ciudadano de la revolución francesa, y en la Declaración de Independencia americana, y comenzaba así. “Todos los hombres son creados iguales. El Creador les dota de ciertos derechos inalienables, entre éstos están la Vida, la Libertad, y la búsqueda de la Felicidad”. Al igual que los americanos en 1776 con su lista de quejas contra el rey inglés, los vietnamitas hicieron una lista de quejas contra el dominio francés:
Han impuesto leyes inhumanas. Han construido más cárceles que escuelas. Han asesinado a nuestros patriotas sin piedad, han ahogado levantamientos en ríos de sangre. Han puesto trabas a la opinión pública. Nos han robado nuestros campos de arroz, nuestros bosques y nuestras materias primas.
El estudio del departamento de Defensa de los Estados Unidos sobre la guerra del Vietnam -que se suponía materia altamente reservada pero que fue publicado por Daniel Ellsberg y Anthony Russo en el famoso caso de los Pentagon Papers- describía el trabajo de Ho Chi Min:
Ho había convertido el Viet Min en la única organización política de todo Vietnam capaz de ofrecer una resistencia efectiva a los japoneses o franceses. Él era el único líder guerrillero vietnamita con seguidores en toda la nación, y se aseguró una lealtad aún mayor entre los vietnamitas cuando en agosto-septiembre de 1945 derrotó a los japoneses… estableció la República Democrática de Vietnam, y organizó recepciones para la llegada de las fuerzas de ocupación aliadas… Durante unas pocas semanas, en septiembre de 1945, Vietnam por primera y única vez en su historia moderna se veía libre de todo dominio extranjero y unido de norte a sur bajo el control de Ho Chi Min.
Las potencias del Oeste ya habían empezado a trabajar para cambiar esta situación. Inglaterra ocupó la parte sur de Indochina y después se la devolvió a los franceses. La China nacionalista (que estaba bajo Chiang Kai-shek, antes de la revolución comunista) ocupó la parte norte de Indochina, y Estados Unidos persuadió a los chinos de que la devolvieran a Francia. Como Ho Chi Min dijo a un periodista americano. “Aparentemente estamos solos. Tendremos que depender de nosotros mismos”.
Entre octubre de 1945 y febrero de 1946, Ho Chi Min escribió ocho cartas al presidente Truman, recordándole las promesas de autodeterminación que contenía la Carta del Atlántico. Se mandó una de las cartas a Truman y a las Naciones Unidas a la vez:
Deseo llamar la atención de su Excelencia por razones estrictamente humanitarias al siguiente asunto. Dos millones de vietnamitas murieron de hambre entre el invierno de 1944 y la primavera de 1945 por la política de hambre desarrollada por los franceses, quienes cogieron y almacenaron todo el arroz disponible hasta que se pudrió… Tres cuartas partes de las tierras cultivadas fueron inundadas en el verano de 1945, y siguió una gran sequía, se perdieron las cinco sextas partes de la cosecha normal. Mucha gente se está muriendo de hambre. Salvo que las potencias mundiales y organizaciones de ayuda internacionales nos traigan ayuda inmediata, nos enfrentaremos a una catástrofe inminente.
Truman nunca contestó.
En octubre de 1946, los franceses bombardearon Haiphong, un puerto en el norte de Vietnam, lo cual inició una guerra de ocho años entre el movimiento Vietminh y los franceses. Estaba en juego el gobierno de Vietnam. Después de la victoria comunista en China en 1949 y la guerra de Corea del año siguiente, Estados Unidos empezó a dar grandes cantidades de ayuda militar a los franceses. En 1954 Estados Unidos había dado 300.000 armas pequeñas y suficientes ametralladoras para equipar a todo el ejército francés en Indochina, más de mil millones de dólares en total. Estados Unidos estaba financiando el 80% del esfuerzo de guerra francés.
¿Por qué hacía esto Estados Unidos? Para el gran público, Estados Unidos estaba ayudando a parar el comunismo en Asia, pero no había mucho debate público al respecto.
En junio de 1952, un memorándum secreto del Consejo Nacional de Seguridad también hacía referencia a la cadena de bases militares estadounidenses a lo largo de la costa de China, las Filipinas, Taiwan, Japón y Corea del Sur:
El control comunista de todo el sudeste asiático dejaría la posición de los Estados Unidos en la cadena de las islas del Pacífico central en una situación precaria y pondría en grave peligro los intereses de los Estados Unidos en el Extremo Oriente. El sudeste asiático, especialmente Malasia e Indonesia, es la principal fuente mundial de caucho y estaño natural, y un productor de petróleo y otras mercancías estratégicamente importantes.
También se señaló que Japón dependía del arroz del sudeste asiático, y que la victoria comunista “difícilmente impediría la adaptación final de Japón al comunismo”.
En 1953, una misión investigadora del Congreso informó de lo siguiente: “El área de Indochina es inmensamente rica en arroz, caucho, carbón y mineral de hierro. Su posición la convierte en un punto estratégico para el resto del sudeste asiático”. Aquel año, un memorándum del Departamento del Estado decía que “Si los franceses decidieran realmente retirarse, Estados Unidos tendría que considerar seriamente asumir el control en esa área”.
Una Asamblea internacional en Ginebra acogió el acuerdo de paz entre los franceses y el Vietminh. Se acordó que los franceses se retirarían temporalmente a la parte sur de Vietnam, que el Vietminh se quedaría en el norte, y que al cabo de dos años tendrían lugar unas elecciones en un Vietnam unificado para que los vietnamitas pudieran elegir su propio gobierno.
Estados Unidos se movió rápidamente para impedir la unificación y para convertir a Vietnam del Sur en una zona de influencia americana. Instaló como jefe de gobierno en Saigón a un ex-oficial vietnamita llamado Ngo Dinh Diem, hasta hacía poco residente en Nueva Jersey. Le incitaron a no llevar a cabo las elecciones programadas para la unificación.
Como decían los Pentagon Papers “Vietnam del Sur era esencialmente una creación de los Estados Unidos”.
El régimen de Diem se volvió cada vez más impopular. Diem era católico y la mayoría de los vietnamitas eran budistas, Diem se identificaba con los intereses de los terratenientes y Vietnam era un país de campesinos. Sus intentos de reforma agrícola dejaron las cosas básicamente como estaban. Sustituyó a los jefes provinciales elegidos localmente con sus propios hombres, nombrados en Saigón. Diem encarceló cada vez a más vietnamitas por criticar la corrupción del régimen, y por la falta de reformas.
La oposición creció rápidamente en el campo, donde el aparato de Diem no controlaba la situación. Hacia 1958, empezaron las actividades guerrilleras en contra del régimen. El régimen comunista de Hanoi mandó ayuda, ánimos y gente para apoyar al Sur. La mayoría eran sureños que habían marchado al Norte para apoyar al movimiento guerrillero después de los acuerdos de Ginebra.
En 1960 se formó el Frente de Liberación Nacional en el Sur, que unía a las diferentes facciones opuestas al régimen; su fuerza venía de los campesinos de Vietnam del Sur, quienes lo veían como una manera de cambiar sus vidas cotidianas. Un analista del gobierno de los Estados Unidos llamado Douglas Pike, en su libro Viet Cong basado en entrevistas con rebeldes y documentos capturadosintentó hacer una valoración realista de lo que se iba a encontrar Estados Unidos:
En los 2.561 pueblos de Vietnam del Sur, el Frente de Liberación Nacional creó una multitud de organizaciones sociopolíticas de nivel nacional en un país donde las organizaciones de masas eran casi inexistentes. Aparte del FLN, nunca había existido un partido político de masas en Vietnam del Sur.
Pike escribió “Los comunistas han efectuado significativos cambios sociales en las aldeas de Vietnam del Sur y lo han hecho principalmente por medio del proceso de comunicación” Es decir, eran organizadores más que guerreros.
Lo que más me llamo la atencion del FLN fue su sentido integral, primero como revolución social, y luego como guerra. El objetivo de este vasto esfuerzo de organización era reestructurar el orden social de las aldeas e instruirlas para controlarse a sí mismas.
Pike estimó que a principios de 1962, el FLN tenía unos 300.000 afiliados. Los Pentagon Papers decían de este período “Sólo el Viet Cong tenía apoyo e influencia real a gran escala en el campo”.
Cuando Kennedy asumió la presidencia a principios de 1961, continuó con la política de Truman y Eisenhower en el sudeste asiático. Casi inmediatamente aprobó un plan secreto para llevar a cabo varias acciones militares en Vietnam y Laos, incluyendo el “envío de agentes a Vietnam del Norte” para tomar parte en acciones de “sabotaje y hostigamiento ligero”, según los Pentagon Papers. En 1956, Kennedy ya había hablado del “asombroso éxito del presidente Diem” y dijo acerca del Vietnam de Diem “Su libertad política es objeto de inspiración”.
Un día de junio de 1963, un monje budista se sentó en la plaza pública de Saigón y se prendió fuego. Más monjes budistas empezaron a suicidarse prendiéndose fuego para mostrar su oposición al régimen de Diem. La policía de Diem asaltó las pagodas y los templos budistas, hirió a treinta monjes, arrestó a 1.400 personas y cerró las pagodas. Hubo manifestaciones en la ciudad. La policía abrió fuego matando a nueve personas. Entonces, en Hué -la antigua capital- diez mil personas se manifestaron en señal de protesta.
Los acuerdos de Ginebra permitían a los Estados Unidos tener 685 consejeros militares en Vietnam del Sur. Eisenhower mandó en secreto a varios miles. Con Kennedy, la cifra subió a dieciséis mil y algunos de ellos comenzaron a tomar parte en operaciones de combate. Diem estaba perdiendo. La mayoría del campo de Vietnam del Sur estaba controlado ahora por campesinos locales organizados por el FLN.
Diem se estaba convirtiendo en una carga, en un obstáculo para el control efectivo de Vietnam. Algunos generales vietnamitas comenzaron a tramar para derrocar el régimen, manteniéndose en contacto con un hombre de la CIA llamado Lucien Conein. Conein se reunió en secreto con el embajador americano, Henry Cabot Lodge, que apoyaba con entusiasmo el golpe. Lodge informó al ayudante de Kennedy, McGeorge Bundy, el 25 de octubre (Pentagon Papers): “He aprobado personalmente cada reunión entre el general Tran Van Don y Conein, que en cada caso ha llevado a cabo mis órdenes de forma explícita”.
Kennedy parecía dudar, pero nadie hizo ningún movimiento para advertir a Diem. En efecto, justo antes del golpe, y justo después de que hubiera estado en contacto con los conspiradores por medio de Conein, Lodge pasó un fin de semana en la costa con Diem. Cuando los generales atacaron el palacio presidencial el 1 de noviembre de 1963, Diem telefoneó al embajador Lodge pidiendo ayuda, y Lodge respondió “He oído los disparos, pero no conozco todos los hechos”. Le dijo a Diem que le llamara si hubiera algo que podía hacer por su integridad física.
Esa fue la última conversación que los americanos tuvieron con Diem. Huyó del palacio, pero él y su hermano fueron atrapados por los conspiradores, llevados en una furgoneta y ejecutados. En 1963, el subsecretario de Estado de Kennedy, U. Alexis Johnson, habló ante el Club Económico de Detroit con estas palabras:
¿Cual es el poder de atracción que ha ejercido durante siglos el sudeste de Asia en las grandes potencias que lo flanquean a ambos lados? Los países del sudeste asiático producen valiosos excedentes exportables como el arroz, el caucho, la teca, el maíz, el estaño, las especias, el aceite, y muchos productos más.
Este no era el lenguaje utilizado por el presidente Kennedy, quien explicó que el objetivo de los Estados Unidos en Vietnam era parar el comunismo y promover la libertad.
Tres semanas después de la ejecución de Diem, Kennedy fue asesinado y su vicepresidente, Lyndon B. Johnson, asumió la presidencia.
Los generales que siguieron a Diem no pudieron reprimir el Frente de Liberación Nacional. El general Maxwell Taylor informó a finales de 1964:
Las unidades del VietCong no sólo tienen el poder de recuperarse como un ave Fénix, sino que tienen una habilidad asombrosa para mantener la moral.
A principios de agosto de 1964, el presidente Johnson utilizó una serie de acontecimientos oscuros en el golfo de Tonkin, en la costa del norte de Vietnam, para lanzar una ofensiva a gran escala contra Vietnam. Johnson y el secretario de Defensa, Robert McNamara, dijeron al público americano que hubo un ataque de torpederos norvietnamitas contra destructores americanos. “Mientras estaban llevando a cabo una misión rutinaria en aguas internacionales”, dijo McNamara, “el destructor estadounidense Maddox sufrió un ataque no provocado”.
Más adelante se vio que el episodio del golfo de Tonkin era falso, que las máximas autoridades americanas habían mentido al público. De hecho, la CIA había realizado una operación secreta atacando instalaciones costeras del norte de Vietnam. Si es que existió tal ataque, no fue “no provocado”. No fue una “misión rutinaria”, porque el Maddox estaba llevando a cabo una misión de espionaje electrónica especial. Y no era en aguas internacionales, sino en aguas territoriales vietnamitas. Se supo que no se había disparado ningún torpedo contra el Maddox, como había afirmado McNamara. Un ataque contra otro destructor que también fue denunciado dos noches después, y que Johnson llamó “una agresión descarada en alta mar”, también resultó ser un invento.
Cuando ocurrió este incidente, el secretario de Estado Rusk fue entrevistado en el canal de televisión NBC acerca de las razones que tenía el diminuto país de Vietnam para atacar a los Estados Unidos. Rusk respondió “Sus procesos de lógica son diferentes. Así que es muy difícil penetrar en sus mentes a través de ese gran golfo ideológico”.
El “ataque” de Tonkin provocó una resolución del Congreso que fue aprobada unánimemente en la Cámara y con sólo dos votos disidentes en el Senado, dando a Johnson el poder para tomar las medidas militares que creyera necesarias en el sudeste asiático. Pero no hubo ninguna declaración de guerra por parte del Congreso, como requería la Constitución.
En el transcurso de la guerra de Vietnam, varios solicitantes pidieron al Tribunal Supremo -se suponía que éste era el perro guardián de la Constitución- que declarara inconstitucional la guerra. Una y otra vez, el Tribunal se negó a considerar el asunto.
