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La Otra Historia de los Estados Unidos. A People´s History of the United States. Desde 1492 hasta el presente (Parte III)

Howard Zinn :: 05.12.18

La historia del aparato de estado que más ha causado dolores y destrucciones en la historia universal, aún más que el nazismo y expresiones varias del instrumento estatal y las llamadas políticas públicas emanadas de sus designios de dominación, de símbolo del racismo, del genocidio indígena.

Capítulo 12

EL IMPERIO Y LA GENTE

En 1897, Theodore Roosevelt escribía a un amigo “En estricta confidencia, agradecería casi cualquier guerra, pues creo que este país necesita una”.
En 1890, el año de la masacre de Wounded Knee, la Oficina del Censo declaró oficialmente que la frontera interna se había cerrado. El sistema de beneficios, con su tendencia natural a la expansión, ya había empezado a mirar a ultramar. La severa depresión que comenzó en 1893 fortaleció una idea que se estaba desarrollando en la élite política y financiera del país: que los mercados extranjeros para las mercancías americanas aliviarían el problema del bajo consumo del país y evitarían las crisis económicas que produjo la lucha de clases en la década de 1890.
Así pues, una aventura en el extranjero, ¿no desviaría parte de la energía rebelde encauzada en las huelgas y en los movimientos de protesta hacia un enemigo externo? ¿No uniría a la gente con el gobierno y con las fuerzas armadas, en vez de ir contra ellos? Probablemente, esto no era un plan consciente para la mayor parte de la élite, sino un desarrollo natural de las similares formas de actuar del capitalismo y el nacionalismo.
La expansión ultramarina no era una idea nueva. Incluso antes de que la guerra con México llevara a Estados Unidos al Pacífico, la Doctrina Monroe miró hacia el sur, al Caribe y más allá. Esta doctrina, propagada en 1823 -cuando los países de Latinoamérica estaban consiguiendo la independencia del control español- dejó claro a las naciones europeas que Estados Unidos consideraba a Latinoamérica dentro de su esfera de influencia.
Poco después, algunos americanos empezaron a pensar en el Pacífico, en Hawai, Japón y los grandes mercados de China.
Pero hubo más que pensamientos. Una lista del Departamento de Estado de 1962 (que presentaron al Comité del Senado citando precedentes que justificaran el uso de las fuerzas armadas contra Cuba) muestra, entre 1798 y 1895, 103 intervenciones en los asuntos de otros países. Esta es una muestra de la lista, con la descripción exacta del Departamento de Estado:
1852-53 Argentina. Desembarcan a los marines en Buenos Aires y se les mantiene allí, para proteger intereses americanos durante una revolución.
1853 Nicaragua. Para proteger vidas americanas e interesesdurante unos disturbios políticos.
1853-54 Japón. La Apertura del Japón” y la expedición de Perry (El Departamento de Estado no da más detalles, pero esto supuso el uso de barcos de guerra para obligar a Japón a abrir sus puertos a Estados Unidos).
1853-54 Ryukyu y las Islas Bonin. El Comodoro Perry, en tres visitas antes de ir a Japon y mientras esperaba respuesta de Japón, hizo una demostracion naval, desembarcando dos veces a los marines, con lo que aseguro una concesión de carbón del gobernante de Naha, en Okinawa. Tambien hizo una demostración en las Islas Bonin. Todo, para consolidar instalaciones comerciales.
1854 Nicaragua, San Juan del Norte. (Destruyeron Greytownpara vengar una ofensa al ministro americano en Nicaragua). 1855 Uruguay. Fuerzas navales estadounidenses y europeas desembarcan para proteger intereses americanos durante un intento de revolución en Montevideo.
1859 China. Para proteger intereses americanos en Shanghai. 1860 Angola, oeste del Africa portuguesa. Para proteger vidas y propiedades americanas en Kissembo cuando los nativos se hicieron conflictivos.
1893 Hawai. Aparentemente, para proteger vidas y propiedades americanas, de hecho, para tratar de establecer un gobierno provisional balo el mandato de Sanford B. Dole. Estados Unidos negó su responsabilidad en esta acción. 1894 Nicaragua. Para proteger intereses americanos en Bluefields tras una revolución.
Así que para la década de 1890, habían tenido mucha experiencia en exploraciones e intervenciones en el extranjero. La ideología expansionista estaba muy extendida en las altas esferas militares, políticas y financieras, e incluso entre algunos líderes de los movimientos agrarios, que pensaban que los mercados extranjeros les ayudarían.
Un capitán de la armada de los Estados Unidos, A.T. Mahan, un popular propagandista del expansionismo, influyó enormemente a Theodore Roosevelt y a otros dirigentes americanos. Decía Mahan que los países con los mayores ejércitos heredarían la Tierra: “Ahora, los americanos deben empezar a mirar al exterior”. El senador de Massachusetts, Henry Cabot Lodge, escribió en un artículo para una revista:
Por el bien de nuestra supremacía comercial en el Pacífico, deberíamos controlar las Islas Hawai y, cuando se construya el canal de Nicaragua, la isla de Cuba pasará a ser una necesidad. Las grandes naciones están absorbiendo rápidamente, para su expansión futura y para su defensa en el presente, todos los lugares baldíos de la Tierra. Es un movimiento que contribuye a la civilización y al avance de la raza. Siendo como es una de las grandes naciones del mundo, Estados Unidos no debe salirse de esa línea.
En la víspera de la guerra entre Estados Unidos y España, un editorial del Washington Post decía:
Parece que nos ha llegado una nueva conciencia -la conciencia de fuerza- y, con ella, un nuevo apetito, el ansia de mostrar nuestra fuerza. El sabor del Imperio esta en la boca de la gente, aunque en la jungla haya sabor a sangre.
Ese sabor en la boca de la gente ¿era por un ansia instintiva de agresión o por un urgente egoísmo? ¿O era un gusto (si de verdad existía) creado, alentado, anunciado y exagerado por la prensa millonaria, el ejército, el gobierno y los intelectuales aduladores de la época? John Burgess, experto en ciencias políticas de la Universidad de Columbia, decía que las razas teutonas y anglosajonas estaban “especialmente dotadas con la capacidad para establecer estados nacionales… se les confió la misión de liderar la civilización política del mundo moderno”.
Varios años antes de que saliera elegido presidente, William McKinley dijo “Necesitamos un mercado extranjero para nuestros excedentes”. A comienzos de 1897, el senador de Indiana Albert Beveridge declaró “Las industrias americanas están fabricando más de lo que el pueblo americano puede utilizar, las tierras americanas están produciendo más de lo que pueden consumir. El destino ha marcado nuestra política, el comercio mundial debe ser nuestro y lo será”.
Cuando Estados Unidos no se anexionó Hawai en 1893, después de que algunos americanos (una combinación de intereses misioneros y de los intereses de la familia Dole en el negocio de la piña) establecieran allí su propio gobierno, Roosevelt llamó a esta indecisión “un crimen contra la civilización blanca”, y dijo a la academia naval “Todas las grandes razas poderosas han guerreado contra otras razas. Ningún triunfo de la paz es tan grande como el triunfo supremo de la guerra”.
El filósofo William James, que llegó a ser uno de los más destacados antiimperialistas de su época, escribió sobre Roosevelt que éste “habla con excesiva efusión sobre la guerra, como si fuera la condición ideal de la sociedad humana”.
Si bien es verdad que en 1898, el 90% de los productos americanos se vendían en el país, el 10% que se vendía en el extranjero ascendía a mil millones de dólares. En 1885, una publicación de la industria siderúrgica, Age of Steel, escribió que los mercados internos eran insuficientes, y que la superproducción de productos industriales “debería remediarse y evitarse en el futuro, mediante un mayor comercio con el extranjero”.
En las décadas de 1880 y 1890, el petróleo llegó a ser un importante artículo de exportación: en 1891, la compañía Standard Oil, de la familia Rockefeller, daba cuenta del 90% de las exportaciones americanas de queroseno y controlaba el 70% del mercado mundial. Ahora el petróleo era, tras el algodón, el segundo producto de exportación. La expansión por el extranjero podía ser especialmente atractiva y también parecía un acto de generosidad ayudar a un grupo insurgente a derrocar a un régimen extranjero, como en el caso de Cuba. En 1898, los rebeldes cubanos ya llevaban luchando tres años contra los conquistadores españoles, en un intento de conseguir la independencia. Así que en esa época fue posible crear en la nación un estado de ánimo favorable a la intervención. Parece ser que, al principio, los intereses financieros nacionales no necesitaban una intervención militar en Cuba. Los comerciantes americanos no necesitaban colonias ni guerras de conquista, si podían acceder libremente a los mercados. Esta idea de una “puerta abierta” se convirtió en el tema dominante de la política exterior americana en el siglo XX. Era una forma de ver el imperialismo más sofisticada que la tradicional construcción de imperios de Europa. Pero si un imperialismo pacífico resultaba imposible, se hacía necesaria la acción militar.
Por ejemplo, a finales de 1897 y comienzos de 1898, cuando China estaba debilitada por una guerra reciente con Japón, fuerzas militares alemanas ocuparon el puerto chino de Tsingtao. En pocos meses, otras potencias europeas se instalaron en China. El reparto de China entre las mayores potencias imperialistas ya estaba en curso, y Estados Unidos se había rezagado.
El Journal of Commerce de Nueva York, que había defendido el desarrollo pacífico del comercio libre, exhortaba en estos momentos a un colonialismo militar obsoleto. Pedía un canal que cruzara Centroamérica, la adquisición de Hawai y un mayor ejército.
En 1898 hubo un giro parecido en la actitud de las finanzas de Estados Unidos con respecto a Cuba. Los hombres de negocios se habían interesado, desde los inicios de las revueltas de los cubanos contra España, en el efecto que tendrían esas revueltas en el campo comercial. Así que ya existía un interés económico en la isla.
El apoyo popular a la revolución cubana se basaba en la idea de que ellos, como los americanos de 1776, luchaban en una guerra por su propia liberación. Sin embargo, el gobierno estadounidense que era el resultado conservador de otra guerra revolucionariacuando observaba los acontecimientos en Cuba tenía en mente el poder y el beneficio. Ni Cleveland -presidente durante los primeros años de la revolución cubana- ni McKinley -que le siguióreconocieron oficialmente a los insurgentes como beligerantes. Tal reconocimiento legal hubiera permitido a Estados Unidos mandar ayuda a los rebeldes, sin enviar el ejército. Pero quizá tuvieron miedo a que los rebeldes vencieran solos y dejaran fuera a Estados Unidos.
Parece que hubo también otro tipo de miedo. La administración Cleveland dijo que una victoria cubana podría llevar “al establecimiento de una república de negros y blancos”, puesto que en Cuba había una mezcla de ambas razas. Y la república negra podría ser la dominante. Esta idea aparecía expresada en un artículo del Saturday Review, escrito por un joven y elocuente imperialista, de madre americana y padre inglés: Winston Churchill. Escribió que, aunque el mandato español era malo y los rebeldes contaban con el apoyo del pueblo, sería mejor para España mantener el control:
Aparece un grave peligro. Dos quintos de los insurgentes del campo son negros. Esos hombres, en caso de victoria, exigirían una parte predominante en el Gobierno del país, y el resultado sería, tras años de lucha, otra república negra.
La referencia a “otra” república negra aludía a Haití, cuya revolución contra Francia en 1803 había dado como resultado la primera nación del Nuevo Mundo dirigida por negros. El ministro español en Estados Unidos, escribió al Secretario de Estado americano acerca de Cuba:
En esta revolución, el elemento negro juega el papel más importante. No sólo los principales dirigentes son hombres de color, también lo son al menos ocho décimas partes de sus partidarios… y, si la isla puede declararse independiente, el resultado de la guerra será una secesión del elemento negro y una república negra.
En febrero de 1898, el buque de guerra estadounidense Maine, fondeado en el puerto de La Habana como un símbolo del interés americano por los acontecimientos en Cuba, fue destruido por una misteriosa explosión y se hundió, con una pérdida de 268 hombres. Jamás se presentó una prueba sobre la causa de la explosión, pero en Estados Unidos, la ansiedad aumentó rápidamente y McKinley empezó a actuar con vistas a una guerra.
Esa primavera, tanto McKinley como la comunidad empresarial comenzaron a darse cuenta de que no podrían lograr su objetivo sacar a España de Cuba- sin la guerra, y que el siguiente objetivo asegurar la influencia militar y económica americana en Cuba- no podían dejarlo en manos de los rebeldes cubanos. Sólo una intervención norteamericana podría asegurar dicho objetivo.
Anteriormente, el Congreso había aprobado la Enmienda Teller, que comprometía a Estados Unidos a no anexionarse Cuba. Dicha Enmienda la iniciaron y apoyaron aquellas personas interesadas en la independencia cubana y opuestas al imperialismo americano, y también la apoyaron los empresarios que consideraban que la “puerta abierta” era suficiente y la intervención militar innecesaria. Pero en la primavera de 1898, la comunidad empresarial ya estaba sedienta de acción. El Journal of Commerce escribió: “La Enmienda Teller… debe interpretarse en un sentido algo diferente del que su autor le dio”.
Había intereses especiales que se beneficiarían directamente de la guerra. En Washington, declararon que un “espíritu beligerante” se había adueñado del ministerio del Ejército, alentado “por los contratistas de proyectiles, artillería, munición y otros materiales, que atestaban el ministerio desde la destrucción del Maine” El banquero Russell Sage dijo que si estallaba la guerra, “no hay ninguna duda sobre las lealtades de los ricos”. Un informe sobre los empresarios decía que John Jacob Astor, William Rockefeller y Thomas Fortune Ryan se “sentían militantes”. J.P. Morgan pensaba que no se lograría nada manteniendo más conversaciones con España.
El 25 de mayo llegó a la Casa Blanca un telegrama de un consejero de McKinley, que decía “Aquí, las grandes corporaciones creen ahora que tendremos guerra. Creo que será bien recibida por todos, como un descanso después del suspense”.
Dos días después de recibir este telegrama, McKinley dio un ultimátum a España, exigiendo un armisticio. No decía nada sobre la independencia de Cuba. Un portavoz de los rebeldes cubanos -parte de un grupo de cubanos en Nueva York- entendió que esto significaba que Estados Unidos quería simplemente reemplazar a España. Dio esta respuesta:
En vista de la presente propuesta de intervención, sin un previo reconocimiento de la independencia, es necesario que demos un paso más y digamos que debemos considerar y consideraremos dicha intervención nada menos que como una declaración de guerra por parte de Estados Unidos contra los revolucionaitos cubanos.
De hecho, cuando, el 11 de abril, McKinley pidió al Congreso el visto bueno para la guerra, no reconoció a los rebeldes como beligerantes, ni pidió la independencia de Cuba. Sin embargo, cuando las tropas americanas desembarcaron en Cuba, los rebeldes les dieron la bienvenida, confiando en que la Enmienda Teller garantizaría la independencia cubana.
Muchos libros sobre la historia de la guerra de Estados Unidos y España afirman que en Estados Unidos la “opinión pública” llevó a McKinley a declararle la guerra a España y a enviar tropas a Cuba. Es verdad que ciertos periódicos influyentes habían estado presionando concienzudamente -histéricamente incluso. Y muchos americanos, que veían la independencia cubana como el objetivo de la intervención -y con la Enmienda Teller como garantía de dicha intención- apoyaron la idea. Pero ¿hubiera declarado McKinley la guerra debido a la prensa y a una parte de la opinión pública (en esa época, no había sondeos de opinión), sin la presión de la comunidad empresarial? Varios años después de la guerra de Cuba, el presidente de la Oficina de Comercio Exterior del Departamento de Comercio escribió sobre ese período:
La guerra entre Estados Unidos y España no fue sino un incidente de un movimiento general de expansión, que tenía sus raíces en el nuevo entorno de una capacidad industrial mucho mayor que nuestra capacidad de consumo doméstico.
Los sindicatos laboristas americanos simpatizaron con los rebeldes cubanos en cuanto comenzó la insurrección contra España en 1895, pero se oponían al expansionismo americano.
Cuando la explosión del Maine en febrero originó histéricos gritos de guerra en la prensa, el periódico mensual de la Asociación Internacional de Maquinistas convenía en que era un desastre terrible, pero señaló que las muertes de trabajadores en accidentes industriales no suscitaba tal clamor nacional. Hizo referencia a la masacre de Lattimer del 10 de septiembre de 1897, durante una huelga del carbón en Pennsylvania, cuando un sheriff y sus ayudantes dispararon a una manifestación de mineros, matando a diecinueve -por la espalda a la mayoría- y señaló que la prensa no protestó. El periódico laborista decía que:
Los millares de vidas útiles que se sacrifican cada año al Moloch de la avaricia -el tributo de sangre que el laborismo ofrece al capitalismo- no suscita ningún clamor de venganza e indemnización.
Algunos sindicatos -como los United Mine Workers (Mineros Unidos)- pidieron, tras el hundimiento del Maine, la intervención de Estados Unidos, pero la mayoría estaba contra la guerra. El tesorero del Sindicato Americano de Estibadores, Bolton Hall, redactó un escrito titulado “Una petición de paz al laborismo”, que tuvo una amplia difusión:
Si hay una guerra, vosotros proveeréis los cadáveres y los impuestos, y otros cosecharán la gloria.
Los socialistas, salvo raras excepciones (una de ellas, el diario judío Daily Forward), se oponían a la guerra. El periódico socialista más importante, Appeal to Reason, dijo que el movimiento en favor de la guerra era “un método favorito de los gobernantes para evitar que la gente corrija los males domésticos”. En el periódico de San Francisco Voice of Labor, un socialista escribió “Es terrible pensar que mandarán a los pobres trabajadores de este país a herir y matar a los pobres trabajadores españoles, sólo porque unos pocos dirigentes les inciten a hacerlo”.
Pero tras la declaración de guerra, la mayoría de los sindicatos estuvieron de acuerdo con ella. Samuel Gompers dijo que la guerra era “gloriosa y justa”. La guerra trajo consigo más empleo y mejores salarios, pero también precios más altos y mayores impuestos.
El primero de mayo de 1989, el Partido Socialista de los Trabajadores organizó una manifestación antibélica en Nueva York, pero las autoridades no permitieron que tuviese lugar, al tiempo que sí permitían otra manifestación del primero de mayo, convocada por el diario judío Daily Forward, que exhortaba a los trabajadores judíos a apoyar la guerra.
La predicción que hizo el estibador Bolton Hall acerca de la corrupción y excesivas ganancias en tiempo de guerra, resultó ser extraordinariamente certera. La Encyclopedia of American History de Richard Morris ofrece cifras sobrecogedoras:
De los más de 274.000 oficiales y soldados que servían en el ejército durante la guerra y en el período de desmovilización, 5.462 murieron en varios quirófanos y campamentos en Estados Unidos. Tan sólo 379 de las muertes fueron bajas de batalla. El resto se atribuyó a enfermedades y otras causas.
Walter Millis da las mismas cifras en su libro The Martial Spirit. En la Encyclopedia se dan de modo conciso y sin mencionar la “carne de vaca embalsamada” (un término de un general del ejército) que las empresas cárnicas vendieron al ejército. Era carne conservada con ácido bórico, nitrato potásico y colorantes artificiales, pero que en esos momentos estaba podrida y maloliente. Miles de soldados se envenenaron con la comida, pero no hay cifras de cuántas de las cinco mil muertes fuera de los combates las causó el envenenamiento.
Derrotaron a las tropas españolas en tres meses, en lo que John Hay, el secretario de Estado americano, llamó más tarde “una guerrita espléndida”. El ejército americano hizo como que no existía ejército rebelde cubano alguno, y cuando los españoles se rindieron, no se permitió a ningún cubano asistir a la rendición o a firmarla. El general William Shafter dijo que ningún rebelde armado podía entrar en Santiago, la capital, y dijo al líder rebelde cubano, general Calixto García, que las viejas autoridades civiles españolas -y no los cubanos- permanecerían a cargo de las oficinas municipales de Santiago.
García escribió una carta de protesta:
…cuando surge la cuestión de nombrar a las autoridades de Santiago de Cuba no puedo ver sino con el más profundo pesar que dichas autoridades no están elegidas por el pueblo cubano, sino que son los mismos seleccionados por la reina de España.
Junto al ejército americano, llegó a Cuba el capital americano. La Lumbermen’s Review, portavoz de la industria maderera, escribió en plena guerra “Cuba aún posee 10.000.000 de acres de selva virgen, con abundante madera valiosa, de la que casi cada metro se vendería fácilmente en Estados Unidos y produciría pingües beneficios”.
Cuando terminó la guerra, los americanos comenzaron a hacerse cargo de los ferrocarriles, las minas y las propiedades azucareras. En pocos años, se invirtieron 30 millones de dólares de capital americano. United Fruit entró en la industria azucarera cubana. Compró 1.900.000 acres de terreno a unos veinte centavos el acre. Llegó la Compañía de Tabaco Americana. Para el final de la ocupación, en 1901, al menos el 80% de las exportaciones de mineral cubano estaba en manos americanas, sobre todo de Aceros Bethlehem.
Durante la ocupación militar, tuvieron lugar una serie de huelgas. En septiembre de 1899, miles de trabajadores emprendieron una huelga general en La Habana, reivindicando la jornada laboral de ocho horas. El general americano William Ludlow ordenó al alcalde de La Habana que arrestase a once líderes huelguistas y las tropas americanas ocuparon las estaciones y los puertos. La policía recorrió la ciudad disolviendo asambleas. Pero la actividad económica de la ciudad se había parado Los trabajadores del tabaco estaban en huelga. Los impresores estaban en huelga, al igual que los panaderos. Arrestaron a cientos de huelguistas y luego intimidaron a algunos de los líderes encarcelados, para que pidieran el final de la huelga.
Estados Unidos no se anexionó Cuba, pero advirtieron a una Convención Constitucional Cubana que el ejército de Estados
Unidos no saldría de Cuba hasta que se incorporase la Enmienda
Platt -que el Congreso aprobó en febrero de 1901- en la nueva Constitución cubana. Dicha enmienda confería a Estados Unidos “el derecho a intervenir para preservar la independencia cubana, la defensa de un Gobierno adecuado para la protección de la vida, la propiedad y la libertad individual…”.
En estos momentos, tanto la prensa radical y laborista, como los periódicos y asociaciones de todo Estados Unidos veían la Enmienda Platt como una traición al concepto de la independencia cubana. Un mítin multitudinario de la Liga Antiimperialista Americana en Faneuil Hall, en Boston, denunció la enmienda y el exgobernador George Boutwell dijo: “Rompiendo nuestra promesa de libertad y soberanía para Cuba, estamos imponiendo en dicha isla unas condiciones de vasallaje colonial”.
