Las venas abiertas de América Latina es un ensayo del escritor uruguayo Eduardo Galeano publicado en 1971 a la edad de 31 años. En esta obra, el autor opina sobre la historia de América Latina de modo global desde la Colonización europea de América hasta la América Latina contemporánea, argumentando con crónicas y narraciones el constante saqueo de los recursos naturales de la región por parte de los imperios coloniales, entre los siglos XVI y XIX, y los Estados imperialistas, el Reino Unido y los Estados Unidos principalmente, desde el siglo XIX en adelante. La obra recibió mención honorífica del Premio Casa de las Américas.
La publicación del libro (1971) coincide con una época plagada de enfrentamientos sociales, políticos e ideológicos en América Latina, en el contexto mundial de la Guerra Fría. Entonces, Galeano trabajaba como periodista, editando libros, y estaba empleado en el Departamento de Publicaciones de la Universidad de la República. Según Galeano, tardó “cuatro años de investigación y recolección de la información que necesitaba, y unas noventa noches en escribir el libro”.
En 1973, poco después de la publicación, tuvo lugar el golpe de Estado en Uruguay, con la consiguiente instauración de una dictadura cívico-militar, la cual forzó a Galeano al exilio. Como resultado de la perspectiva de izquierda del libro, fue censurado durante los gobiernos militares de Chile (de Augusto Pinochet), Argentina (de Jorge Rafael Videla) y el mismo Uruguay. En todas estas dictaduras, en extremo violentas se hallaba la mano y el respaldo de uno de los imperios denunciados por Galeano: los Estados Unidos de América.
El autor aseguró que “No sería capaz de leerlo de nuevo. Caería desmayado” durante una entrevista en la Segunda Bienal del Libro en Brasilia en 2014. “Para mí, esa prosa de la izquierda tradicional es aburridísima. Mi físico no aguantaría. Sería ingresado al hospital”, dijo Galeano, en una rueda de prensa recogida por Agencia Brasil y el blog Socialista Morena.2
“No me arrepiento de haberlo escrito, pero es una etapa que, para mí, está superada”.
Esta obra marcó la época en la que se escribió, causando honda huella en los sectores juveniles críticos. Numerosos intelectuales han llegado a considerar a este libro como La Biblia Latinoamericana.
El libro fue extraordinariamente popular en América Latina después de su publicación, convirtiéndose en uno de los clásicos de la literatura política del continente. Las ediciones posteriores a 1997 llevan un prólogo de la célebre escritora chilena Isabel Allende. Fue censurado por las dictaduras militares de Uruguay, Argentina y Chile
GRACIAS AL SACRIFICIO DE LOS ESCLAVOS EN EL CARIBE, NACIERON LA MÁQUINA DE JAMES WATT Y LOS CAÑONES DE WASHINGTON
El Che Guevara decía que el subdesarrollo es un enano de cabeza enorme y panza hinchada: sus piernas débiles y sus brazos cortos no armonizan con el resto del cuerpo. La Habana resplandecía, zumbaban los cadillacs por sus avenidas de lujo y en el cabaret más grande del mundo ondulaban, al ritmo de Lecuona, las vedettes más hermosas; mientras tanto, en el campo cubano, sólo uno de cada diez obreros agrícolas bebía leche, apenas un cuatro por ciento consumía carne y, según el Consejo Nacional de Economía, las tres quintas partes de los trabajadores rurales ganaban salarios que eran tres o cuatro veces inferiores al costo de la vida. Pero el azúcar no sólo produjo enanos. También produjo gigantes o, al menos, contribuyó intensamente al desarrollo de los gigantes. El azúcar del trópico latinoamericano aportó un gran impulso a la acumulación de capitales para el desarrollo industrial de Inglaterra, Francia, Holanda y, también, de los Estados Unidos, al mismo tiempo que mutiló la economía del nordeste de Brasil y de las islas del Caribe y selló la ruina histórica de África. El comercio triangular entre Europa, África y América tuvo por viga maestra el tráfico de esclavos con destino a las plantaciones de azúcar. «La historia de un grano de azúcar es toda una lección de economía política, de política y también de moral», decía Augusto Cochin. Las tribus de África occidental vivían peleando entre sí, para aumentar, con los prisioneros de guerra, sus reservas de esclavos. Pertenecían a los dominios coloniales de Portugal, pero los portugueses no tenían naves ni artículos industriales que ofrecer en la época del auge de la trata de negros, y se convirtieron en meros intermediarios entre los capitanes negreros de otras potencias y los reyezuelos africanos. Inglaterra fue, hasta que ya no le resultó conveniente; la gran campeona de la compra y venta de carne humana. Los holandeses tenían, sin embargo, más larga tradición en el negocio, porque Carlos V les había regalado el monopolio del transporte de negros a América tiempo antes de que Inglaterra obtuviera el derecho de introducir esclavos en las colonias ajenas. Y en cuanto a Francia, Luis XIV, el Rey Sol, compartía con el rey de España la mitad de las ganancias de la Compañía de Guinea, formada en 1701 para el tráfico de esclavos hacia América, y su ministro Colbert, artífice de la industrialización francesa, tenía motivos para afirmar que la trata de negros era «recomendable para el progreso de
la marina mercante nacional» (37 L. Capitan y Henri Lorin, El trabajo en América, antes v después de Colón, Buenos Aires, 1948.)
Adam Smith decía que el descubrimiento de América había «elevado el sistema mercantil a un grado de esplendor y gloria que de otro modo no hubiera alcanzado jamás». Según Sergio Bagú, el más formidable motor de acumulación del capital mercantil europeo fue la esclavitud americana; a su vez, ese capital resultó «la piedra fundamental sobre la cual se construyó el gigantesco capital industrial de los tiempos contemporáneos» (38 Sergio Bagú, op. cit.)
La resurrección de la esclavitud grecorromana en el Nuevo Mundo tuvo propiedades milagrosas: multiplicó las naves, las fábricas, los ferrocarriles y los bancos de países que no estaban en el origen ni, con excepción de los Estados Unidos, tampoco en el destino de los esclavos que cruzaban el Atlántico. Entre los albores del siglo XVI y la agonía del siglo XIX, varios millones de africanos, no se sabe cuántos, atravesaron el océano; se sabe, sí, que fueron muchos más que los inmigrantes blancos, provenientes de Europa, aunque, claro está, muchos menos sobrevivieron. Del Potomac al río de la Plata, los esclavos edificaron la casa de sus amos, talaron los bosques, cortaron y molieron las cañas de azúcar, plantaron algodón, cultivaron cacao, cosecharon café y tabaco y rastrearon los cauces en busca de oro. ¿A cuántas Hiroshimas- equivalieron sus exterminios sucesivos? Como decía un plantador inglés de Jamaica, «a los negros es más fácil comprarlos que criarlos». Caio Prado calcula que hasta principios del siglo XIX habían llegado a Brasil entre cinco y seis millones de africanos; para entonces, ya Cuba era un mercado de esclavos tan grande como lo había sido, antes, todo el hemisferio occidental. (39 Daniel P. Mannix y M.
Cowley. Historia de la trata de !egros, Madrid, 1962).
Allá por 1562, el capitán John Hawkins había arrancado trescientos negros de contrabando de la Guinea portuguesa. La reina Isabel se puso furiosa: «Esta aventura -sentenció- clama venganza del cielo». Pero Hawkins le contó que en el Caribe había obtenido, a cambio de los esclavos, un cargamento de azúcar y pieles, perlas y jengibre. La reina perdonó al pirata y se convirtió en su socia comercial. Un siglo después, el duque de York marcaba al hierro candente sus iniciales, DY, sobre la nalga izquierda o el pecho de los tres mil negros que anualmente conducía su empresa hacia las «islas del azúcar». La Real Compañía Africana, entre cuyos accionistas figuraba el rey Carlos II, daba un trescientos por ciento de dividendos, pese a que, de los 70 mil esclavos que embarcó entre 1680 y 1688, sólo 46 mil sobrevivieron a la travesía. Durante el viaje, numerosos africanos morían víctima de epidemias o desnutrición, o se suicidaban negándose a comer, ahorcándose con sus cadenas o arrojándose por la borda al océano erizado de aletas de tiburones. Lenta pero firmemente, Inglaterra iba quebrando la hegemonía holandesa en la trata de negros. La South Sea Company fue la principal usufructuaria del «derecho de asiento» concedido a los ingleses por España, y en ella estaban envueltos los más prominentes personajes de la política y las finanzas británicas; el negocio, brillante como ninguno, enloqueció a la bolsa de valores de Londres y desató una especulación de leyenda.
El transporte de esclavos elevó a Bristol, sede de astilleros, al rango de segunda ciudad de Inglaterra, y convirtió a Liverpool en el mayor puerto del mundo. Partían los navíos con sus bodegas cargadas de armas, telas, ginebra, ron, chucherías y vidrios de colores, que serían el medio de pago para la mercadería humana de África, que a su vez pagaría el azúcar, el algodón, el café y el cacao de las plantaciones coloniales de América. Los ingleses imponían su reinado sobre los mares. A fines del siglo XVIII, África y el Caribe daban trabajo a ciento. ochenta mil obreros textiles en Manchester; de Sheffield provenían los cuchillos, y de Birmingham, 150 mil mosquetes por año(10 Eric Williams, Capitalism and Slavery,Chapel Hill, Carolina del Norte, 1944.) . Los caciques africanos recibían las mercancías de la industria británica y entregaban los cargamentos de esclavos a los capitanes negreros. Disponían, así, de nuevas armas y abundante aguardiente para emprender las próximas cacerías en las aldeas. También proporcionaban marfiles, ceras y aceite de palma. Muchos de los esclavos provenían de la selva y no habían visto nunca el mar; confundían los rugidos del océano con los de alguna bestia sumergida que los esperaba para devorarlos o, según el testimonio de un traficante de la época, creían, y en cierto modo no se equivocaban, que «iban a ser llevados como carneros al matadero, siendo su carne muy apreciada por los europeos» (41 Daniel P.
Mannix y M. Cowley, op. cil) . De muy poco servían los látigos de siete colas para contener la desesperación suicida de los africanos.
Los «fardos» que sobrevivían al hambre, las enfermedades y el hacinamiento de la travesía, eran exhibidos en andrajos, pura piel y huesos, en la plaza pública, luego de desfilar por las calles coloniales al son de las gaitas. A los que llegaban al Caribe demasiado exhaustos se los podía cebar en los depósitos de esclavos antes de lucirlos a los ojos de los compradores; a los enfermos se los dejaba morir en los muelles. Los esclavos eran vendidos a cambio de dinero en efectivo o pagarés a tres años de plaza. Los barcos zarpaban de regreso a Liverpool llevando diversos productos tropicales: a comienzos del siglo XVIII, las tres cuartas partes del algodón que hilaba la industria textil inglesa provenían de las Antillas, aunque luego Georgia y Louisiana serían sus principales fuentes; a mediados del siglo, había ciento veinte refinerías de azúcar en Inglaterra.
Un inglés podía vivir, en aquella época, con unas seis libras al año; los mercaderes de esclavos de Liverpool sumaban ganancias anuales por más de un millón cien mil libras, contando exclusivamente el dinero obtenido en el Caribe y sin agregar los beneficios del comercio adicional. Diez grandes empresas controlaban los dos tercios del tráfico. Liverpool inauguró un nuevo sistema de muelles; cada vez se construían más buques, más largos y de mayor calado. Los orfebres ofrecían «candados y collares de plata para negros y perros», las damas elegantes se mostraban en público acompañadas de un mono vestido con un jubón bordado y un niño esclavo, con turbante y bombachudos de seda. Un economista describía por entonces la trata de negros como «el principio básico y fundamental de todo lo demás; como el principal resorte de la máquina que pone en movimiento cada rueda del engranaje». Se propagaban los bancos en Liverpool y Manchester, Bristol, Londres y Glasgow; la empresa de seguros Lloyd’s acumulaba ganancias asegurando esclavos, buques y plantaciones. Desde muy temprano, los avisos del London Gazette indicaban que los esclavos fugados debían ser devueltos a Lloyd’s. Con fondos del comercio negrero se construyó el gran ferrocarril inglés del oeste y nacieron industrias como las fábricas de pizarras de Gales. El capital acumulado en el comercio triangular –manufacturas, esclavos, azúcar- hizo posible la invención de la máquina de vapor: James Watt fue subvencionado por mercaderes que habían hecho así su fortuna. Eric Williams lo afirma en su documentada obra sobre el tema.
A principios del siglo XIX , Gran Bretaña se convirtió en la principal impulsora de la campaña antiesclavista. La industria inglesa ya necesitaba mercados internacionales con mayor poder adquisitivo, lo que obligaba a la propagación del régimen de salarios. Además, al establecerse el salario en las colonias inglesas del Caribe, el azúcar brasileño, producido con mano de obra esclava, recuperaba
ventajas por sus bajos costos comparativos. (42 La primera ley que expresamente prohibió la esclavitud en Brasil
no fue brasileña. Fue, y no por casualidad, inglesa. El Parlamento británico la votó el 8 de agosto de 1845. Osny Duarte Pereira, Quem faz as leis no Brasil?, Río de janeiro, 1963.)
La Armada británica se lanzaba al asalto de los buques negreros, pero el tráfico continuaba creciendo para abastecer a Cuba y a Brasil. Antes de que los botes ingleses llegaran a los navíos piratas, los esclavos eran arrojados por la borda: adentro sólo se encontraba el olor, las calderas calientes y un capitán muerto de risa en cubierta. La represión del tráfico elevó los precios y aumentó enormemente las ganancias. A mediados del siglo, los traficantes entregaban un fusil viejo por cada esclavo vigoroso que arrancaban del África, para luego venderlo en Cuba a más de seiscientos dólares.
Las pequeñas islas del Caribe habían sido infinitamente más importantes, para Inglaterra, que sus colonias del norte. A Barbados, Jamaica y Montserrat se les prohibía fabricar una aguja o una herradura por cuenta propia. Muy diferente era la situación de Nueva Inglaterra, y ello facilitó su desarrollo económico y, también, su independencia política.
Por cierto que la trata de negros en Nueva Inglaterra dio origen a gran parte del capital que facilitó la revolución industrial en Estados Unidos de América. A mediados del siglo XVIII, los barcos negreros del norte llevaban desde Boston, Newport o Providence barriles llenos de ron hasta las costas de África; en África los cambiaban por esclavos; vendían los esclavos en el Caribe y de allí traían la melaza a Massachusetts, donde se destilaba y se convertía, para completar el ciclo, en ron. El mejor ron de las Antillas, el West Indian Rum, no se fabricaba en las Antillas. Con capitales obtenidos de este tráfico de esclavos, los hermanos Brown, de Providence, instalaron el horno de fundición que proveyó de cañones al general George
Washington para la guerra de la independencia. (43 Daniel P. Mvnnix y M. Cowley, op. cit). Las plantaciones azucareras del Caribe, condenadas como estaban al monocultivo de la caña, no sólo pueden considerarse el centro dinámico del desarrollo de las «trece colonias» por el aliento que la trata de negros brindó a la industria naval y a las destilerías de Nueva Inglaterra. También constituyeron el gran mercado para el desarrollo de las exportaciones de víveres, maderas e implementos diversos con destino a los ingenios, con lo cual dieron viabilidad económica a la economía granjera y precozmente manufacturera del Atlántico norte. En gran escala, los navíos fabricados por los astilleros de los colonos del norte llevaban al Caribe peces frescos y ahumados, avena y granos, frijoles, harina, manteca, queso, cebollas, caballos y bueyes, velas y jabones, telas, tablas de pino, roble y cedro para las cajas de azúcar (Cuba contó con la primera sierra de vapor que llegó a la América hispánica pero no tenía madera que cortar) y duelas, arcos, aros, argollas y clavos.
Así se iba trasvasando la sangre por todos estos procesos. Se desarrollaban los países desarrollados de nuestros días: se subdesarrollaban los subdesarrollados.
EL ARCOÍRIS ES LA RUTA DEL RETORNO A GUINEA
En 1518 el licenciado Alonso Zuazo escribía a Carlos V desde la Dominicana: «Es vano el temor de que los negros puedan sublevarse; viudas hay en las islas de Portugal muy sosegadas con ochocientos esclavos; todo está en cómo son gobernados. Yo hallé al venir algunos negros ladinos, otros huidos a monte; azoté a unos, corté las orejas a otros; y ya no se ha venido más queja». Cuatro años después estalló la primera sublevación de esclavos en América: los esclavos de Diego Colón, hijo del descubridor, fueron los primeros en levantarse y terminaron colgados de las horcas en los senderos del ingenio (44 Fernando Ortiz, op. cit.) Se sucedieron otras rebeliones en Santo Domingo y luego en todas las islas azucareras del Caribe. Un par de siglos después del sobresalto de Diego Colón, en el otro extremo de la misma isla, los esclavos cimarrones huían a las regiones más elevadas de Haití y en las montañas reconstruían la vida africana: los cultivos de alimentación, la adoración de los dioses, las costumbres. El arcoíris señala todavía, en la actualidad, la ruta del retorno a Guinea para el pueblo de Haití. En una nave de vela blanca… En la Guayana holandesa, a través del río Courantyne, sobreviven desde hace tres siglos las comunidades de los djukas, descendientes de esclavos que habían huido por los bosques de Surinam. En estas aldeas, subsisten «santuarios similares a los de Guinea, y se cumplen danzas y ceremonias que podrían celebrarse en Ghana. Se utiliza el lenguaje de los tambores, muy parecido a los tambores de Ashanti»(45 Philip
Reno, El drama de la Guayana británica. Un pueblo desde la esclavitud a la. lucha por el socialismo, Monthl•, Review, núm. 17/18,
Buenos Aires, enero-febrero de 1965) . La primera gran rebelión de los esclavos de la Guayana ocurrió cien años después de la fuga de los djukas: los holandeses recuperaron las plantaciones y quemaron a fuego lento a los líderes de los esclavos. Pero tiempo antes del éxodo de los diukas, los esclavos cimarrones de Brasil habían organizado el reino negro de los Palmares, en el nordeste de Brasil, y victoriosamente resistieron, durante todo el siglo XVII, el asedio de las decenas de expediciones militares que lanzaron para abatirlo, una tras otra, los holandeses y los portugueses. Las embestidas de millares de soldados nada podían contra las tácticas guerrilleras que hicieron invencible, hasta 1693, el vasto refugio. El reino independiente de los Palmares -convocatoria a la rebelión, bandera de la libertad- se había organizado como un estado «a semejanza de los muchos que existían en África en el siglo XVII»
‘(46 Edison Carneiro, O quilombo dos Palrnares, Río de Janeiro, 1966.). Se extendía desde las vecindades del
Cabo de Santo Agostinho, en Pernambuco, hasta la zona norteña del río San Francisco, en Alagoas: equivalía a la tercera parte del territorio de Portugal y estaba rodeado por un espeso cerco de selvas salvajes. El jefe máximo era elegido entre los más hábiles y sagaces: reinaba el hombre «de mayor
prestigio y felicidad en la guerra o en el mando» (47 Nina Rodrigues, Os africanos no Brasil, Río de janeiro, 1932.). En plena época de las plantaciones azucareras omnipotentes, Palmares era el único rincón de Brasil donde se desarrollaba el policultivo. Guiados por la experiencia adquirida por ellos mismos o por sus antepasados en las sabanas y en las selvas tropicales de África, los negros cultivaban el maíz, el boniato, los frijoles, la mandioca, las bananas y otros alimentos. No en vano, la destrucción de los cultivos aparecía como el objetivo principal de las tropas coloniales lanzadas a la recuperación de los hombres que, tras la travesía del mar con cadenas en los pies, habían desertado de las plantaciones.
La abundancia de alimentos de Palmares contrastaba con las penurias que, en plena prosperidad, padecían las zonas azucareras del litoral. Los esclavos que habían conquistado la libertad la defendían con habilidad y coraje porque compartían sus frutos: la propiedad de la tierra era comunitaria y no circulaba el dinero en el estado negro. «No figura en la historia universal ninguna rebelión de esclavos tan prolongada como la de Palmares. La de Espartaco, que conmovió el sistema esclavista más importante de la
antigüedad, duró dieciocho meses» (48 Décio de Freitas A guerra dos escravos, inédito.) . Para la
batalla final, la corona portuguesa movilizó el mayor ejército conocido hasta la muy posterior independencia de Brasil. No menos de diez mil personas defendieron la última fortaleza de Palmares; los sobrevivientes fueron degollados, arrojados a los precipicios o vendidos a los mercaderes de Río de Janeiro y Buenos Aires. Dos años después, el jefe Zumbi, a quien los esclavos consideraban inmortal, no pudo escapar a una traición. Lo acorralaron en la selva y le cortaron la cabeza. Pero las rebeliones continuaron. No pasaría mucho tiempo antes de que el capitán Bartolomeu Bueno Do Prado regresara del río das Mortes con sus trofeos de la victoria contra una nueva sublevación de esclavos. Traía tres mil novecientos pares de orejas en las alforjas de los caballos.
También en Cuba se sucederían las sublevaciones. Algunos esclavos se suicidaban en grupo; burlaban al amo «con su huelga eterna y su inacabable cimarronería por el otro mundo», dice Fernando Ortiz. Creían que así resucitaban, carne y espíritu, en África. Los araos mutilaban los cadáveres, para que resucitaran castrados, mancos o decapitados, y de este modo conseguían que muchos renunciaran a la idea de matarse. Allá por 1870, según la reciente versión de un esclavo que en su juventud había huido a los montes de Las Villas, los negros ya no se suicidaban en Cuba. Mediante un cinturón mágico, «se, iban volando, volaban por el cielo y cogían para su tierra», o se perdían en la sierra porque «cualquiera se cansaba de vivir. Los que se acostumbraban tenían el espíritu flojo. La vida en el monte era más saludable»
. (49 Esteban Montejo tenía más de un siglo de edad cuando contó su historia a Miguel Barnet (Biografía de un cimarrón, Buenos Aires, 1968).
Los dioses africanos continuaban vivos entre los esclavos de América como vivas continuaban, alimentadas por la nostalgia, las leyendas y los mitos de las patrias perdidas. Parece evidente que los negros expresaban así, en sus ceremonias, en sus danzas, en sus conjuros, la necesidad de afirmación de una identidad cultural que el cristianismo negaba. Pero también ha de haber influido el hecho de que la Iglesia estuviera materialmente asociada al sistema de explotación que sufrían. A comienzos del siglo XVIII, mientras en las islas inglesas los esclavos convictos de crímenes morían aplastados entre los tambores de los trapiches de azúcar y en las colonias francesas se los quemaba vivos o se los sometía al suplicio de la rueda, el jesuita Antonil formulaba dulces recomendaciones a los dueños de ingenios en Brasil, para evitar excesos semejantes: «A los administradores no se les debe consentir de ninguna manera dar puntapiés principalmente en la barriga de las mujeres que andan preñadas ni dar garrotazos a los esclavos, porque en la cólera no se miden los golpes y pueden herir en la cabeza a un esclavo eficiente, que vale mucho
dinero, y perderlo» (50 Roberto C. Simonsen, História económica do Brasil (1500-1820), São Paulo, 1962.)
En Cuba, los mayorales descargaban sus látigos de cuero o cáñamo sobre las espaldas de las esclavas embarazadas que habían incurrido en falta, pero no sin antes acostarlas boca abajo, con el vientre en un hoyo, para no estropear la «pieza» nueva en gestación. Los sacerdotes, que recibían como diezmo el cinco por ciento de la producción de azúcar, daban su absolución cristiana: el mayoral castigaba como Jesucristo a los pecadores. El misionero apostólico Juan Perpiñá y Pibernat publicaba sus sermones a los negros: «!Pobrecitos! No os asustéis porque sean muchas las penalidades que tengáis que sufrir como esclavos. Esclavo puede ser vuestro cuerpo:
pero libre tenéis el alma para volar un día a la feliz mansión de los escogidos»` (51
Manuel Moreno Fraginals, op. cit. Un jueves santo, el ronde de Casa Bayona decidió humillarse ante sus esclavos. Inflamado de fervor cristiano, lavó los pies a doce negros y los sentó a comer, con él, a su mesa. Fue la última cena propiamente dicha. Al día siguiente, los esclavos se sublevaron, y prendieron fuego al ingenio. Sus cabezas fueron clavadas sobre doce lanzas, en el centro del batey.)
El dios de los parias no es siempre el mismo que el dios del sistema que los hace parias. Aunque la religión católica abarca, en la información oficial, el 94 por ciento de la población de Brasil, en la realidad la población negra conserva vivas sus tradiciones africanas y viva perpetúa su fe religiosa, a menudo camuflada tras las
figuras sagradas del cristianismo (52 Eduardo Galeano, Los dioses y los diablos en las lavelas de Río, en Amaru, núm. 10, Lima, junio de 1969.). Los cultos de raíz africana encuentran amplia proyección entre los oprimidos -cualquiera que sea el color de su piel. Otro tanto ocurre en las Antillas. Las divinidades del vudú de Haití, el bembé de Cuba y la umbanda y la quimbanda de Brasil son más o menos las mismas, pese a la mayor o menor transfiguración que han sufrido, al nacionalizarse en tierras de América, los ritos y los dioses originales. En el Caribe y en Bahía se entonan los cánticos ceremoniales en nagó, yoruba, congo y otras lenguas africanas. En los suburbios de las grandes ciudades del sur de Brasil, en cambio, predomina la lengua portuguesa, pero han brotado de la costa del oeste de Africa las divinidades del bien y del mal que han atravesado los siglos para transformarse en los fantasmas vengadores de los marginados, la pobre gente humillada que clama en las favelas de Río de Janeiro:
Fuerza bahiana, fuerza africana, fuerza divina, ven acá. Ven a ayudarnos.
LA VENTA DE CAMPESINOS
En 1888 se abolió la esclavitud en Brasil. Pero no se abolió el latifundio y ese mismo año un testigo escribía desde Ceará: «El mercado de ganado humano estuvo abierto mientras duró el hambre, pues compradores nunca faltaron. Raro era el
vapor que no conducía gran número de cearenses» (53 Rodolfo Teófilo, Historia de 5éca do Ceará (1877-1880), Río de janeiro, 1922.). Medio millón de nordestinos emigraron a la Amazonia, convocados por los espejismos del caucho, hasta el filo del siglo; desde entonces el éxodo continuó, al impulso de las periódicas sequías que han asolado el sertão y de las sucesivas oleadas de expansión de los latifundios azucareros de la zona da mata. En 1900 cuarenta mil víctimas de la sequía abandonaron Ceará. Tomaban el camino por entonces habitual: la ruta del norte hacia la selva. Después, el itinerario cambió. En nuestros días los nordestinos emigran hacia el centro y el sur de Brasil. La sequía de 1970 arrojó muchedumbres hambrientas sobre las ciudades del nordeste. Saquearon trenes y comercios; a gritos imploraban la lluvia a San José. Los «flagelados» se lanzaron a los caminos. Un cable de abril de 1970 informa: «La policía del estado de Pernambuco detuvo el domingo último, en el municipio de Belém do São Francisco, a 210 campesinos que serían vendidos a propietarios rurales del estado de Minas Gerais a dieciocho dólares por cabeza»(54 France Presse, 21. de abril de 1970.
En 1938, la peregrinación de un vaquero por los calcinados caminos del sertãn había dado origen a una de las mejores novelas de la historia literaria de Brasil. El azote de la sequía sobre los latifundios ganaderos del interior, subordinados a los ingenios de azúcar del litoral, no ha cesado, y tampoco han variado sus consecuencias. El mundo de Vidas secas continúa intacto: el papagayo imitaba el ladrido del perro, porque sus dueños ya casi no hacían uso de la voz humana Graciliano Ramos, Vidas secas,
La Habana, 1964).. Los campesinos provenían de Paraíba y Río Grande do Norte, los dos estados más castigados por la sequía. En junio, los teletipos trasmiten las declaraciones del jefe de la policía federal: sus servicios aún no disponen de los medios eficaces para poner término al tráfico de esclavos, y aunque en los últimos meses se han iniciado diez procedimientos de investigación, continúa la venta de trabajadores del nordeste a los propietarios ricos de otras zonas del país.
El boom del caucho y el auge del café implicaron grandes levas de trabajadores nordestinos. Pero también el gobierno hace uso de este caudal de mano de obra barata, formidable ejército de reserva para las grandes obras públicas. Del nordeste vinieron, acarreados como ganado, los hombres desnudos que en una noche y un día levantaron la ciudad de Brasilia en el centro del desierto. Esta ciudad, la más moderna del mundo, está hoy cercada por un vasto cinturón de miseria: terminado su trabajo, los candangos fueron arrojados a las ciudades satélites. En ellas, trescientos mil nordestinos, siempre listos para todo servicio, viven de los desperdicios de la resplandeciente capital.
El trabajo esclavo de los nordestinos está abriendo, ahora, la gran carretera transamazonica, que cortará Brasil en dos, penetrando la selva hasta la frontera con Bolivia. El plan implica también un proyecto de colonización agraria para extender «las fronteras de la civilización»: cada campesino recibirá diez hectáreas de superficie, si sobrevive a las fiebres tropicales de la floresta. . En el nordeste hay seis millones de campesinos sin tierras, mientras que quince mil personas son dueñas de la mitad de la superficie total. La reforma agraria no se realiza en las regiones ya ocupadas, donde continúa siendo sagrado el derecho de propiedad de los latifundistas, sino en plena selva. Ello significa que los «flagelados» del nordeste abrirán el camino para la expansión del latifundio sobre nuevas áreas. Sin capital, sin medios de trabajo, ¿qué significan diez hectáreas a dos o tres mil kilómetros de distancia de los centros de consumo? Muy distintos son, se deduce, los propósitos reales del gobierno: proporcionar mano de obra a los latifundistas norteamericanos que han comprado o usurpado la mitad de las tierras al norte del río Negro y también a la United States Steel Co., que recibió de manos del general Garrastazú
Médici los enormes yacimientos de hierro y manganeso de la Amazonia (55 Paulo
Schilling, Un nuevo genocidio, en Marcha, número 1.501, Montevideo, julío 10 de 1970. En octubre de 1970, los obispos de Pará denunciaron ante el presidente de Brasil la explotación brutal de los trabajadores nordestinos por parte de las empresas que están construyendo la carretera transamazónica. El gobierno la llama «la obra del siglo».)
EL CICLO DEL CAUCHO: CARUSO INAUGURA UN TEATRO MONUMENTAL EN MEDIO DE LA SELVA
Algunos autores estiman que no menos de medio millón de nordestinos sucumbieron a las epidemias, el paludismo, la tuberculosis o el beriberi en la época del auge de la goma. «Este siniestro osario fue el precio de la industria del caucho»(56 Aurélio Pinheiro, A margem do Amazonas, São Paulo. 1937.). Sin ninguna reserva de vitaminas, los campesinos de las tierras secas realizaban el largo viaje hacia la selva húmeda. Allí los aguardaba, en los pantanosos seringales, la fiebre. Iban hacinados en las bodegas de los barcos, en tales condiciones que muchos sucumbían antes de llegar: anticipaban, así, su próximo destino. Otros, ni siquiera alcanzaban a embarcarse. En 1878, de los ochocientos mil habitantes de Ceará, 120 mil se marcharon rumbo al río Amazonas, pero menos de la mitad pudo llegar; los restantes fueron cayendo, abatidos por el hambre o la enfermedad, en los caminos del sertão o en los suburbios de Fortaleza (57 Rodolfo Teófilo, op. cit.). Un año antes, había comenzado una de las siete mayores sequías de cuantas azotaron el nordeste durante el siglo pasado.
No sólo la fiebre; también aguardaba, en la selva, un régimen de trabajo bastante parecido a la esclavitud. El trabajo se pagaba en especies -carne seca, harina de mandioca, rapadura, aguardiente- hasta que el seringueiro saldaba sus deudas, milagro que rara vez ocurría. Había un acuerdo entre los empresarios para no dar trabajo a los obreros que tuvieran deudas pendientes; los guardias rurales, apostados en las márgenes de los ríos, disparaban contra los prófugos. Las deudas se sumaban a las deudas. A la deuda original, por el acarreo del trabajador desde el nordeste, se agregaba la deuda por los instrumentos de trabajo, machete, cuchillo, tazones, y como el trabajador comía, y sobre todo bebía, porque en los seringales no faltaba el aguardiente, cuanto mayor era la antigüedad del obrero mayor se hacía la deuda por él acumulada. Analfabetos, los nordestinos sufrían sin defensas los pases de prestidigitación de la contabilidad de los administradores.
Priestley había observado, hacia 1770, que la goma servia para borrar los trazos de lápiz sobre el papel. Setenta años después, Charles Goodyear descubrió, al mismo tiempo que el inglés Hancock, el procedimiento de vulcanización del caucho, que le daba flexibilidad y lo tornaba inalterable a los cambios de temperatura. Ya en 1850, se revestían de goma las ruedas de los vehículos. A fines de siglo surgió la industria del automóvil en Estados Unidos y en Europa, y con ella nació el consumo de neumáticos en grandes cantidades. La demanda mundial de caucho creció verticalmente. El árbol de la goma proporcionaba a Brasil, en 1890, una décima parte de sus ingresos por exportaciones; veinte años después, la proporción subía al 40 por ciento, con lo que las ventas casi alcanzaban el nivel del café, pese a que el café estaba, hacia 1910, en el cenit de su prosperidad. La mayor parte de la producción de caucho provenía por entonces del territorio del Acre, que Brasil había arrancado a Bolivia al cabo de una fulminante campaña militar . (58 Bolivia fue mutilada en casi
doscientos mil kilómetros cuadrados. En 1902 recibió una indemnización de dos millones de libras esterlinas y una línea férrea que le abriría el acceso a los ríos Madeira y Amazonas.)
Conquistado el Acre, Brasil disponía de la casi totalidad de las reservas mundiales de goma; la cotización internacional estaba en la cima y los buenos tiempos parecían infinitos. Los seringueiros no los disfrutaban, por cierto, aunque eran ellos quienes salían cada madrugada de sus chozas, con varios recipientes atados por correas a las espaldas, y se encaramaban a los árboles, los hevea brasiliensis gigantescos, para sangrarlos. Les hacían varias incisiones, en el tronco y en las ramas gruesas próximas a la copa; de las heridas manaba el látex, jugo blancuzco y pegajoso que llenaba los jarros en un par de horas. A la noche se cocían los discos planos de goma, que se acumularían luego en la administración de la propiedad. El olor ácido y repelente del caucho impregnaba la ciudad de Manaus, capital mundial del comercio del producto. En 1849 Manaus tenía cinco mil habitantes; en poco más de medio siglo creció a setenta mil. Los magnates del caucho edificaron allí sus mansiones de arquitectura extravagante y plenas de maderas preciosas de Oriente, mayólicas de Portugal, columnas de mármol de Carrara y muebles de ebanistería francesa. Los nuevos ricos de la selva se hacían traer los más caros alimentos desde Río de Janeiro; los mejores modistos de Europa cortaban sus trajes y vestidos; enviaban a sus hijos a estudiar a los colegios ingleses. El teatro Amazonas, monumento barroco de bastante mal gusto, es el símbolo mayor del vértigo de aquellas fortunas a principios de siglo: el tenor Caruso cantó para los habitantes de Manaus la noche de la inauguración, a cambio de una suma fabulosa, después de remontar el río a través de la selva. La Pavlova, que debía bailar, no pudo pasar de la ciudad de Belém, pero hizo llegar sus excusas.
En 1913, de un solo golpe, el desastre se abatió sobre el caucho brasileño. El precio mundial, que había alcanzado los doce chelines tres años atrás, se redujo a la cuarta parte. En 1900 el Oriente sólo había exportado cuatro toneladas de caucho; en 1914 las plantaciones de Ceilán y de Malasia volcaron más de setenta mil toneladas al mercado mundial, y cinco años más tarde seis exportaciones ya estaban arañando las cuatrocientas mil toneladas. En 1919 Brasil, que había disfrutado del virtual monopolio del caucho, sólo abastecía la octava parte del consumo mundial. Medio siglo después Brasil compra en el extranjero más de la mitad de caucho que necesita.
¿Qué había ocurrido? Allá por 1873, Henry Wickham, un inglés que poseía bosques de caucho en el río Tapajós y era conocido por sus manías de botánico, había enviado dibujos y hojas del árbol de la goma al director del jardín de Kew, en Londres. Recibió la orden de obtener una buena cantidad de semillas, las pepitas que el hevea brasiliensis alberga en sus frutos amarillos. Había que sacarlas de contrabando, porque Brasil castigaba severamente la evasión de semillas, y no era fácil: las autoridades revisaban, con pelos y señales, los barcos. Entonces, como por encanto, un buque de la Inman Line se internó dos mil kilómetros más de lo habitual hacia el interior de Brasil. Al regreso, Henry Wickham aparecía entre sus tripulantes. Había elegido las mejores semillas, después de poner los frutos a secar en una aldea indígena, y las traía dentro de un camarote clausurado, envueltas en hojas de plátano y suspendidas por cuerdas en el aire para que no las alcanzaran las ratas a bordo. Todo el resto del barco iba vacío. En Belém do Pará, frente a la desembocadura del río, Wickham invitó a las autoridades a un gran banquete. El inglés tenía fama de chiflado; se sabía en toda la Amazonia que coleccionaba orquídeas. Explicó que llevaba, por encargo del rey de Inglaterra, una serie de bulbos de orquídeas raras para el jardín de Kew. Como eran plantas muy delicadas, explicó, las tenía en un gabinete herméticamente cerrado, a una temperatura especial: si lo abría, se arruinaban las flores. Así, las semillas llegaron, intactas, a los muelles de Liverpool. Cuarenta años más tarde, los ingleses invadían el mercado mundial con el caucho malayo. Las plantaciones asiáticas, racionalmente organizadas a partir de los brotes verdes de Kew, desbancaron sin dificultad la producción extractiva de Brasil.