Inmediatamente después del asunto de Tonkin, aviones de guerra americanos comenzaron a bombardear Vietnam del Norte. Durante 1965, más de 200.000 soldados americanos fueron enviados a Vietnam del Sur, y en 1966, 200.000 más. A principios de 1968, había más de 500.000 tropas americanas en Vietnam, y las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos estaban lanzando bombas a un ritmo sin parangón en la historia. Algunos pequeños reflejos del masivo sufrimiento humano sufrido con este bombardeo salieron al mundo exterior. El 5 de junio de 1965, el New York Times trajo un despacho desde Saigón:
Mientras los comunistas se retiraban de Quangngat el lunes pasado, bombarderos de los Estados Unidos golpearon con bombas las colinas hacia donde se dirigían. Muchos vietnamitas -un cálculo aproximado habla de hasta 500murieron en los ataques. La versión americana es que eran soldados del Vietcong. Pero tres de cada cuatro pacientes que después necesitaron tratamiento en un hospital vietnamita por quemaduras de napalm o gasolina gelatinosa resultaron ser aldeanos.
El 6 de septiembre, otro despacho de prensa de Saigón decía lo siguiente:
En otra provincia del delta hay una mujer que ha perdido ambos brazos por efecto del napalm. Sus párpados están quemados de tal manera que no puede cerrarlos. Cuando llega la hora de dormir, su familia le coloca una sábana sobre la cabeza. Dos de sus hijos murieron en el bombardeo aéreo que la mutiló. Pocos americanos se dan cuenta de lo que está haciendo su nación con su fuerza aérea en Vietnam del Sur.
Cada día están muriendo civiles inocentes…
Grandes zonas de Vietnam del Sur fueron declaradas “zonas de fuego libre”. Significaba que se consideraba enemigos a todas las personas que se quedaban en ellas civiles, ancianos y niños, y que se lanzaban bombas a discreción. Las aldeas que estaban bajo sospecha de dar cobijo al Viet Cong eran sometidas a misiones de “búsqueda y destrucción”: se mataba a los aldeanos en edad militar, se quemaban las casas y las mujeres, los niños y los ancianos eran enviados a campos de refugiados.
La CIA, en un programa llamado Operación Fénix, ejecutó -en secreto y sin juicio- a por lo menos veinte mil civiles en Vietnam del Sur, por ser sospechosos de ser miembros del movimiento comunista clandestino.
Después de la guerra, la publicación de los informes de la Cruz Roja Internacional mostró que en los campos de prisioneros de Vietnam del Sur, donde en plena guerra había entre 65.000 y 70.000 personas, se pegaba y torturaba a los prisioneros mientras los consejeros americanos observaban y a veces participaban en la represión. Los observadores de la Cruz Roja se encontraron con una brutalidad continua y sistemática en los dos principales campos vietnamitas de prisioneros de guerra (en Phu Quoc y Qui Nhon) donde estaban estacionados los consejeros americanos.
Al acabar la guerra se habían lanzado 7 millones de toneladas de bombas sobre Vietnam, Laos y Camboya más del doble de las bombas lanzadas sobre Europa y Asia en la Segunda Guerra Mundial. Además los aviones fumigaron con productos tóxicos para destruir los árboles y cualquier tipo de vegetación, resultando afectada por el veneno una zona del tamaño del estado de Massachusetts. Las madres vietnamitas denunciaron defectos de nacimiento en sus niños. Unos biólogos de Yale, después de exponer a ratones al mismo veneno (2,4,5,T), informaron del nacimiento de ratones con defectos y dijeron que no tenían razones para creer que el efecto en humanos fuera diferente.
El 16 de marzo de 1968, una compañía de soldados entró en la aldea de My Lai 4, en la provincia de Quang Ngai. Reunieron a los habitantes, incluyendo ancianos y mujeres con bebés en brazos. Se les ordenó que se metieran en un hoyo, donde fueron metódicamente asesinados a tiros por soldados americanos. Más adelante se publicó en el New York Times el testimonio de James Dursi, un fusilero, en el juicio del teniente William Calley:
El teniente Calley y un fusilero lloroso llamado Paul D. Meadlo, el mismo soldado que había dado caramelos a los niños antes de dispararles, empujaron a los prisioneros al hoyo… La gente se amontonaba, los unos encima de los otros; las madres intentaron proteger a sus niños…
Entre 450 y 500 personas -en su mayoría mujeres, niños y ancianosfueron enterrados en fosas comunes.
El ejército trató de ocultar lo que había pasado. Pero comenzó a circular la carta de un soldado americano llamado Ron Ridenhour, que había oído hablar de la masacre. Un fotógrafo militar, Ronald Haeberle, había tomado fotos de la matanza y Seymour Hersh, que entonces trabajaba en el sudeste asiático para una agencia pacifista de noticias llamada Dispatch News Service, escribió sobre lo acontecido, pero la prensa americana no le prestó atención.
Varios de los oficiales de la masacre de My Lai fueron juzgados, pero sólo se encontró culpable al teniente William Calley. Fue sentenciado a cadena perpetua, pero su sentencia fue reducida dos veces; cumplió tres años y Nixon ordenó que se le mantuviera en arresto domiciliario y no en una cárcel normal. Luego salió en libertad condicional. Miles de americanos acudieron a defenderlo. En parte respondía a una justificación patriótica de sus acciones como algo necesario para hacer frente a los “comunistas”. Y en parte parecía responder a la intuición de que se le había señalado injustamente a él personalmente en una guerra que vio muchas atrocidades similares. El coronel Oran Henderson, que había sido acusado de encubrir los asesinatos de My Lai, dijo a los periodistas a principios de 1971: “Cada unidad del tamaño de una brigada tiene sus My Lai ocultos en alguna parte”.
Sin lugar a dudas, el caso de My Lai sólo era único en cuanto a los detalles. Hersh informó de una carta mandada por un soldado americano a su familia y que fue publicada en un periódico local:
Queridos mamá y papá: Hoy hemos tenido una misión y no estoy muy orgulloso de mí mismo, de mis amigos ni de mi país. ¡Hemos quemado todas las chozas que había a la vista! Todos están llorando, pidiéndonos y rezando que no les separemos y que no nos llevemos a sus maridos y padres, a sus hijos y abuelos. Las mujeres gimen y se lamentan.
Entonces miran con horror cómo les quemamos sus casas, sus posesiones personales y su comida. Sí, quemamos todo el arroz y sacrificamos el ganado.
La impopularidad del gobierno de Saigón explica el éxito del Frente de Liberación Nacional en sus infiltraciones en Saigón y otros pueblos bajo control gubernamental a principios de 1968, y que nadie alertara al gobierno. Así, el FLN lanzó una ofensiva sorpresa (era la época del Tet, la fiesta vietnamita de fin de año) que les llevó al corazón de Saigón, inmovilizando el aeropuerto de Tan San Nhut, donde incluso ocuparon la embajada americana durante un corto tiempo. La ofensiva fue repelida, pero mostró que toda la potencia de fuego vertida sobre Vietnam por los Estados Unidos no había servido para destruir el FLN, ni su moral, ni el apoyo popular, ni su voluntad para luchar. Esto causó un replanteamiento en el gobierno americano, y más dudas entre el pueblo americano.
Los fuertes bombardeos pretendían destruir la voluntad de resistencia del pueblo vietnamita, al igual que los bombardeos de centros de población alemanes y japoneses en la Segunda Guerra Mundial (a pesar de la insistencia pública del presidente Johnson en el hecho de que sólo se bombardeaban “objetivos militares”). El gobierno utilizaba frases como “una vuelta más de tuerca” para describir los bombardeos. En 1966 la CIA recomendó -según los Pentagon Papers- “un programa de bombardeos de mayor intensidad” dirigido -en palabras de la CIA- contra “la voluntad del régimen como sistema de objetivos”.
Mientras tanto, al otro lado de la frontera de Vietnam, en un país vecino llamado Laos, había un gobierno de derechas instalado por la CIA que se enfrentaba a una rebelión. Uno de los lugares más hermosos del mundo -las llanuras de Jars- estaba siendo destruido por los bombardeos. Ni el gobierno ni la prensa informaron de esto, sino que fue un americano que vivía en Laos, Fred Branfman, el que lo contó en su libro Voices from the Plain of Jars:
Se realizaron más de 25.000 ataques aéreos contra las llanuras de Jars entre mayo de 1964 y septiembre de 1969; se lanzaron más de 75.000 toneladas de bombas; en tierra, hubo miles de muertos y heridos, decenas de miles de personas tuvieron que esconderse bajo tierra, y toda la vida en superficie fue arrasada.
En septiembre de 1973, un antiguo oficial del gobierno de Laos, Jerome Doolittle, escribió en el New York Times:
Cuando llegué a Laos por primera vez, me dieron órdenes de que respondiera a todas las preguntas de la prensa acerca de nuestra campaña de crueles bombardeos masivos en aquel diminuto país diciendo: “Por petición del real gobierno de Laos, Estados Unidos está dirigiendo vuelos desarmados de reconocimiento”. Era mentira. Cada uno de los periodistas a los que se lo dije sabía que era mentira.
A principios de 1968, la crueldad de la guerra comenzó a hacer mella en la conciencia de muchos americanos. Para muchos otros, el problema era que Estados Unidos era incapaz de ganar una guerra a la que no se veía fin, y que ya habían muerto 40.000 soldados americanos y 250.000 habían resultado heridos. (Las bajas vietnamitas eran mucho mayores.)
Lyndon B. Johnson había intensificado una guerra brutal y no había podido ganarla. Su popularidad era más baja que nunca; no podía aparecer en público sin que hubiera una manifestación en contra de él y de la guerra. El slogan que decía “LBJ, LBJ, ¿a cuántos niños has matado hoy?” se escuchaba en manifestaciones a lo largo y ancho del país. En la primavera de 1968 Johnson anunció que no se presentaría de nuevo a la presidencia, y que comenzarían las negociaciones de paz con los vietnamitas en París.
En otoño de 1968, Richard Nixon fue elegido presidente con la promesa de que sacaría a los Estados Unidos de Vietnam. Empezó a retirar tropas y en febrero de 1972, quedaban menos de 150.000 soldados. Pero los bombardeos continuaron. La política de Nixon era la de la “vietnamización”: el gobierno de Saigón debía seguir la guerra con tropas terrestres vietnamitas, aunque utilizando dinero y fuerzas aéreas americanas. Nixon no puso fin a la guerra; estaba poniendo fin al aspecto menos popular de ella: a la participación de soldados de tierra americanos en un país lejano.
En la primavera de 1970, Nixon y el secretario de Estado Henry Kissinger ordenaron la invasión de Camboya, después de un gran bombardeo que el gobierno nunca reveló al público. La invasión no sólo llevó a una ola de protesta en los Estados Unidos, sino que también resultó ser un fracaso militar, y el Congreso resolvió que Nixon no podría utilizar tropas americanas para extender la guerra sin su aprobación.
El año siguiente, sin tropas americanas, Estados Unidos apoyó una invasión de Laos llevada a cabo por Vietnam del Sur. Esta también fracasó. En 1971, 800.000 toneladas de bombas fueron lanzadas por los Estados Unidos sobre Laos, Camboya y Vietnam. Mientras tanto, el régimen militar de Saigón, encabezado por el presidente Nguyen Van Thieu -el último de una larga sucesión de jefes de estado en Saigón- mantenía a miles de oponentes en la cárcel.
Varias de las primeras muestras de oposición a la guerra de Vietnam en los Estados Unidos surgieron de los movimientos de derechos civiles, quizás porque la experiencia de las personas de color con el gobierno les llevó a desconfiar de cualquier declaración en el sentido de que estaban luchando por la libertad. El mismo día de principios de agosto de 1964 en que Lyndon B. Johnson contaba a la nación el incidente del golfo de Tonkin y anunciaba el bombardeo de Vietnam del Norte, activistas negros y blancos se reunían cerca de Filadelfia, Mississippi, para celebrar una ceremonia religiosa en honor de tres trabajadores de servicios sociales asesinados allí ese mismo verano. Uno de los oradores señaló con amargura el uso de la fuerza que había hecho Johnson en Asia, comparándolo con la violencia utilizada contra los negros de Mississippi.
A mediados de 1965, en McComb, Mississippi, jóvenes negros que acababan de enterarse de que un compañero de clase había muerto en Vietnam, distribuyeron un folleto que decía:
Ningun negro de Mississippi debería luchar en Vietnam por la libertad del hombre blanco hasta que todos los negros de Mississippi sean libres.
Cuando el secretario de Defensa, Robert McNamara, visitó Mississippi y alabó al senador John Stennis, un destacado racista, diciendo que era “un hombre de una grandeza muy genuina”, estudiantes blancos y negros se manifestaron en protesta, con pancartas que decían “En memoria de los niños quemados de Vietnam”.
El Comité Coordinador de Estudiantes No Violentos (SNCC) declaró a principios de 1966 que “Estados Unidos está siguiendo una política agresiva violando la legislación internacional” e hizo un llamamiento para la retirada de Vietnam. Ese verano, seis miembros del SNCC fueron arrestados por ocupar un centro de reclutamiento en Atlanta y fueron condenados a varios años de cárcel. Por entonces, Julian Bond, un activista del SNCC que acababa de ser elegido para la Cámara de Representantes de Georgia, habló en contra de la guerra y el reclutamiento, y la Cámara votó para que no se sentara en la Cámara ya que sus declaraciones violaban la Ley de Servicio Selectivo y “tendía a traer descrédito a la Cámara”. El Tribunal Supremo devolvió a Bond su escaño, diciendo que la Primera Enmienda le daba derecho a la libertad de expresión.
Una de las figuras del deporte más grandes de la nación, Cassius Clay -más tarde Muhammad Alí tras convertirse al islam- el boxeador negro y campeón de pesos pesados, se negó a servir en lo que él llamaba una “guerra del hombre blanco”, las autoridades del boxeo le quitaron el título de campeón. Martin Luther King, Jr., habló en 1967 en la iglesia de Riverside en Nueva York:
Esta locura debe cesar de alguna manera. Debemos parar ahora. Hablo como un hijo del Señor y hermano de los pobres que sufren en Vietnam. Hablo por aquellos cuyas tierras estan siendo devastadas, cuyas casas están siendo destruidas, cuya cultura está siendo destruida. Hablo por los pobres de América que están pagando el doble precio de las esperanzas destruidas en casa y la muerte y la corrupción en Vietnam. Hablo como ciudadano del mundo, por el mundo que contempla horrorizado el camino que hemos tomado. Hablo como un americano a los líderes de mi propia nación. La gran iniciativa en esta guerra es nuestra. La iniciativa para detenerla debe ser nuestra.