En La Habana, una procesión con antorchas de quince mil cubanos fue a la Convención Constitucional, animándoles a rechazar la enmienda. Un delegado negro de Santiago denunció en la Convención:
Que Estados Unidos se reserve el poder de determinar cuándo se amenaza a nuestra independencia y, por tanto, cuándo deben intervenir para preservarla, equivale a entregarles las llaves de nuestra casa para que puedan entrar en cualquier momento, cuando les de la gana, de día o de noche, tanto con buenas como con malas intenciones.
Con esta denuncia, la Convención rechazó rotundamente la Enmienda Platt.
Sin embargo, en los tres meses siguientes, la presión de Estados Unidos, la ocupación militar y la negativa a permitir que los cubanos estableciesen su propio gobierno hasta que dieran su consentimiento, tuvo su efecto: la Convención, tras varias negativas, adoptó la Enmienda Platt. En 1901, el general Leonard Wood escribió a Theodore Roosevelt: “Por supuesto que en Cuba queda muy poca independencia -si es que queda algo- bajo la Enmienda
Platt”.
Cuba no era una colonia completa, pero ahora estaba bajo la esfera de influencia americana. Sin embargo, la guerra hispano-americana sí resultó en una serie de anexiones directas por parte de Estados Unidos. Fuerzas militares estadounidenses tomaron el poder en Puerto Rico -vecino de Cuba en el Caribe-, que pertenecía a España. Las islas Hawai, casi a medio camino de Japón, lugar ya visitado por los misioneros americanos y los propietarios de plantaciones de piñas, y que oficiales americanos habían descrito como “una pera madura, lista para arrancarla”, fueron anexionadas en julio de 1898, tras una resolución unánime del Congreso. Por esa misma época, ocuparon la isla Wake, situada a 2.300 millas al oeste de Hawai, de camino a Japón. También ocuparon Guam, una posesión española en el Pacífico, casi en Filipinas. En diciembre de 1898, firmaron el tratado de paz con España, que cedió oficialmente a Estados Unidos Guam, Puerto Rico y Filipinas, a cambio de un pago de 20 millones de dólares.
En Estados Unidos hubo acaloradas disputas sobre si tomar Filipinas o no. Hay una anécdota del presidente McKinley sobre cómo contó su toma de decisión a un grupo de ministros que visitaban la Casa Blanca:
Solía caminar por la Casa Blanca, noche tras noche, hasta la medianoche; y no me avergüenza decirles, caballeros, que más de una noche me arrodillé y recé a Dios Todopoderoso para que me iluminara y guiara. Una noche -era tarde ya- me vino de la siguiente forma; no sé cómo sucedió, pero me vino:
Que no podíamos devolverlas a España -eso sería cobarde y deshonroso.
Que no podíamos dejarles solos. No estaban preparados para la autodeterminación y pronto caerían en la anarquía y en un Gobierno peor que el que les había dado España.
Que solo cabía hacer una cosa: hacernos cargo de todos los filipinos y educarlos, elevarlos, civilizarlos, cristianizarlos y, por la Gracia de Dios hacer todo lo posible por estos nuestros semejantes, por quienes Cristo tambien murió. Después, me fui a dormir a la cama y dormí profundamente.
Los filipinos no recibieron el mismo mensaje de Dios. En febrero de 1899 se rebelaron contra el dominio americano, como se habían rebelado varias veces contra los españoles. Un dirigente filipino,
Emiliano Aguinaldo, se hizo líder de los insurrectos que luchaban contra Estados Unidos. Propuso la independencia filipina bajo un protectorado norteamericano, pero rechazaron su propuesta.
A Estados Unidos le llevó tres años aplastar la rebelión y emplearon setenta mil soldados -cuatro veces más de los que desembarcaron en Cuba- y tuvieron miles de bajas en batalla, muchas más que en Cuba. Fue una guerra cruenta. Para los filipinos, el índice de muertes por las batallas y las enfermedades fue enorme.
Ahora, los políticos y los intereses empresariales de todo el país tenían el sabor del imperio en los labios. El racismo, el paternalismo y los discursos sobre el dinero se mezclaban con discursos sobre el destino y la civilización.
El 9 de enero de 1900, Albert Beveridge habló en el Senado como portavoz de los intereses económicos y políticos del país:
Sr. Presidente, estos tiempos requieren franqueza. Los filipinos son nuestros para siempre… y tan sólo mas allá de Filipinas están los ilimitados mercados de China. No nos retiraremos de ninguno… No renunciaremos a nuestra parte en la misión de nuestra raza, administradora, Dios mediante, de la civilización del mundo… se nos ha acusado de crueldad en el modo en que hemos llevado la guerra. Senadores, ha sido al reves… Senadores, deben recordar que no estamos tratando con americanos o europeos. Estamos tratando con orientales.
McKinley dijo que la contienda con los rebeldes empezó cuando los insurgentes atacaron a tropas americanas. Pero, más tarde, soldados americanos testificaron que Estados Unidos fue quien abrió fuego primero. Después de la guerra, un oficial del ejército que habló en el Faneuil Hall de Boston, dijo que su coronel le había ordenado provocar un conflicto con los insurgentes.
William James, el filósofo de Harvard, era partícipe de un movimiento de importantes empresarios, políticos e intelectuales americanos que en 1898 formaron la Liga Antiimperialista, llevando a cabo una prolongada campaña para educar al pueblo americano sobre los horrores de la guerra de Filipinas y los males del imperialismo.
La Liga Antiimperialista publicó cartas de soldados de servicio en Filipinas. Un capitán de Kansas escribió “Se suponía que Caloocan tenía 17.000 habitantes. El Duodécimo de Kansas lo arrasó y ahora en Caloocan no hay ni un sólo nativo”.
Un soldado voluntario del estado de Washington escribió “Nuestra sangre luchadora bullía y todos nosotros queríamos matar a los sucios negros”.
En Estados Unidos era una época de intenso racismo. Entre los años 1889 y 1903, las pandillas linchaban una media de dos negros por semana -ahorcados, quemados, mutilados. Los filipinos eran de piel marrón, fisicamente identificables, con un idioma y un aspecto extraños para los americanos. Así que, a la común brutalidad indiscriminada de la guerra, se sumaba el factor de la hostilidad racial.
En noviembre de 1901, el corresponsal en Manila del Ledger de Filadelfia relataba:
Nuestros hombres han sido implacables, han matado para exterminar hombres, mujeres, niños, prisioneros y cautivos, insurgentes activos y gente sospechosa, desde niños de diez años en adelante, predominaba la idea de que el filipino como tal era poco mas que un perro.
El ministro de la guerra, Elihu Root, respondió a las acusaciones de brutalidad “El ejército americano ha conducido la guerra en Filipinas temendo en cuenta escrupulosamente las normas de la guerra civilizada con un autodominio y una humanidad jamás igualada”. En Manila, acusaron a un marine llamado Littletown Waller -un general de división- de disparar a once filipinos indefensos y sin juicio previo en la isla de Sainar. Otros oficiales de los marines dieron su testimonio:
El general de división dijo que el general Smith le había dado instrucciones de matar y quemar, que no era momento de tomar prisioneros y que tenía que convertir Sainar en un lúgubre desierto. El mayor Waller le dijo al general Smith que definiera la edad limite para matar y éste respondió “A cualquiera que tenga más de diez años”.
Mark Twain comentó sobre la guerra de Filipinas:
Hemos apaciguado y enterrado a varios millares de isleños, hemos destruido sus campos, quemado sus aldeas y hemos dejado a sus viudas y huérfanos a la intemperie y así, mediante estas providencias divinas -y la expresión es del Gobierno, no mía- somos una potencia mundial.
La potencia de fuego americana era abrumadoramente superior a cualquier cosa que pudieran reunir los rebeldes filipinos. En la primera batalla, el almirante Dewey navegó río arriba por el Pasig y disparó proyectiles de 500 libras de peso a las trincheras filipinas. Los filipinos muertos estaban apilados a tal altura que los americanos utilizaban los cuerpos de parapeto. Un testigo británico dijo “Esto no es una guerra, es simplemente una masacre y una carnicería sangrienta” Se equivocaba: era una guerra.
El hecho de que los rebeldes resistieran contra unas fuerzas tan superiores durante años, significaba que tenían el apoyo de la población. El general Arthur MacArthur, comandante de la guerra filipina, dijo “Creía que las tropas de Aguinaldo representaban sólo una fracción. Me resistía a creer que toda la población de Luzón -es decir, la población nativa- se oponía a nosotros”. Pero dijo que se vio “obligado contra su voluntad” a creer esto, porque las tácticas guerrilleras del ejército filipino “dependían de una unidad de acción casi completa de toda la población nativa”.
A pesar de las cada vez más numerosas pruebas de brutalidad y de la labor de la Liga Antiimperialista, en Estados Unidos había algunos sindicatos que apoyaban la expansión imperialista. Pero el Carpenter’s Journal se preguntaba “¿Cuánto han prosperado los trabajadores de Inglaterra con todas sus posesiones coloniales?”. Cuando, a comienzos de 1899, el tratado de anexión de Filipinas estaba listo para debate en el Congreso, los Sindicatos Centrales de Trabajadores de Boston y Nueva York se opusieron a él. En Nueva York, hubo un mítin multitudinario contra la anexión. La Liga Antiimperialista puso en circulación más de un millón de panfletos contra la anexión de Filipinas. Aunque la Liga estaba organizada y dominada por intelectuales y empresarios, una gran parte de su medio millón de afiliados eran personas de clase obrera, incluyendo mujeres y negros. Organizaciones locales de la Liga celebraron mítines por todo el pais. Fue una fuerte campaña en contra del tratado y, cuando el Senado lo ratificó, fue por un solo voto. Las contradictorias reacciones del laborismo respecto a la guerra atraídos por las ventajas económicas, y a la vez repelidos por la expansión capitalista y la violencia- impedían que el laborismo pudiera unirse para detenerla o para emprender una lucha de clases contra el sistema en su propio país.
Las reacciones de los soldados negros hacia la guerra también eran contradictorias, tenían la necesidad básica de progresar en una sociedad en la que a los negros se les negaban las oportunidades de éxito, y la vida militar ofrecia esas posibilidades. También estaba el orgullo de la raza y la necesidad de demostrar que los negros eran tan valientes y patriotas como cualquiera. Y sin embargo, junto a eso, también eran conscientes de que era una guerra brutal, librada contra gente de color, una réplica de la violencia perpetrada contra los negros en Estados Unidos.
En Tampa (Florida) los soldados negros allí acampados se enfrentaron al amargo odio racista de los lugareños blancos. Los disturbios raciales comenzaron cuando unos soldados blancos borrachos utilizaron a un niño negro como diana para mostrar su excelente puntería. Los soldados negros tomaron represalias y entonces las calles “se inundaron de sangre de negros”, según los informes de prensa.
El capellán de un regimiento de negros escribió a la Cleveland Gazette sobre veteranos negros de la guerra de Cuba “recibidos cruel y burlonamente” en Kansas City (Missouri). Dijo que “no permitieron a esos muchachos negros, héroes de nuestro país, estar en los mostradores de los restaurantes y comer un sandwich y beber una taza de café, mientras daban la bienvenida a los soldados blancos y les invitaban a sentarse a las mesas y comer gratis”. Pero fue la situación de los filipinos lo que llevó a muchos negros de Estados Unidos a una oposición militante contra la guerra. El obispo más veterano de la Iglesia Africana Metodista Episcopaliana, Henry M. Turner, dijo que la campaña en Filipinas era “una infernal guerra de conquista” y llamó a los filipinos “patriotas negros”.
Había cuatro regimientos de negros de servicio en Filipinas. Muchos de los soldados negros establecieron relaciones con los isleños de piel marrón y se enfadaban cuando los soldados blancos decían “sucio negro” para referirse a los filipinos. Una “cifra extraordinariamente alta” de soldados negros desertaron durante la campaña de Filipinas.
William Simms escribió desde Filipinas:
Me impresionó una pregunta que me hizo un niño pequeño filipino que venía a decir: ¿Por qué vienen los negros americanos a luchar contra nosotros, cuando nosotros somos muy amigos suyos y no les hemos hecho nada? ¿Por qué no lucháis en América contra los que queman negros?
Un soldado de infantería llamado William Fulbright escribió desde Manila, en junio de 1901, al director de un periódico de Indianapolis “Esta lucha en las islas no ha sido más que un enorme plan de expoliación y de opresión”.
Mientras tenía lugar la guerra contra los filipinos, en América, un grupo de negros de Massachusetts envió una carta al presidente McKinley:
Hemos decidido enviarle una carta abierta, a pesar de su extraordinario, de su incomprensible silencio sobre el tema de nuestros males. Usted ha visto nuestros sufrimientos. Ha presenciado desde su alta position nuestras horribles miserias y las injusticias contra nosotros y, sin embargo en ningún momento, en ninguna ocasión ha dicho una palabra a favor nuestro.
De común acuerdo, con una ansiedad que retorcía nuestros corazones con miedos y crueles esperanzas, la gente de color de Estados Unidos nos dirigimos a Usted cuando Wilmington (Carolina del Norte) estuvo en las garras de una sangrienta revolución durante dos días y noches terribles, cuando a los negros -que no eran culpables de ninguna ofensa, excepto del color de su piel y el deseo de ejercer sus derechos de ciudadanos americanos- se les mató como a perros en las calles de esa infausta ciudad por falta de ayuda federal que Usted no proporcionó.
Y cuando poco después hizo su visita por el sur, vimos cómo atendía astutamente al prejuicio racista sureño. Cómo predicaba paciencia, laboriosidad y moderación a sus conciudadanos negros, que habían sufrido durante mucho tiempo; y cómo predicaba patriotismo, patriotería e imperialismo a sus conciudadanos blancos…
La “paciencia, laboriosidad y moderación” predicadas a los negros, y el “patriotismo” predicado a los blancos no cuajaron del todo. En los primeros años del siglo XX, y a pesar de toda la demostración de poder del Estado, muchísimos negros, blancos, hombres y mujeres se hicieron impacientes, inmoderados y poco patriotas.
Capítulo 13
EL RETO SOCIALISTA
La guerra y la patriotería podían posponer, pero no suprimir del todo, la ira de clase generada por las realidades de la vida cotidiana. Cuando comenzó el siglo XX, esa ira emergió de nuevo. Emma Goldman, anarquista y feminista, forjó su conciencia política con el trabajo en las fábricas, las ejecuciones de Haymarket, la huelga en Homestead, la larga condena en prisión de su amante y camarada Alexander Berkman, la depresión de la década de 1890, las jornadas de huelga en Nueva York y su propio confinamiento en la isla de Blackwell. Algunos años después de la guerra hispanoamericana habló en un mítin:
¡Cómo bullían de indignación nuestros corazones contra los malvados españoles! Pero cuando se hubo disipado el humo, enterraron a los muertos y pasaron la factura de la guerra a la gente con un aumento del precio de los productos y los alquileres -es decir, cuando se nos pasó la embriaguez de nuestra juerga patriótica- de repente caímos en la cuenta de que la causa de la guerra hispano-americana era el precio del azúcar… que las vidas, la sangre y el dinero del pueblo americano se usaron para proteger los intereses de los capitalistas americanos.
Mark Twain no era ni anarquista ni radical. En 1900, a la edad de sesenta y cinco años, ya era un escritor de fama mundial de historias tragicómicas y americanas hasta la médula. Observó cómo Estados Unidos y otros países occidentales andaban por el mundo y, a comienzos de siglo, escribió en el Herald de Nueva York “Os traigo esta majestuosa matrona llamada cristiandad, que vuelve manchada, mancillada y deshonrada de sus incursiones piratas en Kaao-Chou, Manchuria, Sudáfrica y Filipinas, con el alma llena de mezquindades, el bolsillo lleno de “boodle” y la boca llena de piadosas hipocresías”
A comienzos del siglo XX, había escritores que hablaban a favor del socialismo y que criticaban duramente el sistema capitalista. Y no eran oscuros panfletistas, sino que se encontraban entre las más famosas figuras literarias americanas: Upton Sinclair, Jack London,
Theodore Dreiser y Frank Norris.
La novela de Upton Sinclair The Jungle, publicada en 1906, llamó la atención sobre las condiciones de las fábricas empaquetadoras de carne en Chicago, que impresionaron a todo el país y provocaron peticiones de leyes que regulasen la industria cárnica. Narrando la historia de un trabajador inmigrante, esta novela hablaba también de socialismo, de lo maravillosa que podría ser la vida si la gente poseyera, trabajara y compartiera de modo cooperativo las riquezas de la Tierra. The Jungle se publicó por primera vez en el periódico socialista Appeal to Reason, luego lo leyeron millones de personas en forma de libro y se tradujo a diecisiete idiomas.
Una de las influencias en el pensamiento de Upton Sinclair fue un libro de Jack London, People of the Abyss. London era un miembro del Partido Socialista. Hijo de madre soltera, procedía de una barriada de San Francisco. Había sido repartidor de periódicos, trabajador en una fábrica de conservas, marinero, pescador, había trabajado en una fábrica de yute y en una lavandería. Viajaba sin pagar en trenes que iban a la costa este, un policía le aporreó en las calles de Nueva York, le arrestaron por Vagabundeo en las cataratas del Niágara; en la cárcel, vio cómo golpeaban y torturaban a los presos, cogía ostras furtivamente en la bahía de San Francisco. Leyó a Flaubert, Tolstoy, Melville y el Manifiesto Comunista, predicó el socialismo en los campamentos de buscadores de oro de Alaska durante el invierno de 1896, regresó navegando 2.000 millas por el mar de Bering y se convirtió en un escritor de novelas de aventuras de fama mundial.
En 1906 escribió la novela The Iron Heel (El talón de hierro), con su advertencia sobre una América fascista y su ideal sobre una hermandad socialista. A lo largo de la novela y a través de sus personales, acusa al sistema:
En vista del hecho de que el hombre moderno vive de forma más desgraciada que el hombre de las cavernas y de que su capacidad de producción es mil veces mayor que la del hombre de las cavernas, no cabe más conclusión que la de que la clase capitalista ha hecho una mala gestion, criminal y egoístamente.
Y junto con este ataque, una visión:
No destruyamos esas maravillosas máquinas que producen de manera eficiente y barata. Controlémoslas. Beneficiémonos de su eficiencia y economía. Manejémoslas en interés propio. Eso, caballeros, es el socialismo.
Era una época en la que hasta una figura literaria autoexiliada en Europa y poco propensa a hacer declaraciones políticas, Henry James, visitó Estados Unidos en 1904 y vio el país “como un jardín de Rappacini, en el que se encontraban todas las variedades de las venenosas plantas de la pasión por el dinero”.
Los “reveladores de escándalos”, que sacaban a la luz el lodo y la porquería, contribuyeron al ambiente de disidencia, diciendo simplemente lo que veían. Algunas de las nuevas revistas de masas publicaron -irónicamente, para sacar beneficios- artículos como “Denuncia de la compañía petrolífera Standard Oil, por Ida Tarbell”, o “Historias de corrupción en las ciudades americanas más importantes, por Lincoln Steffens”.
En 1900, ni el patriotismo de la guerra, ni la canalización de la energía en las elecciones podían disfrazar los problemas del sistema. Saltó a la luz el proceso de concentración empresarial; se veía más claramente el control de los banqueros. Como la tecnología se desarrollaba y las corporaciones crecían, necesitaban un mayor capital y eran los banqueros quienes tenían ese capital. En 1904 ya se habían consolidado más de mil líneas de ferrocarril en seis grandes asociaciones, cada una de ellas aliada con los intereses de Morgan y Rockefeller.
A Morgan siempre le había gustado la regularidad, la estabilidad y la capacidad de predicción.
Pero ni siquiera Morgan y sus socios tenían el control completo de un sistema así. En 1907, hubo un pánico, un colapso financiero y una crisis. Es cierto que las corporaciones muy grandes no sufrieron, pero después de 1907, los beneficios no eran tan grandes como querían los capitalistas, la industria no crecía tan rápido como podía hacerlo y los empresarios comenzaron a buscar formas de reducir costes.
Una de esas formas era el taylorismo. Frederick W Taylor había sido capataz en una compañía siderúrgica y analizó concienzudamente cada empleo en la fábrica. Ideó un sistema bien detallado de división del trabajo y acrecentó la mecanización y los sistemas salariales a destajo para incrementar la producción y los beneficios. El propósito del taylorismo era hacer a los trabajadores intercambiables, capaces de hacer las tareas sencillas que requería la nueva división del trabajo, como si fueran piezas standard, despojadas de individualidad y humanidad, comprados y vendidos como mercancías.
Era un sistema muy adecuado para la nueva industria del automóvil. En 1909, Ford vendió 10.607 coches; en 1913, 168.000; en 1914, 248.000 (el 45% del total de los coches producidos). Los beneficios: 30 millones de dólares.
Ahora que los inmigrantes componían una gran parte de la mano de obra, el taylorismo -con sus sencillos trabajos no cualificados- se hizo más factible. En la ciudad de Nueva York, los nuevos inmigrantes iban a trabajar a fábricas que les explotaban. El poeta Edwin Markham escribió, en enero de 1907, en la revista Cosmopolitan:
En habitaciones sin ventilación, las madres y los padres cosen día y noche. Los que trabajan en las casas explotadoras deben trabajar por menos dinero que los que trabajan en las fábricas explotadoras… y a los niños que están jugando, les llaman para trabajar junto a sus padres…
¿No es cruel una civilización que permite que se agoten esos pequeños corazones y se aplasten los hombros bajo las responsabilidades de los adultos, mientras en los bonitos bulevares de esa misma ciudad, una dama luce a un perro engalanado y lo mima en su regazo de terciopelo?
La ciudad se convirtió en un campo de batalla. El 10 de agosto de 1905, el Tribune de Nueva York informó que una huelga en la panadería de Federman, en el Lower East Side, acabó violentamente cuando Federman utilizó esquiroles para continuar produciendo:
Ayer noche temprano, los huelguistas o sus simpatizantes destrozaron la panadería de Philip Federman en el número 183 de la calle Orchard, entre escenas del más tumultuoso alboroto. Los policías rompieron cabezas a diestro y siniestro con sus porras, después de que la muchedumbre zarandeara a dos de los policías…
En Nueva York había quinientas fábricas de ropa. Una mujer recordaba más tarde las condiciones de trabajo:
En esos agujeros malsanos, todos nosotros, hombres, mujeres y jóvenes ¡trabajábamos entre setenta y ochenta horas semanales, incluidos los sábados y domingos! El sábado por la tarde, colgaban un cartel que decía: “Si no venís el domingo, no hace falta que vengáis el lunes”. Los sueños infantiles de un día de fiesta se hicieron añicos. Nosotros llorábamos porque, después de todo, éramos sólo unos niños…
En el invierno de 1909, las mujeres de la Compañía de Blusas Triángulo se organizaron y decidieron ir a la huelga. Pronto marcharon en la manifestación de piquetes, bajo el frío y sabiendo que no podían vencer mientras continuasen funcionando las demás fábricas. Convocaron un mítin masivo junto a los trabajadores de las otras empresas. Una adolescente, Clara Lemlich -una oradora elocuente a quien aún se le veían las señales de una paliza recibida recientemente en la marcha de piquetes- se puso en pie: “Propongo que se declare una huelga general ahora mismo”. La asamblea se puso frenética y votaron ir a la huelga.