La prosperidad amazónica se hizo humo. La selva volvió a cerrarse sobre sí misma. Los cazadores de fortunas emigraron hacia otras comarcas; el lujoso campamento se desintegró. Quedaron, sí, sobreviviendo como podían, los trabajadores, que habían sido acarreados desde muy lejos para ser puestos al servicio de la aventura ajena. Ajena, incluso, para el propio Brasil, que no había hecho otra cosa que responder a los cantos de sirena de la demanda mundial de materia prima, pero sin participar en lo más mínimo en el verdadero negocio del caucho: la financiación, la comercialización, la industrialización, la distribución. Y la sirena se quedó muda. Hasta que, durante la segunda guerra mundial, el caucho de la Amazonia brasileña cobró un nuevo empuje transitorio. Los japoneses habían ocupado la Malasia y las potencias aliadas necesitaban desesperadamente abastecerse de goma. También la selva peruana fue
sacudida, en aquellos años cuarenta, por las urgencias del caucho (59 A principios de siglo, las
montañas con bosques de caucho también habían ofrecido a Perú las promesas de un nuevo Eldorado. Francisco García Calderón escribía en El Perú contemporáneo, hacia 1908, que el caucho era la gran riqueza del porvenir. En su novela La casa verde (Barcelona, 1966), Mario Vargas Llosa reconstruye la atmósfera febril en Iquitos y en la selva, donde los aventureros
despojaban a los indios y se despojaban entre sí. La naturaleza se vengaba; dïsponía de la lepra y otras armas.). En Brasil la llamada «batalla del caucho» movilizó nuevamente a los campesinos del nordeste. Según una denuncia formulada en el Congreso cuando la «batalla» terminó, esta vez fueron cincuenta mil los muertos que, derrotados por las pestes y el hambre, quedaron pudriéndose entre los seringales.
LOS PLANTADORES DE CACAO ENCENDÍAN SUS CIGARROS CON BILLETES DE QUINIENTOS MIL REIS
Venezuela se identificó con el cacao, planta originaria de América, durante largo tiempo. «Los venezolanos habíamos sido hechos para vender cacao y distribuir, en
nuestro suelo, las baratijas del exterior», dice Rangel (60 Domingo Alberto Rangel, El proceso del
capitalismo contemporáneo en Venezuela, Caracas, 1968.). Los oligarcas del cacao, más los usureros y los comerciantes, integraban «una Santísima Trinidad del atraso». Junto con el cacao, formando parte de su cortejo, coexistían la ganadería de los llanos, el añil, el azúcar, el tabaco y también algunas minas; pero Gran Cacao fue el nombre con que el pueblo bautizó, acertadamente, a la oligarquía esclavista de Caracas. A costa del trabajo de los negros, esta oligarquía se enriqueció abasteciendo de cacao a la oligarquía minera de México y a la metrópoli española. Desde 1873, se inauguró en Venezuela una edad del café; el café exigía, como el cacao, tierras de vertientes o valles cálidos. Pese a la irrupción del intruso, el cacao continuó, de todos modos, su expansión, invadiendo los suelos húmedos de Carúpano. Venezuela siguió siendo agrícola, condenada al calvario de las caídas cíclicas de los precios del café y del cacao; ambos productos surtían los capitales que hacían posible la vida parasitaria, puro despilfarro, de sus dueños, sus mercaderes y sus prestamistas. Hasta que, en 1922, el país se convirtió de súbito en un manantial de petróleo. A partir de entonces, el petróleo dominó la vida del país. La explosión de la nueva fortuna vino a dar la razón, con más de cuatro siglos de atraso, a las expectativas de los descubridores españoles: buscando sin suerte al príncipe que se bañaba en oro, habían llegado a la locura de confundir una aldehuela de Maracaibo con Venecia, espejismo al que Venezuela debe su nombre; y Colón había creído que en el golfo de Paria nacía el
Paraíso Terrenal (61 Domingo Alberto Rangel, Capital y desarrollo, tomo I La Venezuela agraria, Caracas, 1969.). En
las últimas décadas del siglo XIX se desató la glotonería de los europeos y los norteamericanos por el chocolate. El progreso de la industria dio un gran impulso a las plantaciones de cacao en Brasil y estimuló la producción de las viejas plantaciones de Venezuela y Ecuador. En Brasil, el cacao hizo su ingreso impetuoso en el escenario económico al mismo tiempo que el caucho y, como el caucho, dio trabajo a los campesinos del nordeste. La ciudad del Salvador, en la Bahía de Todos los Santos, había sido una de las más importantes ciudades de América, como capital de Brasil y del azúcar, y resucitó entonces como capital del cacao. Al sur de Bahía, desde el Recôncavo hasta el estado de Espírito Santo, entre las tierras bajas del litoral y la cadena montañosa de la costa, los latifundios continúan proporcionando, en nuestros días, la materia prima de buena parte del chocolate que se consume en el mundo. Al igual que la caña de azúcar, el cacao trajo consiga el monocultivo y la quema de los bosques, la dictadura de la cotización internacional y la penuria sin tregua de los trabajadores. Los propietarios de las plantaciones, que viven en las playas de Río de Janeiro y son más comerciantes que agricultores, prohiben que se destine una sola pulgada de tierra a otros cultivos. Sus administradores suelen pagar los salarios en especies, charque, harina, frijoles; cuando los pagan en dinero, el campesino recibe por un día entero de trabajo un jornal que equivale al precio de un litro de cerveza y debe trabajar un día y medio para poder comprar una lata de leche en polvo.
Brasil disfrutó un buen tiempo de los favores del mercado internacional. No obstante, desde el pique encontró en Africa serios competidores. Hacia la década del veinte, ya Ghana había conquistado el primer lugar: los ingleses habían desarrollado la plantación de cacao en gran escala, con métodos modernos, en este país que por entonces era colonia y se llamaba Costa de Oro. Brasil cayó al segundo lugar, y años más tarde al tercero, como proveedor mundial de cacao. Pero hubo más de un período en que nadie hubiera podido creer que un destino mediocre aguardaba a las tierras fértiles del sur de Bahía. Invictos todo a lo largo de la época colonial, los suelos multiplicaban los frutos: los peones partían las bayas a golpes de facón, juntaban los granos, los cargaban en los carros para que los burros los condujeran hasta las artesas, y se hacía preciso talar cada vez más bosques, abrir nuevos claros, conquistar nuevas tierras a filo de machete y tiros de fusil. Nada sabían los peones de precios ni de mercados. Ni siquiera sabían quién gobernaba Brasil: hasta no hace muchos años todavía se encontraban trabajadores de las fazendas convencidos de que don Pedro II, el emperador, continuaba en el trono. Los amos del cacao se restregaban las manos: ellos sí sabían, o creían que sabían. El consumo de cacao aumentaba y con él aumentaban las cotizaciones y las ganancias. El puerto de Ilhéus, por donde se embarcaba casi todo el cacao, se llamaba «la Reina del sur», y aunque hoy languidece, allí han quedado los sólidos palacetes que los /azendeiros amueblaron con fastuoso y pésimo gusto. Jorge Amado escribió varias novelas sobre el tema. Así recrea una etapa de alza de precios: «Ilhéus y la zona del cacao nadaron en oro, se bañaron en champaña, durmieron con francesas llegadas de Río de Janeiro. En ‘Trianón , el más chic de los cabarets de la ciudad, el coronel Maneca Dantas encendía cigarros con billetes de quinientos mil reís. repitiendo el gesto de todos los fazendeiros ricos del país en las alzas anteriores del café, del caucho, del algodón y del azúcar» (62 El título de «coronel» se otorga
en Brasil, con facilidad, a los latifundistas tradicionales y, por extensión, a todas las personas importantes. El párrafo proviene de la novela de Jorge Amado, Sáo Jorge dos Ilhéus (Montevideo, 1946).Mientras tanto, «ni los chicos tocaban los frutos de cacao. Sentían miedo de aquellos cocos amarillos, de carozos dulces, que los tenían presos a esa vida de frutos de jaca y carne seca». Porque, en el fondo, «el cacao era el gran señor a quien hasta el coronel temía» (Jorge Amado, Cacao, Buenos Aires, 1935). En otra novela, Gabriela, clavo y canela, Buenos Aires, 1969, un personaje habla de lihéus en 1925, alzando un dedo categórico: «No existe en la actualidad, en el norte del país, una ciudad de
progreso más rápido». Actualmente, Ilhéus no es ni la sombra).. Con el alza de precios, la producción aumentaba; luego los precios bajaban. La inestabilidad se hizo cada vez más estrepitosa y las tierras fueron cambiando de dueño. Empezó el tiempo de los «millonarios mendigos»: los pioneros de las plantaciones cedían su sitio a los exportadores, que se apoderaban, ejecutando deudas, de las tierras.
En apenas tres años, entre 1959 y 1961, por no poner más que un ejemplo, el precio internacional del cacao brasileño en almendra se redujo en una tercera parte. Posteriormente, la tendencia al alza de los precios no ha sido capaz de abrir, por cierto, las puertas de la esperanza; la CEPAL augura breve vida a la curva de
ascenso (63 Refiriéndose a los aumentos de precios del cacao y del café, la Comisión Económica para América
Latina (CEPAL) de las Naciones Unidas dice que «tienen un carácter relativamente transitorio» y que obedecen «en gran parte a contratiempos ocasionales en las cosechas». CEPAL, Estudio económico de América Latina, 1969, tomo II: La economía de América Latina en 1969, Santiago de Chile, 1970.). Los grandes consumidores de cacao -Estados Unidos, Inglaterra, Alemania Federal, Holanda, Francia- estimulan la competencia entre el cacao africano y el que producen Brasil y Ecuador, para comer chocolate barato. Provocan, así, disponiendo como disponen de los precios, períodos de depresión que lanzan a los caminos a los trabajadores que el cacao
expulsa. Los desocupados buscan árboles bajo los cuales dormir y bananas verdes
para engañar el estómago: no comen, por cierto, los finos chocolates europeos que Brasil, tercer productor mundial de cacao, importa increíblemente desde Francia y desde Suiza. Los chocolates valen cada ver más; el cacao, en términos relativos, cada vez menos. Entre 1950 y 1960, las ventas de cacao de Ecuador aumentaron en más de un treinta por ciento en volumen, pero sólo un quince por ciento en valor. El quince por ciento restante fue un regalo de Ecuador a los países ricos, que en el mismo período le enviaron, a precios crecientes, sus productos industrializados. La economía ecuatoriana depende de las ventas de bananas, café y cacao, tres alimentos duramente sometidos a la zozobra de los precios. Según los datos oficiales, de cada diez ecuatorianos siete padecen desnutrición básica y el país sufre uno de los índices de mortalidad más altos del mundo.
BRAZOS BARATOS PARA EL ALGODÓN
Brasil ocupa el cuarto lugar en el mundo corno productor de algodón; México, el quinto. En conjunto, de América Latina proviene más de la quinta parte del algodón que la industria textil consume en el planeta entero. A fines del siglo XVIII el algodón se había convertido en la materia prima más importante de los viveros industriales de Europa; Inglaterra multiplicó por cinco en treinta años, sus compras de esta fibra natural. El huso que Arkwright inventó al mismo tiempo que Watt patentaba su máquina de vapor y la posterior creación del telar mecánico de Cartwright impulsaron con decisivo vigor la fabricación de tejidos y proporcionaron al algodón, planta nativa de América, mercados ávidos en ultramar. El puerto de São Luiz de Maranhão, que había dormido una larga siesta tropical apenas interrumpida por un par de navíos al año, fue bruscamente despertado por la euforia del algodón: afluyeron los esclavos negros a las plantaciones del norte de Brasil y entre ciento cincuenta y doscientos buques partían cada año de São Luiz cargando un millón de libras de materia prima textil. Mientras nacía el siglo pasado, la crisis de la economía minera proporcionaba al algodón mano de obra esclava en abundancia; agotados el oro y los diamantes del sur, Brasil parecía resucitar en el norte. El puerto floreció, produjo poetas en medida suficiente como para que se lo llamara la Atenas de Brasil
(64 Roberto C. Simonsen, op. cit.), pero el hambre llegó, con la prosperidad, a la región de Maranhão, donde nadie se ocupaba ya de cultivar alimentos. En algunos períodos
sólo hubo arroz para comer (65 Caio Prado Júnior, Formação do Brasil contemporáneo, 55o Paulo, 1942.).
Como había empezado, esta historia terminó: el colapso llegó de súbito. La producción de algodón en gran escala en las plantaciones del sur de los Estados Unidos, con tierras de mejor calidad y medios mecánicos para desgranar y enfardar
el producto, abatió los precios a la tercera parte y Brasil quedó fuera de competencia. Una nueva etapa de prosperidad se abrió a raíz de la Guerra de Secesión, que interrumpió los suministros norteamericanos, pero duró poco. Ya en el siglo XX, entre 1934 y 1939, la producción brasileña de algodón se incrementó a un ritmo impresionante: de 126 mil toneladas pasó a más de 320 mil. Entonces sobrevino un nuevo desastre: los Estados Unidos arrojaron sus excedentes al mercado mundial y el precio se derrumbó.
Los excedentes agrícolas norteamericanos son, como se sabe, el resultado de los fuertes subsidios que el Estado otorga a los productores; a precios de dumping y como parte de los programas de ayuda exterior, los excedentes se derraman por el mundo. Así, el algodón fue el principal producto de exportación de Paraguay hasta que la competencia ruinosa del algodón norteamericano lo desplazó de los mercados y la producción paraguaya se redujo, desde 1952, a la mitad. Así perdió Uruguay el mercado canadiense para su arroz. Así el trigo de Argentina, un país que había sido el granero del planeta, perdió un peso decisivo en los mercados internacionales. El dumping norteamericano del algodón no ha impedido que una empresa norteamericana, la Anderson Clayton and Co., detente el imperio de este producto en América Latina, ni ha impedido que, a través de ella, los Estados Unidos compren algodón mexicano para revenderlo a otros países.
El algodón latinoamericano continúa vivo en el comercio mundial, mal que bien, gracias a sus bajísimos costos de producción. Incluso las cifras oficiales, máscaras de la realidad, delatan el miserable nivel de la retribución del trabajo. En las plantaciones de Brasil, los salarios de hambre alternan con el trabajo servil; en las de Guatemala los propietarios se enorgullecen de pagar salarios de diecinueve quetzales por mes (el quetzal equivale nominalmente al dólar) y, por si eso fuera mucho, ellos mismos advierten que la mayor parte se liquida en especies al precio
por ellos fijado(66 Comité Interamericano de Desarrollo Agrícola, Guatemala. Tenencia de la tierra y desarrollo
socioeconómico del vector agrícola, Washington, 1965.); en México, los jornaleros que deambulan de zafra en zafra cobrando un dólar y medio por jornada no sólo padecen la subocupación sino también, y como consecuencia, la subnutrición, pero mucho peor es la situación de los obreros del algodón en Nicaragua; los salvadoreños que suministran algodón a los industriales textiles de Japón consumen menos calorías y proteínas que los hambrientos hindúes. Para la economía de Perú, el algodón es la segunda fuente agrícola de divisas. José Carlos Mariátegui había observado que el capitalismo extranjero; en su perenne búsqueda de tierras, brazos y mercados, tendía a apoderarse de los cultivos de exportación de Perú, a través de la ejecución de hipotecas de los
terratenientes endeudados(67 José Carlos Mariátegui, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, Montevideo, 1970.). Cuando el gobierno nacionalista del general Velasco Alvarado llegó al poder en 1968, estaba en explotación menos de la sexta parte de las tierras del país aptas para la explotación intensiva, el ingreso per capita de la población era quince veces menor que el de los Estados Unidos y el consumo de calorías aparecía entre los más bajos del mundo, pero la producción de algodón seguía, como la del azúcar, regida por los criterios ajenos a Perú que había denunciado Mariátegui. Las mejores tierras, campiñas de la costa, estaban en manos de empresas norteamericanas o de terratenientes que sólo eran nacionales en un sentido geográfico, al igual que la burguesía limeña. Cinco grandes empresas -entre ellas dos norteamericanas: la Anderson Clayton y la Grace– tenían en sus manos la exportación de algodón y de azúcar y contaban también con sus propios «complejos agroindustriales» de producción. Las plantaciones de azúcar y algodón de la costa, presuntos focos de prosperidad y progreso por oposición a los latifundios de la sierra, pagaban a los peones salarios de hambre hasta que la reforma agraria de 1969 las expropió y las entregó, en cooperativas, a los trabajadores. Según el Comité Interamericano de Desarrollo Agrícola, el ingreso de cada miembro de las familias de asalariados de la costa sólo
llegaba a los cinco dólares mensuales (68 Comité Interamericano de Desarrollo Agrícola, Perú.
Tenencia de la tierra y desarrollo socioeconómico del sector agrícola, Washington, 1966.).
La Anderson Clayton and Co. conserva treinta empresas filiales en América Latina, y no sólo se ocupa de vender el algodón sino que, además, monopolio horizontal, dispone de una red que abarca el financiamiento y la industrialización de la fibra y sus derivados y produce también alimentos en gran escala. En México, por ejemplo, aunque no posee tierras, ejerce de todos modos su dominio sobre la producción de algodón; en sus manos están, de hecho, los ochocientos mil mexicanos que lo cosechan. La empresa compra a muy bajo precio la excelente fibra de algodón mexicano, porque previamente concede créditos a los productores con la obligación de que le vendan las cosechas al precio con que ella abra el mercado. A los adelantos en dinero se suma el suministro de fertilizantes, semillas, insecticidas; la empresa se reserva el derecho de supervisar los trabajos de fertilización, siembra y cosecha. Fija la tarifa que se le ocurre para despepitar el algodón. Usa las semillas en sus fábricas de aceites, grasas y margarinas. En los últimos años, la Clayton, «no conforme con dominar además el comercio de algodón, ha irrumpido hasta en la producción de dulces y chocolates, comprando
recientemente la conocida empresa Luxus» (69 Alonso Aguilar M. y Fernando Carmona, México ri queza y miseria, México, 1968.).
En la actualidad, Anderson Clayton es la principal firma exportadora de café de Brasil. En 1950 se interesó por el negocio. Tres años después, ya había destronado a la American Coffee Corporation. En Brasil es además la primera productora de alimentos, y figura entre las treinta y cinco empresas más poderosas del país.
BRAZOS BARATOS PARA EL CAFÉ
Hay quienes aseguran que el café resulta casi tan importante como el petróleo en el mercado internacional. A principios de la década del cincuenta, América Latina abastecía las cuatro quintas partes del café que se consumía en el mundo; la competencia del café robusta, de África, de peor calidad pero de precio más bajo, ha reducido la participación latinoamericana en los años siguientes. No obstante, la sexta parte de las divisas que la región obtiene en el exterior proviene, actualmente, del café. Las fluctuaciones de los precios afectan a quince países del sur del río Bravo. Brasil es el mayor productor del mundo; del café obtiene cerca de la mitad de sus ingresos por exportaciones. El Salvador, Guatemala, Costa Rica y Haití dependen también en gran medida del café, que además provee las dos terceras partes de las divisas de Colombia.
El café había traído consigo la inflación a Brasil; entre 1824 y 1854, el precio de un hombre se multiplicó por dos. Ni el algodón del norte ni el azúcar del nordeste, agotados ya los ciclos de la prosperidad, podían pagar aquellos caros esclavos. Brasil se desplazó hacia el sur. Además de la mano de obra esclava, el café utilizó los brazos de los inmigrantes europeos, que entregaban a los propietarios la mitad de sus cosechas, en un régimen de medianería que aún hoy predomina en el interior de Brasil. Los turistas que actualmente atraviesan los bosques de Tijuca para ir a nadar a las aguas de la barra ignoran que allí, en las montañas que rodean a Río de Janeiro, hubo grandes cafetales hace más de un siglo. Por los flancos de la sierra, las plantaciones continuaron, rumbo al estado de São Paulo, su desenfrenada cacería del humus de nuevas tierras vírgenes. Ya agonizaba el siglo cuando los latifundistas cafetaleros, convertidos en la nueva élite social de Brasil, afilaron los lápices y sacaron cuentas; más baratos resultaban los salarios de subsistencia que la compra y manutención* de los escasos esclavos Se abolió la esclavitud en 1883, y quedaron así inauguradas formas combinadas de servidumbre feudal y trabajo asalariado que persisten en nuestros días. Legiones de braceros «libres» acompañarían, desde entonces, la peregrinación del café. El valle del río Paraíba se convirtió en la zona más rica del país, pero fue rápidamente aniquilado por esta planta perecedera que, cultivada en un sistema destructivo, iba dejando a sus espaldas bosques arrasados; reservas naturales agotadas y decadencia general. La erosión arruinaba, sin piedad, las tierras antes intactas y, de saqueo en saqueo; iba bajando sus rendimientos, debilitando las plantas y haciéndolas vulnerables a las plagas. El latifundio cafetalero invadió la vasta meseta purpúrea del occidente de São Paulo; con métodos de explotación menos bestiales, la convirtió en un «mar de café», y continuó avanzando hacia el oeste. Llegó a las riberas del Paraná; de cara a las sabanas de Mato Grosso, se desvió hacia el sur para desplazarse, en estos últimos años, de nuevo Hacia el oeste, ya por encima de las fronteras de Paraguay.
En la actualidad, São Paulo es el estado más desarrollado de Brasil, porque contiene el centro industrial del país, pero en sus plantaciones de café abundan todavía los «moradores vasallos» que pagan con su trabajo y el de sus hijos el alquiler de la tierra
En los años prósperos que siguieron a la primera guerra mundial, la voracidad de los cafetaleros determinó la virtual abolición del sistema que permitía a los trabajadores de las plantaciones cultivar alimentos por cuenta propia. Sólo pueden hacerlo, ahora, a cambio de una renta que pagan trabajando sin cobrar. Además, el latifundista cuenta con colonos contratistas a quienes permite realizar cultivos temporarios, pero a cambio de que inicien cafetales nuevos en su beneficio. Cuatro años después, cuando los granos amarillos colorean las matas, la tierra ha multiplicado su valor y entonces llega, para el colono, el turno de marcharse.
En Guatemala las plantaciones de café pagan aún menos que las de algodón. En la vertiente del sur, los propietarios dicen retribuir con quince dólares mensuales el trabajo de los millares de indígenas que bajan cada año desde el altiplano hasta el sur, para vender sus brazos en las cosechas. Las fincas cuentan con policía privada; allí, como alguien me explicó, «un hombre es más barato que su tumba»; y el aparato de represión se encarga de que lo siga siendo. En la región de Alta Verapaz la situación es aún peor. Allí no hay camiones ni carretas, porque los finqueros no los necesitan: sale más barato transportar el café a lomo de indio.
Para la economía de El Salvador, pequeño país en manos de un puñado de familias oligárquicas, el café tiene una importancia fundamental: el monocultivo obliga a comprar en el exterior frijoles, única fuente de proteínas para la alimentación popular, maíz, hortalizas, y otros alimentos que tradicionalmente el país producía. La cuarta parte de los salvadoreños fallecen víctimas de la avitaminosis. En cuanto a Haití, tiene la tasa de mortalidad más alta de América Latina; más de la mitad de su población infantil padece anemia. El salario legal pertenece, en Haití, a los dominios de la ciencia ficción; en las plantaciones de café, el salario real oscila entre siete y quince centavos de dólar por día.
En Colombia, territorio de vertientes, el café disfruta de la hegemonía. Según un informe publicado por la revista Time en 1962, los trabajadores sólo reciben un cinco por ciento, a través de los salarios, del precio total que el café obtiene en su viaje desde la mata a los labios del consumidor norteamericano (70 Mario Arrubia, Estudios
sobre el subdesarrollo colombiano, Medellín, 1959. El precio se descompone así: 40 por 100 para los intermediarios, exportadores e importadores; 10 por 100 para les impuestos de ambos gobiernos; 10 por 100 para los transportadores; 5 por 100 para la propaganda de la Oficina Panamericana del Café, en Washington; 30 por 100 para los dueños de las plantaciones, y 5
por 100 para los salarios obreros.). A diferencia de Brasil, el café de Colombia no se produce, en su mayor parte, en los latifundios, sino en minifundios que tienden a pulverizarse cada vez más. Entre 1955 y 1960, aparecieron cien mil plantaciones nuevas, en su mayoría con extensiones ínfimas, de menos de una hectárea. Pequeños y muy pequeños agricultores producen las tres cuartas partes del café que Colombia exporta; el 96 por ciento de las plantaciones son minifundios`(71 Banco Cafetero, La industria cafetera en Colombia, Bogotá, 1962.). Juan Valdés sonríe en los avisos, pero ¡a atomización de la tierra abate el nivel de vida de los cultivadores, de ingresos cada vez menores, y facilita las maniobras de la Federación Nacional de Cafeteros, que representa los intereses de los grandes propietarios y que virtualmente monopoliza la comercialización del producto. Las parcelas de menos de una hectárea generan un ingreso de hambre: ciento treinta dólares, como promedio, por año (72 Panorama
económico Latinoamericano, núm. 87, La Habana, septiembre de 1963.).
LA COTIZACIÓN DEL CAFÉ ARROJA AL FUEGO LAS COSECHAS Y MARCA EL RITMO DE LOS CASAMIENTOS
¿Qué es esto? ¿El electroencefalograma de un loco? En 1889 el café valía dos centavos y seis años después había subido a nueve; tres años más tarde había bajado a cuatro centavos y cinco años después a dos. Este fue un período ilustrativo(73 Pierre Monbeig,
Pionniers et planteurs de São Paulo, París, 1952.). Las gráficas de los precios del café, como las de
todos los productos tropicales, se han parecido siempre a los cuadros clínicos de la epilepsia, pero la línea cae siempre a pique cuando registra el valor de intercambio del café frente a las maquinarias y los productos industrializados. Carlos Lleras Restrepo, presidente de Colombia, se quejaba en 1967: ese año, su país debió pagar cincuenta y siete bolsas de café para comprar un jeep, y en 1950 bastaban diecisiete bolsas. Al mismo tiempo, el ministro de Agricultura de São Paulo, Herbert Levi, hacía cálculos más dramáticos: para comprar un tractor en 1967, Brasil necesitaba trescientas cincuenta bolsas de café, pero catorce años antes setenta bolsas habían sido suficientes. El presidente Getulio Vargas se había partido el corazón de un balazo, en 1954, y la cotización del café no había sido ajena a la tragedia: «Vino la crisis de la producción de café -escribió Vargas en su testamento y se valorizó nuestro principal producto. Pensamos defender su precio y la respuesta fue una violenta presión sobre nuestra economía, al punto de vernos obligados a ceder». Vargas guiso que su sangre fuera un precio de rescate.
Si la cosecha de café de 1964 se hubiera vendido, en el mercado norteamericano, a los precios de 1955, Brasil hubiera recibido doscientos millones de dólares más. La baja de un solo centavo en la cotización del café implica una pérdida de 65 millones de dólares para el conjunto de los países productores. Desde 1964, como el precio continuó cayendo hasta 1968, se hizo mayor la cantidad de dólares usurpados por el país consumidor, Estados Unidos, a Brasil, país productor. Pero, ¿en beneficio de quién? ¿Del ciudadano que bebe el café? En julio de 1968, el precio del café brasileño en Estados Unidos había bajado un treinta por ciento en relación con enero de 1964. Sin embargo, el consumidor norteamericano no pagaba más barato su café, sino un trece por ciento más caro. Los intermediarios se quedaron, pues, entre el 64 y el 68, con este trece y con aquel treinta: ganaron a dos puntas. En el mismo espacio de tiempo, los precios que recibieron los productores brasileños por cada bolsa de café se redujeron a la mítad (74 Datos del
Banco Central, Instituto Brasileiro do Café y FAO, Revista Fator, núm. 2, Río de Janeiro, noviembre-diciembre de 1968.).
¿Quiénes son los intermediarios? Seis empresas norteamericanas disponen de más de la tercera parte del café que sale de Brasil, y otras seis empresas norteamericanas disponen de más de la tercera parte del café que entra en los
Estados Unidos son las firmas dominantes en ambos extremos de la operación (75
Según la investigación realizada por la Fedetal frade Commission. Cid Silveira, Café: um drama na economia nacional. Río de
Janeiro, 1962.). La United Fruit (que ha pasado a llamarse United Brands mientras escribo estas líneas) ejerce el monopolio de la venta de bananas desde América Central, Colombia y Ecuador, y a la vez monopoliza la importación y distribución de bananas en Estados Unidos. De modo semejante, son empresas norteamericanas las que manejan el negocio del café, y Brasil sólo participa como proveedor y como víctima. Es el Estado brasileño el que carga con los stocks, cuando la sobreproducción obliga a acumular reservas.
¿Acaso no existe, sin embargo, un Convenio Internacional del Café para equilibrar los precios en el mercado? El Centro Mundial de Información del Café publicó en Washington, en 1970, un amplio documento destinado a convencer a los legisladores para que los Estados Unidos prorrogaran, en septiembre, la vigencia de la ley complementaria correspondiente al convenio. El informe asegura que el convenio ha beneficiado en primer lugar a los Estados Unidos, consumidores de más de la mitad del café que se vende en el mundo. La compra del grano sigue siendo una ganga. En el mercado norteamericano, el irrisorio aumento del precio del café (en beneficio, como hemos visto, de los intermediarios) ha resultado mucho menor que el alza general del costo de la vida y del nivel interno de los salarios; el valor de las exportaciones de los Estados Unidos se elevó, entre 1960 y 1969, una sexta parte, y en el mismo período el valor de las importaciones de café, en vez de aumentar, disminuyó. Además, es preciso tener en cuenta que los países latinoamericanos aplican las deterioradas divisas que obtienen por la venta del café, a la compra de esos productos norteamericanos encarecidos.
El café beneficia mucho más a quienes lo consumen que a quienes lo producen. En Estados Unidos y en Europa genera ingresos y empleos y moviliza grandes capitales; en América Latina paga salarios de hambre y acentúa la deformación económica de los países puestos a su servicio. En Estados Unidos el café proporciona trabajo a más de seiscientas mil personas: los norteamericanos que distribuyen y venden el café latinoamericano ganan salarios infinitamente más altos que los brasileños, colombianos, guatemaltecos, salvadoreños o haitianos que siembran y cosechan el grano en las plantaciones. Por otra parte la CEPAL nos informa que, por increíble que parezca, el café arroja mas riqueza en las arcas estatales de los países europeos, que la riqueza que deja en manos de los países productores. En efecto, «en 1960 y 1961, las cargas fiscales totales impuestas por los países de la Comunidad Europea al café latinoamericano ascendieron a cerca de setecientos millones de dólares, mientras que los ingresos de los países abastecedores (en términos del valor f.o.b. de las mismas exportaciones) sólo alcanzaron a seiscientos millones de dólares» (76 CEPAL, El comercio
internacional y el desarrollo de América Latina, México-Buenos Aires, 1964.) .
Los países ricos, predicadores del comercio libre, aplican el más rígido proteccionismo contra los países pobres: convierten todo lo que tocan en oro para sí y en lata para los demás –incluyendo la propia producción de los países subdesarrollados. El mercado internacional del café copia de tal manera el modelo de un embudo, que Brasil aceptó recientemente imponer altos impuestos a sus exportaciones de café soluble para proteger, proteccionismo al revés, los intereses de los fabricantes norteamericanos del mismo artículo. El café instantáneo producido por Brasil es más barato y de mejor calidad que el de la floreciente industria de los Estados Unidos, pero en el régimen de la libre competencia, está visto, unos son más libres que otros.
En este reino del absurdo organizado las catástrofes naturales se convierten en bendiciones del cielo para los países productores. Las agresiones de la naturaleza levantan los precios y permiten movilizar las reservas acumuladas. Las feroces heladas que asolaron la cosecha de 1969 en Brasil condenaron a la ruina a numerosos productores, sobre todo a los más débiles, pero empujaron hacia arriba la cotización internacional del café y aliviaron considerablemente el stock de sesenta millones de bolsas -equivalentes a dos tercios de la deuda externa de Brasil- que el Estado había acumulado para defender los precios. El café almacenado, que se estaba deteriorando y perdía valor progresivamente, podía haber terminado en la hoguera. No sería la primera vez. A raíz de la crisis de 1929, que echó abajo los precios y contrajo el consumo, Brasil quemó 78 millones de bolsas de café: así ardió en llamas el esfuerzo de doscientas mil personas durante cinco zafras (77 Roberto C. Simonsen, op. cit.) . Aquella fue una típica crisis de una economía colonial: vino de fuera. La brusca caída de las ganancias de los plantadores y los exportadores de café en los años treinta provocó, además del incendio del café, un incendio de la moneda. Este es el mecanismo usual en América Latina para «socializar las pérdidas» del sector exportador: se compensa en moneda nacional, a través de las devaluaciones, lo que se pierde en divisas.
Pero el auge de los precios no tiene mejores consecuencias. Desencadena grandes siembras, un crecimiento de la producción, una multiplicación del área destinada al cultivo del producto afortunado. El estímulo funciona como un boomerang, porque la abundancia del producto derriba los precios y provoca el desastre. Esto fue lo que ocurrió en 1958, en Colombia, cuando se cosechó el café sembrado con tanto entusiasmo cuatro años antes, y ciclos semejantes se han repetido a todo lo largo de la historia de este país. Colombia depende del café y su cotización exterior hasta tal punto que, «en Antioquia, la curva de matrimonio responde ágilmente a la curva de los precios del café. Es típico de una estructura dependiente: hasta el momento propicio para una declaración de amor en una loma antioqueña se decide en la bolsa de Nueva York» (78 Mario Arrubla, op. cit..)
DIEZ AÑOS QUE DESANGRARON A COLOMBIA
Allá por los años cuarenta, el prestigioso economista colombiano Luis Eduardo Nieto Arteta escribió una apología del café. El café había logrado lo que nunca consiguieron, en los anteriores ciclos económicos del país, las minas ni el tabaco, ni el añil ni la quina: dar nacimiento a un orden maduro y progresista. Las fábricas textiles y otras industrias livianas habían nacido, y no por casualidad, en los departamentos productores de café: Antioquia, Caldas, Valle del Cauca, Cundinamarca. Una democracia de pequeños productores agrícolas, dedicados al café, había convertido a los colombianos en «hombres moderados y sobrios». «El supuesto más vigoroso –decía-, para la normalidad en el funcionamiento de la vida política colombiana ha sido la consecución de una peculiar estabilidad económica. El café la ha producido, y con ella el sosiego y la mesura»(79 Luis Eduardo Nieto Arteta, Ensayos sobre economía colambiana, Medellín, 1969.).
Poco tiempo después, estalló la violencia. En realidad, los elogios al café no habían interrumpido, como por arte de magia, la larga historia de revueltas y represiones sanguinarias en Colombia. Esta vez, durante diez años, entre 1948 y 1957, la guerra campesina abarcó los minifundios y los latifundios, los desiertos y los sembradíos, los valles y las selvas y los páramos andinos, empujó al éxodo a comunidades enteras, generó guerrillas revolucionarias y bandas de criminales y convirtió al país entero en un cementerio: se estima que dejó un saldo de ciento ochenta mil muertos (80 Germán Guzmán Campos, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna, La violencia en Colombia. Estudio de un proceso social, Bogotá, 1963-64.). El baño de sangre coincidió con un período de euforia económica para la clase dominante: ¿es lícito confundir la prosperidad de una clase con el bienestar de un país?
