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La Otra Historia de los Estados Unidos. A People´s History of the United States. Desde 1492 hasta el presente (Parte II)

Howard Zinn :: 05.12.18

No tomamos nada por conquista, gracias a dios.

Capítulo 8

NO TOMAMOS NADA POR CONQUISTA, GRACIAS A DIOS

El coronel Ethan Allen Hitchcock, un soldado profesional graduado en la Academia Militar, comandante del tercer Regimiento de Infantería, lector de Shakespeare, Chaucer, Hegel y Spinoza, escribió en su diario:
Fuerte Jesup, La, 30 junio 1845. Llegaron ordenes urgentes anoche desde Washington City que indicaban al general Taylor que debía desplazarse sin demora a… para ocupar posiciones en la ribera o cerca del Rio Grande. Debe expulsar cualquier fuerza armada de mejicanos que pueda cruzar el río. Bliss me leyó rápidamente las ordenes ayer por la tarde a la hora de la retreta. Apenas he dormido pensando en los arduos preparativos.
La violencia lleva a la violencia y, o mucho me equivoco o este movimiento nuestro provocará otras acciones violentas y el derramamiento de mas sangre.
Hitchcock no estaba equivocado. La compra de Luisiana por parte de Jefferson había doblado el territorio de los Estados Unidos, llegando sus límites hasta las montañas Rocosas. Al suroeste estaba México, que había ganado su independencia en una guerra revolucionaria contra España en 1821. México era un país enorme que incluía Texas y lo que hoy conocemos como Nuevo México, Utah, Nevada, Arizona, California y una parte de Colorado. Después de una campaña de agitación, y con la ayuda de Estados Unidos, Texas rompió con México en 1836 y se declaró como la “República de la Estrella Solitaria”. En 1845, el Congreso estadounidense la incorporó como nuevo estado de la Unión.
Ahora estaba en la Casa Blanca James Polk, del partido Demócrata. Era un expansionista que, en la noche de su toma de posesión del cargo, confió al Secretario de la Marina que uno de sus principales objetivos era la adquisición de California. La orden que mandó al general Taylor para que acercara sus tropas al Río Grande era un reto a los mejicanos. No quedaba nada claro que el Río Grande fuese la frontera del sur de Texas, aunque Texas había obligado al vencido general mejicano Santa Anna -a quien tenían preso- a que así lo declarara. La frontera tradicional entre Texas y México había sido el Río Nueces, unas 150 millas más al norte, y tanto México como los Estados Unidos lo habían reconocido como frontera. Sin embargo, Polk, al animar a los tejanos a que aceptaran la anexión, les había asegurado que apoyaría su reivindicación del Río Grande. El hecho de mandar tropas al Río Grande, un territorio habitado por mejicanos, era una clara provocación. El ejército de Taylor marchó en columnas paralelas a través de la pradera, con guías muy adelantados y en los flancos, y con un tren en la retaguardia. Entonces, el 28 de marzo de 1846, por una carretera estrecha y atravesando un chaparral espeso, llegaron a unos campos cultivados y unas chozas de tejados de paja que sus moradores mejicanos habían abandonado con prisas, huyendo por el río hacia la ciudad de Matamoros. Taylor montó su campamento, empezó la construcción de un fuerte y colocó sus cañones frente a las blancas casas de Matamoros, cuyos habitantes observaban con curiosidad el despliegue de todo un ejército en la ribera de un tranquilo río. El Union de Washington, un periódico que reflejaba la posición del presidente Polk y del partido Demócrata, había hablado, a principios de 1845, del significado de la anexion tejana:
Que se lleve a término la gran medida de la anexión, y con ello, el tema de la frontera y las reivindicaciones. ¿Quién podrá detener el torrente que invadirá el Oeste? Tendremos abierta la carretera hacia California. ¿Quién parará los pies a nuestra gente del oeste?
Poco después, en el verano de 1845, John O’Sullivan, director de Democratic Review, usó una frase que se hizo famosa, diciendo que era “nuestro destino manifiesto llenar el continente otorgado por la Providencia para el libre desarrollo de nuestra cada vez más numerosa gente”. Así pues, se trataba de un “destino-manifiesto”. Lo único que hacía falta en la primavera de 1846 para hacer estallar la guerra que buscaba Polk era un incidente militar. Llegó en abril, cuando desapareció el intendente del general Taylor, el coronel Cross, mientras subía por el Río Grande a caballo. Once días después encontraron su cadáver, con la calavera destrozada por un fuerte golpe. Se dio por hecho que lo habían matado guerrilleros mejicanos venidos del otro lado del río.
Al día siguiente (25 de abril), una patrulla de los soldados de Taylor se vio rodeada y atacada por mejicanos, siendo exterminada: hubo dieciséis muertos, otros resultaron heridos y el resto fueron capturados. Taylor envió un despacho a Polk “Se pueden considerar abiertas las hostilidades”.
Los mejicanos habían disparado la primera bala. Pero según el coronel Hitchcock, habían hecho lo que deseaba el gobierno americano. Escribió en su diario, incluso antes de los primeros incidentes:
He mantenido desde el principio que los Estados Unidos son los agresores. No tenemos el más mínimo derecho a estar aquí. Parece que el gobierno envió un pequeño destacamento a propósito para provocar la guerra y tener un pretexto para tomar California y todo el territorio que se le antoje. Mi corazón no está metido en este asunto, pero como militar, debo cumplir las órdenes.
El 9 de mayo, antes de recibirse noticias de las acciones bélicas, Polk recomendó a su gabinete una declaración de guerra. Polk dejó constancia en su diario de lo que había dicho en el consejo de ministros:
Dije… que hasta ese momento, por lo que sabíamos, no habíamos recibido noticia de ninguna agresión por parte del ejército mejicano, pero que el peligro de que se produjeran tales actos era inminente. Dije que en mi opinión teníamos amplias razones para hacer la guerra, y que era imposible permanecer en silencio mucho tiempo más… que el país estaba excitado e impaciente por este tema…
El país distaba de estar “excitado e impaciente”. Pero el presidente sí que lo estaba. Cuando llegaron los despachos del general Taylor hablando de las bajas causadas por el ataque mejicano, Polk reunió su gabinete para oir la noticia, y por unanimidad acordaron que se debía pedir una declaración de guerra. El mensaje de Polk al Congreso fue de indignación: “México ha vulnerado las fronteras de Estados Unidos, ha invadido nuestro territorio y ha derramado sangre americana en territorio americano…”
El Congreso se apresuró a aprobar el mensaje de guerra. No se examinaron los montones de documentos oficiales que acompañaban el mensaje de guerra -supuestamente pruebas que explicaban la declaración de Polk-, sino que fueron inmediatamente aprobados por la Cámara. El debate sobre la ley, que proponía proveer voluntarios y fondos para la guerra, no pasó de las dos horas, y la mayor parte de ese tiempo se consumió en la lectura de extractos seleccionados de los documentos aprobados, así que apenas sobró media hora para la discusión de los temas.
El partido Whig también quería California, pero prefería adueñarse de él sin guerra. Sin embargo, no se negaron a proporcionar hombres y dinero para la operación y se unieron a los demócratas en una votación masiva -174 contra 14- a favor de la guerra. En el Senado hubo debate, pero se limitó a un día, y se aprobó la moción a favor de la guerra por 40 a 2, con la unión entre whigs y demócratas. John Quincy Adams, de Massachusetts, que de entrada había votado con los “catorce testarudos”, finalmente votó por las asignaciones de guerra.
Abraham Lincoln de Illinois todavía no estaba en el Congreso cuando empezó la guerra, pero después de su elección en 1846 tuvo ocasión de votar y opinar sobre ella. Sus “resoluciones inmediatas” se hicieron famosas, pues retó a Polk para que especificara el punto exacto donde se había derramado sangre americana “en territorio americano”. Pero no intentó acabar la guerra frenando los fondos destinados a hombres y abastecimientos. Hablando en la Cámara el 27 de julio de 1848, dijo:
Si decir que “la guerra la ha declarado el Presidente sin necesidad ni respetando las vías constitucionales” es una oposición a la guerra, entonces los whigs se han opuesto a ella de forma manifiesta. El hecho de enviar un ejercito a un pacífico poblado mejicano, ahuyentando a sus moradores, exponiendo sus cultivos y demas propiedades a la destrucción, puede que a Ud le parezca un comportamiento perfectamente amistoso y pacifico, libre de provocación, pero a nosotros no nos lo parece. Pero si al estallar la guerra, y al convertirse en la causa de nuestro país, la provisión de nuestro dinero y nuestra sangre, junto con la vuestra, era un apoyo a la guerra, entonces no es verdad que siempre nos hayamos opuesto a la guerra. Con pocas excepciones, siempre habéis contado con nuestros votos para todas las provisiones necesarias.
Un puñado de congresistas abolicionistas votaron en contra de toda medida marcial, al ver la campaña de México como una manera de extender el territorio negrero del Sur. Entre estos congresistas se encontraba Joshua Giddings de Ohio, un orador apasionado, de gran poderío físico, que la llamó “una guerra agresiva, terrible e injucta”
Después de la aprobación de la guerra en el Congreso, en mayo de 1846, hubo concentraciones y manifestaciones de apoyo a la guerra en Nueva York, Baltimore, Indianapolis, Filadelfia y muchos sitios más. Miles de personas se alistaron como voluntarios en el ejército. En los primeros días de la guerra, el poeta Walt Whitman escribió en el Eagle de Brooklyn “Sí, ¡a México hay que castigarlo severamente! Que ahora se lleven nuestras armas con un espíritu que enseñe al mundo que, mientras no nos perdemos en discusiones, América sí sabe aplastar, como también extender sus fronteras.”
Junto a esta agresividad existía la idea de que los Estados Unidos regalaban bendiciones de libertad y democracia a más gente. Esto se entremezclaba con ideas de superioridad racial, de codicia por las bellas tierras de Nuevo México y California, y sueños de empresas comerciales por el Pacífico. El Herald de Nueva York dijo, en 1847 “La nación universal Yankee puede regenerarse y sobreponerse a la gente de México en unos pocos años, y creemos que es parte de nuestro destino civilizar ese bello país”. El Congressman Globe del 11 de febrero de 1847 informaba así:
El Sr. Giles de Maryland -Doy por hecho que ganaremos territorio, y que debemos ganar territorio, antes de cerrar las puertas del templo de Jano. Debemos marchar de océano en océano. Debemos marchar de Texas, directos hacia el Océano Pacífico, y sólo tener sus terribles olas como frontera… Es el destino de la raza blanca, es el destino de la raza anglo-sajona.
Por el contrario, la Sociedad Americana Abolicionista dijo que la guerra “se hace sólo con el propósito detestable y horrible de extender y perpetuar el régimen esclavista por el vasto territorio de México”. Un poeta y abolicionista bostoniano de veintisiete años, James Russell Lowell, empezó a escribir poemas satíricos en el Courier de Boston (luego serían conocidos como los Biglow Papers) En ellos, un granjero de Nueva Inglaterra, Hosea Biglow, hablaba de la guerra en su propio dialecto:
¿Y la guerra? Yo la llamo asesinato.
No hay forma más clara de decirlo
No quiero ir más allá
De mi testimonio sobre este hecho. Sólo quieren esa California
Para amontonar más esclavos allí
Para abusar de ellos y maltratarlos Y para aprovecharse como el demonio.
Apenas había empezado la guerra, en el verano de 1846, cuando un escritor, Henry David Thoreau, que vivía en Concord, Massachusetts, se negó a pagar el impuesto ciudadano, denunciando así la guerra de México. Fue encarcelado y pasó una noche en la prisión. Sus amigos, sin su consentimiento, pagaron sus impuestos, y fue liberado. Dos años después dio una conferencia, “La Resistencia al Gobierno Civil”, que luego fue impresa en forma de ensayo, “La Desobediencia Civil”:
No es deseable cultivar un respeto por la ley, sano por el derecho. La Ley nunca hizo a los hombres más justos, y, a través de su respeto por ella, se convierte incluso a los bien intencionados en agentes de la injusticia. Un resultado común y natural del respeto indebido por la ley es que puedas ver una fila de soldados… desfilando en perfecto orden por la campiña hacia la guerra, contra su voluntad, sí, contra su sentido común y sus conciencias, lo que hace muy difícil la marcha, y produce una palpitación del corazón.
Su amigo y también colega autor Ralph Waldo Emerson, estaba de acuerdo con él, pero pensaba que protestar era perder el tiempo. Cuando Emerson visitó a Thoreau en la cárcel le preguntó “¿Qué estás haciendo ahí dentro?” Se dice que Thoreau le replicó: “¿Qué estás haciendo ahí afuera?”.
Las iglesias, en su mayoría, o estaban totalmente a favor de la guerra o guardaban un silencio temeroso. El reverendo Theodore Parker, ministro unitario en Boston, combinaba una crítica elocuente de la guerra con un menosprecio por el pueblo mejicano, a quien llamaba “un pueblo miserable, miserable en su origen, su historia y su personalidad”, que finalmente debía ceder como los indios. Sí, los Estados Unidos debían extenderse, dijo, pero no por la guerra, sino más bien por la fuerza de sus ideas, por la presión de su comercio y por “el avance irreprimible de una raza superior, con ideas superiores y una civilización mejor…”
El racismo de Parker estaba muy extendido. El congresista Delano de Ohio, un whig abolicionista, se opuso a la guerra porque tenía miedo de que los americanos se entremezclaran con una gente inferior, que “abrazan toda la gama de los colores… un triste compuesto de sangre española, inglesa, india y negra.. que tiene como resultado, según se dice, la producción de una raza de seres ignorantes y perezosos”.
A medida que avanzaba la guerra, crecía la oposición. La Sociedad Americana por la Paz editaba un periódico, el Advocate of Peace, que publicaba versos, discursos, peticiones, y sermones contrarios a la guerra, con testimonios directos de la degradación que representaba la vida militar y los horrores de la batalla. Teniendo en cuenta los terribles esfuerzos de los líderes de la nación por conseguir apoyos patrióticos, el grado de oposición y crítica abierta que circulaba era significativo. Se celebraron mítines contra la guerra a pesar de los ataques de las turbas patrioteras.
A medida que el ejército se aproximaba a la Ciudad de México, el periódico abolicionista The Liberator se atrevió a exponer sus deseos de que las fuerzas americanas fueran vencidas. “Todo amante de la libertad y de la humanidad, en todo el mundo, debe desear que consigan [los mejicanos] las victorias más sonadas…”
El 21 de enero de 1848 Frederick Douglass, antiguo esclavo, orador y escritor extraordinario, escribió (en su periódico de Rochester, el North Star) sobre “la guerra actual -desgraciada, cruel e inicuacontra nuestra república hermana. México parece una víctima propiciatoria de la codicia anglosalona y del amor al dominio” Douglass criticaba la falta de voluntad de los opositores a la guerra a la hora de actuar (incluso los abolicionistas seguían pagando sus impuestos):
Ningún político distinguido o eminente parecía dispuesto a sacrificar su popularidad en el partido con una desaprobación de la guerra abierta y sin paliativos. Ninguno parecía dispuesto a posicionarse por la paz a toda costa, y todos parecían dispuestos a permitir que la guerra continuara de una manera u otra.
¿Cuál era la opinión del pueblo? Es difícil decirlo. Después de un primer entusiasmo, las prisas por alistarse empezaron a decaer. Los historiadores de la guerra mejicana han hablado sin tapujos del
“pueblo” y de la “opinión pública”. Sus testimonios, sin embargo, no vienen directamente “del pueblo”, sino más bien de los periódicos, que se proclaman “voz del pueblo”. El Herald de Nueva York informaba en agosto de 1845 “Las multitudes piden la guerra a gritos”. El Morning News de Nueva York dijo “Los espíritus jóvenes y ardientes que pululan en las ciudades sólo buscan un destino para su energía incontenible, y su atención ya está fijada en Mexico”. Es imposible conocer hasta dónde llegaba el apoyo popular a la guerra. Pero existen pruebas de que muchos obreros se opusieron a ella.
Hubo manifestaciones de trabajadores irlandeses contra la anexión de Texas en Nueva York, Boston y Lowell. En mayo, cuando empezó la guerra contra México, algunos trabajadores de Nueva York convocaron un mítin en oposición a la guerra, y acudieron muchos trabajadores irlandeses. En el mítin se dijo que la guerra era una estrategia de los negreros y se pidió la retirada de las tropas americanas del territorio en disputa. Ese año, una convención de la Asociación de Trabajadores de Nueva Inglaterra condenó la guerra y anunció que no “tomarían las armas para apoyar al negrero sureño a robar la quinta pacte del jornal de nuestros compatriotas”.
Algunos periódicos protestaron nada más empezar la guerra. El día 12 de mayo de 1846, Horace Greeley escribió en el Tribune de Nueva York:
Podemos vencer con facilidad a los ejércitos de México, machacarlos a millares ¿Quién cree que un puñado de victorias contra México y la “anexión” de la mitad de sus provincias nos darán más libertad, una moralidad mas pura, una industria mas prospera que las que tenemos hoy? ¿No es lo bastante miserable la vida, no nos llega la muerte lo suficientemente pronto sin necesidad de recurrir a la temible ingeniería de la guerra?
Y, ¿qué decir de los que lucharon en la guerra, de los soldados que marcharon, sudaron, enfermaron y murieron? ¿De los soldados mejicanos? ¿De los soldados americanos? Sabemos poca cosa de las reacciones de los soldados mejicanos.
Del ejército americano sabemos mucho más. Sabemos que eran voluntarios, no reclutas, atraídos por el reclamo pecuniario y la oportunidad de promocionarse socialmente gracias al ascenso en las fuerzas armadas. Y sabemos que la mitad del ejército del general Taylor eran inmigrantes recientes, la mayoría irlandeses y alemanes, y que su patriotismo no era muy agudo. De hecho, muchos desertaron al bando mejicano, seducidos por las recompensas en dinero. Algunos se alistaron en el ejército mejicano y formaron su propio batallón, el de San Patricio.
Al inicio de la guerra, parecía haber entusiasmo en el ejército, estimulado por la paga y el patriotismo. El espíritu guerrero campeaba en Nueva York, donde el parlamento autorizó al gobernador a llamar a cincuenta mil voluntarios. En la calle, las pancartas rezaban “México o muerte”. En Filadelfia hubo una concentración multitudinaria de veinte mil personas, y en Ohio hubo tres mil voluntarios.
Pronto se desvaneció este espíritu inicial. Un joven escribió anónimamente al Cambridge Chronicle:
Tampoco siento el más mínimo interés por alistarme en vuestro ejército, ni por apoyar las actividades bélicas en Mexico. No tengo ningún interés por participar en las matanzas de mujeres y niños como las que se vieron en la captura de Monterey, etc. Tampoco tengo ningún deseo de someterme a las ordenes de un pequeño tirano militar, a cuyos caprichos debería de rendir una obediencia implícita ¡Ni loco! Esas cosas no son para mí… Los tiempos de las carnicerías humanas ya pasaron… Y con rapidez se está acercando el día en que al soldado profesional se le colocará en el mismo rango que a los bandidos los beduínos y los matones.
Se hicieron promesas extravagantes y se dijeron mentiras sin igual para ensanchar las unidades de voluntarios. Un hombre que escribió una historia de los Voluntarios de Nueva York declaró:
Muchos se alistaron pensando en sus familias no teniendo empleo y habiendo oído promesas de “tres meses [de sueldo] por adelantado”. Se les prometió que podían dejar una parte de su paga para que sus familias pudieran disponer de ella en su ausencia. Declaro con rotundidad que se reclutó a todo el Regimiento de forma fraudulenta.
A finales de 1846 el reclutamiento caía en picado Entonces se rebajaron las exigencias físicas y se anunció que a los que trajeran reclutas aceptables, se les pagaría 2 dólares la “pieza”. Ni siquiera esto funcionó. A principios de 1847, el Congreso autorizó la creación de diez nuevos regimientos de tropas regulares que debían servir durante el tiempo que durase la guerra. Les prometieron 100 acres de tierra pública al licenciarse con honor. Pero la insatisfacción continuaba.
Pronto, la dura realidad de la batalla se impuso a la gloria y a las promesas. Cuando en el Río Grande, ante Matamoros, un ejército mejicano a las órdenes del general Arista se enfrentó al ejército -de tres mil soldados- de Taylor, las balas empezaron a volar. El artillero Samuel French vio su primera muerte en combate. Lo describe John Weems:
Se dio el caso de que estaba observando a un jinete cercano cuando vio cómo una bala rompía la perilla de la silla, penetraba en el pecho del hombre, y explotaba con una nube de color carmín al otro extremo.
Cuando acabó la contienda, quinientos mejicanos yacían muertos o heridos. Quizás hubo unas cincuenta bajas americanas. Weems describe las secuelas de la batalla: “La noche envolvió a los hombres exhaustos que se dormían en el mismo lugar donde caían sobre la aplastada hierba de la pradera, mientras que a su alrededor hombres caídos de ambos ejércitos chillaban y gemían con el dolor producido por las heridas. Con la misteriosa luz de las antorchas, la sierra del cirujano trabajó toda la santa noche”.
En los campamentos militares que estaban lejos del campo de batalla se olvidó con rapidez el romanticismo de los carteles de la campaña de reclutamiento.
Cuando el 2° Regimiento de Carabinas del Mississippi entraba en Nueva Orleans, fue atacado por el frío y la enfermedad. El cirujano del regimiento dio el siguiente informe “Seis meses después de que nuestro regimiento hubiera entrado en servicio, habíamos sufrido unas pérdidas de 167 muertos, y 134 bajas por licencia”. El regimiento fue enjaulado en las bodegas de los transportes, ochocientos hombres en tres barcos. El cirujano continuó informando:
La oscura nube de la enfermedad aún se cernía sobre nosotros. Las bodegas de los barcos estaban llenas de enfermos. El efluvio era intolerable… El mar empezó a crecerse… Durante la larga noche oscura el barco se balanceaba, echando a los enfermos de un lado para el otro, quedando marcada su piel en las ásperas esquinas de la litera. Los terribles gritos de los que deliraban, los lamentos de los enfermos y los melancólicos gemidos de los moribundos creaban una escena de confusión incesante… Durante cuatro semanas nos vimos confinados en esos horribles barcos y antes de que hubiéramos desembarcado en Brasos… habíamos depositado a veintiocho de los nuestros en las oscuras olas.
Mientras tanto, por tierra y por mar, las fuerzas anglo-americanas estaban penetrando en California. Después del largo viaje alrededor de la punta meridional de América del Sur y por la costa hasta Monterey, en California, un joven oficial de la marina escribió en su diario:
Asia… quedará en nuestra misma puerta trasera. Entrará población en las regiones fértiles de California. Se desarrollarán… los recursos del país entero… Las tierras públicas que bordean la ruta [de los ferrocarriles] dejarán de ser desiertos para convertirse en vergeles, y se establecerá allí una numerosa población…
En California tenía lugar una guerra muy diferente. Los anglo-americanos atacaron a los poblados españoles, robaron caballos y declararon que California ya no formaba parte de México. Ahora era la “República con un Oso en la Bandera”. Y como allí vivían indios, el oficial naval Revere reunió a sus jefes y les habló así (como recordaría tiempo después):
Os he convocado aquí para celebrar una charla. El país que habitáis ya no pertenece a México, sino a una poderosa nación cuyo territorio se extiende desde el gran océano que todos habéis visto u oído nombrar; a otro gran océano a miles de millas en dirección hacia el sol naciente… Nuestros ejércitos están ahora en México, y pronto conquistarán todo el país. Pero no tenéis nada que temer de nosotros, si lo que hacéis está bien… si sois fieles a vuestros nuevos jefes.. Espero que alteraréis vuestros hábitos, y que seréis laboriosos y frugales, y que abandonaréis todos los bajos vicios que practicáis… Os vigilaremos y os daremos una libertad verdadera; pero tened cuidado con la sedición, la anarquía, y otros crímenes, porque el ejército que ahora os protege también sabe castigar, y llegará hasta vosotros en los escondites más recónditos.
El general Kearney entró sin dificultades en Nuevo México, y Santa Fe cayó sin dispararse una sola bala. Un oficial americano describió la reacción de la población mejicana al entrar el ejército estadounidense en la capital:
Nuestra entrada en la ciudad… se hizo con tintes muy agresivos, con las espadas en alto y con cara de pocos amigos… Al izarse la bandera americana, y al disparar el cañón las salvas de honor desde lo alto de la colina, muchas de las mujeres no pudieron contener sus tensas emociones… Se levantó el gemido de dolor por encima del ruido de nuestros caballos y llegó a nue,stros oídos desde el fondo de las miserables chozas que había a ambos lados.
Eso fue en agosto. En diciembre, los mejicanos de Taos, Nuevo México, se rebelaron contra el dominio americano. La rebelión fue aplastada, y arrestaron a algunos rebeldes. Pero muchos huyeron, y continuaron realizando ataques esporádicos, matando a algunos americanos para luego esconderse en los montes. Allí les siguió el ejército americano, y en una última y desesperada batalla -en la que tomaron parte entre seiscientos y setecientos rebeldes -murieron 150. Parecía que la rebelión se estaba acabando.
En Los Angeles también hubo una revuelta. En septiembre de 1846 los mejicanos forzaron la rendición de la guarnición americana. Los estadounidenses no retomaron Los Angeles hasta el mes de enero, después de duros combates.
El general Taylor había cruzado el Río Grande, había ocupado Matamoros y ahora se desplazaba hacia el sur a través de México. Pero en territorio mejicano sus voluntarios se hicieron más indisciplinados, y las tropas, en estado de embriaguez, se dedicaron al pillaje de los poblados mejicanos, empezando a multiplicarse los casos de violación.
Al subir por el Río Grande hacia Camargo, el calor empezó a hacerse insoportable y el agua impura; las enfermedades se multiplicaron -diarrea, disentería y otras epidemias. La cifra de muertos se elevó a mil. Inicialmente, a los muertos se les había enterrado al son de la “Marcha Fúnebre”, tocada por una banda militar. Pero cuando la cifra de muertes se hizo excesiva, cesaron los funerales militares formales. Más al sur, hacia Monterey, hubo otra batalla en la que murieron, de forma agónica, hombres y caballos. Un oficial describió el suelo como “resbaladizo de espuma y sangre”.
La marina estadounidense bombardeó VeraCruz causando la muerte indiscriminada de civiles. Uno de los obuses lanzados dio en el edificio de correos, y otro en un hospital.
En dos días de lanzaron 1.300 obuses sobre la ciudad, hasta que se rindió. Un reportero del Delta de Nueva Orleans escribió “Los mejicanos dan diferentes estimaciones de pérdidas, entre 500 y 1.000 muertos y heridos, pero todos están de acuerdo en que las bajas entre militares son relativamente menores y que la destrucción producida entre mujeres y niños es muy grande”.
Al entrar en la ciudad, el coronel Hitchcock escribió lo siguiente: “Nunca olvidare el terrible fuego de nuestros morteros… disparando con espantosa certeza… a menudo dando en el centro de habitáculos privados, fue horrendo. Tiemblo al pensar en ello”. No obstante, el fiel soldado Hitchcock escribió para el general Scott “una especie de discurso al pueblo mejicano” que luego se imprimió a millares en inglés y castellano. Decía “no tenemos la más leve animadversión hacia vosotros… no estamos aquí por ninguna otra razón mundana sino para obtener la paz”.
Era una guerra entre la élite americana y la élite mejicana. Cada bando rivalizaba a la hora de animar, usar y matar a su propia gente. El comandante mejicano, Santa Anna, había aplastado rebeliones, una tras otra, y sus tropas prodigaban las violaciones y el pillaje después de las victorias. Cuando el coronel Hitchcock y el general Winfield Scott entraron en la finca de Santa Anna, encontraron sus paredes llenas de pinturas ornamentales. Pero la mitad de los hombres de su ejército yacían muertos o heridos.
El general Winfield Scott se desplazó hacia la última batalla -por la ciudad de México- con diez mil soldados que no tenían ganas de luchar. A tres días de marcha de Ciudad de México, en Jalapa, siete de sus once regimientos se evaporaron, al haber vencido su tiempo de servicio. La perspectiva de la batalla y el efecto de las enfermedades habían podido con ellos.
Los ejércitos mejicano y americano chocaron durante tres horas en las afueras de Ciudad de México, en Churubusco, y murieron miles de personas en ambos bandos. Entre los presos mejicanos se identificaron 69 desertores del ejército estadounidense.
Como tantas veces ocurre en la guerra, se entablaban batallas sin ningún propósito. Después de un incidente similar en las inmediaciones de Ciudad de México, en el que hubo terribles bajas, un teniente de la marina culpó al general Scott: “Lo había emplazado por error, y mandó que se luchara, sin suficientes fuerzas, por un objetivo que no existía”.
En la batalla final por la Ciudad de México, las tropas angloamericanas tomaron el alto de Chapultepec y entraron en la ciudad, de 200.000 habitantes, cuando el general Santa Anna se había desplazado hacia el norte. Era el mes de septiembre de 1847. Un comerciante mejicano escribió a un amigo sobre el bombardeo de la ciudad: “En algunos casos se destruyeron bloques enteros, y grandes cantidades de hombres, mujeres y niños murieron o sufrieron heridas”.
El general Santa Anna huyo a Huamantla, donde se libró otra batalla, y tuvo que huir de nuevo. Un teniente de infantería escribió a sus padres sobre lo que pasó después de que muriera un oficial llamado Walker en la batalla:
El general Lane… nos dijo que vengáramos la muerte del bravo Walker… primero irrumpieron en las tiendas de ron y luego, borrachos perdidos, se cometieron toda suerte de atrocidades. Se desnudaron a las viejas y a las jóvenes -y otras muchas sufrieron suplicios aún peores. Se fusilaron hombres por docenas… sus propiedades, las iglesias, tiendas y viviendas fueron saqueadas. Por primera vez sentí verguenza de mi país.