Una de las huelguistas, Pauline Newman, recordaba años después el comienzo de la huelga general:
Miles y miles de obreras abandonaban todas las fábricas, todas bajando hacia la plaza Unión. Era noviembre y el frío invierno estaba ya a la vuelta de la esquina. No teníamos abrigos de pieles para calentarnos, pero teníamos un ánimo que nos impulsaba hacia adelante hasta que llegásemos a alguna sala…
El sindicato había esperado que se uniesen a la huelga tres mil personas. Pero se declararon en huelga veinte mil. Cada día se afiliaban mil nuevos miembros al International Ladies Garment Workers Union (Sindicato Internacional de Trabajadoras de la Ropa), que, anteriormente, había contado con pocas mujeres. Las mujeres de color participaron activamente en la huelga, que se prolongó durante todo el invierno, a pesar de la policía, los esquiroles, los arrestos y la cárcel. Las trabajadoras consiguieron sus peticiones en más de trescientas fábricas. Ahora, las mujeres se convirtieron en funcionarias dentro del sindicato. Pauline Newman recuerda:
Aún puedo ver a la gente joven, mujeres en su mayoría, caminando sin importarles lo que pudiera pasar… hambre, frío, soledad… ese día concreto no les importaba; había llegado su día. Tratábamos de educarnos a nosotras mismas. Yo invitaba a las chicas a mis habitaciones y nos turnábamos para leer poesía en inglés, para mejorar nuestra comprensión del idioma. Uno de nuestros poemas favoritos era “La máscara de la anarquía” de Percy Bysshe Shelley:
“Rise like lions after slumber.
In unvanquishable number!
Shake your chains to earth, like dew Which in sleep had fallen on you Ye are many, they are few!” .
Las condiciones en la fábricas no cambiaron mucho. La tarde del 25 de marzo de 1911, un incendio en la Compañía de Blusas Triángulo, que empezó en un cubo de trapos, se extendió por las plantas octava, novena y décima, demasiado alto para que pudiesen llegar las escaleras de los bomberos. El jefe de bomberos de Nueva York había dicho que las escaleras sólo podían llegar al séptimo piso. Pero la mitad de los 500.000 trabajadores de Nueva York pasaban todo el día, quizá doce horas, por encima de la planta séptima. Las leyes requerían que las puertas de las fábricas se abriesen hacia fuera. Pero en la Compañía Triángulo se abrían hacia dentro. La ley decía que no debían cerrarse las puertas con pestillo durante la jornada laboral, pero en la Compañía Triángulo normalmente cerraban las puertas con pestillo, para que la compañía pudiera controlar a los empleados. Así que, atrapadas, las jóvenes murieron quemadas en sus mesas de trabajo o aplastadas contra la puerta de salida cerrada con llave, o tirándose por los huecos de los ascensores, donde morían. El World de Nueva York informaba:
Hombres, mujeres, muchachos y muchachas se amontonaban en las repisas de las ventanas gritando, y se arrojaban desde lo alto a las calles. Saltaban con sus ropas en llamas… Las chicas se abrazaban y saltaban -lastimoso compañerismo nacido al borde de la muerte.
Cuando terminó el incendio, 146 trabajadores de la Compañía Triángulo, mujeres en su mayoría, habían muerto quemadas o aplastadas. En Broadway, hubo un desfile en su memoria en el que marcharon 100.000 personas.
Hubo más incendios y más accidentes. Según un informe de la Commission on Industrial Relations (Comité de Relaciones Industriales), en 1914 murieron 35.000 trabajadores en accidentes industriales y 700.000 resultaron heridos.
La sindicalización iba en aumento, pero un 80% estaba en la
American Federation of Labor (AFL, Federación Laborista Americana), un sindicato exclusivo -casi todos hombres, blancos y trabajadores cualificados. En 1910, a pesar de constituir una quinta parte del total de la mano de obra, tan sólo una de cada cien mujeres pertenecía a un sindicato.
En 1910, los trabajadores negros ganaban un tercio de lo que ganaban los blancos. También ellos estaban excluidos de la American Federation of Labor.
Pero en la realidad de la lucha, los trabajadores normales y corrientes a veces superaban tales separaciones. Mary McDowell narraba la formación de un sindicato femenino en los corrales de ganado de Chicago:
Esa noche ocurrió algo emocionante cuando una joven irlandesa gritó desde la puerta “Una hermana de color pide que la admitamos, ¿qué le digo?” Otra joven irlandesa que estaba sentada en una silla respondió “¡Admítela, por supuesto, y todas vosotras dadle una calurosa bienvenida!”
En 1907, durante una huelga general en los diques de Nueva Orleans que implicó a diez mil trabajadores (estibadores, camioneros y cargadores), los blancos y los negros lucharon hombro con hombro a lo largo de veinte días.
Pero esas eran las excepciones. En general, el negro era excluido del movimiento sindical. En 1913, W.E.B. Du Bois escribía: “El resultado de todo esto ha sido que el negro americano se ha convencido de que su peor enemigo no es el patrón que le roba, sino su compañero blanco”.
Para la Federación Laborista Americana el racismo resultaba práctico. La exclusión de mujeres y extranjeros también lo era, porque éstos eran en su mayoría trabajadores no cualificados, y la AFL, monopolizando la oferta de trabajadores cualificados, podía obtener mejores condiciones para ellos, dejando a la mayoría de los trabajadores en la estacada.
Los empleados de la AFL ganaban buenos sueldos, se codeaban con los patrones y hasta alternaban en la alta sociedad. Estaban a salvo de la crítica mediante asambleas estrechamente controladas, y por escuadrones de gorilas -matones a sueldo- que al principio se usaron contra los esquiroles, pero que al cabo de un tiempo sirvieron para intimidar y golpear a los oponentes dentro del sindicato.
Ante esta situación -terribles condiciones de trabajo y exclusivismo en la organización sindical- los trabajadores necesitaban un cambio radical. Dándose cuenta de que las raíces de su miseria estaban en el sistema capitalista, empezaron a trabajar por un nuevo tipo de sindicato. Una mañana de junio de 1905 se reunió en un local de Chicago una convención de doscientos socialistas, anarquistas y sindicalistas radicales de todos los Estados Unidos. Estaban fundando el sindicato IWW -Industrial Workers ol the World (Trabajadores Industriales del Mundo). Big Bill Haywood, un líder de la Federación de Mineros del Oeste, recordaba en su autobiografía cómo cogió un trozo de madera que había sobre la tarima y la usó de martillo para abrir la convención.
Además de Haywood, en la tarima de los oradores estaban Eugene Debs -líder del Partido Socialista- y Madre Mary Jones -una mujer de pelo blanco de setenta y cinco años, que era organizadora de Mineros Unidos de América. La convención redactó una constitución, cuyo preámbulo decía:
Camaradas trabajadores… Esto es el Congreso Continental de la Clase Obrera. Estamos aquí para unir a los trabajadores de este país en un movimiento obrero que tendrá como propósito la emancipación de la clase obrera de la esclavitud del capitalismo…
La clase obrera y los empresarios no tienen nada en común. No puede haber paz mientras millones de trabajadores padezcan hambre y necesidad, y los pocos que componen la clase empresarial disfrutan de todas las comodidades de la vida.
La lucha entre estas dos clases debe continuar hasta que todos los trabajadores se unan en el campo político, así como en el industrial y tomen lo que producen con su trabajo, mediante una organización económica de clase obrera sin afiliación a ningún partido político…
Los del IWW (o los Wobblies , como se acabarían conociendo por razones que no están del todo claras) aspiraban a organizar a todos los trabajadores de cualquier sector en “Un Gran Sindicato”, sin divisiones por sexo, raza o habilidades. Eran contrarios a hacer contratos con el patrón, porque esto había evitado muy a menudo el que los trabajadores hiciesen huelga por su cuenta o en solidaridad con otros trabajadores, convirtiendo a los afiliados de los sindicatos en esquiroles. Los Wobblies creían que las negociaciones que llevaban a cabo los líderes sustituían a la lucha continua de la gente común.
Hablaban de una “acción directa”:
Acción directa significa acción industrial directamente por, para y de los propios trabajadores, sin la ayuda traicionera de falsos líderes sindicales o de políticos intrigantes. Una huelga iniciada, controlada y solucionada por los trabajadores directamente afectados es acción directa… acción directa es democracia industrial.
La gente de la IWW era militante, valiente. En McKees Rocks (Pennsylvania), lideraron en 1909 una huelga de seis mil trabajadores contra una filial de la Compañía Siderúrgica Americana, desafiando a los soldados de caballería del Estado. Prometieron matar a un soldado por cada trabajador asesinado (en un enfrentamiento armado, murieron cuatro huelguistas y tres soldados de caballería) y se las arreglaron para mantener tomadas las fábricas hasta que ganaron la huelga.
En esta época las ideas anarco-sindicalistas se estaban desarrollando con fuerza en España, Italia y Francia. Según ellas, los trabajadores no se harían con el poder o con la maquinaria estatal mediante una rebelión armada, sino paralizando el sistema mediante una huelga general; y una vez tomado el poder, lo usarían para el bien general. Un organizador del IWW Joseph Ettor, dijo:
Si los trabajadores del mundo quieren vencer, lo único que tienen que hacer es reconocer su propia solidaridad. Sólo tienen que cruzarse de brazos y el mundo se parará. Son más peligrosos los trabajadores con las manos en los bolsillos que todas las propiedades de los capitalistas…
Era una idea inmensamente poderosa. En los diez apasionantes años que siguieron a su fundación, el IWW llegó a ser una amenaza para la clase capitalista, justo cuando el crecimiento capitalista era gigantesco y los beneficios enormes. El IWW nunca tuvo más de cinco mil o diez mil afiliados a la vez; la gente entraba y salía, y pasaron por él unos cien mil miembros. Pero su energía, su persistencia, lo que inspiraban, su habilidad para movilizar a miles de personas en un lugar y en un momento determinado, les hizo tener una influencia en el país que iba mucho más allá del número de afiliados. Viajaban a todas partes (muchos estaban en el paro o eran trabajadores que se trasladaban de un lugar a otro), organizaban, escribían, hablaban, cantaban y difundían su mensaje y su espíritu.
El sistema les atacó con todas las armas que podía reunir -los periódicos, los tribunales, la policía, el ejército y la violencia callejera. Las autoridades locales aprobaban leyes para impedirles hablar. El IWW desafió esas leyes. En Missoula (Montana) -un área minera y maderera- cientos de Wobblies llegaron en furgones, después de que a algunos se les hubiera impedido hablar. Fueron arrestados uno tras otro, hasta que abarrotaron las cárceles y los juzgados y, finalmente, obligaron a la ciudad a revocar su ordenanza anti-discursos.
En 1909 aprobaron en Spokane (Washington), una ordenanza contra los mítines callejeros y arrestaron a un organizador del IWW que insistía en dar un discurso. Miles de Wobblies fueron en manifestación hasta el centro de la ciudad para hablar. Uno por uno dieron su discurso y uno por uno fueron arrestados hasta que seiscientos de ellos acabaron en la cárcel. Las condiciones en prisión eran brutales, y varios hombres murieron en sus celdas, pero el IWW consiguió su derecho a manifestarse.
En San Diego, un Tribunal preguntó a Jack White -un Wobbly arrestado en 1912 en una lucha por la libertad de expresión y sentenciado a seis meses en la cárcel del condado a un régimen de pan y agua- si tenía algo que decir. Un taquígrafo anotó lo que dijo:
He estado sentado día tras día en su sala, y he visto a miembros de mi clase pasar ante este supuesto tribunal de Justicia. Le he visto, juez Sloane, y a otros como usted, mandarles a prisión porque se atrevieron a violar los sagrados derechos de la propiedad. Usted está ciego y sordo a los derechos del hombre a perseguir la felicidad y la vida, y ha aplastado esos derechos para preservar el sagrado derecho de propiedad. Luego me dice que respete la ley. No lo hago. Infringí la ley, como infringiré cada una de sus leyes y todavía vendré ante usted y diré “Al infierno los tribunales”.
También hubo palizas, personas alquitranadas y emplumadas, derrotas. Un miembro del IWW John Stone, cuenta cómo él y otro hombre salieron libres de la cárcel de San Diego a medianoche y fueron obligados a entrar en un automóvil, sacados de la ciudad y golpeados con porras. En 1917 -el año en que Estados Unidos entró en la I Guerra Mundial-, unos vigilantes cogieron al organizador del IWW en Montana, Frank Little, lo torturaron y lo ahorcaron, dejando su cadáver balanceándose en un caballete de ferrocarril.
Joe Hill, un organizador del IWW, escribió docenas de canciones. Eran mordaces, divertidas, con conciencia de clase y estimulantes. Se convirtió en una leyenda, tanto en su época como más tarde. Su canción The Preacher and the slave apuntaba a un blanco favorito del IWW, la Iglesia:
Long-haired preachers come out every night,
Try to tell you what’s wrong and what’s right,
But when asked how ’bout something to eat
They will answer with voices so sweet
You will eat, bye and bye,
In that glorious land above the sky,
Work and pray, live on hay,
You’ll get pie in the sky when you die.
Para su canción Rebel Girl, Joe Hill se inspiró en la huelga de mujeres en las fábricas textiles de Lawrence (Massachusetts), y concretamente en la líder del IWW durante esa huelga, Elizabeth Gurley Flynn:
There are blue-blooded queens and princesses,
Who have charms made of diamonds and pearl,
But the only and Thoroughbred Lady
Is the Rebel Girl.
En noviembre de 1915, acusaron a Joe Hill de haber matado a un tendero en la ciudad de Salt Lake (Utah) en un atraco. No presentaron ante el tribunal ninguna prueba directa que probara que él hubiera cometido el asesinato, pero había indicios parciales suficientes como para que el jurado le considerara culpable. Este caso se hizo famoso en todo el mundo y el gobernador recibió diez mil cartas de protesta. Pero, con ametralladoras custodiando la puerta de la prisión, un pelotón de fusilamiento ejecutó a Joe Hill. Justo un poco antes, Hill había escrito a Bill Haywood “No pierdas tiempo en lamentaciones. Organiza”.
Fue a mediados del invierno, en enero, cuando las tejedoras de una de las fábricas -compuesta por mujeres polacas- vieron, por los sobres que les distribuían, que habían reducido sus salarios. Unos salarios que, antes de eso, ya eran tan bajos que no podían alimentar a sus familias. Pararon los telares y salieron de la fábrica. Al día siguiente, cinco mil trabajadores de otra fábrica abandonaron su trabajo, fueron a otra fábrica, forzaron las puertas, desconectaron los telares y exhortaron a salir a los empleados. Pronto estuvieron en huelga diez mil trabajadores.
Enviaron un telegrama a Joseph Ettor -un italiano de veintiséis años y líder del IWW en Nueva York- para que acudiese a Lawrence y les ayudara a dirigir la huelga. Para las decisiones importantes, establecieron un comité de cincuenta personas, en el que estaban representadas todas las nacionalidades de los trabajadores.
En 1912, el IWW se vio envuelto en una serie de dramáticos acontecimientos en Lawrence (Massachusetts), donde la Compañía de Lana Americana poseía cuatro fábricas. La mano de obra estaba compuesta por familias de emigrantes -portugueses, francocanadienses, ingleses, irlandeses, rusos, italianos, sirios, lituanos, alemanes, polacos y belgas- que vivían en atestadas viviendas de madera inflamable. Su salario medio era de 8,76 dólares semanales. Una doctora de Lawrence, Elizabeth Shapleigh, escribió:
Un número considerable de chicos y chicas mueren en los primeros dos o tres años de trabajo. De cada cien hombres y mujeres que trabajan en la fábrica, treinta y seis mueren a los veinticinco años o antes.
El IWW organizó congregaciones multitudinarias y manifestaciones.
Los huelguistas tenían que proveer de alimento y combustible a 50.000 personas (Lawrence tenía 86.000 habitantes); establecieron comedores públicos y empezó a llegar dinero de todo el país, de sindicatos, de IWW regionales, de grupos socialistas y de particulares. El alcalde mandó salir a la milicia local. El gobernador ordenó que saliera la policía estatal. Pocas semanas después de que empezara la huelga, la policía atacó una manifestación de huelguistas, lo que originó disturbios durante todo el día. Por la noche, dispararon a una huelguista, Anna Lo Pizzo, matándola. Los testigos aseguraron que el crimen lo cometió un policía, pero las autoridades arrestaron a Joseph Ettor y a otro organizador del IWW que había acudido a Lawrence, un poeta llamado Arturo Giovanitti. Ninguno de los dos estuvo en la escena del crimen, pero la acusación decía que “Joseph Ettor y Arturo Giovanitti incitaron, consiguieron y aconsejaron o mandaron cometer dicho crimen a una persona cuyo nombre se desconoce…”
Declararon la ley marcial y prohibieron a los ciudadanos hablar en la calle. Arrestaron a treinta y seis huelguistas y muchos fueron condenados a un año de cárcel. Un martes, 30 de enero, pasaron por la bayoneta a un joven huelguista sirio, John Ramy, que murió. Pero los huelguistas aún estaban en la calle, y las fábricas seguían paradas. Ettor dijo “Las bayonetas no pueden tejer ropa”.
En febrero, los huelguistas comenzaron a tomar las fábricas en masa, de siete mil a diez mil piquetes en una cadena interminable. Pero se estaban quedando sin comida y sus hijos tenían hambre. Un periódico socialista, el Call de Nueva York, propuso que mandasen a los hijos de los huelguistas a familias solidarias de otras ciudades para que les cuidaran mientras durase la huelga. El IWW y el Partido Socialista comenzaron a organizar el éxodo de los niños, examinando solicitudes de familias que los querían y planeando exámenes médicos para los pequeños.
El 10 de febrero, más de cien niños, de edades comprendidas entre los cuatro y los catorce años, salieron de Lawrence hacia Nueva York. Cinco mil socialistas italianos les recibieron en la Gran Estación Central, cantando la Marsellesa y la Internacional. La semana siguiente llegaron a Nueva York otros cien niños y treinta y cinco a Barre (Vermont). Era evidente que si cuidaban a los niños, los huelguistas podrían continuar la huelga, porque su ánimo era grande. Los funcionarios de Lawrence, citando un estatuto sobre negligencia infantil, dijeron que no permitirían salir de Lawrence a más niños. A pesar del edicto, el 24 de febrero, reunieron a un grupo de cuarenta niños para ir a Filadelfia. La estación de ferrocarril estaba llena de policías. Un miembro del Comité de Mujeres de Filadelfia describió a los congresistas la escena que siguió:
Cuando se acercaba la hora de partir, los niños -que formaban de dos en dos en una larga y ordenada procesiónestaban a punto de subir al tren cuando los policías nos rodearon con sus porras, pegando a diestro y siniestro…
Una semana después, la policía rodeó a unas mujeres que volvían de un mítin y las aporrearon. Llevaron inconsciente al hospital a una mujer embarazada que dio a luz a un niño muerto. Pero las huelguistas resistieron y continuaron desfilando y cantando. La Compañía de Lana Americana decidió darse por vencida. Ofreció aumentos del 5 al 11% (los huelguistas insistieron en que los mayores aumentos fueran para los peor pagados), que cada hora extraordinaria contase como una hora y cuarto, y no discriminar a los que habían hecho huelga. El 14 de marzo de 1912, se reunieron diez mil huelguistas en el ayuntamiento de Lawrence y con Bill Haywood presidiendo el acto, votaron dar por concluida la huelga. Ettor y Giovanitti fueron a juicio. Por todo el país les apoyaban cada vez más. Hubo manifestaciones en Nueva York y Boston; el 30 de septiembre, quince mil trabajadores de Lawrence hicieron huelga para mostrar su apoyo a los dos hombres. Un Jurado declaró inocentes a Ettor y Giovanitti, y esa tarde se reunieron en Lawrence diez mil personas para celebrarlo. El IWW se tomó en serio su eslogan “Un Gran Sindicato”. Cuando organizaban una fábrica o una mina, incluían a las mujeres, a los extranjeros, a los trabajadores negros y a los trabajadores más humildes y peor cualificados.
En 1900, había 500.000 mujeres oficinistas, cuando en 1870 había 19.000. Muchas mujeres trabajaban de telefonistas, dependientas o enfermeras. Medio millón eran profesoras. Las maestras fundaron una Liga de Profesoras, que luchaba contra el despido automático de las mujeres que quedaban embarazadas. En una ciudad de Massachusetts se pusieron junto al consejo escolar las siguientes “Reglas para Profesoras”:
1. No se case.
2. No salga de la ciudad en ningún momento sin el permisodel consejo escolar.
3. No frecuente la compañía de hombres.
4. Esté en casa entre las 20 h. y las 6 h.
5. No pierda el tiempo en las heladerías del centro.
6. No fume.
7. No suba a un coche con ningún hombre que no sea supadre o su hermano.
8. No se vista con colores llamativos
9. No se tiña el pelo.
10. No se ponga ningún vestido que quede a más de dospulgadas por encima del tobillo.
En 1909, la Guía de la Liga Industrial del Sindicato de Mujeres escribía sobre las mujeres en las lavanderías:
¿Qué os parecería planchar una camisa cada minuto? ¡Imaginaros estar junto a una máquina de planchar justo encima de los servicios, con el vapor caliente subiendo por las rendijas del suelo, durante 10, 12, 14 y a veces 17 horas diarias! El Sindicato de Lavanderías… de una ciudad redujo esta larga jornada a 9 horas y ha aumentado los salarios un 50%.
Hacia finales de siglo, se multiplicaron las luchas huelguísticas. En la década de 1890, hubo unas mil huelgas al año. Hacia 1904, ya había cuatro mil huelgas anuales. Una y otra vez, la ley y el ejército se pusieron de parte del rico. En esa época, cientos de miles de americanos empezaron a pensar en el socialismo.