La violencia había empezado como un enfrentamiento entre liberales y conservadores, pero la dinámica del odio de clases fue acentuando cada vez más su carácter de lucha social. Jorge Eliécer Gaitán, el caudillo liberal a quien la oligarquía de su propio partido, entre despectiva y temerosa, llamaba «el Lobo» o «el Badulaque», había ganado un formidable prestigio popular y amenazaba el orden establecido; cuando lo asesinaron a tiros, se desencadenó el huracán. Primero fue una marea humana incontenible en las calles de la capital, el espontáneo «bogotazo», y en seguida la violencia derivó al campo, donde, desde hacía un tiempo, ya las bandas organizadas por los conservadores venían sembrando el terror. El odio largamente masticado por los campesinos hizo explosión, y mientras el gobierno enviaba policías y soldados a cortar testículos, abrir los vientres de las mujeres embarazadas o arrojar niños al aire para ensartarlos a puntas de bayoneta bajo la consigna de «no dejar ni la semilla», los doctores del Partido Liberal se recluían en sus casas sin alterar sus buenos modales ni el tono caballeresco de sus manifiestos o, en el peor de los casos, viajaban al exilio. Fueron los campesinos quienes pusieron los muertos. La guerra alcanzó extremos de increíble crueldad, impulsada por un afán de venganza que crecía con la guerra misma. Surgieron nuevos estilos de la muerte: en el «corte corbata», la lengua quedaba colgando desde el pescuezo. Se sucedían las violaciones, los incendios, los saqueos; los hombres eran descuartizados o quemados vivos, desollados o partidos lentamente en pedazos; los batallones arrasaban las aldeas y las plantaciones; los ríos quedaban teñidos de rojo; los bandoleros otorgaban el permiso de vivir a cambio de tributos en dinero o cargamentos de café y las fuerzas represivas expulsaban y perseguían a innumerables familias que huían a las montañas a buscar refugio: en los bosques, parían las mujeres. Los primeros jefes guerrilleros, animados por la necesidad de revancha pero sin horizontes políticos claros, se lanzaban a la destrucción por la destrucción, el desahogo a sangre y fuego sin otros objetivos. Los nombres de los protagonistas de la violencia (Teniente Gorila, Malasombra, El Cóndor, Piel roja, El Vampiro, Ave negra, El Terror del Llano) no sugieren una epopeya de la revolución. Pero el acento de rebelión social se imprimía hasta en las coplas que cantaban las bandas:
Yo soy campesino puro,
y no empecé la pelea, pero si me buscan ruido la bailan con la más fea.
Y en definitiva, el terror indiscriminado había aparecido también, mezclado con las reivindicaciones de justicia, en la revolución mexicana de Emiliano, Zapata y Pancho Villa. En Colombia la rabia estallaba de cualquier manera, pero no es casual que de aquella década de violencia nacieran las posteriores guerrillas políticas que; levantando las banderas de la revolución social, llegaron a ocupar y controlar extensas zonas del país. Los campesinos, asediados por la represión, emigraron a las montañas y allí organizaron el trabajo agrícola y la autodefensa. Las llamadas «repúblicas independientes» continuaron. ofreciendo refugio a los perseguidos después de que los conservadores y los liberales firmaron; en Madrid, el pacto de la paz. Los dirigentes de ambos partidos, en un clima de brindis y palomas, resolvieron turnarse sucesivamente en el poder en aras de la concordia nacional y entonces comenzaron, ya de común acuerdo, la faena de la «limpieza» contra los focos de perturbación del sistema. En una sola de las operaciones, para abatir a los rebeldes de Marquetalia, se dispararon un millón y medio de proyectiles, se arrojaron veinte mil bombas y se movilizaron, por tierra y por aire,
dieciséis mil soldados`(81 Germán Guzmán, La violencia en Colombia (parte desrriptiva), Bogotá, 1968.). En plena violencia había un oficial que decía: «A mí no me traigan cuentos. Tráiganme orejas». El sadismo de la represión y la ferocidad de la guerra ¿podrían aplicarse por razones clínicas? ¿Fueron el resultado de la maldad natural de sus protagonistas? Un hombre que cortó las manos de un sacerdote, prendió fuego a su cuerpo y a su casa y luego lo despedazó y lo arrojó a un caño, gritaba, cuando ya la guerra había terminado: «Yo no soy culpable. Yo no soy culpable. Déjenme solo». Había perdido la razón, pero en cierto modo la tenía: el horror de la violencia no hizo más que poner de manifiesto el horror del sistema. Porque el café no trajo consigo la felicidad y la armonía, como había profetizado Nieto Arteta. Es verdad que gracias al café se activó la navegación del Magdalena y nacieron líneas de ferrocarril y carreteras y se acumularon capitales que dieron origen a ciertas industrias, pero el orden oligárquico interno y la dependencia económica ante los centros extranjeros de poder no sólo no resultaron vulnerados por el proceso ascendente del café, sino que, por el contrario, se hicieron infinitamente más agobiantes para los colombianos. Cuando la década de la violencia llegaba a su fin, las Naciones Unidas publicaban los resultados de su encuesta sobre la nutrición en Colombia. Desde entonces la situación no ha mejorado en absoluto: un 88 por ciento de los escolares de Bogotá padecía avitaminosis, un 78 por ciento sufría arriboflavinosis y más de la mitad tenía un peso por debajo de lo normal; entre los obreros, la avitaminosis castigaba al 71 por ciento y entre los campesinos del valle de
Tensa, al 78 por ciento (92 Naciones Unidas, AAgisis y proyecciones del desarrollo económico, in, en El desarrollo económico de Colombia. Nueva York, 1957.). La encuesta mostró «una marcada insuficiencia de alimentos protectores -leche y sus derivados, huevos, carne, pescado, y algunas frutas y hortalizas– que aportan conjuntamente proteínas, vitaminas y sales». No sólo a la luz de los fogonazos de las balas se revela una tragedia social. Las estadísticas indican que Colombia ostenta un índice de homicidios siete veces mayor que el de los Estados Unidos, pero también indican que la cuarta parte de los colombianos en edad activa carece de trabajo fijo. Doscientas cincuenta mil personas se asoman cada año al mercado laboral; la industria no genera nuevos empleos y en el campo la estructura de latifundios y minifundios tampoco necesita más brazos: por el contrario, expulsa sin cesar nuevos desocupados hacia los suburbios de las ciudades. Hay en Colombia más de un millón de niños sin escuela. Ello no impide que el sistema se de el lujo de mantener cuarenta y una universidades diferentes, públicas o privadas, cada una con sus diversas facultades y departamentos, para la educación de los hijos de la élite y de la minoritaria clase media (83 El profesor Germán Rama
encontró que algunas de estas venerables casas acadérnicas tienen en sus bibliotecas, cotio acervo más importante, la colección encuadernada de .Selecciores deï Rëader’s Digest. Germán W. Rama, Educación y ,movilidadsocial en Colombia, Revista «Eco», núm. 116, Bogotá, diciembre de 1969)
.
LA VARITA MÁGICA DEL MERCADO MUNDIAL DESPIERTA A CENTROAMÉRICA
Las tierras de la franja centroamericana llegaron a la mitad del siglo pasado sin que se les hubiera inflingido mayores molestias. Además de los alimentos destinados al consumo, América Central producía la grana y el añil, con pocos capitales, escasa mano de obra y preocupaciones mínimas. La grana, insecto que nacía y crecía sin problemas sobre la espinosa superficie de los nopales, disfrutaba, como el añil, de una sostenida demanda en la industria textil europea. Ambos colorantes naturales murieron de muerte sintética cuando, hacia 1850, los químicos alemanes inventaron las anilinas y otras tintas más baratas para teñir las telas. Treinta años después de esta victoria de los laboratorios sobre la naturaleza, llegó el turno del café. Centroamérica se transformó. De sus plantaciones recién nacidas provenía, hacia 1880, poco menos de la sexta parte de la producción mundial de café. Fue a través de este producto como la región quedó definitivamente incorporada al mercado internacional. A los compradores ingleses sucedieron los alemanes y los norteamericanos; los consumidores extranjeros dieron vida a una burguesía nativa del café, que irrumpió en el poder político, a través de la revolución liberal de justo Rufino Barrios, a principios de la década de 1870. La especialización agrícola, dictada desde fuera, despertó el furor de la apropiación de tierras y de hombres: el latifundio actual nació, en Centroamérica, bajo las banderas de la libertad de trabajo. Así pasaron a manos privadas grandes extensiones baldías, que pertenecían a nadie o a la Iglesia o al Estado, y tuvo lugar el frenético despojo de las comunidades indígenas. A los campesinos que se negaban a vender sus tierras se los enganchaba, por la fuerza, en el ejército: las plantaciones se convirtieron en pudrideros de indios; resucitaron los mandamientos coloniales, el reclutamiento forzoso de mano de obra y las leyes contra la vagancia. Los trabajadores fugitivos eran perseguidos a tiros; los gobiernos liberales modernizaban las relaciones de trabajo instituyendo el salario, pero los asalariados se convertían en propiedad de los flamantes empresarios del café. En ningún momento, todo a lo largo del siglo transcurrido desde entonces, los períodos de altos precios se hicieron notar sobre el nivel de los salarios, que continuaron siendo retribuciones de hambre sin que las mejores cotizaciones del café se tradujeran nunca en aumentos. Este fue uno de los factores que impidieron el desarrollo de un mercado interno de consumo en los países centroamericanos
(84 Edelberto Torres-Rivas, Procesos y estructriras de una sociedad dependiente (Centroamérica), Santiago de Chile,
1959). Como en todas partes, el cultivo del café desalentó, en su expansión sin frenos, la agricultura de alimentos destinados al mercado interno. También estos países fueron condenados a padecer una crónica escasez de arroz, frijoles, maíz, trigo y carne. Apenas sobrevivió una miserable agricultura de subsistencia, en las tierras altas y quebradas donde el latifundio acorraló a los indígenas al apropiarse de las tierras bajas de mayor fertilidad. En las montañas, cultivando en minúsculas parcelas el maíz y los frijoles imprescindibles para no caerse muertos, viven durante una parte del año los indígenas que brindan sus brazos, durante las cosechas, a las plantaciones. Estas son las reservas de mano de obra del mercado mundial. La situación no ha cambiado: el latifundio y el minifundio constituyen, juntos, la unidad de un sistema que se apoya sobre la despiadada explotación de la mano de obra nativa. En general, y muy especialmente en Guatemala, esta estructura de apropiación de la fuerza de trabajo aparece identificada con todo un sistema del desprecio racial: los indios padecen el colonialismo interno de los blancos y los mestizos, ideológicamente bendito por la cultura dominante, del mismo modo que los países centroamericanos sufren el colonialismo extranjero (85
Carlos Guzmán Bóckler y Jean-Loup Herbert, Guatemala: una interpretación bistórico-social, México, 1971)
Desde principios de siglo aparecieron también, en Honduras, Guatemala y Costa Rica, los enclaves bananeros. Para trasladar el café a los puertos, habían nacido ya algunas líneas de ferrocarril financiadas por el capital nacional. Las empresas norteamericanas se apoderaron de esos ferrocarriles y crearon otros, exclusivamente para el transporte del banano desde sus plantaciones, al tiempo que implantaban el monopolio de, los servicios de luz eléctrica, correos, telégrafos, teléfonos y, servicio público no menos importante, también el monopolio de la política: en Honduras, «una mula cuesta más que un diputado» y en toda Centroamérica los embajadores de Estados Unidos presiden más que los presidentes. La United Fruit Co. deglutió a sus competidores en la producción y venta de bananas, se transformó en la principal latifundista de Centroamérica; y sus filiales acapararon el transporte ferroviario y marítimo; se hizo dueña de los puertos, y dispuso de aduana y policía propias. El dólar se convirtió, de hecho, en la moneda nacional centroamericana.
LOS FILIBUSTEROS AL ABORDAJE
En la concepción geopolítica del imperialismo, América Central no es más que un apéndice natural de loa Estados Unidos. Ni siquiera Abraham Lincoln, que también pensó en anexar sus territorios, pudo escapar a los dictados del
«destino manifiesto» de la gran potencia sobre sus áreas contiguas (86 Darcy Ribeiro, Las
Américas y la civilización, tomo III: Lm pueblos trasplantados. Civilización y desarrollo, Buenos Aires, 1970.)
A mediados del siglo pasado, el filibustero Willíam Walker, que operaba en nombre de los banqueros Morgan y Garrison, invadió Centroamérica al frente de una banda de asesinos que se llamaban a sí mismos «la falange americana de los inmortales». Con el respaldo oficioso del gobierno de los Estados Unidos, Walker robó, mató, incendió y se proclamó presidente, en expediciones sucesivas, de Nicaragua, El Salvador y Honduras. Reimplantó la esclavitud en los territorios que sufrieron su devastadora ocupación, continuando, así, la obra filantrópica de su país en los estados que habían sido usurpados, poco antes, a México. A su regreso fue recibido en los Estados Unidos como un héroe nacional. Desde entonces se sucedieron las invasiones, las intervenciones, los bombardeos, los empréstitos obligatorios y los tratados firmados al pie del cañón. En 1912 el presidente William H. Taft afirmaba: «No está lejano el día en que tres banderas de barras v estrellas señalen en tres sitios equidistantes la extensión de nuestro territorio: una en el Polo Norte, otra en el canal de Panamá y la tercera en el Polo
Sur. Todo el hemisferio será nuestro, de hecho, como, en virtud de nuestra superio-
ridad racial, ya es nuestro moralmente» (87 Gregorio Selser, Diplomacia, garrote y dólares en América
Latina, Buenos Aires, 1962.). Taft decía que el recto camino de la justicia en la política externa de los Estados Unidos «no excluye en modo alguno una activa intervención para asegurar a nuestras mercancías y a nuestros capitalistas facilidades para las inversiones beneficiosas». Por la misma época, el ex presidente Teddy Roosevelt recordaba en voz alta su exitosa amputación de tierra a Colombia: «I took the
Canal», decía el flamante Premio Nobel de la Paz, mientras contaba cómo había independizado a Panamá ‘(88 Claude fulien, L’Empire Americain. Paris, 1968). Colombia recibiría, poco después, una indemnización de veinticinco millones de dólares: era el precio de un país, nacido para que los Estados Unidos dispusieran de una vía de comunicación entre ambos océanos. Las empresas se apoderaban de tierras, aduanas, tesoros y gobiernos; los marines desembarcaban por todas partes para «proteger la vida y los intereses de los ciudadanos norteamericanos», coartada igual a la que utilizarían, en 1965, para borrar con agua bendita las huellas del crimen de la Dominicana. La bandera envolvía otras mercaderías. El comandante Smedley D. Butler, que encabezó muchas de las expediciones, resumía así su propia actividad, en 1935, ya retirado: «Me he pasado treinta y tres años y cuatro meses en el servicio activo, como miembro de la más ágil fuerza militar de este país: el Cuerpo de Infantería de Marina. Serví en todas las jerarquías, desde teniente segundo hasta general de división Y durante todo ese período me pasé la mayor parte del tiempo en funciones de pistolero de primera clase para los Grandes Negocios, para Wall Street y los banqueros. En una palabra, fui un pistolero del capitalismo… Así, por ejemplo, en 1914 ayudé a hacer que México y en especial Tampico, resultasen una presa fácil para los intereses petroleros norteamericanos. Ayudé a hacer que Haití y
Cuba fuesen lugares decentes para el cobro de rentas por parte del National City Bank… En 1909-1912 ayudé a purificar a Nicaragua para la casa bancaria internacional de Brown Brothers. En 1916 llevé la luz a la República Dominicana, en nombre de los intereses azucareros norteamericanos. En 1903 ayudé a `pacificar’ a Honduras en beneficio de las compañías fruteras norteamericanas» (89 Publicado en
Common Sense, noviembre de. 1935. V. Leo Huberman, Man’s Wordly Goods. Tbe Story of the Weaith of Nations, Nueva
York, 1936.). En los primeros años del siglo, el filósofo William James había dictado una sentencia poco conocida: «El país ha vomitado de una vez y para siempre la Declaración de Independencia… ». Por no poner más que un ejemplo, los Estados Unidos ocuparon Haití durante veinte años y allí, en ese país negro que había sido el escenario de la primera revuelta victoriosa de los esclavos, introdujeron la segregación racial y el régimen de trabajos forzados, mataron mil quinientos obreros en una de sus operaciones de represión (según la investigación, del Senado norteamericano en 1922) y, cuando el gobierno local se negó a convertir el Banco Nacional en una sucursal del National City Bank de Nueva York, suspendieron el pago de sus sueldos al presidente y a sus
ministros, para que recapacitaran’(90 William Krehm, Democracia y tiranías en el Caribe, Buenos Aíres,
1959.).
Historias semejantes se repetían en las demás islas del Caribe y en toda América Central, el espacio geopolítico del Mare Nostrum del Imperio, al ritmo alternado del big stick o de «la diplomacia del dólar».
El Corán menciona al plátano entre los árboles del paraíso, pero la bananización de Guatemala, Honduras, Costa Rica, Panamá, Colombia y Ecuador permite sospechar que se trata de un árbol del infierno. En Colombia, la United Fruit se había hecho dueña del mayor latifundio del país cuando estalló, en 1928, una gran huelga en la costa atlántica. Los obreros bananeros fueron aniquilados a balazos, frente a una estación de ferrocarril. Un decreto oficial había sido dictado: «Los hombres de la fuerza pública quedan facultados para castigar por las armas…» y después no hubo necesidad de dictar ningún decreto para borrar la matanza de la memoria oficial del
país (91 Este es el tema de la novela de Alvaro Cepeda Samudio, La casa grande (Buenos Aires, 1967), y también integra uno de los capítulos de Cien años de soledad (Buenos Aires, 1967) de Gabriel García Márquez: «Seguro que fue un sueño», insistían los oficiales.). Miguel Angel Asturias narró el proceso de la conquista y el despojo en Centroamérica. El papa verde era Minor Keith, rey sin corona de la región entera, padre de la United Fruit, devorador de países. «Tenemos muelles, ferrocarriles, tierras, edificios, manantiales -.-enumeraba el presidente-; corre el dólar, se habla el inglés y se enarbola nuestra bandera…» «Chicago no podía menos que- sentir orgullo de ese hijo que marchó con una mancuerna de pistolas y regresaba a reclamar su puesto entre los emperadores de la carne, reyes de los ferrocarriles, reyes del cobre,
reyes de la goma de mascar» (92 El ciclo comprende las novelas Viento fuerte, El papa verde y Los ojos de los enterrados, trilogía publicada en Buenos Aires en la década del 50. En Viento- fuerte, uno de los personajes, Mr. Pyle, dice proféticamente: «Si en lugar de efectuar nuevas plantaciones, nosotros compramos a los productores particulares su fruta, se ganará mucho hacia el futuro». Esto es lo que actualmente ocurre en Guatemala: la United Fruit –ahora United Brands— ejerce su monopolio bananero a través de los mecanismos de comercialización, más eficaces y menos riesgosos que la producción directa. Cabe anotar que la producción de bananas cayó verticalmente en la década del sesenta, a partir del momento en que la
United Fruit decidió vender y/o arrendar sus plantaciones de Guatemala, amenazadas por los hervores de la agitación social.)
En El paralelo 42 John Dos Passos trazó la rutilante biografía de Keith, biografía de la empresa: «En Europa y Estados Unidos la gente había comenzado a comer plátanos, así que tumbaron la selva a través de América Central para sembrar plátanos y construir ferrocarriles para transportar los plátanos, y cada año más vapores de la Great White Fleet iban hacia el norte repletos de plátanos, y esa es la historia del imperio norteamericano en el Caribe y del canal de Panamá y del futuro canal de Nicaragua y los marines y los acorazados y las bayonetas…».
Las tierras quedaban tan exhaustas como los trabajadores: a las tierras les robaban el humus y a los trabajadores los pulmones, pero siempre había nuevas tierras para explotar y más trabajadores para exterminar. Los dictadores, próceres de opereta, velaban por el bienestar de la United Fruit con el cuchillo entre los dientes. Después, la producción de bananas fue decayendo y la omnipotencia de la empresa frutera sufrió varias crisis, pero América Central continúa siendo, en nuestros días, un santuario del lucro para los aventureros aunque el café, el algodón y el azúcar hayan derribado a los plátanos de su sitial de privilegio. En 1970 las bananas son la principal fuente de divisas para Honduras y Panamá y, en América del Sur, para Ecuador. Hacia 1930 América Central exportaba 38 millones anuales de racimos (cachos) y la United Fruit pagaba a Honduras un centavo de impuesto por cada racimo. No había manera de controlar el pago del miniimpuesto (que después subió un poquito), ni la hay, porque aún hoy la United Fruit exporta e importa lo que se le ocurre al margen de las aduanas estatales. La balanza comercial y la balanza de pagos del país son obras de ficción a cargo de los técnicos de imaginación pródiga.
LA CRISIS DE LOS AÑOS TREINTA:
«ES UN CRIMEN MÁS GRANDE MATAR A UNA HORMIGA QUE A UN HOMBRE»
El café dependía del mercado norteamericano, de su capacidad de consumo y de sus precios; las bananas eran un negocio norteamericano y para norteamericanos. Y estalló, de golpe, la crisis de 1929. El crack de la Bolsa de Nueva York, que hizo crujir los cimientos del capitalismo mundial, cayó en el Caribe como un gigantesco bloque de piedra en un charquito. Bajaron verticalmente los precios del café y de las bananas, y no menos verticalmente descendió el volumen de las ventas. Los desalojos campesinos recrudecieron con violencia febril, el desempleo cundió en el campo y en las ciudades, se levantó una oleada de huelgas; se abatieron bruscamente los créditos, las inversiones y los gastos públicos, los sueldos de los funcionarios del Estado se redujeron casi a la mitad en Honduras, Guatemala y Nicaragua (93 Edelberto Torres-Rivas, op. cit.). El equipo de dictadores llegó sin demora para aplastar las tapas de las marmitas; se abría la época de la política de la Buena Vecindad en Washington, pero era preciso contener a sangre y fuego la agitación social que, por todas partes, hervía. Alrededor de veinte años -unos más, otros menos- permanecieron en el poder Jorge Ubico en Guatemala, Maximíliano Hernández Martínez en El Salvador, Tiburcio Carías en Honduras y Anastasio Somoza en Nicaragua.
La epopeya de Augusto César Sandino conmovía al mundo. La larga lucha del jefe guerrillero de Nicaragua había derivado a la reivindicación de la tierra y levantaba en vilo la ira campesina. Durante siete años, su pequeño ejército en harapos peleó, a la vez, contra los doce mil invasores norteamericanos y contra los miembros de la guardia nacional. Las granadas se hacían con latas de sardinas llenas de piedras, los fusiles Springfield se arrebataban al enemigo y no faltaban machetes; el asta de la bandera era un palo sin descortezar y en vez de botas los campesinos usaban, para moverse en las montañas enmarañadas, una tira de cuero llamada caite. Con música de Adelita, los guerrilleros cantaban:
:
En Nicaragua, señores, le pega el ratón al gato.
(94 Gregorio Selser, Sand:no, general de hombres libres, Buenos Aires, 1959.)
Ni el poder de fuego de la Infantería de Marina ni las bombas que arrojaban los aviones resultaban suficientes para aplastar a los rebeldes de Las Segovias. Tampoco las calumnias que derramaban por el mundo entero las agencias informativas Associated Press y United Press, cuyos corresponsales en Nicaragua eran dos norteamericanos que tenían en sus manos la aduana del país (95 Carleton Beals. América ante
América, Santiago de Chile. 1940.) . En 1932, Sandino presentía: «Yo no viviré mucho tiempo». Un año después, al influjo de la política norteamericana de la Buena Vecindad, se celebraba la paz. El jefe guerrillero fue invitado por el presidente a una reunión decisiva en Managua. Por el camino cayó muerto en una emboscada. El asesino, Anastasio Somoza, sugirió después que la ejecución había sido ordenada por el embajador norteamericano Arthur Bliss Lane. Somoza, por entonces jefe militar, no demoró mucho en instalarse en el poder. Gobernó Nicaragua durante un cuarto de siglo y luego sus hijos recibieron, en herencia, el cargo, Antes de cruzarse el pecho con la banda presidencial, Somoza se había condecorado a sí mismo con la Cruz del Valor, la Medalla de Distinción y la Medalla Presidencial al Mérito. Ya en el poder, organizó varias matanzas y grandes celebraciones, para las cuales disfrazaba de romanos, con sandalias y cascos, a sus soldados; se convirtió en el mayor productor de café del país, con 46 fincas, y también se dedicó a la cría de ganado en otras 51 haciendas. Nunca le faltó tiempo, sin embargo, para sembrar también el terror. Durante su larga gestión de gobierno, no pasó, la verdad sea dicha, mayores necesidades, y recordaba con cierta tristeza los años juveniles, cuando debía falsificar monedas de oro para poder divertirse.
También en El Salvador estallaron las tensiones como consecuencia de la crisis. Casi la mitad de los obreros bananeros de Honduras eran salvadoreños y muchos fueron obligados a retornar a su país, donde no había trabajo para nadie. En la región de Izalco, se produjo un gran levantamiento campesino en 1932, que se propagó rápidamente a todo el occidente del país. El dictador Martínez envió a los soldados, con equipos modernos, a combatir contra «los bolcheviques». Los indios pelearon a machete contra las ametralladoras y el episodio se cerró con diez mil muertos. Martínez, un brujo vegetariano y teósofo, sostenía que «es un crimen más grande matar a una hormiga que a un hombre, porque el hombre al morir reencarna;
mientras que la hormiga muere definitivamente» (96 William Krehm, op. cié. Krehm vivió largos años en Centroamérica como corresponsal de la revista norteamericana Time).. Decía que él estaba protegido por
«legiones invisibles» que le daban cuenta de todas las conspiraciones y mantenía comunicación telepática directa con el presidente de los Estados Unidos. Un reloj de péndulo le indicaba, sobre el plato, si la comida estaba envenenada; sobre un mapa, le señalaba los lugares donde se escondían enemigos políticos y tesoros de piratas. Solía enviar notas de condolencia a los padres de sus víctimas y en el patio de su palacio pastaban los ciervos. Gobernó hasta 1944.
Las matanzas se sucedían por todas partes. En 1933, Jorge Ubico fusiló en Guatemala a un centenar de dirigentes sindicales, estudiantiles y políticos, al tiempo que reimplantaba las leyes contra «la vagancia» de los indios. Cada indio debía llevar una libreta donde constaban sus días de trabajo; si no se consideraban suficientes, pagaba la deuda en la cárcel o arqueando la espalda sobre la tierra, gratuitamente, durante medio año. En la insalubre costa del Pacífico, los obreros que trabajaban hundidos hasta las rodillas en el barro cobraban treinta centavos por día; y la Uníted Fruit demostraba que Ubico la había obligado a rebajar los salarios. En 1944, poco antes de la caída del dictador, el Reader’s Digest publicó un artículo ardiente de elogios: este profeta del Fondo Monetario Internacional había evitado la inflación bajando los salarios, de un dólar a veinticinco centavos diarios, para la construcción de la carretera militar de emergencia, y de un dólar a cincuenta centavos para los trabajos de la base aérea en la capital. Por esta época, Ubico otorgó a los señores del café y a las empresas bananeras el permiso para matar: «Estarán exentos de responsabilidad criminal los propietarios de fincas… ».
El decreto llevaba el número 2.795 y fue restablecido en 1967, durante el democrático y representativo gobierno de Méndez Montenegro.
Como todos los tiranos del Caribe, Ubico se creía Napoleón. Vivía rodeado de bustos y cuadros del Emperador, que tenía, según él, su mismo perfil. Creía en la disciplina militar: militarizó a los empleados de correo, a los niños de las escuelas y a la orquesta sinfónica. Los integrantes de la orquesta tocaban de uniforme, a cambio de nueve dólares mensuales, las piezas que Ubico elegía y con la técnica y los instrumentos por él dispuestos. Consideraba que los hospitales eran para los maricones, de modo que los pacientes recibían asistencia en los suelos de los pasillos y los corredores, si tenían la desgracia de ser pobres además de enfermos.
¿QUIÉN DESATÓ LA VIOLENCIA EN GUATEMALA?
En 1944, Ubico cayó de su pedestal, barrido por los vientos de una revolución de sello liberal que encabezaron algunos jóvenes oficiales y universitarios de la clase media. Juan José Arévalo, elegido presidente, puso en marcha un vigoroso plan de educación y dictó un nuevo Código del Trabajo para proteger a los obreros del campo y de las ciudades. Nacieron varios sindicatos; la United Fruit Co., dueña de vastas tierras, el ferrocarril y el puerto, virtualmente exonerada de impuestos y libre de controles, dejó de ser omnipotente en sus propiedades. En 1951, en su discurso de despedida, Arévalo reveló que había debido sortear treinta y dos conspiraciones financiadas por la empresa. El gobierno de Jacobo Arbenz continuó y profundizó el ciclo de reformas. Las carreteras y el nuevo puerto de San José rompían el monopolio de la frutera sobre los transportes y la exportación. Con capital nacional, y sin tender la mano ante ningún banco extranjero, se pusieron en marcha diversos proyectos de desarrollo que conducían a la conquista de la independencia. En junio de 1952, se aprobó la reforma agraria, que llegó a beneficiar a más de cien mil familias, aunque sólo afectaba a las tierras improductivas y pagaba indemnización, en bonos, a los propietarios expropiados. La United Fruit sólo cultivaba el ocho por ciento de sus tierras, extendidas entre ambos océanos.
La reforma agraria se proponía «desarrollar la economía capitalista campesina y la economía capitalista de la agricultura en general», pero una furiosa campaña de propaganda internacional se desencadenó contra Guatemala: «La cortina de hierro está descendiendo sobre Guatemala», vociferaban las radios, los diarios y los próceres de la OEA (97 Eduardo Galeano, Guatemala, país ocupado, México, 1967.). El coronel Castillo Armas, graduado en Fort Leavenworth, Kansas, abatió sobre su propio país las tropas entrenadas y pertrechadas, al efecto, en los Estados Unidos. El bombardeo de los F-47, con aviadores norteamericanos, respaldó la invasión.
La caída de Arbenz marcó a fuego la historia posterior del país. Las mismas fuerzas que bombardearon la ciudad de Guatemala, Puerto Barrios y el puerto de San José al atardecer del 18 de junio de 1954, están hoy en el poder. Varias dictaduras feroces sucedieron a la intervención extranjera, incluyendo el período de Julio César Méndez Montenegro (1966-1970), quien proporcionó a la dictadura el decorado de un régimen democrático. Méndez Montenegro había prometido una reforma agraria, pero se limitó a firmar la autorización para que los terratenientes portaran armas, y las usaran. La reforma agraria de Arbenz había saltado en pedazos cuando Castillo Armas cumplió su misión devolviendo las tierras a la United Fruit y a los otros terratenientes expropiados.
1967 fue el peor de los años del ciclo de la violencia inaugurado en 1954. Un sacerdote católico norteamericano expulsado de Guatemala, el padre Thomas Melville, informaba al National Catholic Reporter en enero de 1968: en poco más de un año, los grupos terroristas de la derecha habían asesinado a más de dos mil ochocientos intelectuales, estudiantes, dirigentes sindicales y campesinos que habían «intentado combatir las enfermedades de la sociedad guatemalteca». El cálculo del padre Melville se hizo en base a la información de la prensa, pero de la mayoría de los cadáveres nadie informó nunca: eran indios sin nombre ni origen conocidos, que el ejército incluía, algunas veces, sólo como números, en los partes de las victorias contra la subversión. La represión indiscriminada formaba parte de la campaña militar de «cerco y aniquilamiento» contra los movimientos guerrilleros. De acuerdo con el nuevo código en vigencia, los miembros de los cuerpos de seguridad no tenían responsabilidad penal por homicidios, y los partes policiales o militares se consideraban plena prueba en los juicios. Los finqueros y sus administradores fueron legalmente equiparados a la calidad de autoridades locales, con derecho a portar armas y formar cuerpos represivos. No vibraron los teletipos del mundo con las primicias de la sistemática carnicería, no llegaron a Guatemala los periodistas ávidos de noticias, no se escucharon voces de condenación. El mundo estaba de espaldas, pero Guatemala sufría una larga noche de San Bartolomé. La aldea Cajón del Río quedó sin hombres, y a los de la aldea Tituque les revolvieron las tripas a cuchillo y a los de Piedra Parada los desollaron vivos y quemaron vivos a los de Agua Blanca de Ipala, previamente baleados en las piernas; en el centro de la plaza de San Jorge clavaron en una pica la cabeza de un campesino rebelde. En Cerro Gordo, llenaron de alfileres las pupilas de Jaime Velázquez; el cuerpo de Ricardo Miranda fue encontrado con treinta y ocho perforaciones y la cabeza de Haroldo Silva, sin el cuerpo de Haroldo Silva, al borde de la carretera a San Salvador; en Los Mixcos cortaron la lengua de Ernesto Chinchilla; en la fuente del Ojo de Agua, los hermanos Oliva Aldana fueron cosidos a tiros con las manos atadas a la espalda y los ojos vendados; el cráneo de José Guzmán se convirtió en un rompecabezas de piezas minúsculas arrojadas al camino; de los pozos de San Lucas Sacatepequez emergían muertos en vez de agua; los hombres amanecían sin manos ni pies en la finca Miraflores. A las amenazas sucedían las ejecuciones o la muerte acometía, sin aviso, por la nuca; en las ciudades se señalaban con cruces negras las puertas de los sentenciados. Se los ametrallaba al salir, se arrojaban los cadáveres a los barrancos.
Después no cesó la violencia. Todo a lo largo del tiempo del desprecio y de la cólera inaugurado en 1954, la violencia ha sido y sigue siendo una transpiración natural de Guatemala. Continuaron apareciendo, uno cada cinco horas, los cadáveres en los ríos o al borde de los caminos, los rostros sin rasgos, desfigurados por la tortura, que no serán identificados jamás. También continuaron, y en mayor medida, las matanzas más secretas: los cotidianos genocidios de la miseria. Otro sacerdote expulsado, el padre Blase Bonpane, denunciaba en el Washington Post, en 1968, a esta sociedad enferma: «De las setenta mil personas que cada año mueren en Guatemala, treinta mil son niños. La tasa de mortalidad infantil en Guatemala es cuarenta veces más alta que la de los Estados Unidos».
LA PRIMERA REFORMA AGRARIA
DE AMÉRICA LATINA: UN SIGLO Y MEDIO DE DERROTAS PARA JOSÉ ARTIGAS
A carga de lanza o golpes de machete, habían sido los desposeídos quienes realmente pelearon, cuando despuntaba el siglo XIX, contra el poder español en los campos de América. La independencia no los recompensó: traicionó las esperanzas de los que habían derramado su sangre. Cuando la paz llegó, con ella se reabrió el tiempo de la desdicha. Los dueños de la tierra y los grandes mercaderes aumentaron sus fortunas, mientras se extendía la pobreza de las masas populares. Al mismo tiempo, y al ritmo de las intrigas de los nuevos dueños de América Latina, los cuatro virreinatos del imperio español saltaron en pedazos y múltiples países nacieron como esquirlas de la unidad nacional pulverizada. La idea de «nación» que el patriciado latinoamericano engendró se parecía demasiado a la imagen de un puerto activo, habitado por la clientela mercantil y financiera del imperio británico, con latifundios y socavones a la retaguardia. La legión de parásitos que había recibido los partes de la guerra de independencia bailando minué en los salones de las ciudades, brindaba por la libertad de comercio en copas de cristalería británica. Se pusieron de moda las más altisonantes consignas republicanas de la burguesía europea: nuestros países se ponían al servicio de los industriales ingleses y de los pensadores franceses. ¿Pero qué «burguesía nacional» era la nuestra, formada por los terratenientes, los grandes traficantes, comerciantes y especuladores, los políticos de levita y los doctores sin arraigo? América Latina tuvo pronto sus constituciones burguesas, muy barnizadas de liberalismo, pero no tuvo, en cambio, una burguesía creadora, al estilo europeo o norteamericano, que se propusiera como misión histórica el desarrollo de un capitalismo nacional pujante. Las burguesías de estas tierras habían nacido como simples instrumentos del capitalismo internacional, prósperas piezas del engranaje mundial que sangraba a las colonias y a las semicolonias. Los burgueses de mostrador, usureros y comerciantes, que acapararon el poder político, no tenían el menor interés en impulsar el ascenso de las manufacturas locales, muertas en el huevo cuando el libre cambio abrió las puertas a la avalancha de las mercancías británicas. Sus socios, los dueños de la tierra, no estaban, por su parte, interesados en resolver «la cuestión agraria», sino a la medida de sus propias conveniencias. El latifundio se consolidó sobre el despojo, todo a lo largo del siglo XIX. La reforma agraria fue, en la región, una bandera temprana.
Frustración económica, frustración social, frustración nacional: una historia de traiciones sucedió a la independencia, y América Latina, desgarrada por sus nuevas fronteras, continuó condenada al monocultivo y a la dependencia. En 1824, Simón Bolívar dictó el Decreto de Trujillo para proteger a los indios de Perú y reordenar allí el sistema de la propiedad agraria: sus disposiciones legales no hirieron en absoluto los privilegios de la oligarquía peruana, que permanecieron intactos pese a los buenos propósitos del Libertador, y los indios continuaron tan explotados como siempre. En México, Hidalgo y Morelos habían caído derrotados tiempo antes y transcurriría un siglo antes de que rebrotaran los frutos de su prédica por la emancipación de los humildes y la reconquista de las tierras usurpadas.
Al sur, José Artigas encarnó la revolución agraria. Este caudillo, con tanta saña calumniado y tan desfigurado por la historia oficial, encabezó a las masas populares de los territorios que hoy ocupan Uruguay y las provincias argentinas de Santa Fe, Corrientes, Entre Ríos, Misiones y Córdoba, en el ciclo heroico de 1811 a 1820. Artigas quiso echar las bases económicas, sociales y políticas de una Patria Grande en los límites del antiguo Virreinato de Río de la Plata, y fue el más importante y lúcido de los jefes federales que pelearon contra el centralismo aniquilador del puerto de Buenos Aires. Luchó contra los españoles y los portugueses y finalmente sus fuerzas fueron trituradas por el juego de pinzas de Río de Janeiro y Buenos Aires, instrumentos del Imperio británico, y por la oligarquía que, fiel a su estilo, lo traicionó no bien se sintió, a su vez, traicionada por el programa de reivindicaciones sociales del caudillo.