Los jóvenes empezaron a negarse a inscribirse para el reclutamiento y se negaron a incorporarse a filas cuando eran llamados. En mayo de 1964, el slogan “No iremos” ya se escuchaba en todas partes. Algunos de los que se habían inscrito empezaron a quemar sus tarjetas de reclutamiento en público, en protesta por la guerra. En octubre de 1967 se organizaron “devoluciones” de tarjetas de reclutamiento en todo el país: sólo en San Francisco, se devolvieron trescientas tarjetas de reclutamiento. Justo antes de una enorme manifestación en el Pentágono, ese mismo mes, se entregó un saco de tarjetas de reclutamiento devueltas en el departamento de
Justicia.
En mayo de 1969 el centro de reclutamiento de Oakland, donde acudían los reclutas de todo el norte de Califorma, informó que de
4.400 hombres que debían presentarse para su incorporación a filas,
2.400 no se habían presentado. En el primer cuatrimestre de 1970, el sistema de Servicio de Selección Militar no pudo, por primera vez, cubrir su cuota.
Al comienzo de la guerra se habían producido dos distintos incidentes que apenas notaron los americanos. El 2 de noviembre de 1965, delante del Pentágono en Washington, mientras miles de empleados salían del edificio al anochecer, Norman Morrison, un pacifista de treinta y dos años, padre de tres hijos, se roció con gasolina y se prendió fuego, sacrificando su vida en protesta por la guerra. Ese mismo año, una mujer de ochenta y dos años llamada Alice Herz se prendió fuego en Detroit para mostrar su oposición al horror de Indochina.
Tuvo lugar un notable cambio de sentimiento. A principios de 1965, cuando comenzó el bombardeo de Vietnam del Norte, cien personas se reunieron en Boston Common para expresar su indignación. El 15 de octubre de 1969, el número de personas que se había reunido en Boston Common para protestar en contra de la guerra era de 100.000. Unos dos millones de personas de toda la nación se reunieron ese día en ciudades y pueblos que nunca habían visto un mítin pacifista.
En 1970 los mítines pacifistas de Washington ya atraían a cientos de miles de personas. En 1971, veinte mil fueron a Washington para practicar la desobediencia civil, e intentaron parar el tráfico para expresar su rechazo por las matanzas que todavía tenían lugar en Vietnam. Catorce mil personas fueron arrestadas, el mayor arresto colectivo de la historia de América.
Cientos de voluntarios del Cuerpo de Paz hablaron en contra de la guerra. En Chile, noventa y dos voluntarios desafiaron al director del Cuerpo de Paz y distribuyeron una circular denunciando la guerra. Ochocientos antiguos miembros del Cuerpo distribuyeron una declaración de protesta denunciando lo que estaba ocurriendo en Vietnam.
El poeta Robert Lowell, que había sido invitado a una función en la Casa Blanca, se negó a asistir. Arthur Miller, que también había sido invitado, envió un telegrama a la Casa Blanca “Cuando las bombas explotan, las artes mueren”. La cantante Eartha Kitt fue invitada a una comida en los jardines de la Casa Blanca y conmocionó a todos los presentes hablando en contra de la guerra en presencia de la mujer del presidente. Un adolescente que había sido invitado a la Casa Blanca para recoger un premio, criticó la guerra.
En Londres, dos jóvenes americanos irrumpieron en la elegante recepción del Cuatro de Julio, organizada por el embajador americano, e hicieron el siguiente brindis “Por todos los muertos y los que están muriendo en Vietnam”. La guardia les echó fuera. En el océano Pacífico, dos jóvenes marineros americanos secuestraron un barco de munición americano para desviar su carga de bombas de las bases aéreas de Tailandia. Durante cuatro días se apoderaron del barco y su tripulación, tomando anfetaminas para estar despiertos mientras el barco llegaba a aguas de Camboya.
Gente de clase media y profesionales que no estaban acostumbrados al activismo comenzaron a dejarse oír. En mayo de 1970, el New York Times informó desde Washington: “Mil destacados abogados se unen a la protesta en contra de la guerra”. Las corporaciones comenzaron a preguntarse si la guerra perjudicaría sus intereses financieros a largo plazo, la revista Wall Street Journal empezó a criticar la continuación de la guerra. A la vez que la guerra se hacía cada vez más impopular, algunos miembros del gobierno -o personas cercanas a él- comenzaron a romper el círculo del consentimiento. El ejemplo más dramático fue el caso de Daniel Ellsberg.
Ellsberg era un economista que había estudiado en Harvard. Había sido oficial de marina y trabajaba para la corporación RAND, la cual llevaba a cabo investigaciones especiales -y a veces secretas- para el gobierno de los Estados Unidos. Ellsberg ayudo a escribir la historia de la Guerra de Vietnam para el departamento de Defensa, y luego decidió hacer público un documento clasificado, con la ayuda de su amigo Anthony Russo, un antiguo hombre de la corporación RAND. Ambos se habían conocido en Saigón donde les afectaron de tal manera las diferentes experiencias que tuvieron como testigos directos de la guerra que sintieron gran indignación por lo que estaba haciendo Estados Unidos con la gente de Vietnam.
Ellsberg y Russo pasaron noche tras noche, hora tras hora en la agencia publicitaria de un amigo haciendo copias de las 7.000 páginas del documento. Después Ellsberg entregó copias a varios congresistas y al New York Times. En junio de 1971 el Times comenzó a imprimir selecciones de lo que llegó a ser conocido como los Pentagon Papers. Esto fue una sensación a nivel nacional. La administración Nixon intentó que el Tribunal Supremo impidiera la aparición de más publicaciones, pero el Tribunal decretó que eso sería una “restricción previa” de la libertad de prensa y por tanto inconstitucional. Entonces el gobierno procesó a Ellsberg y Russo por violar la Ley del Espionaje, al haber distribuido documentos clasificados a personas no autorizadas; se exponían a una larga condena en la cárcel si les declaraban culpables. Sin embargo, el juez anuló el juicio mientras el jurado estaba deliberando dado que los acontecimientos del Watergate, que por entonces estaban saliendo a la luz, revelaban que la fiscalía había estado llevando a cabo prácticas injustas.
El movimiento pacifista, muy precoz en su crecimiento, se encontró con un público extraño y nuevo: algunos curas y monjas de la iglesia católica. El apoyo de los religiosos había sido suscitado tanto por el movimiento de derechos civiles como por las experiencias vividas en Latinoamérica, en donde veían la pobreza y la injusticia que reinaba en países con gobiernos apoyados por los Estados Unidos. En el otoño de 1967, el padre Philip Berrigan (un cura josefino, veterano de la Segunda Guerra Mundial), al que se unieron el artista Tom Lewis y los amigos David Eberhardt y James Mengel, fueron a la oficina de un consejo de reclutamiento en Baltimore, Maryland. Empaparon los registros de reclutamiento con sangre y esperaron a ser arrestados. Fueron juzgados y sentenciados a penas de entre dos y seis años de cárcel.
En mayo del año siguiente, Philip Berrigan -libre bajo fianza por el caso de Baltimore- realizó una segunda acción, para la cual contó con el apoyo de su hermano Daniel, un cura jesuita que había visitado Vietnam del Norte y había visto los efectos de los bombardeos estadounidenses. Junto con otras personas fueron a la oficina del consejo de reclutamiento de Catonsville, Maryland, se llevaron los registros y les prendieron fuego en la calle en presencia de reporteros y espectadores. Fueron arrestados y condenados a penas de cárcel. Se les conoció como los “Nueve de Catonsville”. En la época en que tuvo lugar el incidente de Catonsville, Dan Berrigan escribió una Meditation:
Pedimos disculpas, queridos amigos, por haber transgredido el orden, por haber quemado papel en vez de niños. No pudimos hacer otra cosa, bendito sea el Señor. Ya han pasado los tiempos en los que los hombres buenos pueden quedarse callados, en los que la obediencia puede aislar a los hombres del riesgo público, en los que los pobres pueden morir sin defensa alguna.
Cuando acabaron sus apelaciones y se suponía que debía ir a la cárcel, Daniel Berrigan desapareció. Estuvo en la clandestinidad durante cuatro meses, escribiendo poemas, publicando declaraciones, concediendo entrevistas secretas, apareciendo sin previo aviso en una iglesia de Filadelfia para dar un sermón y desaparecer otra vez, confundiendo al FBI, hasta que un confidente interceptó una carta que puso al descubierto su localización, tras lo cual fue capturado y enviado a la cárcel.
El efecto de la guerra y de las audaces actuaciones de algunos curas y monjas resquebrajó el conservadurismo tradicional de la comunidad católica. Durante el Moratorium Day de 1969, en el Colegio del Sagrado Corazón de Newton, cerca de Boston -un santuario de tranquilidad bucólica y silencio político- la gran puerta principal del colegio lució un enorme puño pintado de rojo. En el Boston College, una institución católica, seis mil personas se reunieron aquella tarde en el gimnasio para denunciar la guerra.
Los estudiantes, a menudo alentados por la Asociación de Estudiantes por una Sociedad Democrática (SDS), participaban de lleno en las primeras protestas en contra de la guerra. Incluso en los colegios mayores había 500 periódicos clandestinos a finales de los años sesenta. En la ceremonia de entrega de diplomas de la Universidad Brown en 1969, las dos terceras partes de las clases que se graduaban se volvieron de espaldas cuando se puso en pie Henry Kissinger para tomar la palabra.
El momento más álgido de la protesta llegó en la primavera de 1970 cuando el presidente Nixon ordenó la invasión de Camboya. En la Universidad del Estado de Kent, en Ohio, cuando los estudiantes se concentraron el 4 de mayo para protestar en contra de la guerra, la Guardia Nacional disparó contra la multitud. Cuatro estudiantes resultaron muertos. Uno quedó paralítico para toda la vida. Los estudiantes de cuatrocientos colegios se declararon en huelga en señal de protesta. Fue la mayor huelga general estudiantil en la historia de los Estados Unidos. Durante aquel curso escolar de 1969-70, el FBI contabilizó 1.785 manifestaciones estudiantiles, incluyendo la ocupación de 313 edificios.
Después de los asesinatos del estado de Kent, las ceremonias de graduación se convirtieron en algo insólito. Desde Amherst, Massachusetts, llegó una noticia periodística sobre la centésima ceremonia de graduación de la Universidad de Massachusetts:
Puños rojos de protesta, símbolos de paz blancos y palomas azules fueron estarcidos en las togas académicas negras y casi la mitad de los estudiantes del último curso llevaban un brazalete que simbolizaba su petición de paz.
Las protestas estudiantiles contra el Programa de Entrenamiento de Oficiales de la Reserva (ROTC) tuvieron como resultado la eliminación de dichos programas en más de cuarenta colegios y universidades. Se dependía del ROTC para suministrar la mitad de los oficiales para Vietnam. En septiembre de 1973, llevaba seis meses seguidos sin poder llenar su cuota.
La publicidad que se le dio a las protestas estudiantiles creó la impresión de que la oposición a la guerra venía en su mayor parte de intelectuales de clase media. Pero en Dearborn, Michigan, una ciudad que manufacturaba coches, una encuesta de 1967 mostró que el 41% de la población estaba a favor de la retirada de la guerra de Vietnam. A finales de 1970, un sondeo de la opinión pública presentó la siguiente pregunta “¿Debería retirar Estados Unidos todas las tropas de Vietnam antes de finales del año que viene?” El 65% de los encuestados respondió “sí”.
Pero los datos más importantes se hallaron en un informe llevado a cabo por la Universidad de Michigan. Dicho informe mostraba que durante la guerra de Vietnam, los americanos que habían terminado su educación en la escuela primaria estaban más claramente a favor de una retirada de la guerra que los americanos con educación universitaria. En junto de 1966, el 27% de las personas con educación universitaria estaban a favor de una retirada inmediata de Vietnam y el 41% de las personas que habían terminado su educación en la escuela primaria estaba a favor de una retirada inmediata. En septiembre de 1970 estaba claro que ambos grupos mostraban una mayor disposición a oponerse a la guerra: el 47% de los universitarios y el 61% de aquellos que tenían la educación primaria estaban a favor de la retirada.
Todo esto formaba parte de los cambios generales que estaba viviendo la población. En agosto de 1965, el 61% de la población pensaba que la intrusión americana en Vietnam no era equivocada. Pero en mayo de 1971 era exactamente al revés, el 61% pensaba que era algo erróneo. Bruce Andrews, un estudiante que estudió a la opinión pública, encontró que la gente que más se oponía a la guerra era la que tenía alrededor de 50 años, los negros y las mujeres. También remarcó que un estudio de la primavera de 1964, cuando Vietnam apenas salía en los diarios, mostraba que el 53% de la gente escolarizada estaba dispuesta a enviar tropas a Vietnam, pero sólo el 33% lo estaba de veras.
La capacidad de tener una opinión independiente entre los americanos corrientes está probablemente muy bien representada por el veloz crecimiento del sentimiento antibelicista entre los GIs americanos -voluntarios y reclutas- que formaban parte de los grupos de rentas más bajas. Había habido, desde los inicios de la historia americana, ejemplos de soldados desleales con respecto a la guerra: se amotinaron en la Guerra Revolucionaria, rechazaron realistarse en medio de la guerra con México, desertaron y se hicieron objetores en la Primera Guerra Mundial y en la Segunda Guerra Mundial. Pero Vietnam produjo una oposición de soldados y veteranos como nunca se había visto.
Empezaron como protestas aisladas. Como la de junto de 1965, cuando Richard Steinke, un graduado de West Point que estaba en Vietnam, rechazó subir en el avión que le llevaría a un remoto puebo vietnamita. “La guerra de Vietnam” -dijo- “no se merece una sola vida americana”. Steinke tuvo un juicio militar y fue expulsado del servicio. Al año siguiente, tres soldados -uno negro, otro puertorriqueño y otro lituano-italiano-, se negaron a embarcar para ir a Vietnam, denunciando que la guerra era “inmoral, ilegal e injusta” Fueron juzgados militarmente y encarcelados.
Los actos individuales se multiplicaron: un soldado negro que rechazó en Oakland subir al avión que llevaba tropas a Vietnam, tuvo que pasar casi once años de trabajos forzados. Una enfermera del ejército naval, la teniente Susan Schnall, fue juzgada militarmente por ir a una manifestación pacifista con uniforme, y por tirar panfletos antibelicistas desde un avión en unas instalaciones militares. En Norfolk, Virginia, un marinero se negó a guiar a unos pilotos de guerra porque dijo que la guerra era inmoral.
A principios de 1968, fue arrestado un teniente del ejército en Washington, por participar en un piquete delante de la Casa Blanca con una pancarta que decía “120.000 víctimas americanas -¿por qué?”. Dos marines negros, George Daniels y William Harvey, fueron condenados a largas penas de cárcel (Daniel, seis años, Harvey, diez años, aunque más tarde se redujeron las penas) por hablar en contra de la guerra con otros marines negros.