Un voluntario de Pennsylvania con destino en Matamoros escribió a finales de la guerra “Aquí tenemos una disciplina muy férrea. Algunos de nuestros oficiales son hombres buenos pero la mayoría son unos tiranos que tratan a sus hombres con brutalidad… esta noche, durante la instrucción, un oficial le abrió la cabeza a un soldado… Pero puede que llegue la hora, y pronto, de que los oficiales y la tropa estemos a la par… La vida de un soldado es asquerosa”.
La noche del 15 de agosto de 1847 unos regimientos de voluntarios de Virginia, Mississippi y Carolina del Norte se rebelaron en el norte de México contra el coronel Robert Treat Paine. Paine mató a un amotinado, pero dos de sus tenientes se negaron a ayudarle a sofocar el motín. Los rebeldes finalmente fueron rehabilitados en un intento de apaciguar la situación.
Las deserciones iban en aumento. En marzo de 1847 el ejército daba cifras de más de mil desertores. La cifra total de desertores durante la guerra fue de 9.207, 5.331 entre las tropas regulares y 3.876 entre los voluntarios. Los que no desertaron resultaban cada vez más difíciles de manejar. El general Cushing se refirió a sesenta y cinco hombres del primer Regimiento de Infantería de Massachusetts como “incorregiblemente tendentes al motín y a la insubordinación”.
La gloria de la victoria era para el presidente y los generales, no para los desertores, los muertos ni los heridos. Los Voluntarios de Massachusetts habían partido de casa con 630 efectivos. Volvieron con trescientos muertos, la mayoría por enfermedad, y en la cena de bienvenida a casa, su comandante, el general Cushing, fue abucheado por sus hombres.
Cuando los veteranos volvieron a casa, inmediatamente aparecieron especuladores para comprar las garantías de tierra que les había dado el gobierno. Muchos de los soldados, desesperados por obtener algo de dinero, vendieron sus 160 acres por menos de 50 dólares.
México se rindió. Entre los americanos hubo llamamientos favorables a apoderarse de todo el país. Pero con el Tratado de Guadalupe Hidalgo, firmado en febrero de 1848, sólo se quedaron con la mitad. La frontera de México se estableció en el Río Grande, se les cedió Nuevo México y California. Por todo ello, Los Estados Unidos pagaron a México 15 millones de dólares, lo cual llevó al periódico Whig Intelligencer a concluir que “no tomamos nada por conquista… gracias a Dios”.
Capítulo 9
ESCLAVITUD SIN SUMISIÓN, EMANCIPACIÓN SIN LIBERTAD
El apoyo de los Estados Unidos a la esclavitud estaba basado en un hecho práctico incontestable. En 1790, el Sur producía mil toneladas anuales de algodón. En 1860, la cifra había subido ya a un millón de toneladas. En el mismo período se pasó de 500.000 esclavos a 4 millones. El sistema, trasbalsado por las rebeliones de esclavos y las conspiraciones (Gabriel Prosser, 1800; Denmark Vesey, 1822, Nat Turner, 1831) desarrolló en los estados sureños una red de controles, apoyada por las leyes, los tribunales, las fuerzas armadas y el prejuicio racial de los líderes políticos de la nación.
Para acabar con un sistema tan profundamente atrincherado se necesitaba una rebelión de esclavos de proporciones gigantescas o una guerra en toda la regla. De ser una rebelión, podía escapárseles de las manos y ensañarse, más allá del mundo negrero inmediato, con el sistema de enriquecimiento capitalista más formidable del mundo. En el caso de que fuera una guerra, los que la declaraban podrían preveer y organizar sus consecuencias. Por eso fue Abraham Lincoln quien liberó a los esclavos, y no John Brown. John Brown fue ahorcado en 1859, con la complicidad federal, por haber intentado hacer, con el uso limitado de la violencia, lo que unos años después haría Lincoln con el uso de la violencia a gran escala: acabar con la esclavitud.
Con la abolición de la esclavitud por orden del gobierno ciertamente, un gobierno fuertemente presionado a tal fin por los negros, libres y esclavos, y por los abolicionistas blancos- su fin podía orquestarse de tal manera que se pudieran poner límites a la emancipación. La liberación, concedida desde lo alto, sólo llegaría hasta donde lo permitieran los intereses de los grupos dominantes. Si los ardores de la guerra y la retórica de la cruzada lo llevaban más allá, podía ser desinflada hasta ocupar una posición más segura. Por lo tanto, mientras el fin de la esclavitud llevó a la reconstrucción de la política y la economía nacionales, no fue una reconstrucción radical, sino segura y, de hecho, económicamente beneficiosa.
El sistema de las haciendas, basado en el cultivo del tabaco en Virginia, Carolina del Norte y Kentucky, y del arroz en Carolina del Sur, se extendió hasta las nuevas y fértiles tierras algodoneras de Georgia, Alabama y Mississippi, y necesitaba más esclavos. Pero la importación de esclavos se ilegalizó en 1808. Por lo tanto, “desde un inicio, la ley no se aplacó”, como dice John Hope Franklin (From Slavery to Freedom) “La larga y desprotegida costa, ciertos mercados y el incentivo de los enormes beneficios eran demasiada tentación para los comerciantes americanos, que cedieron a ella.” Estima que antes de la guerra civil se importaron ilegalmente unos 250.000 esclavos.
¿Cómo puede describirse la esclavitud? Quizás resulte imposible para los que no la hayan experimentado. La edición de 1932 del libro más vendido de dos historiadores liberales del Norte, veía la esclavitud como una posible “transición necesaria hacia la civilización” del negro. Los economistas y los historiadores estadísticos han intentado evaluar las proporciones de la esclavitud con una estimación de la cantidad de dinero que se gastaba en la comida y el cuidado médico de los esclavos. Pero ¿puede esto describir la situación real de la esclavitud para los seres que la vivían desde dentro? ¿Son tan importantes las condiciones de la esclavitud como su mera existencia? John Little, un antiguo esclavo, escribió:
Dicen que los esclavos son felices porque se ríen y hacen bromas. Yo mismo y tres o cuatro de los demás he recibido doscientos azotes en un día, y nos han puesto grilletes en los pies, sin embargo, de noche cantábamos y bailábamos, y divertíamos a los demás con el ruido de nuestras cadenas. ¡Hombres felices debíamos ser! Lo hacíamos para evitar los problemas, y para impedir que nuestros corazones se partieran del todo ¡eso es una verdad como el Evangelio! Míralo -¿no debimos ser felices? sí, lo he hecho yo mismo -he hecho el loco con las cadenas.
Un informe sobre las muertes producidas en una hacienda (guardado ahora en los Archivos de la Universidad de Carolina del Norte) da cuenta de las edades y causas de muerte de todos los que murieron en dicha hacienda entre 1850 y 1855. De los treinta y dos que murieron en ese período, sólo cuatro llegaron a la edad de sesenta, cuatro a la edad de cincuenta, siete a los cuarenta, siete murieron entre los veinte y los cuarenta, y nueve murieron antes de llegar a los cinco.
Pero ¿pueden las estadísticas reflejar lo que significaba que las familias estuvieran divididas, o cuando, por buscar más beneficios, el amo vendía a un esposo o a una esposa, a un hijo o a una hija? En 1858, un esclavo llamado Abream Scriven fue vendido por su amo, y escribió lo siguiente a su esposa “Envíales un abrazo cariñoso a mi padre y a mi madre y diles adiós de mi parte, y si no nos vemos en este mundo, espero verles en el cielo”.
Las revueltas de esclavos en los Estados Unidos no fueron tan frecuentes ni tenían las proporciones de las producidas en las islas del Caribe y en América del Sur. La que probablemente fue la más gran revuelta de esclavos de los Estados Unidos tuvo lugar en Nueva Orleans en 1811. Cuatrocientos o quinientos esclavos se unieron después de un levantamiento en la hacienda de un tal Mayor Andry. Armados con cuchillos de caña, hachas y palos, hirieron a Andry, mataron a su hijo, y empezaron a manifestarse, en un grupo cada vez más grande, de hacienda en hacienda. Les atacaron tropas del ejército estadounidense y de la milicia, murieron sesenta y seis in situ y otros dieciséis fueron fusilados por un pelotón de ejecución.
La conspiración de Denmark Vesey, un negro libre, fue desbaratada antes de que pudiera llevarse a cabo en 1822. El plan era quemar Charleston, Carolina del Sur, que entonces era la sexta ciudad más grande de la nación, e iniciar una revuelta general de esclavos en la zona. Diferentes testigos aseguraron que había miles de negros implicados, de una manera u otra, en el plan. Los negros habían fabricado cerca de 250 cabezas de pica y más de trescientos puñales, según la versión de Herbert Aptheker. Pero el plan fue descubierto y ahorcaron a treinta y cinco negros, incluyendo a Vesey. Se ordenó la quema del informe del juicio, publicado en Charleston, por considerarse demasiado peligroso en el caso de que fuera leído por esclavos.
En el condado de Southampton, Virginia, en el verano de 1831, un esclavo llamado Nat Turner, asegurando que tenía visiones religiosas, reunió a unos setenta esclavos, que fueron de pillaje de hacienda en hacienda, asesinando a por lo menos cincuenta y cinco personas, entre hombres, mujeres y niños. Se les unieron refuerzos, pero cuando se quedaron sin municiones fueron capturados. Turner y unos dieciocho más fueron ahorcados.
Este episodio hizo cundir el pánico en el Sur negrero, y acto seguido hubo un esfuerzo concertado para reforzar la seguridad del sistema negrero. Después de eso, Virginia mantuvo una fuerza de 101.000 milicianos, casi el 10% de su población total. La rebelión, por poco frecuente que fuera, era un temor permanente entre los propietarios de esclavos.
Eugene Genovese, en su estudio sobre la esclavitud, Roll, Jordan, Roll, observa un proceso simultáneo de “acomodo y resistencia a la esclavitud”. La resistencia incluía el robo de propiedades, sabotajes y huelgas de brazos caídos, el asesinato de los capataces y los amos, la quema de los edificios de las haciendas, y la huída. Sin embargo el acomodo “transpiraba un espíritu crítico y disimulaba las acciones subversivas”.
La huída resultaba una salida mucho más realista que la insurrección armada. Durante la década de 1850-60 se escaparon anualmente unos mil esclavos, rumbo al Norte, Canadá y México. Miles se evadían durante breves períodos. Y ésto, a pesar del terror que sentía el fugitivo. Los perros que se utilizaban en la persecución de los fugitivos “mordían, desgarraban, mutilaban y, si no se les impedía a tiempo, mataban a su presa”, dice Genovese.
Harriet Tubman, una chica nacida esclava, con quince años sufrió una herida en la cabeza a manos de un capataz. Ya de mayor se encaminó sola hacia la libertad y luego se convirtió en la más famosa revisora del Tren Subterráneo. Realizó diecinueve peligrosos viajes, a menudo disfrazada, y escoltó a más de trescientos esclavos hacia la libertad, siempre provista de una pistola. A los fugitivos les decía. “Serás libre o morirás”. Así expresaba su filosofía “Había una o dos cosas a que tenía derecho: la libertad o la muerte, si no podía tener una, tendría la otra, porque ningún hombre me iba a coger con vida…”
Una forma de resistencia era la de no trabajar tanto. Escribió W.E.B Du Bois en The Gift of Black Folk:
Como producto tropical con una sensibilidad sensual hacia la belleza del mundo, no era fácil reducirle a ser el caballo de carga mecánico en que se convertía el labriego del norte de Europa… así se le acusaba a menudo de perezoso y se le trataba como a un esclavo cuando en realidad aportaba una renovada valoración de la vida al trabajo manual moderno.
Los casos en que los blancos pobres ayudaban a los esclavos no eran frecuentes, pero sí suficientes como para mostrar la necesidad que había de enfrentar a los dos colectivos. Genovese dice:
Los negreros… sospechaban que los que no tenían esclavos animarían actitudes de desobediencia e incluso de rebelión en los esclavos, no tanto por simpatizar con ellos sino por el odio que sentían hacia los terratenientes ricos y por la envidia que sentían de sus tierras. A los blancos a veces se les vinculaba con los planes subversivos de los esclavos, y cada incidente renovaba los viejos temores. Esto ayuda a explicar las duras medidas policiales que se tomaban contra los blancos que confraternizaban con los negros.
A su vez, los negros ayudaban a los blancos necesitados. Un fugitivo negro habló de una esclava que recibió cincuenta latigazos por dar comida a un pobre vecino blanco enfermo.
Cuando se construyó el canal Brunswick en Georgia, se separó a los esclavos negros de los trabajadores blancos irlandeses con la excusa de que podían agredirse entre sí. Puede que eso fuera cierto, pero Fanny Kemeble, la famosa actriz, esposa de un terrateniente, escribió en su diario:
Pero los irlandeses no sólo son dados a las discusiones, a las peleas, a las luchas, a la bebida, y al desprecio del negro… son una gente apasionada, impulsiva, afectuosa y generosa… podría ser que les cogieran cariño a los esclavos, y ustedes pueden imaginarse las consecuencias que ello pudiera acarrear. Indudablemente percibirán que de ninguna manera se les puede permitir trabajar juntos en el Canal de Brunswick.
La necesidad que había de controlar a los esclavos llevó a una salida ingeniosa: la de pagar a los blancos pobres -de por sí ya problemáticos durante doscientos años de historia sureña- para que fueran capataces de la fuerza de trabajo negra, y, en consecuencia, los parachoques del odio negro.
Para ejercer el control, los terratenientes también usaron la religión.
Respecto a los pastores negros, Genovese opina lo siguiente “Tenían que hablar un lenguaje lo suficientemente desafiante como para contener a los más lanzados de su rebaño, pero no tan incendiario como para animarles a entablar luchas que no podían ganar, ni tan amenazante como para levantar las iras de los poderes fácticos”. Decidía el sentido práctico “Las comunidades religiosas de los esclavos aconsejaban una estrategia basada en la paciencia, en la aceptación de lo que no se podía evitar, en el esfuerzo permanente por mantener con vida y salud a la comunidad negra”. En un tiempo se pensó que la esclavitud había destruido la familia negra. Pero en las entrevistas realizadas a antiguos esclavos en los años 30 por el Proyecto Federal de Escritores del New Deal para la Biblioteca del Congreso, se reveló una realidad muy diferente George Rawick (From Sundown to Sunup) lo resume así:
La comunidad esclava actuaba como un sistema de hermandad extensiva en que los adultos cuidaban a todos los niños y había poca división entre “mis hijos, que son mi responsabilidad” y “tus hilos, que son tu responsabilidad”. Todo formaba parte, como veremos, del proceso social del cual nació el orgullo negro, la identidad negra, la cultura negra, la comunidad negra, y la rebelión negra en América.
Una serie de viejas cartas e informes descubiertos por el historiador Herbert Gutman (The Black Family in Slavery and Freedom) muestran la fuerte resistencia de la familia esclava a las presiones de la desintegración. Una mujer escribió a su hijo después de veinte años de separación “Tengo muchas ganas de verte cuando sea vieja… Ahora, querido hijo, rezo para que vengas a ver a tu vieja y querida mamá.. Te quiero Cato… eres mi único hijo”.
Y un hombre escribió a su mujer, vendida lejos de él junto a sus hijos “Envíame un poco de pelo de cada niño en papeles separados, con sus nombres en el papel… Preferiría que me hubiera pasado cualquier cosa antes de verme separado de tí y de los hijos… Laura, te sigo queriendo igual”.
Lawrence Levine, en Black Culture and Black Consciousness, también insiste en la fuerza de los negros, incluso en situaciones de esclavitud. Dice que entre los esclavos existe una cultura rica, una mezcla compleja de adaptación y de rebelión, a través de la creatividad de los cuentos y las canciones:
Cultivamos el trigo, y ellos nos dan el maiz, Horneamos el pan, y nos dan el mendrugo, Cribamos la harina, y nos dan la cáscara, Pelamos la carne, y nos dan la piel, Y de esta forma
Nos van engañando
Las canciones espirituales solían tener un doble sentido. La canción “Oh Caná, dulce Caná, me dirijo a la tierra de Caná” a menudo significaba que los esclavos tenían la intención de dirigirse al Norte, a su Caná. Durante la Guerra Civil, los esclavos empezaron a componer nuevos espirituales con mensajes más atrevidos: Antes que ser esclavo, preferiría estar en la tumba, para volver con mi Señor y ser salvado”. Y el espiritual “Muchos miles van”:
No más migajas de maíz para mí, no más, no más, No más latigazos del amo para mí, no más, no más.
Mientras los esclavos del Sur resistían, los negros libres del Norte (había unos 130.000 en 1830 y unos 200.000 en 1850) se movilizaron a favor de la abolición de la esclavitud. En 1829, David Walker, hijo de esclavo pero nacido libre en Carolina del Norte, se mudó a Boston, donde vendía ropa usada. El panfleto que escribió e imprimió, Walker’s Appeal, se hizo muy popular y enfureció a los negreros sureños. Georgia ofreció una recompensa de 10.000 dólares al que entregara a Walker con vida, y de 1.000 al que lo matara. Cuando se lee su Appeal (Llamamiento) no es difícil entender las razones que les empujaron a ello. Dijo que los negros debían luchar por su libertad.
Que sigan nuestros enemigos con sus carnicerías, pero que llenen su copa de una vez. No hay que intentar ganar nuestra libertad ni nuestro derecho natural… hasta que veamos claro el camino… citando llegue esa hora y te muevas, no tengas miedo ni te desmayes…. Dios nos ha dado dos ojos, dos manos, dos pies, y algo de sentido común en nuestras cabezas. Ellos no tienen más derecho a retenernos en la esclavitud que nosotros a ellos… a cada cerdo le llega su hora, y la del americano se está acercando ya.
Un día del verano de 1830, David Walker fue encontrado sin vida en la entrada de su tienda.
Algunos de los nacidos en la esclavitud llevaron a la práctica el deseo incumplido de millones de personas. Frederick Douglass, esclavo, fue enviado a Baltimore para trabajar como criado y trabajador en un astillero. De alguna forma aprendió a leer y a escribir, y, en 1838, a los veintiún años, escapó al Norte, donde se convirtió en el negro más famoso de su época, como conferenciante, director de periódico y escritor. En sus memorias, Narrative of the Life of Frederick Douglass, recordó los pensamientos que había tenido en su primera infancia sobre su condición:
¿Por qué soy esclavo? ¿Por qué algunos son esclavos, y otros amos? ¿Hubo alguna vez un tiempo en que esto no era así? ¿Cómo empezó la relación?
Sin embargo, una vez que empecé mis indagaciones, no tardé mucho en descubrir la verdad sobre el tema. No era el color, sino el crimen; no Dios, sino el hombre el que proporcionaba la explicación verídica sobre la existencia de la esclavitud; tampoco tardé en averiguar otra verdad: lo que el hombre puede hacer, el hombre lo puede deshacer.
Recuerdo claramente el hecho de quedar -incluso entoncesmuy impresionado con la idea de llegar a ser un hombre libre algún día. Este sentimiento reconfortante era un sueño innato de mi naturaleza humana -una constante amenaza a la esclavitud -y que todos los poderes de la esclavitud no podían silenciar ni aplastar.
La Ley del Esclavo Fugitivo, aprobada en 1850, fue una concesión a los estados sureños a cambio de la admisión en la Unión de los territorios mejicanos conquistados en la guerra (especialmente California) como estados libres de esclavitud. La Ley facilitaba a los negreros la captura de antiguos esclavos, o simplemente, la captura de negros acusados de huir. Los negros norteños organizaron actos de resistencia a la Ley del Esclavo Fugitivo. Denunciaron al presidente Fillmore por firmarla, y al senador Daniel Webster por apoyarla. Uno de los activistas fue J.W. Loguen, hijo de madre esclava y amo blanco. Había huído hacia la libertad en el caballo de su amo, había ido a la escuela y ahora ejercía de sacerdote en Syracuse, Nueva York. Así habló a una congregación de esa ciudad en 1850:
Ha llegado la hora de que cambiemos los tonos de sumisión por tonos de desafío, y que digamos al Sr. Fillmore y al Sr. Webster que si quieren introducir esta medida contra nosotros tendrán que enviar sus sabuesos.. Yo recibí mi libertad del cielo, y con ella llegó la orden de defender el derecho que tengo a ella… No respeto esta ley -no la temo- ¡no la voy a obedecer! Me coloca fuera de la ley, y yo la declaro ilegal…
El año siguiente capturaron en Syracuse a un esclavo fugitivo llamado Jerry, y lo juzgaron. Una multitud, armada de palancas y arietes para irrumpir en el juzgado, desafió con armas a los agentes de la ley, y liberaron a Jerry.
Loguen convirtió su casa de Syracuse en una importante estación del ferrocarril subterráneo. Se dice que ayudó a escapar a Canadá a unos 1.500 esclavos. Su memoria de la esclavitud llegó a oídos de su antigua propietaria, y ésta le escribió que si no volvía, tenía que mandarle 1.000 $ en concepto de compensación. La respuesta que le mandó Loguen fue publicada por el periódico abolicionista, The Liberator:
Sra. Sarah Loguen… Dice Ud. que tiene ofertas para comprarme y que me vendera si no le envío 1.000 $, y acto seguido, casi en la misma frase dice Ud “Sabes que te criamos como un hijo más” Mujer, ¿crío sus propios hijos para el mercado? Los crió para los latigazos? ¿Los crió para expulsarlos encadenados? ¡Debería de sentir vergüenza! ¿Todavía no sabe que los derechos humanos son mutuos y recíprocos, y que si Ud. me quita la libertad y la vida, perderá Ud. su propia libertad y su vida? Ante Dios y el firmamento, ¿es que existen leyes para un hombre que no lo sean para otro? Si Ud. o cualquier otro que desea especular con mi cuerpo y mis derechos, quiere saber como valoro mis derechos, sólo tiene que venir aquí, y ponerme una mano encima para esclavizarme. Atentamente, etc. J.W. Loguen.
Frederick Douglass sabía que la verguenza de la esclavitud no sólo era cosa del Sur, y que toda la nación era cómplice de la misma. El 4 de julio de 1852, Día de Independencia, pronunció un discurso:
Ciudadanos, amigos ¿Qué representa para el esclavo americano el Cuatro de Julio? Respondo, un día que le revela más que ningun otro del año la gran injusticia y la crueldad de que es víctima constante. Para él vuestra celebración es falsa, vuestra tan cacareada libertad una licencia inmunda, vuestra grandeza nacional, una vanidad sin igual, vuestros cantos de alegría están vacíos, desprovistos de corazon, vuestra denuncia de los tiranos, una desfachatez impúdica, vuestros gritos de libertad e igualdad, un hueco sarcasmo, para él vuestros rezos e himnos, vuestros sermones y acciones de gracias, con toda su pompa religiosa y solemnidad son mera ampulosidad, fraude, decepción, impiedad e hipocresía, una delgada cortina para cubrir crímenes que avergonzarían a una nación de salvajes. Actualmente no hay nación en la tierra que peque de practicas más chocantes y sangrientas que el pueblo de los Estados Unidos.
Diez años después de la rebelión de Nat Turner, en el Sur no quedaban vestigios de insurrecciones negras. Pero ese año, 1841, tuvo lugar un incidente que mantuvo en pie la idea de la rebelión. Unos esclavos que eran transportados en un barco, el Creole , se impusieron a la tripulación, mataron a uno de ellos, y navegaron hacia las Antillas británicas (donde se había abolido la esclavitud en 1833). Inglaterra se negó a devolver a los esclavos (en Inglaterra había mucha oposición a la esclavitud en América), y este hecho desembocó en duras intervenciones en el Congreso. Bajo el impulso que le daba al tema el secretario de Estado, Daniel Webster, se pedía la declaración de guerra contra Inglaterra. El periódico Colored People’s Press denunció la “posición beligerante” de Webster y, haciendo memoria de la Guerra Revolucionaria y de la Guerra de 1812, escribió:
Si se declara la guerra ¿lucharemos en defensa de un gobierno que nos niega el derecho más preciado, el de la ciudadanía?
Mientras crecía la tensión tanto en el Norte como en el Sur, los negros se hacían más beligerantes En 1853 Frederick Douglass habló así:
Déjenme hablarles un poco de la filosofía de las reformas. La historia entera del progreso de la libertad humana muestra que todas las concesiones que se han hecho hasta la fecha a sus augustas exigencias han nacido de la lucha. Si no hay lucha no hay progreso. El poder no concede nada sin una exigencia. Nunca lo ha hecho, y nunca lo hará.
De la constante presencia de la cuestión de la esclavitud en la mente de los negros dan testimonio los niños negros de una escuela privada de Cincinnati, financiada por los negros. Los niños respondían a la pregunta. “¿En qué tema piensas más?” Sólo constan cinco respuestas en los informes, y todas tienen que ver con la esclavitud. Un niño de siete años escribió:
Me da pena pensar que el barco… se hundió con 200 pobres esclavos provinientes de río arriba ¡Oh, cuánta pena siento al oirlo! Me apena tanto el corazón que podría desmayarme en un minuto.
Los abolicionistas blancos realizaron acciones valientes y pioneras: en las tribunas de conferenciantes, en los periódicos, en el ferrocarril subterráneo. Los abolicionistas negros, con menos publicidad, eran la espina dorsal del movimiento. Antes de que Garrison publicara en 1831 su famoso Liberator en Boston, ya se había celebrado la primera convención nacional de negros, David Walker había escrito ya su Appeal, y había aparecido una revista abolicionista negra llamada Freedom’s Journal. De los primeros veinticinco subscriptores de The Liberator, la mayoría eran negros.
Los negros tenían que luchar constantemente contra el racismo inconsciente de los abolicionistas blancos. También tenían que insistir en su propia voz independiente. Douglass escribió para The Liberator, pero en 1847 fundó en Rochester su propio periódico, el North Star, lo que provocó una ruptura con Garrison. En 1854, una conferencia de negros declaró: “…hay que insistir que es nuestra batalla, nadie más puede luchar por nosotros… Nuestras relaciones con el movimiento abolicionista deben cambiar. De hecho ya están cambiando. En vez de depender de él, debemos encabezarlo”. Algunas mujeres negras se enfrentaban a un triple obstáculo: ser abolicionistas en una sociedad negrera; ser negras entre reformistas blancos; y ser mujeres en un movimiento reformista dominado por hombres. Cuando en 1835 Sojourner Truth se levantó para dirigirse al público de Nueva York en la Cuarta Convención Nacional de Derechos de la Mujer, se juntaron los tres factores. En la sala había un público hostil que gritaba, abucheaba y amenazaba. Ella dijo:
Sé que os resulta un poco extraño ver a una mujer de color que se levanta y se dirige a vosotros para hablaros de cosas, y de los Derechos de la Mujer. Yo me siento entre vosotros y observo, y de vez en cuando saldré a contaros la hora de la noche que es.
Después de la violenta rebelión de Nat Turner y de la sangrienta represión ejercida en Virginia, el sistema de seguridad sureño se hizo más férreo. Quizá sólo un foráneo podía albergar esperanzas de provocar una rebelión. Efectivamente, fue una persona de estas características, un blanco de una decisión y un coraje formidables. El loco plan de John Brown contemplaba la toma del arsenal federal en Harpers Ferry, Virginia, para luego propagar una revuelta en todo el Sur.
Harriet Tubman, con su escaso metro cincuenta de altura, era veterana de múltiples misiones secretas cuya finalidad era escoltar esclavos hacia la libertad. Estaba involucrada en los planes de John Brown, pero al estar enferma, no pudo unirse a él. También Frederick Douglass se había encontrado con Brown. Le expuso su oposición al plan desde el punto de vista de sus probabilidades de éxito, pero admiraba al enfermo de sesenta años, alto, seco y de pelo blanco.
Douglass tenía razón, el plan fracasaría. La milicia local, con la ayuda de cien infantes de marina a las órdenes de Robert E. Lee, rodeó a los rebeldes. A pesar de que sus hombres habían resultado muertos o capturados, John Brown se negó a entregarse y se encerró en un pequeño edificio de ladrillos cerca de la puerta del arsenal. Las tropas derrumbaron la puerta; un teniente de los infantes de marina entró en el edificio y le dio un sablazo. Le interrogaron herido y enfermo. W.E.B. Du Bois, en su libro John Brown, escribió:
Imagínense la situación: un viejo ensangrentado, medio muerto de las heridas sufridas hacía unas pocas horas, un hombre echado en el suelo frío y sucio, que llevaba cincuenta y cinco tensas horas sin dormir, y casi otras tantas sin comer, con los cadáveres de sus dos hijos casi delante de sus ojos, los cuerpos de sus siete camaradas muertos en sus inmediaciones, y una esposa y familia afligida escuchando en vano, y una Causa Perdida, el sueño de una vida, yaciendo sin vida en su corazón.
Echado allí, e interrogado por el gobernador de Virginia, Brown dijo: “Harían bien, todos los sureños, en prepararse para una resolución de esta cuestión… De mí se pueden deshacer fácilmente -ahora ya estoy acabado-, pero esta cuestión todavía está sin arreglar, este tema de los negros, quiero decir, todavía no está acabado”. Ralph Waldo Emerson, sin ser activista, dijo que la ejecución de John Brown “Convertirá el cadalso en un lugar tan sagrado como la cruz”.
De los veintidós hombres de la fuerza de choque dirigida por John Brown, cinco eran negros. Dos de ellos murieron in situ, uno escapó, y los dos restantes fueron ahorcados por las autoridades. Antes de ser ejecutado, John Copeland escribió a sus padres:
Recordad que si debo morir, muero en el intento de liberar unos pocos de mi gente pobre y oprimida de su condición de una servitud que Dios en sus Sagradas Escrituras ha denunciado de la forma más dura… no me da miedo el cadalso.
John Brown fue ahorcado por el estado de Virginia con la aprobación del gobierno nacional. Era el gobierno nacional el que, a la vez que aplicaba tímidamente la ley que tenía que acabar con el comercio de los esclavos, aplicaba sin contemplaciones las leyes que fijaban el retorno de los fugitivos a la esclavitud. Fue el gobierno nacional el que, durante la administración de Andrew Jackson, colaboró con el Sur para eliminar el envío de literatura abolicionista por correo en los estados sureños. Fue el Tribunal Supremo de los Estados Unidos el que declaró en 1857 que el esclavo Dred Scott no podía exigir su libertad porque no era una persona, sino una propiedad.