Seguían a Artigas, lanza en mano, los patriotas. En su mayoría eran paisanos pobres, gauchos montaraces, indios que recuperaban en la lucha el sentido de la dignidad, esclavos que ganaban la libertad incorporándose al ejército de la independencia. La revolución de los jinetes pastores incendiaba la pradera. La traición de Buenos Aires, que dejó en manos del poder español y las tropas portuguesas, en 1811, el territorio que hoy ocupa el Uruguay; provocó el éxodo masivo de la población hacia el norte. El pueblo en armas se hizo pueblo en marcha; hombres y mujeres, viejos y niños, lo abandonaban todo tras las huellas del caudillo, en una caravana de peregrinos sin fin. En el norte, sobre el río Uruguay, acampó Artigas, con las caballadas y las carretas y en el norte establecería, poco tiempo después, su gobierno. En 1815, Artigas controlaba vastas comarcas desde su campamento de Purificación, en Paysandú. «¿Qué les parece que vi’ –narraba un
viajero inglés–’(99 J. P. y G.P. Robertson, 1a Argentina en la época de la Revolución. Cartas sobre el Paraguay,
Buenos Aires, 1920) ¡El Excelentísimo Señor Protector de la mitad del Nuevo Mundo estaba sentado en una cabeza de buey, junto a un fogón encendido en el suelo fangoso de su rancho, comiendo carne del asador y bebiendo ginebra en un cuerno de vaca! Lo rodeaba una docena de oficiales andrajosos…» De todas partes llegaban, al galope, soldados, edecanes y exploradores. Paseándose con las manos en la espalda, Artigas dictaba los decretos revolucionarios de su gobierno. Dos secretarios -no existía el papel carbón- tomaban nota. Así nació la primera reforma agraria de América Latina, que se aplicaría durante un año en la «Provincia Oriental», hoy Uruguay, y que sería hecha trizas por una nueva invasión portuguesa, cuando la oligarquía abriera las puertas de Montevideo al general Lecor y lo saludara como a un libertador y lo condujera bajo palio a un solemne Tedéum, honor al invasor, ante los altares de la catedral.
Anteriormente, Artigas había promulgado también un reglamento aduanero que gravaba con un fuerte impuesto la importación de mercaderías extranjeras competitivas de las manufacturas y artesanías de tierra adentro, de considerable desarrollo en algunas regiones hoy argentinas comprendidas en los dominios del caudillo, a la par que liberaba la importación de los bienes de producción necesarios al desarrollo económico y adjudicaba un gravamen insignificante a los artículos americanos, como la yerba y el tabaco de Paraguay (100 Washington Reyes Abadie, Õscar H. Bruschera y Tabaré Melogno, El ciclo artiguista, tomo IV, Montevideo, 1968..). Los sepultureros de la revolución también enterrarían el reglamento aduanero.
El código agrario de 1815 –tierra libre, hombres libres– fue «la más avanzada y
gloriosa constitución» (’°’ Nelson de la Torre, Julio C. Rodríguez y Lucía Sala de Touron, Artigas: tierra y revolucíón, Montevideo, 1967) de cuantas llegarían a conocer los uruguayos. Las ideas de Campomanes y Juvellanos en el ciclo reformista de Carlos III influyeron sin duda sobre el reglamento de Artigas pero éste surgió, en definitiva, como una respuesta revolucionaria a la necesidad nacional de recuperación económica y de justicia social. Se decretaba la expropiación y el reparto de las tierras de los «malos europeos y peores americanos» emigrados a raíz de la revolución y no indultados por ella. Se decomisaba la tierra de los enemigos sin indemnización alguna, y a los enemigos pertenecía, dato importante, la inmensa mayoría de los latifundios. Los hijos no pagaban la culpa de los padres: el reglamento les ofrecía lo mismo que a los patriotas pobres. Las tierras se repartían de acuerdo con el principio de que «los más infelices serán los más privilegiados». Los indios tenían, en la concepción de Artigas, «el principal derecho». El sentido esencial de esta reforma agraria consistía en asentar sobre la tierra a los pobres del campo, convirtiendo en paisano al gaucho acostumbrado a la vida errante de la guerra y a las faenas clandestinas y el contrabando en tiempos de paz. Los gobiernos posteriores de la cuenca del Plata reducirán a sangre y fuego al gaucho, incorporándolo por la fuerza a las peonadas de las grandes estancias, pero Artigas había querido hacerlo propietario: «Los gauchos alzados comenzaban a gustar del trabajo honrado, levantaban ranchos y
corrales, plantaban sus primeras sementeras» (102 Nelson de la Torre, Julio C. Rodríguez y Lucía Sala de
Touron, op. cit. De los mismos autores, Evolución económica de la Banda Oriental, Montevideo, 1967, y Estructura económicosocial de la Colonia, Montevideo, 1968.). . La intervención extranjera terminó con todo. La oligarquía levantó cabeza y se vengó. La legislación desconoció, en lo sucesivo, la validez de las donaciones de tierras realizadas por Artigas. Desde 1820 hasta fines del siglo fueron desalojados, a tiros, los patriotas pobres que habían sido beneficiados por la reforma agraria. No conservarían «otra tierra que la de sus tumbas». Derrotado, Artigas se había marchado a Paraguay, a morirse solo al cabo de un largo exilio de austeridad y silencio. Los títulos de propiedad por él expedidos no valían nada: el fiscal de gobierno, Bernardo Bustamante, afirmaba, por ejemplo, que se advertía a primera vista «la despreciabilidad que caracteriza a los indicados documentos». Mientras tanto, su gobierno se aprestaba a celebrar, ya restaurado el «orden», la primera constitución de un Uruguay independiente, desgajado de la patria grande por la que Artigas había, en vano, peleado.
El reglamento de 1815 contenía disposiciones especiales para evitar la acumulación de tierras en pocas manos. En nuestros días, el campo uruguayo ofrece el espectáculo de un desierto: quinientas familias monopolizan la mitad de la tierra total y, constelación del poder, controlan también las tres cuartas partes del capital invertido en la industria y en la banca (103 Vivian Trías, Reforma agraria en
el Uruguay, Montevideo, 1962. Este libro constituye todo un prontuario, familia por familia, de la oligarquía
uruguaya.). Los proyectos de reforma agraria se acumulan, unos sobre otros, en el cementerio parlamentario, mientras el campo se despuebla: los desocupados se suman a los desocupados y cada vez hay menos personas dedicadas a las tareas agropecuarias, según el dramático registro de los censos sucesivos. El país vive de la lana y de la carne, pero en sus praderas pastan, en nuestros días, menos ovejas y menos vacas que a principios de siglo. El atraso de los métodos de producción se refleja en los bajos rendimientos de la ganadería -librada a la pasión de los toros y los carneros en primavera, a las lluvias periódicas y a la fertilidad natural del suelo– y también en la pobre productividad de los cultivos agrícolas. La producción de carne por animal no llega ni a la mitad de la que obtienen Francia o Alemania, y otro tanto ocurre con la leche en comparación con Nueva Zelanda, Dinamarca y Holanda; cada oveja rinde un kilo menos de lana que en Australia. Los rendimientos de trigo por hectárea son tres veces menores que los de Francia, y en el maíz, los rendimientos de los
Estados Unidos superan en siete veces a los de Uruguay (104 Eduardo Galeano, Uruguay:
Promise and Betrayal, en Latin America: Rejorm or Revolution?, ed, por J. Petras y M. Zeitlin, Nueva York, 1968.). Los
grandes propietarios, que evaden sus ganancias al exterior, pasan sus veranos en Punta del Este, y tampoco en invierno, de acuerdo con su propia tradición, residen en sus latifundios, a los que visitan de vez en cuando en avioneta: hace un siglo, cuando se fundó la Asociación Rural, dos terceras partes de sus miembros tenían ya su domicilio en la capital. La producción extensiva, obra de la naturaleza y los peones hambrientos, no implica mayores dolores de cabeza. Y por cierto que brinda ganancias. Las rentas y las ganancias de los capitalistas ganaderos suman no menos de 75 millones de dólares por año en la actualidad. Los rendimientos productivos son bajos,
pero los beneficios muy altos, a causa de los bajísimos costos. (105 Instituto de
Economía, El proceso económico del Uruguay, Contribución al estudio de su evolución y perspectivas, Montevideo, 1969. En las épocas del auge de la industria nacional, fuertemente subsidiada y protegida por el Estado, buena parte de las ganancias del campo derivó hacia las fábricas nacientes. Cuando la industria entró en su agónico ciclo de crisis, los excedentes de capital de la ganadería se volcaron en otras direcciones. Las más inútiles y lujosas mansiones de Punta del Este brotaron de la desgracia nacional, la especulación financiera desató, después la fiebre de los pescadores en el río revuelto de la inflación. Pero, sobre todo, los capitales huyeron: los capitales y las ganancias que, año tras año, el país produce. Entre 1962 y 1966, según los datos oficiales, 250 millones de dólares volarán del Uruguay rumbo a los seguros bancos de Suiza v Estados Unidos. También los hombres, los hombres jóvenes, bajaron del camino a la ciudad, hace veinte años, a ofrecer sus brazos a la industria en desarrollo, y hoy se marchan, por tierra o por mar, rumbo al extranjero. Claro está, su suerte es distinta. Los capitales son recibidos con los brazos abiertos; a los peregrinos les aguarda un destino difícil, el desarraigo y la intemperie, la aventura incierta. El Uruguay de 1970, estremecido por una crisis feroz, no es ya el mitológico oasis de paz y progreso que se prometía a los inmigrantes europeos: sino un país turbulento que condena al éxodo a sus propios habitantes. Produce violencia y exporta
hombres, tan naturalmente como produce y exporta carne y lana.. Tierra sin hombres, hombres sin
tierra: los mayores latifundios ocupan, y no todo el año, apenas dos personas por cada mil hectáreas. En los rancheríos, al borde de las estancias, se acumulan, miserables, las reservas siempre disponibles de mano de obra. El gaucho de las estampas folklóricas, tema de cuadros y poemas, tiene poco que ver con el peón que trabaja, en la realidad, las tierras anchas y ajenas. Las alpargatas bigotudas ocupan el lugar de las botas de cuero; un cinturón común, o a veces una simple piola, sustituye los anchos cinturones con adornos de oro y plata. Quienes producen la carne han perdido el derecho de comerla: los criollos muy rara vez tienen acceso al típico asado criollo, la carne jugosa y tierna dorándose a las brasas. Aunque las estadísticas internacionales sonríen exhibiendo promedios engañosos, la verdad es que el «ensopado», guiso de fideos y achuras de capón, constituye la dieta básica, falta de proteínas, de los campesinos en Uruguay (106 German Wettstein y Juan Ruduir, La
seriedad rural. en la colección Nuestra Tierra, núm. 16. Montevideo, 1969).
ARTEMIO CRUZ Y LA SEGUNDA MUERTE DE EMILIANO ZAPATA
Exactamente un siglo después del reglamento de tierras de Artigas, Emiliano Zapata puso en práctica, en su comarca revolucionaria del sur de México, una profunda reforma agraria.
Cinco años antes, el dictador Porfirio Díaz había celebrado, con grandes fiestas, el primer centenario del grito de Dolores: los caballeros de levita, México oficial, olímpicamente ignoraban el México real cuya miseria alimentaba sus esplendores. En la república de los parias, los ingresos de los trabajadores no habían aumentado en un solo centavo desde el histórico levantamiento del cura Miguel Hidalgo. En 1910, poco más de ochocientos latifundistas, muchos de ellos extranjeros, poseían casi todo el territorio nacional. Eran señoritos de ciudad, que vivían en la capital o en Europa y muy de vez en cuando visitaban los cascos de sus latifundios, donde dormían parapetados tras altas murallas de piedra oscura sostenidas por robustos
contrafuertes (107 Jesús Silva Herzog, Breve historia de la Revolución mexicana, México-Bueno, Aires, 1960.). Al
otro lado de las murallas, en las cuadrillas, los peones se amontonaban en cuartuchos de adobe. Doce millones de personas dependían, en una población total de quince millones, de los salarios rurales; los jornales se pagaban casi por entero en las tiendas de raya de las haciendas, traducidos, a precios de fábula, en frijoles, harina y aguardiente. La cárcel, el cuartel y la sacristía tenían a su cargo la lucha contra los defectos naturales de los indios, quienes, al decir de un miembro de una familia ilustre de la época, nacían «flojos, borrachos y ladrones». La esclavitud, atado el obrero por deudas que se heredaban o por contrato legal, era el sistema real de trabajo en las plantaciones de henequén de Yucatán, en las vegas de tabaco del Valle Nacional, en los bosques de madera y frutas de Chiapas y Tabasco y e las plantaciones de caucho, café, caña de azúcar, tabaco y frutas de Veracruz, Oaxaca y Morelos. John Kenneth Turner, escritor norteamericano,
denunció en el testimonio de su visita (108 John Kenneth Turner, México bárbaro, publicado en Estados
Unidos en 1911: México, 1967.), que «los Estados Unidos han convertido virtualmente a
Porfirio Díaz en un vasallo político y, en consecuencia, han transformado a México en una colonia esclava». Los capitales norteamericanos obtenían, directa o indirectamente, jugosas utilidades de su asociación con la dictadura. «La norteamericanización de México, de la que tanto se jacta Wall Street –decía Turner-, se está ejecutando como si fuera una venganza».
En 1845 los Estados Unidos se habían anexado los territorios mexicanos de Texas y California, donde restablecieron la esclavitud en nombre de la civilización, y en la guerra México perdió también los actuales estados norteamericanos de Colorado, Arizona, Nuevo México, Nevada y Utah. Más de la mitad del país. El territorio usurpado equivalía a la extensión actual de Argentina. «¡Pobrecito México! -se dice desde entonces- tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos». El resto de su territorio mutilado sufrió después la invasión de las inversiones norteamericanas en el cobre, en el petróleo, en el caucho, en el azúcar, en la banca y en los transportes. El American Cordage Trust, filial de la Standard Oil, no resultaba en absoluto ajeno al exterminio de los indios mayas y yaquis en las plantaciones de henequén de Yucatán, campos de concentración donde los hombres y los niños eran comprados y vendidos como bestias, porque ésta era la empresa que adquiría más de la mitad del henequén producido y le convenía disponer de la fibra a precios baratos. Otras veces, la explotación de la mano de obra esclava era, como descubrió Turner, directa. Un administrador norteamericano le contó que pagaba los lotes de peones enganchados a cincuenta pesos por cabeza, «y los conservamos mientras duran… En menos de tres meses enterramos a más de la mitad» (109 John Kenneth Turner, op. cit. México era el país preferido por las inversiones
norteamericanas: reunía a fines de siglo poco menos de la tercera parte de los capitales de Estados Unidos invertidos en el extranjero. En el estado de Chihuahua y otras regiones del norte, William Randolph Hearst, el célebre Citizen Kane del film de Welles, poseía más de tres millones de hectáreas. Fernando Carmona, El drama de América Latina. El caso de México, México, 1964).
En 1910 llegó la hora del desquite. México se alzó en armas contra Porfirio Díaz. Un caudillo agrarista encabezó desde entonces la insurrección en el sur: Emiliano Zapata, el más puro de los líderes de la revolución, el más leal a la causa de los pobres, el más fervoroso en su voluntad de redención social.
Las últimas décadas del siglo XIX habían sido tiempos de despojo feroz para las comunidades agrarias de todo México; los pueblos y las aldeas de Morelos sufrieron la febril cacería de tierras, aguas y brazos que las plantaciones de caña de azúcar devoraban en su expansión. Las haciendas azucareras dominaban la vida del estado y su prosperidad había hecho nacer ingenios modernos, grandes destilerías y ramales ferroviarios para transportar el producto. En la comunidad de Anenecuilco, donde vivía Zapata y a la que en cuerpo y alma pertenecía, los campesinos indígenas despojados reivindicaban siete siglos de trabajo continuo sobre su suelo- estaban allí desde antes de que llegara Hernán Cortés. Los que se quejaban en voz alta marchaban a los campos de trabajos forzados en Yucatán. Como en todo el estado de Morelos, cuyas tierras buenas estaban en manos de diecisiete propietarios, los trabajadores vivían mucho peor que los caballos de polo que los latifundistas mimaban en sus establos de lujo. Una ley de 1909 determinó que nuevas tierras fueran arrebatadas a sus legítimos dueños y puso al rojo vivo las ya ardientes contradicciones sociales. Emiliano Zapata, el jinete parco en palabras, famoso porque era el mejor domador del estado y unánimemente respetado por su honestidad y su coraje, se hizo guerrillero. «Pegados a la cola del caballo del jefe Zapata», los hombres del sur formaron rápidamente un ejército libertador (110 John Womack Jr., Zapata y la
Revolución mexicana, México, 1969.)
Cayó Díaz, y Francisco Madero, en ancas de la revolución, llegó al gobierno. Las promesas de reforma agraria no demoraron en disolverse en una nebulosa institucionalista. El día de su matrimonio, Zapata tuvo que interrumpir la fiesta: el gobierno había enviado a las tropas del general Victoriano Huerta para aplastarlo. El héroe se había convertido en «bandido», según los doctores de la ciudad. En noviembre de 1911, Zapata proclamó su Plan de Ayala, al tiempo que anunciaba: «Estoy dispuesto a luchar contra todo y contra todos». El plan advertía que «la inmensa mayoría de los pueblos y ciudadanos mexicanos no son más dueños que del terreno que pisan» y propugnaba la nacionalización total de los bienes de los enemigos de la revolución, la devolución a sus legítimos propietarios de las tierras usurpadas por la avalancha latifundista y la expropiación de una tercera parte de las tierras de los hacendados restantes. El Plan de Ayala se convirtió en un imán irresistible que atraía a millares y millares de campesinos a las filas del caudillo agrarista. Zapata denunciaba «la infame pretensión» de reducirlo todo a un simple cambio de personas en el gobierno: la revolución no se hacía para eso. Cerca de diez años duró la lucha. Contra Díaz, contra Madero, luego contra Huerta, el asesino, y más tarde contra Venustiano Carranza. El largo tiempo de la guerra fue también un período de intervenciones norteamericanas continuas: los marines tuvieron a su cargo dos desembarcos y varios bombardeos, los agentes diplomáticos urdieron conjuras políticas diversas y el embajador Henry Lane Wilson organizó con éxito el crimen del presidente Madero y su vice. Los cambios sucesivos en el poder no alteraban, en todo caso, la furia de las agresiones contra Zapata y sus fuerzas, porque ellas eran la expresión no enmascarada de la lucha de clases en lo hondo de la revolución nacional: el peligro real. Los gobiernos y los diarios bramaban contra «las hordas vandálicas» del general de Morelos. Poderosos ejércitos fueron enviados, uno tras otro, contra Zapata. Los incendios, las matanzas, la devastación de los pueblos, resultaron, una y otra vez, inútiles. Hombres, mujeres y niños morían fusilados o ahorcados como «espías zapatistas» y a las carnicerías seguían los anuncios de victoria: la limpieza ha sido un éxito. Pero al poco tiempo volvían a encenderse las hogueras en los trashumantes campamentos revolucionarios de las montañas del sur. En varias oportunidades, las fuerzas de Zapata contraatacaban con éxito hasta los suburbios de la capital. Después de la caída del régimen de Huerta, Emiliano Zapata y Pancho Villa, el «Atila del Sur» y el «Centauro del Norte», entraron en la ciudad de México a paso de vencedores y fugazmente compartieron el poder. A fines de 1914, se abrió un breve ciclo de paz que permitió a Zapata poner en práctica, en Morelos, una reforma agraria aún más radical que la anunciada en el Plan de Ayala. El fundador del Partido Socialista y algunos militantes anarcosindicalistas influyeron mucho en este proceso: radicalizaron la ideología del líder del movimiento, sin herir sus raíces tradicionales, y le proporcionaron una imprescindible capacidad de organización.
La reforma agraria se proponía «destruir de raíz y para siempre el injusto monopolio de la tierra, para realizar un estado social que garantice plenamente el derecho natural que todo hombre tiene sobre la extensión de tierra necesaria a su propia subsistencia y a la de su familia». Se restituían las tierras a las comunidades e individuos despojados a partir de la ley de desamortización de 1856, se fijaban límites máximos a los terrenos según el clima y la calidad natural, y se declaraban de propiedad nacional los predios de los enemigos de la revolución. Esta última disposición política tenía, como en la reforma agraria de Artigas, un claro sentido económico: los enemigos eran los latifundistas. Se formaron escuelas de técnicos, fábricas de herramientas y un banco de crédito rural; se nacionalizaron los ingenios y las destilerías, que se convirtieron en servicios públicos. Un sistema de democracias locales colocaba en manos del pueblo las fuentes del poder político y el sustento económico. Nacían y se difundían las escuelas zapatistas, se organizaban juntas populares para la defensa y la promoción de los principios revolucionarios una democracia auténtica cobraba forma y fuerza. Los municipios eran unidades nucleares de gobierno y la gente elegía sus autoridades, sus tribunales y su policía. Los jefes militares debían someterse a la voluntad de las poblaciones civiles organizadas. No era la voluntad de los burócratas y los generales la que imponía los sistemas de producción y de vida. La revolución se enlazaba con la tradición y operaba «de conformidad con la costumbre y usos de cada pueblo…, es decir, que si determinado pueblo pretende el sistema comunal así se llevará a cabo, y si otro pueblo desea el fraccionamiento de la tierra para
reconocer su pequeña propiedad, así se hará» (111 John Womack Jr., op cit.).
En la primavera de 1915, ya todos los campos de Morelos estaban bajo cultivo, principalmente con maíz y otros alimentos. La ciudad de México padecía, mientras tanto, por falta de alimentos, la inminente amenaza del hambre. Venustiano Carranza había conquistado la presidencia y dictó, a su vez, una reforma agraria, pero sus jefes no demoraron en apoderarse de sus beneficios; en 1916 se abalanzaron, con buenos dientes, sobre Cuernavaca, capital de Morelos, y las demás comarcas zapatistas. Los cultivos, que habían vuelto a dar frutos, los minerales, las pieles y algunas maquinarias, resultaron un botín excelente para los oficiales que avanzaban quemando todo a su paso y proclamando, a la vez, «una obra de reconstrucción y progreso».
En 1919 una estratagema y una traición terminaron con la vida de Emiliano Zapata. Mil hombres emboscados descargaron los fusiles sobre su cuerpo. Murió a la misma edad que el Che Guevara. Lo sobrevivió la leyenda: el caballo alazán que galopaba solo, hacia el sur, por las montañas. Pero no sólo la leyenda. Todo Morelos se dispuso a «consumar la obra del reformador, vengar la sangre del mártir y seguir el ejemplo del héroe», y el país entero le prestó eco. Pasó el tiempo, y con la presidencia de Lázaro Cárdenas (1934-1940) las tradiciones zapatistas recobraron vida y vigor a través de la puesta en práctica, por todo México; de la reforma agraria. Se expropiaron, sobre todo bajo su período de gobierno, 67 millones de hectáreas en poder de empresas extranjeras o nacionales y los campesinos recibieron, además de la tierra, créditos, educación y medios de organización para el trabajo. La economía y la población del país habían comenzado su acelerado ascenso; se multiplicó la producción agrícola al tiempo que el país entero se modernizaba y se industrializaba. Crecieron las ciudades y se amplió, en extensión y en profundidad, el mercado de consumo. Pero el nacionalismo mexicano no derivó al socialismo y, en consecuencia, como ha ocurrido en otros países que tampoco dieron el salto decisivo, no realizó cabalmente sus objetivos de independencia económica y justicia social. Un millón de muertos habían tributado su sangre, en los largos años de revolución y guerra, «a un Huitzilopochtli más cruel, duro e insaciable que aquel adorado por nuestros antepasados: el desarrollo capitalista de México, en las condiciones impuestas por la subordinación al imperialismo» (112 Fernando Carmona, op. cit).. Diversos estudiosos han investigado los signos del deterioro de las viejas banderas. Edmundo
Flores afirma, en una publicación reciente,(113 Edmundo Flores, ¿Adónde va la economía de México?, en
Comercio exterior, vol. xx, núm. l, México, enero de 1970.), que, «actualmente, el 60 por 100 de la
población total de México tiene un ingreso menor de 120 dólares al año y pasa hambre». Ocho millones de mexicanos no consumen prácticamente otra cosa que fri-
joles, tortillas de maíz y chile picante (114 Ana María Flores, La magnitud del hambre en México, México,
1961).. El sistema no revela sus hondas contradicciones solamente cuando caen quinientos estudiantes muertos en la matanza de Tlatelolco. Recogiendo cifras oficiales, Alonso Aguilar llega a la conclusión de que hay en México unos dos millones de campesinos sin tierra, tres millones de niños que no reciben educación, cerca de once millones de analfabetos y cinco millones de personas descalzas (115 Alonso
Aguilar M. y Fernando Carmona, op. cit. Véase también, de los mismos autores y Guillermo Montaño y Jorge Carrión, El milagro mexicano, México, 1970). La propiedad colectiva de los ejidatarios se pulveriza continuamente, y junto con la multiplicación de los minifundios, que se fragmentan a sí mismos, ha hecho su aparición un latifundismo de nuevo cuño y una nueva burguesía agraria dedicada a la agricultura comercial en gran escala. Los terratenientes e intermediarios nacionales que han conquistado una posición dominante trampeando el texto y el espíritu de las leyes son, a su vez, dominados, y en un libro reciente se los considera incluidos en los términos «and company» de la
empresa Anderson Clayton (116 Rodolfo Stavenhagen, Fernando Paz Sánchez, Cuauhtémoc Cárdenas y
Arturo Bonilla, Neolatifundismo y explotación. De Emiliano Zapata a Anderson Clayton & Co., México, 1968).
En el mismo libro, el hijo de Lázaro Cárdenas dice que «los latifundios simulados se han constituido, preferentemente, en las tierras de mejor calidad, en las más productivas».
El novelista Carlos Fuentes ha reconstruido, a partir de la agonía, la vida de un capitán del ejército de Carranza que se va abriendo paso, a tiros y a fuerza de astucia, en la guerra y en la paz (117 Carlos Fuentes, La muerte de Artemio Cruz, México 1962).
Hombre de muy humilde origen, Artemio Cruz va dejando atrás, con el paso de los años, el idealismo y el heroísmo de la juventud: usurpa tierras; funda y multiplica empresas, se hace diputado y trepa, en rutilante carrera, hacia las cumbres sociales, acumulando fortuna, poder y prestigio en base a los negocios, los sobornos, la especulación, los grandes golpes de audacia y la represión a sangre y fuego de la indiada. El proceso del personaje se parece al proceso del partido que, poderosa impotencia de la revolución mexicana, virtualmente monopoliza la vida política del país en nuestros días. Ambos han caído hacia arriba.
EL LATIFUNDIO MULTIPLICA LAS BOCAS PERO NO LOS PANES
La producción agropecuaria por habitante de América Latina es hoy menor que en la víspera de la segunda guerra mundial. Treinta años largos han transcurrido; en el mundo, la producción de alimentos creció, en este período, en la misma proporción en que, en nuestras tierras, disminuyó. La estructura del atraso del campo latinoamericano opera también como una estructura del desperdicio: desperdicio de la fuerza de trabajo, de la tierra disponible, de los capitales, del producto y, sobre todo, desperdicio de las huidizas oportunidades históricas del desarrollo. El latifundio y su pariente pobre, el minifundio, constituyen, en casi todos los países latinoamericanos, el cuello de botella que estrangula el crecimiento agropecuario y el desarrollo de la economía toda. El régimen de propiedad imprime su sello al régimen de producción: el uno y medio por ciento de los propietarios agrícolas latinoamericanos posee la mitad del total de tierras cultivables y América Latina gasta, anualmente, más de quinientos millones de dólares en comprar al extranjero alimentos que podría producir sin dificultad en sus inmensas v fértiles tierras. Apenas un cinco por ciento de !a superficie total se encuentra bajo cultivo: la proporción más baja del mundo y, en consecuencia, el
desperdicio más grande .(118 FAO, Anuario de la producción, vol 19, 1965.). En las escasas tierras
cultivadas, los rendimientos son, además, muy bajos. En numerosas regiones, los arados de palo abundan más que los tractores. No se emplean, más que por excepción, las técnicas modernas, cuya difusión no sólo implicaría la mecanización de las faenas agrícolas, sino también el auxilio y el estímulo a los suelos a través de los abonos, los herbicidas, las semillas genéticas, los pesticidas, el riego artificial
(119 Alberto Baltra Cortés, Problemas del subdesarrollo ecolatinoamericano, Buenos Aires, 1966.). El latifundio
integra, a veces como Rey Sol, una constelación de poder que, para usar la feliz
expresión de Maza Zavala (120 D. F. Maza Zavala, Explosión demográfica y crecimiento económico, Caracas, 1970) , multiplica los hambrientos pero no los panes. En vez de absorber mano de obra, el latifundio la expulsa: en cuarenta años, los trabajadores latinoamericanos del campo se han reducido en más de un veinte por ciento. Sobran tecnócratas dispuestos a afirmar, aplicando mecánicamente recetas hechas, que éste es un índice de progreso: la urbanización acelerada, el traslado masivo de la población campesina. Los desocupados, que el sistema vomita sin descanso, afluyen, en efecto, a las ciudades y extienden sus suburbios. Pero las fábricas, que también segregan desocupados a medida que se modernizan, no brindan refugio a esta mano de obra excedente y no especializada. Los adelantos tecnológicos del campo, cuando ocurren, agudizan el problema. Se incrementan las ganancias de los terratenientes, al incorporar medios más modernos a la explotación de sus propiedades, pero más brazos quedan sin actividad y se hace más ancha la brecha que separa a ricos y pobres. La introducción de los equipos motorizados, por ejemplo, elimina más empleos rurales de los que crea. Los latinoamericanos que producen, en jornadas de sol a sol, los alimentos, sufren normalmente desnutrición: sus ingresos son miserables, la renta que el campo genera se gasta en las ciudades o emigra al extranjero. Las mejores técnicas que aumentan los rendimientos magros del suelo pero dejan intacto el régimen de propiedad vigente no resultan, por cierto, aunque contribuyan al progreso general, una bendición para los campesinos. No crecen sus salarios ni su participación en las cosechas. El campo irradia pobreza para muchos y riqueza para muy pocos. Las avionetas privadas sobrevuelan los desiertos miserables, se multiplica el lujo estéril en los grandes balnearios y Europa hierve de turistas latinoamericanos rebosantes de dinero, que descuidan el cultivo de sus tierras pero no descuidan, faltaba más, el cultivo de sus espíritus.
Paul Bairoch atribuye la debilidad principal de la economía del Tercer Mundo al hecho de que su productividad agrícola media sólo alcance a la mitad del nivel alcanzado, en vísperas de la revolución industrial, por los países hoy desarrollados
(121 Paul Bairoch, Diagnostic de 1′évotution économique du Tiers Monde. 1900-1966, París, 1967.). En efecto, la
industria, para expandirse armoniosamente, requeriría un aumento mucho mayor de la producción de alimentos y de materias primas agropecuarias. Alimentos, porque las ciudades crecen y comen; materias primas, para las fábricas y para la exportación, de manera de disminuir las importaciones agrícolas y aumentar las ventas al exterior generando las divisas que el desarrollo requiere. Por otra parte, el sistema de latifundios y minifundios implica el raquitismo del mercado interno de consumo, sin cuya expansión la industria naciente pierde pie. Los salarios de hambre en el campo y el ejército de reserva cada vez más numeroso de los desocupados, conspiran en este sentido: los emigrantes rurales, que vienen a golpear a las puertas de las ciudades, empujan a la baja el nivel general de las retribuciones obreras.
Desde que la Alianza para el Progreso proclamó, a los cuatro vientos, la necesidad de la reforma agraria, la oligarquía y la tecnocracia no han cesado de elaborar proyectos. Decenas de proyectos, gordos, flacos, anchos, angostos, duermen en las estanterías de los parlamentos de todos los países latinoamericanos. Ya no es un tema maldito la reforma agraria: los políticos han aprendido que la mejor manera de no hacerla consiste en invocarla de continuo. Los procesos simultáneos de concentración y pulverización de la propiedad de la tierra continúan, olímpicos, su curso en la mayoría de los países. No obstante, las excepciones empiezan a abrirse paso. Porque el campo no es solamente un semillero de pobreza: es, también, un semillero de rebeliones, aunque las tensiones sociales agudas se oculten a menudo, enmascaradas por la resignación aparente de las masas. El nordeste de Brasil, por ejemplo, impresiona a primera vista como un bastión del fatalismo, cuyos habitantes aceptan morirse de hambre tan pasivamente como aceptan la llegada de la noche al cabo de cada día. Pero no está tan lejos en el tiempo, al fin y al cabo, la explosión mística de los nordestinos que pelearon junto a sus mesías, apóstoles extravagantes, alzando la cruz y los fusiles contra los ejércitos, para traer a esta tierra el reino de los cielos, ni las furiosas oleadas de violencia de los cangaceiros: los fanáticos y los bandoleros, utopía y venganza, dieron cauce a la protesta social, ciega todavía, de los campesinos
desesperados (122 Rui Facó, Cangaceiros e fanáticos, Río de Janeiro, 1965). Las ligas campesinas recuperarían más tarde, profundizándolas, esta tradiciones de lucha. La dictadura militar que usurpó el poder en Brasil en 1964 no demoró en anunciar su reforma agraria. El Instituto Brasileño de Reforma Agraria es, como ha hecho notar Paulo Schilling, un caso único en el mundo: en vez de distribuir tierra a los campesinos, se dedica a expulsarlos, para restituir a los latifundistas las extensiones espontáneamente invadidas o expropiadas por gobiernos anteriores. En 1966 y 1967, antes de que la censura de prensa se aplicara con mayor rigor, los diarios solían dar cuenta de los despojos, los incendios y las persecuciones que las tropas de la policía militar llevaban a cabo por orden del atareado Instituto. Otra reforma agraria digna de una antología es la que se promulgó en Ecuador en 1964. El gobierno sólo distribuyó tierras improductivas, a la par que facilitó la concentración de las tierras de mejor calidad en manos de los grandes terratenientes. La mitad de las tierras distribuidas por la reforma agraria de Venezuela, a partir de 1960, eran de propiedad pública; las grandes plantaciones comerciales no fueron tocadas y los latifundistas expropiados recibieron indemnizaciones tan altas que obtuvieron espléndidas ganancias y compraron nuevas tierras en otras zonas.
El dictador argentino Juan Carlos Onganía estuvo a punto de anticipar en dos años su caída, cuando en 1968 intentó aplicar un nuevo régimen de impuestos a la propiedad rural. El proyecto intentaba gravar las improductivas «llanuras peladas» más severamente que las tierras productivas. La oligarquía vacuna puso el grito en el cielo, movilizó sus propias espadas en el estado mayor y Onganía tuvo que olvidar sus heréticas intenciones. La Argentina dispone, como el Uruguay, de praderas naturalmente fértiles que, al influjo de un clima benigno, le han permitido disfrutar de una prosperidad relativa en América Latina. Pero la erosión va mordiendo sin piedad las inmensas llanuras abandonadas que no se aplican al cultivo ni al pastoreo, y otro tanto ocurre con gran parte de los millones de hectáreas dedicadas a la explotación extensiva del ganado. Como en el caso de Uruguay, aunque en menor grado, esa explotación extensiva está en el trasfondo de la crisis que ha sacudido a la economía argentina en los años sesenta. Los latifundistas argentinos no han mostrado suficiente interés por introducir innovaciones técnicas en sus campos. La productividad es todavía baja, porque conviene que lo sea; la ley de la ganancia puede más que todas las leyes. La extensión de las propiedades, a través de la compra de nuevos campos, resulta más lucrativa y menos riesgosa que la puesta en práctica de los medios que la tecnología moderna proporciona para la producción intensiva (123 La pradera artificial representa, desde el punto de vista del capitalista ganadero, un traslado de capital hacia una inversión más cuantiosa, más riesgosa y simultáneamente menos rentable que la inversión tradicional en ganadería extensiva. Así, el interés privado del productor entra en contradicción con el interés de la sociedad en su conjunto: la calidad del ganado y sus rendimientos sólo pueden incrementarse, a partir de cierto punto, a través del aumento del poder nutritivo del suelo. El país necesita que las vacas produzcan más carne y las ovejas más lana, pero los dueños de la tierra ganan más que suficiente al nivel de los rendimientos actuales. Las conclusiones del instituto de Economía de la Universidad del Uruguay (op. cit.) son, en cierto sentido, también aplicables a la Argentina..)
En 1931, la Sociedad Rural oponía el caballo al tractor: «¡Agricultores ganaderos! -proclamaban sus dirigentes-. ¡Trabajar con caballos en las faenas agrícolas es proteger sus propios intereses y los del país!». Veinte años después, insistía en sus publicaciones: «Es más fácil -ha dicho un conocido militar- que llegue pasto al estómago de un caballo que nafta al tanque de un pesado
camión» (124 Dardo Cúneo, Comportarnierto y crisis de la clase empresaria, Buenos Aires, 1967.) Según los
datos de la CEPAL, Argentina tiene, en proporción a las hectáreas de superficie arable, dieciséis veces menos tractores que Francia, y diecinueve veces menos tractores que el Reino Unido. El país consume, también en proporción, ciento cuarenta veces menos fertilizantes que Alemania Occidental (125 CEPAL, Estudio
económico de América Latina, Santiago de Chile, 1964 y 1966, y El uso de fertilizantes en América Latina, Santiago de Chile,
1966.) Los rendimientos de trigo, maíz y algodón de la agricultura argentina son bastante más bajos que los rendimientos de esos cultivos en los países desarrollados.