Según avanzaba la guerra, las deserciones se incrementaron en las fuerzas armadas. Miles se marcharon a Europa occidental, a Francia, Suecia y Holanda. La mayoría de los desertores cruzaban la frontera con Canadá; se calculaba un número entre 50.000 y 100.000. Algunos se quedaron en los Estados Unidos. Unos pocos desafiaban a las autoridades militares y se acogían al “santuario” que les ofrecían las iglesias, donde, rodeados por amigos y simpatizantes, esperaban su captura y enjuiciamiento en consejos de guerra. En la Universidad de Boston, mil estudiantes hicieron vela en la capilla durante cinco noches y cinco días en apoyo a un desertor de dieciocho años llamado Ray Kroll.
El movimiento pacifista de soldados americanos ganó en organización. Cerca de Fort Jackson, Carolina del Sur, se creó la primera “cafetería de soldados americanos” , un lugar donde los soldados podían tomar café y bollos, consultar libros pacifistas y hablar libremente con los demás. Se llamaba el UFO -el OVNI- y durante varios años estuvo abierta, hasta que fue declarada una “molestia pública” y cerrada por acción judicial. Pero se crearon otras “cafeterías de soldados americanos” en media docena de puntos repartidos por todo el país. Se inauguró una “librería” pacifista en Fort Devens, Massachusetts, y otra en la base naval de Newport, Rhode Island.
Comenzaron a aparecer periódicos clandestinos en las bases militares de todo el país; en 1970 ya había más de cincuenta en circulación. Mezclado con el sentimiento contrario a la guerra, había un resentimiento hacia la crueldad y la deshumanización de la vida militar.
La disidencia también se extendió al frente de guerra. Mientras en octubre de 1969 tenían lugar las grandes manifestaciones de Moratorium Day en Estados Unidos, algunos soldados americanos en Vietnam se pusieron brazaletes negros para mostrar su apoyo. Un fotógrafo de prensa informó de que en un pelotón que patrullaba cerca de Da Nang, la mitad de los hombres llevaban brazaletes negros. El periódico francés Le Monde informó “Una imagen común es la del soldado negro con el puño izquierdo cerrado en desafío a una guerra que nunca ha considerado propia”.
Los veteranos que habían regresado de Vietnam formaron un grupo llamado Veteranos de Vietnam contra la Guerra. En diciembre de 1970, centenares de miembros de este grupo fueron a Detroit a lo que se denominarían las investigaciones “Winter Soldier”, para testificar públicamente sobre las atrocidades que habían visto -o en las que habían participado- en Vietnam, cometidas por americanos contra vietnamitas. En abril de 1971 más de un millar de ellos fueron a Washington, D.C., para manifestarse en contra de la guerra. Uno por uno se acercaron a una alambrada que rodeaba el Capitolio, lanzaron las medallas que habían ganado en Vietnam, e hicieron breves declaraciones, algunas emotivas y otras con una calma tensa y amarga.
En el verano de 1970, veintiocho oficiales del ejército -incluyendo a varios veteranos de Vietnam-, diciendo que actuaban en representación de unos 250 oficiales más, anunciaron la formación del Movimiento de Oficiales Preocupados, para oponerse a la guerra. Durante los brutales bombardeos de Hanoi y Haiphong -en las Navidades de 1972- tuvo lugar el primer desafío de los pilotos de los B-52, quienes se negaron a pilotar en semejantes misiones.
Pero la mayoría de las acciones pacifistas de la guerra las protagonizaron los soldados normales, y la mayoría de éstos provenían de grupos de ingresos bajos, fuesen blancos, negros, americanos nativos o chinos.
Un chino-americano de Nueva York de veinte años llamado Sam Choy se alistó en el ejército con diecisiete años. Le enviaron a Vietnam y le hicieron cocinero, convirtiéndose en objeto de abusos por parte de sus compañeros, que le llamaban chink (chinito) y gook (término con el que se referían a los vietnamitas). Decían que se parecía al enemigo. Un día cogió un rifle e hizo disparos de advertencia a los que le atormentaban.
La policía militar se llevó a Choy, fue apaleado, juzgado en consejo de guerra y sentenciado a dieciocho meses de trabajos forzados en Fort Leavensvorth: “Me pegaban todos los días a la misma hora. Por cierto quiero decir a todos los chicos chinos que el ejército me hizo enfermar. Me pusieron tan enfermo que no lo puedo soportar”. En total, unos 563.000 soldados fueron licenciados “sin honores”. En
1973, una de cada cinco licencias expedidas por el ejército lo era “sin honores”, lo cual indicaba que esos soldados no habían mostrado una obediencia sumisa hacia el ejército. El número de desertores pasó de 47.000 en 1967 a 89.000 en 1971. Casi el doble. Uno de los que se quedó, luchó y luego se hizo contrario a la guerra fue Ron Kovic. Su padre trabajaba en un supermercado de Long Island. En 1963 se alistó, con diecisiete años, en los marines. Dos años después, en Vietnam, cuando tenía diecinueve años, se rompió la columna vertebral en un bombardeo. Se quedó paralítico de cintura para abajo y se vio recluido en una silla de ruedas. De regreso a los Estados Unidos, observó el brutal trato que se dispensaba a los heridos en el hospital de veteranos. Reflexionó en profundidad acerca de la guerra y se unió al grupo Veteranos de Vietnam contra la Guerra. Participó en manifestaciones para denunciar la guerra.
Una tarde, Kovic escuchó al actor Donald Sutherland leer un pasaje de la novela escrita por Dalton Trumbo después de la Primera Guerra Mundial, Johnny cogió su fusil. Trataba de un soldado que se había quedado sin brazos, piernas y cara, pero con un torso pensante, que inventó una forma de comunicarse con el mundo exterior y que mandó un mensaje tan poderoso que no podía ser escuchado sin echarse a temblar:
Sutherland comenzó a leer el pasaje y sentí algo que nunca olvidaré. Era como si alguien estuviese hablando de todo lo que yo había pasado en el hospital. Empecé a temblar y recuerdo que los ojos se me llenaron de lágrimas.
Kovic se manifestó en contra de la guerra, y describe su arresto en el libro Born on the Fourth of July:
“¿Cómo se llama?” pregunta el oficial que está detrás de la mesa.
“Ron Kovac”, le contesto “Ocupación, veterano de Vietnam en contra de la guerra”.
“¿Qué?” dice él con sarcasmo mirándome con desprecio. “Soy veterano de Vietnam en contra de la guerra” le respondo casi a gritos.
“Debería de haber muerto allí”, dice. Se vuelve hacia su ayudante: “Me gustaría coger a este tío y tirarle desde el tejado”.
En 1972 Kovic y otros veteranos viajaron a Miami para la Convención Nacional del partido Republicano. Entraron en la sala de convenciones, condujeron sus sillas de ruedas por los pasillos y cuando Nixon empezó su discurso de aceptación, empezaron a gritar “¡Parad los bombardeos! ¡Parad la guerra!”. Los delegados les maldijeron “¡Traidores!” y los hombres del servicio secreto les echaron de la sala.
En otoño de 1973, cuando todavía no se avistaba la paz y las tropas de Vietnam del Norte estaban atrincheradas en varias zonas del Sur,
Estados Unidos aceptó un acuerdo para retirar sus tropas y dejar a las tropas revolucionarias en sus posiciones hasta que se formara un nuevo gobierno electo que debía incluir a elementos comunistas y no comunistas. Pero el gobierno de Saigón se negó a aceptar el acuerdo y Estados Unidos decidió hacer un último intento final para obligar a los norvietnamitas a someterse. Envió oleadas de B-52 sobre Hanoi y Haiphong que destruyeron casas y hospitales y mataron a una gran cantidad de civiles. El ataque no funcionó. Muchos de los B-52 fueron derribados y hubo una encendida protesta en todo el mundo. Entonces Kissinger volvió a París y firmó un acuerdo de paz muy similar al anterior.
Estados Unidos retiró sus fuerzas y continuó enviando ayuda al gobierno de Saigón. Pero los norvietnamitas lanzaron ataques contra las ciudades más importantes de Vietnam del Sur a principios de 1975 y el gobierno se vino abajo. A finales de abril de 1975, las tropas norvietnamitas entraron en Saigón. El personal de la embajada americana huyó, junto con muchos vietnamitas que temían el dominio comunista. Así terminó la larga guerra de Vietnam. Saigón se rebautizó con el nombre de Ciudad Ho Chi Min y las dos zonas de Vietnam se unificaron para formar la República Democrática de Vietnam.
La historia tradicional muestra el final de las guerras como algo que nace de las iniciativas de los líderes, con negociaciones en París, Bruselas, Ginebra o Versalles, al igual que su estallido suele atribuirse a la necesidad de dar respuesta a la demanda “popular”. La guerra de Vietnam dio claras pruebas de que sólo después de finalizada la intervención en Camboya y de que las protestas contra la invasión sacudieran a las universidades en toda la nación, aprobaría el Congreso una resolución declarando que no se debían enviar tropas americanas a Camboya sin su consentimiento. No fue hasta finales de 1973, cuando finalmente fueron retiradas las tropas americanas de Vietnam, que el Congreso aprobó una ley que limitaba el poder del presidente para entrar en guerra sin la aprobación del Congreso. Pero incluso entonces, con la nueva “Resolución sobre los Poderes de Guerra”, el presidente podía guerrear durante sesenta días sin una declaración del Congreso.
La administración trató de persuadir a los ciudadanos americanos de que estaba finalizando la guerra porque quería negociar la paz, y no porque estuviesen perdiendo la guerra, ni porque existiese un poderoso movimiento pacifista en los Estados Unidos. Pero los memorándums secretos del propio gobierno, realizados durante toda la guerra, dan fe de la sensibilidad gubernamental -en cada etapahacia la “opinión pública” en los Estados Unidos y en el extranjero. Los datos aparecen en los Pentagon Papers.
Un memorándum del vicesecretario de Defensa, John McNaughton, escrito a principios de 1966, sugería la posibilidad de destruir esclusas y presas para matar de hambre al enemigo, ya que los “ataques a los objetivos civiles” crearían “una oleada de condenas muy contraproducente en casa y en el extranjero”. Hizo la siguiente advertencia:
Es posible que haya un límite que muchos americanos y gran parte del mundo no permitan que los Estados Unidos sobrepase. La imagen de la mayor de las superpotencias matando o hiriendo gravemente a mil civiles al día, mientras intenta someter una diminuta nación atrasada -y por motivos muy disputados- no es muy edificante.
En la primavera de 1968, cuando el Frente de Liberación Nacional llevó a cabo la repentina y aterradora ofensiva Tet, Westmoreland pidió al presidente Johnson que le enviara 200.000 tropas más, para unirse a los 525.000 soldados que ya estaban destacados allí. Johnson pidió a un pequeño grupo de “oficiales de combate” del Pentágono que le aconsejaran en ese asunto. Estudiaron la situación y llegaron a la conclusión de que 200.000 tropas no reforzarían al gobierno de Saigón ya que “los líderes de Saigón no muestran señales de buena voluntad y mucho menos de habilidad para atraer la suficiente lealtad o apoyo del pueblo”. Además, el informe decía que el envío de tropas significaría la movilización de la reserva, lo cual incrementaría el presupuesto militar. Habría más víctimas estadounidenses y más impuestos:
Este creciente descontento, acompañado, sin lugar a dudas, por una mayor resistencia por parte de los reclutas y un mayor malestar en las ciudades -debido a la creencia de que estamos dejando de lado problemas domésticos- nos hace correr el gran riesgo de ver provocada una crisis doméstica de proporciones sin precedentes.
El “mayor malestar en las ciudades” debe de ser una referencia a los levantamientos de los negros que habían tenido lugar en 1967.
Mostraban el vínculo -tanto si los negros lo pretendían como si noentre la guerra en el extranjero y la pobreza en casa.
Cuando Nixon accedió a la presidencia, también intentó persuadir al público de que no le afectarían las protestas. Pero casi se volvió loco cuando un pacifista solitario montó un piquete delante de la Casa Blanca. Las frenéticas acciones de Nixon en contra de los disidentes -planes para realizar robos, escuchas telefónicas, intervención de correo- sugieren la importancia que tenía el movimiento pacifista en las mentes de los líderes nacionales. Una prueba de que las ideas del movimiento pacifista se habían apoderado del público americano se reflejaba en el hecho de que los jurados se habían vuelto cada vez más reacios a condenar a los activistas pacifistas, y que los jueces locales también les estaban tratando de manera diferente.
El último grupo de asaltantes de oficinas de reclutamiento, los “Camden 28″ se componía de curas, monjas y laicos que habían asaltado una oficina de reclutamiento en Camden, Nueva Jersey, en agosto de 1971. Fueron absueltos de todos los cargos por el jurado. Después de la aceptación del veredicto, un miembro del jurado -un taxista negro de cincuenta y tres años de Atlantic City llamado Samuel Braithwaite (que había servido once años en el ejército)dejó una carta a los acusados con el siguiente texto:
A vosotros os digo, bien hecho. Bien hecho por intentar curar a los hombres enfermos e irresponsables, hombres que fueron elegidos por el pueblo para gobernar y dirigir. Estos hombres que han defraudado a la gente dejando llover muerte y destrucción sobre un país desventurado… Vosotros salisteis a poner vuestro granito de arena mientras vuestros hermanos se quedaban en sus torres de marfil observando… y esperemos que un día, en un futuro no muy lejano, la paz y la armonía reine sobre todas las personas de todas las naciones.
Vietnam fue la primera gran derrota del imperio global americano después de la Segunda Guerra Mundial. Esta derrota fue conseguida por campesinos revolucionarios en un país extranjero y por un sorprendente movimiento de protesta en casa.
El 26 de septiembre de 1969, el presidente Richard Nixon, consciente de la creciente actividad pacifista en todo el país, ya había anunciado que “no me afectará de ninguna manera posible bajo ninguna circunstancia”. Pero nueve años más tarde, en sus memorias (Memoirs), admitió que el movimiento pacifista había sido el causante de que renunciara a los planes de intensificación de la guerra: “Aunque en público continué ignorando la feroz controversia pacifista… sabía, sin embargo, que después de las protestas y el Moratorium, la opinión pública americana quedaría seriamente dividida ante cualquier escalada militar de la guerra”. Era poco usual que desde la presidencia se reconociera el poder que tiene la protesta pública.
Visto con una perspectiva de largo plazo, quizás había pasado algo más importante, porque al acabar la guerra de Vietnam, la rebelión producida en casa se estaba extendiendo y propagando en distintas direcciones. 