Un gobierno así no aceptaría que fuera una revuelta la que lograra el fin de la esclavitud. Sólo acabaría con la esclavitud en términos dictados por los blancos, y sólo cuando lo exigiesen las necesidades políticas y económicas de la élite empresarial del Norte. Fue Abraham Lincoln el que combinó a la perfección las necesidades del empresariado, la ambición política del nuevo partido Republicano, y la retórica del humanitarismo. No mantuvo la abolición de la esclavitud en el primer lugar de su lista de prioridades, pero sí lo suficientemente cerca de ellas como para que las presiones abolicionistas y la práctica política le dieran una ventaja temporal. Lincoln pudo usar su habilidad para combinar los intereses de los muy ricos y los de los negros en un momento en el que esos intereses se encontraron. Y pudo vincular estos dos intereses con los de un sector creciente de americanos: los nuevos ricos blancos, de clase media, con sus ambiciones económicas e inquietudes políticas. En palabras de Richard Hofstadter:
Absolutamente alineado con la clase media, hablaba en nombre de los millones de americanos que habían empezado sus vidas trabajando de peón -en la agricultura, en despachos, en las escuelas, en los talleres, en el transporte fluvial y en los ferrocarriles- y habían pasado a engrosar las filas de los terratenientes agrícolas, los tenderos ricos, los abogados, los comerciantes, los médicos y los políticos.
Lincoln sabía discutir con lucidez y pasión contra la esclavitud -en base a argumentos morales- a la vez que actuaba con cautela en la práctica política. Creía que “la institución de la esclavitud se basa en la injusticia y la mala política, pero que la promulgación de las doctrinas abolicionistas, más que limitarlos, tiende a aumentar sus males”.
Lincoln se negó a denunciar públicamente la Ley del Esclavo Fugitivo. Escribió a un amigo “Confieso que odio ver cazadas a las pobres criaturas… pero me muerdo la lengua y guardo silencio”. Y cuando en 1849, siendo congresista, propuso la abolición de la esclavitud en el distrito de Columbia, incorporó un anexo que exigía a las autoridades locales el arresto y la devolución de los esclavos fugitivos que entraban en Washington. (Esto llevó a Wendell Phillips, un abolicionista de Boston, a referirse a él años más tarde como “el sabueso negrero de Illinois”). Se oponía a la esclavitud, pero no podía ver a los negros como a sus iguales, de modo que su actitud reflejaba constantemente una idea: liberar a los esclavos para devolverlos a Africa.
En su campaña de 1858 contra Stephen Douglas, en las elecciones al Senado en Illinois, Lincoln habló de forma diferente según fuera el posicionamiento de sus oyentes (y también quizás dependiendo de la proximidad de las elecciones). Cuando habló en julio en Chicago, en el norte de Illinois, dijo:
Olvidemos todas estas discusiones sobre este hombre y aquél, esta raza y aquella, que si tal raza es inferior, y que por lo tanto hay que situarlos en un rango inferior. Descartemos todo esto, y unámonos como un solo pueblo en toda esta tierra, hasta que una vez más nos levantemos proclamando que todos los hombres fueron creados iguales.
Dos meses más tarde, en Charleston, en el sur de Illinois, Lincoln dijo a su público:
Diré, pues, que no estoy, ni nunca he estado, a favor de equiparar social y políticamente a las razas blanca y negra (aplausos), que no estoy, ni nunca he estado, a favor de dejar votar ni formar parte de los jurados a los negros, ni de permitirles ocupar puestos en la administración, ni de casarse con blancos…
Y hasta que no puedan vivir así, mientras permanezcan juntos debe haber la posición superior e inferior y yo, tanto como cualquier otro, deseo que la posición superior la ocupe la raza blanca.
Tras la secesión del Sur, y después de la elección de Lincoln a la presidencia en el otoño de 1860 (por el nuevo partido Republicano), hubo una larga serie de choques políticos entre el Sur y el Norte. La élite norteña quería una expansión económica -tierras gratuitas, mercado libre de trabajo, una tarifa proteccionista para los productores y un banco de los Estados Unidos. Los intereses negreros se oponían a todo eso; veían en Lincoln y en los republicanos unos obstáculos para la continuidad de su estilo de vida agradable y próspero.
Cuando Lincoln fue elegido, siete estados sureños se separaron de la Unión. Y cuando Lincoln inició las hostilidades en un intento por retomar la base federal de Fort Sumter, en Carolina del Sur, se separaron cuatro estados más y se formó la Confederación; la Guerra Civil estaba servida.
El discurso inaugural de Lincoln, en marzo de 1861, fue conciliatorio “No tengo el propósito de interferir, ni directa ni indirectamente, en la institución de la esclavitud en los estados donde existe. Creo que no tengo ningún derecho legal a hacerlo, y no tengo ninguna intención de hacerlo”. A los cuatro meses de iniciada la guerra, cuando el general John C. Fremont declaró la ley marcial en Missouri diciendo que los esclavos de los propietarios que se resistían a los Estados Unidos quedarían libres, Lincoln dio la contraorden. Quería mantener dentro de la Unión a los estados negreros de Maryland, Kentucky, Missouri y Delaware.
Tan sólo cuando la guerra se recrudeció, aumentaron las bajas, creció la desesperación por ganar la guerra y las críticas de los abolicionistas amenazaron con deshacer la frágil coalición que respaldaba a Lincoln, éste empezó a actuar contra la esclavitud. Hofstadter lo explica así: “Como un barómetro delicado, tomó nota de la tendencia de las presiones, y al aumentar las presiones radicales, se desplazó hacia la izquierda”.
El racismo estaba tan arraigado en el Norte como la esclavitud lo estaba en el Sur, y se hizo necesaria una guerra para sacudirlos a ambos. Los negros de Nueva York no podían votar si no tenían 250 dólares en propiedades (un requisito no exigido a los blancos). Para abolir esto, se introdujo una propuesta en la consulta electoral de 1860, pero fue derrotada por dos a uno.
Wendell Phillips, a pesar de sus críticas a Lincoln, reconoció las posibilidades que se abrían con su elección. Hablando en el Templo Tremont de Boston el día después de las elecciones, Phillips dijo:
Si el telégrafo no miente, por primera vez en nuestra historia el esclavo ha elegido a un Presidente de los Estados Unidos… No es un abolicionista, ni es hombre que vaya contra el comercio negrero, pero sí está dispuesto el Sr. Lincoln a representar la idea anti-negrera. Es un peón en el tablero de ajedrez político, y su valor está en su posición, con cierto esfuerzo, pronto podremos cambiarle por un caballo, un alfil, o una reina, y hacer nuestro el tablero entero. (Aplausos).
El espíritu del Congreso, incluso después de iniciada la guerra, quedó plasmado en una resolución del verano de 1861 -que sólo tuvo unos pocos votos contrarios: “…esta guerra no se hace… por ninguna causa… que tenga que ver con la abolición de, o la interferencia en los derechos de las instituciones establecidas de esos estados, sino… para preservar la Unión”.
Los abolicionistas fortalecieron su campaña. Presentaron muchas peticiones en favor de la emancipación en el Congreso entre 1861 y 1862. En mayo de ese año, Wendell Phillips dijo: “Puede que Abraham Lincoln no lo quiera, no lo puede impedir… el negro es la piedra en el zapato, y no se puede andar hasta que se saque”.
En julio de 1862, el Congreso aprobó una Ley de Confiscación que propiciaba la liberación de los esclavos de los propietarios que luchaban contra la Unión. Pero los generales de la Unión no imponían la ley, y Lincoln hizo la vista gorda. Horace Greeley, director del Tribune de Nueva York, escribió que los seguidores de Lincoln estaban…
…muy desilusionados y apenados… requerimos de Usted, como primer mandatario de la República, encargado especial y preferente de este deber, que ejecute las leyes… Creemos que es Ud. extrañamente remiso… a observar las previsiones emancipadoras de la nueva Ley de Confiscación… con las desastrosas consecuencias que esto acarrea…
Creemos que tienen demasiada influencia en Ud. los consejos… que os envían ciertos políticos en los Estados Negreros vecinos.
Greeley apeló a la necesidad práctica que había de ganar la guerra: “Hemos de reclutar escoltas, guías, espías, cocineros, peones, mineros y cortadores entre los negros del Sur, tanto si dejamos que luchen con nosotros como si no… Os pido que respetéis al máximo de forma apasionada e inequívoca- la ley de la tierra”.
Lincoln respondió a Greeley:
Querido Señor… No ha sido mi intención dejar a nadie perplejo… Mi objetivo primordial en esta lucha es la salvación de la Unión, y no el salvar ni destruir la esclavitud. Si pudiera salvar la Unión sin liberar a ningún esclavo, lo haría; y si pudiera conseguirlo con la liberación de todos los esclavos, también… Aquí he expuesto mis intenciones según mi visión del deber oficial, y no cambiaré ni un ápice mi deseo personal -tantas veces expresado- de que todos los hombres, en todas partes, puedan ser libres.
Cuando Lincoln efectuó su primera Proclamación Emancipadora, en el mes de septiembre de 1862, lo hizo en respuesta a una estrategia militar. Concedía cuatro meses al Sur para que dejara de luchar. Amenazaba con emancipar a sus esclavos si continuaban luchando, y prometió respetar la esclavitud en los estados que se posicionaran con el Norte.
Así, cuando el 1 de enero de 1863 Lincoln hizo pública la Proclamación Emancipadora, declaró la libertad para los esclavos de las áreas en las que todavía se luchaba contra la Unión (y de las cuales hizo una exhaustiva lista), pero no hizo mención alguna de los esclavos que había en la zona de la Unión.
Por limitada que fuera, la Proclamación Emancipadora dio alas a las fuerzas abolicionistas. En verano de 1864 se habían recogido y enviado al Congreso 400.000 firmas pidiendo que la legislación pusiera fin a la esclavitud, un hecho sin precedentes en la historia del país. En el mes de abril el Senado adoptó la Decimotercera Enmienda, que declaraba el fin de la esclavitud. La Cámara de Representantes hizo lo propio en enero de 1865.
Con la Proclamación, el ejército de la Unión se abrió a los negros. Y cuantos más negros entraban en guerra, más les parecía a éstos una guerra para su propia liberación. En cambio, entre los blancos, cuanto más tuvieron que sacrificarse, más resentimiento tenían, sobre todo entre los blancos pobres del Norte que eran llamados a filas por una ley que permitía que los ricos comprasen su libertad a cambio de 300 $. Eso fue lo que provocó las revueltas contra el reclutamiento de 1863. Eran las revueltas de los blancos encolerizados de las ciudades del Norte. Pero el objeto de sus iras no fueron los ricos, que estaban lejos, sino los negros, que estaban a mano.
Fue una orgía de muerte y violencia. Un negro de Detroit describió lo que vio: una multitud se manifestaba por la ciudad transportando barriles de cerveza en carros. Estaban armados con palos y ladrillos y atacaban a los negros, fuesen hombres, mujeres o niños. Oyó decir a un hombre “Si tienen que matarnos a cambio de los negros, mataremos a todos los de esta ciudad”.
La Guerra Civil fue una de las más sangrientas en la historia de la humanidad hasta ese momento: 600.000 mil muertos en los dos bandos, en una población de 30 millones -el equivalente en los Estados Unidos de 1990 (con una población de 200 millones) a 5 millones de muertos. Al intensificarse las batallas, al acumularse los cadáveres, al crecer la fatiga producida por la guerra, y con una situación en la que huían centenares de miles de esclavos de las haciendas, los 4 millones de negros del Sur se convirtieron en una fuerza potencial para el bando que los quisiera utilizar. Du Bois, en su libro Black Reconstruction, apuntó lo siguiente:
Fue esta clara alternativa la que provoco la repentina rendición de Lee. El Sur tenía que llegar a acuerdos con sus esclavos: liberarlos, usarlos en la guerra contra el Norte o bien, podrían rendirse al Norte con la esperanza de que, después de la guerra, el Norte debía ayudarles a defender la esclavitud como siempre había hecho.
Las mujeres negras jugaron un importante papel en la guerra, especialmente hacia el final. Sojourner Truth se convirtió en funcionaria para el reclutamiento de tropas negras para el ejército de la Unión, al igual que Josephine St. Pierre Ruffin de Boston. Harriet Tubman realizó incursiones en las haciendas, al frente de tropas negras y blancas. En una expedición liberó a 750 esclavos.
Se ha dicho que la aceptación de la esclavitud por parte de los negros queda probada por el hecho de que, durante la Guerra Civil, teniendo amplias oportunidades para escaparse, la mayoría de los esclavos se quedaron en las haciendas. Pero de hecho, huyeron medio millón de esclavos -aproximadamente uno de cada cinco, una proporción alta cuando se considera que era muy difícil saber a dónde huir y cómo sobrevivir.
En 1865, un terrateniente de Carolina del Sur escribió en el Tribune de Nueva York:
… la conducta de los negros en la ultima crisis me ha convencido de que todos vivimos en el engaño… Yo creía que esta gente estaba contenta, alegre, y unida a su amo. Pero los acontecimientos y la reflexión me han hecho cambiar de parecer… Si estuvieran contentos, alegres y unidos a su amo, ¿por qué lo abandonaron en el momento en que los necesitaba, para huir hacia un enemigo que no conocían, dejando así a su buen amo, al que conocían desde la más tierna infancia?
La guerra no produjo ninguna revuelta general de los esclavos, pero en algunas zonas de Mississippi, Arkansas y Kentucky, los esclavos destrozaron las haciendas y se apoderaron de ellas.
Doscientos mil negros se alistaron en el ejército y en la marina, de los cuales 38.000 murieron. El historiador james McPherson dice: “Sin su ayuda, el Norte no hubiera podido ganar la guerra de la forma en que lo hizo, y quizás, simplemente, no la hubiera ganado”. Lo que pasó con los negros en el ejército de la Unión y en las ciudades del Norte durante la guerra da alguna idea sobre las limitaciones futuras de la emancipación, incluso con una victoria total sobre la Confederación. Los soldados negros de permiso eran atacados en las ciudades norteñas, como en Zanesville, Ohio, en febrero de 1864, donde se oyeron gritos de “muerte al negro” . Los soldados negros eran utilizados para realizar los trabajos más duros y sucios: cavar trincheras, arrastrar troncos y cañones, cargar munición y perforar pozos para los regimientos blancos. Los soldados blancos sin graduación recibían 13 $ al mes, y los negros 10. Finalmente, en junto de 1864, el Congreso aprobó una ley que equiparaba el sueldo de los soldados negros al de los blancos.
Después de algunas derrotas militares, a finales de 1864 el secretario de guerra confederado, Judah Benjamin, escribió a un director de periódico en Charleston: “…Es un hecho conocido que el general Lee… está muy a favor del uso de los esclavos en la defensa, y de su emancipación, si resulta necesario, para esa finalidad…” Un general escribió indignado: “Si los esclavos son buenos soldados, toda nuestra teoría sobre la esclavitud está mal enfocada”.
A principios de 1865, la presión había ido en aumento, y en marzo el presidente Davis -de la Confederación- firmó una Ley del Soldado Negro, por la que se autorizaba el alistamiento de esclavos, que serían liberados a discreción de sus amos y de los gobiernos de sus estados. Pero antes de que ésta tuviera ningún efecto significativo, la guerra se acabó.
Los ex-esclavos, al ser entrevistados por el Proyecto de los Escritores Federalistas en los años treinta, recordaban el final de la guerra. Susie Melton:
Yo era una chica joven, de unos diez años, y oímos que Lincoln iba a liberar a los negros… Era invierno y hacía mucho frío esa noche, pero todo el mundo se preparó para marchar. No me preocupaba la señora, yo me iba para las líneas unionistas. Y toda esa noche los negros cantamos y bailamos fuera, en la fría noche. Al día siguiente al amanecer todos salimos con mantas y ropa y cacharros y sartenes y gallinas apilados en las espaldas… Y al salir el sol por entre los árboles, los negros empezamos a cantar:
Sol, tu estás y yo me marcho
Sol, tu estás y yo me marcho
Sol, tu estás y yo me marcho.
Anna Woods:
No llevábamos mucho tiempo en Texas cuando entraron los soldados y nos dijeron que éramos libres… Recuerdo una mujer. Se subió encima de un barril y gritó. Saltó del barril y gritó. Volvió a subir y gritó más veces. Siguió haciéndolo durante largo tiempo, simplemente subiéndose en el barril y volviendo a saltar.
Anna Mae Weathers dijo:
Recuerdo que mi padre había dicho que cuando vino alguien y gritó, “Negros, por fin sois libres”, simplemente dejó caer su azada y dijo en un tono extraño, “Gracias a Dios”.
El Proyecto de Escritores Federales registró las palabras de un antiguo esclavo llamado Fannie Berry:
¡Negros gritando y aplaudiendo y cantando! ¡Niños corriendo por todas partes dando palmadas y gritando! Todo el mundo feliz ¡La que se armó! Corrí hacia la cocina y grité por la ventana “Mama, no cocines más ¡Eres libre! ¡Eres libre!”
Muchos negros entendían que su rango social, tras la guerra -fuera cual fuera su situación legal- dependería de si eran propietarios de la tierra que trabajaban o si eran obligados a ser semi-esclavos de otros.
Las haciendas abandonadas fueron alquiladas a los antiguos colonos, y a los blancos del Norte. En palabras de un periodista negro “A los esclavos los convirtieron en siervos de la tierra y los ataron a ella. En esto quedó la tan cacareada libertad del hombre negro a manos del yanqui”.
Con la política del Congreso aprobada por Lincoln, la propiedad confiscada durante la Ley de Confiscación de 1862 revertiría en los herederos de los propietarios confederados. El Dr. John Rock, médico negro de Boston, dijo en un mítin “Es al esclavo al que habría que recompensar. La propiedad del Sur es del esclavo por derecho”.
En las islas del mar de Carolina del Sur, de un total de 16.000 acres puestos a la venta en marzo de 1863, los esclavos liberados sólo pudieron comprar, incluso juntando todo su dinero, 2.000 acres. El resto lo compraron inversores y especuladores del Norte. Un esclavo liberado de las islas dictó una carta a una antigua maestra:
Querida señorita: Por favor infórmele a Linkum que queremos tierra -esta misma tierra que está regada con el sudor de la cara y la sangre de nuestras espaldas. Podriamos comprar toda la que quisiéramos, pero hacen las parcelas demasiado grandes, y no podemos comprarlas.
El antiguo esclavo Thomas Hall dijo al Proyecto de Escritores Federales:
Lincoln se llevó las alabanzas por liberarnos, pero ¿lo hizo? Nos dio libertad sin darnos ninguna oportunidad de vivir por nuestros medios y todavía teníamos que depender del blanco sureño para nuestro trabajo, nuestra comida y nuestra ropa y nos mantuvo según su necesidad y deseo en un estado de servilismo que apenas era mejor que la esclavitud.
En 1861, el gobierno americano se había propuesto luchar contra los estados negreros, no para acabar con la esclavitud, sino para mantener el control de un enorme territorio nacional, con su mercado y sus recursos. No obstante, la victoria exigió una cruzada, y la inercia de esa cruzada hizo que se involucraran en la política nacional otras fuerzas: más negros tomaron la determinación de darle un sentido a su libertad, y más blancos -fuesen funcionarios del Bureau de Hombres Libres, o profesores en las Islas Marinas, o politicastros con mezclas variadas de humanitarismo y ambición personal- se interesaron por la igualdad racial.
También había un fuerte interés del partido Republicano por mantener el control sobre el gobierno nacional, y la perspectiva de conseguirlo gracias a los votos negros del sur para conseguirlo hizo que los hombres de negocios del Norte, viendo que la política republicana les beneficiaba, les dejaron hacer.
El resultado fue ese breve período posterior a la Guerra Civil en el que los negros del Sur votaban y salían elegidos para los gobiernos estatales y para el Congreso. También se introdujo en el Sur una educación pública gratuita e interracial. Se construyó un marco legal. La Decimotercera Enmienda ilegalizó la esclavitud “No existirán en los Estados Unidos (ni en ningún sitio bajo su jurisdicción) ni la esclavitud ni la servitud involuntaria, excepto como castigo por crímenes por los cuales el interesado habrá sido condenado”. La Decimocuarta Enmienda derogó la decisión que había tomado Dred Scott en la pre-guerra, declarando que “toda persona nacida o nacionalizada en los Estados Unidos” eran ciudadanos. También parecía inclinarse decididamente por la igualdad racial, limitando drásticamente los “derechos de los estados”:
Ningún Estado introducirá ni aplicará ninguna ley que limite los privilegios ni las inmunidades de los ciudadanos de los Estados Unidos; tampoco ningún Estado deberá quitar la vida, la libertad o la propiedad de persona alguna sin la debida intervención de la ley; tampoco deberá negarle a ninguna persona en su área de jurisdicción la protección de la ley de forma igualitaria.
La Quinta Enmienda decía. “El derecho de los ciudadanos de los Estados Unidos al voto no será negado ni limitado por los Estados Unidos ni por ningún Estado en razón de raza, color, o condición previa de servitud”.
A finales de la década de 1860-1870 y a principios de la siguiente, el Congreso aprobó una serie de leyes imbuídas en el mismo espíritu.
Convertía en un crimen el hecho de privar a los negros de sus derechos, y exigía a los funcionarios federales que los garantizaran, otorgando a los negros el derecho a hacer contratos y a comprar propiedades sin ser discriminados. En 1875 una Ley de Derechos Civiles ilegalizó la exclusión de los negros de los hoteles, los teatros, los ferrocarriles y otros servicios públicos.
Con estas leyes, con la presencia protectora del ejército de la Unión en el Sur, y con un ejército civil de funcionarios en el Bureau de Hombres Libres (Freedman’s Bureau) para ayudarlos, los negros del Sur se reactivaron votaron, formaron organizaciones políticas y se expresaron con decisión sobre aquellos temas que les interesaban. Sus actividades fueron obstaculizadas durante varios años por Andrew Johnson, vicepresidente de Lincoln que llegó a la presidencia cuando Lincoln fue asesinado al final de la guerra. Johnson boicoteó las leyes que ayudaban a los negros y facilitó la vuelta a la Unión de los estados Confederados sin garantizar la igualdad de derechos para los negros. Durante su presidencia, los estados sureños que habían vuelto al redil promulgaron “códigos negros” que convertían a los esclavos liberados en siervos que seguían trabajando en las haciendas.
Andrew Johnson se encontró con la oposición de algunos senadores y congresistas que, en algunos casos por razones de justicia y en otros por cálculo político, daban su apoyo a la igualdad de derechos y al voto para el negro libre. Estos miembros del Congreso consiguieron censurar a Johnson en 1868, con la excusa de que había violado algún estatuto menor, pero en el Senado faltó un voto para llegar a los dos tercios necesarios para destituirle. En las elecciones presidenciales de ese año salió elegido el republicano Ulysses Grant, que ganó por 300.000 votos. Habían votado 700.000 negros, y Johnson dejaba de ser un obstáculo. Los estados sureños volverían a la Unión con la aprobación de las enmiendas constitucionales.
Hicieran lo que hicieran los políticos del Norte para ayudar a su causa, los negros del Sur habían tomado la determinación de aprovecharse de su libertad, a pesar de su falta de tierras y recursos. Inmediatamente empezaron a afirmar su independencia respecto a los blancos. Formaron sus propias iglesias, se movilizaron políticamente y reforzaron sus lazos familiares intentando educar a sus hijos.
El voto negro en los años posteriores a 1869 consiguió la elección de dos miembros negros para el Senado estadounidense (Hiram Revels y Blanche Bruce, ambos de Mississippi) y veinte congresistas. Después de 1876 esta lista fue rápidamente a menos El último negro salió del Congreso en 1901.
En los parlamentos de los estados sureños se eligieron negros, aunque en ninguno pasarían de ser una minoría, salvo en la cámara baja del parlamento de Carolina del Sur. Se hizo una gran campaña propagandística en el Norte y en el Sur (según los libros de historia de las escuelas americanas duró hasta bien entrado el siglo veinte) para enseñar que los negros eran ineptos, perezosos, corruptos y una carga para los gobiernos del Sur cuando ocupaban cargos públicos. Sin duda hubo corrupción, pero no se puede decir que los negros hayan inventado la especulación política, especialmente en el enrarecido clima de corrupción financiera existente en el Norte y en el Sur después de la Guerra Civil.
Ciertamente, la deuda pública de Carolina del Sur, 7 millones de dólares en 1865, había subido a 29 millones en 1873. Pero la nueva legislatura había introducido, por primera vez en el estado, las escuelas públicas gratuitas. En 1876 no sólo asistían a la escuela setenta mil niños negros -cuando ninguno antes había asistido a la escuela- sino también cincuenta mil niños blancos -en 1860 sólo asistían veinte mil.
Un estudioso del siglo veinte de la Universidad de Columbia, John Burgess, se refirió a la Reconstrucción Negra en estos términos:
En lugar de gobernar la parte más inteligente y virtuosa de la sociedad en beneficio de los gobernados, aquí gobernaba la parte mas ignorante y agresiva de la población. Una piel negra significa formar parte de una raza de hombres que por sí sola, nunca ha conseguido supeditar la pasión a la razón, y que por lo tanto nunca ha creado una civilización de ninguna clase.
Hay que contrastar estas palabras con las de los líderes negros del Sur en la posguerra. Por ejemplo, Henry MacNeal Turner, que había escapado de la esclavitud en una hacienda de Carolina del Sur a la edad de quince años, había aprendido a leer y a escribir por su cuenta, leía libros de derecho mientras ejercía de mensajero en el despacho de un abogado en Baltimore y libros de medicina mientras hacía de recadero en una escuela médica de Baltimore, sirvió como capellan negro en un regimiento de negros, y luego fue elegido al primer parlamento de Georgia en la posguerra.
En 1868, las autoridades de Georgia votaron a favor de la expulsión de todos sus miembros negros -dos senadores y veinticinco representantes- y Turner habló a la Cámara de los Representantes de Georgia (una licenciada negra de la Universidad de Atlanta sacaría más tarde a la luz este discurso):
Sr. Presidente de la Cámara. Estoy aquí para exigir mas derechos y para recriminar a los hombres que se atreven a retar mi hombría. La escena hoy representada en esta Camara no tiene parangón… Nunca, en la historia del mundo, se había atacado a un hombre en una cámara provista de competencias legislativas, judiciales o ejecutivas acusandole de tener la piel mas morena que sus compañeros de cámara. La gran pregunta, Señor, es esta ¿Soy un hombre? Si lo soy, reclamo para mi los derechos de un hombre.
Señor, hemos trabajado en sus campos y hemos recolectado sus cosechas durante doscientos cincuenta años ¿Y qué pedimos a cambio? ¿Pedimos compensación por el sudor que vertieron nuestros padres en favor vuestro? ¿La pedimos por las lágrimas que habéis ocasionado, y los corazones que habéis roto, las vidas que habéis acortado y la sangre que habéis derramado? ¿Pedimos una reparación? No la pedimos. Estamos dispuestos a enterrar el pasado, pero ahora le pidamos nuestros derechos.
Las mujeres negras ayudaron a la reconstrucción del Sur Francés. Ellen Watkins Harper dio conferencias en todos los estados sureños después de la guerra. Había nacido libre en Baltimore, y se había emancipado a los trece años. Trabajó como niñera y luego como conferenciante abolicionista y lectora de poesía. Era feminista y participó en la Convención de Derechos de la Mujer en 1866, siendo fundadora de la Asociación Nacional de Mujeres de Color. En la década de 1890-1900, escribió la primera novela publicada por una mujer negra: Iola Leroy or Shadows Uplifted (Iola Leroy o la desaparición de las sombras).
Durante la lucha por conseguir la igualdad de derechos para los negros, algunas mujeres negras hablaron sobre su problemática específica. Sojourner Truth, en una reunión de la Asociación Americana para la Igualdad de Derechos, dijo:
Hay gran revuelo sobre la consecución de los derechos del hombre de color, pero ni una palabra sobre las mujeres de color; si los hombres de color obtienen sus derechos, y las mujeres de color no, los hombres de color serán los amos de las mujeres, y la situación continuará tan mala como antes. Así que estoy a favor de continuar con nuestra causa mientras dure la lucha; porque si esperamos a que se calme, tardaremos mucho tiempo en ponernos en marcha de nuevo…
Tengo más de ochenta años, ya va siendo hora de marcharme. He sido esclava cuarenta años y cuarenta libre, y podría continuar aquí cuarenta años más hasta conseguir la igualdad de derechos para todos…
Las enmiendas constitucionales fueron aprobadas, y también las leyes que aseguraban la igualdad racial, así que los negros empezaron a votar y a ocupar cargos públicos. Pero mientras el negro siguiera dependiendo de los blancos privilegiados para trabajar y para acceder a las necesidades primarias, podían comprar su voto o quitárselo con la amenaza de la fuerza. Las leyes que pedían un tratamiento igualitario perdieron su sentido. Mientras las tropas unionistas -incluidas las de color- permanecieron en el Sur, este proceso quedaba aplazado. Pero el equilibrio de los poderes militares empezó a cambiar.
La oligarquía blanca del Sur usó su poder económico para organizar el Ku Klux Klan y otros grupos terroristas. Los políticos del Norte empezaron a sopesar las ventajas que tenía contar con el apoyo político de los negros pobres -mantenido sólo en votos y cargos por la fuerza- contra la sólida situación de un Sur que había retornado a la supremacía blanca y que había aceptado el predominio republicano y la legislación empresarial. El que los negros se vieran reducidos de nuevo a unas condiciones rayanas con la esclavitud tan sólo era cuestión de tiempo.
La violencia empezó casi inmediatamente después de la guerra. En Memphis, Tennessee, en mayo de 1866, los blancos realizaron un ataque violento y asesinaron a cuarenta y seis negros, la mayoría veteranos del ejército unionista, así como también a dos simpatizantes blancos. Violaron a cinco mujeres negras. Quemaron noventa hogares, doce colegios y cuatro iglesias. En Nueva Orleans, en el verano de 1866, hubo más disturbios contra los negros durante los cuales murieron treinta y cinco negros y tres blancos.