Juan Domingo Perón había desafiado los intereses de la oligarquía terrateniente de la Argentina, cuando impuso el estatuto del peón y el cumplimiento del salario mínimo rural. En 1944, la Sociedad Rural afirmaba: «En la fijación de los salarios es primordial determinar el estándar de vida del peón común. Son a veces tan limitadas sus necesidades materiales que un remanente trae destinos socialmente poco interesantes». La Sociedad Rural continúa hablando de los peones como si fueran animales, y la honda meditación a propósito de las cortas necesidades de consumo de los trabajadores brinda, involuntariamente, una buena clave para comprender las limitaciones del desarrollo industrial argentino: el mercado interno no se extiende ni se profundiza en medida suficiente. La política de desarrollo económico que impulsó el propio Perón no rompió nunca la estructura del subdesarrollo agropecuario. En junio de 1952, en un discurso que pronunció desde el Teatro Colón, Perón desmintió que tuviera el propósito de realizar una reforma agraria, y la Sociedad Rural comentó, oficialmente:
«Fue una magistral disertación».
En Bolivia, gracias a la reforma agraria de 1952, ha mejorado visiblemente la alimentación en vastas zonas rurales del altiplano, tanto que hasta se han comprobado cambios de estatura en los campesinos. Sin embargo, el conjunto de la población boliviana consume todavía apenas un sesenta por ciento de las proteínas y una quinta parte del calcio necesarios en la dieta mínima, y en las áreas rurales el déficit es aún más agudo que estos promedios. No puede decirse en modo alguno que la reforma agraria haya fracasado, pero la división de las tierras altas no ha bastado para impedir que Bolivia gaste, en nuestros días, la quinta parte de sus divisas en importar alimentos del extranjero.
La reforma agraria que ha puesto en práctica, desde 1969, el gobierno militar de Perú, está asomando como una experiencia de cambio en profundidad. Y en cuanto a la expropiación de algunos latifundios chilenos por parte del gobierno de Eduardo Frei, es de justicia reconocer que abrió el cauce a la reforma agraria radical que el nuevo presidente, Salvador Allende, anuncia mientras escribo estas páginas.
LAS TRECE COLONIAS DEL NORTE
Y LA IMPORTANCIA DE NO NACER IMPORTANTE
La apropiación privada de la tierra siempre se anticipó, en América Latina, a su cultivo útil. Los rasgos más retrógrados del sistema de tenencia actualmente vigente no provienen de las crisis, sino que han nacido durante los períodos de mayor prosperidad; a la inversa, los períodos de depresión económica han apaciguado la voracidad de los latifundistas por la conquista de nuevas extensiones. En Brasil, por ejemplo, la decadencia del azúcar y la virtual desaparición del oro y los diamantes hicieron posible, entre 1820 y 1850, una legislación que aseguraba la propiedad de la tierra a quien la ocupara y la hiciera producir. En 1850 el ascenso del café como nuevo «producto rey» determinó la sanción de la Ley de Tierras, cocinada según el paladar de los políticos y los militares del régimen oligárquico, para negar la propiedad de la tierra a quienes la trabajaban, a medida que se iban abriendo, hacia el sur y hacia el oeste, los gigantescos espacios interiores del país. Esta ley «fue reforzada y ratificada desde entonces por una copiosísima legislación, que establecía compra como única forma de acceso a la tierra y creaba un sistema notarial de registro que haría casi impracticable que un labrador pudiera legalizar su posesión.. . » (126M Darcy Ribeiro, Las
Américas y la civilización, tomo t Los pueblos nuevos, Buenos Aires, 1969.)
La legislación norteamericana de la misma época se propuso el objetivo opuesto, para promover colonización interna de los Estados Unidos. Crujían las carretas de los pioneros que iban extendiendo frontera, a costa de las matanzas de los indígenas, hacia las tierras vírgenes del oeste: la Ley Lincoln de 1862, el Homested Act, aseguraba a cada familia la propiedad de lotes de 65 hectáreas.
Cada beneficiario se comprometía a cultivar su parcela por un período no menor
de cinco años `(127 Edward C. Kirkland, Historia económica de Estados Unidos, México, 1941.). El dominio público se colonizó con rapidez asombrosa; la población aumentaba y se propagaba como una enorme mancha de aceite sobre el mapa. La tierra accesible, fértil y casi gratuita, atraía a los campesinos europeos, con un imán irresistible: cruzaban el océano y también los Apalaches rumbo a las praderas abiertas. Fueron granjeros libres, así, quienes ocuparon los nuevos territorios del centro y del oeste. Mientras el país crecía en superficie y en población, se creaban fuentes de trabajo agrícola y al mismo tiempo se generaba un mercado interno con gran poder adquisitivo, la enorme masa de los granjeros propietarios para sustentar la pujanza del desarrollo industrial.
En cambio, los trabajadores rurales que, desde hace más de un siglo, han movilizado con ímpetu la frontera interior de Brasil, no han sido ni son familias de campesinos libres en busca de un trozo de tierra propia, como observa Ribeiro, sino braceros contratados para servir a los latifundistas que previamente han tomado posesión de los grandes espacios vacíos. Los desiertos interiores nunca fueron accesibles, como no fuera de esta manera, a la población rural. En provecho ajeno, los obreros han ido abriendo el país, a golpes de machete, a través de la selva. La colonización resulta una simple extensión del área latifundista. Entre 1950 y 1960, 65 latifundios brasileños absorbieron la cuarta parte de las nuevas tierras incorporadas a la agricultura (128 Celso Furtado, Um projeto para o
Brasil, Rfo de Janeiro, 1969.).
Estos dos opuestos sistemas de colonización interior muestran una de las diferencias más importantes entre los modelos de desarrollo de los Estados Unidos y de América Latina. ¿Por qué el norte es rico y el sur pobre? El río Bravo señala mucho más que una frontera geográfica. El hondo desequilibrio de nuestros días, que parece confirmar la profecía de Hegel sobre la inevitable guerra entre una y otra América, ¿nació de la expansión imperialista de los Estados Unidos o tiene raíces más antiguas? En realidad, al norte y al sur se habían generado, ya en la matriz colonial, sociedades muy poco parecidas y al servicio de fines que no eran los
mismos (129 Lewis Hanke y otros autores de Do the Américas Have a Common History? (Nueva York, 1964)
despliegan en vano la imaginación en el afán de encontrar identidades entre los procesos históricos del norte y del sur. Los peregrínos del Mayflower no atravesaron el mar para conquistar tesoros legendarios ni para explotar la mano de obra indígena escasa en el norte, sino para establecerse con sus familias y reproducir, en el Nuevo Mundo, el sistema de vida y de trabajo que practicaban en Europa. No eran soldados de fortuna, sino pioneros; no venían a conquistar, sino a colonizar: fundaron «colonias de poblamiento». Es cierto que el proceso posterior desarrolló, al sur de la bahía de Delaware, una economía de plantaciones esclavistas semejante a la que surgió en América Latina, pero con la diferencia de que en Estados Unidos el centro de gravedad estuvo desde el principio radicado en las granjas y los talleres de Nueva Inglaterra, de donde saldrían los ejércitos vencedores de la Guerra de Secesión en el siglo XIX. Los colonos de Nueva Inglaterra, núcleo original de la civilización norteamericana, no actuaron nunca como agentes coloniales de la acumulación capitalista europea; desde el principio, vivieron al servicio de su propio desarrollo y del desarrollo de su tierra nueva. Las trece colonias del norte sirvieron de desembocadura al ejército de campesinos y artesanos europeos que el desarrollo metropolitano iba lanzando fuera del mercado de trabajo. Trabajadores libres formaron la base de aquella nueva sociedad de este lado del mar.
España y Portugal contaron, en cambio, con una gran abundancia de mano de obra servil en América Latina. A la esclavitud de los indígenas sucedió el trasplante en masa de los esclavos africanos. A lo largo de los siglos, hubo siempre una legión enorme de campesinos desocupados disponibles para ser trasladados a los centros de producción: las zonas florecientes coexistieron siempre con las decadentes, al ritmo de los auges y las caídas de las exportaciones de metales preciosos o azúcar, y las zonas de decadencia surtían de mano de obra a las zonas florecientes. Esta estructura persiste hasta nuestros días, y también en la actualidad implica un bajo nivel de salarios, por la presión que los desocupados ejercen sobre el mercado de trabajo, y frustra el crecimiento del mercado interno de consumo. Pero además, a diferencia de los puritanos del norte, las clases dominantes de la sociedad colonial latinoamericana no se orientaron jamás al desarrollo económico interno. Sus beneficios provenían de fuera; estaban más vinculados al mercado extranjero que a la propia comarca. Terratenientes y mineros y mercaderes habían nacido para cumplir esa función: abastecer a Europa de oro, plata y alimentos. Los caminos trasladaban la carga en un solo sentido: hacia el puerto y los mercados de ultramar. Ésta es también la clave que explica la expansión de los Estados Unidos como unidad nacional y la fractura de América Latina: nuestros centros de producción no estaban conectados entre sí, sino que formaban un abanico con el vértice muy lejos.
Las trece colonias del norte tuvieron, bien pudiera decirse, la dicha de la desgracia.
Su experiencia histórica mostró la tremenda importancia de no nacer importante.
Porque al norte de América no había oro ni había plata, ni civilizaciones indígenas con densas concentraciones de población ya organizada para el trabajo, ni suelos tropicales de fertilidad fabulosa en la franja costera que los peregrinos ingleses colonizaron. La naturaleza se había mostrado avara, y también la historia: faltaban los metales y la mano de obra esclava para arrancar los metales del vientre de la tierra. Fue una suerte. Por lo demás, desde Maryland hasta Nueva Escocia, pasando por Nueva Inglaterra, las colonias del norte producían, en virtud del clima y por las características de los suelos, exactamente lo mismo que la agricultura británica, es decir, que no ofrecían a la metrópoli, como advierte
Bagú (130 Sergio Bagú, op. cit.) , una producción complementaria.
Muy distinta era la situación de las Antillas y de las colonias ibéricas de tierra firme. De las tierras tropicales brotaban el azúcar, el tabaco, el algodón, el añil, la trementina; una pequeña isla del Caribe resultaba más importante para Inglaterra, desde el punto de vista económico, que las trece colonias matrices de los Estados Unidos.
Estas circunstancias explican el ascenso y la consolidación de los Estados Unidos, como un sistema económicamente autónomo, que no drenaba hacia fuera la riqueza generada en su seno. Eran muy flojos los lazos que ataban la colonia a la metrópoli; en Barbados o Jamaica, en cambio, sólo se reinvertían los capitales indispensables para reponer los esclavos a medida que se iban gastando. No fueron
factores raciales, como se ve, los que decidieron el desarrollo de unos y el subdesarrollo de otros: las islas británicas de las Antillas no tenían nada de españolas ni de portuguesas. La verdad es que la insignificancia económica de las trece colonias permitió la temprana diversificación de sus exportaciones y alumbró el impetuoso desarrollo de las manufacturas. La industrialización norteamericana contó, desde antes de la independencia, con estímulos y protecciones oficiales. Inglaterra se mostraba tolerante, al mismo tiempo que prohibía estrictamente que sus islas antillanas fabricaran siquiera un alfiler.
LAS FUENTES SUBTERRÁNEAS DEL PODER
LA ECONOMÍA NORTEAMERICANA
NECESITA LOS MINERALES DE AMÉRICA LATINA COMO LOS PULMONES NECESITAN EL AIRE.
Los astronautas habían impreso las primeras huellas humanas sobre la superficie de la luna, y en julio de 1969 el padre de la hazaña, Werner von Braun, anunciaba a la prensa que los Estados Unidos se proponían instalar una lejana estación en el espacio, con propósitos más bien cercanos: «Desde esta maravillosa plataforma de observación -declaró- podremos examinar todas las riquezas de la
Tierra: los pozos de petróleo desconocidos, las minas de cobre y de cinc… » El petróleo sigue siendo el principal combustible de nuestro tiempo, y los norteamericanos importan la séptima parte del petróleo que consumen. Para matar vietnamitas, necesitan balas y las balas necesitan cobre: los Estados Unidos compran fuera de fronteras una quinta parte del cobre que gastan. La falta de cinc resulta cada vez más angustiosa: cerca de la mitad viene del exterior. No se puede fabricar aviones sin aluminio, y no se puede fabricar aluminio sin bauxita: los Estados
Unidos casi no tienen bauxita. Sus grandes centros siderúrgicos -Pittsburgh, Cleveland, Detroit- no encuentran hierro suficiente en los yacimientos de Minnesota, que van camino de agotarse, ni tienen manganeso en el territorio nacional: la economía norteamericana importa una tercera parte del hierro y todo el manganeso que necesita. Para producir los motores de retropropulsión, no cuentan con níquel ni con cromo en su subsuelo. Para fabricar aceros especiales, se requiere tungsteno: importan la cuarta parte. Esta dependencia, creciente, respecto a los suministros extranjeros, determina una identificación también creciente de los intereses de los capitalistas norteamericanos en América Latina, con la seguridad nacional de los Estados Unidos, La estabilidad interior de la primera potencia del mundo aparece íntimamente ligada a las inversiones norteamericanas al sur del río Bravo. Cerca de la mitad de esas inversiones está dedicada a la extracción de petróleo y a la explotación de riquezas mineras, «indispensables para la economía de los Estados
Unidos tanto en la paz como en la guerra» (1 Edwin y Lieuwen, The Unr:ed Sta!es and the Challenge to
Segurity in Latín America, Ohio, 1966.). El presidente del Consejo Internacional de la Cámara de Comercio del país del norte lo define así: «Históricamente, una de las razones principales de los Estados Unidos para invertir en el exterior es el desarrollo de recursos naturales, particularmente minerales y, más especialmente, petróleo. Es perfectamente obvio que los incentivos de este tipo de inversiones no pueden menos que incrementarse. Nuestras necesidades de materias primas están en constante aumento a medida que la población se expande y el nivel de vida sube. Al mismo
tiempo, nuestros recursos domésticos se agotan…» (2 Philip Courtney, en un trabajo presentado ante el II Congreso Internacional de Ahorro e Inversion, Bruselas, 1959). Los laboratorios científicos del gobierno, de las universidades y de las grandes corporaciones avergüenzan a la imaginación con el ritmo febril de sus invenciones y sus descubrimientos, pero la nueva tecnología no ha encontrado la manera de prescindir de los materiales básicos que la naturaleza, y sólo ella, proporciona.
Se van debilitando, al mismo tiempo, las respuestas que el subsuelo nacional es capaz de dar al desafío del crecimiento industrial de los Estados Unidos (3 Harry
Magdoff, La era del imperiialisrna, en Month1y Review, selecciones en castellano, Santiago de Chile, enero-febrero de 1969. y Claude Julien, L’Empire Américan, Paris, 1969).
EL SUBSUELO TAMBIÉN PRODUCE GOLPES DE ESTADO, REVOLUCIONES, HISTORIAS DE ESPÍAS Y AVENTURAS EN LA SELVA AMAZÓNICA
En Brasil, los espléndidos yacimientos de hierro del valle de Paraopeba derribaron dos presidentes, Janio Quadros y Joáo Goulart, antes de que el mariscal Castelo Branco, que asaltó el poder en 1971, los cediera amablemente a la Hanna Mining Co. Orto amigo anterior del embajador de los Estados Unidos, el presidente Eurico Dutra (1946-51), había concedido a la Bethlehem Steel, algunos años antes, los cuarenta millones de toneladas de manganeso del estado de Amapá, uno de los mayores yacimientos del mundo, a cambio de un cuatro por ciento para el Estado sobre los ingresos de exportación; desde entonces, la Bethlehem está mudando las montañas a los Estados Unidos con tal entusiasmo que se teme que de aquí a quince años Brasil quede sin suficiente manganeso para abastecer su propia siderurgia. Por lo demás de cada cien dólares que la Bethlehem invierte en la extracción de minerales, ochenta y ocho corresponden a una gentileza del gobierno brasileño: las exoneraciones de impuestos en nombre del «desarrollo de la región». La experiencia del oro perdido de Minas Gerais –«oro blanco, oro negro, oro podrido», escribió el poeta Manuel Bandeira- no ha servido, como se ve, para nada: Brasil continúa despojándose gratis de sus fuentes naturales de desarrollo (4 El gobierno de México advirtió a tiempo, en cambio, que el país, uno de los principales exportadores mundiales de azufre, se estaba vaciando. La Texas Gulf Sulphur Co. y la Pan American Sulfur habian asegurado que las reservas con que todavía contaban sus concesiones eran seis veces más abundantes de lo
que eran en realidad, y el gobierno resolvió, en 1965, limitar las ventas al exterior.). Por su parte, el dictador René Barrientos se apoderó de Bolivia en 1964 y, entre matanza y matanza de mineros, otorgó a la firma Philips Brothers la concesión de la mina Matilde, que contiene plomo, plata y grandes yacimientos de cinc con una ley doce veces más alta que la de las minas norteamericanas. La empresa quedó autorizada a llevarse el cinc en bruto, para elaborarlo en sus refinerías extranjeras, pagando al Estado nada menos que el uno y medio por ciento del valor de venta del mineral. (5 Sergio Allmaraz Paz, Réquiem pasa una república, La Paz, 1969) . En Perú, en 1968, se perdió misteriosamente la página número once del convenio que el presidente Belaúnde Terry había firmado a los pies de una filial de la Standard Oil, y el general Velasco Alvarado derrocó al presidente, tomó las riendas del país y nacionalizó los pozos y la refinería de la empresa. En Venezuela, el gran lago de petróleo de la Standard Oil y la Gulf, tiene su asiento la mayor misión militar norteamericana de América Latina. Los frecuentes golpes de Estado de Argentina estallan antes o después de cada licitación petrolera. El cobre no era en modo alguno ajeno a la desproporcionada ayuda militar que Chile recibía del Pentágono hasta el triunfo electoral de las fuerzas de izquierda encabezadas por Salvador Allende; las reservas norteamericanas de cobre habían caído en más de un sesenta por ciento entre 1965 y 1969. En 1964, en su despacho de La Habana, el Che Guevara me enseñó que la Cuba de Batista no era sólo de azúcar: los grandes yacimientos, cubanos de níquel y de manganeso explicaban mejor, a su juicio, la furia ciega del Imperio contra la revolución. Desde aquella conversación, las
reservas de níquel de los Estados Unidos se redujeron a la tercera parte: la empresa norteamericana Nicro-
Nickel había sido nacionalizada y el presidente Johnson había amenazado a los metalúrgicos franceses con embargar sus envíos a los Estados Unidos si compraban el mineral a Cuba.
Los minerales tuvieron mucho que ver con la caída del gobierno del socialista Cheddi Jagan, que a fines de 1964 había obtenido nuevamente la mayoría de los votos en lo que entonces era la Guayana británica. El país que hoy se llama Guyana es el cuarto productor mundial de bauxita y figura en el tercer lugar entre los productores latinoamericanos de manganeso. La CIA desempeñó un papel decisivo en la derrota de Jagan. Arnold Zander, el máximo dirigente de la huelga que sirvió de provocación y pretexto para negar con trampas la victoria electoral de Jagan, admitió públicamente, tiempo después, que su sindicato había recibido una lluvia de dólares de una de las fundaciones de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos(6 Claude Julien, op. cit).. El nuevo régimen garantizó que no correrían peligro las intereses de la Aluminium Company of América en Guyana: la empresa podría seguir llevándose, sin sobresaltos, la bauxita, y vendiéndosela a sí misma al mismo precio de 1938, aunque desde entonces se hubiera multiplicado el
precio del aluminio’)7 Arthur Davis, presidente de la Aluminium Co. durante largo tiempo, mátió en 1962 y deió trescientos millones de dólares en herencia a las fundaciones de caridad, con la expresa condición de que no gastaran los fondos fuera del territorio de los Estados Unidos. Ni siquiera por esta vía pudo Guyana rescatar aunque fuera una parte de la riqueza que la empresa le ha arrebatado. (Philip Reno, Aluminium Profits and Caribbean People, en Monthly Review, Nueva York, octubre de 1963, y del mismo autor, El drama de la Guayana Británica. Un pueblo desde la esclavitud a la lucha por el socialismo, en Monthly Review, selecciones en castellano, Buenos Aires, enero-febrero de 1965.). El negocio ya no corría peligro. L a bauxita de Arkansas vale el doble que la bauxita de Guyana. Los Estados Unidos disponen de muy poca bauxita en su territorio; utilizando materia prima ajena y muy barata, producen, en cambio, casi la mitad del aluminio que se elabora en el mundo.
Para abastecerse de la mayor parte de los minerales estratégicos que se consideran de valor crítico para su potencial de guerra, los Estados Unidos dependen de las fuentes extranjeras. «El motor de retropropulsión, la turbina de gas y los reactores nucleares tienen hoy una enorme influencia sobre la demanda de materiales que sólo pueden ser obtenidos en el exterior», díce Magdoff en este sentido’(8 Harry Magdoff, op. cit.). La imperiosa necesidad de minerales estratégicos, imprescindibles para salvaguardar el poder militar y atómico de los Estados Unidos, aparece claramente vinculada a la compra masiva de tierras, por medios generalmente fraudulentos, en la Amazonia brasileña. En la década del 60, numerosas empresas norteamericanas, conducidas de la mano por aventureros y contrabandistas profesionales, se abatieron en un rush febril sobre esta selva gigantesca. Previamente, en virtud del acuerdo firmado en 1964, los aviones de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos habían sobrevolado y fotografiado toda la región. Habían utilizado equipos de cintilómetros para detectar los yacimientos de minerales radiactivos por la emisión de ondas de luz de intensidad variable, electromagnetómetros para radiografiar el subsuelo rico en minerales no ferrosos y magnetómetros para descubrir y medir el hierro. Los informes y las fotografías obtenidas en el relevamiento de la extensión y la profundidad de las riquezas secretas de la Amazonia fueron puestos en manos de las empresas privadas interesadas en el asunto, gracias a los buenos servicios del
Geological Survey del gobierno de los Estados Unidos’ (9 Hermano Alves, Aerolotogrametria, en
Correio de Manhã. Río de janeiro, 8 de junio de 1967).. En la inmensa región se comprobó la existencia de oro, plata, diamantes, gipsita, hematita, magnetita, tantalio, titanio, torio, uranio, cuarzo, cobre, manganeso, plomo, sulfatos, potasios, bauxita, cinc, circonio, cromo y mercurio. Tanto se abre el cielo desde la jungla virgen de Mato Grosso hasta las llanuras del sur de Goiás que, según deliraba la revista Time en su última edición latinoamericana de 1967, se puede ver al mismo tiempo el sol brillante y media docena de relámpagos de tormentas distintas. El gobierno había ofrecido exoneraciones de impuestos y otras seducciones para colonizar los espacios vírgenes de este universo mágico y salvaje. Según Time, los capitalistas extranjeros habían comprado, antes de 1967, a siete centavos el acre, una superficie mayor que la que suman los territorios de Connecticut, Rhode lsland, Delaware, Massachusetts y New Hampshire, «Debemos mantener las puertas bien abiertas a la inversión extranjera decía el director de la agencia gubernamental para el desarrollo de la Amazonia-, porque necesitamos más de lo que podemos obtener.» Para justificar el relevamiento aerofotogramétrico por parte de la aviación norteamericana, el gobierno había declarado, antes, que carecía de recursos. En América Latina es lo normal: siempre se entregan los recursos en nombre de la falta de recursos.
El Congreso brasileño pudo realizar una investigación que culminó con un
voluminoso informe sobre el tema (10 Informe de la Comisión Parlamentaria de Investigacio pes sobre la venta
de tierras brasileñas a personas físicas o jurídicas extranjeras, Brasilia, 3 de junio de 1968.). En él se enumeran
casos de venta o usurpación de tierras por veinte millones de hectáreas, extendidas de manera tan curiosa que, según la comisión investigadora, «forman un cordón para aislar la Amazonia del resto de Brasil». La «explotación clandestina de minerales muy valiosos» figura en el informe como uno de los principales motivos de la avidez norteamericana por abrir una nueva frontera dentro de Brasil. El testimonio del gabinete del Ministerio del Ejército, recogido en el informe, hace hincapié en «el interés del propio gobierno norteamericano en mantener, bajo su control, una vasta extensión de tierras para su utilización ulterior, sea para la explotación de minerales, particularmente los radiactivos, sea como base de una colonización dirigida». El Consejo de Seguridad Nacional afirma: «Causa sospecha el hecho de que las áreas ocupadas, o en vías de ocupación, por elementos extranjeros, coincidan con regiones que están siendo sometidas a campañas de esterilización de mujeres brasileñas por extranjeros.» En efecto, según el diario Correio da Manha, «más de veinte misiones religiosas extranjeras, principalmente las de la Iglesia protestante de Estados Unidos, están ocupando la Amazonia, localizándose en los puntos más ricos en minerales radiactivos, oro y diamantes… Difunden en gran escala diversos anticonceptivos, como el dispositivo intrauterino, y enseñan inglés a los indios catequizados… Sus áreas están cercadas por elementos armados y nadie
puede penetrar en ellas» (11 Correio da Manbã, Río de Janeiro, 30 de junio de 1968.) No está de más advertir que la Amazonia es la zona de mayor extensión entre todos los desiertos del planeta habitables por el hombre. El control de la natalidad se puso en práctica en este grandioso espacio vacío, para evitar la competencia demográfica de los muy escasos brasileños que, en remotos rincones de la selva o de las planicies inmensas, viven y se reproducen.
Por su parte, el general Riograndino Kruel afirmó, ante la comisión investigadora del Congreso, que «el volumen de contrabando de materiales que contienen torio y uranio alcanza la cifra astronómica de un millón de toneladas». Algún tiempo antes, en septiembre de 1966, Kruel, jefe de la policía federal, había denunciado «la impertinente y sistemática interferencia» de un cónsul de los Estados Unidos en el proceso abierto contra cuatro ciudadanos norteamericanos acusados de contrabando de minerales atómicos brasileños. A su juicio, que se les hubiera encontrado cuarenta toneladas de mineral radiactivo era suficiente para condenarlos. Poco después, tres de los contrabandistas se fugaron de Brasil misteriosamente. El contrabando no era un fenómeno nuevo, aunque se había intensificado mucho. Brasil pierde cada año más de cien millones de dólares, solamente por la evasión clandestina de diamantes en bruto (12 Paulo R. Schilling, Brasil para extranjeros, Montevideo; 1966).. Pero en realidad el contrabando sólo se hace necesario en medida relativa. Las concesiones legales arrancan a Brasil cómodamente sus más fabulosas riquezas naturales. Por no citar más que otro ejemplo, nueva cuenta de un largo collar, el mayor yacimiento de niobio del mundo, que está en Araxá, pertenece a una filial de la Niobium Corporation, de Nueva York. Del niobio provienen varios metales que se utilizan, por su gran resistencia a las temperaturas altas, para la construcción de reactores nucleares, cohetes y naves espaciales, satélites o simples jets. La empresa extrae también, de paso, junto con el niobio, buenas cantidades de Cántalo, torio, uranio, pirocloro y tierras raras de alta ley mineral.
UN QUÍMICO ALEMÁN DERROTÓ A LOS VENCEDORES DE LA GUERRA DEL PACÍFICO
La historia del salitre, su auge y su caída, resulta muy ilustrativa de la duración ilusoria de las prosperidades latinoamericanas en el mercado mundial: el siempre efímero soplo de las glorias y el peso siempre perdurable de las catástrofes.
A mediados del siglo pasado, las negras profecías de Malthus planeaban sobre el Viejo Mundo. La población europea crecía vertiginosamente y se hacía imprescindible otorgar nueva vida a los suelos cansados para que la producción de alimentos pudiera aumentar en proporción pareja. El guano reveló sus propiedades fertilizantes en los laboratorios británicos; a partir de 1840 comenzó su exportación en gran escala desde la costa peruana. Los alcatraces y las gaviotas, alimentados por los fabulosos cardúmenes de las corrientes que lamen las riberas, habían ido acumulando en las islas y los islotes, desde tiempos inmemoriales, grandes montañas de excrementos ricos en nitrógeno, amoniaco, fosfatos y sales alcalinas: el guano se conservaba puro en las costas sin lluvia de Perú ( I3 Ernst Samhaber, Sudamérica,
biografía de un continente, Buenos Aires, 1946.Las aves guaneras son las más valiosas del mundo, escribía Robert Cushman Murphy mucho después del auge, «por su rendimiento en dólares por cada digestión». Están por encima, decía, del ruiseñor de Shakespeare que cantaba en el balcón de Julieta, por encima de la paloma que voló sobre el Arca de Noé y, desde luego, de las tristes golondrinas de Bécquer. (Emilio Romero, Historia económica del Perú, Buenos Aires, 1949.) . Poco después del
lanzamiento internacional del guano, la química agrícola descubrió que eran aún mayores las propiedades nutritivas del salitre, y en 1850 ya se había hecho muy intenso su empleo como abono en los campos europeos. Las tierras del viejo continente dedicadas al cultivo del trigo, empobrecidas por la erosión, recibían ávidamente los cargamentos de nitrato de soda provenientes de las salitreras peruanas de Tarapacá y, luego, de la provincia boliviana de Antofagasta (14 Óscar Bermúdez,
Historia del salitre desde sus orígenes basta la Guerra del Pacífico, Santiago de Chile, 1963.)..Gracias al salitre y al
guano, que yacían en las costas del Pacífico «casi al alcance de los barcos que venían
a buscarlos» (15 José Carlos Mariátegui, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, Montevideo, 1970.) el fantasma del hambre se alejó de Europa.
La oligarquía de Lima, soberbia y presuntuosa como ninguna, continuaba enriqueciéndose a manos llenas y acumulando símbolos de su poder en los palacios y los mausoleos de mármol de Carrara que la capital erguía en medio de los desiertos de arena. Antiguamente, las grandes familias limeñas habían florecido a costa de la plata de Potosí, y ahora pasaban a vivir de la mierda de los pájaros y del grumo blanco y brillante de las salitreras. Perú creía que era independiente, pero Inglaterra había ocupado el lugar de España. «El país se sintió rico –escribía Mariátegui-. El Estado usó sin medida de su crédito. Vivió en el derroche, hipotecando su porvenir a las finanzas inglesas.» En 1868, según Romero, los gastos y las deudas del Estado ya eran mucho mayores que el valor de las ventas al exterior. Los depósitos de guano servían de garantía a los empréstitos británicos, y Europa jugaba con los precios; la rapiña de los exportadores hacía estragos: lo que la naturaleza había acumulado en las islas a lo largo de milenios se malbarataba en pocos años. Mientras tanto, en las pampas salitreras, cuenta Bermúdez, los obreros sobrevivían en chozas «miserables, apenas más altas que el hombre, hechas con piedras, cascotes de caliche y barro, de un solo recinto».
La explotación del salitre rápidamente se extendió hasta la provincia boliviana de Antofagasta, aunque el negocio no era boliviano sino peruano y, más que peruano, chileno. Cuando el gobierno de Bolivia pretendió aplicar un impuesto a las salitreras que operaban en su suelo, los batallones del ejército de Chile invadieron la provincia para no abandonarla jamás. Hasta aquella época, el desierto había oficiado de zona de amortiguación para los conflictos latentes entre Chile, Perú y Bolivia. El salitre desencadenó la pelea. La guerra del Pacífico estalló en 1879 y duró hasta 1883. Las fuerzas armadas chilenas; que ya en 1879 habían ocupado también los puertos peruanos de la región del salitre, Patillos, Iquique, Písagua, Junin, entraron por fin victoriosas en Lima, y al día siguiente la fortaleza del Callao se rindió. La derrota provocó la mutilación y la sangría de Perú. La economía nacional perdió sus dos principales recursos, se paralizaron las fuerzas productivas, cayó la moneda, se cerró el crédito exterior. El colapso no trajo consigo advertía Mariátegui, una liquidación del pasado: la estructura de la economía colonial permaneció invicta, aunque le faltaban sus fuentes de sustentación. (16 Perú perdió la provincia salitrera de Tarapacá y algunas importantes islas guaneras, pero conservó los yacimientos de guano de la costa norte. El guano seguía siendo el fertilizante principal de la agricultura peruana, hasta que a partir de 1960 el auge de la harina de pescado aniquiló a los alcatraces y a las gaviotas. Las empresas pesqueras, en su mayoría norteamericanas, arrasaron rápidamente los bancos de anchovetas cercanos a la cesta, para alimentar con harina peruana a los cerdos y las aves de Estados Unidos y Europa, y los pájaros guaneras salían a perseguir a los pescadores, cada vez más lejos, mar afuera. Sin resistencia para el regreso. caían al mar. Otros no se ¡han, y así podían verse, en 1962 y en 1963, las bandadas de alcatraces persiguiendo comida por la avenida principal de Lima: cuando ya no podían levantar vuelo; los alcatraces quedaban muertos en las calles.
Bolivia, por su parte, no se dio cuenta de lo que había perdido con la guerra: la mina de cobre más importante del mundo actual, Chuquicamata, se encuentra precisamente en la provincia, ahora chilena, de Antofagasta. Pero, ¿y los triunfadores?
El salitre y el yodo sumaban el cinco por ciento de las rentas del Estado chileno en 1880; diez años después, más de la mitad de los ingresos fiscales provenían de la exportación de nitrato desde los territorios conquistados. En el mismo período las inversiones inglesas en Chile se triplicaron con creces: la región del salitre se convirtió en una factoría británica (17 Hernán Ramírez Necochea, Historia del
imperialismo en Cbile, Santiago de Chále, 1960.). Los ingleses se apoderaron del salitre
utilizando procedimientos nada costosos. El gobierno de Perú había expropiado las salitreras en 1875 y las había pagado con bonos; la guerra abatió el valor de estos documentos, cinco años después, a la décima parte. Algunos aventureros audaces, como John Thomas North y su socio Robert Harvey, aprovecharon la coyuntura. Mientras los chilenos, los peruanos y los bolivianos intercambiaban balas en el campo de batalla, los ingleses se dedicaban a quedarse con los bonos, gracias a los créditos que el Banco de Valparaíso y otros bancos chilenos les proporcionaban sin dificultad alguna. Los soldados estaban peleando para ellos, aunque no lo sabían. El gobierno chileno recompensó inmediatamente el sacrificio de North, Harvey, Inglis, James, Bush, Robertson y otros laboriosos hombres de empresa: en 1881 dispuso la devolución de las salitreras a sus legítímos dueños, cuando ya la mitad de los bonos había pasado a las manos brujas de los especuladores británicos. No había salido ni un penique de Inglaterra para financiar este despojo.
Al abrirse la década del 90, Chile destinaba a Inglaterra las tres cuartas partes de sus exportaciones, y de Inglaterra recibía casi la mitad de sus importaciones; su dependencia comercial era todavía mayor que la que por entonces padecía la India. La guerra había otorgado a Chile el monopolio mundial de los nitratos naturales, pero el rey del salitre era John Thomas North. Una de sus empresas, la Liverpool Nitrate Company, papaba dividendos del cuarenta por ciento. Este personaje había desembarcado en el puerto de Valparaíso, en 1866, con sólo diez libras esterlinas en el bolsillo de su viejo traje lleno de polvo; treinta años después, los príncipes y los duques, los políticos más prominentes y los grandes industriales se sentaban a la mesa de su mansión en Londres. North se había inventado un título de coronel y se había afiliado, como correspondía a un caballero de sus quilates, al Partido Conservador y a la Logia Masónica de Kent Lord Derchester, Lord Randolph
Churchill y el Marqués de Stockpole asistían a sus fiestas extravagantes, en las que North bailaba disfrazado de Enrique VIII (18 Hernán Ramírez Necochea, 9a!maceda y fa contrarrevolución de 1891, Santiago de Chile, 1969.). Mientras tanto, en su lejano reino del salitre, los obreros chilenos no conocían el descanso de los domingos, trabajaban hasta dieciséis horas por día y cobraban sus salarios con fichas que perdían cerca de la mitad de su valor en las pulperías de las empresas.