Capítulo 19
SORPRESAS
Helen Keller había dicho en 1911: “¿Nosotras votar? ¿Qué significa eso?”. Emma Goldman, en esa misma época, también dijo: “Nuestro fetiche moderno es el sufragio universal”. Después de 1920, las mujeres votaban al igual que los hombres pero su situación subordinada apenas había cambiado.
A finales de los años veinte, Robert y Helen Lynd -estudiantes en Muncie, Indiana (Middletown)- se fijaron en la importancia que tenía la buena presencia y el buen vestir a la hora de asesorar a las mujeres. También descubrieron que cuando los hombres hablaban con franqueza entre ellos “tendían a hablar de las mujeres como criaturas más puras y de moral más pura que ellos pero que eran relativamente poco prácticas, emocionales, inestables, dadas al prejuicio, fácilmente heribles y en su mayoría incapaces de enfrentarse a los hechos o de pensar mucho”.
Sólo cuando se necesitaban de forma desesperada los servicios de las mujeres -ya fuera en la industria, en la guerra o en los movimientos sociales-, pudieron éstas escapar de sus prisiones -de su condición de amas de casa, de la maternidad, de la feminidad, de sus labores, de la beatificación y del aislamiento. Pero aunque el sentido práctico a veces liberaba a la mujer de su cárcel particular en una especie de programa de libertad condicional laboral- una vez desaparecida esa necesidad se intentaba meterla de nuevo en ella. Esto condujo a la lucha de las mujeres por un cambio.
La Segunda Guerra Mundial había sacado a más mujeres que nunca de sus casas para incorporarlas al mundo laboral. En 1960, el 36% de las mujeres mayores de dieciséis años -23 millones de mujeres- tenían trabajos remunerados. Pero sólo había guarderías para el 2% de las madres trabajadoras. Los ingresos medios de una mujer trabajadora eran la tercera parte de los de los hombres. Y la actitud hacia las mujeres no parecía haber cambiado mucho desde los años veinte.
En el movimiento de derechos civiles de los años sesenta, comenzaron a aparecer señales de un despertar colectivo. Las mujeres tomaron el lugar que siempre habían ocupado dentro de los movimientos sociales: en las líneas del frente y como soldados rasos, no como generales. Ella Baker, una activista veterana de Harlem que ahora organizaba actividades en el sur, conocía el esquema: “Desde el principio sabía que como mujer, una mujer madura en un grupo de ministros que están acostumbrados a tener a las mujeres en funciones de apoyo, no había sitio para que yo llegara a jugar un papel de líder”.
A pesar de ello, las mujeres jugaron un importante papel en esos peligrosos primeros años de organización en el sur, y eran vistas con admiración. Mujeres de todas las edades participaban en manifestaciones e iban a la cárcel. La señora Fannie Lou Homer, una aparcera de Ruleville, Mississippi, se convirtió en una organizadora y oradora legendaria. Cantaba himnos y caminaba en las líneas de piquetes con su conocida cojera (de joven había padecido la polio). Hacía que la gente se emocionara en sus grandes mítines: “¡Estoy más que harta de estar harta!”.
Por esa época, las profesionales blancas de clase media estaban empezando a dejarse oír. El libro de Betty Friedan The Feminine Mystique fue un libro pionero, poderoso e influyente:
¿Cuál era ese problema que no tiene nombre? ¿Cuáles eran las palabras que las mujeres utilizaban para tratar de expresarlo? A veces una mujer decía “por alguna razón me siento vacía… incompleta”. O decía, “siento como si no existiera”.
Friedan escribía sobre sus experiencias como ama de casa de clase media, pero lo que decía llegaba al alma de todas las mujeres. La “mística” de la que hablaba Friedan era la imagen de la mujer como madre y esposa, viviendo por y para marido y sus hijos, renunciando por ellos a sus propios sueños. Friedan concluyó “La única manera que tiene una mujer -al igual que un hombre- para encontrarse a sí misma, de conocerse a sí misma como persona, es a través de su propio trabajo creativo”.
En el verano de 1964, en McComb, Mississippi, las mujeres se declararon en huelga en una Freedom House (Casa de la libertad, centro del movimiento de los derechos civiles donde las personas trabajaban y vivían juntas). Protestaban contra los hombres que querían que ellas cocinaran e hicieran las camas mientras ellos se paseaban en coche y reforzaban la organización. Parecía que el despertar de las mujeres del que hablaba Friedan se estaba produciendo por doquier.
En 1969, las mujeres ya representaban el 40% de toda la fuerza de trabajo de los Estados Unidos, pero una proporción significativa de ellas eran secretarias, mujeres de la limpieza, maestras de escuelas elementales, dependientas, camareras y enfermeras. Una de cada tres trabajadoras tenía un marido que ganaba menos de 5.000 dólares al año.
¿Y qué decir de las mujeres que no tenían trabajo? Trabajaban duramente en sus casas. Pero esto no se reconocía como trabajo ya que en una sociedad capitalista (o quizás en cualquier sociedad moderna donde las cosas y las personas se compran y se venden por dinero), si no se paga por el trabajo y si no se le da un valor monetario, se considera desprovisto de valor.
Las mujeres que tenían el típico “trabajo de mujer” -secretaria, recepcionista, dependienta, señora de la limpieza o enfermerarecibían la misma serie de humillaciones que tenían que soportar los hombres en posiciones semejantes de subordinación. Pero además debían padecer otra serie de humillaciones asociadas al hecho de ser mujer: los sarcasmos acerca de sus procesos mentales, los chistes y las agresiones sexuales, su “invisibilidad” -excepto como objetos sexuales- y las frías exigencias de mayor eficiencia. Pero los tiempos estaban cambiando. Alrededor del año 1967, las mujeres de varios movimientos -derechos civiles, Estudiantes por una Sociedad Democrática, grupos pacifistas- comenzaron a reunirse en tanto que mujeres. A principios de 1968, en un mítin pacifista organizado en Washington por mujeres, cientos de ellas, provistas de antorchas, desfilaron hasta el cementerio nacional de Arlington y representaron la obra The Burial of Traditional Womanhood (El entierro de la feminidad tradicional).
En el otoño de 1968, un grupo llamado Mujeres Radicales llamó la atención nacional cuando protestaron por la elección de miss América, a la que definieron como “una imagen que oprime a las mujeres”. Todas arrojaron sujetadores, fajas, rulos, pestañas postizas, pelucas y otros objetos -a los que denominaron “basura femenina”- en un bidón de basura que denominaron el Freedom Trash Can (El bidón de basura de la libertad). Una oveja fue coronada “miss América”. Y lo que es más importante, la gente comenzó a hablar de “la liberación de la mujer”.
Las mujeres pobres y las mujeres negras expresaron a su manera el problema universal de las mujeres. En 1964 Robert Coles (Children of Crisis) entrevistó a una mujer negra del sur que acababa de trasladarse a Boston. Habló de la desesperación de su vida y de la dificultad que tenía para encontrar la felicidad. “Sólo me siento viva cuando llevo un bebé dentro de mi”.
Sin hablar específicamente de sus problemas como mujeres, muchas mujeres pobres hacían lo que siempre habían hecho Sin llamar la atención, organizaban a la gente del vecindario con el objeto de subsanar las injusticias y obtener los servicios que necesitaban A mediados de los sesenta, diez mil negros de una comunidad de Atlanta llamada Vine Crty se unieron para ayudarse mutuamente montaron un economato, una guardería, una clínica, hicieron cenas familiares mensuales, crearon un periódico y un servicio de asesoramiento familiar Una de las organizadoras, Helen Howard, lo describió así:
Así es como logramos nuestro parque infantil: bloqueamos la calle y no dejamos que pasara nadie. No dejamos que pasaran los tranvías. Todo el vecindario estaba metido en ello. Se llevaban tocadiscos y se bailaba, esto continuó durante una semana. No nos arrestaron, éramos demasiadas personas. Así que la ciudad construyó el parque para los niños.
En 1970, Dorothy Bolden, una empleada de lavandería de Atlanta y madre de seis niños, contó las razones por las cuales en 1968 comenzó a organizar a las mujeres que se dedicaban a las tareas domésticas en la Unión Nacional de Trabajadoras Domésticas. Dijo: “Creo que las mujeres deberían tener voz y voto a la hora de tomar decisiones para la mejora de la comunidad”.
Las tenistas se organizaron. Una mujer luchó por convertirse en jockey y ganó su caso, convirtiéndose en la primera mujer jockey. Las artistas hicieron un piquete en el Whitney Museum, alegando discriminación sexual en una exposición de escultura. Las periodistas hicieron piquetes en el Gridiron Club de Washington por excluir a las mujeres. A principios de 1974, ya existían programas de estudios femeninos en 78 instituciones, y se ofrecían unos dos mil cursos femeninos en unas quinientas universidades.
Comenzaron a aparecer revistas y periódicos de mujeres a nivel local y nacional, y se publicaron libros sobre la historia y el movimiento feminista en tales cantidades que algunas librerías tenían secciones especiales para ellos. Los chistes de la televisión algunos comprensivos y otros mordaces- mostraban hasta qué punto alcanzaba el movimiento una dimensión nacional. Algunos anuncios que las mujeres encontraban humillantes fueron suprimidos tras las protestas.
En 1967, el presidente Johnson, cediendo a la presión de las feministas, firmó una orden ejecutiva que prohibía la discriminación sexual en empleos federales, y en los siguientes años los grupos feministas exigieron que esta orden se cumpliera. La Organización Nacional de Mujeres (NOW) -formada en 1966- inició más de mil demandas contra corporaciones estadounidenses alegando discriminación sexual.
El derecho al aborto se convirtió en un asunto de gran importancia. Antes de 1970, se llevaban a cabo más de un millón de abortos, de los cuales sólo unos diez mil eran legales. Casi una tercera parte de las mujeres que abortaban ilegalmente -en su mayoría mujeres pobres- tenían que ser hospitalizadas por la aparición de complicaciones. Nadie sabe realmente cuántos miles de mujeres murieron a causa de estos abortos ilegales. Pero la no legalización del aborto perjudicaba claramente a los pobres, ya que los ricos podían tener el bebé o abortar en condiciones seguras.
Entre 1968 y 1970 se empezaron a adoptar resoluciones judiciales en más de veinte países para abolir las leyes que prohibían el aborto. En la primavera de 1969 una encuesta Harris mostró que el 64% de los encuestados pensaba que la decisión de abortar era una cuestión privada.
Por fin, a principios de 1973, el Tribunal Supremo decidió (Roe v. Wade, Doe v. Bolton) que el estado sólo podía prohibir los abortos en los últimos tres meses del embarazo, que podía regularlo por causas de salud durante los segundos tres meses de embarazo, y que durante los primeros tres meses la mujer y su médico tenían derecho a decidir sobre el mismo.
Se impulsó la creación de centros de cuidados infantiles, y aunque las mujeres no consiguieron obtener muchas ayudas del gobierno, se pusieron en funcionamiento miles de centros cooperativos de cuidados infantiles.
Las mujeres también comenzaron a hablar abiertamente, por primera vez, sobre el problema de las violaciones. Cada año se denunciaban cincuenta mil violaciones y ocurrían muchas más que no se denunciaban. Las mujeres empezaron a asistir a cursos de defensa personal. Hubo protestas sobre el tratamiento policial hacia las mujeres y la manera en que eran interrogadas e insultadas cuando denunciaban alguna violación.
Muchas mujeres trabajaban activamente para lograr que una enmienda constitucional, la Enmienda de Igualdad de Derechos
(ERA), fuera aprobada en varios estados. Pero parecía seguro que aunque dicha enmienda se convirtiera en ley, no sería suficiente, ya que los logros de las mujeres se habían conseguido en base a la organización, la acción y la protesta. Incluso en los aspectos en los que la ley era beneficiosa, sólo lo era si iba acompañada de acciones. Shirley Chisholm, una congresista negra, dijo:
La ley no lo puede hacer por nosotras. Nosotras debemos hacerlo solas. Las mujeres de este país deben convertirse en revolucionarias. Debemos negarnos a aceptar los viejos y tradicionales papeles y estereotipos. Debemos reemplazar los pensamientos antiguos y negativos sobre nuestra feminidad por pensamientos positivos y acción positiva.
Posiblemente el efecto más profundo del movimiento feminista de los años sesenta, más allá de las victorias en el campo del aborto y de la igualdad laboral en sí, se llamaba el “crecimiento de la conciencia”, que a menudo tenía lugar en “grupos de mujeres” que se reunían en casas por todo el país. Esto significaba un replanteamiento de los papeles, el rechazo a la inferioridad, la autoestima, un lazo de hermandad entre mujeres y una nueva solidaridad entre madres e hijas.
Por primera vez se discutió abiertamente sobre la unicidad biológica de las mujeres. Uno de los libros de mayor influencia de principios de los setenta fue un libro escrito por once mujeres del Colectivo de Libros sobre la Salud Femenina de Boston llamado Our Bodies, Ourselves. Contenía una gran cantidad de información práctica sobre la anatomía de las mujeres, la sexualidad y las relaciones sexuales, el control de la natalidad, el aborto, el embarazo, el parto y la menopausia.
Más importante incluso que la información, los gráficos, las fotos y la exploración imparcial de lo nunca mencionado, era el tono de exuberancia que se desprendía de todo el libro, el placer asociado con el cuerpo, la felicidad que nacía de la compresión recién adquirida, la nueva hermandad entre las mujeres jóvenes, las de edad media y las más maduras.
La lucha comenzó, según decían muchas mujeres, con el cuerpo, el cual parecía ser el principio de la explotación de las mujeres como juguete sexual (débil e incompetente), como mujer embarazada (indefensa), como mujer de edad mediana (ya no considerada hermosa) y como mujer madura (ignorada y marginada). Los hombres y la sociedad habían creado una prisión biológica. Como dijo Adrienne Rich (Of Woman Born) “A las mujeres nos controlan atándonos a nuestros cuerpos”.
Rich habló de la manera en que se adiestraba a las mujeres hasta convertirlas en sujetos pasivos. Generaciones de colegialas eran educadas con Little Women (Mujercitas), donde Jo era aconsejada por su madre: “Me enfado casi todos los días de mi vida, Jo, pero he aprendido a no demostrarlo, y todavía espero poder aprender a no sentirlo, aunque me lleve otros cuarenta años”.
Era la época de los “partos con anestesia y tecnología”. Los médicos utilizaban instrumentos para sacar a los bebés, reemplazando las sensibles manos de las comadronas. Rich decía que el parto debía ser una fuente de alegría física y emocional.