A finales de la década de 1860-70 y a principios de la de 1870-80 la violencia aumentó, mientras el Ku Klux Klan organizaba ataques, linchamientos, apaleamientos y ataques incendiarios. Sólo en Kentucky, entre 1867 y 1871, los Archivos Nacionales hablan de 116 actos de violencia. Una muestra:
1. Una multitud visitó Harrodsburg en el condado de Mercer para sacar de la prisión a un hombre llamado Robertson, 14 de noviembre, 1867…
5 La muchedumbre ahorca a Sam Davis en Harrodsburg, 28 de mayo, 1868.
6 La muchedumbre ahorca a Wm. Pierce en Christian, 12 dejulio, 1868.
7 La muchedumbre ahorca a Geo. Roger en Bradcfordvrlle,condado de Martin, 11 de julio, 1868…
10 Silas Woodford, de sesenta años, es apaleado por una multitud sin identificar.
109 Asesinado un negro por el Ku Klux Klan en el condado de Hay, 14 enero, 1871.
A medida que aumentaba la violencia blanca en la década 1870-80, el gobierno nacional, incluso el del presidente Grant, perdió entusiasmo por defender a los negros, y sin duda no quería armarlos. El Tribunal Supremo hizo el papel giroscópico de reorientar a las demás instituciones de la administración hacia posturas más conservadoras cuando éstas se excedían. Empezó a interpretar la Cuarta Enmienda -que presumiblemente se había introducido para beneficiar la igualdad racial- de una forma que la inutilizaba para este propósito.
En 1883, la Ley de Derechos Civiles de 1875 -que ilegalizaba la discriminación contra los negros en el uso de los servicios públicosfue anulada por el Tribunal Supremo, que sentenció “La invasión individual de los derechos individuales no está contemplada en esta enmienda”. Dijo que la Decimocuarta Enmienda sólo iba dirigida a la acción del Estado “Ningún estado”.
El juez supremo del Tribunal Supremo, John Harlan, antiguo propietario de esclavos de Kentucky, disintió de ésto de forma notoria y dijo en un escrito que había un apartado constitucional que prohibía la discriminación individual. Apuntó que la Decimotercera Enmienda -que abolía la esclavitud- se refería a los propietarios particulares de las haciendas, y no sólo al Estado. Luego argumentó que la discriminación era una faceta de la esclavitud, e igualmente punible. También se refirió a la primera cláusula de la Decimocuarta Enmienda, diciendo que cualquier persona nacida en los Estados Unidos era un ciudadano, y a la cláusula del Articulo 4, Sección 2, que decía “Los ciudadanos de cada Estado se beneficiarán de todos los privilegios y todas las inmunidades que tienen los ciudadanos en los diferentes Estados”.
Harlan estaba luchando contra una fuerza más poderosa que la lógica o la justicia, el ambiente del Tribunal reflejaba los intereses de una nueva coalición de industriales norteños y empresarios y terratenientes sureños. La culminación de este ambiente llegó en la decisión de 1896, Plessy y Ferguson, cuando el Tribunal decretó que el ferrocarril podía segregar a negros y blancos si las partes segregadas eran iguales. Harlan protestó de nuevo “Nuestra Constitución no distingue entre colores”.
El año 1877 marcó de forma gráfica y dramática lo que estaba ocurriendo. Al empezar el año, se estaba debatiendo acaloradamente la elección presidencial del noviembre anterior. El candidato demócrata, Samuel Tilden, había tenido 184 votos y necesitaba uno más para salir elegido: tenía 250.000 votos populares más que su contrincante. El candidato republicano, Rutherford Hayes, tenía 166 votos electorales. Tres estados, que aún no habían sido contabilizados, sumaban un total de 19 votos electorales, si Hayes podía obtener todos esos votos, tendría 185 y sería Presidente.
Eso es lo que sus directores de campaña procedieron a arreglar. Hicieron concesiones al partido Demócrata y a los sureños blancos, incluso llegaron a un acuerdo para retirar las tropas unionistas del Sur, el último obstáculo militar para el restablecimiento de la supremacía blanca en esa zona.
Para afrontar la crisis nacional los intereses políticos y económicos del Norte necesitaban aliados potentes y estabilidad. El país llevaba desde 1873 envuelto en una depresión económica y en 1877, los granjeros y los trabajadores empezaban a rebelarse. Lo describe C. Vann Woodward en su historia del Compromiso de 1877, Reunion and Reaction:
Era año de depresión, el peor año de la mas severa depresión jamás experimentada En el Este, los obreros y los desempleados estaban muy encrespados. En el Oeste, se estaba levantando una oleada de radicalismo agrario. Tanto del Este como del Oeste llegaban amenazas contra la estructura compleja de las tarifas proteccionistas, los bancos nacionales, las subvenciones a los ferrocarriles y los manejos monetarios sobre los que descansaba el nuevo orden económico.
Había llegado la hora de que las elites del Norte y del Sur se reconciliasen. Woodward pregunta “…¿podía convencerse al Sur para que hiciese frente común con los conservadores del Norte y se convirtiese en soporte, y no amenaza, para el nuevo orden capitalista?”
Con los billones de dólares en esclavos “perdidos”, la riqueza del viejo Sur se había derrumbado. Ahora buscaban la ayuda del gobierno nacional: créditos, subvenciones y proyectos antiinundaciones.
Dice Woodward: “A base de apropiaciones, subsidios, ayudas y bonos como los que el Congreso había concedido con tanta generosidad a las empresas capitalistas del Norte, el Sur aún podía recuperar sus fortunas, o por lo menos las fortunas de la élite privilegiada”.
Y así se hizo el trato. Las dos cámaras del Congreso crearon un comité especial para decidir dónde recaerían los votos electorales. La decisión fue la siguiente: recaerían en Hayes. Así que Hayes sería el nuevo Presidente.
Woodward to resume así:
El Compromiso de 1877 no recuperó el viejo orden en el Sur. Aseguró la autonomía política de los blancos predominantes y la no-intervención en temas de política racial y les prometió una parte de las bendiciones del nuevo orden económico. A cambio, el Sur llegaría a ser -en resumidas cuentas- un satélite de la región predominante…
La importancia del nuevo capitalismo en la anulación del poco poder negro que existía en el Sur de la posguerra, queda confirmada en el estudio de Horace Mann Bond sobre la Reconstrucción en Alabama. Era la época del carbón y la energía, y Alabama tenía ambas cosas. “Los banqueros de Filadelfia y Nueva York, e incluso los de Londres y París, hacía dos décadas que conocían este dato. Lo único que faltaba era el transporte”. A mediados de la década de 1870-80, apunta Bond, los banqueros del Norte empezaron a aparecer en las directivas de los ferrocarriles sureños. En 1875 J.P. Morgan figura como el director de varias líneas en Alabama y Georgia.
En el año 1886, Henry Grady, director de la revista Constitution de Atlanta, habló durante una cena en Nueva York. Entre el público estaban J.P. Morgan, H.M. Flagler (un asociado de Rockefeller), Russell Sage y Charles Tiffany. Su conferencia llevaba como título “El Nuevo Sur”, y venía a decir no miremos el pasado, tengamos una nueva era de paz y prosperidad.
Ese mismo mes, un artículo del Daily Tribune de Nueva York habló de “los líderes sureños del carbón y el hierro” que visitaban Nueva York, y marchaban “altamente satisfechos”. La razón: por fin había llegado el momento -que llevaban esperando desde hacía casi veinte años- en el que podían convencer a los capitalistas del Norte no sólo de la seguridad, sino de los inmensos beneficios que se podían obtener invirtiendo su capital en el desarrollo de los riquísimos recursos de carbón y hierro en Alabama, Tennessee y Georgia.
El Norte, hay que recordarlo una vez más, aceptó -sin tener que cambiar sustancialmente su forma de pensar-, la subordinación de los negros. Cuando acabó la guerra, diecinueve de los veinticuatro estados norteños denegaron el voto a los negros.
En 1900 todos los estados sureños habían incluido en sus nuevas constituciones y en sus nuevos estatutos la eliminación legal de los derechos de los negros. También incluyeron leyes para la segregación. Un editorial del New York Times dijo que “los norteños… ya no denuncian la supresión del voto negro… Se reconoce claramente la necesidad que hay de ello por la suprema ley de la auto-conservación”.
Los líderes negros mejor aceptados en la sociedad blanca, como el educador Booker T. Washington (que fue invitado por Theodore Roosevelt a la Casa Blanca), abogaron por la pasividad política negra. Cuando en 1895 los organizadores blancos de la Exposición Internacional de los Estados del Algodón le invitaron a hablar en Atlanta, Washington pidió al negro sureño que “soltara su cubo allá donde estuviera” es decir, que no se mudara del Sur, que fuera agricultor, artesano, ayudante doméstico, quizá incluso que aspirara a una profesión más noble.
Animó a los empresarios blancos a que arrendaran a negros antes que a inmigrantes de “lengua y hábitos extraños”. Los negros, “sin huelgas ni guerras laborales” eran “las personas más pacientes, formales y menos resentidas que ha visto el mundo”. Dijo “Los más sabios de mi raza entienden que la agitación de los temas de igualdad social es una locura sin parangón”.
Quizá Washington viera ésto como una táctica necesaria para la supervivencia en un tiempo de ahorcamientos y quema de negros en todo el Sur. Y es que para los negros de América era un momento crítico. Thomas Fortune, joven director negro del Globe de Nueva York, testificó ante un comité del Senado en 1883 sobre la situación del negro en los Estados Unidos. Habló de la “pobreza muy extendida”, de la traición por parte del gobierno y de los desesperados intentos de los negros por educarse.
El jornal medio de los campesinos negros del Sur era de unos cincuenta céntimos al día, decía Fortune. Normalmente se pagaba en “órdenes”, no en metálico. Estas órdenes sólo podían usarse en un almacén controlado por el terrateniente, “un sistema fraudulento”, según Fortune. Fortune habló del “sistema penitenciario del Sur, con su infame pelotón de trabajadores encadenados… el objetivo era aterrorizar a los negros y proveer de víctimas a los contratistas, que compran la mano de obra de esos desgraciados del Estado por poco dinero… El blanco que mata a un negro siempre recupera su libertad, mientras que al negro que roba un cerdo se le condena a trabajos forzados durante diez años”.
Muchos negros huyeron. Unos seis mil huyeron de Texas, Luisiana y Mississippi y emigraron a Kansas para escapar de la violencia y de la pobreza. “No hemos encontrado a ningún líder de confianza que no sea Dios en las alturas”, dijo uno de ellos.
Los que se quedaron en el Sur empezaron a organizar la autodefensa a lo largo de la década 1880-90, para hacer frente a los más de cien linchamientos que se producían anualmente en el Sur. Había líderes negros que pensaban que Booker T. Washington se equivocaba al abogar por la precaución y la moderación. John Hope, un joven negro de Georgia que había oído el discurso de Washington en la Exposición del Algodón, les dijo a los estudiantes del colegio negro de Nashville, Tennessee:
Si no luchamos por la igualdad, ¿por qué demonios vivimos? Considero cobarde y deshonesto que ningún negro diga a los blancos o a las personas de color que no estamos luchando por la igualdad..
Otro negro que fue a dar clases a la Universidad de Atlanta, W.E.B. Du Bois, vio la entrega finisecular del negro como parte integrante de un acontecimiento de más largo alcance en los Estados Unidos, algo que les estaba pasando no sólo a los negros pobres sino también a los blancos pobres. En su libro Black Reconstruction, veía a este nuevo capitalismo como parte de un proceso de explotación y soborno que estaba asentándose en todos los países “civilizados” del mundo:
Mano de obra domesticada en los países cultivados, apaciguada y desorientada por unos sufragios cuyo poder se veía fuertemente limitado por la dictadura del fuerte capital sobornado por altos salarios y cargos políticos para unirse en la explotación del blanco, amarillo, moreno y negro, en países menores…
¿Tenía razón Du Bois al decir que ese crecimiento del capitalismo americano -antes y después de la Guerra Civil- estaba convirtiendo en esclavos tanto a los blancos como a los negros?
Capítulo 10
LA OTRA GUERRA CIVIL
Los libros de texto que tratan sobre la historia de los Estados Unidos normalmente no recogen los episodios relativos a la lucha de clases en el siglo XIX. Esa confrontación a menudo queda oculta tras la cortina de humo que supuso el intenso conflicto que hubo entre los principales partidos políticos -aunque ambos partidos representaran a las mismas clases dominantes de la nación.
Andrew Jackson, que fue elegido presidente en 1828 y que ocupó el cargo durante dos mandatos, dijo que hablaba en nombre de “los miembros más humildes de la sociedad -el agricultor, los artesanos y los campesinos…” Lo que es seguro es que no hablaba en nombre de los indios a quienes estaban expulsando de sus tierras, ni en el de los esclavos. Y es que las tensiones suscitadas por el desarrollo del sistema industrial y la emigración creciente, obligaron al gobierno a ampliar su base de apoyo entre los blancos. Y eso es lo que hizo la “democracia de Jackson”.
Era la nueva política de la ambigüedad, que hablaba en nombre de las clases bajas y medias para obtener su apoyo en tiempos de rápido crecimiento y problemas potenciales. El hecho de dar a elegir a la gente entre dos partidos y permitirles -en un tiempo de rebeliónla opción de escoger el ligeramente más democrático, era un método ingenioso de ejercer el control.
La idea de Jackson era la de conseguir la estabilidad y el control a base de ganar para el partido Demócrata “el interés medio, y especialmente… la masa de pequeños terratenientes del país” con “reformas prudentes, juiciosas y bien meditadas”. Esto es, unas reformas que no cediesen demasiado. Esas eran las palabras de Robert Rantoul, reformista, abogado corporativo y demócrata jacksoniano y un anticipo de lo que sería el afortunado mensaje del partido Demócrata -y a veces del partido Republicano- en el siglo veinte.
América se estaba desarrollando a gran velocidad y vivía en gran ebullición. En 1790, vivían en las ciudades menos de un millón de americanos, en 1840 la cifra llegaba a los 11 millones. Nueva York tenía, en el año 1820, 130.000 habitantes, y un millón en 1860. Y a pesar de que el viajero Alexis de Tocqueville había expresado su asombro ante “la igualdad general de condición entre sus habitantes”, tal observación no coincidía con los hechos.
En Filadelfia, vivían cincuenta y cinco miembros de familias obreras por vivienda. Normalmente había una familia por habitación, y no tenían ni sistema de eliminación de desechos, ni lavabos, ni aire fresco, ni agua. Existía un nuevo sistema de bombeo de las aguas del río Schuylkill, pero iban destinadas a las casas de los ricos.
En Nueva York se podía ver a los pobres echados en las calles entre la basura. No había desagües en los barrios bajos, y el agua fecal se acumulaba en los patios y en los callejones, filtrándose en los sótanos donde vivían las familias más pobres y trayendo consigo las epidemias de fiebre tifoidea -en 1837- y la de tifus -en 1842. Durante la epidemia de cólera de 1832, los ricos huyeron de la ciudad; los pobres se quedaron y murieron.
El gobierno no podía contar con esos pobres como aliado político. Pero ahí estaban -como los esclavos o los indios-, normalmente invisibles. Sólo representaban una amenaza si se rebelaban. No obstante, existían ciudadanos con más peso que sí podían dar su apoyo estable al sistema: se trataba de los obreros mejor pagados y de los terratenientes agrícolas. También estaba el nuevo trabajador urbano de cuello blanco, nacido del creciente comercio del momento. Se le prestaba suficiente atención y se le pagaba lo bastante como para permitir que se considerase miembro de la clase burguesa, y para que diese su apoyo a esa clase en tiempos de crisis.
La construcción de carreteras, canales, ferrocarriles, y también del telégrafo, facilitaba la apertura del oeste. Las granjas se estaban mecanizando. Los arados de hierro trabajaban la tierra en la mitad de tiempo. En 1850 la compañía John Deere fabricaba diez mil arados al año. Cyrus McCormick construía mil segadoras mecánicas anuales en su fábrica de Chicago. Un hombre provisto de hoz podía segar medio acre de trigo en un día. Con una segadora mecánica podía cosechar diez acres.
En un sistema económico que no estaba planificado de forma sistemática según las necesidades humanas, sino que crecía de forma caótica y obsesionado por los beneficios, no parecía haber manera de evitar el ciclo de auge y recaída de la economía. Hubo una depresión en 1837, y otra en 1853. Una manera de conseguir la estabilidad contemplaba la reducción de la competencia, la mejor organización de las empresas, y la evolución hacia el monopolio. A mediados de la década de 1850-60, los acuerdos sobre los precios y las fusiones se generalizaron. El Ferrocarril Central de Nueva York fue el resultado de la fusión de muchas empresas. La Asociación Americana del Latón se formó “para hacer frente a una competencia ruinosa”, según se dijo. La Asociación de Tejedores del Algodón del Condado de Hampton se organizó para controlar los precios, al igual que la Asociación Americana del Hierro.
Con una industria que necesitaba grandes cantidades de capital, había que minimizar los riesgos. Las autoridades estatales dieron certificados a las corporaciones para otorgarles el derecho legal de hacer negocios y recaudar fondos, sin poner en peligro las fortunas personales de los propietarios y los directores. Entre 1790 y 1860, recibieron estos certificados unas 2.300 corporaciones.
El gobierno federal, con Alexander Hamilton y el primer Congreso a la cabeza, ya habían concedido ayudas importantes que beneficiaban a los intereses empresariales. Ahora iban a hacer lo mismo, sólo que a escala mucho mayor.
Los hombres del ferrocarril viajaban a Washington y a las capitales estatales cargados de dólares, acciones y pases gratuitos para el ferrocarril. Entre 1850 y 1857, obtuvieron 25 millones de acres de terreno público, sin cargo alguno, y millones de dólares en bonos préstamos- de los parlamentos estatales. En Wisconsin, en el año 1856, el Ferrocarril LaCrosse y Milwaukee obtuvo un millón de acres con la distribución de unos 900.000 dólares en acciones y bonos entre cincuenta y nueve asambleistas, trece senadores y el gobernador. Dos años después el ferrocarril estaba en la bancarrota y los bonos carecían de valor.
En el este, los propietarios de fábricas se habían convertido en personas poderosas y bien organizadas. En 1850, quince familias bostonianas, llamadas los “Asociados” controlaban el 20% de la producción de algodón de los Estados Unidos, el 39% del capital de los seguros en Massachusetts, y el 40% de los recursos banqueros de Boston.
En vísperas de la Guerra Civil, las primeras prioridades de los hombres que dirigían el país eran el dinero y los beneficios -y no el movimiento anti-esclavista. En palabras de Thomas Cochran y William Miller (The Age of Enterprise):
Webster era el héroe del Norte, y no Emerson, Parker, Garrison y Phillips. Webster, el hombre de las tarifas, el especulador de tierras, el abogado corporativo, político de los Asociados de Boston, heredero de la corona de Hamilton. “El gran objeto del gobierno” dijo “es la protección de la propiedad dentro de la nación y conseguir respeto y fama en el extranjero” Era por estos factores que predicaba la union, por ellos entregaba al esclavo fugitivo.
Cochran y Miller describieron a los ricos de Boston:
Estos hombres vivían con todo lujo en Beacon Hill, admirados por sus vecinos por la filantropía y el mecenazgo que ejercían hacia el arte y la cultura. Comerciaban en State Street mientras sus directores adjuntos dirigían sus fábricas, sus directores ferroviarios llevaban los ferrocarriles de su propiedad, y sus agentes vendían su energía hidráulica y su propiedad inmobiliaria.
Ralph Waldo Emerson describió al Boston de esos años: “Hay cierto olor rancio en todas sus calles, en Beacon Street y Mount Vernon, así como en los bufetes de los abogados y los muelles, y el mismo egoísmo, la misma esterilidad y sentido de desesperación que la que se encuentra en las fábricas de zapatos”. El predicador Theodore Parker dijo a sus parroquianos “El dinero es hoy el poder más fuerte de la nación”.
Los intentos de conseguir una estabilidad política no funcionaron. El nuevo industrialismo, las concurridas ciudades, las largas horas de trabajo en las fábricas, las repentinas crisis económicas -que hacían subir los precios y perder empleos-, la falta de alimentos y agua, los helados inviernos, las asfixiantes viviendas en verano, las epidemias y las muertes infantiles, todo esto llevaba a los pobres a reaccionar esporádicamente. A veces había levantamientos espontáneos, no premeditados, contra los ricos. Otras, el enfado se desviaba hacia el odio racial contra los negros, hacia la guerra religiosa contra los católicos, o en forma de cólera localista en contra del inmigrante. A veces se canalizaba hacia las manifestaciones y las huelgas. El pleno desarrollo de la conciencia obrera de ese período -como el de cualquier período- se pierde en la historia. Pero quedan fragmentos que nos hacen interrogarnos por el grado de conciencia que existía bajo el muy práctico silencio de la gente trabajadora. Ha quedado constancia de un “Discurso… ante las Clases Artesanal y Trabajadora.. de Filadelfia” de 1827, escrito por un “artesano analfabeto”, seguramente un joven zapatero:
Nos vemos oprimidos en todos los frentes. Trabajamos duro para producir todas las comodidades de la vida para el disfrute de otras personas, mientras que nosotros sólo obtenemos una mísera porción, incluso dependiendo ello -en el actual estado de la sociedad- de la voluntad de los empresarios.
La escocesa Frances Wright, feminista precoz y socialista utópica, fue invitada por los obreros de Filadelfia para hablar, el Cuatro de Julio de 1829, ante una de las primeras asociaciones ciudadanas de sindicatos obreros de los Estados Unidos. Preguntó si la Revolución se había luchado “para aplastar a los hijos e hijas de la industria de vuestro país bajo… el olvido, la pobreza, el vicio, el hambre y la enfermedad…”. Se preguntó si la nueva tecnología no rebajaba el valor del trabajo humano, convirtiendo a las personas en meros apéndices de las máquinas, deformando las mentes y los cuerpos de los niños obreros.
Unos meses después, George Henry Evans, impresor y director del Workingman’s Advocate, escribió “La Declaración de Independencia del Hombre Trabajador”. Entre la lista de “hechos” que sometía a la consideración de sus conciudadanos “sinceros e imparciales”, estaban los siguientes:
1 Las leyes para recaudar impuestos se están cebando de forma opresiva en una sola clase social.
3 Las leyes para la incorporación particular son parciales, porque favorecen a una clase social a expensas de la otra.
6. Las leyes… han privado al noventa por ciento de los miembros del cuerpo político -que no son ricos- de unos medios igualitarios para disfrutar de “la vida, la libertad, y la consecución de la felicidad”. La injusta ley en favor de los terratenientes perjudica a los inquilinos… y es un ejemplo más de los incontables que hay.
Evans creía que “todos los que llegan a la edad adulta tienen derecho a propiedades por igual”.
En 1834, una asamblea sindical en la ciudad de Boston, con presencia de artesanos de Charleston y zapateras de Lynn, se refirió a la Declaración de Independencia:
Consideramos que las leyes que tienden a elevar una clase particular por encima de sus conciudadanos, a base de la concesión de privilegios especiales, desafían y son contrarias a esos primeros principios…
Nuestro sistema público de Educación, que de forma tan liberal financia a esos seminarios de la sabiduría… donde sólo tienen acceso los ricos, mientras que nuestras escuelas comunes… están tan mal equipadas… que incluso en la infancia, los pobres tienden a creerse inferiores…
Las historias tradicionales no han recogido los episodios contemporáneos de insurrección. Un ejemplo serían los disturbios de Baltimore durante el verano de 1835, cuando el Banco de Maryland se desplomó y sus clientes perdieron sus depósitos de ahorro. Convencidos de que se había producido un fraude, se reunió una muchedumbre que empezó a romper las ventanas de los delegados del banco. Cuando los alborotadores destruyeron una casa, intervino la milicia, matando a unas veinte personas e hiriendo a cien. A la tarde siguiente, la gente atacó más casas.
Durante esos años se estaban formando los sindicatos. Los tribunales los llamaban “conspiraciones para limitar el comercio” y los declararon ilegales. Un juez de Nueva York, imponiendo multas contra una “conspiración” de sastres, dijo: “En esta privilegiada tierra de leyes y libertad, el camino de la promoción está abierto a todos… Cada americano sabe que… no necesita ninguna combinación artificial para su protección. [Las conspiraciones] son de origen extranjero y tiendo a pensar que por lo general, están apoyadas por extranjeros”.
Entonces se distribuyó un panfleto por toda la ciudad:
¡LOS RICOS CONTRA LOS POBRES!
El juez Edwards, ¡al servicio de la aristocracia contra el pueblo! ¡Artesanos y trabajadores! ¡Se ha asestado un golpe mortal contra nuestra libertad! Han establecido el precedente de que los trabajadores no tengan derecho a regular el precio de la mano de obra o, dicho en otras palabras, los ricos son los únicos jueces de las necesidades del pobre.
Veintisiete mil personas se reunieron en el City Hall Park para denunciar el fallo del tribunal, y eligieron un Comité de Correspondencia que, tres meses después, organizó una convención de Artesanos, Agricultores y Trabajadores, elegida por agricultores y gente trabajadora en diversas ciudades del estado de Nueva York. La convención, celebrada en Utica, redactó una Declaración de Independencia respecto a los partidos políticos existentes, y se creó el partido de los Derechos Igualitarios.
Aunque concurrían a las elecciones con sus propios candidatos, no tenían mucha confianza en el sistema electoral como método para conseguir los cambios. Uno de los grandes oradores del movimiento, Seth Luther, dijo ante una concentración del Cuatro de Julio: “Primero intentaremos la vía de las urnas. Si eso no nos permite conseguir nuestros buenos propósitos, el próximo y último recurso será la caja de los cartuchos ”
La crisis de 1837 desembocó en la celebración de concentraciones y mítines en muchas ciudades. Los bancos habían suspendido los pagos en efectivo, y se negaban a abonar en metálico los billetes de banco que habían expedido. Los trabajadores, que ya tenían dificultades para comprar comida, encontraron que los precios de la harina, la carne de cerdo y el carbón se habían disparado. En Filadelfia, se congregaron veinte mil personas, y alguien escribió al presidente Van Buren para contárselo:
Esta tarde ha tenido lugar la concentracion publica mas grande que jamás se haya visto en la Plaza de la Independencia. La convocatoria se hizo con pancartas distribuidas por la ciudad ayer y anoche. La planearon y la llevaron a cabo las clases trabajadoras, sin consultar ni cooperar con ninguno de los que normalmente tienen la iniciativa en este tipo de cuestiones. Los delegados y los oradores pertenecían a esas clases. Iba dirigido contra los bancos.
En Nueva York, unos miembros del partido de los Derechos Igualitarios (a menudo llamado los “Locofocos”) convocaron un mítin: “¡El pan, la carne, los alquileres, el combustible! ¡Sus precios deben bajar! La gente se reunirá en el parque, haga el tiempo que haga, a las 4 de la tarde del lunes… Se invita a todos los amigos de la humanidad dispuestos a plantar cara a los monopolistas y a los extorsionistas”. El periódico de Nueva York Commercial Register informó sobre el mítin y lo que le siguió:
A las 4 de la tarde, se habían concentrado varios miles de personas delante del Ayuntamiento. Uno de estos oradores dirigio las iras populares contra el Sr. Eli Hart “¡Conciudadanos!” exclamó, “el Sr. Hart ahora tiene 53.000 barriles de harina en su almacén, vayamos a ofrecerle ocho dólares el barril, y si no lo acepta…”
Una gran proporción de los concentrados se desplazó hacia el almacén del Sr Hart… Por la puerta sacaron a la calle docenas, centenares de barriles de harina, y los lanzaron uno tras otro por las ventanas… Se destruyeron, de forma tan irresponsable como estúpida, unos treinta mil kilos de trigo, y cuatrocientos o quinientos barriles de harina. Los más activos de los gamberros eran extranjeros, pero seguramente había unos quinientos o mil más que contemplaban la hazaña y animaban sus incendiarias acciones.
En el lugar donde caían y reventaban los barriles y los sacos de trigo, había un grupo de mujeres que como las harpías que desnudan a los muertos despues de la batalla, llenaban de harina las cajas y las cestas que se les daban, y sus propios delantales, llevándosela a casa.
La noche había tendido su manto sobre la escena, pero la obra de destrucción no cesó hasta que llegaron fuertes contingentes de policía, seguidos, poco después, por destacamentos de tropas.
Esta fue la Revuelta de la Harina de 1837. Durante la crisis de ese año, 50.000 personas (una tercera parte de la clase obrera) estaban sin empleo sólo en Nueva York, y 200.000 (sobre una población de 500.000) vivían, en palabras de un observador, “en un estado de desesperación total”.
No existe ninguna relación completa de concentraciones, alborotos, acciones de protesta -organizadas o no, violentas o no- que tuvieran lugar a mediados del siglo diecinueve, con el crecimiento del país y el aumento de la población en las ciudades, con sus malas condiciones laborales y sus condiciones de vida intolerables y con la economía en manos de los banqueros, los especuladores, los terratenientes y los comerciantes.
En 1835, cincuenta gremios diferentes de Filadelfia se organizaron en sindicatos, y hubo una exitosa huelga general de obreros, trabajadores de fábrica, encuadernadores, joyeros, transportistas de carbón, carniceros y carpinteros, en favor de la jornada de diez horas.
Los tejedores de Filadelfia -la mayoría inmigrantes irlandeses que trabajaban en casa para los empresarios- a principios de la década 1840-50 hicieron una huelga para reclamar unos sueldos más altos. Atacaron las casas de los que se negaban a ir a la huelga, y destruyeron su trabajo. Un grupo de policías intentó arrestar a algunos huelguistas, pero el intento fue desbaratado por cuatrocientos tejedores armados con mosquetones y palos. Sin embargo, pronto empezó a haber enfrentamientos de tipo religioso entre los tejedores irlandeses católicos y los trabajadores locales de origen protestante. En el mes de mayo de 1844 hubo disturbios entre protestantes y católicos en Kensington, un suburbio de Filadelfia. Los políticos de clase media no tardaron en orientar a cada grupo hacia un partido político diferente (los locales se apuntaban al partido Republicano Americano, los irlandeses al partido Demócrata), y la política de partido y la religión sustituyeron al conflicto de clase.