En 1904, tres años después de la fundación del Partido Socialista, Eugene Debs escribía:
El sindicato “puro y simple” del pasado no responde a las necesidades de hoy… Habría que enseñar a los miembros de un sindicato que el movimiento laborista significa más, infinitamente más, que un ínfimo aumento salarial y la huelga necesaria para asegurarlo, que su objetivo más alto es despojar al sistema capitalista de la propiedad privada de las herramientas de trabajo, abolir la esclavitud salarial y conseguir la libertad de toda la clase trabajadora y, de hecho, de toda la humanidad…
Debs se había hecho socialista estando en prisión durante la huelga de Pullman. Ahora, era el portavoz de un partido que le había nominado cinco veces como su candidato presidencial. Hubo un momento en el que el partido contó con 100.000 afiliados y 1.200 funcionarios en 340 municipios. El periódico principal del partido, Appeal to Reason, en el que escribía Debs, contaba con medio millón de suscriptores, y había muchos otros periódicos socialistas por todo el país, así que, en total, alrededor de un millón de personas leía la prensa socialista.
El socialismo saltó de los pequeños círculos de inmigrantes urbanos -socialistas judíos y alemanes que hablaban sus propios idiomas- y se hizo americano. La organización estatal socialista más poderosa estaba en Oklahoma que, en 1914, contaba con doce mil afiliados que pagaban sus cuotas (más que en el estado de Nueva York), y eligió a más de cien socialistas para los ayuntamientos, incluyendo seis en la legislatura del estado de Oklahoma.
Había cincuenta y cinco semanarios socialistas en Oklahoma, Texas, Luisiana, Arkansas, y campamentos de verano que atraían a miles de personas.
Las mujeres socialistas formaban parte del movimiento feminista de comienzos de la primera década del siglo. Según Kate Richards O’Hare -líder socialista de Oklahoma- las socialistas neoyorquinas estaban maravillosamente organizadas. En 1915, durante la primera campaña en Nueva York para lograr un referéndum sobre el sufragio femenino, un día, en la cúspide de la campaña, distribuyeron 60.000 folletos en inglés y 50.000 en judeoalemán; vendieron 2.500 libros de un centavo y 1.500 de cinco centavos, pusieron 40.000 pegatinas y celebraron 100 mítines.
Pero ¿no tenían las mujeres problemas que iban más allá de los políticos y económicos y que no se solucionarían automáticamente con un sistema socialista? Una vez que se corrigiera la base económica de la opresión sexual ¿se daría la igualdad? ¿Tenía sentido luchar por el voto o por algo que no fuera el cambio revolucionario? A medida que crecía el movimiento feminista -a comienzos del siglo XX-, y a medida que las mujeres podían expresarse más y se organizaban, protestaban, hacían manifestaciones por el voto y por el reconocimiento de igualdad en todas las esferas -incluidos el matrimonio y las relaciones sexuales-, la discusión se hizo más peliaguda.
Cuando, a los ochenta años, Susan Anthony fue a escuchar a Eugene Debs (veinticinco años antes, él había ido a escucharla a ella y no se habían encontrado desde entonces) se dieron un cálido apretón de manos y sostuvieron una breve conversación. Ella le dijo, riéndose “Dadnos el sufragio y os daremos el socialismo”. Debs respondió “Dadnos el socialismo y os daremos el sufragio”. Hubo mujeres que insistían en unir los objetivos del socialismo y del feminismo, como Crystal Eastman, que imaginaron nuevas formas alternativas al matrimonio tradicional, en las que los hombres y las mujeres conviviesen y mantuvieran su independencia. Eastman era socialista, pero una vez escribió que una mujer “sabe que toda la esclavitud de la mujer no se resume en el sistema mercantil, ni la caída del capitalismo asegura su completa emancipación”. En los primeros quince años del siglo XX, había más mujeres que componían la mano de obra y con más experiencia en las luchas laboristas. Algunas mujeres de clase media, conscientes de la opresión hacia las mujeres y deseosas de hacer algo, estaban yendo a la universidad y tomando conciencia de sí mismas como algo más que amas de casa.
Estaban desafiando la cultura de las revistas de masas, que difundían el mensaje de la mujer como compañera, esposa y ama de casa. Algunas de estas feministas se casaron; otras no. Pero todas luchaban contra el problema de las relaciones con los hombres, como Margaret Sanger -pionera en la educación del control de la natalidad- que sufrió un colapso nervioso dentro de un matrimonio aparentemente feliz pero opresivo. Tuvo que abandonar marido e hijos para seguir su carrera profesional y sentirse plena otra vez. En su libro Woman and the New Race, Sanger había escrito: “Ninguna mujer puede considerarse libre si no posee y controla su propio cuerpo. Ninguna mujer puede considerarse libre hasta que pueda elegir conscientemente si será madre o no”. Era un problema complicado. Por ejemplo, Kate Richards O’Hare creía en el hogar pero pensaba que el socialismo lo mejoraría. Por otro lado, Elizabeth Gurley Flynn escribió en su autobiografía Rebel Girl (La chica rebelde):
La vida doméstica y posiblemente una familia numerosa no tenían atractivo para mí… quería hablar y escribir, viajar, conocer gente, ver lugares, organizar para el IWW. No veía ninguna razón por la que yo como mujer tenía que renunciar a mi trabajo para hacer todo esto.
Aunque algunas mujeres de esta época eran radicales, socialistas o anarquistas, aún era mayor el número de mujeres que estaban metidas en la campaña en favor del sufragio. Al movimiento sufragista se unieron veteranas de las luchas sindicales, como Rose Schneiderman, de los Trabajadores de la Ropa. En un mítin del Sindicato del Cobre en Nueva York, Rose respondió a un político que dijo que si se les daba el voto a las mujeres, perderían su feminidad:
En las lavanderías, las mujeres están de pie durante trece o catorce horas, rodeadas de vapor, con un calor terrible y sus manos llenas de almidón caliente. Seguramente, estas mujeres, por meter una papeleta en una urna una vez al año, no perderán ni un ápice más de su belleza y encanto de lo que lo harán estando de pie en fundiciones o lavanderías durante todo el año.
En Nueva York, cada primavera aumentaba el número de personas que acudían a las manifestaciones en favor del sufragio femenino. Un informe de prensa de 1912 decía:
Miles de hombres y mujeres de Nueva York se reunieron a lo largo de toda la Quinta Avenida desde Washington Square donde se formó la manifestación- hasta la Calle 57, donde se disolvió. Bloquearon todas las intersecciones que había en el trayecto de la marcha. Muchos estaban dispuestos a reírse y burlarse, pero nadie lo hizo. La imagen de la impresionante columna de mujeres dando grandes zancadas en filas de a cinco por el medio de la carretera disipó cualquier intención de burla… había doctoras, abogadas, mujeres arquitecto, artistas, actrices y escultoras, camareras, sirvientas, un enorme grupo de trabajadoras industriales… Todas marchaban con una decisión y propósito que dejó boquiabiertas a las multitudes que se alineaban para verlas pasar.
Algunas mujeres radicales eran escépticas. La anarquista y feminista Emma Goldman dijo lo que pensaba -contundentemente, como siempresobre el tema del sufragio femenino:
Nuestro fetiche moderno es el sufragio universal… No hay ninguna razón en absoluto para creer que el voto ha ayudado o ayudará a la mujer en su ascenso hacia la emancipación… El desarrollo de la mujer, su libertad y su independencia deben surgir de sí misma. Primero, reafirmando su personalidad. Segundo, negando a cualquiera el derecho sobre su cuerpo, negándose a tener hijos a menos que lo desee, negándose a ser una sirvienta de Dios, del Estado, de la sociedad, de su marido, de su familia, etc, haciendo su vida más sencilla pero más rica y profunda… Sólo eso, y no el voto, liberará a la mujer…
Helen Keller escribía en 1911 a una sufragista en Inglaterra:
Nuestra democracia no es más que un nombre. ¿Votamos? ¿qué significa eso? Significa que elegimos entre dos facciones de verdaderos autócratas, aunque no lo reconozcan. Elegimos entre Fulano y Mengano… pedís el voto para la mujer… pero vuestros hombres, con sus millones de votos ¿se han liberado de esta injusticia?
Ciega y sorda, Helen Keller luchó con su espíritu y con su pluma. Cuando se hizo socialista abierta y activamente, el Eagle de Brooklyn -que anteriormente la había tratado como a una heroínaescribió que “sus errores surgen de las evidentes limitaciones de su desarrollo”. El Eagle no aceptó su respuesta, pero el Call de Nueva York la publicó. Contaba que cuando una vez se reunió con el director del Eagle de Brooklyn, él la felicitó mucho. “Pero ahora que me he declarado socialista nos recuerda a mí y al público que soy ciega y sorda y especialmente susceptible de error… ” Y añade:
¡Ah, el ridículo Eagle de Brooklyn! ¡Qué pájaro tan poco galante! Es socialmente ciego y sordo, defiende un sistema intolerable, un sistema que es la causa de mucha de la ceguera y sordera físicas que estamos intentando evitar. El Eagle y yo estamos en guerra. Odio el sistema que representa… cuando contraataque, que pelee limpiamente… no es una lucha justa o un buen argumento recordarnos a mí y a los demás que no puedo ver ni oír. Puedo leer. Si tengo tiempo, puedo leer todos los libros socialistas en inglés, alemán y francés. Si el director del Eagle de Brooklyn leyese algunos, sería un hombre más sabio y haría un periódico mejor. Si algún día contribuyo al movimiento socialista con el libro con el que a veces sueño, sé cómo lo titularé: Ceguera Industrial y Sordera Social.
La Madre Jones no parecía especialmente interesada en el movimiento feminista, pero organizaba a trabajadores textiles y mineros, así como a sus esposas e hijos. Una de sus muchas proezas fue la de organizar una marcha de niños a Washington para exigir el fin del trabajo infantil (a comienzos del siglo XX, 284.000 niños de edades comprendidas entre los diez y los quince años trabajaban en las minas, en las fábricas y en las industrias). Jones describía esto:
En la primavera de 1903, fui a Kensington (Pennsylvania ) donde setenta y cinco mil trabajadores textiles estaban en huelga. De éstos, al menos diez mil eran niños pequeños. Los trabajadores estaban en huelga para conseguir una paga mejor y menos horas de trabajo. Cada día iban niños pequeños a la sede del sindicato. A algunos les faltaban las manos, a otros el pulgar, a otros, los dedos hasta los nudillos. Eran criaturitas encorvadas, cargadas de espaldas, flacas…
Les pregunté a algunos de los padres si me dejarían tener a sus hijos e hijas durante una semana o diez días, y prometí devolvérselos sanos y salvos… Un hombre llamado Sweeny era jefe de policía… Un puñado de hombres y mujeres vinieron conmigo. Los niños llevaban en la espalda mochilas que contenían un cuchillo, un tenedor, una taza de hojalata y un plato. Uno de los pequeños tenía un tambor y otro un pífano. Portábamos pancartas que decian “Queremos tiempo para jugar”.
Las mujeres negras se enfrentaban a una doble opresión. En 1912, una enfermera negra escribió a un periódico:
Nosotras, las pobres negras asalariadas del sur, estamos librando una terrible batalla. Para empezar, los negros -que deberían ser nuestros defensores naturales- nos atacan, y, ya estemos en la cocina, lavando ropa en la máquina de coser, tras el carrito del bebé o con la tabla de planchar, no somos más que caballos de tiro, bestias de carga, ¡esclavas!
En los primeros años del siglo XX -llamados por generaciones de estudiosos blancos “el período progresista”- se denunciaban linchamientos cada semana, era el punto más bajo para los negros, del norte y del sur, “el nadir”, como lo llama el historiador negro Rayford Logan. En 1910, había en Estados Unidos 10 millones de negros, de los que 9 millones vivían en el sur.
El gobierno de Estados Unidos (entre 1901 y 1921, los presidentes fueron Theodore Roosevelt, William Howard Taft y Woodrow Wilson) -ya fuera republicano o demócrata- miró cómo linchaban a los negros, observó disturbios criminales contra los negros en Statesboro, Georgia, Brownswille, Texas y Atlanta, y no hizo nada.
En el Partido Socialista había negros, pero este partido no se desvió mucho de su camino al tratar la cuestión racial. Los negros comenzaron a organizarse. En 1905, W.E.B. Du Bois -que daba clases en Atlanta (Georgia)- envió una carta a líderes negros de todo el país pidiéndoles que acudieran a un Congreso, cerca de las cataratas del Niágara, justo cruzando la frontera de Buffalo con Canadá. Era el comienzo del “Movimiento Niágara”.
Nacido en Massachusetts, Du Bois -el primer negro que recibió un doctorado de la Universidad de Harvard (1895)- acababa de escribir y publicar su libro The Souls of Black Folk, lleno de fuerza poética. Du Bois era un simpatizante socialista, aunque sólo se afilió al partido por poco tiempo.
Una de las personas que le ayudaron a convocar la asamblea del Niágara fue un joven negro que vivía en Boston, William Monroe Trotter, de ideas militantes, que publicaba un periódico semanal, el Guardian, en el que atacaba las ideas moderadas de Booker T. Washington. Cuando, en el verano de 1903, Washington habló ante una audiencia de dos mil personas en una iglesia de Boston, Trotter y sus partidarios prepararon nueve preguntas provocativas que conmocionaron y desembocaron en peleas. Arrestaron a Trotter y a un amigo suyo, lo que aumentó el espíritu de indignación que llevó a Du Bois a encabezar la asamblea de Niágara El tono del grupo de Niágara era duro:
Nos negamos a permitir que continúe la impresión de que el negro americano asiente cuando le dicen que es inferior, es sumiso bajo la opresión y se excusa cuando le insultan. Puede que nos sometamos por nuestra impotencia, pero el grito de protesta de diez millones de americanos no debe dejar de llegar a oídos de sus compatriotas, mientras América sea injusta.
Un disturbio racial en Springfield (Illinois) impulsó la formación, en 1910, de la NAACP (Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color). Los blancos tenían el liderazgo de la nueva organización, Du Bois era el único dignatario negro. Fue también el primer director del periódico de la NAACP, The Crisis. La NAACP se centraba en acciones legales y en la educación, pero Du Bois representó en esta asociación el espíritu encarnado en la declaración del movimiento del Niágara: “La persistente agitación viril es el camino a la libertad”.
En este período, lo que estaba claro para los negros, las feministas, los organizadores laboristas y los socialistas era que no podían contar con el gobierno nacional.
Es cierto que éste era el “Período Progresista”, el comienzo de la era reformista, pero se trataba de una reforma reacia, cuyo fin era aplacar las sublevaciones populares, no llevar a cabo cambios fundamentales.
Lo que dio a este período el apelativo de “progresista” era el hecho de que se aprobaban nuevas leyes. Bajo el mandato de Theodore Roosevelt, aprobaron la Ley de Inspección de Carnes, la Ley Hepburn para regular los ferrocarriles y oleoductos, y una Ley de Alimentos y Medicamentos Puros. Con el Presidente Taft, la Ley Mann-Elkins hizo que la Comisión de Comercio Interestatal regulara el sistema telefónico y telegráfico. Durante la presidencia de Woodrow Wilson, introdujeron la Comisión de Comercio Federal para limitar el crecimiento de los monopolios y la Ley de la Reserva Federal para regular el sistema financiero y bancario del país. Con Taft, propusieron la Decimosexta Enmienda de la Constitución que haría posible una graduación de impuestos, y la Decimoséptima Enmienda permitía la elección de senadores directamente, mediante el voto popular, en lugar de mediante las legislaturas de los estados, como estipulaba la Constitución original. También en esta época, una serie de estados aprobaron leyes que regulaban los salarios y las jornadas laborales, y proporcionaban inspecciones para comprobar la seguridad en las fábricas y compensaciones para los trabajadores que tuviesen accidentes laborales.
Sin duda, la gente ordinaria se benefició hasta cierto punto de estos cambios. El sistema era rico, productivo y complejo. Podía dar lo bastante de sus riquezas a los suficientes miembros de la clase obrera como para crear un escudo protector entre las capas más bajas de la sociedad y las más altas. Un estudio sobre los inmigrantes en Nueva York entre 1905 y 1915, muestra que el 32% de los italianos y judíos ascendieron, de trabajos manuales a niveles más altos (aunque no mucho más altos).
Pero también era cierto que muchos inmigrantes italianos no consideraban que las oportunidades fuesen lo suficientemente atractivas como para quedarse. En un período de cuatro años, por cada cien italianos que llegaban a Nueva York, sesenta y tres se iban. Sin embargo, los italianos que se hicieron obreros de la construcción, y los judíos que llegaron a ser negociantes y profesionales, constituían una clase media que amortiguaba los conflictos de clases.
Pero las condiciones fundamentales no cambiaron para la inmensa mayoría de los granjeros arrendatarios, los obreros de las fábricas, los habitantes de los suburbios, los mineros, los labriegos, los trabajadores y trabajadoras, blancos o negros.
El nuevo énfasis en un gobierno fuerte tenía como objetivo estabilizar un sistema que beneficiaba a las clases altas. Theodore Roosevelt, por ejemplo, se creó una reputación de “destroza-trusts”, pero dos hombres de J.P. Morgan -Elbert Gary, presidente de U.S. Steel, y George Perkins, que más tarde sería consejero de Roosevelt en las elecciones- concertaron negociaciones privadas con el presidente, para asegurarse de que el “destrozo de trusts” no fuera demasiado lejos.
En 1901, la Bankers’ Magazine escribía “A medida que las finanzas del país han aprendido el secreto de la asociación, están corrompiendo gradualmente el poder de los políticos y los hacen serviles a sus propósitos…”
En 1904, 318 trusts -con un capital de más de siete mil millones de dólares- controlaban el 40% de la industria norteamericana.
Los consejeros de Roosevelt eran industriales y banqueros. Roosevelt, respondiendo a su preocupado cuñado que le escribía de Wall Street, dijo “Tengo intención de ser de lo más conservador, pero en interés de las propias corporaciones, y sobre todo en interés del país”.
Roosevelt apoyó la reformista Ley Hepburn porque tenía miedo de algo peor. Escribió a Henry Cabot Lodge que en el lobby de los ferrocarriles que se oponía al proyecto de ley “son muy miopes por no entender que el rechazarla significa incrementar el movimiento a favor de que los ferrocarriles sean propiedad del gobierno”. Los controles de la ideología se construían hábilmente. En 1900, un profesor y periodista republicano y conservador organizó la National Civic Federation (NCF, Federación Nacional Cívica) cuyo objetivo consistía en mejorar las relaciones entre el capital y el laborismo. Los funcionarios del NCF eran en su mayoría grandes empresarios e importantes políticos nacionales, pero su primer vicepresidente fue, durante mucho tiempo, Samuel Gompers, de la American Federation of Labor.
El NCF buscaba un enfoque más sofisticado con los sindicatos, considerándolos como una realidad inevitable. Preferían, por tanto, llegar a acuerdos con ellos, antes que luchar contra ellos; mejor tratar con un sindicato conservador que enfrentarse a uno militante. Muchos empresarios ni siquiera admitían las insignificantes reformas propuestas por la Federación Cívica, pero el enfoque de la Federación representaba la sofisticación y autoridad del Estado moderno, dispuesto a hacer lo mejor para la clase capitalista en general, aunque esto irritara a algunos capitalistas. La nueva perspectiva se ocupaba de la estabilidad global del sistema, aunque a veces esto fuese en perjuicio de los beneficios a corto plazo. Así, en 1910, la Federación elaboró una propuesta de ley modelo para dar compensaciones a los trabajadores y, al año siguiente, doce estados aprobaron leyes de indemnización o seguros de accidentes. Theodore Roosevelt se enojó cuando ese año el Tribunal Supremo dijo que la ley de indemnización de trabajadores de Nueva York era inconstitucional porque privaba de propiedades a las corporaciones sin el debido proceso legal. Dijo que tales decisiones daban “una inmensa fuerza al Partido Socialista”. En 1920, cuarenta y dos estados ya tenían leyes de indemnización laboral.
Durante este período, también las ciudades aprobaron reformas, muchas de las cuales daban poder a los ayuntamientos, en vez de a los alcaldes, o contrataban a gerentes urbanos. Se trataba de lograr una mayor eficiencia y estabilidad.
El movimiento progresista -ya estuviese liderado por reformadores honestos, como el senador de Wisconsin Robert La Follette o por conservadores disfrazados como Roosevelt (que, en 1912, fue candidato a presidente por el Partido Progresista)- parecía darse cuenta de que estaba parando al socialismo. El Journal de Milwaukee -un órgano progresista- dijo que los conservadores “luchaban ciegamente contra el socialismo… mientras que los progresistas luchaban contra él de forma inteligente, y trataban de remediar los abusos y condiciones que le hacen prosperar”. El movimiento socialista estaba creciendo. Easley hablaba de “la amenaza del socialismo, como muestra su crecimiento en las universidades, iglesias y periódicos”. En 1910, Victor Berger llegó a ser el primer afiliado al Partido Socialista elegido para el Congreso. En 1911, eligieron a setenta y tres alcaldes socialistas y a mil doscientos funcionarios menores en 340 ciudades y pueblos. La prensa habló de “la creciente marea del socialismo”.
¿Lograron las reformas progresistas conseguir lo que se proponían estabilizar el sistema capitalista remediando sus peores defectos, quitarle fuerza al movimiento socialista y restaurar algo de paz entre las clases en una época de choques cada vez peores entre el capital y el laborismo? Hasta cierto punto, quizá sí. Pero el Partido Socialista continuó creciendo. Los IWW continuaban con sus agitaciones. Poco después de que Woodrow Wilson llegara a la presidencia, empezó en Colorado una de las luchas entre los trabajadores y el capital corporativo más encarnizadas y violentas de la historia del país.
Se trataba de la huelga del carbón de Colorado, que comenzó en septiembre de 1913 y culminó con la “Masacre de Ludlow” de abril de 1914. Once mil mineros del sur de Colorado, nacidos en su mayoría en el extranjero -griegos, italianos, serbios- trabajaban para la Colorado Fuel & Iron Corporation, que pertenecía a la familia Rockefeller. Exaltados por el asesinato de uno de sus organizadores, los mineros fueron a la huelga en protesta por los bajos salarios, las condiciones peligrosas y el dominio feudal sobre sus vidas en pueblos completamente controlados por las compañías mineras.
La Madre Jones -en esta época, organizadora de los United Mine Workers- acudió a la zona, exaltó a los mineros con su oratoria y les ayudó en esos primeros meses críticos de la huelga, hasta que la arrestaron, la encerraron en una celda que era como una mazmorra y después la echaron del estado a la fuerza.