Para muchas mujeres la cuestión era inmediata: cómo eliminar el hambre, el sufrimiento, la subordinación y la humillación, aquí y ahora. Una mujer llamada Johnnie Tillmon escribió en 1972:
Soy una mujer. Soy una mujer negra. Soy una mujer pobre. Soy una mujer gorda. Soy una mujer de edad media. Y me mantiene la asistencia social. He educado a seis hijos. Me crié en Arkansas, allí trabajé en una tintorería durante quince años antes de marchar a California. En 1963 enfermé tanto que ya no podía trabajar. Mis amigos me ayudaron a conseguir la asistencia social.
La asistencia social es como un accidente de tráfico. Le puede ocurrir a cualquiera, pero especialmente le ocurre a las mujeres.
Y por eso la asistencia social es un asunto de mujeres. Para muchas mujeres de clase social media en este país, la Liberación de las Mujeres es una cuestión interesante. Para las mujeres que dependemos de la asistencia social, es una cuestión de supervivencia.
Junto con otras mujeres que dependían de la asistencia social, fundaron la Organización Nacional de los Derechos al Bienestar. Instaban a que se pagara a las mujeres por su trabajo: las labores domésticas, la educación de los niños. “Ninguna mujer puede ser liberada hasta que todas las mujeres dejen de arrodillarse”.
En el problema de las mujeres estaba el germen de una solución no sólo a su opresión, sino a la de todos. El control de las mujeres en la sociedad era ingeniosamente efectivo. No lo ejercía directamente el estado. En su lugar se utilizaba a la familia: los hombres para controlar a las mujeres; las mujeres para controlar a los niños. Todos debían preocuparse por ejercer la violencia hacia los demás cuando las cosas no iban bien ¿Por qué no se podía dar la vuelta a esta situación? ¿No podrían todos encontrar la fuente de su opresión común en el exterior, y no los unos en los otros? ¿No sería esto posible con la autoliberación de mujeres y niños, y con el mayor entendimiento entre hombres y mujeres?
Quizás entonces podrían crear pequeñas parcelas de fortaleza en sus propias relaciones, millones de focos de insurrección. Podrían revolucionar el pensamiento y el comportamiento precisamente en el aislamiento de la intimidad familiar con la cual contaba el gobierno para llevar a cabo las labores de control y adoctrinamiento. Y todos hombres, mujeres, padres e hijos-, juntos en vez de enfrentados, podrían emprender el cambio de la sociedad misma.
Era una época de rebeldía. Y si dentro de una prisión tan sutil y compleja como es la familia podía nacer una rebelión, era lógico que hubiera rebeliones en otras más brutales y evidentes: las del sistema penitenciario. En los años sesenta y principios de los setenta, esas rebeliones se multiplicaron. También adoptaron un carácter político san precedentes y la ferocidad de una guerra social, que llegaría a su punto más álgido en Attica, Nueva York, en septiembre de 1971.
En Estados Unidos la institución carcelera había surgido como un intento de reforma cuáquera para sustituir la mutilación, la horca y el exilio. Se pretendía provocar el arrepentimiento y la salvación a través del aislamiento que crean las cárceles, pero los prisioneros se volvían locos y morían en ese aislamiento. A mediados del siglo diecinueve, el sistema penitenciario contemplaba la realización de trabajos forzados, junto con diversos castigos: los cubículos de castigo expuestos al sol, los yugos de hierro y la celda de aislamiento. Un carcelero de la penitenciaría de Ossining, Nueva York, resumió el planteamiento de la siguiente manera: “Para reformar a un criminal primero hay que domar su espíritu”. Y este planteamiento aún persistía.
En las cárceles siempre había habido disturbios. Una ola de ellos terminó con un motín de 1.600 reclusos en la prisión de Clinton, Nueva York. Sólo fue dominado después de que murieran tres personas. Entre 1950 y 1953 tuvieron lugar más de cincuenta disturbios importantes en las cárceles americanas. A principios de los sesenta, los prisioneros de una cuadrilla de canteros de Georgia utilizaron las almádenas para romperse las piernas, en un intento de llamar la atención sobre la situación de brutalidad diaria que tenían que soportar.
En noviembre de 1970, la cárcel de Folsom, California, inició un paro que se convirtió en la huelga más larga de la historia penitenciaria de los Estados Unidos. La mayoría de los 2.400 reclusos resistieron sin comer durante diecinueve días, encerrados en sus celdas, enfrentándose a amenazas e intimidaciones.
La huelga fue desbaratada por una mezcla de uso de la fuerza y desánimo. Cuatro prisioneros fueron enviados a otra cárcel, a catorce horas de coche, con argollas y sin ropa, sentados en el suelo de una camioneta. Uno de los rebeldes escribió: “El espíritu de conciencia ha crecido… Hemos plantado la semilla”.
Hacía tiempo que las cárceles de los Estados Unidos daban una imagen extremadamente reveladora del sistema americano, la extrema diferencia entre ricos y pobres, el racismo, el uso de las víctimas -las unas contra las otras-, la falta de recursos para que la clase subalterna se expresara, las eternas “reformas” que no cambiaban nada. Dostoievski dijo una vez: “Se puede juzgar el grado de civilización de una sociedad entrando en sus cárceles”. El hecho de que cuanto más pobre se era, más probabilidades había de terminar en la cárcel, llevaba años siendo verdad, y los prisioneros lo sabían mejor que nadie. Esto no obedecía únicamente al hecho de que los pobres cometiesen más crímenes. Aunque la verdad es que sí los cometían. Los ricos no tenían que cometer crímenes para conseguir lo que querían, la ley estaba de su parte. Pero cuando los ricos cometían crímenes, muchas veces no eran procesados, y si lo eran, podían salir bajo fianza, contratar a buenos abogados y obtener mejor trato de los jueces. Por alguna razón u otra, las cárceles terminaban llenas de gente pobre negra.
En 1969 hubo 502 condenas por fraude fiscal. Eran casos denominados “crímenes de guante blanco” que normalmente afectaban a la gente adinerada. El 20% de los condenados terminaba en la cárcel. El fraude medio por caso era de 190.000 $ y las condenas duraban una media de siete meses. Ese mismo año, el 60% de los condenados por robos domiciliarios o automovilísticos (crímenes de pobre) terminaron en la cárcel. La media de los robos de coches ascendía a 992 $, las condenas tenían una media de dieciocho meses. La media de los robos domiciliarios ascendía a 321 $ y, por término medio, las condenas eran de 33 meses.
Los jueces gozaban de mucha libertad a la hora de emitir las condenas. En Oregon, de los 33 hombres condenados por violar la ley de reclutamiento, 18 fueron puestos en libertad condicional. En el sur de Texas, de 16 hombres que habían violado la misma ley, ninguno fue puesto en libertad condicional. Por otro lado, en el sur de Mississippi, todos los acusados fueron condenados a una pena máxima de cinco años. En otro punto del país (Nueva Inglaterra), el promedio de las penas aplicadas por el conjunto de crímenes juzgados era de once meses; en otra zona (en el sur), subía a 78 meses. Pero no sólo era una cuestión de norte y sur. En la ciudad de Nueva York, un juez que estaba al cargo de 673 personas acusadas de embriaguez pública (todos pobres -los ricos se emborrachan a puerta cerrada) dejó libres a 531 de ellas. Otro juez, a cargo de 566 personas acusadas de lo mismo, sólo puso en libertad a una.
Con semejante poder en las manos de los tribunales, los pobres, los negros, los “raros”, los homosexuales, los hippies, los radicales etc., tienen pocas probabilidades de conseguir un trato igualitario por parte de los jueces, que en su mayoría son blancos, de clase media alta y ortodoxos.
Un hombre en la cárcel de Walpole, Massachusetts, escribió:
Cada programa que recibimos es utilizado en contra nuestro. El derecho a ir a la escuela, a ir a la iglesia, a recibir visitas, a escribir, a ir al cine… Todos terminan convirtiéndose en armas de castigo. Ninguno de los programas es “nuestro”. Todo es considerado como un privilegio que pueden quitarnos. Esto se transforma en inseguridad, en una frustración que no para de consumirte.
Otro prisionero de Walpole escribió lo siguiente:
He comido en el comedor durante cuatro años. No podía soportarlo más. Te ponías en la cola por la mañana y 100 ó 200 cucarachas salían corriendo de las bandejas. Las bandejas estaban mugrientas y la comida estaba cruda o sucia o tenía gusanos. Muchas noches me quedaba hambriento y vivía de crema de cacahuetes y sandwiches. La comunicación con el mundo exterior era difícil. Los guardas rompían las cartas. Otras eran interceptadas y leídas.
Las familias sufrían. Un prisionero informó: “Durante el último encierro, mi hijo de cuatro años se escapó al patio y me cogió una flor. Un guardia de una de las torretas llamó a la oficina del alcaide y vino un ayudante con la policía del estado a su lado. Anunció que si algún niño más iba al patio para coger una flor, se pondría fin a toda visita”.
Las rebeliones penitenciarias de los años sesenta y setenta tenían un carácter claramente diferente a las anteriores. Los reclusos de la prisión de Queens House se referían a sí mismos como “revolucionarios”. Los prisioneros de todo el país se veían claramente afectados por la agitación que se estaba dando en todo el país: la revuelta de los negros, el auge de la juventud y el movimiento pacifista.
Los acontecimientos de esos años reflejaban lo que sentían los prisioneros: que por muy grandes que fueran los crímenes que hubieran cometido, los más grandes eran perpetrados por las autoridades que mantenían las cárceles, por el gobierno de los Estados Unidos. El presidente violaba la ley a diario, enviando bombarderos a matar, enviando a hombres a la muerte, fuera de la constitución, fuera de la “primera ley del país”. Los oficiales locales y del estado violaban los derechos civiles de los negros, lo cual era ilegal. Pero no se les procesaba por ello.
Los libros sobre el movimiento negro y la guerra comenzaron a infiltrarse en las cárceles. Los ejemplos que estaban dando en las calles -tanto los negros como los manifestantes pacifistas- eran un estímulo para rebelarse contra un sistema sin ley. El desafío era la única respuesta.
Este sistema sentenciaba a Martin Sostre, un negro de 52 años que regentaba una librería afro-asiática en Buffalo, Nueva York, a entre 25 y 30 años de cárcel por haber -supuestamente- vendido heroína por valor de 15 $ a un confidente de la policía, que más adelante se retractó de su testimonio. Su retracción no dejó en libertad a Sostre. No pudo encontrar ningún tribunal -ni siquiera el Tribunal Supremo de los Estados Unidos- que revocara la sentencia. Pasó ocho años en la cárcel, fue apaleado diez veces por los guardas, pasó tres años en confinamiento solitario, luchando y desafiando a las autoridades hasta que le dejaron libre. Una injusticia de estas proporciones sólo merecía una rebelión.
Siempre había habido presos políticos, personas enviadas a la cárcel por pertenecer a movimientos radicales, por oponerse a la guerra. Pero ahora aparecía un nuevo tipo de preso político: el hombre o la mujer condenados por un crimen ordinario que, estando en la cárcel, experimentaban un despertar político. Algunos presos empezaron a establecer conexiones entre el sufrimiento personal y el sistema social. Entonces llevaban a cabo acciones colectivas, y no rebeliones individuales. En medio de un ambiente cuya brutalidad exigía que cada uno se preocupara por su propia seguridad, una atmósfera de rivalidad cruel, sentían interés por los derechos y la seguridad de los demás.
George Jackson era uno de esos nuevos presos políticos. En la prisión de Soledad, California, después de haber cumplido diez años de pena por una condena indeterminada por el robo de 70 $, Jackson se convirtió en un revolucionario.
Su libro Soledad Brother se convirtió en uno de los libros más leídos del activismo militante negro en los Estados Unidos. Lo leían los prisioneros, la gente negra y la gente blanca. Quizás por esto se dio cuenta de que no duraría mucho. Sabía lo que podría ocurrirle:
Nacido para una muerte prematura, trabajador de sueldo mínimo y chapucero, hombre de la limpieza, el atrapado, el hombre debajo de las trampillas, sin libertad bajo fianza ese soy yo, la víctima colonial. Cualquiera que hoy pueda aprobar el examen de la administración pública puede matarme mañana… con completa impunidad.
En agosto de 1971 los guardas de la prisión de San Quintín le dispararon por la espalda mientras, supuestamente, intentaba escapar. Poco después de la muerte de Jackson, hubo un reguero de rebeliones por todo el país.
El efecto más directo de la muerte de George Jackson fue la rebelión de la prisión de Attica en septiembre de 1971. La rebelión tuvo sus orígenes en antiguas y profundas injusticias, pero que llegaron a su punto álgido al darse a conocer la muerte de George Jackson. Attica estaba rodeada por una pared de diez metros. Tenía 60 cm. de ancho y catorce torres de vigilancia. El 54% de los presos eran negros; el 100% de los guardas eran blancos. Los presos pasaban de 14 a 16 horas al día en sus celdas, se leía su correo, se restringía su material de lectura, las visitas de familiares tenían lugar a través de una red de protección, la atención médica que se les prestaba era vergonzosa, el sistema de libertad condicional injusto y había racismo por todas partes.
Cuando se presentaba la posibilidad de la libertad condicional para los presos de Attica, el tiempo medio que se dedicaba a la entrevista -incluyendo la lectura del expediente y la deliberación entre los tres miembros de la comisión- era de 5,9 minutos. Seguidamente se tomaba una decisión, sin explicación alguna.
En Attica, una clase de sociología que daban los mismos presos se convirtió en un foro de ideas para el cambio. Luego hubo una serie de intentos de protesta y se redactó un manifiesto de los presos. Presentaba una serie de demandas moderadas que culminaron en un día de protesta por la muerte de George Jackson en San Quintín, durante el cual pocos presos comieron ni cenaron, y muchos llevaron brazaletes negros.
El 9 de septiembre de 1971, una serie de conflictos entre presos y guardas desembocaron en la huida de un grupo de presos a través de una puerta que estaba mal soldada; los presos ocuparon uno de los cuatro patios de la prisión y tomaron a 40 guardas como rehenes. En los cinco días siguientes los presos crearon en el patio una comunidad digna de admiración.
Un grupo de ciudadanos que habían sido invitados por los presos en calidad de observadores incluía a un columnista del New York Times llamado Tom Wicker, que escribió (A Time to Die): “La armonía racial que prevaleció entre los prisioneros fue absolutamente asombrosa”.
Después de cinco días, el estado perdió la paciencia. El gobernador Nelson Rockefeller aprobó la realización de un ataque militar sobre la prisión. La Guardia Nacional, los carceleros y la policía local entraron con rifles automáticos, carabinas y ametralladoras en un ataque a gran escala contra los prisioneros desarmados. Treinta y un presos perdieron la vida.