El resultado de todo esto, dice David Montgomery -historiador de los disturbios de Kensington- fue la fragmentación de la clase obrera de Filadelfia. Así, “se creaba para los historiadores la impresión de que era una sociedad sin conflicto de clase”, mientras que en realidad, los conflictos de clase de la América del siglo diecinueve “eran tan duros como cualquiera en el mundo industrial”.
Los inmigrantes de Irlanda huían de la hambruna que se había declarado en su país con la pérdida de las cosechas de patata. Venían a América amontonados en viejos veleros. Las historias de estos barcos sólo varían en los detalles respecto a las descripciones de las travesías de los barcos que antes habían traído a los esclavos negros, y luego a los inmigrantes alemanes, italianos y rusos. Existe una descripción contemporánea de un barco que llegó de Irlanda en el mes de mayo de 1847, y que había parado en la Isla Grosse, en la frontera con Canadá:
¿Quién podría imaginar los horrores -incluso en las travesías más cortas- de un barco de emigrantes cargado hasta los topes con seres infelices de todas las edades, muchos de ellos afectados por la fiebre…? La tripulación era tosca y agresiva debido a su propia desesperación, o paralizada del terror que tenían a contraer la peste… estando los miserables pasajeros afectados por grados diferentes de la enfermedad, muchos morían, otros yacían muertos, los gritos de los niños, los delirios de los enfermos, las lamentaciones y los gemidos de los que sufrían una agonía mortal.
Sin embargo, un zapatero blanco escribió en 1848 en el periódico Awl, publicación de los trabajadores de la fábrica de zapatos de Lynn:
…no somos nada más que un ejército que mantiene a tres millones de nuestros hermanos en la esclavitud. Vivimos bajo la sombra del monumento de Bunker Hill, y exigimos nuestro derecho en nombre de la humanidad ¡privando a los demás de esos derechos porque su piel es negra! ¿Puede extrañar a alguien que Dios en su legítimo enfado nos haya castigado, obligándonos a beber la amarga copa de la degradación?
En 1857 se produjo otra crisis económica. El auge de los ferrocarriles y la producción, el aumento de la inmigración, la cada vez mayor especulación de acciones, el robo, la corrupción y la manipulación, llevaron a una situación de crecimiento alocado, y luego, al descalabro. En octubre de ese mismo año, había 200.000 desempleados, y miles de inmigrantes recientes se agolpaban en los puertos del este, esperando poder trabajar para pagarse el pasaje de vuelta a Europa.
En Newark, Nueva Jersey, una manifestación de varios miles de personas exigía que la ciudad diera trabajo a los parados. En Nueva York, quince mil personas se reunieron en Tompkins Square, en el centro de Manhattan. De ahí fueron en manifestación hasta Wall Street y desfilaron frente al edificio de la Bolsa gritando “Queremos trabajo”. Ese verano se produjeron alborotos en los barrios bajos de Nueva York. Un día, una multitud de quinientos hombres atacó a la policía con pistolas y ladrillos. Hubo manifestaciones de parados pidiendo pan y trabajo, y se saquearon algunas tiendas. En noviembre, una multitud de manifestantes ocupó el ayuntamiento; para desalojarlos acudieron los marines de los Estados Unidos.
De los seis millones de trabajadores que había en el país en 1850, medio millón eran mujeres. 330.000 trabajaban como criadas, 55.000 eran maestras. De las 181.000 trabajadoras de fábrica censadas, la mitad trabajaba en plantas textiles.
Se organizaron. Las mujeres hicieron su primera huelga en solitario en 1825. La protagonizó la Unión de Mujeres Sastre de Nueva York Pedían sueldos más altos. En 1828 tuvo lugar la primera huelga en solitario de trabajadoras de la planta textil de Dover, Nueva Hampshire, cuando unos centenares de mujeres se manifestaron con pancartas y banderas. Las obligaron a volver a la planta, sin atender a sus peticiones, y sus líderes fueron despedidas e incluidas en la lista negra empresarial.
En Exeter, Nueva Hampshire, las trabajadoras se declararon en huelga porque el capataz retrasaba los relojes para explotarlas más tiempo. Su huelga tuvo el efecto positivo de arrancar la promesa de los empresarios de que los capataces pondrían bien sus relojes. El “sistema Lowell”, según el cual las jóvenes trabajaban en las fábricas y vivían en dormitorios supervisados por matronas, de entrada parecía benévolo, sociable, una feliz manera de escapar de la rutina y el servicio domésticos. Lowell, Massachusetts, fue el primer pueblo creado para la industria del textil; tomaba el nombre de la rica e influyente familia Lowell. Pero los dormitorios cada día se parecían más a prisiones, y las chicas estaban controladas por reglas y reglamentos. La cena (servida después de que las mujeres se hubieran levantado a las cuatro de la mañana y hubieran trabajado hasta las siete y media de la tarde) a menudo sólo consistía en pan y salsa de carne.
Las chicas de Lowell se organizaron. Fundaron sus propios periódicos. Protestaron contra las condiciones de las salas en donde tejían. Tenían poca luz y mala ventilación; igualmente, resultaban terriblemente calurosas en verano, y húmedas y frías en invierno. Organizaron la Asociación de Chicas de Fábrica y en 1836 1.500 obreras fueron a la huelga contra una subida de las tarifas del internado. Harriet Hanson era una chiquilla de once años que trabajaba en la fábrica. Luego recordaría:
..cuando a las chicas de mi sala les asaltaron las dudas, sin saber qué hacer, yo, que empezaba a pensar que, a pesar de todas sus charlas, no actuarían, me impacienté y, con ímpetu infantil, me lancé a decir: “A mí no me importa lo que hagáis, yo sí me planto, tanto si las demás me acompañáis como si no”, y salí de ahí con las demás detrás. Al mirar atrás y ver la larga cola que me seguía, sentí un orgullo que nunca más he vuelto a sentir…
Las huelguistas se manifestaron cantando por las calles de Lowell. Resistieron un mes, hasta que se les acabaron las reservas de dinero. Las echaron de los internados, y muchas volvieron al trabajo. Las líderes fueron despedidas, incluyendo a la madre viuda de Harriet Hanson, matrona del internado. La culparon de que su hija hubiera ido a la huelga.
La resistencia continuó. Mientras tanto, las chicas intentaban conservar vivos sus pensamientos de aire fresco, paisajes, y una vida menos ajetreada. Una de ellas recordaba lo siguiente “Durante los dulces días de junio me asomaba a la ventana todo lo que podía, e intentaba no oír el continuo estruendo del interior”.
En 1835, veinte plantas textiles fueron a la huelga para pedir la reducción de la jornada laboral de trece horas y media a once horas, para obtener sueldos en metálico en vez de vales de la compañía, y para poner fin a las multas por falta de puntualidad. Llevaron esquiroles, y algunas de las trabajadoras volvieron al trabajo, pero las huelguistas consiguieron una jornada de doce horas y de nueve horas los sábados. Durante ese año y el siguiente, hubo 140 huelgas en la parte oriental de los Estados Unidos.
La crisis que siguió al pánico de 1837 estimuló la formación, en 1845, de la Asociación Femenina por la Reforma Laboral en Lowell, que envió miles de peticiones al parlamento de Massachusetts pidiendo la jornada de diez horas. Pero un representante del parlamento dio el siguiente informe “El comité volvió plenamente convencido de que el orden, el decoro y la apariencia general de las cosas en la fábrica y su entorno no podían mejorarse con ninguna sugerencia suya… ni con ninguna ley del parlamento”. No se hizo nada para cambiar las condiciones de las fábricas. A finales de la década de 1840-50, las mujeres de las granjas de Nueva Inglaterra que trabajaban en las fábricas textiles empezaron a abandonarlas, ocupando su lugar las cada vez más numerosas inmigrantes llegadas de Irlanda.
En Paterson, Nueva Jersey, la primera de una serie de huelgas ocurridas en las fábricas textiles fue iniciada por niños. Cuando de repente la empresa cambió su hora de comida de doce a una, los niños abandonaron sus puestos, alentados por sus padres. Se unieron a ellos otros trabajadores de la ciudad: los ebanistas, los albañiles, los artesanos. Convirtieron la huelga en un conflicto de diez horas de duración. Sin embargo, al cabo de una semana, los niños volvieron al trabajo ante la amenaza de que la empresa iba a llamar a la milicia. Sus líderes fueron despedidos. Poco después, la empresa reprogramó la comida a las doce con el ánimo de evitar más problemas.
Fueron los zapateros de Lynn -un pueblo industrial de Massachusetts, al noreste de Boston- los que iniciaron la huelga más larga realizada en los Estados Unidos antes de la Guerra Civil. Lynn había sido una ciudad pionera en la incorporación del uso de las máquinas de coser en las fábricas que sustituían a los zapateros artesanos. Los obreros de las fábricas de Lynn, que empezaron a organizarse en la década 1830-40, fundaron más tarde un periódico militante llamado Awl. En 1844, cuatro años antes de la aparición del Manifiesto Comunista, salió en Awl el siguiente texto:
La división de la sociedad entre las clases productivas y las no-productivas, y la distribución desigual del valor entre las dos, nos lleva en seguida a otra distinción la de capital y mano de obra… la mano de obra ahora se convierte en comodidad: el capital y la mano de obra están enfrentados.
La crisis económica de 1857 paralizó la industria del zapato, y muchos trabajadores de Lynn perdieron sus empleos. La sustitución de los zapateros por máquinas había creado un gran descontento. Los precios habían subido y los sueldos se recortaban continuamente. En el otoño de 1859, los hombres ganaban 3 $ a la semana, y las mujeres 1, trabajando dieciséis horas al día. A principios de 1860, tres mil zapateros se juntaron en el Lyceum Hall de Lynn, y el día del cumpleaños de Washington iniciaron una huelga. En una semana se declararon huelgas en todas las ciudades zapateras de Nueva Inglaterra, yendo a la huelga las Asociaciones de Artesanos de veinticinco ciudades -unos veinte mil zapateros. Los periódicos bautizaron el fenómeno como “la Revolución del Norte”, “la Revolución entre los Trabajadores de Nueva Inglaterra”, o “Inicios del Conflicto entre el Capital y la Mano de Obra”.
Mil mujeres y cinco mil hombres se manifestaron por las calles de Lynn durante una tormenta de nieve, portando pancartas y banderas americanas. Se organizó una Procesión de Damas, y las mujeres desfilaron por las calles con nieve acumulada en las aceras. Llevaban pancartas que rezaban: “Las Mujeres Americanas no quieren ser Esclavas”. Diez días más tarde, se realizó una manifestación de diez mil trabajadores, con la presencia de delegaciones de Salem, Marblehead y otras poblaciones, compuestas de hombres y mujeres. Se manifestaron por Lynn en lo que sería la manifestación de trabajadores más grande ocurrida hasta entonces en Nueva Inglaterra.
Las autoridades enviaron a la policía de Boston y a la milicia para asegurar que los huelguistas no interferirían los cargamentos de zapatos que se enviaban para ser acabados fuera del Estado. Las manifestaciones continuaron, mientras que los tenderos y comerciantes de comestibles de la ciudad proveían de comida a los huelguistas. La huelga continuó con la moral alta durante el mes de marzo, pero en abril ya estaba perdiendo empuje. Para que volvieran a las fábricas, los propietarios ofrecieron a los huelguistas sueldos más altos, pero no reconocieron a los sindicatos, así que los trabajadores tuvieron que seguir enfrentándose al empresario de forma individual.
El espíritu de clase estaba enardecido, pero, según la opinión de Alan Dawley, que ha estudiado la huelga de Lynn (Class and Community), la política electoral socavó las energías de los resistentes, dejándoles a merced del sistema.
La conciencia de clase se vio vapuleada durante la Guerra Civil, tanto en el Norte como en el Sur, por el unitartsmo militar y político que exigía la situación de guerra. Esa unidad se veía estimulada con la retórica e impuesta por las armas. Se proclamaba que era una guerra por la libertad, pero los soldados atacaban a la gente trabajadora que se atrevía a hacer huelga, el ejército de los Estados Unidos exterminaba a los indios de Colorado, y se mandaba a la cárcel, sin juicio previo, a los que se atrevían a criticar la política de Lincoln. Había unos treinta mil prisioneros políticos.
No obstante, en ambos bandos hubo señales de disidencia respecto a ese unitarismo, hubo enfado de los pobres contra los ricos, y rebeliones contra las fuerzas políticas y económicas dominantes. En el Norte, la guerra disparó los precios de la comida y de los productos de primera necesidad. Los empresarios se beneficiaban en exceso, mientras que los sueldos se mantenían bajos. Durante la guerra hubo huelgas en todo el país. El titular de la revista Fincher’s Trade’s Review del 21 de noviembre de 1863 fue: “Revolución en Nueva York”. Era una exageración, pero la lista de iniciativas obreristas que contiene es un testimonio elocuente del resentimiento que ocultaban los pobres durante la guerra:
El levantamiento de las masas trabajadoras en Nueva York ha aterrorizado a los capitalistas de esa ciudad y su área vecina…
Los trabajadores del hierro todavía resisten contra los empresarios. Los cristaleros exigen una subida del 15% en sus sueldos…
La revolución social que actualmente se está adueñando de nuestra tierra deberá tener éxito, siempre que los trabajadores mantengan la solidaridad entre sí.
Hasta 800 cocheros están en huelga…
Los trabajadores de Boston no se han quedado a la zaga…
Además de la huelga en los Astilleros de la Marina en
Charleston…
Los aparejadores están en huelga.
En el momento de cerrar, se rumorea -según dice el Post de Boston, que los obreros están pensando en una huelga general en las empresas siderúrgicas del sur de Boston, y otras partes de la ciudad.
La guerra hizo que muchas mujeres entraran a trabajar en tiendas y fábricas. En la ciudad de Nueva York, las chicas cosían los paraguas desde las seis de la mañana hasta la medianoche, y ganaban 3 dólares a la semana. Hubo una huelga de trabajadoras de las fábricas de paraguas de Nueva York y Brooklyn. En Providence, Rhode Island, se organizó un Sindicato de Damas Productoras de Cigarros.
En el año 1864, había en total unos 200.000 obreros y obreras afiliados a los sindicatos que, en algunos gremios, formaban sindicatos nacionales. Se publicaban varios diarios obreristas. Para romper las huelgas se utilizaban tropas unionistas. Se enviaron tropas federales a Cold Springs, Nueva York, para que pusieran fin a una huelga en una fábrica de armas en la que los trabajadores querían un aumento de sueldo. El ejército obligó a volver al trabajo a los maquinistas y sastres que estaban en huelga en Saint Louis. El trabajador blanco del Norte no sentía entusiasmo por una guerra que aparentemente se luchaba en favor del esclavo negro, o en favor del capitalista. a favor de cualquiera menos de él mismo, que trabajaba en condiciones semi-esclavas. Creía que la guerra estaba beneficiando a la nueva clase de millonarios.
Los trabajadores irlandeses de Nueva York, inmigrantes recién llegados y pobres -gente que los americanos “viejos” menospreciaban- no simpatizaban con la población negra de la ciudad que competía con ellos por obtener empleos como estibadores, barberos, camareros o criados domésticos. A menudo se usaba a los negros -que eran expulsados de estos empleos como esquiroles en las huelgas. Luego vino la guerra, la llamada a filas, la posibilidad de morir. La Ley de Reclutamiento de 1863 establecía que los ricos podían evitar el servicio militar pagando 300 dólares o comprando un sustituto.
Cuando empezó el reclutamiento en el mes de julio de 1863, una muchedumbre destrozó la oficina principal de reclutamiento de Nueva York. Entonces, durante tres días, se manifestaron por la ciudad multitud de trabajadores blancos. Destrozaron edificios, fábricas, líneas de tranvía y hogares particulares. Los alborotos causados por el reclutamiento tenían una tipología compleja, tenían componentes de sentimiento anti-negro, anti-rico y anti-Republicano. Después del ataque a la oficina de reclutamiento, los alborotadores procedieron a atacar casas de ricos y a asesinar negros. Quemaron el orfelinato municipal para niños negros. Mataron a tiros, quemaron y ahorcaron a los negros que encontraban por la calle. A muchas personas las tiraron al río, donde se ahogaban.
Al cuarto día, las tropas unionistas volvieron de la batalla de
Gettysburg. Entraron en la ciudad y pusieron fin a los alborotos. Quizá habían muerto unas cuatrocientas personas, quizás mil. Nunca se han citado cifras, pero la cantidad de muertes producidas supera la de cualquier otro incidente de enfrentamiento civil en la historia de América.
En otras ciudades del Norte también hubo disturbios antireclutamiento, pero no fueron ni tan prolongados ni tan sangrientos. Newark, Troy, Toledo, Evansville. En Boston, unos trabajadores irlandeses que atacaron una armería, murieron tiroteados por los soldados.
En el Sur, bajo la aparente unidad de la Confederación blanca, también hubo conflictos. La mayoría de los blancos -las dos terceras partes- no tenía esclavos. La élite terrateniente estaba compuesta por unos cuantos millares de familias.
Millones de blancos sureños eran agricultores pobres. Vivían en cabañas o en dependencias rurales abandonadas. Justo antes de la Guerra Civil, los esclavos que trabajaban en una fábrica de algodón de Jackson (Mississippi), recibían veinte céntimos al día para pagar la comida, y los trabajadores blancos de la misma fábrica recibían treinta.
Tras los rebeldes gritos de guerra y tras el espíritu legendario del ejército confederado, había mucha reticencia a la lucha. La ley de reclutamiento de la Confederación también preveía que el rico pudiera evitar el servicio. ¿Empezaron los soldados confederados a sospechar que estaban luchando por los privilegios de una élite a la que nunca podrían pertenecer? En el mes de abril de 1863, hubo una revuelta del pan en Richmond. Ese verano se produjeron revueltas contra el reclutamiento en varias ciudades sureñas. En septiembre hubo una revuelta del pan en Mobile, Alabama. Georgia Lee Tatum, en su estudio Disloyalty in the Confederacy, dice lo siguiente “Antes del final de la guerra, hubo mucha desafección en cada estado, y muchos de los desleales crearon sus propias bandas, que en algunos estados llegaron a ser sociedades bien organizadas y activas”.
La Guerra Civil fue uno de los primeros exponentes mundiales de la guerra moderna: los mortíferos obuses de artillería, las armas automáticas tipo Gatling, las cargas con bayoneta. Era una combinación de las matanzas indiscriminadas que caracterizaban a la guerra mecanizada y los combates cara a cara. En una carga ante Petersburg, Virginia, un regimiento de 850 soldados de Maine perdió 632 hombres en media hora. Fue una terrible carnicería, con 623.000 muertos en los dos bandos y 471.000 heridos: más de un millón de muertos y heridos en un país de 30 millones de habitantes. A nadie puede extrañar que, según avanzaba la guerra, crecieran las deserciones entre las tropas sureñas. En el lado unionista, al final de la guerra habían desertado unos 200.000 hombres.
Y eso que en 1861 el ejército confederado había acogido a 600.000 voluntarios, y que muchos de los soldados unionistas también lo habían sido al principio de la guerra. La psicología del patriotismo, el reclamo de la aventura, la aureola de cruzada moral que creaban los políticos, tuvieron un efecto muy potente a la hora de debilitar el resentimiento de clase contra los ricos y los poderosos, y pudo reorientar gran parte del enfado contra “el enemigo”. En palabras de Edmund Wilson, en su libro Patriotic Gore (Sangre Patriótica), escrito antes de la II Guerra Mundial:
Hemos visto, en nuestras guerras más recientes, cómo de la noche a la mañana se puede convertir una opinión pública dividida y enfrentada en un bloque de una casi total unanimidad nacional, un flujo obediente de energía que llevará a los jóvenes a la destrucción y vencerá cualquier intento de cortarlo.
Arropados por el ruido ensordecedor de la guerra, el Congreso aprobaba y Lincoln ratificaba toda una serie de leyes para dar a los empresarios lo que querían -y que el Sur agrario había bloqueado antes de la secesión. La plataforma republicana de 1860 se posicionó claramente a favor de los empresarios. En 1861, el Congreso aprobó la Tarifa Morrill. Esta medida encarecía los comestibles, permitía una subida de precios a los productores americanos, y obligaba a los consumidores americanos a pagar más.
Al año siguiente, se aprobó la Ley de la Hacienda . Concedía 160 acres de tierras desocupadas y públicas en el oeste a cualquiera que los cultivase durante cinco años. Cualquier persona dispuesta a pagar 1,25 dólares por acre podía comprar una hacienda. Entre la gente humilde, pocas personas tenían los 200 $ necesarios para hacer esto, así que entraron los especuladores y compraron gran parte de los terrenos. El territorio dispuesto para estas haciendas constaba de 50 millones de acres. Pero durante la Guerra Civil, el Congreso y el Presidente donaron más de 100 millones de acres a varias empresas ferroviarias, sin cargo alguno. Además, el Congreso creó un banco nacional, estableciendo una sociedad entre el gobierno y los intereses banqueros y garantizando sus beneficios. Ante el aumento de las huelgas, los empresarios presionaron para obtener la ayuda del Congreso. La Ley de Contratación de Mano de Obra de 1864 posibilitaba que las empresas firmaran contratos con trabajadores extranjeros, siempre que los trabajadores acordasen entregar doce meses de sueldo para pagar el pasaje. Esto no sólo propició una mano de obra muy barata durante la Guerra Civil, sino que era una buena fuente de esquiroles.
En los treinta años que precedieron a la Guerra Civil, los tribunales interpretaban la ley de modo que favoreciera cada vez más el desarrollo capitalista del país. A los propietarios de las fábricas se les concedió el derecho legal de destruir la propiedad de otras personas con inundaciones beneficiosas para su negocio. Se utilizó la Ley del Dominio Privilegiado para arrebatar tierras a los agricultores y dárselas como subvención a las empresas de canales y ferrocarriles.
Era una época en la que la ley ni siquiera pretendía proteger a la gente trabajadora, como ocurriría en el siglo siguiente. Las leyes de higiene y seguridad o no existían, o no se aplicaban. Un día del invierno de 1860, se derrumbó la fábrica Pemberton en Lawrence (Massachusetts), con novecientos trabajadores en el interior, la mayoría mujeres. Murieron ochenta y nueve, y por muchos indicios que hubiera de que la estructura no era la adecuada para soportar la carga de la pesada maquinaria de su interior -cosa que el ingeniero constructor sabía- el jurado no encontró “ningún indicio de criminalidad”.
Morton Horwitz, autor del libro The Transformation of American Law, resume lo que pasaba en los tribunales al acabar la Guerra Civil:
A mediados del siglo diecinueve se había reorientado el sistema legal para beneficiar a los hombres del comercio y la industria, a expensas de los agricultores, los trabajadores, los consumidores, y otros grupos menos poderosos de la sociedad… promocionaba la redistribución legal de la riqueza en contra de los intereses de los grupos más endebles de la sociedad.
En los tiempos pre-modernos, la mala distribución de la riqueza se llevaba a cabo por la fuerza pura y dura. En los tiempos modernos, la explotación se disimula, gracias a las leyes, bajo una apariencia de neutralidad y justicia.
Cuando acabó la guerra, la urgencia de la unidad nacional se desvaneció, y la gente ordinaria pudo volver a sus vidas diarias, a sus problemas de supervivencia. Ahora los soldados licenciados estaban en las calles, buscando trabajo.
Las ciudades a las que volvieron los soldados eran nidos de tifus, tuberculosis, hambre y fuego. Cien mil personas vivían en los sótanos de los barrios bajos de Nueva York; 12.000 mujeres trabajaban en los prostíbulos para no morir de hambre; el medio metro de basura que se amontonaba en las calles estaba infestado de ratas. En Filadelfia, mientras los ricos obtenían el agua del río Schuylkill, los demás bebían del río Delaware, que recibía 13 millones de litros de aguas contaminadas al día. En el Gran Incendio de Chicago de 1871, las casas de alquiler se derrumbaron a tal velocidad que la gente decía que parecía un terremoto.
Después de la guerra, entre la gente trabajadora empezó un movimiento que reclamaba la jornada de ocho horas, favorecido por la formación de la primera federación de sindicatos nacionales, el Sindicato Nacional de los Trabajadores. En Nueva York, tras una huelga de 100.000 trabajadores durante tres meses, se consiguió la jornada de ocho horas. Para celebrar esa victoria, en el mes de junio de 1872, 150.000 trabajadores se manifestaron por la ciudad. Las mujeres, que la guerra había incorporado a la industria, organizaron sus sindicatos: las cigarreras, las sastras, las cosedoras de paraguas, las sombrereras, las impresoras, las lavanderas, las zapateras. Formaron las Hijas de San Crispín, y consiguieron que el Sindicato de Fabricantes de Cigarros y el Sindicato Nacional de Tipografía admitieran a las mujeres por primera vez.
Los peligros del trabajo en las fábricas intensificaron los esfuerzos por organizarse. A menudo se trabajaban veinticuatro horas al día. En una fábrica de Providence (Rhode Island), se declaró un incendio durante una noche de 1866. Cundió el pánico entre los seiscientos trabajadores, la mayoría mujeres, y muchos encontraron la muerte saltando desde las ventanas de los pisos superiores.
En Fall River (Massachusetts), las tejedoras formaron un sindicato independiente del de los hombres. Se negaron a aceptar un recorte salarial del 10% que los hombres sí habían aceptado. Hicieron huelga en tres plantas, se ganaron el apoyo de los hombres, y paralizaron 3.500 telares y 156.000 husos. 3.200 trabajadores se sumaron a la huelga. Pero sus hijos necesitaban comer, tuvieron que volver al trabajo con la firma de un “juramento de hierro” (luego llamado “contrato de perro amarillo”) en el que juraban no afiliarse a un sindicato.
En esa época, los trabajadores negros se encontraron con las reticencias del Sindicato Nacional de Trabajadores para asumirles en su organización. Así que formaron sus propios sindicatos y llevaron a cabo sus propias huelgas, como la de los trabajadores del dique en Mobile, Alabama, en 1867, la de los estibadores negros en Charleston, o la de los trabajadores portuarios en Savannah. Esto probablemente actuó como estímulo para el Sindicato Nacional de Trabajadores, que en su convención de 1869 tomó la determinación de organizar a las mujeres y a los negros Declararon reconocer que “ni el color ni el sexo son temas de los derechos de los trabajadores”. Un periodista escribió lo siguiente sobre las extraordinarias señales de unidad racial que hubo en esta convención:
Cuando un nativo de Mississippi y antiguo oficial confederado, al dirigirse a la convención, se refiere a un delegado de color que le ha precedido como “el caballero de Georgia”… cuando un ardiente militante Demócrata (de Nueva York, por más señas) declara en un marcado acento irlandés que no pide privilegios para sí mismo como artesano o ciudadano que no esté dispuesto a conceder a todo hombre, blanco o negro… uno puede afirmar con rotundidad que el tiempo provoca los cambios más curiosos.
Sin embargo, la mayoría de sindicatos seguían rechazando la afiliación a los negros, o les exigía que creasen sus propios locales. El Sindicato Nacional de los Trabajadores empezó a invertir cada vez más energías en temas de tipo político, especialmente en la reforma de la moneda, pidiendo la expedición de billetes -los Greenbacks . Pero al dejar de ser un sindicato organizador de luchas obreras, y convertirse en un grupo que ejercía presión sobre el Congreso, con intereses en los temas expuestos a votación, perdió vitalidad.
Por primera vez se estaban introduciendo leyes reformistas, y había grandes esperanzas. En 1869, el parlamento de Pennsylvania aprobó una ley de seguridad minera. Contemplaba la “regulación y ventilación de las minas, y la protección de las vidas de los mineros”. Esto calmó las iras, pero fue insuficiente.
En 1873, una nueva crisis económica asoló la nación. La crisis era parte integrante de un sistema caótico de por sí, en el que los ricos eran los únicos que gozaban de seguridad. Era un sistema de crisis periódicas -1837, 1857, 1873 (y luego 1893, 1907, 1919, 1929)- que liquidó las pequeñas empresas y trajo frío, hambre y muerte a los trabajadores, mientras que las fortunas de los Astor, los Vanderbilt, los Rockefeller, y los Morgan seguían creciendo, hubiera paz o guerra, crisis o recuperación. Durante la crisis de 1873, Carnegie se ocupó de hacerse con el mercado siderúrgico, y Rockefeller borró del mapa a sus competidores petrolíferos.
“Depresión laboral en Brooklyn” rezaba el titular del Herald de Nueva York en noviembre de 1873. Incluía una lista de las empresas que cerraban y los despidos una fábrica de faldas de ante, una fábrica de marcos, una cristalería, una acería. Respecto a los gremios de trabajo femenino hablaba de las sombrereras, las costureras, y las zapateras.
La depresión continuó a lo largo de la década de 1870-80. Durante los tres primeros meses de 1874, noventa mil trabajadores -casi la mitad de ellos mujeres- tuvieron que dormir en las comisarías de policía de Nueva York. En todo el país, la gente era desalojada de sus casas. Muchos vagaban por las ciudades en busca de comida. Trabajadores desesperados intentaban ir a Europa o a América del Sur. En 1878, el barco SS Metropolis, lleno a rebosar de trabajadores, zarpó de los Estados Unidos rumbo a América del Sur. Se hundió sin que hubiera supervivientes.
Se realizaron grandes mítines y manifestaciones de parados en todo el país. Se establecieron comités de parados. A finales de 1873 hubo una concentración en el Instituto Cooper de Nueva York que congregó grandes multitudes que inundaron las calles. La concentración pedía que, antes de formalizar los proyectos de ley, éstos fueran aprobados con el sufragio público, que ningún individuo pudiera acumular más de 30.000 dólares, y también, una jornada laboral de ocho horas.