Cuando empezó la huelga, desalojaron inmediatamente a los mineros de sus chozas y de los pueblos mineros. Ayudados por el United Mine Workers Union (Sindicato de Mineros Unidos), montaron tiendas de campaña en las colinas cercanas y continuaron desde esas colonias de tiendas con la huelga y la ocupación de las minas. Los pistoleros contratados por las industrias Rockefeller -la agencia de detectives Baldwin-Felts-, usando armas de la marca Gatling y rifles, atacaron por sorpresa las colonias de tiendas.
La lista de los mineros muertos aumentó, pero se mantuvieron firmes, hicieron retroceder a un tren blindado en una batalla armada, y lucharon por mantener alejados a los esquiroles.
Como los mineros resistían y se negaban a rendirse, las minas no podían funcionar. El gobernador de Colorado (a quien un gerente de las minas de Rockefeller llamaba “nuestro pequeño gobernador vaquero”) hizo salir a la Guardia Nacional, y los Rockefeller pagaron los sueldos de la Guardia.
Al principio, los mineros pensaban que mandaban a la Guardia para protegerles y le dieron la bienvenida con banderas y vítores. Pronto descubrieron que estaba allí para acabar con la huelga. En la oscuridad de la noche, la Guardia llevó esquiroles, sin decirles que había una huelga. Los guardias golpearon a los mineros, arrestaron a cientos de ellos y, montados a caballo, arremetieron contra manifestaciones de mujeres en las calles de Trinidad, el pueblo principal de la zona. Pero aún así los mineros se negaban a rendirse. Tras aguantar el frío invierno de 1913-1914, se hizo evidente que habría que tomar medidas extraordinarias para acabar con la huelga.
En abril de 1914 dos compañías de la Guardia Nacional estaban apostadas en las colinas que dominaban la mayor colonia de tiendas de los mineros, la de Ludlow, que albergaba a un millar de hombres, mujeres y niños. La mañana del 20 de abril, comenzaron a atacar las tiendas de campaña con ametralladoras. Los mineros respondieron disparando. Convencieron a su dirigente -un griego llamado Lou Tikas- para que subiera a las colinas con el fin de negociar una tregua y una compañía de guardias nacionales le mató de un disparo. Las mujeres y los niños cavaron hoyos debajo de las tiendas para evitar el tiroteo. Al anochecer, los guardias bajaron de las colinas con antorchas y dieron fuego a las tiendas. Las familias huyeron hacia las colinas. Los guardias mataron con armas de fuego a trece personas de la colonia minera.
Al día siguiente, un instalador de líneas telefónicas que atravesaba las ruinas de la colonia de Ludlow levantó un catre de hierro que cubría un foso en una de las tiendas y encontró los cuerpos carbonizados y retorcidos de once niños y dos mujeres. Este episodio recibió el nombre de la Masacre de Ludlow.
La noticia se difundió rápidamente por todo el país. En Denver, los Mineros Unidos publicaron un “Llamamiento a las armas”: “Reúnan, con propósitos defensivos, todas las armas y munición legalmente disponibles”. Trescientos huelguistas armados marcharon desde otras colonias de tiendas de campaña al área de Ludlow, cortaron cables de teléfono y de telégrafos y se prepararon para la batalla. Los trabajadores del ferrocarril se negaron a llevar soldados de Trinidad a Ludlow. En Colorado Springs, trescientos miembros del Sindicato de Mineros dejaron el trabajo y se dirigieron al distrito de Trinidad, armados con revólveres, rifles y escopetas.
En el mismo Trinidad, los mineros asistieron al funeral por los veintiséis muertos de Ludlow. Después fueron a un edificio cercano donde había armas apiladas para ellos. Cogieron los rifles y se dirigieron a las colinas, destruyendo minas, matando a los guardias de las minas y explosionando pozos mineros. La prensa dijo que “de repente las colinas parecían estar vivas con tantos hombres que venían de todas las direcciones”.
En Denver, ochenta y dos soldados de una compañía que iba a ir a Trinidad en un tren militar se negaron a ir. La prensa dijo “Los soldados declararon que no se implicarían en una matanza de mujeres y niños. Silbaron e insultaron a los 350 hombres que se pusieron en marcha”.
Cinco mil personas se manifestaron bajo la lluvia sobre el césped frente al gobierno del Estado de Denver pidiendo que se juzgara por asesinato a los agentes de la Guardia Nacional en Ludlow y denunciando la complicidad del gobernador. El Sindicato de Cigarreros de Denver hizo una votation y mandaron quinientos hombres armados a Ludlow y Trinidad. En Denver, las mujeres del Sindicato de Fabricantes de Ropa anunciaron que 400 de sus afiliadas se habían ofrecido voluntarias como enfermeras para ayudar a los huelguistas.
Hubo asambleas y manifestaciones por todo el país. Unos piquetes marcharon frente al edificio Rockefeller en el 26 de Broadway, en Nueva York. Un cura protestó frente a la iglesia donde a veces daba sermones Rockefeller y la policía le aporreó.
El New York Times publicó un editorial sobre los acontecimientos de Colorado, que en esos momentos estaban atrayendo la atención internacional. El Times enfatizaba no la atrocidad que había tenido lugar, sino el error táctico que habían cometido. El editorial sobre la masacre de Ludlow comenzaba “Alguien cometió un error…». Dos días después, cuando los mineros estaban armados en las colinas del distrito minero, el Times dijo “Con las armas más mortíferas que se han fabricado, en manos de esos salvajes, vayan a saber hasta dónde llegará la guerra en Colorado a menos que se reprima por la fuerza… el presidente debería olvidarse de México el tiempo suficiente para tomar serias medidas en Colorado”.
El gobernador de Colorado pidió tropas federales para restaurar el orden y Woodrow Wilson accedió. Una vez que se logró esto, la huelga se quedó en agua de borrajas. Llegaron comités del Congreso y escribieron miles de páginas de testimonios. El sindicato no había ganado reconocimiento. Habían matado a sesenta y seis hombres, mujeres y niños y no habían acusado de asesinato a ningún soldado o guardia minero.
Sin embargo, Colorado había sido escenario de un feroz conflicto de clase que había provocado respuestas emocionales por todo el país. Sea cual fuere la legislación que hubieran aprobado, sean cuales fueran las reformas liberales, escritas en los libros o las investigaciones llevadas a cabo, o las palabras de disculpa y reconciliación pronunciadas, era evidente que la amenaza de una rebelión de clase estaba aún ahí, en las condiciones industriales de Estados Unidos, en el indomable espíritu de rebeldía de la clase obrera.
El Times había hecho alusión a México. La mañana en que se habían descubierto los cadáveres en el hoyo de la tienda de campaña de Ludlow, los barcos de guerra americanos estaban atacando Veracruz, una ciudad en la costa de México. La bombardearon, la ocuparon y mataron a cien mexicanos porque México había arrestado a unos marineros americanos y se negaba a disculparse ante Estados Unidos con una salva de veintiún cañonazos.
Pero ¿podían el fervor patriótico y el espíritu militar eclipsar la lucha de clases? En 1914, el desempleo iba en aumento y los tiempos eran cada vez más difíciles. ¿Podían las armas distraer la atención y crear un consenso nacional contra un enemigo externo?
La simultaneidad del ataque a la colonia de Ludlow y el bombardeo de Veracruz, era quizá una mera coincidencia; o quizá una “selección natural de accidentes”, como una vez describió un autor la historia de la humanidad.
Tal vez lo sucedido en México era una respuesta instintiva del sistema para su propia supervivencia, para crear una unidad de propósito bélico en un pueblo desgarrado por conflictos internos El bombardeo de Veracruz fue un pequeño incidente. Pero cuatro meses después estallaría en Europa la Primera Guerra Mundial. 
Capítulo 14
LA GUERRA ES LA SALUD DEL ESTADO
“La guerra es la salud del Estado” dijo el escritor radical Randolph Bourne en plena Primera Guerra Mundial. En efecto, mientras las naciones europeas fueron a la guerra en 1914, los gobiernos prosperaban, el patriotismo florecía, la lucha de clases se aplacaba y enormes cantidades de jóvenes morían en los campos de batalla a menudo por cien metros de tierra, una línea de trincheras. En los Estados Unidos -que todavía no estaban en guerra- había preocupación por la salud del Estado. El socialismo iba en aumento. El IWW parecía estar en todas partes y el conflicto de clases era intenso. En el verano de 1916, durante un desfile del Día de la Preparación en San Francisco, explotó una bomba que mató a nueve personas; detuvieron a dos radicales del lugar, Tom Mooney y Warren Billings, que pasarían veinte años en la cárcel. Poco después, el senador neoyorquino James Wadsworth, al advertir el riesgo de que “nuestra gente se divida en clases”, propuso la instrucción militar obligatoria para todos los hombres. O dicho de otro modo, “tenemos que hacer saber a nuestros jóvenes que tienen una responsabilidad con este país”.
En Europa estaba teniendo lugar la realización suprema de esa responsabilidad, pues diez millones de personas iban a morir en los campos de batalla y veinte millones lo harían de hambre y enfermedades relacionadas con la guerra. Desde entonces, nadie ha sido capaz de demostrar que la guerra haya traído algún beneficio para la humanidad que compensase la pérdida de una sola vida humana. La retórica socialista de que era una “guerra imperialista” nos parece ahora moderada y difícilmente rebatible, porque los países capitalistas avanzados de Europa estaban luchando por fronteras, colonias y esferas de influencia, competían por Alsacia Lorena, los Balcanes, Africa y Oriente Medio.
La guerra estalló poco después del comienzo del siglo XX, en plena exaltación (aunque únicamente en la élite occidental) del progreso y de la modernización.
La matanza comenzó muy rápido y fue a gran escala. En la primera batalla del Marne, los ingleses y los franceses lograron bloquear el avance alemán hacia París. Cada bando sufrió 500.000 bajas. En agosto de 1914, para alistarse voluntario en el ejército británico había que medir 5 pies y 8 pulgadas. En octubre, el requisito ya había bajado a 5 pies y 5 pulgadas. Ese mes hubo treinta mil bajas y entonces uno podía alistarse con 5 pies y 3 pulgadas. En los primeros tres meses de guerra casi todo el ejército británico original fue aniquilado.
Durante tres años, las posiciones de batalla en Francia permanecieron casi invariables. Cada bando avanzaba, retrocedía y volvía a avanzar de nuevo por conseguir unos pocos metros o kilómetros, mientras los cadáveres se amontonaban. En 1916, los alemanes intentaron abrirse paso en Verdún, los británicos y los franceses contraatacaron por todo el Sena, avanzaron unos pocos kilómetros y perdieron 600.000 hombres. En cierta ocasión, el 9° Batallón de la Real Infantería Ligera de Yorkshire emprendió un ataque con ochocientos hombres. Veinticuatro horas después, sólo quedaban ochenta y cuatro.
En Gran Bretaña los ciudadanos no eran informados de la matanza. Lo mismo pasaba en el mando alemán, como escribió Erich Maria Remarque en su gran novela, aquellos días en que las ametralladoras y los morteros destrozaban a miles de hombres, los informes oficiales anunciaban “Sin novedad en el frente occidental”. En julio de 1916, el general británico Douglas Haig ordenó a once divisiones de soldados ingleses que salieran de sus trincheras y avanzasen hacia las líneas alemanas Las seis divisiones alemanas comenzaron a disparar con sus ametralladoras. De los 110.000 atacantes, mataron a 20.000 y otros 40.000 resultaron heridos. Podían verse todos esos cuerpos retorcidos en tierra de nadie, en el fantasmágorico territorio entre las trincheras enfrentadas. El 1 de enero de 1917, Haig fue ascendido a mariscal de campo. Lo que sucedió ese verano aparece concisamente descrito en An Encyclopedia of World History:
Haig continuó con optimismo hacia la ofensiva principal. La tercera batalla de Ypres consistió en una serie de ocho ataques importantes, llevados a cabo bajo un torrente de lluvia en un territorio inundado y fangoso. No consiguieron romper el frente enemigo. Todo lo que ganaron fue unas cinco millas de territorio y les costó a los británicos alrededor de 400.000 hombres.
Los ciudadanos franceses e ingleses no fueron informados del número de bajas. Cuando en el último año de la guerra los alemanes atacaron ferozmente en el Somme y mataron o hirieron a 300.000 soldados británicos, los periódicos londinenses imprimieron lo siguiente:
¿Cómo pueden los civiles ayudar en esta crisis?
Permanezca animado. Escriba alentadoramente a sus amigos del frente. No crea que sabe más que Haig.
En la primavera de 1917, Estados Unidos se adentró en este pozo de muerte y engaño. En el ejército francés empezaban a producirse motines. Pronto hubo motines en 68 de las 112 divisiones y 629 hombres fueron juzgados y condenados, los pelotones de fusilamiento mataron a cincuenta personas. La presencia de tropas americanas era urgente.
El presidente Woodrow Wilson había prometido que Estados Unidos permanecería neutral durante la guerra. “Una nación puede ser demasiado orgullosa para combatir”. Pero en abril de 1917, los alemanes habían anunciado que sus submarinos hundirían cualquier barco que llevase abastecimientos a los enemigos de Alemania y habían hundido unos cuantos barcos mercantes. Ahora Wilson decía que debía apoyar el derecho de los americanos a viajar en barcos mercantes en la zona de guerra.
No era realista esperar que los alemanes tratasen a Estados Unidos como a un país neutral en la guerra, cuando Estados Unidos había estado abasteciendo grandes cantidades de material bélico a los enemigos de Alemania. A comienzos de 1915, un submarino alemán torpedeó y hundió al trasatlántico británico Lusitania. Se hundió en dieciocho minutos y murieron 1.198 personas, incluidos 124 americanos.
Estados Unidos aseguró que el Lusitania llevaba un cargamento inocente y que por tanto, torpedearlo fue una monstruosa atrocidad alemana. Pero de hecho, el Lusitania estaba fuertemente armado: transportaba miles de cajas de munición. Falsificaron la lista de su cargamento para ocultar este hecho y los gobiernos británico y americano mintieron sobre el cargamento.
En 1914 había empezado en Estados Unidos una seria recesión. Pero en 1915 los pedidos bélicos de los aliados (sobre todo de Inglaterra) ya habían estimulado la economía, y para abril de 1917 habían vendido a los aliados mercancías por valor de más de dos mil millones de dólares. Ahora, la prosperidad americana estaba vinculada a la guerra de Inglaterra. Los dirigentes norteamericanos creían que la prosperidad del país dependía en gran medida de los mercados extranjeros. Al comienzo de su presidencia, Woodrow Wilson describió su objetivo como “una puerta abierta al mundo” y en 1914 dijo que apoyaba “la Justa conquista de los mercados extranjeros”.
Con la Primera Guerra Mundial, Inglaterra se convirtió en un mercado cada vez más importante para las mercancías americanas y para los préstamos con intereses. J.P. Morgan y compañía actuaron como agentes de los aliados y empezaron a prestar dinero en cantidades tan grandes que obtenían enormes beneficios y vinculaban estrechamente las finanzas americanas a la victoria británica en la guerra contra Alemania.
Los empresarios y los líderes políticos hablaban de la prosperidad como si no hubiera clases, como si todos se beneficiaran de los préstamos de Morgan. Es cierto que la guerra implicaba una mayor producción y más empleo, pero los trabajadores de las acerías, por ejemplo, ¿ganaban tanto como Aceros Americanos, que, sólo en 1916 obtuvieron un beneficio de 348 millones de dólares? Cuando Estados Unidos entró en la guerra, fueron los ricos quienes se ocuparon aún más directamente de la economía. El financiero Bernard Baruch presidía el Comité de Industria Bélica, la más poderosa de las agencias gubernamentales durante la guerra. Los banqueros, los dueños de las compañías ferroviarias y los empresarios dominaban dichas agencias.
En mayo de 1915, en el Atlantic Monthly apareció un artículo singularmente perspicaz sobre la naturaleza de la Primera Guerra Mundial. Escrito por W.E.B. Du Bois, se titulaba The African Roots of War. Decía que se trataba de una guerra entre imperios. Alemania y los aliados estaban luchando por el oro y los diamantes de Sudáfrica, el coco de Angola y Nigeria, el caucho y el marfil del Congo y el aceite de palmera de la costa oeste. Efectivamente, el ciudadano medio de Inglaterra, Francia, Alemania o Estados Unidos disfrutaba de un nivel de vida más alto que el de antes pero “¿de dónde viene esta nueva riqueza? Viene sobre todo de las naciones más oscuras del mundo, las de Asia y Africa, Centro y Sudamérica, las Indias Occidentales y las islas de los mares del sur”.
Du Bois vio la perspicacia del capitalismo al unir al explotador y al explotado, creando así una válvula de seguridad para el explosivo conflicto de clases: “Ya no es simplemente el príncipe comerciante o el monopolio aristocrático o incluso la patronal los que están explotando al mundo, es la nación, una nueva nación democrática compuesta de un capital y un laborismo unificado “.
Estados Unidos encajaba con la idea de Du Bois. El capitalismo americano necesitaba rivalidad internacional y guerras periódicas para crear una unidad artificial de intereses entre ricos y pobres que suplantase a la genuina comunidad de intereses de los pobres, que se mostraba en movimientos esporádicos. Se necesitaba un consenso nacional para la guerra y el gobierno tuvo que trabajar duro para crear dicho consenso.
Que la gente no mostraba un impulso espontáneo por luchar queda demostrado al ver las duras medidas que se tomaron: reclutamiento forzoso de jóvenes, una elaborada campaña de propaganda por todo el país y severos castigos para los que se negasen a entrar en combate.
A pesar de las estimulantes palabras de Wilson sobre una guerra “para acabar con todas las guerras” y “para convertir el mundo en un lugar seguro para la democracia”, los americanos no se apresuraron a alistarse. Se necesitaba un millón de hombres, pero durante las primeras seis semanas tras la declaración de guerra, sólo se ofrecieron voluntarios 73.000 hombres. En el Congreso, todos votaron a favor del reclutamiento forzoso.
George Creel, un veterano periodista, pasó a ser el propagandista oficial de guerra del gobierno, estableció un Comité de Información Pública para persuadir a los americanos de que la guerra estaba bien. Patrocinó a 75.000 oradores, que dieron 750.000 discursos de cuatro minutos en cinco mil pueblos y ciudades americanas. Era una tentativa masiva para animar a un público reacio.
El día siguiente a la declaración de guerra del Congreso, el Partido Socialista se reunió en Saint Louis en una convención de emergencia y dijo que la declaración era “un crimen contra el pueblo de los Estados Unidos”.
Durante el verano de 1917, las asambleas antibelicistas del Partido Socialista en Minnesota atrajeron a grandes multitudes -a cinco mil, diez mil, veinte mil granjeros- que protestaban por la guerra, por el reclutamiento y por el mercantilismo. Un periódico conservador de Ohio, el Beacon-Journal de Akron, afirmó que si se celebrasen elecciones en esos momentos, una fuerte marea socialista inundaría el medio oeste. Dijo que el país “no se había embarcado nunca en una guerra más impopular”.
En las elecciones municipales de 1917, contra una corriente de propaganda y patriotismo, los socialistas consiguieron un número extraordinario de votos. El candidato socialista para la alcaldía de Nueva York, Morris Hillquit, consiguió un 22% de los votos, cinco veces más votos socialistas de lo que era habitual allí. En la legislatura del estado de Nueva York salieron elegidos diez socialistas. En Chicago, los votos socialistas pasaron del 3,6% en 1915 al 34,7% en 1917. En Buffalo, subieron del 2,6 al 30,2%.
Aunque algunos prominentes socialistas -como Jack London, Upton Sinclair o Clarence Darrow- se declararon favorables a la guerra después de que Estados Unidos entrase en ella, la mayoría de los socialistas continuó oponiéndose.
En junio de 1917, el Congreso aprobó la Ley de Espionaje y Wilson la firmó. Por su nombre, se podría suponer que era una ley contra el espionaje. Sin embargo, contenía una cláusula que estipulaba penas de hasta veinte años de cárcel para “cualquiera que -cuando Estados Unidos esté en guerra- promueva intencionadamente, o intente promover, insubordinación, deslealtad, sedición o se niegue a cumplir con su deber en las fuerzas armadas o navales de los Estados Unidos, o intencionadamente obstruya el reclutamiento o el servicio de alistamiento de Estados Unidos”. La Ley fue utilizada para encarcelar a americanos que hablaron o escribieron en contra de la guerra.
Dos meses después de que se aprobara dicha ley, arrestaron en Filadelfia a un socialista llamado Charles Scherick por imprimir y distribuir quince mil folletos que denunciaban la ley de reclutamiento y la guerra y decían que el reclutamiento era “un acto monstruoso contra la humanidad en interés de los financieros de Wall Street”. Schenck fue acusado, juzgado y condenado a seis meses de cárcel por violar la Ley de Espionaje (resultó ser una de las penas más cortas en este tipo de casos). Schenck apeló, alegando que la Ley, por juzgar la libertad de expresión escrita y oral, violaba la Primera Enmienda “El Congreso no aprobará una ley que reduzca la libertad de expresión o la de prensa”.
¿Estaba Schenck protegido por la Primera Enmienda? La decisión del Tribunal Supremo fue unánime. La escribió su más famoso liberal, Oliver Wendell Holmes:
La protección más estricta de la libertad de expresión no protegería a un hombre que crea una falsa alarma en un teatro gritando “¡fuego!” y siembre el pánico. En cada caso, la cuestión es si las palabras utilizadas se usan en circunstancias tales y son de una naturaleza tal como para crear un peligro inminente y para producir daños considerables que el Congreso tiene el derecho de impedir.
La analogía de Holmes era astuta y atractiva. Pocas personas pensaban que debería otorgarse la libertad de expresión a alguien que siembra el pánico en un teatro gritando “¡fuego!” Pero ¿podía aplicarse esa analogía a la crítica de la guerras? De hecho, ¿no era la propia guerra un peligro más claro, más inminente y más peligroso para la vida humana que cualquier argumento en su contra?
El caso de Eugene Debs pronto llegaría ante el Tribunal Supremo. En junio de 1918, Debs visitó a tres socialistas que estaban en prisión por oponerse al reclutamiento. Después, al otro lado de la calle frente a la prisión, Debs se dirigió a una audiencia a la que mantuvo cautivada durante dos horas. Era uno de los mejores oradores del país y una y otra vez le interrumpían los aplausos y las risas:
Nos dicen que vivimos en una gran república libre, que nuestras instituciones son democráticas, que somos un pueblo libre y autónomo. Incluso para un chiste, esto es demasiado. A lo largo de la historia, se han hecho guerras para conquistar y saquear, eso es la guerra en resumen. Siempre es la clase dominante la que declara las guerras y siempre es la clase oprimida la que lucha en las batallas.