Las primeras declaraciones a la prensa por parte de las autoridades decían que los presos habían degollado a nueve de los guardas que habían sido tomados como rehenes durante el ataque. Las autopsias oficiales demostraron casi de inmediato que era falso: los nueve guardas habían muerto durante la misma lluvia de balas que había matado a los prisioneros.
En las semanas y meses que siguieron a los incidentes de Attica, las autoridades tomaron medidas preventivas para acabar con los intentos de organización entre los presos.
Pero los presos continuaron organizándose: se preocupaban los unos por los otros, intentaban convertir el odio y la ira de las rebeliones individuales en un esfuerzo colectivo de cambio. Fuera de las cárceles estaba sucediendo algo nuevo, estaban apareciendo grupos de apoyo penitenciario por todo el país. También se estaba reuniendo un archivo de literatura acerca de las cárceles. Se realizaban más estudios sobre el crimen y el castigo; se estaba desarrollando un movimiento para la abolición de las cárceles, con el argumento de que éstas no prevenían el crimen, ni lo curaban. Más bien lo promocionaban. Se discutieron alternativas: a corto plazo casas comunitarias (excepto para los violentos incorregibles), y a largo plazo un mínimo de seguridad económica garantizada Los presos pensaban en los problemas que había más allá de las cárceles, en otras víctimas además de ellos mismos y sus amigos. En la cárcel de Walpole se hizo circular una declaración pidiendo la retirada americana de Vietnam, iba firmada por cada uno de los presos, una proeza organizativa asombrosa por parte de un puñado de reclusos. Un día de Acción de Gracias, la mayoría de los presos de Walpole y otras tres cárceles se negaron a comer la comida especial del día de fiesta, alegando que querían llamar la atención sobre el hambre que se sufría por todos los Estados Unidos. Los presos se volcaron en el tema de los pleitos y se consiguieron más victorias en los tribunales. La publicidad que generaba Attica y el apoyo de la comunidad exterior tuvieron su efecto. Aunque los rebeldes de Attica fueron procesados por delitos graves y se enfrentaban a sentencias dobles y triples de cadena perpetua, al final los cargos fueron retirados. Pero, en general, los tribunales declararon que no estaban dispuestos a adentrarse en el mundo cerril y controlado de las cárceles, por lo que los presos se quedaron en el mismo sitio en que llevaban tanto tiempo, en la soledad.
En 1978 el Tribunal Supremo decretó que los medios de comunicación no tenían garantizado el derecho de acceso a las cárceles y a las prisiones. También decretó que las autoridades penitenciarias podían prohibir la comunicación y la reunión entre presos, además de la distribución de literatura sobre la formación de un sindicato de presos.
Estaba claro -y parecía que los presos sabían esto desde el principio- que la ley no cambiaría su condición, sino que ésta cambiaría con la protesta, la organización, la resistencia, la creación de su propia cultura, su propia literatura y también estrechando lazos con la gente de fuera. Ahora había más gente en el exterior que conocía la situación de las cárceles. Decenas de miles de americanos habían estado tras las rejas por su participación en los movimientos de derechos civiles y los grupos pacifistas. Habían conocido el sistema penitenciario y apenas podían olvidar sus experiencias. Ahora había una base para que los presos pudieran romper el largo aislamiento con la comunidad y encontrar apoyo en ella. Esto empezó a suceder a mediados de los setenta.
Era una época de conmociones. Las mujeres -a las que se había recluido en sus propias casas- se rebelaron. Los presos, a los que se había puesto fuera del alcance de la vista tras las rejas, también lo hicieron. Pero la mayor sorpresa aún estaba por llegar.
Se pensaba que los indios, quienes un día habían sido los únicos pobladores del continente y que luego habían sido empujados hacia el oeste para ser aniquilados por los invasores blancos, no darían más que hablar. En los últimos días de 1890, poco después de Navidades, tuvo lugar en Pine Ridge, Dakota del Sur, cerca de Wounded Knee Creek, la última masacre de indios. Cuando terminó, yacían muertos entre 200 y 300 hombres, mujeres y niños de los 350 que había en un principio. La mayoría de los 25 soldados que murieron fueron alcanzados por sus propios proyectiles, ya que los indios tan sólo contaban con unas pocas armas.
Las tribus indias, que habían sido atacadas, sometidas y exterminadas por el hambre, estaban divididas. Se las había distribuido en reservas, donde vivían en la pobreza. En 1887, la Ley de Distribución de Tierras intentó dividir las reservas en pequeñas parcelas que pertenecieran a indios individuales, en un intento de convertirles en pequeños granjeros al estilo americano. Pero la mayor parte de las tierras indias estaba en manos de especuladores blancos, por lo que se mantuvieron las reservas.
Más adelante, durante el New Deal (Nuevo Trato), ocupando un amigo de los indios -John Collier- el cargo de jefe de la Oficina de Asuntos Indios, se hizo un intento para volver a la vida tribal. Pero en las décadas siguientes no se llevó a cabo ningún cambio fundamental. Muchos indios se quedaron en las empobrecidas reservas. A menudo los más jóvenes se marchaban. Un antropólogo indio dijo “Según mis conocimientos, una reserva india es el sistema colonial más completo del mundo”.
Durante algún tiempo, la desaparición o integración de los indios parecía inevitable, ya que al cambiar el siglo, sólo quedaban unos 300.000 del millón o más que había habido al principio en el área de los Estados Unidos. Pero luego la población comenzó a crecer una vez más. Empezó a florecer como una planta que hubiera sido dada por muerta, pero que se negara a hacerlo. En 1960 ya había 800.000 indios, la mitad en reservas y la otra mitad en poblados por todo el país.
Las autobiografías de los indios muestran su negativa a ser absorbidos por la cultura del hombre blanco. Uno de ellos escribió:
¡Oh si! Claro que fui a las escuelas del hombre blanco. Aprendí a leer en los libros escolares, en los periodicos y en la Biblia. Pero con el tiempo me di cuenta de que eso no era suficiente. La gente civilizada depende demasiado de los papeles impresos. Yo me vuelvo al libro del Gran Espiritu que es toda la creacion.
El jefe Luther Standing Bear (Oso Tieso), en su autobiografía de 1933, From the Land of the Spotted Eagle (Desde la tierra del águila moteada), escribió lo siguiente:
Es verdad que el hombre blanco trajo grandes cambios. Pero a pesar de que las frutas variadas de su civilización son de muchos colores y tentadoras, causan enfermedades y muerte. Y si el papel de la civilización es mutilar, robar y frustrar entonces ¿qué es el progreso?
Voy a aventurarme a decir que el hombre que se sentaba en el suelo de su tienda, meditando sobre la vida y su significado, aceptando la afinidad entre todas las criaturas y reconociendo la unidad de todas las cosas, estaba infundiendo en su ser la verdadera esencia de la civilización.
A medida que los movimientos de derechos civiles y pacifistas se desarrollaban en la década de 1960, los indios ya estaban empezando a organizarse, invocando su energía para la resistencia y pensando en cómo cambiar su situación.
Los indios comenzaron a hostigar al gobierno de los Estados Unidos con un tópico molesto: los tratados. Estados Unidos había firmado más de 400 tratados con los indios y los había violado todos. Por ejemplo, en tiempos de la administración de George Washington, se firmó un tratado con los iroqueses de Nueva York “Estados Unidos reconoce que todas las tierras dentro de los límites arriba mencionados son propiedad de la nación Seneka”. Pero a principios de los años sesenta, durante la presidencia de Kennedy, los Estados Unidos ignoró el tratado y construyó una presa en este territorio, anegando la mayor parte de la reserva de los Seneka. La resistencia ya estaba organizándose en varias partes del país. En el estado de Washington, había un tratado por el que se había tomado posesión de las tierras indias, pero se había mantenido el derecho de los indios a pescar en este territorio. Esto no gustaba a la población blanca que iba en aumento y que quería monopolizar las zonas de pesca. Cuando en 1964 los tribunales del estado comenzaron a vedar algunas zonas del río a los pescadores indios, llevaron a cabo fish-ins en el río Nisqually, desafiando así las órdenes del tribunal en un intento de dar publicidad a su protesta. Los indios fueron a la cárcel.
Algunos de los participantes en las fish-ins eran veteranos de la guerra de Vietnam. Uno de ellos, Sid Mills, fue arrestado en una sesión de pesca ilegal en Frank’s Landing, en el río Nisqually (Washington) el 13 de octubre de 1968. Hizo la siguiente declaración:
Soy un indio yakima y cherokee, y soy un hombre. Durante dos años y cuatro meses, he sido soldado del ejército de los Estados Unidos. Serví en combate en Vietnam hasta que fui gravemente herido. Por la presente renuncio a cualquier obligación futura de servicio o deber al ejército de los Estados Unidos.
Los indios no sólo se defendieron con la resistencia física, sino también con los elementos de la cultura blanca: los libros, las palabras, los periódicos, etc. En 1968, unos miembros de la nación mohawk de Akwesasne -en el río Saint Lawrence (entre los Estados Unidos y Canadá)- empezaron a publicar un extraordinario periódico, el Akwesasne Notes. Traía noticias, editoriales y poesía, con un apasionado espíritu desafiante. Mezclado con todo ello, había un espíritu de humor irreprimible. Vine Deloria, Jr., escribió lo siguiente:
De vez en cuando los pensamientos de los no indios me impresionan. Cuando estuve en Cleveland el año pasado, empecé a hablar de historia india con un no indio. Me dijo que sentía muchísimo lo que nos había ocurrido a los indios, pero que “despues de todo, ¿que hicisteis con la tierra cuando la tuvisteis?”. No le comprendí hasta mas tarde cuando descubrí que el río Cuyahoga -que pasa por Cleveland- era inflamable. Se arroja tal cantidad de combustible contaminante al río que los habitantes tienen que tomar precauciones especiales durante el verano para que el río no arda ¿A cuántos indios se les hubiera ocurrido crear un río inflamable?
El 9 de noviembre de 1969 tuvo lugar un acontecimiento dramatico que llamó la atención sobre las quejas indias como nunca lo había hecho antes. Ese día, antes del amanecer, 78 indios desembarcaron en la isla de Alcatraz, en la bahía de San Francisco y la ocuparon. Alcatraz era una prisión federal abandonada, un lugar odiado y temido apodado “The Rock” .
El grupo estaba encabezado por Richard Oakes, un indio mohawk que dirigía los Estudios Indios en el San Francisco State College, y por Grace Thorpe, una india sac y fox, hija de Jim Thorpe, la famosa estrella india del fútbol universitario, velocista, saltador y corredor de obstáculos olímpico. Desembarcaron y, a finales de noviembre, ya se habían instalado en Alcatraz casi 600 indios en representación de más de 50 tribus.
Se autodenominaron los “Indios de Todas las Tribus” e hicieron la siguiente proclamación “Nosotros ocupamos la Roca”. En la proclamación se ofrecían a comprar Alcatraz con cuentas de cristal y tela roja, el precio pagado a los indios por la isla de Manhattan hacía más de trescientos años. Anunciaron que convertirían la isla en un centro de estudios nativo-americano de ecología “Trabajaremos para descontaminar el aire y las aguas de la zona de la bahía, y para restituir la pesca y la fauna”.
En los siguientes meses, el gobierno cortó el teléfono, la electricidad y el agua de la isla de Alcatraz. Muchos indios tuvieron que marcharse, pero otros insistieron en quedarse. Un año más tarde, todavía seguían ahí, y enviaron un mensaje a “nuestros hermanos y hermanas de todas las razas y lenguas en nuestra Tierra Madre”:
Todavía ocupamos la isla de Alcatraz en el nombre de la Libertad, la Justicia y la Igualdad, porque vosotros, nuestros hermanos y hermanas de esta tierra, nos habeis apoyado en nuestra justa causa.
Hemos aprendido que la violencia solo trae más violencia y por eso hemos llevado la ocupación de Alcatraz de una manera pacífica, con la esperanza de que el gobierno de los Estados Unidos actúe de la misma manera.
¡Somos Indios de Todas las Tribus! ¡OCUPAMOS LA ROCA!
Seis meses más tarde, invadieron la isla las fuerzas federales y se llevaron a los indios que vivían en ella.
A finales de los sesenta, la Compañía del Carbón Peabody empezó a explotar una mina a cielo descubierto en tierras de los navajos, en Nuevo México. Era una excavación de nefastas consecuencias para la capa superficial del suelo. La compañía hacía referencia a un “contrato” firmado con algunos navajos. Ciertamente recordaba a los “tratados” firmados en el pasado con algunos indios antes de arrebatarles todas sus tierras.
En la primavera de 1969 se reunieron 150 navajos para declarar que la explotación a cielo abierto contaminaría el agua y el aire, destruiría los pastos para el ganado y agotaría las escasas reservas de agua. Una anciana navajo -una de las organizadoras de la concentración- dijo que “los monstruos de Peabody están excavando el corazón de nuestra madre tierra, nuestra montaña sagrada, y nosotros también sentimos el dolor. Llevo muchos años viviendo aquí y no estoy dispuesta a marcharme”.
Las operaciones de Peabody también afectaban a los indios hopi. Escribieron una carta de protesta al presidente Nixon:
Ahora las tierras sagradas donde viven los hopi estan siendo profanadas por hombres que buscan carbón y agua en nuestra tierra para poder crear mas poder para las ciudades del hombre blanco. El Gran Espiritu nos dijo que no lo permitiéramos. El Gran Espiritu dijo que no se tomara nada de la Tierra, que no destrozáramos a los seres vivientes.
En el otoño de 1970, una revista llamada La Raza -una de las muchas publicaciones locales que surgían de los movimientos de esos años para ofrecer información ignorada por los medios de comunicación habituales- hablaba de los indios de Pit River al norte de California. Sesenta indios pit ocuparon tierras que decían les pertenecían, y cuando les ordenaron que se marcharan desafiaron a los servicios forestales. Pero las autoridades enviaron a 150 policías con metralletas, escopetas, rifles, pistolas, porras de asalto, mazas, perros, cadenas y esposas.
Uno de los indios, Darryl Wilson, escribió lo siguiente “Los ancianos estaban asustados. Los jóvenes dudaban de su valor. Los niños pequeños estaban como un ciervo que ha sido alcanzado por el palo de trueno . Los Corazones latían con rapidez como si se hubiera corrido una carrera en el calor del verano”.