En Chicago veinte mil parados se manifestaron por las calles hasta el ayuntamiento pidiendo “pan para los necesitados, ropa para los desnudos, y casa para las personas sin hogar”. Este tipo de acciones desembocaron en ayudas para unas diez mil familias. En enero del año 1874 hubo una gran manifestación de trabajadores en Nueva York. La policía impidió que se acercaran al ayuntamiento, y se desviaron hacia la plaza Tompkins, donde la policía avisó a los congregados de que allí no se podía realizar un mítin. No se disolvieron, y la policía cargó. Un periódico dio el siguiente informe:
Las porras de la policía repartieron mucha leña. Salieron corriendo mujeres y niños en todas las direcciones. Muchos fueron pisoteados en la estampada que hubo por llegar a las puertas. En la calle, la policía acorraló y apaleó sin piedad a los curiosos.
Era una época en la que los empresarios utilizaban a los recién inmigrados -que necesitaban trabajar desesperadamente y usaban un lenguaje y una cultura diferentes a los de los huelguistas- para romper las huelgas. En 1874 se importaron italianos en las minas de carbón bituminoso de Pittsburgh para sustituir a los mineros en huelga. Este hecho desembocó en la muerte de tres italianos y en unos juicios en los que los miembros del jurado de la comunidad exoneraron a los huelguistas, provocando así el enfrentamiento entre los italianos y los trabajadores organizados.
El año del centenario de 1876, que marcaba los cien años de la Declaración de Independencia, estuvo cargado de nuevas declaraciones. Los blancos y los negros expresaron, por separado, su desilusión. Una “Declaración Negra de Independencia” denunció al partido Republicano, que antes había merecido su confianza para obtener la plena libertad, y propuso entre los votantes de color la acción política independiente. El partido de los Trabajadores, en una celebración del 4 de julio organizada por los socialistas alemanes en Chicago, decía en su Declaración de Independencia:
El sistema actual ha permitido que los capitalistas hagan leyes en su propio interés, leyes que lesionan y oprimen a los trabajadores.
Ha convertido la palabra “Democracia”, por la cual nuestros antepasados lucharon y murieron, en una caricatura, al dar a los propietarios una cantidad desproporcionada de representación y control en el Parlamento.
Ha permitido que los capitalistas… se aseguren la ayuda gubernamental, incentivos en forma de subvenciones en el interior y préstamos de dinero para los intereses de las corporaciones ferroviarias, quienes, con el monopolio de los medios de transporte, pueden engañar tanto al productor como al consumidor.
Ha presentado al mundo el absurdo espectáculo de una terrible guerra civil por la abolición de la esclavitud negra al tiempo que la mayoría de la población blanca -la que ha creado la riqueza de la nación- se ve obligada a sufrir una esclavitud mucho más hiriente y humillante.
Por lo tanto, los representantes de los trabajadores de Chicago, reunidos en una concentración multitudinaria, solemnemente hacemos público y declaramos.
Que nos desvinculamos de toda lealtad hacia los partidos políticos existentes de este país, y que, como trabajadores libres e independientes, procuraremos adquirir plenos poderes para establecer nuestras propias leyes, organizar nuestra propia producción, y gobernarnos nosotros mismos.
En 1877 el país estaba en lo más profundo de la depresión. Ese verano, en las calurosas ciudades donde las familias pobres vivían en sótanos y bebían aguas contaminadas, los niños enfermaron en gran número. El New York Times dijo- “…ya se empieza a oir el gemido de los niños moribundos… Pronto, si nos hemos de guiar por experiencias pasadas, habrá miles de muertes infantiles cada semana en la ciudad”. Esa primera semana de julio, en Baltimore ciudad donde las aguas fecales discurrían por las calles- murieron 139 bebés.
Ese año, hubo una serte de dramáticas huelgas de los trabajadores ferroviarios en una docena de ciudades que sacudieron a la nación como no lo había hecho ningún conflicto laboral en la historia.
Empezó con recortes salariales en las diferentes compañías ferroviarias, lo que creó tensas situaciones, pues los sueldos ya eran bajos (1,75 $ al día para los guardafrenos que trabajaban doce horas). Había maniobras sucias y un excesivo mercantilismo por parte de las compañías ferroviarias, abundaban las muertes y las bajas entre los trabajadores, con pérdida de manos, pies, dedos, el aplastamiento de hombres entre vagones etc.
En la estación de Baltimore & Ohio en Martinsburg, Virginia Occidental, los trabajadores tomaron la determinación de luchar contra el recorte salarial y fueron a la huelga, desconectaron las máquinas y las metieron en el depósito. Anunciaron que no saldrían más trenes de Martinsburg si no se suspendía el recorte del 10%.
En poco tiempo, se agolpaban en la estación de Martinsburg seiscientos trenes de mercancías. El gobernador de Virginia Occidental solicitó al recién elegido presidente Rutherford Hayes el envío de tropas federales. Pero gran parte del ejército estadounidense estaba ocupado en las batallas contra los indios en el oeste y el Congreso todavía no tenía dispuesta una partida de dinero para el ejército Así que J.P. Morgan, August Belmont y otros banqueros ofrecieron un préstamo de dinero para pagar a los oficiales (no a la tropa). Las tropas federales llegaron a Martinsburg, y los trenes de mercancías empezaron a rodar.
En Baltimore, una multitud de millares de simpatizantes de los huelguistas ferroviarios rodearon el polvorín de la Guardia Nacional. Tiraron piedras, y los soldados salieron disparando. Las calles se convirtieron en el escenario de una cruenta batalla sin cuartel. Al caer la noche, había diez muertos, entre hombres y chicos, más heridos graves, y un soldado herido. La mitad de los 120 soldados desertaron y el resto fue al depósito ferroviario, donde una multitud de doscientos manifestantes rompió la máquina de un tren de pasajeros, arrancó las vías, y se enfrentó de nuevo a la milicia en una batalla campal.
Entonces rodearon el depósito quince mil personas, y pronto empezaron a arder tres vagones de pasajeros, un anden de la estación y una locomotora. El gobernador pidió tropas federales, y Hayes accedió. Llegaron quinientas tropas y Baltimore se calmó de nuevo.
La rebelión de los ferroviarios empezó a extenderse. Joseph Dacus, entonces director del Republican de Saint Louis, escribió lo siguiente:
Las huelgas ocurrían casi cada hora. El gran Estado de Pennsylvania estaba todo alborotado, Nueva jersey estaba preso de un miedo paralizante, Nueva York estaba reuniendo un ejército de milicianos, Ohio se veía sacudido desde el Lago Erie hasta el río Ohio, Indiana permanecía en un estado de terrible suspense, Illinois, y especialmente su gran metrópolis, Chicago, parecía colgar en el borde de un precipicio de confusión y alboroto. Saint Louis ya había sentido el efecto de las primeras sacudidas de la revuelta.
La huelga se extendió a Pittsburgh y a los ferrocarriles de Pennsylvania. Los directivos ferroviarios y las autoridades locales decidieron que la milicia de Pittsburgh no debía matar a sus conciudadanos, y exigieron que se llamara a las tropas de Filadelfia. Para entonces ya había parados en Pittsburgh dos mil vagones. Las tropas de Filadelfia llegaron y empezaron a despejar la vía. Volaron las piedras. Hubo intercambio de fuego entre la multitud y las tropas. Murieron al menos diez personas, todos obreros, la mayoría de ellos no ferroviarios.
Entonces se levantó enfurecida toda la ciudad. Una multitud rodeó a las tropas, que se metieron en un depósito de locomotoras. Se incendiaron los coches de la compañía ferroviaria, edificios y, finalmente, el mismo depósito de locomotoras. Las tropas salieron para ponerse a salvo, hubo mas tiros, se incendió el Depósito de la Unión, y miles de personas saquearon los vagones de mercancías. Quemaron un enorme granero y una pequeña porción de la ciudad. En pocos días, habían muerto veinticuatro personas (entre ellos, cuatro soldados). Se habían quemado completamente setenta y nueve edificios. En Pittsburgh, se estaba preparando algo parecido a una huelga general, con la participación de los trabajadores de las plantas siderúrgicas y de las fábricas de vagones, los mineros, los jornaleros y los empleados de los altos hornos de Carnegie. El cuerpo entero de la Guardia Nacional de Pennsylvania -nueve mil hombres- se había movilizado. Pero muchas de las empresas habían quedado paralizadas porque los huelguistas de otras ciudades retenían el tráfico. En Lebanon (Pennsylvania), una compañía de la Guardia Nacional se amotinó y desfiló por una ciudad alborotada. En Altoona, las tropas fueron rodeadas por los alborotadores e inmovilizadas mediante el sabotaje de las máquinas. Se rindieron, entregaron las armas y confraternizaron con la multitud. Luego se les permitió volver a casa al son de los cánticos de un cuarteto integrado en una compañía miliciana compuesta enteramente por negros.
En Reading, Pennsylvania, la compañía ferroviaria llevaba dos meses de retraso en el pago de los sueldos, y se manifestaron dos mil personas. Unos hombres que habían ennegrecido sus caras con polvo de carbón procedieron a arrancar las vías de forma sistemática, inutilizando las agujas, haciendo descarrilar los vagones e incendiando los furgones y un puente ferroviario.
Llegó una compañía de la Guardia Nacional. La multitud les tiró piedras y disparó armas de fuego. Las tropas dispararon sobre la multitud, matando a seis hombres. La multitud se enfureció aún más, haciéndose cada vez más amenazadora su actitud. Un contingente de tropas anunció que no dispararía, y un soldado afirmó que preferiría disparar sobre el presidente de la compañía de Carbones y Hierros de Filadelfia & Reading.
Mientras tanto, los líderes de las grandes hermandades de ferroviarios, de la Orden de los Conductores de Trenes, de la Hermandad de Maquinistas y de la Hermandad de Ingenieros, desconvocaron la huelga. En la prensa se hablaba de “ideas comunistoides “… ampliamente apoyadas… por los trabajadores empleados en las minas, las fábricas y los ferrocarriles”
En Chicago había un partido de los Trabajadores, con varios miles de afiliados. Estaba vinculado a la Primera Internacional en Europa. La mayoría de sus miembros eran inmigrantes de Alemania y Bohemia. En medio de las huelgas de ferroviarios, durante el verano de 1877, el partido convocó una concentración y se juntaron seis mil personas para pedir la nacionalización de los ferrocarriles. Albert
Parsons pronunció un discurso apasionado. Parsons era natural de Alabama, había luchado con la Confederación en la Guerra Civil y estaba casado con una mujer de piel morena de sangre española e india, trabajaba de cajista en un periódico, y era uno de los mejores oradores de habla inglesa en las filas del partido de los Trabajadores.
Al día siguiente, una multitud de jóvenes -sin ninguna vinculación especial con la concentración de la víspera- se desplazó por los depósitos ferroviarios, obstaculizando los trenes de mercancías. Se acercó a las fábricas, llamando a la huelga a los trabajadores de las plantas siderúrgicas, a los trabajadores de los almacenes y a los miembros de las tripulaciones de los barcos que operaban en el Lago Michigan. Cerraron las fábricas de ladrillos y los aserraderos. Ese mismo día, Albert Parsons fue despedido de su trabajo en el Times de Chicago, y su nombre fue inscrito en la lista negra empresarial.
La policía atacó a la multitud y la prensa informó así: “De entrada, el sonido que hacían las porras al caer sobre las cabezas resultaba terrible, hasta que uno se acostumbraba. Parecía que caía un manifestante a cada garrotazo, porque el suelo estaba lleno de cuerpos”. A los guardias nacionales y a los veteranos de la Guerra Civil se les unieron dos compañías de infantería de los Estados Unidos. La policía disparó sobre la masa que se les echaba encima, y hubo tres muertos.
Al día siguiente, cinco mil personas armadas lucharon contra la policía, que disparó repetidas veces. Cuando todo hubo acabado, se contaron los muertos: había, como ya era habitual, trabajadores y chavales, dieciocho en total, con sus cabezas reventadas a porrazos y sus órganos vitales atravesados por los tiros.
La única ciudad en la que el partido de los Trabajadores estuvo claramente al frente de la rebelión fue Saint Louis, una ciudad de fábricas harineras, fundiciones, casas de embalaje, tiendas de maquinaria, plantas cerveceras y ferrocarriles. Aquí, como en otras partes, hubo recortes salariales en los ferrocarriles. En Saint Louis había unos mil militantes del partido de los Trabajadores, muchos de ellos panaderos, toneleros, ebanistas, fabricantes de cigarros y cerveceros. El partido estaba organizado en cuatro secciones, por nacionalidades: alemanes, ingleses, franceses y bohemios. Las cuatro secciones cruzaron el Mississippi en el transbordador para participar en un mítin multitudinario de ferroviarios en la parte oriental de Saint Louis. Los ferroviarios de la parte oriental de Saint
Louis se declararon en huelga. El alcalde de Saint Louis oriental era inmigrante europeo, y de joven había sido un revolucionario. Los votos de los ferroviarios eran mayoritarios en la ciudad.
En el mismo Saint Louis, el partido de los Trabajadores convocó una concentración a la cual acudieron cinco mil personas. Pidieron la nacionalización de los ferrocarriles, de las minas y de toda la industria.
En uno de estos mítines habló un negro en favor de los que trabajaban en los vapores y en los diques. Preguntó. “¿Os solidarizaréis con nosotros sin tener en cuenta el color de nuestra piel?” La multitud respondió con el grato. “¡Sí!”.
Al poco rato circulaban panfletos que llamaban a la huelga general en toda la ciudad. Hubo una manifestación por el río de cuatrocientos hombres de color, trabajadores de los vapores y del puerto, y seiscientos obreros de las fábricas portaron una pancarta que rezaba. “¡Monopolios no! ¡Derechos de los obreros sí!”. Una gran manifestación cruzó la ciudad y acabó con una concentración de diez mil personas que escucharon las palabras de los líderes comunistas.
En Nueva York, miles de personas se reunieron en la plaza Tompkins. El tono del mítin era moderado, y se hablaba de “una revolución política a través de las urnas”. “Si os unís, puede que en cinco años tengamos una república socialista…”. Fue un mítin pacífico. Al acabar, las últimas palabras pronunciadas desde la presidencia fueron: A nosotros los pobres nos faltan muchas cosas, pero sí tenemos el derecho a la libertad de expresión, y nadie nos lo puede arrebatar”. Acto seguido, la policía atacó con sus porras. En Saint Louis, como en otros lugares, la dinámica popular, los mítines y el entusiasmo no pudieron sostenerse mucho tiempo. A medida que iban disminuyendo, se instalaban la policía, la milicia o las tropas federales y arrestaban a los líderes huelguistas para despedirlos de sus trabajos en el ferrocarril.
Al acabar las grandes huelgas ferroviarias de 1877, habían dejado un balance de cien muertos, mil encarcelados y 100.000 huelguistas. Además, las huelgas habían provocado el activismo de incontables parados en las ciudades. En el momento más álgido de las huelgas, estaban paralizadas más de la mitad de las mercancías acumuladas en las 75.000 millas del ferrocarril nacional.
Las compañías ferroviarias hicieron algunas concesiones y retiraron algunos recortes salariales, pero también reforzaron a su cuerpo de “policía del carbón y del acero”. En algunas grandes ciudades se construyeron polvorines para la Guardia Nacional, con aspilleras para disparar las armas.
En 1877, el mismo año en que los negros vieron que no tenían la suficiente fuerza como para hacer cumplir la promesa de igualdad que se les había hecho en la Guerra Civil, los trabajadores vieron que no estaban lo suficientemente unidos, que no eran lo suficientemente fuertes como para vencer a la coalición entre capital privado y poder gubernamental. Pero todavía tenían que ocurrir más cosas. 
Capítulo 11
LOS BARONES LADRONES Y LOS REBELDES
El año 1877 marcó la pauta para el resto del siglo, pondrían a los negros en su sitio, no se tolerarían las huelgas de trabajadores blancos, las élites industriales y políticas del Norte y del Sur se harían con el control del país y organizarían el mayor ritmo de crecimiento económico de la historia de la humanidad. Y lo harían con la ayuda -y a expensas- de los trabajadores negros, blancos y chinos, de los inmigrantes europeos, y del trabajo de las mujeres. Les recompensarían de forma diferente según su raza, sexo, nacionalidad y clase social, de tal forma que crearían diferentes niveles de opresión -un hábil escalonamiento para estabilizar la pirámide de la riqueza.
En la época comprendida entre la Guerra Civil y 1900, el vapor y la electricidad sustituyeron al trabajo del hombre; el hierro sustituyó a la madera y el acero sustituyó al hierro (antes de la invención del proceso Bessemer, fabricaban acero a partir del hierro a un ritmo de producción de 3 a 5 toneladas diarias. Con dicho proceso, se podía obtener la misma cantidad de acero en 15 minutos). En esta época, las máquinas podían accionar herramientas de acero y el aceite podía lubricar las máquinas e iluminar los hogares, las calles y las fábricas. Las personas y las mercancías podían desplazarse en ferrocarriles propulsados a vapor por railes de acero. En 1900, había ya 193.000 millas de vía férrea. El teléfono, la máquina de escribir y la calculadora aceleraron el ritmo de los negocios.
Las máquinas transformaron la agricultura. Antes de la Guerra Civil de 1861, producir un acre de trigo costaba 61 horas de trabajo. En 1900, tan sólo costaba 3 horas y 19 minutos. El hielo industrial hacía posible el transporte de alimentos en distancias largas. Había nacido la industria de la carne envasada.
En las fábricas textiles, el vapor accionaba los husos y las máquinas de coser. El vapor procedía del carbón y ahora las taladradoras neumáticas que buscaban el carbón perforaban la tierra a mayor profundidad. En 1860 se extrajeron 14 millones de toneladas de carbón, y en 1884 ya se extraían 100 millones de toneladas. A más carbón, más acero, porque los hornos de carbón convertían el hierro en acero. En 1880, la producción de acero ascendía a 1 millón de toneladas. En 1910 ya se había pasado a 25 millones de toneladas. Para entonces, la electricidad comenzaba a reemplazar al vapor.
Los cables eléctricos requerían cobre, y si en 1880 se produjeron 30.000 toneladas, en 1910 ya se producían 500.000.
Para lograr todo esto se requerían ingeniosos inventores de nuevos procesos y nuevas máquinas, gerentes y administradores preparados para las nuevas corporaciones, un país rico en tierra y minerales y una enorme cantidad de seres humanos para realizar el trabajo, que era agotador, poco higiénico y peligroso. Llegaron inmigrantes de Europa y de China, que sirvieron como nueva mano de obra, mientras los granjeros, que no podían comprar la nueva maquinaria ni pagar la tarifa de los nuevos ferrocarriles, se trasladaban a las ciudades. Entre 1860 y 1914, Nueva York creció de 850.000 a 4 millones de habitantes; Chicago de 110.000 a 2 millones y Filadelfia de 650.000 a 1 millón y medio de habitantes. En algunos casos, el propio inventor pasaba a organizar negocios. Sería el caso de Thomas Edison, inventor de aparatos eléctricos. En otros casos, el hombre de negocios combinaba los inventos de otras personas. Es el caso de Gustavus Swift, un carnicero de Chicago que se sirvió del vagón de ferrocarril refrigerado y del almacén refrigerado para crear, en 1885, la primera compañía nacional de empaquetado de carne. James Duke utilizó una nueva máquina para liar cigarrillos -que podía enrollar, pegar y cortar cilindros de tabacopara producir 100.000 cigarrillos diarios. En 1890, fusionó los cuatro mayores productores de cigarrillos y fundó la Compañía de Tabaco Americana.
Aunque algunos multimillonarios empezaron de cero, en la inmensa mayoría de los casos no era así. Un estudio sobre los orígenes de 303 ejecutivos de las industrias textil, ferroviaria y siderúrgica -en la década de 1870- mostraba que el 90% procedía de familias de clase media o alta. Historias como las descritas en el libro “De los harapos a la riqueza”, de Horatio Alger, eran ciertas en algunos casos, pero por lo general eran un mito -un mito útil para ejercer el control.
La mayoría de las fortunas se amasaban legalmente, con la colaboración del gobierno y de los tribunales. A veces había que pagar por dicha colaboración. Thomas Edison prometió a varios políticos de Nueva Jersey 1.000 dólares para cada uno a cambio de una legislación favorable. Daniel Drew y Jay Gould gastaron un millón de dólares en sobornar a la legislatura de Nueva York para que legalizase su emisión de “acciones infladas” (que no representan su valor real) de la Compañía de Ferrocarril Erie.
La primera línea de ferrocarril transcontinental -resultado de la unión de las líneas de ferrocarril de la Union Pacific y la Central Pacific- se construyó a costa de sangre, sudor, politiqueo y estafas. La Central Pacific partió de la costa oeste hacia el este; gastó en Washington 200.000 dólares en sobornos para conseguir 9 millones de acres de terreno sin construir y 24 millones de dólares en bonos, y pagó 79 millones de dólares -36 millones más de la cuenta- a una compañía constructora que de hecho era suya. La construcción se hizo con tres mil irlandeses y diez mil chinos, que durante cuatro años trabajaron por uno o dos dólares diarios.
La Union Pacific partió de Nebraska en dirección al oeste. Le habían asignado 12 millones de acres de terreno sin edificar y 27 millones de dólares en bonos del gobierno. Fundó la compañía Credit Mobilier, a quien entregó 94 millones de dólares para su construcción, cuando el coste real era de 44 millones. Para evitar una investigación, vendieron acciones a bajo precio a unos congresistas, a propuesta del congresista de Massachusetts, Oakes Ames, fabricante de excavadoras y director de Credit Mobilier, que dijo “No hay ninguna dificultad en hacer que unos hombres cuiden de su propia propiedad”. La Union Pacific empleó 20.000 trabajadores -veteranos de guerra e inmigrantes irlandeses, que instalaban 5 millas de vía férrea al día y morían a centenares por el calor, el frío y las batallas contra los indios, que se oponían a la invasión de su territorio.
Ambas compañías de ferrocarril utilizaban rutas más largas y zigzageantes para obtener subsidios de las ciudades por las que pasaban. En 1869, entre música y discursos, las dos serpenteantes líneas se encontraron en Utah.
El tremendo fraude de los ferrocarriles llevó a un mayor control de las finanzas ferroviarias por parte de los banqueros, que querían una mayor estabilidad. Para la década de 1890, la mayor parte del recorrido ferroviario del país se concentraba en seis enormes sistemas. De estos seis, cuatro eran controlados, total o parcialmente, por los banqueros Kuhn, Loeb y compañía.
Esta interesante historia de perspicacia financiera tuvo su coste en vidas humanas. En el año 1889, los archivos de la Interstate Commerce Commission (Comisión de Comercio Interestatal) mostraban que habían resultado muertos o heridos 22.000 trabajadores del ferrocarril.
J.P. Morgan había comenzado su carrera profesional antes de la guerra. Era hijo de un banquero que comenzó vendiendo acciones del ferrocarril a cambio de buenas comisiones. Durante la Guerra Civil, compró a un arsenal del ejército cinco mil rifles por 3,50 dólares cada uno y los vendió a un general en el campo de batalla a 22 dólares cada uno. Los rifles estaban defectuosos y arrancaban de cuajo los pulgares de los soldados que los disparaban. Un comité del Congreso anotó ésto con letra pequeña y en un oscuro informe, pero un juez federal apoyó el trato, considerándolo como el cumplimiento de un contrato legal válido.
Morgan se había librado del servicio militar durante la Guerra Civil, pagando 300 dólares a un sustituto. Lo mismo hicieron John D. Rockefeller, Andrew Carnegie, Philip Armour, Jay Gould y James Mellon. El padre de Mellon le escribió a su hijo diciendo “Un hombre puede ser un patriota sin arriesgar su propia vida o sin sacrificar su salud. Hay montones de vidas menos valiosas”.
Mientras amasaba su fortuna, Morgan aportó racionalidad y gestión a la economía nacional. Mantuvo estable al Sistema. “No queremos convulsiones financieras -dijo- y tener un día una cosa y otro día otra cosa”. Vinculó a unos ferrocarriles con otros, a todos ellos con los bancos y a los bancos con las compañías de seguros. En 1900, ya controlaba 100.000 millas de ferrocarril (de las 200.000 que tenía el país)
John D Rockefeller empezó como contable en Cleveland, se hizo comerciante y acumuló dinero. Estaba convencido de que, en la nueva industria petrolífera, quien controlaba las refinerías de petróleo dominaba la industria. Compró su primera refinería de petróleo en 1862 y, para el año 1870, fundó la compañía Standard Oil de Ohio y pactó acuerdos secretos con algunos ferrocarriles para que transportaran su petróleo si le hacían descuentos. De esta forma, eliminó a sus competidores.
El dueño de una refinería independiente dijo. “Si no liquidábamos nuestra mercancía, nos aplastaban. Sólo había un comprador en el mercado y teníamos que vender según sus condiciones”.
Andrew Carnegie era, a los 17 años, un empleado de telégrafos. Después pasó a ser secretario del director de la Compañía de Ferrocarril de Pennsylvania y más tarde, fue agente de la bolsa en Wall Street, donde vendía acciones del ferrocarril a cambio de enormes comisiones. Pronto se convirtió en millonario. En 1872 fue a Londres, vio el método Bessemer para la producción de acero y volvió a Estados Unidos para construir una acería de un millón de dólares. Mediante un enorme arancel convenientemente establecido por el Congreso, mantuvieron a raya a la competencia extranjera. En 1900, Carnegie ganaba ya 40 millones de dólares anuales. Ese mismo año, estando en un banquete, acordó vender su acería a J.P. Morgan. Carnegie garabateó el precio en un papel: 492 millones de dólares.
Más tarde, Morgan formó la U.S. Steel Corporation (Corporación de Acero Norteamericana), fusionando la corporación de Carnegie con otras corporaciones. Por llevar a cabo la consolidación cobró unos honorarios de 150 millones. ¿Cómo podían pagar dividendos a todos aquellos accionistas y obligacionistas? Asegurándose de que el Congreso aprobaba aranceles que mantuvieran fuera de juego al acero extranjero, liquidando la competencia, manteniendo el precio de la tonelada a 28 dólares y haciendo trabajar 12 horas diarias a 200.000 hombres por salarios que apenas podían mantener con vida a sus familias.
Y así ocurrió, en una industria tras otra, que astutos y eficientes hombres de negocios construían imperios asfixiando a la competencia, manteniendo los precios altos, los salarios bajos y utilizando subsidios del gobierno. Estas industrias fueron las primeras beneficiarias del llamado “Estado del Bienestar”. A finales de siglo, la empresa Americana de Teléfonos y Telégrafos tenía el monopolio del sistema telefónico nacional; International Harvester fabricaba el 85% de toda la maquinaria agrícola y en todas las demás industrias, se concentraron y dominaron los recursos. Los bancos tenían intereses en tantos de estos monopolios que crearon una red de conexiones entre los poderosos directores de las corporaciones, cada uno de los cuales pertenecía a la junta directiva de muchas otras corporaciones. Según un informe del Senado de comienzos del siglo XX, Morgan -en la cúspide de su carrera profesional- pertenecía a las juntas directivas de 48 corporaciones y Rockefeller, a 37.
Mientras tanto, el gobierno de Estados Unidos se estaba comportando casi igual a como describió Karl Marx que se comportaba un estado capitalista: simulando neutralidad para mantener el orden, pero sirviendo a los intereses de los ricos. No es que los ricos estuviesen de acuerdo entre ellos, tenían disputas sobre las distintas políticas a seguir. Pero el propósito del Estado era apaciguar las disputas de la clase alta, controlar la rebelión de la clase baja y adoptar políticas que favorecieran una amplia estabilidad del Sistema. El acuerdo entre demócratas y republicanos para elegir a Rutherford Hayes en 1877 marcó la pauta. Ganasen los demócratas o los republicanos, la política nacional ya no volvería a sufrir cambios significativos.
Cuando el demócrata Grover Cleveland se presentó para presidente en 1884, la impresión general del país era que se oponía al poder de los monopolios y de las corporaciones, y que el partido Republicano -cuyo candidato era James Blaine- estaba de parte de los ricos. Pero cuando Cleveland derrotó a Blaine, Jay Gould le telegrafió “Pienso que los grandes intereses financieros del país estarán enteramente a salvo en sus manos”. Y no se equivocaba. El propio Cleveland aseguró a los industriales que no debían asustarse por el hecho de que hubiese salido elegido: “Mientras yo sea presidente, la política administrativa no dañará ningún interés financiero. La transferencia del control ejecutivo de un partido a otro no implica ninguna perturbación sería de las condiciones existentes”.
Las mismas elecciones presidenciales habían evitado tocar cuestiones relevantes. Tomaron la forma habitual de las campañas electorales, ocultando la esencial similitud de los partidos y centrándose en personalidades, chismorreos y trivialidades. Un perspicaz comentarista literario de la época, Henry Adams, escribió a un amigo sobre las elecciones:
Aquí estamos sumergidos en una política divertidísima. Están en juego cuestiones muy importantes, pero lo gracioso es que nadie habla sobre esos temas relevantes. De común acuerdo, se dejan de lado. En vez de tratarlos, la prensa se ocupa de una controversia de lo más divertida en torno a si el Sr. Cleveland tuvo un hijo ilegítimo y si vivía o no con más de una amante.
En 1887, y aún disponiendo de un enorme superávit en el Tesoro, Cleveland vetó un proyecto de ley que asignaba 100.000 dólares a los granjeros tejanos para auxiliarles y ayudarles a comprar simiente durante una sequía. Cleveland dijo “En tales casos, la ayuda federal alienta el que se espere ayuda paternal por parte del Gobierno y debilita la firmeza de nuestro carácter nacional”. Pero ese mismo año, Cleveland utilizó su excedencia de oro para saldar las deudas con ricos obligacionistas, pagándoles 28 dólares más de los 100 que valía cada bono -un regalo de 45 millones de dólares.