Debs fue arrestado por violar la Ley de Espionaje. Entre el público había jóvenes en edad de reclutamiento y sus palabras “obstruían el reclutamiento o el servicio de alistamiento”.
Sus palabras tenían la intención de hacer mucho más que eso:
Sí, a su debido tiempo nos haremos con el poder de esta nación y de todo el mundo. Vamos a destruir todas las instituciones capitalistas esclavizantes y degradantes. Está saliendo el sol del socialismo. A su debido tiempo atacaremos y cuando triunfe, esta gran causa proclamará la emancipación de la clase obrera y la hermandad de toda la humanidad. (Aplausos ensordecedores y prolongados).
En el juicio, Debs se negó a subir al estrado en su propia defensa o a llamar a un testigo que le fuera favorable. No negaba nada de lo que había dicho, pero antes de que el Jurado comenzara sus deliberaciones, Debs se dirigió a ellos:
Me han acusado de obstruir la guerra. Lo admito, caballeros, detesto la guerra. Me opondría a la guerra aunque fuese el único en hacerlo. Mi solidaridad está con la gente que sufre y que lucha, sean de donde sean. No tiene importancia bajo qué bandera nacieron o dónde viven.
El Jurado le declaró culpable de infringir la Ley de Espionaje. Debs se dirigió al juez antes de que éste dictara sentencia:
Señoría, hace años reconocí mi afinidad con todos los seres vivientes y llegué a la conclusión de que yo no era ni un ápice mejor que el más insignificante de la Tierra. Dije entonces, y digo ahora, que mientras haya una clase oprimida yo estoy en ella, mientras haya un elemento criminal, yo pertenezco a él, mientras haya un alma en prisión, yo no soy libre.
El juez denunció a los que “le arrebatan la espada a esta nación mientras está ocupada en defenderse de una brutal potencia extranjera”. Condenó a Debs a diez años de cárcel.
El Tribunal Supremo no escuchó la apelación de Debs hasta 1919. La guerra ya había terminado, pero Oliver Wendell Holmes, con la unanimidad del Tribunal, confirmó la culpabilidad de Debs. Holmes dijo que Debs suponía “que a los trabajadores no les incumbe la guerra”. Así que -dijo Holmes- “el efecto natural e intencionado” del discurso de Debs había sido obstruir el reclutamiento.
El presidente Wilson se negó a indultar a Debs, que pasó treinta y dos meses en la cárcel. En 1921, a la edad de sesenta y seis años, Debs fue puesto en libertad por orden del presidente Warren Harding.
Bajo la Ley de Espionaje fueron a la cárcel unas novecientas personas, y la prensa colaboró con el gobierno, intensificando el ambiente de miedo hacia los posibles opositores a la guerra. El Literary Digest pedía a sus lectores “recortar y enviarnos cualquier editorial que les parezca sedicioso o traidor”. El New York Times publicó un editorial que decía “Es el deber de todo buen ciudadano comunicar a las autoridades pertinentes cualquier prueba de sedición de la que tengan noticia”.
En el verano de 1917 se formó la American Defense Society (Sociedad para la Defensa Americana). El New York Herald informó
“Más de cien hombres se alistaron ayer en la Patrulla Vigilante Americana, en las oficinas de la Sociedad para la Defensa Americana. La Patrulla se formó para acabar con la oratoria sediciosa en las calles”.
El ministerio de Justicia financió una Liga Protectora Americana que en junio de 1917 ya tenía unidades en seiscientos pueblos y ciudades y casi 100.000 miembros. La prensa publicó que sus miembros eran “los hombres más importantes de sus comunidades… banqueros, ferroviarios, hoteleros”. La Liga interceptó el correo, irrumpió en casas y oficinas y aseguró haber encontrado tres millones de casos de “deslealtad”.
El Comité de Información Pública de Creel anunció que la gente debía “denunciar a aquel que propague historias pesimistas. Denunciarle al ministerio de Justicia”. En 1918, el ministro de Justicia dijo “Puede afirmarse sin miedo a equivocarse que nunca en su historia ha estado este país tan concienzudamente vigilado”.
¿A qué se debían estos enormes esfuerzos? El 1 de agosto de 1917, el New York Herald dijo que, en Nueva York, noventa de los cien primeros reclutas pedían la exención. En Minnesota, los titulares del Minneapolis Journal del 6 y 7 de agosto rezaban: “La oposición al reclutamiento se extiende rápidamente por el estado” y “los reclutas dan direcciones falsas”. En Florida, dos temporeros negros fueron a los bosques con una escopeta y se mutilaron para evitar el reclutamiento: uno se voló cuatro dedos de la mano, el otro, su antebrazo.
El senador Thomas Hardwick de Georgia dijo “Hubo sin duda una oposición general por parte de muchos miles al decreto de la ley de reclutamiento. Numerosas asambleas masivas celebradas en cada rincón del estado protestaron contra el decreto…” Finalmente, clasificaron como prófugos a más de 330.000 hombres.
En Oklahoma, el Partido Socialista y el IWW habían actuado entre los arrendatarios y los aparceros, que formaron un Working Class Union (Sindicato de la Clase Trabajadora). Por todo el país, los objetores al reclutamiento planearon una marcha sobre Washington. Pero antes de que el sindicato pudiera llevar a cabo sus planes, arrestaron a sus miembros en una redada y 450 personas acusadas de rebeldía acabaron en la penitenciaría del estado. Los dirigentes fueron condenados a penas desde tres a diez años de cárcel, los otros, de sesenta días a dos años.
El 1 de julio de 1917, los radicales organizaron en Boston una manifestación contra la guerra, con pancartas en las que se podía leer:
¿Es esta una guerra popular?
¿Por qué el reclutamiento?
¿Quien robó Panamá?
¿Quién aplastó Haití? Exigimos paz.
El Call de Nueva York afirmó que se manifestaron ocho mil personas, incluidos “4.000 miembros del Central Labor Union (Sindicato Central de Trabajadores) 2.000 miembros de las Lettish Socialist Organizations (Organizaciones de la Izquierda Letona) 1.500 lituanos, miembros judíos de las empresas textiles y otras ramas del partido”. La manifestación fue atacada por soldados y marineros, que cumplían órdenes de sus superiores.
El Departamento Postal empezó a suprimir los privilegios postales a los periódicos y revistas que publicaran artículos antibelicistas. Se prohibió la distribución postal de The Misses (Las masas), una revista socialista de política, literatura y arte que en el verano de 1917 había publicado un editorial de Max Eastman que entre otras cosas decía “¿Por qué motivos concretos estáis enviando nuestros cadáveres y los cadáveres de nuestros hijos a Europa? Por mi parte, no admito el derecho de un Gobierno a enviarme a una guerra en cuyos propósitos no creo”.
En Los Angeles, se mostró una película sobre la revolución americana que mostraba las atrocidades que los británicos habían perpetrado contra los colonos. Se titulaba The Spirit of ‘76 (El espíritu del 76). El hombre que realizó el film fue procesado bajo la Ley de Espionaje porque el juez decía que la película tendía “a cuestionar la buena voluntad de nuestra aliada Gran Bretaña”. Condenaron al realizador a diez años de cárcel. El caso fue archivado oficialmente como U.S. versus Spirit of ‘76 (Los Estados Unidos contra el espíritu del 76).
Los colegios y universidades desalentaban la oposición a la guerra. En la Universidad de Columbia despidieron al psicólogo J. McKeen Cattell, quien desde hacía tiempo se oponía a la guerra y criticaba que el consejo de administración controlara la universidad. Una semana después, el famoso historiador Charles Beard dimitió, en señal de protesta, de la facultad de Columbia.
En el Congreso, pocas voces se declararon contrarias a la guerra. La primera mujer en la Cámara de los Diputados, Jeannette Rankin, no respondió cuando salió su nombre al leerse la lista de nombres en la declaración de guerra. Cuando pasaron lista de nuevo, se levantó y dijo “Quiero apoyar a mi país pero no puedo votar a favor de la guerra. Voto No”.
Una canción popular de la época era I Didn’t Raise My Boy to Be a Soldier (No crié a mi hijo para que fuera un soldado), pero era silenciada por canciones como Over There (Por allí), It’s a Grand Old Flag (Es una gran bandera vieja) y Johny Get Your Gun (Johnny, coge tu fusil).
La socialista Kate Richards O’Hare, que fue sentenciada a cinco años en la penitenciaría del estado de Missouri, continuó luchando en la cárcel. Cuando ella y otras compañeras de la prisión protestaron por la falta de aire -ya que dejaban cerrada la ventana que había sobre el bloque de celdas-, los guardias la empujaron al corredor para castigarla. Llevaba en la mano un libro de poemas y, cuando la empujaron al pasillo, lanzó el libro contra la ventana y la rompió y empezó a entrar el aire fresco, entre los vítores de las reclusas.
Emma Goldman y su compañero anarquista Alexander Berkman fueron condenados a la cárcel por oponerse al reclutamiento. Goldman dijo al jurado “En verdad, pobres como somos de democracia, ¿cómo podemos darla al mundo?”.
El periódico del IWW el Industrial Worker, justo antes de la declaración de guerra, había escrito “Capitalistas de América, ¡lucharemos contra vosotros, no por vosotros!”. Ahora la guerra le daba al gobierno la oportunidad de destruir el sindicato radical.
A comienzos de septiembre de 1917, agentes del departamento de justicia hicieron redadas simultáneamente en cuarenta y ocho locales del IWW de todo el país, incautando correspondencia y escritos que servirían como pruebas en los juicios. En abril de 1918, llevaron a juicio a 101 dirigentes del IWW por conspirar, obstaculizar el reclutamiento y alentar la deserción. Un dirigente del IWW dijo en el juicio:
Me preguntan por qué el IWW no muestra patriotismo hacia los Estados Unidos. Si fuérais un vagabundo sin una manta, si hubiérais dejado esposa e hijos cuando fuísteis hacia el oeste en busca de trabajo y no les hubiérais vuelto a localizar desde entonces, si nunca os hubieran dejado estar en un trabajo el tiempo suficiente como pala poder votar, si cada persona que representa la ley, el orden y la nación os diera una paliza, os llevara en tren hasta la cárcel y los que se tienen por buenos cristianos les vitorearan y animaran, ¿cómo diablos esperáis que un hombre sea patriota? Esta es una guerra de hombres de negocios y no entendemos por qué deberíamos ir y que nos disparen para salvar este “encantador” estado de cosas que ahora disfrutamos.
El jurado les declaró a todos culpables. El juez condenó a Haywood y a otras catorce personas a veinte años de cárcel; treinta y tres fueron condenadas a diez años, el resto tuvieron sentencias menores. El IWW estaba hecho pedazos. Haywood consiguió la libertad bajo fianza y huyó a la Rusia revolucionaria, donde permaneció hasta su muerte diez años más tarde.
La guerra terminó en noviembre de 1918. Habían muerto cincuenta mil soldados americanos y la amargura y la desilusión no tardaron mucho en extenderse por todo el país, incluso entre los patriotas. Esto se reflejó en la literatura de la década de la posguerra. Ernest Hemingway escribió A Farewell to Arms (Adiós a las armas). Años después, un estudiante universitario llamado Irwin Shaw escribió una obra de teatro titulada Bury the Dead (Enterrad a los muertos). Un guionista de Hollywood llamado Dalton Trumbo escribió una convincente y estremecedora novela antibélica sobre un torso y un cerebro que sobrevivió en un campo de batalla en la Primera Guerra Mundial, Johnny Got Has Gun (Johnny cogió su fusil). Ford Madox Ford escribió No More Parades (No más desfiles).
En su novela 1919, John Dos Passos escribió sobre la muerte de John Doe:
En el tanatorio alquitranado de Chalons-sur-Marne, entre el hedor a cloruro de cal y a muerto, sacaron la caja de pino que contenía todo lo que quedaba de John Doe.
Y lo cubrieron con la bandera norteamericana. Y la corneta tocó los honores.
Y el Sr. Harding rezó a Dios y los diplomáticos, los generales y los almirantes y los peces gordos y los políticos y las damas hermosamente vestidas salidas de los “ecos de sociedad” del Washington Post estaban de pie solemnes.
Y pensaron qué hermosamente triste era que su corneta tocase esos honores y las tres salvas hicieron silbar los oídos. Ahí donde debía tener el pecho, le colocaron la Medalla del Congreso.
A pesar de todos los encarcelamientos en tiempo de guerra, de la intimidación, y de las campañas en pro de la unidad nacional, cuando la guerra concluyó, el sistema aún temía al socialismo. Para afrontar el reto revolucionario, parecía necesario recurrir otra vez a las tácticas gemelas de control, reforma y represión.
La reforma fue sugerida por George L. Record, uno de los amigos de Wilson, a quien escribió a comienzos de 1919 diciendo que había que hacer algo por la democracia económica, “para hacer frente a esta amenaza del socialismo, deberías convertirte en el verdadero líder de las fuerzas radicales de América y presentar al país un programa constructivo de reformas fundamentales, que será una alternativa al programa presentado por los socialistas y los bolcheviques..”
Ese verano de 1919, Joseph Tumulty, consejero de Wilson, le recordó a éste que el conflicto entre republicanos y demócratas era poco importante comparado con lo que les amenazaba a ambos: “En esta época de malestar social e industrial, ambos partidos están desprestigiados para el hombre común…”
En el verano de 1919 explotó una bomba frente a la casa del ministro de Justicia de Wilson, A. Mitchell Palmer. Seis meses después, Palmer llevó a cabo el primero de sus ataques masivos contra extranjeros -los inmigrantes que no habían obtenido la ciudadanía. Una ley aprobada por el Congreso hacia el final de la guerra estipulaba la deportación de los extranjeros que se oponían al gobierno organizado o que defendían la destrucción de la propiedad privada. El 21 de diciembre de 1919, los hombres de Palmer cogieron a 249 extranjeros nacidos en Rusia (incluidos Emma Goldman y Alexander Berkman), los metieron en un transporte y los deportaron a lo que ya era la Rusia Soviética. En enero de 1920 fueron detenidas cuatro mil personas por todo el país, aisladas durante mucho tiempo, y llevadas a juicios secretos que ordenaron su deportación. En Boston, agentes del ministerio de Justicia ayudados por la policía local, arrestaron a seiscientas personas, realizando redadas en los centros de reunión o invadiendo sus hogares por la mañana temprano. Fueron esposados a pares y obligados a caminar encadenados por las calles.
En la primavera de 1920, un impresor anarquista llamado Andrea Salsedo fue arrestado en Nueva York por agentes del FBI en el piso decimocuarto del edificio Park Row, sin que se le permitiera ponerse en contacto con su familia, amigos ni abogados. Más tarde encontraron su cuerpo aplastado en la acera del edificio y el FBl dijo que se había suicidado saltando por la ventana del piso decimocuarto.
Dos amigos de Salsedo -trabajadores anarquistas del área de Boston- que acababan de enterarse de su muerte, empezaron a llevar armas. Les arrestaron en un tranvía de Brockton, Massachusetts, y fueron acusados de un atraco a mano armada y de un asesinato que habían tenido lugar en una fábrica de zapatos dos semanas atrás.
Estos amigos de Salsedo se llamaban Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti. Les llevaron a juicio, fueron declarados culpables y pasaron siete años en prisión mientras continuaban las apelaciones, al tiempo que por todo el país y por todo el mundo la gente se interesaba en su caso. Tanto las anotaciones del juicio como las circunstancias que lo envolvieron indican que Sacco y Vanzetti fueron condenados a muerte por ser anarquistas y extranjeros. En agosto de 1927, y mientras en las calles la policía disolvía manifestaciones y piquetes con arrestos y palizas y las tropas rodeaban la cárcel, fueron electrocutados.
El último mensaje de Sacco a su hijo Dante -escrito en ese inglés que tanto le había costado aprender- fue un mensaje para millones de personas en los años venideros:
Así que, hijo mío, en lugar de llorar sé fuerte para que puedas consolar a tu madre. Llévala de paseo por el campo tranquilo, recogiendo flores silvestres, pero recuerda siempre, Dante, cuando estés feliz, no uses toda tu felicidad sólo para ti. Ayuda al perseguido y a la víctima pues son tus mejores amigos, en esta lucha de la vida, encontrarás más. Ama y serás amado.
Se habían llevado a cabo reformas. Habían invocado al fervor patriótico de la guerra. Habían utilizado los juzgados y las cárceles para reforzar la idea de que no podían tolerarse ciertas ideas y ciertos tipos de resistencia. Y sin embargo, incluso desde las celdas de los condenados estaba saliendo un mensaje: en esa sociedad supuestamente sin clases que era Estados Unidos, la lucha de clases todavía estaba en vigor. Y esa lucha continuaría durante los años veinte y treinta. 
Capítulo 15
AUTOAYUDA EN TIEMPOS DIFÍCILES
En febrero de 1919 -apenas finalizada la guerra- los dirigentes del IWW estaban en prisión. Pero la idea del IWW de realizar una huelga general por fin iba a convertirse en realidad, pues 100.000 trabajadores de Seattle (Washington) se pusieron en huelga y paralizaron la ciudad durante cinco días.
Comenzó con 35.000 trabajadores de los astilleros, que se declararon en huelga por un aumento salarial. Cuando pidieron ayuda al Consejo Central de los Trabajadores de Seattle éste recomendó una huelga en toda la ciudad y, en dos semanas, 110 personas del lugar -la mayoría de la American Federation of Labor y sólo unos pocos del IWW- votaron ir a la huelga. La gente de cada comité de huelga eligió a tres miembros para formar un comité de Huelga General y el 6 de febrero de 1919 a las 10 de la mañana pararon por completo.
Entonces la ciudad dejó de funcionar, a excepción de los servicios organizados por los huelguistas para garantizar las necesidades esenciales. Los bomberos acordaron permanecer en su trabajo. Los trabajadores de las lavanderías sólo limpiaban ropa de hospital. Los vehículos autorizados para circular llevaban carteles en los que se leía “dispensado por el Comité General de Huelga”. Montaron treinta y cinco lecherías vecinales.
Organizaron una Guardia Laborista de Veteranos de Guerra para mantener la paz. En la pizarra de una de sus sedes ponía: “El propósito de esta organización es preservar la ley y el orden sin el uso de la fuerza. Ningún voluntario tendrá poder policial ni se le permitirá llevar ningún tipo de armas. Sólo se le permitirá usar la persuasión”. Durante la huelga, decreció el número de delitos ocurridos en la ciudad.
El alcalde hizo que prestaran juramento 2.400 delegados especiales. Muchos de estos delegados eran estudiantes de la Universidad de Washington. El gobierno de los Estados Unidos ordenó trasladarse a la ciudad a casi mil marineros y marines. La huelga general finalizó al cabo de cinco días debido -según el comité de Huelga General- a las presiones de los mandatarios internacionales de los distintos sindicatos, así como por las dificultades de vivir en una ciudad cerrada.
La huelga había sido pacífica, pero cuando terminó hubo redadas y arrestos en la sede del Partido Socialista, en una imprenta.
Encarcelaron a treinta y nueve miembros del IWW por ser
“cabecillas de la anarquía”.
¿Por qué reaccionaron así ante la huelga general y ante la organización de los Wobblies? Una declaración del alcalde de Seattle parece indicar que el sistema no sólo temía la huelga en sí sino también lo que simbolizaba. Dijo: “La huelga general, tal y como se llevó a cabo en Seattle es en sí misma el arma de la revolución, tanto más peligrosa por ser pacífica. Para tener éxito, la huelga debe suspender todo y parar todo el flujo vital de una comunidad, es decir, poner al gobierno fuera de juego”.
Además la huelga general de Seattle tuvo lugar en medio de una oleada de rebeliones de posguerra que estaban agitando a todo el mundo. Ese año de 1919, un escritor de The Nation comentó:
El fenómeno más extraordinario de la época actual es la revuelta sin precedentes de la gente común. En Rusia, han destronado al zar, en Corea, la India, Egipto e Irlanda, mantienen una inquebrantable resistencia a la tiranía política. En Inglaterra, aunque tuvieron que oponerse incluso a sus propios representantes, provocaron la huelga de ferrocarriles. En Nueva York, dichas revueltas populares provocaron la huelga de estibadores y los hombres estuvieron en huelga, desafiando a los mandatarios de los sindicatos. También tuvo lugar el levantamiento de los impresores, que los sindicatos internacionales -aunque los empleados trabajaban perfectamente con ellos- fueron completamente incapaces de controlar.
El hombre de la calle ha perdido la confianza en el viejo liderazgo y ha experimentado un nuevo sentimiento de confianza en sí mismo.
En 1919 se declararon en huelga 350.000 trabajadores de la siderurgia. En Nueva Inglaterra y Nueva Jersey fueron a la huelga 120.000 trabajadores textiles y en Paterson (Nueva Jersey) se pusieron en huelga 30.000 trabajadores de la seda. La policía se declaró en huelga en Boston. Lo mismo hicieron en Nueva York los fabricantes de puros, los camiseros, los panaderos, los camioneros y los barberos. En Chicago, la prensa dijo: “Junto con el calor del verano, tenemos más huelgas y cierres patronales que nunca”.
Cinco mil trabajadores de International Harvester y otros cinco mil trabajadores urbanos se echaron a las calles.
Sin embargo, a principios de los años veinte la situación parecía estar bajo control. El IWW estaba destruido y el Partido Socialista se estaba desmoronando. Aplastaban las huelgas por la fuerza y para un buen número de personas la economía iba lo suficientemente bien como para impedir que se produjera una rebelión masiva.
En los años veinte, el Congreso cerró el peligroso y turbulento flujo de inmigrantes (14 millones entre 1900 y 1920) aprobando leyes que estipulaban cuotas de inmigración que favorecían a los anglosajones, cerraban el paso a negros y orientales y limitaban seriamente la llegada de latinos, eslavos y judíos. Ningún país africano podía enviar a más de cien personas. A China se le impuso esta misma limitación.
En los años veinte renació el Ku Klux Klan, y se extendió hacia el norte. En 1924, contaba ya con 4 millones de miembros. El NAACP parecía impotente ante la violencia callejera y el odio racista que había por todas partes. La imposibilidad de que la América blanca considerara alguna vez a una persona negra como a un igual era el tema del movimiento nacionalista que Marcus Garvey encabezaba en los años veinte. Garvey preconizaba el orgullo negro, la separación racial y una vuelta a Africa, que en su opinión era la única esperanza de unidad y supervivencia de los negros. Pero el movimiento de Garvey, por estimulante que resultara para algunos negros, no podía progresar mucho en contra de las poderosas corrientes de la supremacía blanca de la década de la posguerra.