Entre 1886 y 1890, bajo la presidencia de José Manuel Balmaceda, el Estado chileno realizó, dice Ramírez Necochea, «los planes de progreso más ambiciosos de toda su historia». Balmaceda impulsó el desarrollo de algunas industrias, ejecutó importantes obras públicas, renovó la educación, tomó medidas para romper el monopolio de la empresa británica de ferrocarriles en Tarapacá y contrató con Alemania el primer y único empréstito que Chile no recibió de Inglaterra en todo el siglo pasado. En 1888 anunció que era necesario nacionalizar los distritos salitreros mediante la formación de empresas chilenas, y se negó a vender a los ingleses las tierras salitreras de propiedad del Estado. Tres años más tarde estalló la guerra civil. North y sus colegas financiaron con holgura a los rebeldes y los barcos británicos de guerra bloquearon la costa de Chile, mientras en Londres la prensa bramaba contra Balmaceda, «dictador de la peor especie», «carnicero». Derrotado, Balmaceda se suicidó. El embajador inglés informó al Foreign Office: «La comunidad británica no hace secretos de su satisfacción por la caída de Balmaceda, cuyo triunfo, se cree, habría implicado serios perjuicios a los intereses comerciales británicos.» De inmediato se vnieron abajo las inversiones estatales en caminos, ferrocarriles, colonización, educación y obras públicas, a la par que las empresas británicas
extendían sus dominios.(19 El congreso encabezaba la oposición al presidente, y era notoria la debilidad que muchos de sus miembros sentían por las libras esterlinas. El soborno de chilenos era, según los ingleses, «una costumbre del país», Así lo definió en 1897 Robert Harvey, el socio de North, durante el juicio que algunos pequeños accionistas entablaron cohtra él y otros directores de The Nitrate Railways Co. Explicando el desembolso de cien mil libras con fines de soborno, dijo Harvey: ,La administración pública en Chile, como usted sabe, es muy corrompida… No digo que sea necesario cohechar jueces, pero creo que muchos miembros del Senado, escasos de recursos, sacaron algún beneficio de parte de ese dinero a cambio de sus votos; y que sirvió para impedir que el gobierno se negara en absoluto a oír nuestras protestas y reclamaciones.. » (Hernán Ramírez N’ecocbea, op. cit.)
En vísperas de la primera guerra mundial, dos tercios del ingreso nacional de Chile provenían de la exportación de los nitratos, pero la pampa salitrera era más ancha y ajena que nunca. La prosperidad no había servido para desarrollar y diversificar el país, sino que había acentuado, por el contrario, sus deformaciones estructurales. Chile funcionaba como un apéndice de la economía británica: el más importante proveedor de abonos del mercado europeo no tenía derecho a la vida propia. Y entonces un químico alemán derrotó, desde su laboratorio, a los generales que habían triunfado, años atrás, en los campos de batalla. El perfeccionamiento del proceso Haber-Bosch para producir nitratos fijando el nitrógeno del aire, desplazó al salitre definitivamente y provocó la estrepitosa caída de la economía chilena. La crisis del salitre fue la crisis de Chile, honda herida, porque Chile vivía del salitre y para el salitre -y el salitre estaba en manos extranjeras.
En el reseco desierto de Tamarugal, donde los resplandores de la tierra le queman a uno los ojos, he sido testigo del arrasamiento de Tarapacá. Aquí había ciento veinte oficinas salitreras en la época del auge, y ahora sólo queda una en funcionamiento. En la pampa no hay humedad ni polillas, de modo que no sólo se vendieron las máquinas como chatarra, sino también las tablas de pino de Oregón de las mejores casas, las planchas de calamina y hasta los pernos y los clavos intactos. Surgieron obreros especializados en desarmar pueblos: eran los únicos que conseguían trabajo en estas inmensidades arrasadas o abandonadas. He visto los escombros y los agujeros, los pueblos fantasmas, las vías muertas de la Nitrate Railways, los hilos ya mudos de los telégrafos, los esqueletos de las oficinas salitreras despedazadas por el bombardeo de los años, las cruces de los cementerios que el viento frío golpea por las noches, los cerros blanquecinos que los desperdicios del caliche habían ido irguiendo junto a las excavaciones. «Aquí corría el dinero y todos creían que no se terminaría nunca», me han contado los lugareños que sobreviven. El pasado parece un paraíso por oposición al presente, y hasta los domingos, que en 1889 todavía no existían para los trabajadores, y que luego fueron conquistados a brazo partido por la lucha gremial, se recuerdan con todos los fulgores: «Cada domingo en la pampa salitrera -me contaba un viejo muy viejo- era para nosotros una fiesta nacional, un nuevo dieciocho de septiembre cada semana.» Iquique, el mayor puerto del salitre, «puerto de primera» según su galardón oficial, había sido el escenario de más de una matanza de obreros, pero a su teatro municipal, de estilo belle époque, llegaban los mejores cantantes de la ópera europea antes que a Santiago.
DIENTES DE COBRE SOBRE CHILE
El cobre no demoró mucho en ocupar el lugar del salitre como viga maestra de la economía chilena, al tiempo que la hegemonía británica cedía paso al dominio de los Estados Unidos. En vísperas de la crisis del 29 las inversiones norteamericanas en Chile ascendían ya a más de cuatrocientos millones de dólares, casi todos destinados a la explotación y el transporte del cobre. Hasta la victoria electoral de las fuerzas de la Unidad Popular en 1970, los mayores yacimientos del metal rojo continuaban en manos de la Anaconda Copper Mining Co. y la Kennecott Copper Co., dos empresas íntimamente vinculadas entre sí como partes de un mismo consorcio mundial. En medio siglo, ambas habían remitido cuatro mil millones de dólares desde Chile a sus casas matrices, caudalosa sangre evadida por diversos conceptos, y habían realizado como contrapartida, según sus propias cifras infladas, una inversión total que no pasaba de ochocientos millones, casi todos prevenientes de las ganancias arrancadas
al país (20 Las mismas empresas industrializaban el mineral chileao en sus fábricas lejanas. Anaconda Americ an Brass, Anaconda Wire and Cable y Kennecott Wire and Cable figuran entre las principalès fábricas de bronce y alambre del mundo entero. José Cademartori, La economia chilena, Santiago de Chile, 1968).. La hemorragia había ido
aumentando a medida que la producción crecía, hasta superar los cien millones de dólares por año en los últimos tiempos. Los dueños del cobre eran los dueños de Chile. El lunes 21 de diciembre del 70, Salvador Allende habla desde el balcón del palacio de gobierno a una multitud fervorosa; anuncia que ha firmado el proyecto de reforma constitucional que hará posible la nacionalización de la gran minería. En 1969, dice, la Anaconda ha logrado en Chile utilidades por 79 millones de dólares, que equivalen al ochenta por ciento de sus ganancias en todo el mundo: y sin embargo, agrega, la Anaconda tiene en Chile menos de la sexta parte de sus inversiones en el exterior. La guerra bacteriológica de la derecha, planificada campaña de propaganda destinada a sembrar el terror para evitar la nacionalización del cobre y las demás reformas de estructura anunciadas desde la izquierda, había sido tan intensa como en las elecciones anteriores. Los diarios habían exhibido pesados tanques soviéticos rodando ante el palacio presidencial de La Moneda; sobre las paredes de Santiago los guerrilleros barbudos aparecían arrastrando jóvenes inocentes rumbo a la muerte; se escuchaba el timbre de cada casa, una señora explicaba: «¿Tiene usted cuatro niños? Dos irán a la Unión Soviética y dos a Cuba.» Todo resultó inútil: el cobre «se pone poncho y espuelas», anuncia el presidente Allende: el cobre vuelve a ser chileno.
Los Estados Unidos, por su parte, con las piernas presas en la trampa de las guerras del sudeste asiático, no han ocultado el malestar oficial ante la marcha de los acontecimientos en el sur de la cordillera de los Andes. Pero Chile no está al alcance de una súbita expedición de marines, y al fin y al cabo Allende es presidente con todos los requisitos de la democracia representativa que el país del norte formalmente predica. El imperialismo atraviesa las primeras etapas de un nuevo ciclo crítico, cuyos signos se han hecho claros en la economía; su función de policía mundial se hace cada vez más cara y más difícil. ¿Y la guerra de precios? La producción chilena se vende ahora en mercados diversos y puede abrir amplios mercados nuevos entre los países socialistas; los Estados Unidos carecen de medios para bloquear, a escala universal, las ventas del cobre que los chilenos se disponen a recuperar. Muy distinta era, por cierto, la situación del azúcar cubana doce años atrás, destinada enteramente al mercado norteamericano y por entero dependiente de los precios norteamericanos. Cuando Eduardo Frei ganó las elecciones del 64, la cotización del cobre subió de inmediato con visible alivio; cuando Allende ganó las del 70, el precio, que ya venía bajando, declinó aún más. Pero el cobre, habitualmente sometido a muy agudas fluctuaciones de precios, había gozado de precios considerablemente altos en los últimos años y como la demanda excede a la oferta, la escasez impide que el nivel caiga muy abajo. A pesar de que el alumínio ha ocupado en gran medida su lugar como conductor de electricidad, el aluminio también requiere cobre, y en cambio no se han encontrado sucedáneos más baratos y eficaces para desplazarlo de la industria del acero ni de la química, y el metal rojo sigue siendo la materia prima principal
de las fábricas de pólvora, latón y alambre(21 R. J. Grant-Suttie, Sucedáneos del cobre, en Finanzas y
Desarrollo, revista del FMI y el BIRF, Washington, junio de 1969..)
Todo a lo largo de las faldas de la cordillera, Chile posee las mayores reservas de cobre del mundo, una tercera parte del total hasta ahora conocido. El cobre chileno aparece por lo general asociado a otros metales, como oro, plata o molibdeno. Esto resulta un factor adicional para estimular su explotación. Por lo demás, los obreros chilenos son baratos para las empresas: con sus bajísimos costos de Chile, la Anaconda y la Kennecott financian con creces sus altos costos en Estados Unidos, del mismo modo que el cobre chileno paga, por la vía de los «gastos en el exterior», más de diez millones de dólares por año para el mantenimiento de las oficinas en Nueva York. El salario promedio de las minas chilenas apenas alcanzaba, en 1964, a la octava parte del salario básico en las refinerías de la Kennecott en los Estados Unidos, pese a que la productividad de unos y otros obreros estaba al mismo nivel
(22 Mario Vera y Elmo Catalán, La encrucijada del cobre. Santiago de Chile, 1965.). No eran iguales, en cambio,
ni lo son, las condiciones de vida. Por lo general, los mineros chilenos viven en camarotes estrechos y sórdidos, separados de sus familias, que habitan casuchas miserables en las afueras; separados también, claro está, del personal extranjero, que en las grandes minas habita un universo aparte, minúsculos estados dentro del Estado, donde sólo se habla inglés y hasta se editan periódicos para su uso exclusivo. La productividad obrera ha ido aumentando, en Chile, a medida que las empresas han mecanizado sus medios de explotación. Desde 1945, la producción de cobre ha aumentado en un cincuenta por ciento, pero la cantidad de trabajadores ocupados en las minas se ha reducido en una tercera parte.
La nacionalización pondrá fin a un estado de cosas que se había hecho insoportable para el país, y evitará que se repita, con el cobre, la experiencia de saqueo y caída en el vacío que sufrió Chile en el ciclo del salitre. Porque los impuestos que las empresas pagan al Estado no compensan en modo alguno el agotamiento inflexible de los recursos minerales que la naturaleza ha concedido pero que no renovará. Por lo demás, los impuestos han disminuido, en términos relativos, desde que en 1955 se estableció el sistema de la tributación decreciente de acuerdo con los aumentos de la producción, y desde la «chilenización» del cobre dispuesta por el gobierno de Frei. En 1965 Freí convirtió al Estado en socio de la Kennecott y permitió a, las empresas poco menos que triplicar sus ganancias a través de un régimen tributario muy favorable para ellas. Los gravámenes se aplicaron, en el nuevo régimen, sobre un precio promedio de 29 centavos de dólar por libra, aunque el precio se elevó, empujado por la gran demanda mundial, hasta los setenta centavos. Chile perdió, por la diferencia de impuestos entre el precio ficticio y el precio real, una enorme cantidad de dólares, como lo reconoció el propio Radomiro Tomic, el candidato elegido por la Democracia Cristiana para suceder a Freí en el período siguiente. En 1969, el gobierno de Freí pactó con la Anaconda un acuerdo para comprarle el 51 por ciento de las acciones en cuotas semestrales, en condiciones tales que desataron un nuevo escándalo político y dieron mayor impulso al crecimiento de las fuerzas de izquierda. El presidente de la Anaconda había dicho previamente al presidente de Chile, según la versión divulgada por la prensa: «Excelencia: los capitalistas no conservan los bienes por motivos sentimentales, sino por razones económicas. Es corriente que una familia guarde un ropero porque perteneció a un abuelo; pero las empresas no tienen abuelos. Anaconda puede vender todos sus bienes. Sólo depende del precio que le paguen.»
LOS MINEROS DEL ESTAÑO, POR DEBAJO Y POR ENCIMA DE LA TIERRA
Hace poco menos de un siglo, un hombre medio muerto de hambre peleaba contra las rocas en medio de las desolaciones del altiplano de Bolivia. La dinamita estalló. Cuando él se acercó a recoger los pedazos de piedra triturados por la explosión, quedó deslumbrado. Tenía, en las manos, trozos fulgurantes de la veta de estaño más rica del mundo. Al amanecer del día siguiente, montó a caballo rumbo a Huanuni. El análisis de las muestras confirmó el valor del hallazgo. El estaño podía marchar directamente de la veta al puerto, sin necesidad de sufrir ningún proceso de concentración. Aquel hombre se convirtió en el rey del estaño, y cuando murió, la revista Fortune afirmó que era uno de los diez multimillonarios más multimillonarios del planeta. Se llamaba Simón Patiño. Desde Europa, durante muchos años alzó y derribó a los presidentes y a los ministros de Bolivia, planificó el hambre de los obreros y organizó sus matanzas, ramificó y extendió su fortuna personal: Bolivia era un país que existía a su servicio.
A partir de las jornadas revolucionarias de abril de 1952, Bolivia nacionalizó el estaño. Pero ya para entonces, aquellas minas riquísimas se habían vuelto pobres. En el cerro Juan del Valle, donde Patiño había descubierto el fabuloso filón, la ley del estaño se ha reducido ciento veinte veces. De las 156 mil toneladas de roca que salen mensualmente por las bocaminas sólo se recuperan cuatrocientas. Las perforaciones ya suman, en kilómetros, una distancia dos veces mayor que la que separa a la mina de la ciudad de La Paz: el cerro es, por dentro, un hormiguero agujereado por infinitas galerías, pasadizos, túneles y chimeneas. Va camino de convertirse en una cáscara vacía. Cada año pierde un poco más de altura, y el lento derrumbamiento le va carcomiendo la cresta: parece, de lejos, una muela cariada.
Antenor Patiño no sólo cobró una indemnización considerable por las minas que su padre había exprimido, sino que mantuvo, además, el control del precio y del destino del estaño expropiado. Desde Europa, no cesaba de sonreír. «Mister Patiño es el afable rey del estaño boliviano», seguirían diciendo las crónicas sociales muchos años después de la nacionalización. Porque la nacionalización, conquista fundamental de la revolución del 52, no había modificado el papel de Bolivia en la división internacional del trabajo. Bolivia continuó exportando el mineral en bruto, y casi todo el estaño se refina todavía en los hornos de Liverpool de la empresa Williams, Harvey and Co., que pertenece a Patiño. La nacionalización de las fuentes de producción de cualquier materia prima no es, como lo enseña la dolorosa experiencia, suficiente. Un país puede seguir tan condenado a la impotencia como siempre, aunque se haya hecho nominalmente dueño de su subsuelo. Bolivia ha producido, todo a lo largo de su historia, minerales en bruto y discursos refinados. (23
El New York Times del 13 de agosto de 1969 lo definía en esos términos, al describir en éxtasis las vacaciones del duque y la duquesa de Windsor en el castillo del siglo xvi que Patino posee en los alrededores de Lisboa. «Nos gusta dar a los sirvientes algo de calma y de paz», confesaba la señora, mientras explicaba a Charlotte Curtis su programa del día.
Después, es el tiempo de las vacaciones de montaña en Suiza; los fotógrafos y los periodistas se abalanzaban sobre los condes y los artistas de moda en Saint Moritz. Una millonaria de cincuenta años acaba de perder a su segundo marido, vicepresidente de la Ford, y sonríe ante los flashes: anuncia su próximo matrimonio con un jovencito que la toma del brazo y mira con ojos asustados. Al lado, otra pareja del gran mundo. Él es un hombre de baja estatura y rasgos de indio; cejas espesas, ojos duros, nariz aplastada, pómulos salientes. Antenor Patiño continúa pareciendo boliviano. En una revista, Antenor aparece disfrazado de príncipe oriental, con turbante y todo, entre varios príncipes auténticos que se han reunido en el palacio del barón Alexis de Rédé: la princesa Margarita de Dinamarca, el príncipe Enrique, María Pía de Saboya y su primo el príncipe Miguel de BorbónPartna, el príncipe Lobckowitz y otros trabajadores.)
Abundan la retórica y la miseria; desde siempre, los escritores cursis y los doctores de levita se han dedicado a absolver a los culpables. De cada diez bolivianos, seis no saben, todavía, leer; la mitad de los niños no concurre a la escuela. Recién en 1971, Bolivia ha de tener en funcionamiento su propia fundición nacional de estaño, levantada en Oruro al cabo de una historia infinita de traiciones, sabotajes, intrigas y sangre derramada . Este país que no había podido, hasta ahora, producir sus propios lingotes, se da el lujo, en cambio, de contar con ocho facultades de derecho destinadas a la fabricación de vampiros de indios. (24
Cuando el general Alfredo Ovando anunció, en julio de 1966, que se había llegado a un acuerdo con la empresa alemana Klochner para instalar los hornos estatales, dijo que tendrían un nuevo destino «esas pobres minas que solamente han servido, hasta ahora, para abrir socavones en los pulmones de nuestros hermanos mineros». Esos hombres que dan su vida por el mineral, escribía Sergio Àlmaraz (El poder y la caída. Es estaño en la historia de Bolivia, La PazCochabamba, 1967), «no lo poseen. Nunca lo poseyeron; ni antes ni después de 1952. Porque lo que sucede es que el estaño nada vale en cuanto a aprovechamiento inmediato si no es bajo el brillante aspecto de un lingote. El mineral, polvo pesado de terroso aspecto, ciertamente no sirve para nada que no sea para volcarlo en la boca de un horno».
Almaraz contó la historia de un industrial, Mariano Peró, que libró una guerra solitaria, a lo largo de más de treinta años, para que el estaño boliviano se refinara en Oruro y no en Liverpool. En 1946, pocos días después de la caída del presidente nacionalista Gualberto Villarroel, Peró entró en el Palacio Quemado. Iba a recoger dos lingotes de estaño. Eran los primeros lingotes producidos en su fundición de Oruro, y ya no tenía sentido que aquel par de símbolos; que encarnaban a la nación, continuaran adornando el escritorio del presidente de la república. Villarroel había sido ahorcado en un farol de la Plaza Murillo y el poder de la rosca oligárquica era restaurado a partir de su caída. Maríano Peró recogió los lingotes y se fue con ellos. Estaban manchados de sangre seca.
. Cuentan que hace un siglo el dictador Mariano Melgarejo obligó al embajador de Inglaterra a beber un barril entero de chocolate, en castigo por haber despreciado un vaso de chicha. El embajador fue paseado en burro, montado al revés, por la calle principal de La Paz. Y fue devuelto a Londres. Dicen que entonces la reina Victoria, enfurecida, pidió un mapa de América del Sur, dibujó una cruz de tiza sobre Bolivia y sentenció: «Bolivia no existe.» Para el mundo, en efecto, Bolivia no existía ni existió después: el saqueo de la plata y, posteriormente, el despojo del estaño no han sido más que el ejercicio de un derecho natural de los países ricos. Al fin y al cabo, el envase de hojalata identifica a los Estados Unidos tanto como el emblema del águila o el pastel de manzana. Pero el envase de hojalata no es solamente un símbolo pop de los Estados Unidos: es también un símbolo, aunque no se sepa, de la silicosis en las minas de Siglo XX o Huanuni: la hojalata contiene estaño, y los mineros bolivianos mueren con los pulmones podridos para que el mundo pueda consumir estaño barato. Media docena de hombres fija su precio mundial. ¿Qué significa, para los consumidores de conservas o los manipuladores de la bolsa, la dura vida del minero en Bolivia? Los norteamericanos compran la mayor parte del estaño que se refina en el planeta: para mantener a raya los precios, periódicamente amenazan con lanzar al mercado sus enormes reservas de mineral, compradas muy por debajo de su cotización, a precios de «contribución democrática», en los años de la segunda guerra mundial. Según los datos de la FAO, el ciudadano medio de los Estados Unidos consume cinco veces más carne y leche y veinte veces más huevos que un habitante de Bolivia. Y los mineros están muy por debajo del bajo promedio nacional. En el cementerio de Catavi, donde los ciegos rezan por los muertos a cambio de una moneda, duele encontrar, entre las lápidas oscuras de los adultos, una innumerable cantidad de cruces blancas sobre las tumbas pequeñas. De cada dos niños nacidos en las minas, uno muere poco tiempo después de abrir los ojos. El otro, el que sobrevive, será seguramente minero cuando crezca. Y antes de llegar a los treinta y cinco años, ya no tendrá pulmones.
El cementerio cruje. Por debajo de las tumbas, han sido cavados infinitos túneles, socavones de boca estrecha donde apenas caben los hombres que se introducen, como vizcachas, a la búsqueda del mineral. Nuevos yacimientos de estaño se han acumulado en los desmontes a lo largo de los años; toneladas de residuos sobre residuos han sido volcadas en gigantescas moles grises que han sumado, así, estaño al estaño del paisaje. Cuando cae la lluvia, que se arroja con violencia desde las nubes próximas, uno ve a los desocupados agacharse a lo largo de las calzadas de tierra de Llallagua, donde los hombres se emborrachan desesperadamente en las chicherías: van recogiendo y calibrando las cargas de estaño que la lluvia arrastra consigo. Aquí, el estaño es un dios de lata que reina sobre los hombres y las cosas, y está presente en todas partes. No sólo hay estaño en el vientre del viejo cerro de Patiño. Hay estaño, delatado por el brillo negro de la casiterita, hasta en las paredes de adobe de los campamentos. También tiene estaño la lama amarillenta que avanza arrastrando los desperdicios de la mina y lo tienen las aguas que fluyen, envenenadas, desde la montaña; se encuentra estaño en la tierra y en la roca, en la superficie y en el subsuelo, en las arenas y en las piedras del cauce del río Seco. En estas tierras áridas y pedregosas, a casi cuatro mil metros de altura, donde no crece el pasto y donde todo, hasta la gente, tiene el oscuro color del estaño, los hombres sufren estoicamente su obligado ayuno y no conocen la fiesta del mundo. Viven en los campamentos, amontonados en casas de una sola pieza de piso de tierra; el viento cortante se cuela por las rendijas. Un informe universitario sobre la mina de Colquiri revela que de cada diez varones jóvenes encuestados, seis duermen en la misma cama con sus hermanas, y agrega: «Muchos padres se sienten molestos cuando sus hijos los observan durante el acto sexual.» No hay baños; las letrinas son pequeños cobertizos públicos tapados de inmundicia y moscas: la gente prefiere los cenizales, baldíos abiertos, donde al menos circula el aire a pesar de la basura y los excrementos acumulados y de los cerdos que retozan felices. También es colectivo el servicio de agua: hay que esperar el momento en que el agua llega y apurarse, hacer la cola, recoger el agua de la pila pública en latas de gasolina o en tinajas. La comida es escasa y fea. Consiste en papas, fideos, arroz, chuño, maíz molido y algo de carne dura.
Estábamos muy en lo hondo del cerro Juan del Valle. El aullido penetrante de la sirena. que llamaba a los trabajadores de la primera ,punta, había resonado en el campamento varias horas antes. Recorriendo galerías, habíamos pasado del calor tropical al frío polar y nuevamente al calor, sin salir, durante horas, de una misma atmósfera envenenada. Aspirando aquel aire espeso -humedad, gases, polvo, humo—, uno podía comprender por qué los mineros pierden, en pocos años, los sentidos del olfato y el sabor. Todos masticaban, mientras trabajaban, hojas de coca con ceniza, y esto también formaba parte de la obra de aniquilación, porque la coca, como se sabe, al adormecer el hambre y enmascarar la fatiga, va apagando el sistema de alarmas con que cuenta el organismo para seguir vivo. Pero lo peor era el polvo. Los cascos guardatojos irradiaban un revoloteo de círculos de luz que salpicaban la gruta negra y dejaban ver, a su paso, cortinas de blanco polvo denso: el implacable polvo de sílice. El mortal aliento de la tierra va envolviendo poco a poco. Al año se sienten los primeros síntomas, y en diez años se ingresa al cementerio. Dentro de la mina se usan perforadoras suecas último modelo, pero los sistemas de ventilación y las condiciones de trabajo no han mejorado con el tiempo. En la superficie, los trabajadores independientes usan picota y pesados combos de doce libras para pelear contra la roca, exactamente igual que hace cien años, y quimbaletes, cribas y cernidores para concentrar el mineral en la canchamina. Ganan centavos y trabajan como bestias. Sin embargo, muchos de ellos tienen, al menos, la ventaja del aire libre. Dentro de la mina, en cambio, los obreros son presos condenados, sin apelación, a la muerte por asfixia. Había cesado va el estrépito de los barrenos y los obreros hacían una pausa mientras aguardábamos la explosión de más de veinte cargas de dinamita y anfo. La mina también brinda muertes rápidas y sonoras: alcanza con equivocarse al contar las detonaciones, o con que la mecha demore más de lo debido en arder. Alcanza también con que una roca floja, un tojo, se desprenda sobre el cráneo. O alcanza con el infierno de la metralla: la noche de san Juan de 1967 fue la última cuenta de un largo rosario de matanzas. En la madrugada los soldados tomaron posición en las colinas, rodilla en tierra, y arrojaron un huracán de balas sobre los campamentos iluminados por las fogatas de la fiesta (25 «Cuando me siento, borracho estoy.
Tres, cuatro, veo a la gente No puedo comer solo. Una huahua soy, pues. Un niño » Saturnino Condori, viejo albañil del campamento minero de Siglo XX, está tendido desde hace más de tres años en una cama del hospital de Catavi. Es una de las víctimas de la matanza de la noche de san Juan, en 1967. Ni siquiera había festejado nada. Por trabajar el sábado 24, le habían ofrecido pagarle triple, así que decidió no sumergirse, a diferencia de todos los demás, en el delirio de la chicha y la farra. Se acostó temprano. Esa noche soñó con que un caballero le arrojaba espinas al cuerpo: «Espinas grandes me ha empujado». Se despertó varias veces, porque la lluvia de balas se desencadenó sobre el campamento desde las cinco de la mañana. «Mi cuerpo se ha deshecho, se ha descomponido, medio templación me ha agarrado, y yo asustado, y yo asustado, así, he estado. Mi señora me ha dicho: anda, escápate. Pero yo ¿qué había hecho? A ninguna parte no he salido. Andate, andate, me ha dicho. Tiroteos había de noche, qué será eso, qué será, pap-pappap-pap-pap. Y yo mismo despertando y durmiendo así de a ratos, y ni asimismo me he escapado, mi señora me ha dicho: pues andate, pues andate, escapa. Qué me van a hacer, le digo, yo soy un albañil particular, qué me van a hacer.» Se despertó a eso de las ocho de la mañana. Se irguió sobre la cama. La bala atravesó el techo, atravesó el
sombrero de su mujer y se le metió en el cuerpo y le reventó la columna vertebral.). Pero la muerte lenta y callada constituye la especialidad de la mina. El vómito de sangre, la tos, la sensación de un peso de plomo sobre la espalda y una aguda opresión en el pecho son los signos que la anuncian. Después del análisis médico vienen los peregrinajes burocráticos de nunca acabar. Dan un plazo de tres meses para desalojar la casa.
Ya había cesado el estrépito de los barrenos y pronto la explosión atraparía aquella escurridiza veta de color café y forma de víbora. Entonces pudimos hablar. El bulto de la coca hinchaba la mejilla de cada obrero y por las comisuras de los labios corrían los chorros verdosos. Un minero pasó, apurado, chapoteando barro por entre los rieles de la galería. «Ese es un nuevo», me dijeron. «¿Has visto? Con su pantalón del ejército y su chomba amarilla se ve tan joven. Ha entrado ahorita y cómo trabaja. Todavía es un hacha. Todavía no siente.»
Los tecnócratas y los burócratas no mueren de silicosis, pero viven de ella. El gerente general de la COMIBOL, Corporación Minera Boliviana, gana cien veces más que un obrero. Desde un barranco que cae a pico hacia el cauce del río, en el límite de Llallagua, puede verse la pampa de María Barzola. Se llama así en homenaje a la militante obrera que hace treinta años cayó, al frente de una manifestación, con la bandera de Bolivia cosida al cuerpo por las ráfagas de las ametralladoras. Y más allá de la pampa de María Barzola puede verse la mejor cancha de golf de toda Bolivia: es la que usan los ingenieros y los principales funcionarios de Catavi. El dictador René Barrientos había reducido a la mitad los salarios de hambre de los mineros, en 1964, y al mismo tiempo había elevado las retribuciones de los técnicos y los burócratas prominentes. Los sueldos del personal superior son secretos. Secretos y en dólares. Hay un todopoderoso grupo asesor, formado por técnicos del Banco Interamericano de Desarrollo, la Alianza para el Progreso y la banca extranjera acreedora, cuyos consejos orientan a la minería nacionalizada de Bolivia, de tal manera que, a esta altura, la COMIBOL, convertida en un Estado dentro del Estado, constituye una propaganda viva contra la nacionalización de cualquier cosa. El poder de la vieja rosca oligárquica ha sido sustituido por el poder de los numerosísimos miembros de una «nueva clase» que ha dedicado sus mejores, esfuerzos a sabotear por dentro a la minería estatal. Los ingenieros no sólo torpedearon todos los proyectos y planes destinados a la creación de una fundición nacional, sino que, además, han contribuido a que las minas del Estado quedaran encerradas en los límites de los viejos yacimientos de Patiño, Aramayo y Hochschild, en acelerado proceso de agotamiento de reservas. Entre fines de 1964 y abril de 1969, el general Barrientos rompió la barrera del sonido en la entrega de los recursos del subsuelo boliviano al capital imperialista, con la complicidad abierta de los técnicos y los gerentes. Sergio Almaraz ha contado, en uno de sus libros (26 Sergio Almaraz Paz, op. cit.), la historia de la concesión de los desmontes de estaño a la International Mining Processing Co. Con un capital declarado de apenas cinco mil dólares, la empresa de tan pomposo nombre obtuvo un contrato que le permitirá ganar más de novecientos millones.
DIENTES DE HIERRO SOBRE BRASIL
Los Estados Unidos pagan más barato el hierro que reciben de Brasil o Venezuela que el hierro que extraen de su propio subsuelo. Pero ésta no es la clave de la desesperación norteamericana por apoderarse de los yacimientos de hierro en el exterior: la captura o el control de las minas fuera de fronteras constituye, más que un negocio, un imperativo de la seguridad nacional. El subsuelo norteamericano se está quedando, como hemos visto, exhausto. Sin hierro no se puede hacer acero y el ochenta y cinco por ciento de la producción industrial de los
Estados Unidos contiene, de una u otra forma, acero. Cuando en 1969 se redujeron los abastecimientos de Canadá, ello se reflejó de inmediato en un aumento de las importaciones de hierro desde América Latina.
El cerro Bolívar, en Venezuela, es tan rico que la tierra que le arranca la US Steel Co., se descarga directamente en las bodegas de los buques rumbo a los Estados Unidos, y ya exhibe en sus flancos, a la vista, las hondas heridas que le van infligiendo los bulldozers: la empresa estima que contiene cerca de ocho mil millones de dólares en hierro. En un solo año, 1960, la US Steel y la Bethlehem Steel repartieron utilidades por más de un treinta por ciento de sus capitales invertidos en el hierro de Venezuela, y el volumen de estas ganancias distribuidas resultó igual a la suma de todos los impuestos pagados al estado venezolano en los diez años
transcurridos desde 1950 (27 Salvador de la Plaza, en el volumen colectivo Perfiles de la economía venezolana, Caracas, 1964.). Como ambas empresas venden el hierro con destino a sus propias plantas siderúrgicas de los Estados Unidos, no tienen el menor interés por defender los precios; al contrario, les conviene que la materia prima resulte lo más barata posible. La cotización internacional del hierro, que había caído en línea vertical entre 1958 y 1964, se estabilizó relativamente en los años posteriores y permanece estancada; mientras tanto, el precio del acero no ha cesado de subir. El acero se produce en los centros ricos del mundo, y el hierro en los suburbios pobres; el acero paga salarios de «aristocracia obrera» y el hierro, jornales de mera subsistencia.
Gracias a la información que recogió y divulgó, allá por 1910, un Congreso Internacional de Geología reunido en Estocolmo, los hombres de negocios de los Estados Unidos pudieron por primera vez evaluar las dimensiones de los tesoros escondidos bajo el suelo de una serie de países, uno de los cuales, quizás el más tentador, era Brasil. Muchos años después, en 1948, la embajada de los Estados Unidos creó un cargo nuevo en Brasil, el agregado mineral, que de entrada tuvo por lo menos tanto trabajo como el agregado militar o el cultural: tanto, que rápidamente fueron designados dos agregados minerales en lugar de uno ‘(28 Osny Duarte
Pereira, Ferro’ e Independencia. Um desafio a dignidade nacional, Río de Janeiro, 1967). Poco después, la
Bethlehem Steel recibía del, gobierno de Dutra los espléndidos yacimientos de manganeso de Amapá. En 1952, el acuerdo militar firmado con los Estados Unidos prohibió a Brasil vender las materias primas de valor estratégico -como el hierro- a los países socialistas. Ésta fue una de las causas de la trágica caída del presidente
Getulio Vargas, que desobedeció esta imposición vendiendo hierro a Polonia y
Checoslovaquia, en 1953 y 1954, a precios más altos que los que pagaban los Estados Unidos. En 1957, la Hanna Mining Co. compró, por seis millones de dólares, la mayoría de las acciones de una empresa británica, la Saint John Mining Co., que se dedicaba a la explotación del oro de Minas Gerais desde los lejanos tiempos del Imperio. La Saint John operaba en el valle de Paraopeba, donde yace la mayor concentración de hierro del mundo entero, evaluada en doscientos mil millones de dólares. La empresa inglesa no estaba legalmente habilitada para explotar esta riqueza fabulosa, ni lo estaría la Hanna, de acuerdo con claras disposiciones constitucionales y legales que Duarte Pereira enumera en su obra sobre el tema. Pero éste había sido, según se supo luego, el negocio del siglo.
George Humphrey, director presidente de la Hanna, era por entonces miembro prominente del gobierno de los Estados Unidos, como secretario del Tesoro y como director del Eximbank, el banco oficial para la financiación de las operaciones de comercio exterior. La Saint John había solicitado un empréstito al Eximbank: no tuvo suerte hasta que la Hanna se apoderó de la empresa. Se desencadenaron, a partir de entonces, las más furiosas presiones sobre los sucesivos gobiernos de Brasil. Los directores, abogados o asesores de la Hanna -Lucas Lopes, José Luiz
Bulhões Pedreira, Roberto Campos, Márío da Silva Pinto, Otávio Gouveia de Bulhões- eran también miembros, al más alto nivel, del gobierno de Brasil, y continuaron ocupando cargos de ministros, embajadores o directores de servicios en los ciclos siguientes. La Hanna no había elegido mal a su estado mayor. El bombardeo se hizo cada vez más intenso, para que se reconociera a la Hanna el derecho de explotar el hierro que pertenecía, en rigor, al Estado. El 21 de agosto de 1961 el presidente Jânio Quadros firmó una resolución que anulaba las ilegales autorizaciones extendidas a favor de la Hanna y restituía los yacimientos de hierro de Minas Gerais a la reserva nacional. Cuatro días después, los ministros militares obligaron a Quadros a renunciar: «Fuerzas terribles se levantaron contra mí…», decía el texto de la renuncia.
El levantamiento popular que encabezó Leonel Brizola en Porto Alegre frustró el golpe de los militares y colocó en el poder al vicepresidente de Quadros, João Goulart. Cuando en julio de 1962 un ministro quiso poner en práctica el decreto fatal contra la Hanna –que había sido mutilado en el Diario Oficial-, el embajador de los Estados Unidos, Lincoln Gordon, envió a Goulart un telegrama protestando con viva indignación por el atentado que el gobierno intentaba cometer contra los intereses de una empresa norteamericana. El poder judícial ratificó la validez de la resolución de Quadros, pero Goulart vacilaba. Mientras tanto, Brasil daba los primeros pasos para establecer un entrepuerto de minerales en el Adriático, con el fin de abastecer de hierro a varios paises europeos, socialistas y capitalistas: la venta directa del hierro implicaba un desafío insoportable para las grandes empresas que manejan los precios en escala mundial El entrepuerto nunca se hizo realidad, pero otras medidas nacionalistas como el dique opuesto al drenaje de las ganancias de las empresas extranjeras- se pusieron en práctica y proporcionaron detonantes a la explosiva situación política. La espada de Damocles de la resolución de Quadros permanecía en suspenso sobre la cabeza de la Hanna. Por fin el golpe de estado estalló, el último día de marzo de 1964, en Minas Gerais, que casualmente era el escenario de los yacimientos de hierro en disputa. «Para la Hanna -escribió la revista Fortune-, la revuelta que derribó a Goulart en la primavera pasada llegó como uno de esos rescates de último minuto por el Primero de Caballería » (29 Inmovable Mountains, en
Fortune, abril de 1965.)