La reforma principal de la administración Cleveland revela el secreto de las reformas legislativas en América. Se suponía que la Ley de Comercio Interestatal de 1887 regularía los ferrocarriles en beneficio de los consumidores. Pero Richard Olney -un abogado de la Boston & Maine y otras compañías de ferrocarril, y que pronto pasaría a ser ministro de Justicia de Cleveland- les dijo a los funcionarios ferroviarios que se quejaban de la Comisión de Comercio Interestatal, que no era sensato abolir la Comisión “desde el punto de vista del ferrocarril”. Les explicó:
La Comisión es, o se puede hacer que sea, de gran ayuda para las compañías de ferrocarril. Satisface el clamor popular que pide que el Gobierno supervise las compañías de ferrocarril y, al mismo tiempo, esa supervisión es casi enteramente nominal. Lo sensato no es destruir la Comisión sino utilizarla.
El republicano Benjamin Harrison -que sucedió como presidente a Cleveland de 1889 a 1893- había sido abogado para las compañías de ferrocarril y también había encabezado una compañía de soldados durante la huelga de 1877.
El mandato de Harrison también tuvo un gesto hacia la reforma. La Ley Anti-Trust de Sherman, aprobada en 1890, ilegalizó la formación de una “asociación o conspiración” que restringía el comercio interestatal o exterior. El senador John Sherman, autor de la ley, explicaba la necesidad de reconciliar a los críticos del monopolio: “Deben hacer caso a su petición o prepararse para los socialistas, los comunistas y los nihilistas. En estos momentos, fuerzas jamás vistas desorientan a la sociedad”.
Cleveland, reelegido en 1892, se enfrentó a la agitación del país provocada por el pánico y la depresión de 1893-, utilizando al ejército. Así dispersó al “Ejército de Coxey” -una manifestación de parados que había marchado hasta Washington- y así acabó, al año siguiente, con la huelga nacional de ferrocarriles.
Mientras tanto, el Tribunal Supremo, a pesar de su apariencia de discreta imparcialidad, ponía su granito de arena a favor de la élite gobernante. ¿Cómo iba a ser independiente si sus miembros eran elegidos por el presidente y ratificados por el Senado? ¿Cómo podía ser neutral entre ricos y pobres, si sus miembros solían ser ricos abogados y procedían casi siempre de la clase alta? A comienzos del siglo XIX, el Tribunal había establecido la base legal para una economía nacional regulada estableciendo el control federal sobre el comercio interestatal y sentando la base legal para un capitalismo corporativo, haciendo que el contrato fuera sagrado.
En 1895, el Tribunal interpretó la Ley Sherman de tal manera que la dejaba sin efecto.
Poco después de que la Decimocuarta Enmienda pasara a ser ley, el Tribunal Supremo comenzó a echarla por tierra como una protección para los negros, y a desarrollarla como una protección de las corporaciones. En 1886, el Tribunal suprimió 230 leyes estatales que habían sido aprobadas para regularlas y declaró que las corporaciones eran “personas” y que su dinero era propiedad protegida por la “cláusula del proceso debido” de la Decimocuarta Enmienda. De los casos concernientes a la Decimocuarta Enmienda que se llevaron al Tribunal Supremo entre 1890 y 1910, diecinueve trataban de los negros y 288 de las corporaciones.
En 1893, el juez del Tribunal Supremo, David J Brewer, dirigiéndose al colegio de abogados del estado de Nueva York dijo:
Es una ley invariable que la riqueza de la comunidad esté en manos de unos pocos.
Esto no era un mero capricho de las décadas de 1880 y 1890. Se remontaba a los Fundadores de la Constitución, que habían aprendido Derecho en la época de Blackstone’s Commentaries, que decía: “Es tan grande la consideración que tiene la ley por la propiedad privada, que no permitirá la menor violación de ésta, no, ni siquiera por el bien común de toda la comunidad”.
El control, en los tiempos modernos, requiere algo más que la fuerza y la ley. Requiere que a una población peligrosamente concentrada en ciudades y fábricas, y cuyas vidas están llenas de motivos para rebelarse, se le enseñe que todo está bien como está. Así que las escuelas, las iglesias y la literatura popular enseñaban que ser rico era señal de superioridad, que ser pobre era señal de fracaso personal y que la única manera de progresar que tenía una persona pobre era escalar hacia las filas de los ricos, mediante un esfuerzo y una suerte extraordinarios.
A los ricos, que daban parte de sus enormes beneficios a instituciones educativas, se les llamaba filántropos. Rockefeller hacía donaciones a universidades de todo el país y ayudó a fundar la Universidad de Chicago. Huntington, de la Central Pacific, donó dinero a dos universidades para negros, Hampton Institute y Tuskegee Institute. Carnegie dio dinero a universidades y bibliotecas. Un comerciante multimillonario fundó la Universidad Johns Hopkins y millonarios como Cornelius Vanderbilt, Ezra Cornell, James Duke y Leland Stanford fundaron universidades que llevaban sus nombres.
Estas instituciones educativas no solo no alentaban la disidencia, sino que adiestraban a los intermediarios para ser leales al sistema americano -profesores, médicos, abogados, administradores, ingenieros, técnicos y políticos- todos aquellos a quienes pagarían para mantener en marcha el sistema y amortiguar lealmente los problemas.
Mientras tanto, la difusión de la educación pública hizo posible que toda una generación de trabajadores, cualificados y semi cualificados, aprendiese lectura, escritura y aritmética, pasando a ser la mano de obra alfabetizada de la nueva era industrial. Era importante que estas personas aprendiesen obediencia a la autoridad. Un periodista, observador de las escuelas en la década de 1890, escribió. “Llama la atención el tono severo de la maestra, los alumnos, quietos y silenciosos, están completamente subyugados a su voluntad. El ambiente espiritual de la clase es de desánimo y frialdad”.
Este estado de cosas continuó en el siglo XX, cuando el libro de William Bagley Classroom Management (La gestión del aula), con treinta ediciones, se convirtió en un texto clásico de formación de profesores. Decía Bagley “Aquel que estudia con propiedad la teoría educacional puede observar, en la rutina mecánica del aula, las fuerzas educativas que transforman lentamente al niño, de un pequeño salvaje a una criatura que respeta la ley y el orden, preparado para la vida en una sociedad civilizada”.
Fue a mediados y finales del siglo diecinueve cuando los institutos se desarrollaron para ayudar al sistema industrial. En los programas escolares se hacía mucho hincapié en la asignatura de historia, para fomentar el patriotismo. Se introdujeron juramentos de lealtad, el certificado de profesor y el requisito de ciudadanía para controlar la calidad, tanto docente como política, de los profesores. También a finales de siglo se dio el control de los libros de texto a los funcionarios, no a los profesores. Los estados aprobaban leyes que prohibían ciertos tipos de libros de texto. Idaho y Montana, por ejemplo, prohibieron libros de texto que propagaran doctrinas
“políticas”.
Contra esta enorme organización del conocimiento y de la educación para la ortodoxia y la obediencia, surgieron escritos disidentes y de protesta, que tenían que ir abriéndose camino, lector a lector, con grandes obstáculos. Henry George, un obrero autodidacta procedente de una familia pobre de Filadelfia que llegó a ser periodista y economista, escribió un libro, publicado en 1879 y del que vendió millones de ejemplares no sólo en Estados Unidos sino en todo el mundo, titulado Progress and Poverty. En él afirmaba que la base de la riqueza era la tierra; que ésta se estaba monopolizando y que un sólo impuesto sobre la tierra que aboliese todos los demás produciría ingresos suficientes para solucionar el problema de la pobreza e igualar la riqueza de la nación.
Edward Bellamy, un abogado y escritor del oeste de Massachusetts, desafió de manera diferente al sistema económico y social. Escribió, con un estilo simple e intrigante, una novela titulada Looking Backward, en la que el narrador se duerme y despierta en el año 2000 para encontrarse con una sociedad socialista donde la gente trabaja y vive de forma cooperativa. Looking Backward, que describe el socialismo de forma vivida y maravillosa, vendió en pocos años un millón de ejemplares, y se organizaron más de cien grupos en todo el país para tratar de hacer realidad esa utopía
Parecía que, a pesar de los intensos esfuerzos del gobierno, de las empresas, de la Iglesia y de las escuelas para controlar su pensamiento, millones de americanos estaban preparados para criticar duramente el sistema vigente y considerar otras formas de vida alternativas. Les ayudaron en esta tarea los grandes movimientos obreros y campesinos, que se extendían por todo el país en las décadas de 1880 y 1890. Estos movimientos iban más allá de las huelgas ocasionales y de las luchas de los arrendatarios del período 1830-1877. Eran movimientos de ámbito nacional y resultaban más amenazantes que antes para la élite gobernante, más peligrosamente sugerentes. Era una época en la que las ciudades americanas más importantes contaban con organizaciones revolucionarias y el ambiente bullía con estas ideas.
En las décadas de 1880 y 1890, los inmigrantes europeos entraban a raudales, a un ritmo más rápido que antes. Todos ellos sufrían el angustioso viaje oceánico de los pobres. Ya no se trataba tanto de irlandeses y alemanes como de italianos, judíos y griegos. Eran personas de Europa del sur y del este, más ajenos aún para los anglosajones nativos que los inmigrantes que les precedieron.
La inmigración de estos grupos étnicos diferentes contribuyó a la fragmentación de la clase obrera. Los irlandeses -que todavía recordaban el odio hacia ellos cuando llegaron- comenzaron a conseguir empleos debido a las nuevas maquinaciones políticas de los que necesitaban su voto. Los irlandeses que se hicieron policías se enfrentaron con los nuevos inmigrantes judíos. El 30 de julio de 1902, la comunidad judía de Nueva York celebró un funeral multitudinario en memoria de un importante rabino, y se produjeron una serie de disturbios encabezados por irlandeses -resentidos porque los judíos entraran en su barrio.
Entre los recién llegados había una desesperada competencia económica. En 1880, en California los inmigrantes chinos -que las compañías de ferrocarril habían traído para hacer un trabajo deslomador por unos salarios despreciables- ya ascendían a 75.000, casi la décima parte de la población. Se convirtieron en las víctimas de una violencia continua. El novelista Bret Harte escribió una necrológica para un chino llamado Wan Lee:
Muerto, queridos amigos, muerto apedreado hasta la muerte en las calles de San Francisco, en el año de gracia de 1869, a manos de una turba de adolescentes y colegiales cristianos.
El verano de 1885, en Rock Springs (Wyoming), unos blancos atacaron a quinientos mineros chinos, asesinando a veintiocho a sangre fría.
Se desarrolló un tráfico de trabajadores infantiles inmigrantes, ya fuera mediante un contrato con unos padres desesperados en su país de origen, o bien mediante secuestro. Unos “padrones” supervisaban a los niños como durante la esclavitud y a veces los mandaban a trabajar de músicos mendigos. Cientos de estos niños vagaban por las calles de Nueva York y Filadelfia.
Cuando los inmigrantes llegaron a ser ciudadanos naturalizados, se les introdujo en el sistema americano del bipartidismo, y se les pidió que fuesen leales a uno u otro partido, de forma que su energía política se encauzaba en las elecciones. En noviembre de 1894, un artículo en L’Italia exhortaba a los italianos a apoyar al partido Republicano. Los líderes irlandeses y judíos apoyaban a los demócratas.
En la década de 1880 hubo 5 millones y medio de inmigrantes, en la década de 1890, 4 millones, lo que producía un excedente laboral que mantenía los salarios bajos. Los inmigrantes estaban más desvalidos que los trabajadores del país, y eran controlados mejor; se encontraban desplazados culturalmente, enemistados los unos con los otros y, por tanto, eran útiles como esquiroles. Sus hijos a menudo trabajaban, intensificando el problema del desempleo y de una mano de obra demasiado numerosa: en 1880 había 1.118.000 niños menores de dieciséis años trabajando en Estados Unidos (uno de cada seis niños).
Las mujeres inmigrantes se hacían sirvientas, prostitutas, amas de casa, obreras en fábricas y a veces rebeldes.
En 1884, las asambleas de trabajadoras textiles y de fabricantes de sombreros se declararon en huelga. Al año siguiente, en Nueva York, los fabricantes de capas y camisas, tanto hombres como mujeres (que mantenían mítines separados pero actuaban juntos) fueron a la huelga. El diario World de Nueva York lo llamó “una revuelta por las habichuelas”. Consiguieron mejores salarios y menos horas de trabajo. En Yonkers, ese mismo invierno, varias tejedoras de alfombras fueron despedidas por afiliarse a la Knights of Labor (la Orden del Trabajo) y, en aquel frío febrero, 2.500 mujeres se declararon en huelga y formaron una línea de piquetes alrededor de la fábrica. La policía atacó la línea de piquetes y las arrestó, pero un jurado las declaró inocentes. Trabajadores de Nueva York dieron un banquete en su honor, al que asistieron dos mil delegados sindicales provenientes de toda la ciudad. La huelga duró seis meses. Las mujeres consiguieron algunas de sus reivindicaciones y recuperaron sus empleos, aunque sin el reconocimiento de sus sindicatos.
Lo sorprendente en tantas de estas contiendas no era que los huelguistas no consiguieran todo lo que querían, sino que osaran resistirse contra las enormes fuerzas en su contra y no fueran aniquilados.
Quizá lo que estimuló el auge de los movimientos revolucionarios de la época fue el admitir que no bastaba el combate del día a día y que era necesario un cambio fundamental.
En 1883, se celebró en Pittsburgh un congreso anarquista, en el que se redactó un manifiesto:
Todas las leyes están dirigidas contra la clase trabajadora. Por tanto, en su lucha contra el sistema vigente, los obreros no han de esperar ayuda de ningún partido capitalista. Deben lograr su liberación por sus propios medios.
El manifiesto pedía “igualdad de derechos para todos, sin distinción de sexo o raza”. Citaba el Manifiesto Comunista “Trabajadores del mundo entero, ¡uníos! No tenéis nada que perder, excepto vuestras cadenas. ¡Y tenéis todo que ganar! “.
En Chicago, la nueva International Working People’s Association (Asociación Obrera Internacional) contaba con cinco mil miembros, publicaba periódicos en cinco idiomas, organizaba manifestaciones multitudinarias y desfiles y, debido a su liderazgo en las huelgas, era una poderosa influencia en los veinticinco sindicatos que constituían el Central Labor Union (Sindicato Central Obrero) de Chicago. Había diferencias teóricas entre todos estos grupos revolucionarios, pero las necesidades prácticas de las luchas obreras -y hubo muchas a mediados de la década de 1880- a menudo conciliaban a los teóricos.
En la primavera de 1886 ya había crecido el movimiento a favor de la jornada de ocho horas. El 1 de mayo, la American Federation of Labor (Federación Laboral Americana), que llevaba funcionando cinco años, exhortaba a las huelgas nacionales en cualquier lugar donde se negaran a la jornada de ocho horas. Terence Powderly, presidente de la Orden del Trabajo, se opuso a la huelga, alegando que había que educar primero tanto a los patrones como a los empleados a esa jornada de ocho horas. Pero las asambleas de la Orden planearon hacer huelga. El presidente de la Brotherhood of Locomotive Engineers (Hermandad de Ingenieros de Ferrocarril), se opuso a la jornada de ocho horas alegando que “dos horas menos de trabajo significa dos horas más de holgazanear por las esquinas y dos horas más de beber”. Pero los trabajadores del ferrocarril no estaban de acuerdo y apoyaron el movimiento a favor de la jornada de ocho horas.
De esta manera, 350.000 trabajadores de 11.562 establecimientos de todo el país fueron a la huelga En Detroit, marcharon 11.000 trabajadores en una manifestación que duró ocho horas. En Nueva York, 25.000 trabajadores formaron una procesión de antorchas a lo largo de Broadway. En Chicago, 40.000 trabajadores hicieron huelga y a otros 45.000 se les concedió una jornada más corta para impedir que fuesen a la huelga. En Chicago se pararon todos los ferrocarriles, se paralizaron la mayoría de las industrias y se cerraron los corrales de ganado.
Un Citizen’s Committee (Comité de ciudadanos) de hombres de negocios se reunía diariamente para planear la estrategia a seguir en Chicago. Hicieron intervenir a la milicia estatal, la policía estaba preparada y el Chicago Mail del 1 de mayo pedía que se vigilase a Albert Parsons y a August Spies, los dirigentes anarquistas de la Asociación Internacional de los Trabajadores. “Manténganlos vigilados, considérenlos responsables de cualquier problema que ocurra. Si hay algún problema, que sirvan de escarmiento”. Bajo el liderazgo de Parsons y Spies, el Sindicato Central Obrero, compuesto de veintidós sindicatos, había adoptado, en otoño de 1885, una acalorada resolución:
Queda decidido, apelamos urgentemente a la clase asalariada a que se arme, para poder emplear contra sus explotadores el único argumento que puede ser efectivo: la violencia. Y también queda decidido que, a pesar de que esperamos muy poco de la puesta en vigor de la jornada de ocho horas, prometemos firmemente ayudar a nuestros hermanos más remisos en esta lucha de clases con todos nuestros medios y toda la fuerza a nuestra disposición, siempre que continúen mostrando una respuesta clara y firme frente a nuestros opresores comunes, los aristocráticos vagos y explotadores. Nuestro grito de guerra es “Muerte a los enemigos de la humanidad”.
El 3 de mayo tuvieron lugar una serie de acontecimientos que pondrían a Parsons y a Spies en exactamente la misma posición que el Mail de Chicago había sugerido (”si surge algún problema, hagan un escarmiento con ellos”). Ese día, frente al McCormick Harvester Works, donde huelguistas y simpatizantes se peleaban con los esquiroles, la policía disparó a una muchedumbre de huelguistas, que huían del lugar. Hirieron a muchos de ellos y mataron a cuatro. Enfurecido, Spies fue a la imprenta del diario Arbeiter-Zeitung e imprimió una circular en inglés y alemán:
¡Venganza!
¡¡Trabajadores, a las armas!! Durante años, habéis soportado las más abyectas humillaciones, habéis trabajado hasta la muerte, habéis sacrificado a vuestros hilos al señor de la fábrica, en resumen, habéis sido miserables y obedientes esclavos todos estos años ¿Por qué? ¿Para llenar los cofres de vuestro amo, vago y ladrón, para satisfacer su insaciable avaricia? Cuando ahora les pedís que aminoren vuestra carga, ¡envía a sus policías para que os disparen, para que os maten! ¡Os llamamos a las armas, a las armas!
Se convocó un mitin en la plaza de Haymarket para la noche del 4 de mayo y se reunieron unas tres mil personas. Fue un mitin tranquilo y, como acechaban nubes tormentosas y se hacía tarde, la muchedumbre se quedó en unos pocos cientos. Apareció un destacamento de 180 policías que avanzaron hasta la plataforma del orador y ordenaron a la muchedumbre que se dispersara. El orador dijo que el mitin casi había concluido. En ese momento explotó una bomba en medio de los policías, hiriendo a sesenta y seis de ellos y de los que más tarde murieron siete. La policía disparó a la multitud, matando a varias personas e hiriendo a doscientas.
Sin tener ninguna prueba sobre quién lanzó la bomba, la policía arrestó en Chicago a ocho dirigentes anarquistas. El Journal de Chicago escribió “La Justicia debería actuar rápidamente con estos anarquistas arrestados. En este estado, la ley concerniente a cómplices de asesinato es tan clara que sus juicios serán cortos”. La ley de Illinois decía que cualquiera que incitara al asesinato era culpable de ese asesinato. Las únicas pruebas contra esos ocho anarquistas eran sus ideas y sus escritos. Ninguno había estado en Haymarket ese día, excepto Fielden, que estaba hablando cuando explotó la bomba. Un Jurado los declaró culpables y se les sentenció a muerte. Sus apelaciones fueron denegadas. El Tribunal Supremo dijo que no tenía ninguna jurisdicción.
Este hecho provocó una agitación internacional. Se hicieron mítines en Francia, Holanda, Rusia, Italia y España. En Londres, George Bernard Shaw, William Morris y Peter Kropotkin, entre otros, apoyaron un mítin de protesta. Shaw había respondido, con su estilo característico, al rechazo de la apelación por parte de los ocho miembros del Tribunal Supremo de Illinois: “Si el mundo ha de perder ocho personas, puede permitirse mejor perder a los ocho miembros del Tribunal Supremo de Illinois”.
Un año después del juicio, ahorcaron a cuatro de los anarquistas convictos: Albert Parsons, impresor; August Spies, tapicero; Adolph Fischer y George Engel. Louis Lingg, un carpintero de veintiún años, se suicidó en su celda, haciendo que un cartucho de dinamita le explotara en la boca. Tres permanecieron en prisión.
Las ejecuciones conmocionaron a la gente de todo el país. En Chicago, hubo un desfile fúnebre de 25.000 personas.
Mientras que el resultado inmediato fue la supresión del movimiento radical, el efecto a largo plazo fue el de mantener encendida la ira de los trabajadores y el mover a otros a tomar parte en causas revolucionarias, especialmente a los jóvenes de esa generación. Seis mil personas firmaron peticiones al nuevo gobernador de Illinois, John Peter Altgeld -que investigaba los hechos- denunciando lo que había sucedido, y para que indultara a los tres presos restantes. Año tras año, se celebraron por todo el país mítines en memoria de los mártires de Haymarket. Es imposible precisar el número de personas cuyo despertar político se originó por el caso Haymarket, como fue el caso de Emma Goldman y Alexander Berkman, de la siguiente generación, durante largo tiempo partidarios acérrimos de la revolución.
Parte de la energía provocada por el resentimiento a finales de 1886 se encauzó en la campaña electoral para la alcaldía de Nueva York de ese otoño. Los sindicatos fundaron el Independent Labor Party (Partido Laborista Independiente) y propusieron la candidatura de Henry George, el economista radical cuyo libro Progress and Poverty había sido leído por decenas de miles de trabajadores. Los demócratas propusieron a Abram Hewitt, de la industria del hierro, y los republicanos designaron como candidato a Theodore Roosevelt. Tras una campaña de coerción y sobornos, resultó elegido Hewitt, con un 41% de los votos, y George resultó segundo con más votos que Roosevelt, quien quedó tercero, con un 27% de los votos. El diario World de Nueva York vio esto como una señal:
La clara protesta expresada en los 67.000 votos para Henry George, contra el poder conjunto de ambos partidos políticos, de Wall Street, de los intereses financieros y de la prensa pública, debería ser una señal de aviso para que la comunidad tenga en cuenta las peticiones del Partido Laboral, siempre que éstas sean justas y razonables.
También se presentaron candidatos laboristas en otras ciudades del país. En Milwaukee salió vencedor un alcalde laborista, al igual que varios delegados locales en Fort Worth, Texas, Eaton, Ohio y Leadville (Colorado).
Parecía que el peso de Haymarket no había aplastado al movimiento laborista. El año 1886 llegó a ser conocido en la época como “el año del gran alzamiento del laborismo”. De 1881 a 1885 había habido una media de unas 500 huelgas anuales, que atañían a unos 150.000 trabajadores cada año. En 1886, hubo más de 1.400 huelgas, en las que estuvieron involucrados 500.000 trabajadores. John Commons, en su libro History of the Labor Movement in the United States (Historia del movimiento laborista en Estados Unidos) vio en esos hechos “los signos de un gran movimiento de la clase no-cualificada, que finalmente se había alzado en rebelión”. El movimiento se asemejaba en todos los aspectos a una guerra social. En cada huelga importante, el laborismo mostraba un odio acérrimo hacia el capital. En todas las acciones de la Orden del Trabajo se manifestaba una amargura extrema hacia el capital y, en aquellos lugares donde los líderes se proponían mantenerse dentro de unos límites, generalmente eran abandonados por sus seguidores. Incluso entre los negros de los estados del sur -donde todas las fuerzas militares, políticas y económicas, con el consentimiento del gobierno nacional, se concentraban en mantenerlos dóciles y trabajadores- había rebeliones esporádicas. En los campos de algodón, los negros trabajaban dispersos, pero en los campos de caña de azúcar el trabajo se hacía en equipo, así que había oportunidades para la acción organizada.
En 1886, la Orden del Trabajo ya se estaba organizando en los campos de caña de azúcar. Los trabajadores negros, que con sus salarios no podían alimentar ni vestir a sus familias -a menudo se les pagaba con vales para comprar en un almacén- pedían un dólar diario. En otoño del año siguiente, cerca de diez mil trabajadores del azúcar -de los que un 90% eran negros y miembros de la Ordenhicieron huelga. Llegó la milicia y empezaron las batallas armadas. Cuando en la ciudad de Thibodaux se reunieron cientos de huelguistas -a quienes habían desalojado de sus cabañas de la plantación-, cubiertos con harapos, sin un penique y llevando consigo su ropa de cama y sus hijos pequeños-, la violencia estalló. Su negativa a trabajar amenazaba toda la cosecha de azúcar y se declaró la ley marcial. Henry y George Cox, dos hermanos negros líderes de la Orden del Trabajo, fueron arrestados y encerrados, después les sacaron de sus celdas y nunca se volvió a saber de ellos. La noche del 22 de noviembre comenzó el tiroteo; cada bando aseguraba que era el otro el que tenía la culpa. El día siguiente al mediodía, había treinta negros muertos o moribundos y cientos de heridos, por tan sólo dos blancos heridos. En Nueva Orleans, un periódico dirigido a negros escribía:
Dispararon a hombres cojos y a mujeres ciegas, ¡derribaron sin piedad a niños y a ancianos de pelo blanco! Los negros no ofrecieron ninguna resistencia, no pudieron hacerlo, ya que la matanza fue inesperada. Aquellos a quienes no asesinaron se echaron a los bosques y la mayoría encontró refugio en esta ciudad.
Ciudadanos estadounidenses asesinados por una turba dirigida por un juez estatal… A los trabajadores que pedían una mejora de sus salarios ¡se les trató como a perros!
Tampoco les iban bien las cosas a los blancos pobres oriundos del lugar. En el sur, eran granjeros arrendatarios más que terratenientes. En las ciudades sureñas, eran inquilinos y no propietarios. Los suburbios de las ciudades del sur eran de los peores, los blancos pobres vivían como los negros, en sucias calles sin asfaltar, “a rebosar de basura, barro y porquería”, según el informe de un comité estatal para la salud.
En 1891, a los mineros de la Compañía Minera de Carbón de Tennessee se les pidió que firmasen un “contrato riguroso”, mediante el cual se comprometían a no hacer huelgas, consentían que les pagasen con papel moneda de menos de un dólar y renunciaban al derecho de comprobar el peso del carbón que extraían (les pagaban a peso). Se negaron a firmarlo y fueron desalojados de sus viviendas. Llevaron presidiarios para reemplazarlos.
La noche del 31 de octubre de 1891, un millar de mineros armados se hicieron con el control del área minera, liberaron a quinientos presos e incendiaron las empalizadas donde los habían encerrado. Las compañías se rindieron, acordaron no usar presidiarios, no exigir el “contrato riguroso” y permitir que los mineros comprobasen el peso del carbón que extraían.
En Tennessee hubo más insurrecciones al año siguiente. Los mineros vencieron a los guardas de la Compañía del Carbón y del Hierro de Tennessee, incendiaron las empalizadas y trasladaron a los presos a Nashville. Otros sindicatos de Tennessee fueron a ayudarles. Un testigo informó a la Federación de Comercios de Chattanooga:
Toda la región se ha propuesto que los presidiarios deben irse. El lunes, mientras pasaban los mineros, conté 840 rifles… blancos y negros están hombro con hombro.
Ese mismo año, en Nueva Orleans, cuarenta y dos sindicatos locales con más de veinte mil afiliados -blancos en su mayoría pero también algunos negros (había un negro en el comité de huelga)convocaron una huelga general en la que participaron la mitad de los habitantes de la ciudad. En Nueva Orleans se paralizó el trabajo. Después de tres días -en los que llevaron esquiroles, impusieron la ley marcial y amenazaron con llevar a la milicia- la huelga concluyó con un compromiso. Consiguieron menos horas de trabajo y mejores salarios, pero sin que se reconociera a los sindicatos como intermediarios en las negociaciones.
El año 1892 fue testigo de luchas y huelgas por todo el país: además de la huelga general en Nueva Orleans y de la huelga de los mineros de carbón en Tennessee, hubo una huelga de guardagujas en Buffalo (Nueva York) y una huelga de mineros de cobre en Coeur d’Alene (Idaho). La huelga de Coeur d’Alene se caracterizó porque hubo batallas armadas entre huelguistas y esquiroles y muchas muertes.
A comienzos de 1892, mientras Carnegie se encontraba en Europa,
Henry Clay Frick gestionaba la Acería Carnegie en Homestead (Pennsylvania), justo a las afueras de Pittsburgh. Frick decidió reducir los salarlos de los obreros y cerrarles su sindicato. Construyó una verja de 3 millas de longitud y 12 pies de altura alrededor de las fundiciones, rematada con alambre de espino y agujeros para los rifles. Cuando los obreros no aceptaron el recorte salarial, Frick los despidió a todos y contrató los servicios de la agencia de seguridad Pinkerton para proteger a los esquiroles.
La noche del 5 de julio de 1892, cientos de guardias de la agencia Pinkerton montaron en unas barcazas situadas en el río 5 millas al sur de Homestead, y se dirigieron a la fábrica, donde les esperaban diez mil huelguistas y sus simpatizantes. La multitud advirtió a los pinkertons que no saliesen de las gabarras. Un huelguista se tumbó en la plancha y, cuando un agente intentó empujarle, disparó, hiriendo al detective en el muslo. Siguió un tiroteo por ambas partes y murieron siete obreros. Los pinkertons tuvieron que retroceder a las barcazas. Les atacaron por todos los flancos, les ordenaron que se rindiesen y luego fueron golpeados por una multitud enfurecida. Hubo muertos en ambos lados. Durante los días siguientes, los huelguistas controlaron la zona. El estado pasó a la acción: el gobernador hizo que fuese la milicia, armada con los últimos rifles y armas de la marca Gatling, para proteger a los esquiroles que llegaban.