El cliché de los años veinte como una época de prosperidad y diversión -conocida como la Era del Jazz o los locos años 20- tenía algo de cierto. El desempleo había descendido de 4.270.000 parados en 1921 a un poco más de 2 millones en 1927. En general, el nivel salarial de los trabajadores aumentó. Algunos granjeros hicieron mucho dinero. El 40% de todas las familias que ganaban más de 2.000 dólares anuales podía comprar nuevos aparatos: coches, radios, frigoríficos… Millones de personas, a quienes no les iba mal, eclipsaban a los demás: a los granjeros arrendatarios (blancos y negros), a las familias de inmigrantes de las grandes ciudades que o no tenían trabajo o no ganaban lo bastante como para cubrir las necesidades básicas…
Pero la prosperidad se concentraba en la alta sociedad. Una décima parte del 1% de las familias ricas obtenían los mismos ingresos que el 42% de las familias pobres. Durante los años 20, unos 25.000 trabajadores morían cada año en accidentes laborales y 100.000 quedaron permanentemente descapacitados. En Nueva York, 2 millones de personas vivían en pisos que en caso de incendio eran una ratonera.
En su novela Babbitt, Sinclair Lewis captó bien la falsa sensación de prosperidad y el placer superficial de los nuevos objetos de consumo para las clases medias.
Finalmente, y tras muchas convulsiones, las mujeres consiguieron el derecho al voto en 1920, tras la aprobación de la Decimonovena Enmienda, pero el votar era todavía una actividad de la clase media y alta y las mujeres de dichas clases se dividían, como hacían otros votantes, entre los partidos ortodoxos.
En los años 20, pocas figuras políticas hablaron claro en favor de los pobres. Una de ellas fue Fiorello La Guardia, un congresista de un distrito de inmigrantes pobres en East Harlem (quien, curiosamente, se presentaba tanto para la candidatura socialista como para la republicana). La Guardia, que estaba recibiendo cartas desesperadas de sus votantes, escribió al ministro de agricultura acerca del elevado precio de la carne. A cambio recibió un panfleto sobre cómo usar la carne con economía. La Guardia le contestó:
Le he pedido ayuda y me envía un boletín. Sus boletines no les sirven de nada a los que viven en pisos en esta gran ciudad. Lo que necesitamos es la ayuda de su ministerio con respecto a los que se aprovechan con el precio de la carne, que están impidiendo que las personas que trabajan duro en esta ciudad obtengan una alimentación adecuada.
Durante las presidencias de Harding y Coolidge en los años 20, el ministro de Hacienda era Andrew Mellon, uno de los hombres más ricos de América. En 1923, presentaron al Congreso el “Plan Mellon” pidiendo lo que parecía una reducción general de los impuestos sobre la renta, si bien a los contribuyentes con más ingresos les bajaba sus impuestos del 50 al 25% mientras que al grupo con menos ingresos les reducía los impuestos del 4 al 3%.
Unos pocos congresistas de los distritos obreros se pronunciaron contra el proyecto de ley, como William P. Connery de Massachusetts:
Cuando veo una disposición en este proyecto de ley de
Mellon sobre los impuestos que le va a ahorrar al propio Sr.
Mellon 800.000 dólares en su declaración de la renta, y a su hermano 600.000 en la suya, no puedo apoyarla.
El Plan Mellon fue aprobado. En 1928, La Guardia visitó los distritos más pobres de Nueva York y dijo “Confieso que no estaba preparado para lo que realmente vi. Parecía casi increíble que pudieran existir realmente tales condiciones de pobreza”.
En los años 20, eclipsados por las noticias generales de prosperidad, hubo, de vez en cuando, duros episodios de luchas laborales. En 1922, los trabajadores del carbón y los ferroviarios hicieron huelga. Ese mismo año fracasó una huelga textil de trabajadores italianos y portugueses en Rhode Island, pero se despertaron los sentimientos de clase y algunos huelguistas se unieron a movimientos radicales.
Tras la guerra, y con el Partido Socialista debilitado, se organizó un Partido Comunista. Los comunistas estuvieron involucrados en numerosas luchas laborales. Tuvieron un papel predominante en la gran huelga textil que se extendió por Tennessee y Carolina del Norte y del Sur durante la primavera de 1929. Los empresarios se habían trasladado al sur para escapar de los sindicatos y para encontrar trabajadores más sumisos entre los blancos pobres. Pero estos trabajadores se rebelaron contra la larga jornada laboral y los bajos salarios. En particular, se resintieron del llamado
“estiramiento” -una intensificación del trabajo.
En Gastonia (Carolina del Norte), los trabajadores se afiliaron a un nuevo sindicato que llevaban los comunistas, el Sindicato Nacional de Trabajadores Textiles, que admitía como miembros tanto a negros como a blancos. Cuando despidieron a algunos de ellos, la mitad de los dos mil trabajadores se puso en huelga. Se creó un ambiente anticomunista y racista y empezó la violencia. Las huelgas textiles comenzaron a extenderse también por Carolina del Sur. Una por una, las diferentes huelgas se fueron resolviendo con algunos logros, pero no fue así en Gastonia. Allí, los trabajadores textiles, que vivían en una colonia de tiendas de campaña, se negaban a renunciar a sus dirigentes comunistas. La huelga continuó. Pero llevaron esquiroles y las fábricas continuaron funcionando. La desesperación era cada vez mayor. Hubo choques violentos con la policía. Una oscura noche mataron al jefe de policía en un tiroteo y acusaron del asesinato a 16 huelguistas y simpatizantes, incluyendo a Fred Beal, un organizador del Partido Comunista.
Finalmente, procesaron a siete y les condenaron a penas desde 5 a 20 años de cárcel. Consiguieron la libertad bajo fianza y salieron del estado. Los comunistas escaparon a la Rusia soviética. Sin embargo, a pesar de todas las derrotas, palizas y asesinatos, era el comienzo del sindicalismo textil en el sur.
La quiebra de la Bolsa de 1929 -que marcó el comienzo de la gran depresión americana- fue provocada directamente por una especulación descontrolada que se colapsó y hundió con ella a toda la economía. Pero -como señala John Galbraith en su estudio sobre ese suceso (The Great Crash)- detrás de dicha especulación estaba el hecho de que “la economía estaba esencialmente enferma”. Señalaba las estructuras corporativas y bancarias enfermas, el frágil comercio exterior, mucha información económica errónea y la “mala distribución de los ingresos” (el 5% de la población que constituía la clase alta recibía alrededor de un tercio de todos los ingresos personales).
Un crítico socialista iría más lejos, afirmando que el sistema capitalista era defectuoso por naturaleza, un sistema impulsado por el único motivo principal del beneficio corporativo, y por tanto inestable, imprevisible y ciego a las necesidades humanas. El resultado de todo ello era una depresión permanente para muchas personas y crisis periódicas para casi todo el mundo. El capitalismo, a pesar de sus intentos de reformarse y organizarse para una mejor gestión, en 1929 todavía era un sistema enfermo y poco seguro. Tras la quiebra, la economía estaba aturdida e inactiva. Cerraron más de cinco mil bancos y un enorme número de negocios, incapaces de ganar dinero. Los negocios que continuaron despidieron empleados, y bajaban continuamente los sueldos de los que se quedaban. La producción industrial cayó al 50% y para 1933, unos quince millones de personas -un cuarto o un tercio de la mano de obra- estaban en el paro.
Estaba claro que los responsables de la organización de la economía no sabían lo que había sucedido, estaban desconcertados y se negaban a reconocer el fracaso del sistema. Poco antes del crack, Herbert Hoover había dicho “Nosotros en la América de hoy estamos más cerca del triunfo final sobre la pobreza de lo que ninguna tierra lo ha estado nunca en la historia”. En marzo de 1931, Henry Ford dijo que había crisis porque “el hombre medio no trabaja realmente una jornada a menos que se vea atrapado y no pueda escapar. Hay infinidad de trabajo que hacer si la gente quisiera” Unas semanas después, despidió a 75.000 trabajadores.
Había millones de toneladas de alimentos por ahí pero no resultaba rentable transportarlos y venderlos. Los almacenes estaban repletos de ropa pero la gente no podía permitirse el comprarla. Había montones de casas pero permanecían vacías porque la gente no podía pagar el alquiler, les habían desahuciado y ahora vivían en chabolas, en improvisados hoovervilles (poblados Hoover) construidos en vertederos de basura.
Los breves retazos de la realidad publicados en la prensa podían multiplicarse por millones de casos similares. Un artículo del New York Times de comienzos de 1932 decía:
Tras tratar en vano de conseguir un aplazamiento de desahucio hasta el 15 de enero de su apartamento en el número 46 de la calle Hancock en Brooklyn, Peter J. Cornell, de 48 años de edad, ex-contratista de material para hacer techos, parado y sin un penique, murió ayer en brazos de su esposa.
Un medico dijo que la causa de su muerte era por una enfermedad del corazón y la policía dijo que la había causado -en parte al menos- la amarga decepción al ver que eran en vano sus intentos de todo un día para impedir que les echaran a la calle a él y a su familia.
Cornell debía 5 dólares de los atrasos de su alquiler y los 39 dólares de enero que su casero le exigía con antelación. Al no conseguir el dinero, entregaron el día anterior a su familia una orden de desahucio que entraría en vigor al final de la semana.
Tras buscar ayuda en vano en otros sitios, la Oficina de Ayuda al Hogar le dijo ese día que no dispondría de fondos para ayudarle hasta el 15 de enero.
Un inquilino de la calle 113 en East Harlem escribió al congresista de Washington Frorello La Guardia:
Mi situation es mala ¿sabe? El Gobierno me solía dar una pensión pero ha dejado de hacerlo. Hace casi siete meses que estoy en el paro. Espero que intentará hacer algo por mí. Tengo cuatro hijos que necesitan ropa y alimentos. Mi hija de ocho años está gravemente enferma y no se recupera. Debo dos meses de alquiler y tengo miedo de que nos echen.
En Oklahoma, los granjeros vieron cómo vendían sus granjas a golpe de subasta, cómo éstas se convertían en polvo, cómo llegaban los tractores y se apoderaban de ellas. En su novela de la depresión Las uvas de la ira, John Steinbeck describe lo que sucedía:
Los desahuciados y los trabajadores itinerantes llegaban a raudales a California, doscientos cincuenta mil y trescientos mil respectivamente. Detrás, nuevos tractores aplastaban la tierra y obligaban a salir a los arrendatarios y ya estaban en camino nuevas oleadas, nuevas oleadas de desahuciados y de personas sin hogar, endurecidos, peligrosos y con determinacion.
Como dice Steinbeck, estas personas se estaban volviendo “peligrosas”. Estaba creciendo un espíritu de rebeldía. Los artículos periodísticos de la época describen lo que estaba sucediendo:
-England (Arkansas), 3 de enero de 1931. Unos quinientos granjeros -la mayoría blancos y muchos de ellos armados- se manifestaron por el barrio comercial de esta ciudad gritando que debían conseguir comida para ellos y sus familias. Los invasores anunciaron su intención de cogerla de las tiendas a menos que se la dieran gratis en algún otro sitio.
-Detroit, 9 de julio de 1931. La policía reprimió esta noche en la Plaza Cadillac un disturbio incipiente de 500 parados, a quienes habían expulsado del albergue de beneficencia local por falta de fondos.
-Indiana Harbor (Indiana), 5 de agosto de 1931. Mil quinientos parados asaltaron la planta de la Fruit Growers Express Company local, exigiendo que se les diera empleo para no morirse de hambre. La compañía respondió llamando a la policía municipal, que hizo salir a los parados amenazándoles con las porras.
-Chicago, 1 de abril de 1932. Quinientos escolares -la mayoría con caras ojerosas y con harapos- se manifestaron por el centro de Chicago hacia las oficinas del Comité de Educación para pedir que el sistema escolar les de comida.
Boston, 3 de junio de 1932. En el transcurso de una manifestación en Boston, 25 niños hambrientos asaltaron un buffet abierto para los veteranos de la guerra contra España.
Llamaron a dos coches de policía para alear a los niños de ahí.
Nueva York, 21 de enero de 1933. Hoy varios cientos de parados han rodeado un restaurante contiguo a Union Square exigiendo que les dieran de comer gratis.
-Seattle, 16 de febrero de 1933. Esta noche temprano, ha terminado un asedio de dos días al edificio County-City ocupado por unos cinco mil parados. Tras casi dos horas de tentativas, los comisarios y la policía desalojaron a los manifestantes.
El cantautor Yip Harburg tenía que componer una canción para el espectáculo Americana, y escribió Brother, Can You Spare a Dime? (¿Puedes darme diez centavos?):
Once to khaki suits,
Gee, we looked swell,
Full of that Yankee Doodle-de-dim
Half a million boots went sloggin’ through Hell,
I was the kid with the drum
Say, don’t you remember, they called me AI
It was Al all the time
Say, don’t you remember I’m your pal
Brother, can you spare a dime?
La ira de los veteranos de la Primera Guerra Mundial -ahora sin trabajo y con sus familias hambrientas- provocó la marcha a Washington del Bonus Army durante la primavera y verano de 1932. Los veteranos de guerra -portando gratificaciones del gobierno pagaderas en un futuro- exigían que el Congreso les pagase en esos momentos en que el dinero les hacía tanta falta. Así que desde todo el país se dirigieron hacia Washington, solos o con sus esposas e hijos. Iban en viejos automóviles destartalados, colándose en los trenes de carga o haciendo autostop.
Fueron más de veinte mil. La mayoría acamparon en Anacostia Flats, cruzando el río Potomac desde el Capitolio, donde, como escribió John Dos Passos, “los hombres están durmiendo en pequeñas cabañas hechas con periódicos viejos, cajas de cartón, embalajes y trozos de hojalata o de techumbres”.
El presidente Hoover ordenó al ejército que los expulsara de allí. Cerca de la Casa Blanca se juntaron cuatro tropas de caballería, cuatro compañías de infantería, un escuadrón de ametralladoras y seis tanques. El general Douglas MacArthur estaba al mando de la operación y el mayor Dwight Eisenhower era su ayuda de campo. Uno de los oficiales era George S. Patton. MacArthur condujo sus tropas por la Avenida Pennsylvania abajo, usó gas lacrimógeno para echar a los veteranos de los viejos edificios y prendió fuego a los mismos.
Entonces el ejército cruzó el puente hacia Anacostia. Miles de veteranos con sus esposas e hijos echaron a correr mientras se extendía el gas lacrimógeno. Los soldados dieron fuego a algunas cabañas y pronto todo el campamento ardió en llamas. Cuando acabó todo, habían matado a tiros a dos veteranos, había muerto un bebé de once semanas, un niño de ocho años tenía ceguera parcial por el gas, dos policías tenían fracturas craneales y mil veteranos resultaron afectados por el gas.
Los tiempos tan difíciles que se estaban viviendo, la pasividad del gobierno para ayudar y la acción gubernamental para dispersar a los veteranos de guerra, tuvieron su efecto en las elecciones de noviembre de 1932. El candidato del partido Demócrata, Franklin D. Roosevelt derrotó a Herbert Hoover de forma abrumadora. En la primavera de 1933, Roosevelt tomó posesión de su cargo y emprendió un programa de reforma legislativa que se hizo famoso como el New Deal. Cuando, al comienzo de su administración, tuvo lugar una pequeña manifestación de veteranos en Washington, Roosevelt les saludó y les ofreció café. Uno de sus ayudantes se reunió con los veteranos, que después se marcharon a sus casas. Era un signo de la política de acercamiento de Roosevelt.
Las reformas de Roosevelt fueron mucho más allá que las de la legislación anterior. Hacían frente a dos necesidades acuciantes: reorganizar el capitalismo de tal modo que superara la crisis y estabilizara el sistema, y atajar el alarmante crecimiento de rebeliones espontáneas y huelgas generales llevadas a cabo en distintas ciudades durante los primeros años de la administración Roosevelt por organizaciones de arrendatarios, parados y movimientos de autoayuda.
Ese primer objetivo -estabilizar el sistema para la propia protección de dicho sistema- destacaba en la ley más importante aprobada en los primeros meses del mandato de Roosevelt: la NRA o Ley de Recuperación Nacional. Fue diseñada para hacerse con el control de la economía mediante una serie de códigos acordados por la dirección, el laborismo y el gobierno, fijando los precios y los salarios y limitando la competencia. Desde el principio, la NRA estuvo dominada por las grandes corporaciones y servía a sus intereses. Pero en los sitios donde el laborismo organizado tenía fuerza, la NRA hizo algunas concesiones a los trabajadores.
Después de que la NRA hubiera estado en vigor durante dos años, el Tribunal Supremo la declaró inconstitucional, alegando que otorgaba demasiado poder al presidente.
Aprobada también en los primeros meses de la nueva administración, la Agricultural Adjustment Administration (AAA, Administración de Ajuste Agrario) fue un intento de organizar la agricultura. Favorecía a los grandes terratenientes, del mismo modo que la NRA había favorecido a las grandes corporaciones.
La TVA (Autoridad del Valle del Tennessee) fue una entrada inusual del gobierno en los negocios: era una red gubernamental de presas y plantas hidroeléctricas para controlar las inundaciones y producir energía eléctrica en el valle del Tennessee. Dio trabajo a los parados, ayudó al consumidor con tarifas eléctricas más baratas y, en algún aspecto, merecía la acusación de que era “socialista”.
Pero la organización de la economía que el New Deal estaba llevando a cabo, tenía como objetivo principal estabilizar la economía y después, dar la suficiente ayuda a las clases bajas para impedir que convirtieran una rebelión en una auténtica revolución. Cuando Roosevelt tomó posesión de su cargo, esa rebelión era real. La gente desesperada no estaba esperando a que el gobierno les ayudase; se estaban ayudando a sí mismos actuando directamente. La gente se organizaba espontáneamente para frenar los desahucios. Cuando en Nueva York, Chicago y otras ciudades se corría la voz de que estaban desahuciando a alguien, se reunía una muchedumbre. Cuando la policía sacaba los muebles de la casa y los dejaban en la calle, el gentío volvía a meterlos en la casa. El Partido Comunista mostraba su actividad organizando grupos de Alianzas de Trabajadores en las ciudades. Una negra, la Sra. Willye Jeffnes le habló sobre los desahucios a Studs Terkel:
Desahuciaron a muchos. Hacían venir a los alguaciles, que les ponían en la calle, pero en cuanto se iban los alguaciles, hacíamos que la gente volviera a su piso, de modo que no parecía que les habían echado a la calle.
Por todo el país se estaban formando asambleas de parados. Un periodista las describió:
Ya sé que no es ningún secreto que los comunistas organizan asambleas de parados en la mayoría de las ciudades y normalmente las lideran, pero las asambleas están organizadas democráticamente y manda la mayoría. El arma de la asamblea es la fuerza democrática de sus miembros y su función consiste en impedir que desahucien al indigente o, si ya le han desahuciado, presionar a la Comisión de Ayuda para que le encuentre un nuevo hogar; si a un parado le quitan el agua o el gas porque no puede pagarlo, recurrir a las autoridades pertinentes, comprobar que el parado que no tiene calzado ni ropa consiga ambas cosas, eliminar, mediante la publicidad y la presión, las discriminaciones entre blancos y negros o contra los extranjeros. En situaciones urgentes, hacer que la gente vaya al centro de ayuda y exija que se le dé ropa y alimentos. Finalmente, dar una defensa legal a todos los parados arrestados por ir a manifestaciones, huelgas de hambre o a asambleas sindicales.
En 1931 y 1932 la gente se organizaba para ayudarse a sí misma, ya que ni las corporaciones ni el gobierno lo estaban haciendo. En Seattle, los del sindicato de pescadores cogían pescado y lo cambiaban con gente que cogía fruta y verduras; y los que cortaban leña, hacían trueques con ella. A finales de 1932, había ya 330 organizaciones de autoayuda en 37 estados, con más de 300.000 miembros. A comienzos de 1933 parecían haber fracasado, estaban intentando realizar una tarea demasiado grande en el contexto de una economía cada vez más arruinada.
Quizá el ejemplo más extraordinario de autoayuda tuvo lugar en el distrito carbonero de Pennsylvania, donde equipos de mineros en paro excavaron pequeñas minas en la propiedad de una compañía, extrajeron carbón, lo transportaron en camiones a las ciudades y lo vendieron a un precio más bajo que la tarifa comercial. Para 1934, veinte mil hombres con cuatro mil vehículos estaban produciendo carbón “de contrabando”. Cuando intentaban procesarles, los juzgados locales no les condenaban y los carceleros de la localidad no les metían en prisión.
Eran acciones simples, que se hacían por una necesidad práctica, pero tenían posibilidades revolucionarias. Llevando a cabo acciones directas para hacer frente a sus necesidades, los trabajadores estaban mostrando -sin llamarla así- una fuerte conciencia de clase. Pero los artífices del New Deal -Roosevelt y sus consejeros, y los empresarios que les apoyaban- ¿tenían también conciencia de clase? ¿Acaso entendían que en 1933 y 1934 debían tomar medidas rápidamente -ofrecer empleo, cestas de alimentos y ayudapara evitar que los trabajadores llegaran a la conclusión de que sólo ellos mismos podían resolver sus problemas?
Quizás, al igual que la conciencia de clase de los trabajadores, fueran una serie de acciones originadas no por una teoría establecida sino por una instintiva necesidad práctica.
Pudo haber sido una conciencia así la que llevó a introducir en el Congreso, a comienzos de 1934, una legislación para regular las disputas laborales. El proyecto de ley estipulaba elecciones para la representación laboral, un comité para solventar problemas y tratar agravios. ¿No era éste precisamente el tipo de legislación para acabar con la idea de que sólo los propios trabajadores podían solucionar sus problemas? Las grandes corporaciones pensaron que era demasiado beneficiosa para el trabajador y se opusieron a ella. A Roosevelt le era indiferente. Pero en el año 1934, una serie de oleadas laboristas señalaron la necesidad de una acción legislativa.
En 1934, fueron a la huelga un millón y medio de trabajadores de diferentes industrias. En primavera y verano, los estibadores de la costa oeste -en una insurrección de la base contra sus propios dirigentes laboristas y contra los cargadores- celebraron una convención, exigieron la abolición del shape-up (una especie de mercado de esclavos donde, por la mañana temprano, se elegían grupos de trabajadores para el día) y se declararon en huelga. Rápidamente bloquearon dos mil millas del litoral del Pacífico. Los camioneros cooperaron, negándose a transportar cargamento a los muelles, y los trabajadores marítimos se unieron a la huelga. Cuando llegó la policía para abrir los muelles, los huelguistas resistieron en masa y dos de ellos resultaron muertos por disparos de la policía. Una procesión masiva de luto por los huelguistas muertos congregó a decenas de miles de simpatizantes y más tarde se realizó en San Francisco una huelga general, con 130.000 trabajadores en huelga, que paralizó la ciudad.