Hombres de la Hanna pasaron a ocupar la vicepresidencia de Brasil y tres de los ministerios. El mismo día de la insurrección militar, el Washington Star había publicado un editorial por lo menos profético: «He aquí una situación -había anunciado- en la cual un buen y efectivo golpe de Estado, al viejo estilo, de los líderes militares conservadores, bien puede servir a los mejores intereses de todas las
Américas.» (30 Citado por Mário Pedrosa, A opção brasileira, Río de janeiro, 1966.). Todavía no había
renunciado Goulart, ni había abandonado Brasil, cuando Lyndon Johnson no pudo contenerse y envió su célebre telegrama de buenos augurios al presidente del Congreso brasileño, que había asumido provisionalmente la presidencia del país: «El pueblo norteamericano observó con ansiedad las dificultades políticas y económicas por las cuales ha estado atravesando su gran nación, y ha admirado la resuelta voluntad de la comunidad brasileña para solucionar esas dificultades dentro de un marco de democracia constitucional y sin lucha civil.» (31 De Lyndon Johnson a Raínieri Mazzili, 2 de abril de 1964. versión de Associated press.) Poco más de un mes había transcurrido, cuando el embajador Lincoln Gordon, que recorría, eufórico, los cuarteles, pronunció un discurso en la Escuela Superior de Guerra, afirmando que el triunfo de la conspiración de Castelo Branco «podría ser incluido junto a la propuesta del Plan Marshall, el bloqueo de Berlín, la derrota de la agresión comunista en Corea y la solución de la crisis de los cohetes en Cuba, como uno de los más importantes momentos de cambio en la historia mundial de mediados del siglo veinte» (32 Según informó el diario O
Estado de São Pauto, 4 de mayo de 1964.). Uno de los miembros militares de la embajada de los Estados Unidos había ofrecido ayuda material a los conspiradores, poco antes de
que estallara el golpe (33 José Stacchini, Mobilizaçio de audácia, São Paulo, 1965.), , y el propio Gordon les había sugerido que los Estados Unidos reconocerían a un gobierno autónomo si
era capaz de sostenerse dos días en São Paulo `(34 Philip Siekman, «When Executives turned
Revolutionaires», en Fortune, julio de 1964.). No vale la pena abundar en testimonios sobre la importancia que tuvo, en el desarrollo y desenlace de los acontecimientos, la ayuda económica de los Estados Unidos, de la cual, por lo demás, nos ocuparemos más
adelante, o la asistencia norteamericana en el plano militar o sindical ( 3 5 Véanse las
declaraciones ante el Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, citadas por Harry Magdoff, op. cit., y el revelador artículo de Eugene Methvin en Selecciones de Reader’s Digest en español, de diciembre de 1966: según Methvin, gracias a los buenos servicios del Instituto Americano para el Desarrollo del Sindicalismo Libre, con sede en Washington, los golpistas brasileños pudieron coordinar por cable sus movimientos de tropas, y el nuevo régimen militar reçompensó al I A D S L designando a cuatro de sus graduados «para que hicieran una limpieza en los sindicatos dominados por los rojos. .. »)
Después que se cansaron de arrojar a la hoguera o al fondo de la bahía de Guanabara los libros de autores rusos tales como Dostoievski, Tolstoi o Gorki, y tras haber condenado al exilio, la prisión o la fosa a una innumerable cantidad de brasileños, la flamante dictadura de Castelo Branco puso manos a la obra: entregó el hierro y todo lo demás. La Hanna recibió su decreto de 24 de diciembre de 1964. Este regalo de Navidad no sólo le otorgaba todas las seguridades para explotar en paz los yacimientos de Paraopeba, sino que además respaldaba los planes de la empresa para ampliar un puerto propio a sesenta millas de Río de Janeiro, y para construir un ferrocarril destinado al transporte del hierro. En octubre de 1965 la Hanna formó un consorcio con la Bethlehem Steel para explotar en común el hierro concedido. Este tipo de alianzas, frecuentes en Brasil, no pueden formalizarse en los Estados Unidos, porque allí las leyes las prohíben ‘(36 Osny Duarte Pereira, op. cit). El incansable Lincoln Gordon había puesto fin a la tarea,ya todos eran felices y el cuento había terminado, y pasó a presidir una universidad en Baltimore. En abril de 1966 Johnson designó a su sustituto, John Tuthill, al cabo de varios meses de vacilaciones, y explicó que se había demorado porque para Brasil necesitaba un buen economista.
La US Steel no se quedó atrás. ¿Por qué la iban a dejar sin invitación para la cena? Antes de que pasara mucho tiempo se asoció con la empresa minera del Estado, la Companhia Vale do Río Doce, que en buena medida se convirtió, así, en su seudónimo oficial. Por esta vía la US Steel obtuvo, resignándose a nada más que el cuarenta y nueve por ciento de las acciones, la concesión de los yacimientos de hierro de la sierra de los Carajás, en la Amazonia. Su magnitudes, según afirman los técnicos, comparable a la corona de hierro de la Hanna-Bethlehem en Minas Gerais. Como de costumbre, el gobierno adujo que Brasil no disponía de capitales para realizar la explotación por su sola cuenta.
EL PETRÓLEO, LAS MALDICIONES Y LAS HAZAÑAS
El petróleo es, con el gas natural, el principal combustible de cuantos ponen en marcha al mundo contemporáneo, una materia prima de creciente importancia para la industria química y el material estratégico primordial para las actividades militares. Ningún otro imán atrae tanto como el «oro negro» a los capitales extranjeros, ni existe otra fuente de tan fabulosas ganancias; el petróleo es la riqueza más monopolizada en todo el sistema capitalista. No hay empresarios que disfruten del poder político que ejercen, en escala universal, las grandes corporaciones petroleras. La Standard Oil y la Shell levantan y destronan reyes y presidentes, financian conspiraciones palaciegas y golpes de Estado, disponen de innumerables generales, ministros y James Bonds y en todas las comarcas y en todos los idiomas deciden el curso de la guerra y de la paz. La Standard Oil Co de Nueva Jersey es la mayor empresa industrial del mundo capitalista; fuera de los Estados Unidos no existe ninguna empresa industrial más poderosa que la Royal Dutch Shell. Las filiales venden el petróleo crudo a las subsidiarias, que lo refinan y venden los combustibles a las sucursales para su distribución: la sangre no sale, en todo el circuito, fuera del aparato circulatorio interno del cártel, que además posee los oleoductos y gran parte de la flota petrolera en los siete mares. Se manipulan los precios, en escala mundial, para reducir los impuestos a pagar y aumentar las ganancias a cobrar: el petróleo crudo aumenta siempre menos que el refinado.
Con el petróleo ocurre, como ocurre con el café o con la carne, que los países ricos ganan mucho más por tomarse el trabajo de consumirlo, que los países pobres por producirlo. La diferencia es de diez a uno: de los once dólares que cuestan los derivados de un barril de petróleo, los países exportadores de la materia prima más importante del mundo reciben apenas un dólar, resultado de la suma de los impuestos y los costes de extracción, mientras que los países del área desarrollada, donde tienen su asiento las casas matrices de las corporaciones petroleras, se quedan con diez dólares, resultado de la suma de sus propios aranceles y sus impuestos, ocho veces mayores que los impuestos de los países productores, y de los costos y las ganancias del transporte, la refinación, el procesamiento y la distribución que las grandes empresas monopolizan (37 Según los datos publicados por la Organización de Países
Exportadores de Petróleo. Francisco Mieres, El petróleo y la problemática estructural venezolana, Caracas, 1969.).
El petróleo que brota de los Estados Unidos disfruta de un precio alto, y son relativamente altos los salarios de los obreros petroleros norteamericanos, pero la cotización del petróleo de Venezuela y de Medio Oriente ha ido cayendo, desde 1957, todo a lo largo de la década de los años sesenta. Cada barril de petróleo venezolano, por ejemplo, valía, en promedio, 2,65 dólares en 1957, y mientras escribo este capítulo, a fines de 1970, el precio es de 1,86 dólares. El gobierno de Rafael Caldera anuncia que fijará unilateralmente un precio mucho mayor, pero el nuevo precio no alcanzará de todos modos, según las cifras que los comentaristas manejan y pese al escándalo que se presiente, el nivel de 1957. Los Estados Unidos son, a la vez, los principales productores y los principales importadores de petróleo en el mundo. En la época en que la mayor parte del petróleo crudo que vendían las corporaciones provenía del subsuelo norteamericano el precio se mantenía alto; durante la segunda guerra mundial, los Estados Unidos se convirtieron en importadores netos, y el cártel comenzó a aplicar una nueva política de precios: la cotización se ha venido abajo sistemáticamente. Curiosa inversión de las «leyes del mercado»: el precio del petróleo se derrumba, aunque no cesa de aumentar la demanda mundial, a medida que se multiplican las fábricas, los automóviles y las plantas generadoras de energía. Y otra paradoja: aunque el precio del petróleo baja, sube en todas partes el precio de los combustibles que pagan los consumidores. Hay una desproporción descomunal entre el precio del crudo y el de los derivados. Toda esta cadena de absurdos es perfectamente racional; no resulta necesario recurrir a las fuerzas sobrenaturales para encontrar una explicación. Porque el negocio del petróleo en el mundo capitalista está, como hemos visto, en manos de un cártel todopoderoso. El cártel nació en 1928, en un castillo del norte de Escocia rodeado por la bruma, cuando la Standard Oil de Nueva jersey, la Shell y la Anglo-Iranian, hoy llamada British Petroleum, se pusieron de acuerdo para dividirse el planeta. La Standard de Nueva York y la de California, la Gulf y la Texaco se incorporaron
posteriormente al núcleo dirigente del cártel ‘(38 Informe del Senado de Estados Unidos; Actas secretas del cártel petrolero, Buenos Aires, 1961, y Harvey O’Connor, El Imperio del petróleo, La Habana, 1961).. La Standard
Oil, fundada por Rockefeller en 1870, se había partido en treinta y cinco diferentes empresas en 1911, por la aplicación de la ley Sherman contra los trusts; la hermana mayor de la numerosa familia Standard es, en nuestros días, la empresa de Nueva Jersey. Sus ventas de petróleo, sumadas a las ventas de la Standard de Nueva York y de California, abarcan la mitad de las ventas totales del cártel en nuestros días. Las empresas petroleras del grupo Rockefeller son de tal magnitud que suman nada menos que la tercera parte del total de beneficios que las empresas norteamericanas de todo tipo, en su conjunto, arrancan al mundo entero. La jersey, típica corporación multinacional, obtiene sus mayores ganancias fuera de fronteras; América Latina le brinda más ganancias que los Estados Unidos y Canadá sumados: al sur del río Bravo, su tasa de ganancias resulta cuatro veces más alta ‘(39
Paul A. Baran y Paul M. Sweezy, El capital monopolista, México, 1970.). Las filiales de Venezuela produjeron, en 1957, más de la mitad de los beneficios recogidos por la Standard Oil de Nueva jersey en todas partes; en ese mismo año, las filiales venezolanas proporcionaron a la Shell la mitad de sus ganancias en el mundo entero’(40 Francisco Mieres, op. cit.).
Estas corporaciones multinacionales no pertenecen a las múltiples naciones donde operan: son multinacionales, más simplemente, en la medida en que desde los cuatro puntos cardinales arrastran grandes caudales de petróleo y dólares a los centros de poder del sistema capitalista. No necesitan exportar capitales, por cierto, para financiar la expansión de sus negocios; las ganancias usurpadas a los países pobres no sólo derivan en línea recta a las pocas ciudades donde habitan sus mayores cortadores de cupones, sino que además se reinvierten parcialmente para robustecer y extender la red internacional de operaciones. La estructura del cártel implica el dominio de numerosos países y la penetración en sus numerosos gobiernos; el petróleo empapa presidentes y dictadores, y acentúa las deformaciones estructurales de las sociedades que pone a su servicio. Son las empresas quienes deciden, con un lápiz sobre el mapa del mundo, cuáles han de ser las zonas de explotación y cuáles las de reserva, y son ellas quienes fijan los precios que han de cobrar los productores y pagar los consumidores. La riqueza natural de Venezuela y otros países latinoamericanos con petróleo en el subsuelo, objetos del asalto y el saqueo organizados, se ha convertido en el principal instrumento de su servidumbre política y su degradación social. Ésta es una larga historia de hazañas y de maldiciones, infamias y desafíos.
Cuba proporcionaba, por vías complementarias, jugosas ganancias a la Standard Oil de Nueva jersey. La jersey compraba el petróleo crudo a la Creole Petroleum, su filial en Venezuela, y lo refinaba y lo distribuía en la isla, todo a los precios que mejor le convenían para cada una de las etapas. En octubre de, 1959, en plena efervescencia revolucionaria, el Departamerito de Estado elevó una nota oficial a La Habana en la que expresaba su preocupación por el futuro de las inversiones norteamericanas en Cuba: ya habían comenzado los bombardeos de los aviones «piratas» procedentes del norte, y las relaciones estaban tensas. En enero de 1960,
Eisenhower anunció la reducción de la cuota cubana de azúcar, y en febrero Fidel Castro firmó un acuerdo comercial con la Unión Soviética para intercambiar azúcar por petróleo y otros productos a precios buenos para Cuba.
La Jersey, la Shell y la Texaco se negaron a refinar el petróleo soviético: en julio el gobierno cubano las intervino y las nacionalizó sin compensación alguna.
Encabezadas por la Standard Oil de Nueva jersey, las empresas comenzaron el bloqueo. Al boicot del personal calificado se sumó el boicot de los repuestos esenciales para las maquinarias y el boicot de los fletes. El conflicto era una prueba
de soberanía (41 Michael Tanzer, The Political Economy of Internattonal Oil and the Underdeveloped Countrrss, Boston,
1969.), y Cuba salió airosa. Dejó de ser, al mismo tiempo, una estrella en la constelación de la bandera de los Estados Unidos y una pieza en el engranaje mundial de la Standard Oil.
México había sufrido, veinte años antes, un embargo internacional decretado por la Standard Oil de Nueva jersey y la Royal Dutch Shell. Entre 1939 y 1942 el cártel dispuso el bloqueo de las exportaciones mexicanas de petróleo y de los abastecimientos necesarios para sus pozos y refinerías. El presidente Lázaro Cárdenas había nacionalizado las empresas. Nelson Rockefeller, que en 1930 se había graduado de economista escribiendo una tesis sobre las virtudes de su Standard Oil, viajó a México para negociar un acuerdo, pero Cárdenas no dio marcha atrás. La Standard y la Shell, que se habían repartido el territorio mexicano atribuyéndose la primera el norte y la segunda el sur, no sólo se negaban a aceptar las resoluciones de la Suprema Corte en la aplicación de las leyes laborales mexicanas, sino que además habían arrasado los yacimientos de la famosa Faja de Oro a una velocidad vertiginosa, y obligaban a los mexicanos a pagar, por su propio petróleo, precios más altos que los que cobraban en Estados Unidos y en
Europa por ese mismo petróleo’(42 Harvey O’Connor, La crisis mundial del petróleo, Buenos Aires, 1963. Este fenómeno sigue siendo usual en varios países. En Colombia, por ejemplo, donde el petróleo se exporta libremente y sin pagar impuestos, la refinería estatal compra a las compañías extranjeras el petróleo colombiano con un recargo del 37 por
100 sobre el precio internacional, y lo tiene que pagar en dólares (Raúl Alameda Ospina en la revista Esquina, Bogotá, enero
de 1968).. En pocos meses, la fiebre exportadora había agotado brutalmente muchos pozos que hubieran podido seguir produciendo durante treinta o cuarenta años. «Habían quitado a México —escribe O’Connor- sus depósitos más ricos, y sólo le habían dejado una colección de refinerías anticuadas, campos exhaustos, los pobreríos de la ciudad de Tampico y recuerdos amargos.» En menos de veinte años, la producción se había reducido a una quinta parte. México se quedó con una industria decrépita, orientada hacia la demanda extranjera, y con catorce mil obreros; los técnicos se fueron, y hasta desaparecieron los medios de transporte. Cárdenas convirtíó la recuperación del petróleo en una gran causa nacional, y salvó la crisis a fuerza de imaginación y de coraje. Pemex, Petróleos Mexicanos, la empresa creada en 1938 para hacerse cargo de toda la producción y el mercado, es hoy la mayor empresa no extranjera de toda América Latina. A costa de las ganancias que Pemex produjo, el gobierno mexicano pagó abultadas indemnizaciones a las empresas, entre 1947 y 1962, pese a que, como bien dice Jesús Silva Herzog, «México no es el deudor de esas compañías piratas, sino su
acreedor legítimo.»” (43 Jesús Silva Herzog, Historia de la expropiación de las empresas petroleras México. 1964)
En 1949, la Standard Oil interpuso veto a un préstamo que los Estados Unidos iban a conceder a Pemex, y muchos años después, ya cerradas las heridas por obra de las generosas indemnizaciones, Pemex vivió una experiencia semejante ante el Banco Interamericano de Desarrollo.
Uruguay fue el país que creó la primera refinería estatal en América Latina. La ANCAP, Administración Nacional de Combustibles, Alcohol y Portland, había nacido en 1931, y la refinación y la venta de petróleo crudo figuraban entre sus funciones principales. Era la respuesta nacional a una larga historia de abusos del trust en el río de la Plata. Paralelamente, el Estado contrató la compra de petróleo barato en la Unión Soviética. El cártel financió de inmediato una furiosa campaña de desprestigio contra el ente industrial del Estado uruguayo y comenzó su tarea de extorsión y amenaza. Se afirmaba que el Uruguay no encontraría quien le vendiera las maquinarias y que se quedaría sin petróleo crudo, que el Estado era un pésimo administrador, y que no podía hacerse cargo de tan complicado negocio. El golpe palaciego de marzo de 1933 despedía cierto olor a petróleo: la dictadura de Gabriel Terra anuló el derecho de la ANCAP a monopolizar la importación de combustibles, y en enero de 1938 firmó los convenios secretos con el cártel, ominosos acuerdos que fueron ignorados por el público hasta un cuarto de siglo después y que todavía están en vigencia. De acuerdo con sus términos, el país está obligado a comprar un cuarenta por ciento del petróleo crudo sin licitación y donde lo indiquen la Standard Oil, la Shell, la Atlantic y la Texaco, a los precios que el cártel fija. Además, el Estado, que conserva el monopolio de la refinación, paga todos los gastos de las empresas, incluyendo la propaganda, los salarios
privilegiados y los lujosos muebles de sus oficinas (44 Vivian Trías, Imperialismo y petróleo en el
Uruguay, Montevideo, 1963. Véase también el discurso del diputado Enrique Erro en el díario de sesiones de la Cámara de Representantes, núm. 1211, tomo 577, Montevideo, 8 de septiembre de 1966.). Esso es progreso, canta la
televisión, y el bombardeo de los avisos no cuesta a la Standard Oil ni un solo centavo. El abogado del Banco de la República tiene también a su cargo las relaciones públicas de la Standard Oil: el Estado le paga los dos sueldos. Allá por 1939, la refinería de la ANCAP levantaba, exitosa, sus torres llameantes: el ente había sido mutilado gravemente a poco de nacer, como hemos visto, pero constituía todavía un ejemplo de desafío victorioso ante las presiones del cártel. El Jefe del Consejo Nacional del Petróleo de Brasil, general Horta Barbosa; viajó a Montevideo y se entusiasmó con la experiencia: la refinería uruguaya había pagado casi la totalidad de sus gastos de instalación durante el primer año de trabajo. Gracias a los esfuerzos del general Barbosa, sumados al fervor de otros militares nacionalistas, Petrobrás, la empresa estatal brasileña, pudo iniciar sus operaciones en 1953 al grito de O petróleo é nosso! Actualmente, Petrobrás es la mayor
empresa de Brasil’(45 Petrobrás figura en el primer lugar en la lista de las quinientas mayores empresas, publicada por Conjuntura econ6mica, vol. 24, núm. 9, Río de Janeiro, 1970.). Explora, extrae y refina el petróleo brasileño. Pero también Petrobrás fue mutilada. El cártel le ha arrebatado dos grandes fuentes de ganancias: en primer lugar, la distribución de la gasolina, los aceites, el querosene y los diversos fluidos, un estupendo negocio que la ESSO, la Shell y la Atlantic manejan por teléfono sin mayores dificultades y con tan buen resultado que éste es, después de la industria automotriz, el rubro más fuerte de la inversión norteamericana en Brasil; en segundo lugar, la industria petroquímica, generoso manantial de beneficios, que ha sido desnacionalizada, hace pocos años, por la dictadura del mariscal Castelo Branco. Recientemente, el cártel desencadenó una estrepitosa campaña destinada a despojar a Petrobrás del monopolio de la refinación. Los defensores de Petrobrás recuerdan que la iniciativa privada, que tenía el campo libre, no se había ocupado del petróleo brasileño antes de 1953 (46
Declaraciones del ingeniero Márcio Leite Cesarino, en Correio que Manha, Río de Janeiro, 28 de enero de 1967), y
procuran devolver a la frágil memoria del público un episodio bien ilustrativo de la buena voluntad de los monopolios. En noviembre de 1960, en efecto, Petrobrás encomendó a dos técnicos brasileños que encabezaran una revisión general de los yacimientos sedimentarios del país. Como resultado de sus informes, el pequeño estado nordestino de Sergipe pasó a la vanguardia en la producción de petróleo. Poco antes, en agosto, el técnico norteamericano Walter Link, que había sido el principal geólogo de la Standard Oil de Nueva jersey, había recibido del Estado brasileño medio millón de dólares por una montaña de mapas y un extenso informe que tachaba de «inexpresiva» la espesura sedimentaria de Sergipe: hasta entonces había sido considerada de grado B, y Link la rebajó a grado C. Después se
supo que era de grado A (47 Correio da Manhá publicó un amplio extracto del documento en su edición del 19 de febrero de 1967.). Según O’Connor, Link había trabajado todo el tiempo como un agente de la Standard, de antemano resuelto a no encontrar petróleo para que Brasil continuara dependiendo de las importaciones de la filial de Rockefeller en Venezuela.
También en Argentina las empresas extranjeras y sus múltiples ecos nativos sostienen siempre que el subsuelo contiene escaso petróleo, aunque las investigaciones de los técnicos de YPF, Yacimientos Petrolíferos Fiscales, han indicado con toda certidumbre que en cerca de la mitad del territorio nacional subyace el petróleo, y que también hay petróleo abundante en la vasta plataforma submarina de la costa atlántica. Cada vez que se pone de moda hablar de la pobreza del subsuelo argentino, el gobierno firma una nueva concesión en beneficio de alguno de los miembros del cártel. La empresa estatal, YPF, ha sido víctima de un continuo y sistemático sabotaje, desde sus orígenes hasta la fecha. La Argentina fue, hasta no hace muchos años, uno de los últimos escenarios históricos de la pugna interimperialista entre Inglaterra, en el desesperado ocaso, y los ascendentes Estados Unidos. Los acuerdos del cártel no han impedido que la Shell y la Standard disputaran el petróleo de este país por medios a veces violentos: hay una serie de elocuentes coincidencias en los golpes de Estado que se han sucedido todo a lo largo de los últimos cuarenta años. El Congreso argentino se disponía a votar la ley de nacionalización del petróleo, el 6 de septiembre de 1930, cuando el caudillo nacionalista Hipólito Yrigoyen fue derribado de la presidencia del país por el cuartelazo de José Félix Uriburu. El gobierno de Ramón Castillo cayó en junio de 1943, cuando tenía a la firma un convenio que promovía la extracción del petróleo por los capitales norteamericanos. En septiembre de 1955, Juan Domingo
Perón marchó al exilio cuando el Congreso estaba por aprobar una concesión a la California Oil Co. Arturo Frondizi desencadenó varias y muy agudas crisis militares, en las tres armas, al anunciar el llamado a licitación que ofrecía todo el subsuelo del país a las empresas interesadas en extraer petróleo: en agosto de 1959 la licitación fue declarada desierta. Resucitó en seguida y en octubre de 1960 quedó sin efecto. Frondizi realizó varias concesiones en beneficio de las empresas norteamericanas del cártel, y los intereses británicos -decisivos en la Marina y en el sector «colorado» del ejército- no fueron ajenos a su caída en marzo de 1962. Arturo Illia anuló las concesiones y fue derribado en 1966; al año siguiente, Juan Carlos Onganía promulgó una ley de hidrocarburos que favorecía los intereses norteamerícanos en la pugna interna.
El petróleo no ha provocado solamente golpes de Estado en América Latina. También desencadenó una guerra, la del Chaco (1932-35), entre los dos pueblos más pobres de América del Sur: «Guerra de los soldados desnudos», llamó René Zavaleta
a la feroz matanza recíproca de Bolivia y Paraguay 48 René Zavaleta Mercado, Bolivia. El desarrollo
de la conciencia nacional, Montevideo, 1967.). El 30 de mayo de 1934 el senador por Louisiana, Huey Long, sacudió a los Estados Unidos con un violento discurso en el que denunciaba que la Standard Oil de Nueva jersey había provocado el conflicto y que financiaba al ejército boliviano para apoderarse, por su intermedio, del Chaco paraguayo, necesario para tender un oleoducto desde Bolivia hacia el río y, además, presumiblemente rico en petróleo: «Estos criminales han ido allá y han alquilado sus
asesinos» -afirmó (49 El senador Long no ahorró ningún adjetivo a la Standard Oil: la llamó criminal, malhechora, .facinerosa, asesina doméstica, asesina extranjera, conspiradora internacional, hato de salteadores y ladrones rapaces, conjunto de vándalos y ladrones. Reproducido en la -Vista Guarania, Buenos Aires, noviembre de 1934.). Los paraguayos
marchaban al matadero, por su parte, empujados por la Shell: a medida que avanzaban hacia el norte, los soldados descubrían las perforaciones de la Standard en el escenario de la discordia. Era una disputa entre dos empresas, enemigas y a la vez socias dentro del cártel, pero no eran ellas quienes derramaban la sangre. Finalmente, Paraguay ganó la guerra pero perdió la paz. Spruille Braden, notorio personero de la Standard Oil, presidió la comisión de negociaciones que preservó para Bolivia, y para Rockefeller, varios miles de kilómetros cuadrados que los paraguayos reivindicaban.
Muy cerca del último territorio de aquellas batallas están los pozos de petróleo y los vastos yacimientos dé gas natural que la Gulf Oil Co., la empresa de la familia Mellon, perdió en Bolivia en octubre de 1969. «Ha concluido para los bolivianos el tiempo del desprecio» -clamó el general Alfredo Ovando al anunciar la nacionalización desde los balcones del Palacio Quemado. Quince días antes, cuando todavía no había tomado el poder, Ovando había jurado que nacionalizaría la Gulf, ante un grupo de intelectuales nacionalistas; había redactado el decreto, lo había firmado, lo había guardado, sin fecha, en un sobre. Y cinco meses antes, en el Cañadón del Arque, el helicóptero del general René Barrientos había chocado contra los cables de telégrafo y se había ido a pique. La imaginación no hubiera sido capaz de inventar una muerte tan perfecta. El helicóptero era un regalo personal de la Gulf Oil Co.; el telégrafo pertenece, como se sabe, al Estado. Junto con Barrientos ardieron dos valijas llenas de dinero que él llevaba para repartir, billete por billete, entre los campesinos, y algunas metralletas que no bien prendieron fuego comenzaron a regar una lluvia de balas en torno del helicóptero incendiado, de tal modo que nadie pudo acercarse a rescatar al dictador mientras se quemaba vivo.
Además de decretar la nacionalización, Ovando derogó el Código del Petróleo, llamado Código Davenport en homenaje al abogado que lo había redactado en inglés. Para la elaboración del Código, Bolivia había obtenído, en 1956, un préstamo de los Estados Unidos; en cambio, el Eximbank, la banca privada de Nueva York y el Banco Mundial habían respondido siempre con la negativa a las solicitudes de crédito para el desarrollo de YPFB, la empresa petrolera del Estado. El gobierno norteamericano hacía siempre suya la causa de las corporaciones
petroleras privadas (50 Los ejemplos abundan en la historia, reciente o lejana. Irving Florman, embajador de los Estados Unidos en Bolivia, informaba a Donald Dawson, de la Casa Blanca, el 28 de diciembre de 1950: «Desde que he llegado aquí, he trabajado diligentemente en el proyecto de abrir ampliamente la industria petrolera de Bolivia a la penetración de la empresa privada norteamericana, y ayudar a nuestro programa de defensa nacional en vasta escala». Y también: «Sabía que a usted le interesaría escuchar que la industria petrolera de Bolivia y esta tierra entera están ahora bien abiertas a la libre iniciativa norteamericana. Bolivia es, por lo tanto, el primer país del mundo que ha hecho una desnacionalización, o una nacionalización a la inversa, y yo me siento orgulloso de haber sido capaz de cumplir esta tarea para mi país y la administración». La copia fotostática de esta carta, extraída de la biblioteca de Harry Truman, fue reproducida por NACLA Newsletter, Nueva York, febrero de 1969.). En función
del código, la Gulf recibió, entonces, por un plazo de cuarenta años, la concesión de los campos más ricos en petróleo de todo el país. El código fijaba una ridícula participación del Estado en las utilidades de las empresas: por muchos años, apenas un once por ciento. El Estado se hacía socio en los gastos del concesionario, pero no tenía ningún control sobre esos gastos, y se llegó a la situación extrema en materia de ofrendas: todos los riesgos eran para YPFB, y ninguno para la Gulf. En la Carta de intenciones firmada por la Gulf a fines de 1966, durante la dictadura de Barrientos, se estableció, en efecto, que en las operaciones conjuntas con YPFB la Gulf recobraría el total de sus capitales invertidos en la exploración de un área, si no encontraba petróleo. Si el petróleo aparecía, los gastos serían recuperados a través de la explotación posterior, pero ya de entrada serían cargados al pasivo de la empresa estatal. Y la Gulf fijaría
esos gastos según su paladar (51 Marcelo Quiroga Santa Cruz, interpelación del 11 y 12 de octubre de
1966 en la Cámara de Diputados, en la Revista jurídica, edición extraordinaria, Cochabamba, 1967.). En esa
misma Carta de intenciones, la Gulf se atribuyó también, con toda tranquilidad, la propiedad de los yacimientos de gas, que no se le habían concedido nunca. El subsuelo de Bolivia contiene mucho más gas que petróleo. El general Barrientos hizo un gesto de distracción: resultó suficiente. Un simple pase de manos para decidir el destino de la principal reserva de energía de Bolivia. Pero la función no había terminado.
Un año antes de que el general Alfredo Ovando expropiara la Gulf en Bolivia, otro general nacionalista, Juan Velasco Alvarado, había estatizado los yacimientos y la refinería de la International Petroleum Co., filial de la Standard Oil de Nueva jersey, en Perú. Velasco había tomado el poder a la cabeza de una junta militar, y en la cresta de la ola de un gran escándalo político: el gobierno de Fernando Belaúnde Terry había perdido la página final del convenio de Talara, suscrito entre el Estado y la IPC. Esa página misteriosamente evaporada, la página once, contenía la garantía del precio mínimo que la empresa norteamericana debía pagar por el petróleo crudo nacional en su refinería. El escándalo no terminaba allí. Al mismo tiempo, se había revelado que la subsidiaria de la Standard había estafado a Perú en más de mil millones de dólares, a lo largo de medio siglo, a través de los impuestos y las regalías que había eludido y de otras variadas formas del fraude y la corrupción. El director de la IPC se había entrevistado con el presidente Belaúnde en sesenta ocasiones antes de llegar al acuerdo que provocó el alzamiento militar; durante dos años, mientras las negociaciones con la empresa avanzaban, se rompían y comenzaban de nuevo, el Departamento de Estado había suspendido todo tipo de ayuda a Perú
(52Cuando el escándalo estalló, la embajada de lus Estados Unidos no guardó un prudente silencio. Uno de sus funcionarios llegó a afirmar que no existía ningún original del contrato de Talara. (Richard N. Goodwin, «El conflicto con la IPC: Carta de Perú». reproducido de The New Yorker por Comercio exterior, México, julio de 1969.). Virtualmente no quedó tiempo para reanudar la ayuda, porque la claudicación selló la suerte del presidente acosado. Cuando la empresa de Rockefeller presentó su protesta ante la corte judicial peruana, la gente arrojó moneditas a los rostros de sus abogados. América Latina es una caja de sorpresas; no se agota nunca la capacidad de asombro de esta región torturada del mundo. En los Andes, el nacionalismo militar ha resurgído con ímpetu, como un río subterráneo largamente escondido. Los mismos generales que hoy están llevando adelante, en un proceso contradictorio, una política de reforma y de afirmación patriótica, habían aniquilado poco antes a los guerrilleros. Muchas de las banderas de los caídos han sido recogidas, así, por sus propios vencedores. Los militares peruanos habían regado con napalm algunas zonas guerrilleras, en 1965, y había sido la International Petroleum Co., filial de la Standard Oil de Nueva jersey, quien les había proporcionado la gasolina y el know-how para que elaboraran las bombas en la base aérea de Las Palmas, cerca de
Lima ‘(53 Georgie Anne Geyer, Seized U. S. Oil Firm Made Napalm, en el New York Post, 7 de abril de 1969.).
EL LAGO DE MARACAIBO EN EL BUCHE DE LOS GRANDES BUITRES DE METAL
Aunque su participación en el mercado mundial se ha reducido a la mitad en los años sesenta, Venezuela es todavía, en 1970, el mayor exportador de petróleo. De Venezuela proviene casi la mitad de las ganancias que los capitales norteamericanos sustraen a toda América Latina. Este es uno de los países más ricos del planeta y, también, uno de los más pobres y uno de los más violentos. Ostenta el ingreso per capita más alto de América Latina, y posee la red de carreteras más completa y ultramoderna; en proporción a la cantidad de habitantes, ninguna otra nación del mundo bebe tanto whisky escocés. Las reservas de petróleo, gas y hierro que su subsuelo ofrece a la explotación inmediata podrían multiplicar por diez la riqueza de cada uno de los venezolanos; en sus vastas tierras vírgenes podría caber, entera, la población de Alemania o Inglaterra. Los taladros han extraído, en medio siglo, una renta petrolera tan fabulosa que duplica los recursos del Plan Marshall para la reconstrucción de Europa; desde que el primer pozo de petróleo reventó a torrentes, la población se ha multiplicado por tres y el presupuesto nacional por cien, pero buena parte de la población, que disputa las sobras de la minoría dominante, no se alimenta mejor que en la época
en que el país dependía del cacao y del café (54 Para la redacción de este capítulo, el autor ha utilizado, además de las obras ya citadas de Harvey O’Connor y Francisco Mieres, los libros siguientes: Orlando Araújo, Operación Puerto Rico sobre Venezuela, Caracas, 1967; Federico Brito, Venezuela siglo XX, La Habana, 1967; M. A. Falcon Urbano,
Desarrollo e industrialización de Venezuela, Caracas, 1969; Elena Hochman, Héctor Mujica y otros, Venezuela 1.°, Caracas,
1963; William Krehm, Democracia y tiranias en el Caribe, Buenos Aires, 1959; los ensayos de D. F. Maza Zavala, Salvador de la Plaza, Pedro Esteban Mejía y Leonardo Montiel Ortega en el volumen citado en la nota 27; Rodolfo Quintero, La cultura del petróleo, Caracas, 1968; Domingo Alberto Rangel, El proceso del capitalismo contemporáneo en Venezuela, Caracas, 1968; Arturo Uslar Pietri, (Tiev.e un porvenir la juventud venezolana?, en Cuadernos Americanos, México, marzo-abril de 1968; y
Naciones Unidas-CEPAL, Estudio económico de América Latina, 1969, Nueva York-Santiago de Chile, 1970.). Caracas, la capital, creció siete ve ces en treinta años; la ciudad patriarcal de frescos patios, plaza mayor y catedral silenciosa se ha erizado de rascacielos en la misma medida en que han brotado las torres de petróleo en el lago de Maracaibo. Ahora, es una pesadilla de aire acondicionado, supersónica y estrepitosa, un centro de la cultura del petróleo que prefiere el consumo a la creación y que multiplica las necesidades artificiales para ocultar las reales. Caracas ama los productos sintéticos y los alimentos enlatados; no camina nunca, sólo se moviliza en automóvil, y ha envenenado con los gases de los motores el limpio aire del valle; a Caracas le cuesta dormir, porque no puede apagar la ansiedad de ganar y comprar, consumir y gastar, apoderarse de todo. En las laderas de los cerros, más de medio millón de olvidados contempla, desde sus chozas armadas de basura, el derroche ajeno. Relampaguean los millares y millares de automóviles último modelo por las avenidas de la dorada
capital. En vísperas de las fiestas, los barcos llegan al puerto de La Guaira atiborrados de champaña francesa, whisky de Escocia y bosques de pinos de Navidad que vienen del Canadá, mientras la mitad de los niños y los jóvenes de Venezuela quedan todavía, en 1970, según los censos, fuera de las aulas de enseñanza.