Los líderes de la huelga fueron acusados de asesinato y otros 160 huelguistas fueron juzgados por otros delitos. Pero los jurados fueron amistosos y los absolvieron a todos. La guerra continuó durante cuatro meses, pero la fábrica estaba produciendo acero con la ayuda de esquiroles, a quienes a menudo llevaban en trenes cerrados con llave, sin informarles de su destino ni de que había una huelga. Los huelguistas, que ya no tenían recursos, acordaron volver al trabajo y sus líderes entraron en la lista negra.
En plena huelga de Homestead, un joven anarquista de Nueva York llamado Alexander Berkman -siguiendo un plan preparado por sus amigos anarquistas de Nueva York, incluida su amante Emma Goldman- llegó a Pittsburgh y entró en el despacho de Henry Clay Frick, dispuesto a matarle. Berkman tuvo mala puntería. Hirió a Frick y se quedó abrumado. Después, le juzgaron y le declararon culpable de intento de asesinato.
Cumplió catorce años en la penitenciaría del estado. Su libro Prison Memoirs of an Anarchist ofrecía una gráfica descripción del intento de asesinato y de sus años en la cárcel, donde cambió de opinión sobre la utilidad de los asesinatos, pero continuó siendo un revolucionario convencido. La autobiografía de Emma Goldman Living my Life refleja la ira, la sensación de injusticia y el deseo que creció entre los jóvenes radicales de la época por una nueva clase de vida.
El año 1893 fue testigo de la mayor crisis económica de la historia del país. Tras varias décadas de un crecimiento industrial salvaje, manejos financieros, una especulación incontrolada y ganancias excesivas, todo se vino abajo. Quebraron 642 bancos y cerraron 16.000 negocios. De una mano de obra de 15 millones, 3 millones estaban en el paro. Ningún gobierno estatal propuso ayudas, pero las manifestaciones multitudinarias que hubo en todo el país, obligaron a los ayuntamientos a establecer comedores de beneficencia y a dar trabajo a la gente en las calles o en los parques.
En la ciudad de Nueva York, en Union Square, Emma Goldman se dirigió a un enorme mítin de parados y exhortó a aquellos cuyos hijos necesitaban alimentos a ir a las tiendas y coger la comida. Arrestaron a Goldman por “incitar a los disturbios” y la condenaron a dos años de cárcel. Se calculó que en Chicago había unas 200.000 personas en el paro, los suelos y escaleras del ayuntamiento y de la oficina de policía se llenaban cada noche de hombres sin techo que trataban de dormir.
La depresión continuó durante años y provocó una oleada de huelgas por todo el país. La mayor fue la huelga nacional de trabajadores del ferrocarril, en 1894, que comenzó en la compañía Pullman en Illinois, justo en las afueras de Chicago.
El trabajo en el ferrocarril era uno de los oficios más peligrosos de América; cada año morían más de dos mil trabajadores del ferrocarril y resultaban heridos treinta mil. La Locomotive Firemen’s Magazine (Revista de los fogoneros del ferrocarril) escribía “En resumen los gestores del ferrocarril reducen la fuerza de trabajo y exigen a los trabajadores que desempeñen el doble de funciones, con la consiguiente falta de sueño y descanso. La avaricia de la corporación es la responsable de los accidentes”.
Fue la depresión de 1893 la que impulsó a Eugene Debs a una vida de acción a favor del sindicalismo y el socialismo. Debs había trabajado en los ferrocarriles durante cuatro años hasta la edad de diecinueve, pero dejó el trabajo cuando un amigo suyo murió tras caer bajo una locomotora. Debs leyó el libro Looking Backward de Edward Bellamy y le afectó profundamente.
En plena crisis económica de 1893, un pequeño grupo de trabajadores del ferrocarril -en el que estaba Debs- fundó el American Railway Union (Sindicato Americano del Ferrocarril) para unir a todos los empleados del ferrocarril. Dijo Debs:
El deseo de toda mi vida ha sido unir a los empleados de ferrocarril, eliminar la aristocracia en el trabajo y organizarles de manera que todos estén en una posición de igualdad.
Debs quería incluir a todo el mundo, pero quedaron excluidos los negros: en una convención de 1894, la medida constitucional que excluía a los negros fue confirmada en una votación por 112 votos contra 100. Más tarde, Debs pensó que esto pudo haber tenido una importancia crucial en el resultado de la huelga de Pullman, ya que los trabajadores negros no estaban de ánimo como para cooperar con los huelguistas.
En junto de 1894, los trabajadores de la Pullman Palace Car Company fueron a la huelga y recibieron el apoyo inmediato de otros sindicatos del área de Chicago. Los huelguistas de la Pullman pidieron apoyo en una convención del Sindicato Americano del
Ferrocarril:
Señor presidente y camaradas del Sindicato Americano del Feriocarril. Hemos hecho huelga en Pullman porque no teníamos ninguna esperanza. Nos afiliamos al Sindicato Americano del Ferrocarril porque nos ofrecía un atisbo de esperanza. Veinte mil almas -hombres, mujeres y niños- están pendientes hoy de esta convención, esforzándose con todas sus fuerzas por vencer el desaliento y vislumbrar ese mensaje del cielo que sólo vosotros podéis darnos en este mundo.
Todos debéis saber que la causa inmediata de nuestra huelga fue el despido de dos miembros de nuestro comité de agravios, también hubo cinco reducciones salariales. Pullman, tanto el hombre como la ciudad, es una úlcera en la comunidad. Es dueño de las casas, de las escuelas, de las iglesias de la ciudad a la que diera lo que por aquel entonces era su humilde nombre.
El Sindicato Americano del Ferrocarril respondió, pidiendo a sus miembros de todo el país que no utilizaran vagones Pullman. Como casi todos los trenes de pasajeros tenían vagones Pullman, eso equivalía a boicotear a todos los trenes -una huelga nacional. Pronto se paralizó todo el tráfico de las veinticuatro líneas de ferrocarril que salían de Chicago. Los trabajadores hacían descarrilar vagones de mercancías, bloqueaban las vías, y a los ingenieros que se negaban a cooperar les sacaban de los trenes a empujones.
La General Managers Association (Asociación General de Gestores), que representaba a los dueños de los ferrocarriles, acordó pagar a dos mil sustitutos, a quienes enviaron para reventar la huelga. Pero la huelga continuó. Entonces, el ministro de Justicia de los Estados Unidos, Richard Olney -un antiguo abogado de los ferrocarriles- consiguió una orden judicial contra el bloqueo de trenes, alegando el motivo legal de que se interfería en el correo federal. Cuando los huelguistas ignoraron la orden, el presidente Cleveland mandó tropas federales a Chicago. El 6 de julio, los huelguistas quemaron cientos de vagones.
Al día siguiente, llegó la milicia estatal y les dieron la orden de abrir fuego. El Chicago Times relataba:
Dieron la orden de cargar. Desde ese momento, sólo usaron bayonetas. Una docena de hombres de la primera línea de alborotadores recibieron heridas de bayoneta. La policía no estaba dispuesta a ser clemente y, empujando a la multitud contra los alambres de espino, los aporrearon despiadadamente El terreno donde ocurrió la lucha era como un campo de batalla. Las tropas disparaban a los huelguistas y la policía repartiendo golpes a diestro y siniestro como perros.
Ese día murieron en Chicago trece personas, hubo cincuenta y tres heridos de gravedad y arrestaron a setecientas. Antes de que concluyera la huelga, habían resultado muertas alrededor de treinta y cuatro personas.
La huelga de Chicago fue aplastada por catorce mil policías, milicianos y soldados. Debs fue arrestado por desacato al tribunal y por violar la orden que decía que no podía hacer ni decir nada para que prosiguiera la huelga. En el juicio, Debs negó que fuera socialista. Pero durante los seis meses que estuvo en la cárcel, estudió el socialismo y habló con presos que eran socialistas. Más tarde escribió “Iba a ser bautizado en el socialismo en el fragor del conflicto, en el destello de cada bayoneta y el fogonazo de cada rife que la lucha de clases había puesto de manifiesto”.
Dos años después de salir de la cárcel, Debs escribió en el Railway Times:
La cuestión es socialismo contra capitalismo. Yo estoy a favor del socialismo porque estoy a favor de la humanidad. Hemos estado bajo la maldición del reinado del oro demasiado tiempo. El dinero no constituye la base adecuada de la civilización. Ha llegado la hora de regenerar la sociedad, estamos en la víspera de un cambio universal.
Así, las décadas de los ochenta y los noventa fueron testigos de explosiones de insurrección laborista, mejor organizadas que las huelgas espontáneas de 1877. Ahora había movimientos revolucionarios que influenciaban a las luchas laboristas e ideas socialistas que influían en sus líderes. Estaban apareciendo escritos radicales que hablaban de cambios fundamentales y de nuevas posibilidades de vida.
En esta misma época, aquellos que trabajaban las tierras -granjeros del norte y del sur, blancos y negros- estaban yendo más allá de las aisladas protestas de los arrendatarios de los años previos a la Guerra Civil. Estaban creando el mayor movimiento de rebelión agraria que jamás había presenciado el país.
A pesar de la desesperación -tan a menudo reflejada en la literatura granjera de la época-, de vez en cuando surgían visiones sobre un modo diferente de vivir, como en la novela de Hamlin Garland A Spoil of Office, en donde la heroína habla en una comida campestre de granjeros:
Veo una época en la que el granjero no tendrá que vivir en una cabaña de una granja solitaria. Veo a los granjeros que vienen juntos en grupos. Los veo con tiempo para leer y para visitar a sus compañeros. Los veo disfrutando de las conferencias en bonitos salones que habría en cada aldea. Los veo reunidos, como los sajones de antaño, en el campo al atardecer, cantando y bailando. Veo erigirse ciudades cerca de ellos, con escuelas, iglesias, salas para conciertos y teatros. Veo el día en el que el granjero ya no será un esclavo y su esposa una esclava, sino hombres y mujeres felices, que irán cantando a sus agradables tareas en sus granjas frutícolas.
Entre 1860 y 1910, el ejército estadounidense preparó el terreno destruyendo los poblados indios de las Grandes Llanuras-, para que los ferrocarriles llegaran y se adueñaran de las mejores tierras. Después llegaron los granjeros para apoderarse de lo que quedaba.
Entre 1860 a 1900, la población de Estados Unidos creció de 31 a 75 millones de habitantes. Las atestadas ciudades del este necesitaban comida y el número de granjas aumentó de 2 a 6 millones.
La agricultura se mecanizó, había arados de acero, cortacéspedes, segadoras, cosechadoras, mejores desmotadoras para separar la fibra de la semilla y, a finales de siglo, segadoras y trilladoras gigantes que cortaban el grano, lo trillaban y lo metían en sacos. En 1830, producir 35.237 litros de trigo costaba tres horas. En 1900, costaba diez minutos.
Se desarrolló una especialización por regiones: en el sur, algodón y tabaco; en el medio oeste, trigo y maíz.
Pero la tierra y la maquinaria costaban dinero, así que los granjeros tenían que pedirlo prestado, confiando en que el precio de sus cosechas se mantuviese alto para poder pagar el crédito bancario, el transporte ferroviario, al comerciante en granos por comerciar con su grano y al depósito por almacenarlo. Pero se encontraron con que los precios de sus productos disminuían y los del transporte y los créditos subían, y que eso se debía a que el granjero individual no podía controlar el precio del grano, mientras que los monopolios bancarios y ferroviarios podían cobrar lo que quisieran.
Los granjeros que no podían pagar vieron cómo les embargaban sus casas y sus tierras. Se convirtieron en arrendatarios. En 1880, el 25% de las granjas estaban alquiladas por arrendatarios, y el número iba en aumento. Muchos ni siquiera disponían del dinero para el alquiler y pasaban a ser peones. En 1900 ya había en el país 4 millones de peones. Era el destino que le esperaba a todo granjero que no podía pagar sus deudas.
¿Podía el granjero, exprimido y desesperado, pedir ayuda al gobierno?
El gobierno estaba ayudando a los banqueros y perjudicando a los granjeros, mantenía invariable la cantidad de dinero -basada en los suministros de oro- mientras que la población iba en aumento, de modo que cada vez había menos dinero en circulación. El granjero tenía que saldar sus deudas en dólares, que cada vez eran más difíciles de conseguir. Los banqueros, al recuperar los préstamos, conseguían dólares que valían más que cuando los prestaron, con una especie de interés añadido. Por eso hubo tantas discusiones en los movimientos agrarios de la época, que hablaban de poner más dinero en circulación imprimiendo papiros (papel moneda que no tenía su equivalente en oro en el Tesoro) o haciendo que la plata fuese una base para emitir dinero.
En el sur, el sistema de derecho de retención de la cosecha fue más brutal. Mediante dicho sistema, el granjero conseguía del negociante lo que necesitaba utilizar la desmotadora en época de cosecha o cualquier suministro que fuese necesario. Pero el granjero no tenía dinero para pagar, de modo que el comerciante conseguía el derecho de retención, una hipoteca sobre la cosecha con la que el granjero podía pagar un 25% de intereses. Cada año, el granjero debía más dinero, hasta que al final le embargaban la granja y pasaba a ser arrendatario.
Durante los peores días de la depresión de 1877, un grupo de granjeros blancos se reunieron en una granja en Texas y fundaron la primera Alianza de Granjeros. Al cabo de unos pocos años, la Alianza estaba por todo el estado. En 1886, ya se habían afiliado 100.000 granjeros en 200 alianzas menores. Empezaron a ofrecer alternativas al sistema tradicional, como unirse a la Alianza y formar cooperativas para comprar las cosas todos juntos y conseguir precios más bajos. Empezaron a juntar su algodón y a venderlo cooperativamente. Lo llamaron “amontonar”.
En algunos estados, se desarrolló el llamado movimiento Grange; consiguió que aprobasen leyes que beneficiaban a los granjeros. Dicho movimiento, como decía uno de sus periódicos, “es en esencia conservador”. Pero era una época de crisis, y el movimiento Grange, que estaba haciendo demasiado poco, perdía afiliados, mientras que la Alianza de Granjeros continuaba creciendo. Desde el principio, la Alianza de Granjeros mostró simpatía por el creciente movimiento laborista. Cuando la Orden del Trabajo llevó a cabo una huelga contra una línea naviera en Galveston (Texas), un grupo de personas de la Alianza aprobó una resolución:
Mientras presenciamos los injustos abusos que los capitalistas están perpetrando en las diferentes secciones del laborismo, ofrecemos a la Orden del Trabajo nuestro cordial apoyo en su valiente lucha contra la opresión de los monopolios y proponemos estar del lado de la Orden.
En el verano de 1886, la Alianza se reunió en la ciudad de Cleburne, cerca de Dallas, y redactó el primer documento del movimiento populista, que pedía “una legislación que libre a nuestro pueblo de los onerosos y vergonzosos abusos que las clases obreras están sufriendo ahora por parte de arrogantes capitalistas y poderosas corporaciones”. Convocaron una conferencia nacional de todas las organizaciones laboristas y propusieron una regulación de las tarifas de ferrocarril, que hubiera fuertes impuestos sobre la tierra mantenida sólo con propósitos especulativos, y un aumento en el suministro de dinero.
La Alianza continuó creciendo. A comienzos de 1887, ya contaba con 200.000 afiliados en tres mil alianzas menores. En 1892, los conferenciantes agrarios ya habían entrado en cuarenta y tres estados y habían llegado a 2 millones de familias granjeras. Era una campaña basada en la idea de la cooperación y en que los granjeros crearan una cultura propia y sus propios partidos políticos. A Georgia llegaron -para formar alianzas- organizadores de Texas.
En tres años, Georgia pasó a tener 100.000 afiliados en 134 de los 137 condados. En Tennessee pronto habría 125.000 afiliados y 3.600 alianzas menores en noventa y dos de los noventa y seis condados del estado.
La Alianza entró en Mississippi “como un ciclón” (como alguien señaló), así como en Luisiana y en Carolina del Norte. Después continuó hacia el norte, en Kansas, Dakota del Norte y del Sur, donde establecieron treinta y cinco almacenes cooperativistas. Por esa época, la Alianza Nacional de Granjeros contaba con 400.000 afiliados y las condiciones que impulsaban a la lucha de la Alianza empeoraron. El maíz, que en 1870 daba 45 centavos por cada saco, daba tan sólo 10 centavos en 1889. En el sur, donde la situación era peor que en ningún otro sitio, el 90% de los granjeros vivían del crédito.
Pero también hubo alguna victoria. A los granjeros se les cobraba demasiado por los sacos de yute (donde metían el algodón), controlados por un trust. Los granjeros de la Alianza organizaron un boicot al yute, hicieron sus propios sacos de algodón y obligaron a los fabricantes de yute a empezar a vender sus sacos a 5 centavos la yarda en vez de a 14 centavos.
La Alianza hizo experimentos. En las dos Dakotas, un gran plan cooperativista de seguros para granjeros los aseguraba contra la pérdida de sus cosechas. Mientras las grandes compañías de seguros pedían 50 centavos por acre, la cooperativa pedía 25 centavos o menos. Hizo treinta mil pólizas, que aseguraban 2 millones de acres.
Charles Macune, un importante líder populista de Texas, ejemplificó la complejidad de las creencias populistas. En cuanto a la economía, era radical, anti-trust y anti-capitalista, en política, era conservador (contrario a un nuevo partido independiente de los Demócratas) y racista. Macune presentó un plan que pasaría a ser parte prioritaria para la plataforma populista: el plan del Tesoro subsidiario. El gobierno tendría sus propios almacenes, donde los granjeros guardarían sus productos y tendrían certificados de este Tesoro subsidiario en forma de billetes bancarios, de modo que habría mucho más dinero disponible, que no dependería del oro o de la plata, sino de la cantidad de productos agrícolas.
El plan del Tesoro subsidiario de Macune dependía del gobierno. Como ninguno de los dos partidos principales lo aceptaba, eso significaba (contra las propias creencias de Macune) organizar un tercer partido. Las Alianzas se pusieron a trabajar. En 1890 eligieron para el Congreso a treinta y ocho miembros de la Alianza. En el sur, la Alianza eligió gobernadores en Georgia y en Texas. En Georgia, se hizo con el partido Demócrata y ganó tres cuartos de los escaños en la legislatura de Georgia, seis de los diez congresistas de dicho estado.
El poder de las corporaciones aún dominaba la estructura política, pero las Alianzas propagaban nuevas ideas y un nuevo espíritu. En esos momentos, ya como partido político, pasaron a ser el Partido Popular (o Partido Populista) y, en 1890, se reunieron en una convención en Topeka (Kansas). Mary Ellen Lease -gran oradora populista del estado- se dirigió a una muchedumbre entusiasta:
Wall Street controla el país. Ya no es un gobierno de la gente, por la gente y para la gente, sino un gobierno de Wall Street, por Wall Street y para Wall Street. Queremos la posibilidad de pedir créditos directamente al gobierno. Queremos que se erradique el maldito sistema de ejecución de hipotecas. Nos mantendremos en nuestras casas y en nuestros hogares, por la fuerza si es necesario, y no pagaremos nuestras deudas a los tiburones de las compañías prestamistas, hasta que el gobierno nos pague sus deudas.
La gente está acorralada. Que tengan cuidado los sabuesos del dinero que nos han acosado hasta ahora.
En la convención nacional del Partido Popular de 1892 en Saint Louis, elaboraron un programa político. Ignatius Donnelly, otro de los grandes oradores del movimiento, escribió el preámbulo y lo leyó a los allí reunidos:
Estamos aquí reunidos en medio de una nación al borde de la ruina moral, política y material. La corrupción domina las urnas, las legislaturas, el Congreso, y toca incluso el armiño de las togas del tribunal. La gente está desmoralizada, los periódicos, subvencionados o amordazados, la opinión pública silenciada, los negocios están de capa caída, nuestras casas, hipotecadas, el trabajo, empobrecido, y la tierra se concentra en manos de los capitalistas.
Una convención electoral del Partido Popular, reunida en Omaha en julio de 1892, propuso como candidato a presidente a James Weaver, un populista de lowa y antiguo general del ejército de la Unión. Ahora, el movimiento populista estaba sujeto al sistema electoral. Weaver consiguió más de un millón de votos, pero perdió.
El Partido Popular tenía la tarea de unir a grupos diversos republicanos del norte con demócratas del sur, trabajadores urbanos con granjeros y negros con blancos. En el sur, se desarrolló una Alianza Nacional de Granjeros de Color, que contaba aproximadamente con un millón de afiliados, pero estaba organizada y dirigida por blancos. También había organizadores negros, pero no les resultaba fácil convencer a los granjeros negros de que, incluso si se consiguieran reformas económicas, los negros tendrían el mismo acceso a ellas que los blancos. Los negros se habían vinculado al partido Republicano, el partido de Lincoln y de las leyes de derechos civiles.
Había blancos que veían la necesidad de una unidad racial. Un periódico de Alabama escribió:
La Alianza blanca y la de color están unidas en su guerra contra los trusts.
Algunos negros de la Alianza hacían similares llamamientos a la unidad. Un líder de la Alianza de Color de Florida dijo: “Somos conscientes del hecho de que el trabajador de color y el trabajador blanco tienen los mismos intereses comunes”.
Cuando en el verano de 1891 se fundó en Dallas el Partido Popular de Texas, éste era interracial y radical. Había francos y vigorosos debates entre blancos y negros. Un delegado negro, activista de la Orden del Trabajo, insatisfecho con las vagas afirmaciones sobre la “igualdad”, dijo:
Si somos iguales, ¿por qué el sheriff no nombra a negros en los Jurados? ¿Y por qué ponen el cartel de “negro” en los vagones de pasajeros? Quiero decir a mi gente lo que va a hacer el Partido Popular. Quiero informarles sobre si van a poner a negros y blancos en los mismos puestos.
Un líder blanco contestó, alegando que había un delegado negro de cada distrito del estado: “Están en la trinchera, igual que nosotros”.
Pero los negros y los blancos se encontraban en situaciones distintas. Los negros eran en su mayoría peones, mientras que la mayoría de los blancos de la Alianza poseían granjas. Cuando, en 1891, la Alianza de Color declaró una huelga en los campos de algodón para conseguir salarios de un dólar diario para los recogedores de algodón, Leonidas Polk, presidente de la Alianza blanca, la criticó como algo dañino para los granjeros de la Alianza, que tendrían que pagar ese salario.
En el sur hubo alguna unidad entre blancos y negros en las urnas, que desembocó en la elección de unos pocos negros en los comicios locales de Carolina del Norte. Un granjero blanco de Alabama escribió en un periodico en 1892 “Ojalá el Tío Sam pudiera rodear las urnas con bayonetas en la zona de los negros para que los negros consiguieran una votación justa”. En Georgia hubo delegados negros en las convenciones del tercer partido: dos en 1892, veinticuatro en 1894. La plataforma del Partido Popular de Arkansas se dirigió a los “oprimidos, sin tener en cuenta su raza”.
Sin embargo, había mucho racismo, y el partido Demócrata jugaba con eso, ganándose a muchos granjeros del Partido Popular. Cuando a los arrendatarios blancos que fracasaban en el sistema de derecho de retención de las cosechas, los desahuciaban de sus tierras y los reemplazaban con negros, el odio racista se intensificaba. Los estados del sur -comenzando con Mississippi, en 1890- estaban redactando nuevas constituciones para impedir, mediante diversos procedimientos, que los negros votasen y para mantener una segregación rigurosa en todos los ámbitos de la vida. Las leyes que quitaban el voto a los negros -impuestos electorales, pruebas de alfabetización o requisitos de propiedad- a menudo también impedían votar a los blancos pobres. Y los líderes políticos del sur lo sabían. En la convención constitucional de Alabama, uno de los líderes dijo que quería quitar el voto “a todos los que no están capacitados o no cumplen los requisitos, y si esa ley afecta a un blanco igual que a un negro, pues que se vaya”.
Tom Watson, el líder populista de Georgia, defendía la unidad racial:
Os mantienen separados para que os puedan desplumar por separado de vuestros ahorros. Hacen que os odiéis mutuamente porque sobre ese odio se apoya la piedra angular del arco del despotismo financiero que os esclaviza a ambos.
Watson necesitaba el apoyo de los negros para un partido de blancos, y cuando más tarde vio que dicho apoyo ya no era útil sino embarazoso, se hizo tan elocuente a la hora de apoyar el racismo como lo había sido para oponerse a él.
Esta época ilustraba las complejidades del conflicto de clase y de raza. Durante la campaña electoral de Watson, lincharon a quince negros. Después de 1891, la legislatura de Georgia, controlada por la Alianza -señala Allen-, “adoptó el mayor número de proyectos de ley antinegros decretados jamás en un sólo año en la historia de Georgia”. Y sin embargo, en 1896, la plataforma del estado de Georgia del Partido Popular denunció los linchamientos y el terrorismo, y pidió la abolición del sistema de arriendo de reos.
C. Vann Woodward subraya la cualidad única de la experiencia populista en el sur: “Nunca antes o después se juntaron tanto las dos razas del sur como lo hicieron durante las luchas populistas”. El movimiento populista hizo también un intento notable para crear una cultura nueva e independiente para los granjeros del país. La Alliance Lecture Bureau (Oficina de Conferencias de la Alianza) se extendió por todo el país y contaba con 35.000 conferenciantes. Los populistas imprimían a raudales libros y panfletos en sus imprentas. Su objetivo era educar a los granjeros, revisando las teorías ortodoxas sobre la historia, la economía y la política.
Una revista populista, la National Economist, contaba con 100.000 lectores. En la década de 1890, había más de mil periódicos populistas.
Los libros escritos por líderes populistas -como el libro de Henry Demarest Lloyd Wealth Against Commonwealth (La riqueza contra el bien público), o el de William Harvey Coin Financial Schoolfueron muy leídos. El movimiento populista influyó profundamente en la vida del sur.
Sólo había conexiones irregulares y ocasionales entre el movimiento agrario y el laborista. Ninguno habló con suficiente elocuencia sobre las necesidades del otro. Y sin embargo, había signos de una conciencia común que, en diferentes circunstancias, podía dar lugar a un movimiento unificado y progresivo.
No hay duda de que los populistas, como la mayoría de los americanos blancos, tenían racismo y nativismo en su mentalidad, aunque en parte era simplemente que no consideraban el tema de la raza tan importante como el sistema económico. El Farmers’ Alliance dijo: “El Partido Popular ha surgido no para liberar a los negros sino para emancipar a todos los hombres… para conseguir libertad industrial para todos, sin la cual no puede haber libertad política”.
Al final, el movimiento populista no consiguió unir a blancos y negros, ni a trabajadores urbanos con granjeros. Ese hecho, combinado con el atractivo de la política electoral, destruyeron el movimiento populista. Una vez aliado con el Partido Demócrata para apoyar la candidatura a presidente de William Jennings Bryan en 1896, el populismo se ahogó en un mar de políticas democráticas. La presión para la victoria electoral hizo que el populismo pactara con los partidos mayoritarios en una ciudad tras otra. Si ganaban los demócratas, el populismo sería absorbido. Si perdían los demócratas, se desintegraría. La estrategia electoral puso en la cúpula a los agentes políticos, en lugar de poner a los radicales agrarios.
No faltaron populistas radicales que se percataron de esto. Decían que una fusión con los demócratas para intentar “ganar”, les haría perder lo que realmente necesitaban: un movimiento político independiente. Decían que la tan cacareada “plata libre” no cambiaría nada fundamental del sistema capitalista.
Henry Demarest Lloyd se fijó en que la candidatura de Bryan estaba subvencionada en parte por Marcus Daly (de la Compañía de Cobre Anaconda) y por William Randolph Hearst (de los intereses de plata del oeste). Lloyd vio las intenciones que se escondían tras la retórica de Bryan, que exaltaba a una multitud de veinte mil personas en la Convención Demócrata y escribió amargamente:
Esa pobre gente está lanzando sus sombreros al aire por los que prometen sacarles del atolladero por la ruta de las divisas. Van a tener a esa gente vagando durante cuarenta años en el laberinto de las divisas, igual que les han mareado durante cuarenta años con el proyecto de ley de tarifas.
En las elecciones de 1896, con el movimiento populista fusionado con el partido Demócrata, Bryan, el candidato demócrata, fue derrotado por William McKinley, por el que se movilizaron las corporaciones y la prensa en lo que sería el primer uso masivo de dinero en una campaña electoral. Parecía que no se podía tolerar ni siquiera una pizca de populismo en el partido Demócrata, así que, para asegurarse, los grandes cañones del Establishment lanzaron toda su munición. Era una época -como lo han sido a menudo las épocas electorales en Estados Unidos- que servía para consolidar el sistema tras años de protesta y rebelión. En el sur, tenían a los negros balo control. Estaban expulsando a los indios de las planicies del oeste para siempre. Un frío día de invierno en 1890, soldados del ejército de los Estados Unidos atacaron a los indios acampados en Wounded Knee (Dakota del Sur) y asesinaron a trescientos hombres, mujeres y niños. Era el punto culminante de cuatrocientos años de violencia, que empezó con Colón y que dejaban claro que este continente pertenecía al hombre blanco. Pero sólo a algunos blancos, ya que para 1896 era evidente que el Estado se hallaba presto para aplastar las huelgas laborales, legalmente si fuera posible o por la fuerza si fuera necesario. Y donde se desarrollaba un amenazante movimiento masivo, el sistema de dos partidos se apresuraba a mandar a una de sus columnas para rodear al movimiento y dejarlo sin vitalidad. Y siempre se podía recurrir al patriotismo como un modo de ahogar el resentimiento de clase, con un torrente de eslóganes para la unidad nacional. McKinley, en una rara conexión retórica entre el dinero y la bandera, había dicho:
Este año va a ser un año de patriotismo y de devoción al país. Me alegra saber que la gente en todos los sitios del país quiere ser devota a una bandera, las gloriosas rayas y estrellas, que la gente de este país quiere mantener el honor financiero del país con tanta devoción como mantienen el honor de la bandera.
El acto supremo del patriotismo era la guerra. Dos años después de que McKinley fuera presidente, Estados Unidos declaró la guerra a España.


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