Quinientos policías de élite prestaron juramento y se reunieron 4.500 guardias nacionales, con unidades de infantería, de ametralladoras, de tanques y de artillería. El Los Angeles Times publicaba:
La expresión “huelga general” no describe correctamente la situación en San Francisco. Lo que de hecho está teniendo lugar allí es una insurrección, una revuelta inspirada y liderada por comunistas contra el gobierno organizado. Sólo cabe hacer una cosa: sofocar la rebelión mediante la fuerza que haga falta.
La presión se había hecho demasiado fuerte. Por un lado, estaban las tropas. Por otro, la AFL presionaba para poner fin a la huelga. Los estibadores aceptaron un acuerdo, pero habían mostrado el potencial de una huelga general.
Ese mismo verano de 1934, una huelga de camioneros en Minneapolis fue apoyada por otros trabajadores y pronto la ciudad estuvo paralizada, salvo los camiones de leche, hielo y carbón, que tenían permiso de los huelguistas. Los granjeros llevaron sus productos a la ciudad y allí los vendieron directamente a la gente. La policía atacó y mató a dos huelguistas. Cincuenta mil personas asistieron a un funeral masivo. Se congregó un enorme mítin en protesta y una marcha al ayuntamiento. Un mes después, los patrones cedieron a las peticiones de los camioneros.
En otoño de ese mismo año de 1934, tuvo lugar la mayor huelga de todas: 325.000 trabajadores textiles del sur abandonaron las fábricas y establecieron escuadras ligeras en camiones y coches para trasladarse por las áreas en huelga, organizando piquetes, luchando contra los guardias, entrando en las fábricas y soltando las cintas transportadoras de las maquinas. También aquí, como en los otros casos, el ímpetu de la huelga vino de la base, contra el reticente liderazgo sindical de la cúpula. El New York Times dijo. “La situación entraña un grave peligro porque a los dirigentes se les irá de las manos”
En Carolina del Sur, se puso de nuevo en movimiento la maquinaria del Estado. Comisarios y rompehuelgas armados dispararon a los piquetes, matando a siete e hiriendo a otros siete. Pero la huelga se estaba extendiendo a Nueva Inglaterra. En Lowell (Massachusetts), se amotinaron 2.500 trabajadores textiles; en Saylesville (Rhode Island), una multitud de cinco mil personas desafió a las tropas estatales que estaban armadas con ametralladoras, y cerraron la fábrica textil. En Woonsocket (Rhode Island), dos mil personas se rebelaron porque la Guardia Nacional había disparado y matado a alguien. La multitud tomó la ciudad por asalto y cerraron la fábrica. Para el 18 de septiembre, 421.000 trabajadores textiles estaban en huelga por todo el país. Hubo arrestos masivos, los organizadores recibieron palizas y el número de muertos ascendió a trece. Entonces Roosevelt tomó cartas en el asunto, estableció un comité de mediación y el sindicato suspendió la huelga.
También en el sur rural surgieron organizaciones, estimuladas a menudo por los comunistas pero fomentadas por los agravios que sufrían los granjeros arrendatarios y los labriegos -tanto negros como blancos pobres-, siempre con dificultades económicas pero golpeados aún más duramente por la depresión. El Sindicato de Granjeros Arrendatarios del Sur empezó en Arkansas con aparceros blancos y negros y se extendió a otras áreas. El AAA (Agricultural Adjustment Administration) de Roosevelt no estaba ayudando a los granjeros más pobres. De hecho, como aconsejaba a los granjeros que cultivasen menos, obligaba a los arrendatarios y aparceros a abandonar la tierra. En 1935, de los 6.800.000 granjeros, 2.800.000 eran arrendatarios. Los ingresos medios de un aparcero eran de 312 dólares anuales. Los labriegos -que, al no tener tierra propia, se trasladaban de granja en granja, de una zona a otra- en 1933 ganaban unos 300 dólares al año.
Los granjeros negros eran los más desfavorecidos y algunos de ellos eran atraídos por los forasteros que empezaban a aparecer en su área durante la depresión aconsejándoles que se organizaran. Como rememora Nate Shaw en la extraordinaria entrevista que le hizo Theodore Rosengarten (All God’s Dangers, Todos los peligros de Dios):
Durante los años de la depresión, un sindicato comenzó a funcionar por esa zona, llamado el Sindicato de Aparceros, ¡qué bonito nombre! pensé. Y sabía que lo que estaba sucediendo era un cambio completo para el hombre del sur, ya fuera blanco o de color, era algo fuera de lo común y oí que se trataba de una organización para las clases pobres, eso era justo en lo que yo quería meterme. Quería saber sus secretos lo suficiente como para poder conocer bien la organización.
Nate Shaw relató lo que sucedió cuando estaban a punto de desahuciar a un granjero negro que no había pagado sus deudas. El comisario dijo:
“Esta mañana voy a despachar al viejo Virgil Jones.
Le supliqué que no lo hiciera, se lo supliqué “Le impedirás que pueda alimentar a su familia”.
Dispararon e hirieron a Nate Shaw cuando trataba de impedir que un comisario desahuciara a otro granjero que no había pagado sus deudas. Entonces, Shaw cogió su arma y disparó a su vez. Le arrestaron a finales de 1932 y cumplió doce años en una cárcel de Alabama. Su historia no es más que un pequeño ejemplo del gran drama anónimo de los pobres del sur durante los años del Sindicato de Aparceros. Años después de que saliera de prisión, Nate Shaw dijo lo que pensaba sobre la raza y la clase social:
Está claro como el agua. Hoy el blanco pobre y el negro pobre están en el mismo barco, los grandes petimetres los lanzaron así. El control sobre el hombre, el poder que controla está en manos del hombre rico. Esa clase se mantiene unida y deban al blanco pobre junto con el negro. He aprendido que las acciones hablan mucho más alto que las palabras.
Hosea Hudson -un negro de la Georgia rural que a los diez años fue mozo de labranza y más tarde, un trabajador siderúrgico en Birmingham- se concienció con el caso de los muchachos de Scottsboro de 1931 (nueve jóvenes negros acusados de violar a dos chicas blancas y condenados -sin pruebas determinantes- por un jurado compuesto por blancos).
Ese año, Hudson se afilió al Partido Comunista. En 1932 y 1933, organizó a los parados negros en Birmingham. Recuerda Hudson:
Todas las semanas se reunían los comités de negros, tenían su mítin de costumbre. Hablábamos del asunto de la asistencia social, sobre lo que estaba sucediendo Leíamos el Daily Worker y el Southern Worker para saber qué estaba pasando con la ayuda a los parados, qué estaba haciendo la gente en Cleveland, las luchas en Chicago, o hablábamos de los últimos acontecimientos del caso Scottsboro. Estábamos al día, estábamos encima, de modo que la gente siempre quería venir, porque cada vez teníamos algo distinto que decirles.
En 1934 y 1935, cientos de miles de trabajadores excluidos de los sindicatos -tan estrechamente controlados y exclusivistas- de la American Federation of Labor (AFL) comenzaron a organizarse en las nuevas industrias de producción masiva la industria del automóvil, del caucho y del empaquetado. La AFL no podía ignorarles, de modo que estableció un Comité para la Organización Industrial que organizara a estos trabajadores al margen de los gremios, por industrias, de modo que todos los trabajadores de una fábrica formaban parte de un sólo sindicato. Después, este Comité presidido por John Lewis se desintegró y se convirtió en el Congress of Industrial Organizations (CIO, Congreso de las Organizaciones Industriales).
Pero fueron las huelgas e insurrecciones de las bases las que impulsaron a los dirigentes sindicales, al AFL y al CIO a la acción. A comienzos de los años treinta, los trabajadores del caucho en Akron (Ohio) comenzaron un nuevo tipo de táctica: la huelga de brazos caídos. Los trabajadores permanecían en la fábrica en vez de abandonarla. Esto tenía claras ventajas: imposibilitaban directamente la utilización de esquiroles; no tenían que actuar a través de dirigentes sindicales sino que ellos mismos controlaban directamente la situación, no tenían que andar a la intemperie con frío y bajo la lluvia sino que tenían un refugio; no estaban aislados, como en su trabajo o en la línea de piquetes sino que estaban miles bajo el mismo techo, con libertad para hablar entre ellos y formar una comunidad de lucha.
Esta idea se difundió a lo largo de 1936. En diciembre de ese año, comenzó la huelga de brazos caídos más larga, en la fábrica de Fisher Body, en Flint (Michigan). Comenzó cuando despidieron a dos hermanos y se prolongó hasta febrero de 1937. Durante cuarenta días, hubo una comunidad de dos mil huelguistas. “Era como en la guerra” dijo un huelguista, “los tíos que estaban conmigo llegaron a ser mis camaradas”. Los comités organizaron entretenimientos, puntos de información, clases, un servicio postal y un servicio de higiene. Establecieron tribunales para tratar con los que no querían lavar platos cuando les llegaba su turno, o los que tiraban basura, o los que fumaban donde estaba prohibido, o los que metían licores. El “castigo” consistía en obligaciones extras y el castigo final era la expulsión de la fábrica. El dueño del restaurante de enfrente preparaba tres comidas diarias para dos mil huelguistas. Había lecciones de procedimientos parlamentarios, de oratoria o de historia del movimiento laborista. Los licenciados de la Universidad de Michigan daban cursos de periodismo y escritura creativa.
Les dieron órdenes de desalojar pero un cerco de cinco mil trabajadores armados rodearon la fábrica y no hubo ningún intento de hacer cumplir el mandato. La policía atacó con gas lacrimógeno y los trabajadores respondieron con las mangueras de incendios. Dispararon e hirieron a trece huelguistas pero hicieron retroceder a la policía. El gobernador hizo salir a la Guardia Nacional. Para entonces, la huelga se había extendido a otras fábricas de la General Motors. Finalmente se llegó a un acuerdo: un contrato de seis meses que dejaba muchas cuestiones pendientes pero establecía que a partir de ese momento, la compañía tendría que negociar no con individuos sino con un sindicato.
En 1936 hubo 48 huelgas de brazos caídos. En 1937 hubo 477 electricistas en San Luis, camiseros en Pulaski (Tennessee), barrenderos en Pueblo (Colorado); basureros en Bridgeport (Connecticut); enterradores en Nueva Jersey; 17 trabajadores ciegos del Gremio Neoyorquino de judíos invidentes, prisioneros de una penitenciaría de Illinois e incluso 30 miembros de la Guardia Nacional, que habían intervenido en la huelga de brazos caídos de Fisher Body y que ahora ellos mismos hacían huelga de brazos caídos porque no les habían pagado.
Estas huelgas de brazos caídos eran especialmente peligrosas para el sistema porque no eran controladas por la dirección sindical de costumbre.
La Ley Wagner de 1935, que establecía un Comité Nacional de Relaciones Laborales, se había aprobado para estabilizar el sistema frente a la agitación laboral, una necesidad aún más acuciante por la oleada de huelgas de 1936, 1937 y 1938. En Chicago, el día de la Conmemoración de los caídos de 1937, una huelga en la empresa de aceros Republic Steel hizo salir a la policía, que disparó a una multitudinaria línea de piquetes, matando a diez de ellos. Las autopsias mostraron que a los trabajadores les habían disparado por la espalda mientras huían. A este episodio se le llamó la Masacre del día de la Conmemoración de los caídos. Pero tanto Republic Steel como Ford Motor Company estaban organizadas, al igual que las otras grandes fábricas del acero, del automóvil, del caucho, de empaquetado y de la industria eléctrica.
Una corporación siderúrgica retó en los tribunales a la Ley Wagner pero el Tribunal Supremo dijo que era constitucional, que el gobierno podía regular el comercio interestatal y que las huelgas dañaban dicho comercio. Desde el punto de vista de los sindicatos, la nueva ley ayudaba a organizar los sindicatos. Desde el punto de vista del gobierno, ayudaba a estabilizar el comercio.
A los patrones no les gustaban los sindicatos pero los podían controlar mejor. Para la estabilidad del sistema, eran mejor que las huelgas salvajes y que los obreros ocupasen las fábricas. En la primavera de 1937, un artículo del New York Times tenía el titular: “Los sindicatos del CIO combaten las huelgas de brazos caídos no autorizadas”.
De esta forma, a mediados de los años treinta, se desarrollaron dos formas sofisticadas de controlar las acciones laborales directas. Por un lado, el NLRB (Comité Nacional de Relaciones Laborales) daba categoría legal a los sindicatos, les escuchaba y resolvía algunos de sus agravios. De esta forma, podía moderar las rebeliones laborales canalizando la energía en las elecciones -igual que el sistema constitucional canalizaba en las elecciones la posible energía conflictiva. El NLRB limitaba los conflictos económicos de la misma forma que las votaciones limitaban los conflictos políticos.
Por otro lado, la propia organización de los trabajadores -el sindicato; incluso un sindicato militante y agresivo como el CIOcanalizaba la energía revolucionaria de los trabajadores en contratos, negociaciones y asambleas sindicales e intentaba minimizar las huelgas para establecer organizaciones grandes, influyentes e incluso respetables.
Parece que la historia de esos años apoya la argumentación del libro Poor People’s Movements de Richard Cloward y Frances Piven, que afirma que el laborismo consiguió más durante sus rebeliones espontáneas, antes de que los sindicatos ganasen reconocimiento o estuviesen bien organizados: “Los obreros de las fábricas ejercieron su mayor influencia y pudieron exigirle al gobierno las concesiones más importantes durante la Gran Depresión, en los años anteriores a su organización en sindicatos. Su fuerza durante la Depresión no se basaba en la organización sino en la desorganización”.
En los años cuarenta -durante la Segunda Guerra Mundial- la afiliación a los sindicatos aumentó enormemente, y en 1945, el CIO y el AFL ya tenían cada uno más de 6 millones de afiliados. Pero su poder era menor que antes y los logros mediante las huelgas fueron menguando paulatinamente. Los miembros designados al NLRB eran menos solidarios con el laborismo, el Tribunal Supremo declaró que las huelgas de brazos caídos eran ilegales y los gobiernos de los estados aprobaban leyes para obstaculizar las huelgas, los piquetes y los boicots.
La llegada de la Segunda Guerra Mundial debilitó la vieja militancia laborista de los años treinta porque la economía de guerra creó millones de nuevos empleos con mayores salarios. El New Deal sólo había logrado reducir el desempleo de 13 a 9 millones. Fue la guerra la que dio trabajo a casi todo el mundo, pero la guerra logró algo más: el patriotismo y la llamada a la unión de todas las clases contra enemigos extranjeros, dificultó aún más la movilización de la ira contra las corporaciones. Durante la guerra, tanto el CIO como el AFL prometieron no convocar ninguna huelga.
Sin embargo, los trabajadores tenían tales agravios -los “controles” en tiempo de guerra significaba que controlaban más sus salarios que los precios- que se vieron obligados a comprometerse con muchas huelgas salvajes; en 1944 hubo más huelgas que en cualquier año anterior de la historia americana.
Los años treinta y cuarenta mostraron más claramente que antes el dilema de los trabajadores norteamericanos. El sistema respondió a las rebeliones obreras haciéndose con nuevas formas de control -un control interno asegurado por sus propias organizaciones, así como un control externo asegurado por la ley y la fuerza. Pero junto con los nuevos controles llegaron nuevas concesiones. Dichas concesiones no resolvían los problemas básicos; para mucha gente, no resolvían nada. Pero ayudaron a la gente lo suficiente como para que se creara una atmósfera de progreso y mejora que restableciera algo de fe en el sistema.
El salario mínimo de 1938 -que estableció 40 horas laborales a la semana y prohibió el trabajo infantil- dejó a mucha gente fuera de sus disposiciones y fijó salarios mínimos muy bajos (el primer año, 25 centavos a la hora). Pero era suficiente para aplacar el resentimiento. Sólo se construían viviendas para un pequeño porcentaje de la gente que las necesitaba, pero aliviaba saber que había proyectos de viviendas de protección oficial, parques para los niños, apartamentos sin bichos, y que construían nuevas viviendas donde antes había casas desvencijadas. La IVA (Autoridad del Valle de Tennessee) propuso interesantes planes para crear empleo, mejorar las zonas y proveer energía barata con control local en vez de nacional. La Ley de Seguridad Social daba subsidios por jubilación y por desempleo y destinaba fondos estatales para madres con niños a su cargo, pero excluía a los granjeros, a los empleados domésticos y a las personas mayores y no ofrecía seguro sanitario. Las ventajas de la seguridad social eran insignificantes en comparación con la seguridad que obtenían las corporaciones.
El New Deal dio dinero federal para poner a trabajar a miles de escritores, artistas, actores y músicos en Proyectos Federales para el Teatro, Proyectos Federales para Escritores y Proyectos Federales para Artistas. Se pintaban murales en los edificios públicos, se representaban obras teatrales para audiencias de clase obrera que nunca habían visto una, se escribían y publicaban cientos de libros y panfletos. La gente escuchaba sinfonías por primera vez. Fue un estimulante resurgimiento de las artes para la gente, un auge que no se había dado antes en la historia americana y que no se volvería a dar después. Pero en 1939, con el país más estable y el impulso reformador del New Deal debilitado, se eliminaron los programas para subvencionar las artes.
Cuando concluyó el New Deal, el capitalismo permanecía intacto. Los ricos aún controlaban la riqueza de la nación, así como las leyes, los tribunales, la policía, los periódicos, las iglesias y las universidades. Se había dado la ayuda suficiente a las personas suficientes como para hacer de Roosevelt un héroe para millones de personas, pero permanecía el mismo sistema que había traído la depresión y la crisis, el sistema del despilfarro, de la desigualdad y del interés por el beneficio más que por las necesidades humanas. Para los negros, el New Deal fue psicológicamente alentador (la Sra. Roosevelt era solidaria, algunos negros consiguieron puestos en la administración) pero los programas del New Deal ignoraron a la mayoría de los negros. Los negros que eran arrendatarios, labriegos, trabajadores itinerantes o trabajadores domésticos, no tenían derecho al subsidio por desempleo, al salario mínimo, a la seguridad social ni a los subsidios agrarios. Roosevelt, por no ofender a los políticos sureños blancos, cuyo apoyo político necesitaba, no presionó para sacar adelante un proyecto de ley contra los linchamientos. En las fuerzas armadas, los blancos y los negros estaban separados. A la hora de conseguir empleo, los trabajadores negros estaban discriminados. Eran los últimos en ser contratados y los primeros en ser despedidos. Sólo cuando A. Philip
Randolph, presidente del Sindicato de Mozos de Coches-cama amenazó con una marcha masiva sobre Washington, acordó firmar Roosevelt un mandato ejecutivo para establecer un Comité para la Práctica del Empleo Justo (FEPC). Pero el FEPC carecía de poder para entrar en vigor y cambió poco las cosas.
El barrio negro de Harlem, a pesar de todas las reformas del New Deal, continuó como estaba. Allí vivían 350.000 personas, 233 personas por acre, en comparación con las 133 personas por acre del resto de Manhattan. En veinticinco años, la población de Harlem se había multiplicado por seis. Diez mil familias vivían en bodegas y sótanos. La tuberculosis era moneda corriente. Aproximadamente la mitad de las mujeres casadas trabajaban como empleadas de hogar Iban al Bronx y se reunían en las esquinas -que la gente llamaba “mercados de esclavos”- para ofrecer sus servicios. Poco a poco apareció la prostitución.
En 1932, en el hospital de Harlem moría, en proporción, el doble de personas que en el hospital Bellevue, situado en el centro del área de los blancos.
El 19 de marzo de 1935, aunque se estaban aprobando las reformas del New Deal, Harlem explotó. Diez mil negros arrasaron las calles, destruyendo propiedades de comerciantes blancos. Dos negros resultaron muertos.
A mediados de los años treinta, un joven poeta negro llamado Langston Hughes escribió un poema titulado Let America Be America Again (Dejad que América sea otra vez América):
I am the poor white, fooled and pushed apart,
I am the Negro bearing slavery’s scars
I am the red man driven from the land,
I am the immigrant clutching the hope
I seek And finding only the same old stupid plan.
Of dog eat dog, of mighty crush the weak…
O, let America be America again
The land that never has been yet-
Sin embargo, en los años treinta, para los blancos del norte y del sur, los negros eran invisibles. Sólo los radicales intentaron romper las barreras raciales: los socialistas, trotskistas y sobre todo los comunistas. Influido por los comunistas, el CIO estaba organizando a los negros de las industrias de producción masiva. Aún usaban a los negros como esquiroles, pero ahora hubo también intentos de unir a blancos y negros contra su enemigo común.
En los años treinta, no hubo un gran movimiento feminista, pero muchas mujeres de la época se involucraron en movimientos laboristas. Una poetisa de Minnesota, Meridel LeSeuer, tenía 34 años cuando la gran huelga de camioneros paralizó Minneapolis en 1934. LeSeuer se involucró en la huelga y más tarde describió sus experiencias:
Nunca había estado en una huelga. Lo cierto es que tenía miedo. “¿Necesatáis ayuda?” pregunté con ansiedad. Servíamos miles de tazas de café a males de hombres. Vi cómo sacaban hombres de los coches y los ponían en las camas del hospital, en el suelo. Un martes, el día del funeral, se concentraron mil soldados más en el centro de la ciudad. Había más de cuarenta grados a la sombra. Fui a las funerarias y miles de hombres y mujeres estaban allí congregados, esperando bajo un sol terrible. Me acerqué y me puse junto a ellos. Ignoraba si podía desfilar. No me gustaba desfilar en manifestaciones. Tres mujeres me llevaron con ellas. “Queremos que desfilen todos -dijeron amablemente-, ven con nosotras”
Años después, Sylvia Woods contó a Alice y Staughton Lynd sus experiencias en los años 30, cuando trabajaba en una lavandería y como organizadora sindical:
Tienes que decir a la gente cosas que puedan ver. Entonces dirán: “Ah, nunca había pensado en eso” o “nunca lo había visto de esa forma” …como Tennessee. Odiaba a los negros. El pobre aparcero un día bailó con una negra. Así que he visto cambiar a la gente. Esta es la fe que has de tener en las personas.
En esos días de crisis y rebelión muchos americanos empezaron a cambiar de forma de pensar. En Europa, Hitler estaba en marcha. Al otro lado del Pacífico, Japón estaba invadiendo China. Nuevos imperios estaban amenazando a los imperios occidentales, y para Estados Unidos, la guerra no estaba lejos.


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