Los oficiales comenzaron a blandir las porras de asalto y la sangre comenzó a correr. Wilson cogió la porra de un oficial, fue derribado, esposado y, mientras estaba tumbado boca abajo, le golpearon en la cabeza varias veces. Un hombre de 66 años fue apaleado hasta que perdió el sentido. Un periodista blanco fue arrestado y su mujer golpeada. Les metieron a todos en camionetas y se los llevaron, acusados de atacar a oficiales federales y del estado y de cortar árboles, pero no de entrar ilegalmente en las tierras, lo que hubiera puesto en tela de juicio la cuestión de la propiedad de la tierra. Cuando hubo terminado el episodio, todavía mantenían su actitud desafiante.
Los indios que habían estado en Vietnam empezaron a realizar conexiones entre sucesos. En las Investigaciones “Winter Soldier” de Detroit, donde los veteranos de Vietnam dieron testimonio de sus experiencias, un indio de Oklahoma narró su propia experiencia:
Los indios tuvieron que soportar las mismas masacres hace
100 años. Entonces hicieron guerra bacteriológica. Depositaban viruela en las mantas indias… Llegué a conocer a los vietnamitas y me di cuenta de que eran igual que nosotros. Lo que estamos haciendo es destruirnos a nosotros mismos y también al mundo… Aunque el 50% de los niños que iban a la escuela del pueblo a la que yo iba en Oklahoma eran indios, ni en la escuela, ni en la televisión, ni en la radio había nada que hablara de la cultura india. No había libros sobre cultura india, ni siquiera en la biblioteca… Pero yo sabía que algo iba mal. Empecé a leer y a aprender sobre mi propia cultura…
Los indios comenzaron a enmendar su “propia destrucción”, la aniquilación de su cultura. En 1969, durante la Primera Convocatoria de Eruditos Indio-Americanos, los indios hablaron con indignación de la forma en que se les ignoraba e insultaba en los libros de texto que se daba a los niños en los Estados Unidos. Ese mismo año se fundó la Editorial de Historia India. Hizo una evaluación de 400 libros de texto escolares del ciclo elemental y secundario y descubrió que ninguno de ellos daba una descripción correcta del indio.
Otros americanos estaban empezando a prestar atención, a replantearse lo que habían aprendido. Aparecieron las primeras películas que intentaban corregir la historia de los indios. Una de ellas era Little Big Man (Pequeño Gran Hombre), basada en una novela de Thomas Berger. Aparecieron cada vez más libros sobre historia india, hasta que nació una literatura completamente nueva. Los maestros se sensibilizaron respecto a los viejos estereotipos, se deshicieron de los viejos libros de texto y empezaron a utilizar material nuevo. Uno de los alumnos de una escuela elemental escribió así al editor de uno de aquellos libros de texto:
Estimado editor:
No me gusta su libro llamado The Cruise of Christopher Columbus (El viaje de Cristóbal Colón). No me gustó porque en él se decían algunas cosas sobre los indios que no eran verdad… Otra cosa que no me gustó aparece en la página 69. Dice que Cristóbal Colón invitó a los indios a España, ¡pero lo que pasó en realidad fue que los secuestró!
Sinceramente, Raymond Miranda.
El día de Acción de Gracias de 1970, en la celebración anual del desembarco de los padres Peregrinos, las autoridades decidieron hacer algo diferente: invitar a un indio para hacer el discurso de celebración. Encontraron a un indio wampanoag llamado Frank James y le pidieron que hablara. Pero cuando vieron el discurso que había preparado, decidieron que ya no lo querían. Una parte de su discurso, que en aquella ocasión no fue escuchado en Plymouth, Massachusetts, decía lo siguiente:
Os hablo como un hombre, un hombre wampanoag. Mis sentimientos son contradictorios cuando me dispongo a compartir mis pensamientos. Apenas habían pasado cuatro días desde que los padres Peregrinos habían explorado las orillas del Cabo Cod, cuando empezaron a saquear las tumbas de mis antepasados y robar el maíz, el trigo y los granos… Nuestro espíritu se niega a morir… Nos sentimos orgullosos y antes de que hayan pasado muchas lunas, enderezaremos los males que hemos dejado que nos ocurran…
En marzo de 1973 se produjo un hecho que fue como una poderosa afirmación de que los indios de Norteamérica todavía estaban vivos. En el lugar donde tuvo lugar la masacre de 1890 -en la reserva de Pine Ridge- varios miles de sioux oglala y sus amigos volvieron a la aldea de Wounded Knee y la ocuparon en señal de demanda de tierras y derechos indios.
A las pocas horas, más de 200 agentes del FBI, oficiales federales y policías de la Oficina de Asuntos Indios rodearon y bloquearon el pueblo.
Traían vehículos armados, rifles automáticos, ametralladoras, lanzagranadas y granadas de gas. No pasó mucho tiempo antes de que comenzaran a disparar.
Después del inicio del sitio, las reservas de comida comenzaron a escasear. Los indios de Michigan enviaron comida por medio de un avión que aterrizó dentro del campamento. Al día siguiente, los agentes del FBl arrestaron al piloto y al médico de Michigan que había alquilado el avión. En Nevada, once indios fueron arrestados por llevar comida, ropa y suministros médicos a Dakota del Sur. A mediados de abril tres aviones más lanzaron 1.200 toneladas de comida, pero cuando la gente se acercó a recogerla, un helicóptero del gobierno hizo su aparición y abrió fuego desde arriba mientras que desde el suelo llovían disparos de todas partes. Frank Clearwater, un indio que estaba tumbado en un catre dentro de una iglesia, fue alcanzado por una bala. Cuando su mujer le acompañó al hospital, fue arrestada y enviada a la cárcel. Clearwater murió.
Hubo más batallas y otra muerte. Finalmente, se firmó una negociación de paz, en la que ambas partes acordaron dejar las armas. Terminó el sitio y fueron arrestados 120 ocupantes. Los indios habían resistido durante 71 días, creando una modélica comunidad dentro del territorio sitiado. Se instalaron cocinas comunales, una clínica y un hospital. Un veterano navajo de la guerra de Vietnam dijo lo siguiente:
Hay una tremenda tranquilidad si consideramos que ellos tienen muchas más armas que nosotros. Pero la gente se queda porque creen, tienen una causa. Esa es la razón que explica nuestra derrota en Vietnam: no había ninguna causa.
Estábamos luchando en una guerra del hombre rico para el hombre rico. En Wounded Knee lo estamos haciendo bastante bien, en lo que respecta a la moral. Porque todavía podemos reírnos.
A Wounded Knee habían llegado mensajes de apoyo desde
Australia, Finlandia, Alemania, Italia, Japón, Inglaterra y más países. Varios hermanos de Attica -dos de los cuales eran indios- enviaron un mensaje “Vosotros estáis luchando por nuestra Madre Tierra y sus hijos. ¡Nuestros espíritus luchan con vosotros!”. Wallace Black Elk respondió “La pequeña Wounded Knee se ha convertido en un mundo gigante”.
Después de Wounded Knee -a pesar de las muertes, los juicios y el uso de la policía y de los tribunales para intentar romper el movimiento- el grupo de Nativos Americanos continuó.
En la misma comunidad Akwesasne, que publicaba Akwesasne Notes, los indios siempre habían insistido en que su territorio era independiente, que no debía ser invadido por la ley del hombre blanco. Un día la policía del estado de Nueva York multó tres veces a un camionero indio mohawk y un consejo de indios se reunió con un teniente de la policía. Al principio, el teniente insistió -aunque estaba claro que estaba intentando ser razonable- en que tenía que cumplir las órdenes y poner multas, incluso en territorio Akwesasne. Pero finalmente accedió a la propuesta de que ningún indio fuera arrestado en el territorio -o fuera de él- sin que antes se hubiera reunido el consejo mohawk. Entonces el teniente se sentó y encendió un cigarrillo. El jefe indio Joahquisoh, un hombre de aspecto distinguido y pelo largo, se puso en pie y se dirigió al teniente en un tono de voz grave “Hay una cosa más antes de que se vaya”, dijo mirándole fijamente. “Quiero saber -dijo lentamente -sí tiene otro cigarro”. La reunión terminó entre risas.
La revista Akwesasne Notes siguió publicándose. A finales de otoño de 1976, en la página de poesía, aparecieron unos poemas que reflejaban el espíritu de los tiempos. Ila Abernathy escribió:
I am grass growing and the shearer of grass,
I am the willow and the splatter of laths… I am the burr to your conscience Acknowledge me .
En los años sesenta y setenta, no sólo hubo un movimiento de mujeres, un movimiento de presos y un movimiento indio. Hubo una revuelta general contra los hasta entonces opresivos, artificiales e incuestionados modos de vida. Esta revuelta afectaba a cada aspecto de la vida personal: el parto, la niñez, el amor, el sexo, el matrimonio, la ropa, la música, el arte, los deportes, el lenguaje, la comida, la vivienda, la religión, la literatura, la muerte, las escuelas, etc.
El comportamiento sexual empezó a experimentar cambios sorprendentes. El sexo prematrimonial dejó de ser un asunto que debiera mantenerse en silencio. Los hombres y las mujeres vivían juntos sin casarse y se esforzaban por encontrar palabras para describir a la otra persona cuando se hacían presentaciones “Quiero que conozca a mi amigo/a”. Las parejas casadas hablaban de sus asuntos con sinceridad y aparecieron libros que hablaban del “matrimonio abierto”. Se podía hablar abierta -e incluso aprobatoriamente- de la masturbación. Ya no se ocultaba la homosexualidad. Hombres gay y mujeres gay -lesbianas- se organizaron para combatir la discriminación que sufrían, adquiriendo un sentimiento comunitario que les permitiera sobreponerse al sentimiento de verguenza y al aislamiento.
Todo esto se reflejaba en la literatura y en los medios de comunicación. Apareció una nueva literatura para enseñar a hombres y mujeres cómo obtener satisfacción sexual. Las películas no dudaron en mostrar desnudos. El lenguaje del sexo se hizo más frecuente en la literatura y en las conversaciones cotidianas. Todo esto tenía que ver con los nuevos planes de vida.
Florecían planes de convivencia comunales, especialmente entre la gente joven.
En lo referente a la ropa, el cambio más importante de los 60 fue la informalidad. Para las mujeres representaba una continuación de la histórica lucha del movimiento feminista por abandonar los vestidos “femeninos” que impedían el movimiento. Muchas mujeres dejaron de usar sujetador. La restrictiva “faja” -casi un uniforme en los años cuarenta y cincuenta- empezó a desaparecer. Los hombres y mujeres jóvenes se vestían casi igual, con vaqueros y uniformes militares de desecho. Los hombres dejaron de llevar corbatas y las mujeres de todas las edades vestían pantalones más a menudo un silencioso homenaje a Amelia Bloomer.
Había una nueva música popular de protesta. Pete Seeger llevaba cantando canciones de protesta desde los cuarenta, pero ahora hizo valer sus méritos y su audiencia creció. Bob Dylan y Joan Baez, que no sólo cantaban canciones de protesta sino canciones que reflejaban la nueva renuncia y la nueva cultura, se convirtieron en ídolos populares. Una mujer de edad media de la costa oeste, Malvina Reynolds, escribía y cantaba canciones que encajaban con su pensamiento socialista y su espíritu libertario, así como también con su posición crítica para con la moderna cultura comercial. Ahora todo el mundo -según decía en sus canciones- vivía en “cajitas” y “todos salían exactamente iguales”.
Bob Dylan fue un fenómeno en sí mismo por sus poderosas canciones de protesta, sus personalísimos cantos a la libertad y su forma de expresarse. En una canción airada, Masters of War (Señores de la guerra), Bob Dylan espera que un día se mueran y entonces él seguirá sus ataudes “en el pálido atardecer”. A Hard Rain’s A-Gonna Fall (Va a caer una lluvia fuerte) cuenta las terribles historias de las últimas décadas de hambre y guerra, de lágrimas y poneys muertos, de aguas contaminadas y cárceles húmedas y sucias. “Va a caer una lluvia fuerte”. Dylan cantaba una amarga canción contra la guerra, With God on Our Side (Con Dios a favor nuestro), y una canción sobre el asesino de la activista negra Medgar Evers, Only a Pawn in Their Game (Sólo un peón en su juego). Lanzaba un reto a lo viejo y un mensaje de esperanza a lo nuevo, porque “los tiempos están cambiando” (The Times They Are A-Changin).
La oleada de protesta católica contra la guerra formaba parte de una revuelta general dentro de la Iglesia Católica, que llevaba mucho tiempo siendo un baluarte del conservadurismo y estaba muy unida al racismo, al patrioterismo y a la guerra. Los curas y las monjas abandonaban los hábitos, se abrían al sexo, se casaban y tenían niños, a veces sin molestarse en abandonar la iglesia de forma oficial. Es verdad que los evangelistas de siempre todavía gozaban de una enorme popularidad y que Billy Graham era seguido por millones de personas, pero ahora existían pequeñas y rápidas corrientes que se resistían a la corriente principal.
Con la pérdida de fe en los grandes poderes -la empresa, el gobierno, la religión, etc- surgió una mayor fe entre la propia gente, ya fuera de forma individual o colectiva. Ahora se miraba a los expertos de todos los campos con escepticismo: se hizo popular la creencia de que las personas podían decidir por sí solas lo que debían comer, la manera en que debían vivir sus vidas y tener buena salud, entre otras muchas cosas. Se desconfiaba de la industria médica y hubo campañas en contra de los conservantes, la comida sin valor nutritivo, la publicidad, etc. La evidencia científica de los males provocados por el tabaco -el cáncer, las enfermedades cardiovasculares- era tan convincente que el gobierno prohibió los anuncios de tabaco en la televisión y en los periódicos.
Se empezó a replantear la educación tradicional. Las escuelas habían enseñado a generaciones enteras los valores del patriotismo y de la obediencia a la autoridad y habían perpetuado la ignorancia incluso el desprecio- hacia la gente de otras naciones y razas, hacia los americanos nativos y las mujeres. Y no sólo se cuestionó el contenido de la educación, sino también su estilo, la formalidad, la burocracia y la insistencia en la subordinación ante la autoridad. Esta evolución tan sólo consiguió abrir una rendija muy pequeña en el granítico sistema nacional de educación ortodoxa, pero tuvo su reflejo en una nueva generación de maestros y en una nueva literatura sobre la que sustentarse.
Nunca en la historia americana hubo tantos movimientos por el cambio concentrados en tan corto espacio de tiempo. Pero el sistema -a lo largo de dos siglos- había aprendido mucho sobre la mejor manera de controlar a la gente. Así que, a mediados de los setenta, se puso manos a la obra.


https://clajadep.lahaine.org