Tres millones y medio de barriles de petróleo produce Venezuela cada día para poner en movimiento la maquinaria industrial del mundo capitalista, pero las diversas filiales de la Standard Oil, la Shell, la Gulf y la Texaco no explotan las cuatro quintas partes de sus concesiones, que siguen siendo reservas invictas, y más de la mitad del valor de las exportaciones no vuelve nunca al país. Los folletos de propaganda de la Creole (Standard Oil) exaltan la filantropía de la corporación en Venezuela, en los mismos términos en que proclamaba virtudes, a mediados del
siglo XVIII, la Real Compañía Guipuzcoana; las ganancias arrancadas a esta gran vaca lechera sólo resultan comparables, en proporción al capital invertido, con las que en el pasado obtenían los mercaderes de esclavos o los corsarios. Ningún país ha producido tanto al capitalismo mundial en tan poco tiempo: Venezuela ha drenado una riqueza que, según Rangel, excede a la que los españoles usurparon a Potosí o los ingleses a la India. La primera Convención Nacional de Economistas reveló que las ganancias reales de las empresas petroleras en Venezuela habían ascendido, en 1961, al 38 por ciento, y en 1962 al 48 por ciento, aunque las tasas de beneficio que las empresas denunciaban en sus balances eran del 15 y el 17 por ciento respectivamente. La diferencia corre por cuenta de la magia de la contabilidad y las transferencias ocultas. En la complicada relojería del negocio petrolero, por lo demás, con sus múltíples y simultáneos sistemas de precios, resulta muy difícil estimar el volumen de las ganancias que se ocultan detrás de la baja artificial de la cotización del petróleo crudo, que desde el pozo a la bomba de gasolina circula siempre por las mismas venas, y detrás del alza artificial de los gastos de producción, donde se computan sueldos de fábula y muy inflados costos de propaganda. Lo cierto es que, según las cifras oficiales, en la última década
Venezuela no ha registrado el ingreso de nuevas inversiones del exterior, sino, por el contrario, una sistemática desinversión. Venezuela sufre la sangría de más de setecientos millones de dólares anuales, convictos y confesos como «rentas del capital extranjero». Las únicas inversiones nuevas provienen de las utilidades que el propio país proporciona. Mientras tanto, los costos de extracción del petróleo van bajando en línea vertical, porque cada vez las empresas ocupan menos mano de obra. Sólo entre 1959 y 1962 se redujo en más de diez mil la cantidad de obreros: quedaron poco más de treinta mil en actividad, y a fines de 1970 ya que el petróleo ocupa nada más que veintitrés mil trabajadores. La producción, en cambio, ha crecido mucho en esta última década.
Como consecuencia de la desocupación creciente, se agudizó la crisis de los campamentos petroleros del lago de Maracaibo. El lago es un bosque de torres. Dentro de las armazones de hierros cruzados, el implacable cabeceo de los balancines genera, desde hace medio siglo, toda la opulencia y toda la miseria de Venezuela. Junto a los balancines arden los mechurrios, quemando impunemente el gas natural que el país se da el lujo de regalar a la atmósfera. Se encuentran balancines hasta en los fondos de las casas y en las esquinas de las calles de las ciudades que brotaron a chorros, como el petróleo, en las costas del lago: allí el petróleo tiñe de negro las calles y las ropas, los alimentos y las paredes, y hasta las profesionales del amor llevan apodos petroleros, tales como «La Tubería» o «La Cuatro Válvulas», «La Cabria» o «La Remolcadora». Los precios de la vestimenta y la comida son, aquí, más altos que en Caracas. Estas aldeas modernas, tristes de nacimiento pero a la vez aceleradas por la alegría del dinero fácil, han descubierto ya que no tienen destino. Cuando se mueren los pozos, la supervivencia se convierte en materia de milagro: quedan los esqueletos de las casas, las aguas aceitosas de veneno matando peces y lamiendo las zonas abandonadas. La desgracia acomete también a las ciudades que viven de la explotación de los pozos en actividad, por los despidos en masa y la mecanización creciente. «Por aquí el petróleo nos pasó por encima», decía un poblador de Lagunillas en 1966. Cabímas, que durante medio síglo fue la mayor fuente de petróleo de Venezuela, y que tanta prosperidad ha regalado a Caracas y al mundo, no tiene ni siquiera cloacas. Cuenta apenas con un par de avenidas asfaltadas.
La euforia se había desatado largos años atrás. Hacia 1917, el petróleo coexistía ya, en Venezuela, con los latifundios tradicionales, los inmensos campos despoblados y de tierras ociosas donde los hacendados vigilaban el rendimiento de su fuerza de trabajo azotando a los peones o enterrándolos vivos hasta la cintura. A fines de 1922, reventó el pozo de La Rosa, que chorreaba cien mil barriles por día, y se desató la borrasca petrolera. Brotaron los taladros y las cabrias en el lago de Maracaibo, súbitamente invadido por los aparatos extraños y los hombres con cascos de corcho; los campesinos afluían y se instalaban sobre los suelos hirvientes, entre tablones y latas de aceite, para ofrecer sus brazos al petróleo. Los acentos de Oklahoma y Texas resonaban por primera vez en los llanos y en la selva, hasta en las más escondidas comarcas. Setenta y tres empresas surgieron en un santiamén. El rey del carnaval de las concesiones era el dictador Juan Vicente Gómez, un ganadero de los Andes que ocupó sus veintisiete años de gobierno (1908-35) haciendo hijos y negocios. Mientras los torrentes negros nacían a borbotones, Gómez extraía acciones petroleras de sus bolsillos repletos, y con ellas recompensaba a sus amigos, a sus parientes y a sus cortesanos, al médico que le custodiaba la próstata y a los generales que le custodiaban las espaldas, a los poetas que cantaban su gloria y al arzobispo que le otorgaba permisos especiales para comer carne los viernes santos. Las grandes potencias cubrían el pecho de Gómez con lustrosas condecoraciones: era preciso alimentar los automóviles que invadían los caminos del mundo. Los favoritos del dictador vendían las concesiones a la Shell o a la Standard Oil o a la Gulf; el tráfico de influencias y de sobornos desató la especulación y el hambre de subsuelos. Las comunidades indígenas fueron despojadas de sus tierras y muchas familias de agricultores perdieron, por las buenas o por las malas, sus propiedades. La ley petrolera de 1922 fue redactada por los representantes de tres firmas de los Estados Unidos. Los campos de petróleo estaban cercados y tenían policía propia. Se prohibía la entrada a quienes no portaran la ficha de enrolamiento de las empresas; estaba vedado hasta el tránsito por las carreteras que conducían el petróleo a los puertos. Cuando Gómez murió, en 1935, los obreros petroleros cortaron las alambradas de púas que rodeaban los campamentos y se declararon en huelga.
En 1948, con la caída del gobierno de Rómulo Gallegos, se cerró el ciclo reformista inaugurado tres años antes, y los militares victoriosos rápidamente redujeron la participación del Estado sobre el petróleo extraído por las filiales del cártel. La rebaja de impuestos se tradujo, en 1954, en más de trescientos millones de dólares de beneficios adicionales para la Standard Oil. En 1953, un hombre de negocios de los Estados Unidos había declarado en Caracas: «Aquí, usted tiene la libertad de hacer con su dínero lo que le plazca; para mí, esa libertad vale más que todas las libertades políticas y civiles juntas.» (55 Time, edición para América Latina, 11 de septiembre de 1953.). Cuando el dictador Marcos Pérez Jiménez fue derribado en 1958, Venezuela era un vasto pozo petrolero rodeado de cárceles y cámaras de torturas, que importaba todo desde los Estados Unidos: los automóviles y las heladeras, la leche condensada, los huevos, las lechugas, las leyes y los decretos. La mayor de las empresas de Rockefeller, la Creole, había declarado en 1957 utilidades que llegaban casi a la mitad de sus inversiones totales. La junta revolucionaría de gobierno elevó el impuesto a la renta de las empresas mayores, de un 25 a un 45 por ciento. En represalia, el cártel dispuso la inmediata caída del precio del petróleo venezolano y fue entonces cuando comenzó a despedir en masa a los obreros. Tan abajo se vino el precio, que a pesar del aumento de los impuestos y del mayor volumen de petróleo exportado, en 1958 el Estado recaudó sesenta millones de dólares menos que en el año anterior.
Los gobiernos siguientes no nacionalizaron la industria petrolera, pero tampoco han otorgado, hasta 1970, nuevas concesiones a las empresas extranjeras para la extracción de oro negro. Mientras tanto, el cártel aceleró la producción de sus yacimientos del Cercano Oriente y Canadá; en Venezuela ha cesado virtualmente la prospección de nuevos pozos y la exportación está paralizada. La política de negar nuevas concesiones perdió sentido en la medida en que la Corporación Venezolana del Petróleo, el organismo estatal, no asumió la responsabilidad vacante. La Corporación se ha limitado, en cambio a perforar unos pocos pozos aquí y allá, confirmando que su función no es otra que la que le había adjudicado el presidente Rómulo Betancourt: «No alcanzar una dimensión de gran empresa, sino servir de intermediario para las negociaciones en la nueva fórmula de concesiones.» La nueva fórmula no se puso en práctica, aunque se la anunció varias veces.
Mientras tanto, el fuerte impulso industrializador que había cobrado cuerpo y fuerza desde hacía dos décadas muestra ya visibles síntomas de agotamiento, y vive una impotencia muy conocida en América Latina: el mercado interno, limitado por la pobreza de las mayorías, no es capaz de sustentar el desarrollo manufacturero más allá de ciertos límites. La reforma agraria, por otra parte, inaugurada por el gobierno de Acción Democrática, se ha quedado a menos de la mitad del camino que se proponía, en las promesas de sus creadores, recorrer. Venezuela compra al extranjero, y sobre todo a Estados Unidos, buena parte de los alimentos que consume. El plato nacional, por ejemplo, que es el frijol negro, llega en grandes cantidades desde el norte, en bolsas que lucen la palabra «beans».
Salvador Garmendia, el novelista que reinventó el infierno prefabricado de toda esta cultura de conquista, la cultura del petróleo, me escribía en una carta, a mediados del 69: «¿Has visto un balancín, el aparato que extrae el petróleo crudo? Tiene la forma de un gran pájaro negro cuya cabeza puntiaguda sube y baja pesadamente, día y noche, sin detenerse un segundo: es el único buitre que no come mierda. ¿Qué pasará cuando oigamos el ruido característico del sorbedor al acabarse el líquido? La obertura grotesca ya empieza a escucharse en el lago de Maracaibo, donde de la noche a la mañana brotaron pueblos fabulosos con cinematógrafos, supermercados, dancings, hervideros de putas y garitos, donde el dinero no tenía valor. Hace poco hice un recorrido por ahí y sentí una garra en el estómago. El olor a muerto y a chatarra es más fuerte que el del aceite. Los pueblos están semidesiertos, carcomidos, todos ulcerados por la ruina, las calles enlodadas, las tiendas en escombros. Un antíguo buzo de las empresas se
sumerge a diario, armado de una segueta, para cortar trozos de tuberías abandonadas y venderlas como hierro viejo. La gente empieza a hablar de las compañías como quien evoca una fábula dorada. Se vive de un pasado mítico y funambulesco de fortunas derrochadas en un golpe de dados y borracheras de siete días. Entre tanto, los balancines siguen cabeceando y la lluvia de dólares cae en Miraflores, el palacio de gobierno, para transformarse en autopistas y demás monstruos de cemento armado. Un setenta por ciento del país vive marginado de todo. En las ciudades prospera una atolondrada clase media con altos sueldos, que se atiborra de objetos inservibles, vive aturdida por la publicidad y profesa la imbecilidad y el mal gusto en forma estridente. Hace poco el gobierno anunció con gran estruendo que había exterminado el analfabetismo. Resultado: en la pasada fiesta electoral, el censo de inscritos arrojó un millón de analfabetos entre los dieciocho y los cincuenta años de edad.»
SEGUNDA PARTE
EL DESARROLLO ES UN VIAJE
CON MAS NAUFRAGOS QUE NAVEGANTES
HISTORIA DE LA MUERTE TEMPRANA
LOS BARCOS BRITÁNICOS DE GUERRA SALUDABAN LA INDEPENDENCIA DESDE EL RÍO
En 1823, George Canning, cerebro del Imperio británico, estaba celebrando sus triunfos universales. El encargado de negocios de Francia tuvo que soportar la humillación de este brindis: «Vuestra sea la gloria del triunfo, seguida por el desastre y la ruina; nuestro sea el tráfico sin gloria de la industria y la prosperidad siempre creciente… La edad de la caballería ha pasado; y la ha sucedido una edad de economistas y calculadores». Londres vivía el principio de una larga fiesta;
Napoleón había sido definitivamente derrotado algunos años atrás, y la era de la Pax Britannica se abría sobre el mundo. En América Latina, la independencia había remachado a perpetuidad el poder de los dueños de la tierra y de los comerciantes enriquecidos, en los puertos, a costa de la anticipada ruina de los países nacientes. Las antiguas colonias españolas, y también Brasil, eran mercados ávidos para los tejidos ingleses y las libras esterlinas al tanto por ciento. Canning no se equivocaba al escribir, en 1824: «La cosa está hecha; el clavo está puesto, Hispanoamérica es libre; y si nosotros no desgobernamos tristemente nuestros asuntos, es inglesa»’(1 Williar. W.
Kaufmann, La política británica y ta independencia de la América Latina (1804-1828), Caracas, 1963)
La máquina de vapor, el telar mecánico y el perfeccionamiento de la máquína de tejer habían hecho madurar vertiginosamente la revolución industrial en Inglaterra. Se multiplicaban las fábricas y los bancos; los motores de combustión interna habían modernizado la navegación y muchos grandes buques navegaban hacia los cuatro puntos cardinales universalizando la expansión industrial inglesa. La economía británica pagaba con tejidos de algodón los cueros del río de la Plata, el guano y el nitrato de Perú, el cobre de Chile, el azúcar de Cuba, el café de Brasil. Las exportaciones industriales, los fletes, los seguros, los intereses de los préstamos y las utilidades de las inversiones alimentarían, a lo largo de todo el siglo XIX, la pujante prosperidad de Inglaterra. En realidad, antes de las guerras de independercia ya los ingleses controlaban buena parte del comercio legal entre España y sus colonias, y habían arrojado a las costas de América Latina un caudaloso y persistente flujo de mercaderías de contrabando. El tráfico de esclavos brindaba una pantalla eficaz para el comercio clandestino, aunque al fin y al cabo también las aduanas registraban, en toda América Latina, una abrumadora mayoría de productos que no provenían de España. El monopolio español no había existido, en los hechos, nunca: «… la colonia ya estaba perdida para la metrópoli mucho antes de 1810, y la revolución no representó más que un reconocirniento
político de semejante estado de cosas». (2Manfred Kossok, El virreinato del Río de la Plata. Su estrructura económico-social, Buenos Aires, 1959.)
Las tropas británicas habían conquistado Trinidad, en el Caribe, al precio de una sola baja, pero el comandante de la expedición, sir Ralph Abercromby, estaba convencido de que no serían fáciles otras conquistas militares en la América hispánica. Poco después, fracasaron las invasiones inglesas en el río de la Plata. La derrota dio fuerza ala opinión de Abercromby sobre la ineficacia de las expediciones armadas y el turno histórico de los diplomáticos, los mercaderes y los banqueros: un nuevo orden liberal en las colonias españolas ofrecería a Gran Bretaña la oportunidad de abarcar las nueve décimas partes del comercio de la
América española (3 H. S. Ferns, Gran Bretaña y Argentina en el siglo XIX, Buenos Aires, 1966.). La fiebre
de la independencia hervía en tierras hispanoamericanas. A partir de 1810 Londres aplicó una política zigzagueante y dúplice, cuyas fluctuaciones obedecieron a la necesidad de favorecer el comercio inglés, impedir que América Latina pudiera caer en manos norteamericanas o francesas y prevenir una posible infección de jacobinismo en los nuevos países que nacían a la libertad.
Cuando se constituyó la junta revolucionaria en Buenos Aires, el 25 de mayo de 1810, una salva de cañonazos de los buques británicos de guerra la saludó desde el río. El capitán del barco Mutíne pronunció, en nombre de Su Majestad, un inflamado discurso: el júbilo invadía los corazones británicos. Buenos Aires demoró apenas tres días en eliminar ciertas prohibiciones que dificultaban el comercio con extranjeros; doce días después, redujo del 50 por ciento al 7,5 por ciento los impuestos que gravaban las ventas al exterior de los cueros y el sebo. Habían pasado seis semanas desde el 25 de mayo cuando se dejó sin efecto la prohibición de exportar el oro y la plata en monedas, de modo que pudieran fluir a Londres sin inconvenientes. En septiembre de 1811, un triunvirato reemplazó a la junta como autoridad gobernante: fueron nuevamente reducidos, y en algunos casos abolidos, los impuestos a la exportación y a la importación. A partir de 1813, cuando la Asamblea se declaró autoridad soberana, los comerciantes extranjeros quedaron exonerados de la obligación de vender sus mercaderías a través de los comerciantes nativos: «El comercio se hizo en verdad libre».(4 Ibid) Ya en 1812, algunos comerciantes británicos comunicaban al Foreign Office: «Hemos logrado… reemplazar con éxito los tejidos alemanes y franceses». Habían reemplazado, también, la producción de los tejedores argentinos, estrangulados por el puerto librecambista, y el mismo proceso se registró, con variantes, en otras regiones de América Latina.
De Yorkshire y Lancashire, de los Cheviots y Gales, brotaban sin cesar artículos de algodón y de lana, de hierro y de cuero, de madera y porcelana. Los telares de Manchester, las ferreterías de Sheffield, las alfarerías de Worcester y Staffordshire, inundaron los mercados latinoamericanos. El comercio libre enriquecía a los puertos que vivían de la exportación y elevaba a los cielos el nivel de despilfarro de las oligarquías ansiosas por disfrutar de todo el lujo que el mundo ofrecía, pero arruinaba las incipientes manufacturas locales y frustraba la expansión del mercado interno. Las industrias domésticas, precarias y de muy bajo nivel técnico, habían surgido en el mundo colonial a pesar de las prohibiciones de la metrópoli y conocieron un auge, en vísperas de la independencia, como consecuencia del aflojamiento de los lazos opresores de España y de las dificultades de abastecimiento que la guerra europea provocó. En los primeros años del siglo XIX, los talleres estaban resucitando, después de los mortíferos efectos de la disposición que el rey había adoptado, en 1778, para autorizar el comercio libre entre los puertos de España y América. Un alud de mercaderías extranjeras había aplastado las manufacturas textiles y la producción colonial de alfarería y objetos de metal, y los artesanos no contaron con muchos años para reponerse del golpe: la independencia abrió del todo las puertas a la libre competencia de la industria ya desarrollada en Europa. Los vaivenes posteriores en las políticas aduaneras de los gobiernos de la independencia generarían sucesivas muertes y despertares de las manufacturas criollas, sin la posibilidad de un desarrollo sostenido en el tiempo.
LAS DIMENSIONES DEL INFANTICIDIO INDUSTRIAL
Cuando nacía el siglo XIX, Alexander von Humboldt calculó el valor de la producción manufacturera de México en unos siete u ocho millones de pesos, de los que la mayor parte correspondía a los obrajes textiles. Los talleres especializados elaboraban paños, telas de algodón y lienzos; más de doscientos telares ocupaban, en Querétaro, a mil quinientos obreros, y en Puebla trabajaban mil doscientos tejedores de algodón (5 Alexander von Humboldt, Ensayo sobre el reino de la Nueva España, México, 1944.). En Perú, los toscos productos de la colonia no alcanzaron nunca la perfección de los tejidos indígenas anteriores a la llegada de Pizarro, «pero su importancia económica fue, en cambio, muy grande» (6 Emilio Romero, Historia económica del Perú, Buenos Aires, 1949.). La industria reposaba sobre el trabajo forzado de los indios, encarcelados en los talleres desde antes que aclarara el día hasta muy entrada la noche. La independencia aniquiló el precario desarrollo alcanzado. En Ayacucho, Cacamorsa, Tarma, los obrajes eran de magnitud considerable. El pueblo entero de Pacaicasa, hoy muerto, «formaba un solo y vasto establecimiento de telares con más de mil obreros», dice Romero en su obra; Paucarcolla, que abastecía de frazadas de lana una región muy vasta, está desapareciendo «y actualmente no existe allí ni una sola fábrica» (7 Ibid.)’. En Chile, una de las más apartadas posesiones españolas, el aislamiento favoreció el desarrollo de una actividad industrial incipiente desde los albores mismos de la vida colonial. Había hilanderías, tejedurías, curtiembres; las jarcias chilenas proveían a todos los navíos del Mar del Sur; se fabricaban artículos de metal, desde alambiques y cañones hasta alhajas, vajilla fina y relojes; se construían embarcaciones y
vehículos (8 Hernán Ramírez Necochea, Antecedentes económicos de ia independencia de Cbile, Santiago de Chile,
1959.). También en Brasil los obrajes textiles y metalúrgicos, que venían ensayando, desde el siglo XVIII, sus modestos primeros pasos, fueron arrasados por las importaciones extranjeras. Ambas actividades manufactureras habían conseguido prosperar en medida considerable a pesar de los obstáculos impuestos por el pacto colonial con Lisboa, pero desde 1807, la monarquía portuguesa, establecida en Río de Janeiro, ya no era más que un juguete en manos británicas, y el poder de Londres tenía otra fuerza. «Hasta la apertura de los puertos, las deficiencias del comercio portugués habían obrado como barrera protectora de una pequeña industria local — dice Caio Prado Júnior-; pobre industria artesana, es verdad, pero asimismo suficiente para satísfacer una parte del consumo interno. Esta pequeña industria no podrá sobrevivir a la libre competencia extranjera, aún en los más insignificantes productos.» (9 Caio Prado Júnior,
Historia económica del Brasil, Buenos , Aires, 1960.)
Bolivia era el centro textil más importante del virreinato rioplatense. En Cochabamba había, al filo del siglo, ochenta mil personas dedicadas a la fabricación de lienzos de algodón, paños y manteles, según el testimonio del intendente Francisco de Viedma. En Oruro y La Paz también habían surgido obrajes que, junto con los de Cochabamba, brindaban mantas, ponchos y bayetas muy resistentes a la población, las tropas de línea del ejército y las guarniciones de frontera. Desde Mojos, Chiquitos y Guarayos provenían finísimas telas de lino y de algodón, sombreros de paja, vicuña o carnero y cigarros de hoja. «Todas estas industrias han desaparecido ante la competencia de artículos similares extranjeros… », comprobaba, sin mayor tristeza, un volumen dedicado a Bolivia en el primer centenario de su independencia (10 The University
Sociery, Bolivia en el primer centenario le su independencia, La Paz, 1925).
El litoral de Argentina era la región más atrasada y menos poblada del país, antes de que la independencia trasladara a Buenos Aires, en perjuicio de las provincias mediterráneas, el centro de gravedad de la vida económica y política. A principios del siglo XIX, apenas la décima parte de la población argentina residía en Buenos
Aires, Santa Fe o Entre Ríos (11 Luis C. Alen Lascano, Imperialismo y comercio libre, Buenos Aires, 1963.). Con ritmo lento y por medios rudimentarios se había desarrollado una industria nativa en las regiones del centro y el norte, mientras que en el litoral no existía, según decía en 1795 el procurador Larramendi, «ningún arte ni manufactura». En Tucumán y Santiago del Estero, que actualmente son pozos de subdesarrollo, florecían los talleres textiles, que fabricaban ponchos de tres clases distintas, y se producían en otros talleres excelentes carretas y cigarros y cigarrillos, cueros y suelas. De Catamarca nacían lienzos de todo tipo, paños finos, bayetillas de algodón negro para que usaran los clérigos; Córdoba fabricaba más de setenta mil ponchos, veinte mil frazadas y cuarenta mil varas de bayeta por año, zapatos y artículos de cuero, cinchas y vergas, tapetados y cordobanes. Las curtiembres y talabarterías más importantes estaban en Corrientes. Eran famosos los finos sillones de Salta. Mendoza producía entre dos y tres millones de litros de vino por año, en nada inferiores a los de Andalucía, y San Juan destilaba 350 mil litros anuales de arguardiente. Mendoza y San Juan formaban «la garganta del comercio» entre el Atlántico y el Pacífíco en
América del Sur ‘(12 Pedro Santos hlartirez, Ias industrias durante el virreinato (1776-18101, Buenos Aires, 1969.).
Los agentes comerciales de Manchester, Glasgow y Liverpool recorrieron Argentina y copiaron los modelos de los ponchos santiagueños y cordobeses y de los artículos de cuero de Corrientes, además de los estribos de palo dados vuelta «al uso del país». Los ponchos argentinos valían siete pesos; los de Yorkshire, tres. La industria textil más desarrollada del mundo triunfaba al galope sobre las tejedurías nativas, y otro tanto ocurría en la producción de botas, espuelas, rejas, frenos y hasta clavos. La miseria asoló las provincias interiores argentinas, que pronto alzaron lanzas contra la dictadura del puerto de Buenos Aíres. Los principales mercaderes (Escalada, Belgrano, Pueyrredón, Vieytes, Las lleras, Cerviño) habían tomado el poder arrebatado a España y el comercio les brindaba la posibilidad de comprar sedas y cuchillos ingleses, paños finos de Louviers, encajes de Flandes, sables suizos, ginebra holandesa, jamones de Westfalia y habanos de Hamburgo (13
Ricardo Levene, introducción a Documentos para la bistoria argentina, 1915, en Obras completas, Buenos Aires, 1962.). A cambio, la Argentina exportaba cueros, sebo, huesos, carne salada, y los ganaderos de la provincia de Buenos Aires extendían sus mercados gracias al comercio libre. El cónsul inglés en el Plata, Woodbine Parish, describía en 1837 a un recio gaucho de las pampas: «Tómense todas las piezas de su ropa, examínese todo lo que lo rodea y exceptuando lo que sea de cuero, ¿qué cosa habrá que no sea inglesa? Si su mujer tiene una pollera, hay diez posibilidades contra una que sea manufactura de Manchester. La caldera u olla en que cocina, la taza de loza ordinaria en la que come, su cuchillo, sus espuelas, el freno, el poncho que lo cubre, todos son efectos llevados de Inglaterra» (14 Woodbine Parish, Buenos
Aires y las Provincias d(-l Riu de la Plata. Buenos Aires, 1958.). Argentina recibía de Inglaterra hasta las piedras de las veredas.
Aproximadamente por la misma época, James Watson Webb, embajador de los Estados Unidos en Río de Janeiro, relataba: «En todas las haciendas del Brasil, los amos y sus esclavos se visten con manufacturas del trabajo libre, y nueve décimos de ellas son inglesas. Inglaterra suministra todo el capital necesario para las mejoras internas de Brasil y fabrica todos los utensilios de uso corriente, desde la azada para arriba, y casi todos los artículos de lujo o de uso práctico, desde el alfiler hasta el vestido más caro. La cerámica inglesa, los artículos ingleses de vidrio, hierro y madera son tan corrientes corno los paños de lana y los tejidos de algodón. Gran Bretaña suministra a Brasil sus barcos de vapor y de vela, le hace el empedrado y le arregla las calles, ilumina con gas las ciudades, le construye las vías férreas, le explora las minas, es su banquero, le levanta las lineas teìegráficas, le transporta el correo, le construye los muebles, motores, vagones…» (15 Paulo Schilling, Brasil para extranjeros, Montevideo, 1966.). La euforia de la libre importación enloquecía a los mercaderes de los puertos; en aquellos años, Brasil recibía también ataúdes, ya forrados y listos para el alojamiento de los difuntos, sillas de montar, candelabros de cristal, cacerolas y patines para hielo, de uso más bien improbable en las ardientes costas del trópico; también billeteras, aunque no existía en Brasil el papel moneda, y una cantidad inexplicable de instrumentos de matemáticas `(16 Alan K. Manchester, British Preeminente in Brazil: its Rise and Decline, Chapel Hill, Carolina del Norte, 1933.). El Tratado de Comercio y Navegación firmado en 1810 gravaba la importación de los productos ingleses con una tarifa menor que la que se aplicaba a los productos portugueses, y su texto había sido tan atropelladamente traducido del idioma inglés que la palabra policy, por ejemplo, pasó a significar, en portugués, policía en lugar de política (17 Cclso Furtado, Formación económica del Brasil, MéxicoBuenos Aires, 1959.). Los ingleses gozaban en Brasil de un derecho de justicia especial, que los sustraía a la jurisdicción de la justicia nacional: Brasil era «un miembro no oficial del imperio económico de Gran Bretaña» (’8 J. F Normano, Evolucão
económica do Brasil, São Paulo, 1934)..
A mediados de siglo, un viajero sueco llegó a Valparaíso y fue testigo del derroche y la ostentación que la libertad de comercio estimulaba en Chile: «La única forma de elevarse es someterse -escribió– a los dictámenes de las revistas de modas de París, a la levita negra y a todos los accesorios que corresponden… La señora se compra un elegante sombrero, que la hace sentirse consumadamente parisiense, mientras el marido se coloca un tieso y alto corbatón y se siente en el pináculo de la
cultura europea» `(19 Gustavo Beyhaut, Raíces contemporáneas de América Latina, Buenos Aires, 1964.) Tres o
cuatro casas inglesas se habían apoderado del mercado del cobre chileno, y manejaban los precios según los intereses de las fundiciones de Swansea, Liverpool y Cardiff. El Cónsul General de Inglaterra informaba a su gobierno, en 1838, acerca del «prodigioso incremento» de las ventas de cobre, que se exportaba «principalmente, si no por completo, en barcos británicos o por cuenta de británicos» (20 Hernán Ramírez Necochea, Historia
del imperialismo en Chile, Santiago de Chile, 1960.) . Los comerciantes ingleses monopolizaban el comercio en Santiago y Valparaíso, y Chile era el segundo mercado latinoamericano, en orden de importancia, para los productos británicos.
Los grandes puertos de América Latina, escalas de tránsito de las riquezas extraídas del suelo y del subsuelo con destino a los lejanos centros de poder, se consolidaban como instrumentos de conquista y dominación contra los países a los que pertenecían, y eran los vertederos por donde se dilapidaba la renta nacional. Los puertos y las capitales querían parecerse a París o a Londres, y a la retaguardia tenían el desierto.
PROTECCIONISMO Y LIBRECAMBIO EN AMÉRICA LATINA: EL BREVE VUELO DE LUCAS ALAMÁN
La expansión de los mercados latinoamericanos aceleraba la acumulación de capitales en los viveros de la industria británica. Hacía ya tiempo que el Atlán tico se había convertido en el eje del comercio mundial, y los ingleses habían sabido aprovechar la ubicación de su isla, llena de puertos, a medio camino del Báltico y del Mediterráneo y apuntando a las costas de América. Inglaterra organizaba un sistema universal y se convertía en la prodigiosa fábrica abastecedora del planeta:
del mundo entero provenían las materias primas y sobre el mundo entero se derramaban las mercancías elaboradas. El Imperio contaba con el puerto más grande y el más poderoso aparato financiero de su tiempo; tenía el más alto nivel de especialización comercial, disponía del monopolio mundial de los seguros y los fletes, y dominaba el mercado internacional del oro. Friederich List, padre de la unión aduanera alemana, había advertido que el libre comercio era el principal
producto de exportación de Gran Bretaña (21 Este economista alemán, nacido en 1789, propagó en los
Estados Unídos y en su propia patria la doctrina del proteccionismo aduanero y el fomento industrial. Se suicidó en 1846, pero
sus ideas se impusieron en ambos países.). Nada enfurecía a los ingleses tanto como el proteccionismo aduanero y a veces lo hacían saber en un lenguaje de sangre y fuego, como en la Guerra del Opio contra China. Pero la libre competencia en los mercados se convirtió en una verdad revelada para Inglaterra, sólo a partir del momento en que estuvo segura de que era la más fuerte, y después de haber desarrollado su propia industria textil al abrigo de la legislación proteccionista más severa de Europa. En los difíciles comienzos, cuando todavía la industria británica corría con desventaja, el ciudadano inglés al que se sorprendía exportando lana cruda, sin elaborar, era condenado a perder la mano derecha, y si reincidía, lo ahorcaban; estaba prohibido enterrar un cadáver sin que antes el párroco del lugar
certificara que el sudario provenía de una fábrica nacional’(22 Claudio Véliz, La mesa de tres patas, en Desarrollo económico, vol. 3, núms. 1 y 2, Santiago de Chile, septiembre de 1963.).
«Todos los fenómenos destructores suscitados por la libre concurrencia en el interior de un país -advirtió Marx- se reproducen en proporciones más gigantescas en el mercado mundial.» ‘(23 «Nada de extraño tiene que los librecambistas sean incapaces de comprender cómo un país puede enriquecerse a costa de otro, pues estos mismos señores tampoco
quieren comprender cónio en el interior de un país una clase puede enriquecerse a costa de otra.» Karl Marx, Discurso sobre el libre cambio, en Miseria de la filosofia, Moscú, s. f.). El ingreso de América Latina en la órbita británica, de la que sólo saldría para incorporarse a la órbita norteamericana, se dio en el marco de este cuadro general, y en él se consolidó la dependencia de los independientes países nuevos. La libre circulación de mercaderías y la libre circulación del dinero para los pagos y la transferencia de capitales tuvieron consecuencias dramáticas. En México, Vicente Guerrero llegó al poder, en 1829, «a hombros de la desesperación artesana, insuflada por el gran demagogo Lorenzo de Zavala, que arrojó sobre las tiendas repletas de mercancías inglesas del Parián a una turba
hambrienta y desesperada» (24 Luis Chávez Orozco, La industria de transformación mexicana (1821-1867), en Banco
Nacíonal de Comercio Exterior, Colección de documentos para la historia del comercio exterior de México, tomo VII, México, 1962.).
Poco duró Guerrero en el poder, y cayó en medio de la indiferencia de los trabajadores, porque no quiso o no pudo poner un dique a la importación de las mercancías europeas «por cuya abundancia –díce Chávez Orozco- gemían en el desempleo las masas artesanas de las ciudades que antes de la independencia, sobre todo en los períodos bélicos de Europa, vivían con cierta holgura». La industria mexicana había carecido de capitales, mano de obra suficiente y técnicas modernas; no había tenido una organización adecuada, ni vías de comunicación y medios de transporte para llegar a los mercados y a las fuentes de abastecimiento. «Lo único que probablemente le sobró –dice Alonso Aguilar- fueron interferencias, restricciones y trabas de todo orden.» ‘(25 Alonso
Aguilar Monteverde, Dialéctica de la economía mexicana, México, 1968.). Pese a ello, como observara
Humboldt, la industria había despertado en los momentos de estancamiento del comercio exterior, cuando se interrumpían o se dificultaban las comunicaciones marítimas, y había empezado a fabricar acero y a hacer uso del hierro y el mercurio. El liberalismo que la independencia trajo consigo agregaba perlas a la corona británica y paralizaba los obrajes textiles y metalúrgicos de México, Puebla y Guadalajara.
Lucas Alamán, un político conservador de gran capacidad, advirtió a tiempo que las ideas de Adam Smith contenían veneno para la economía nacional y propició, como ministro, la creación de un banco estatal, el Banco de Avío, con el fin de impulsar la industrialización. Un impuesto a los tejidos extranjeros de algodón proporcionaría al país los recursos para comprar en el exterior las maquinarias y los medios técnicos que México necesitaba para abastecerse con tejidos de algodón de fabricación propia. El país disponía de materia prima, contaba con energía hidráulica más barata que el carbón y pudo formar buenos operarios rápidamente. El Banco nació en 1830, y poco después llegaron, desde las mejores fábricas europeas, las maquinarias más modernas para hilar y tejer algodón; además, el Estado contrató expertos extranjeros en la técnica textil. En 1844, las grandes plantas de Puebla produjeron un millón cuatrocientos mil cortes de manta gruesa. La nueva capacidad industrial del país desbordaba la demanda interna; el mercado de consumo del «reino de la desigualdad», formado en su gran mayoría por indios hambrientos, no podía sostener la continuidad de aquel desarrollo fabril vertiginoso. Contra esta muralla chocaba el esfuerzo por romper la estructura heredada de la colonia. A tal punto se había modernizado, sin embargo, la industria, que las plantas textiles norteamericanas contaban en promedio con menos husos que las plantas mexicanas,
hacia 1840 ‘(26 Jan Bazant, Estudio sobre la productividad de la industria algodonera mexicana en 1843-1845 (Lucas Alamán y la Revolución industrial en México), en Banco Nacional de Comercio Exterior, op. cit.). Diez años después, la proporción se había invertido con creces. La inestabilidad política, las presiones de los comerciantes ingleses y franceses y sus poderosos socios internos, y las mezquinas dimensíones del mercado interno, de antemano estrangulado por la economía minera y latifundista, dieron por tierra con el experimento exitoso. Antes de 1850, ya se había suspendido el progreso de la industría textil mexicana. Los creadores del Banco de Avío habían ampliado su radio de acción y, cuando se extinguió, los créditos abarcaban también las tejedurías de lana, las fábricas de alfombras y la producción de hierro y de papel. Esteban de Antuñano sostenía, incluso, la necesidad de que México creara cuanto antes una industria nacional de maquinarias, «para contrarrestar el egoísmo europeo». El mayor mérito del ciclo industrializador de Alamán y Antuñano reside en que ambos restablecieron la identidad «entre la independencia política y la independencia económica, y en el hecho de preconizar, como único camino de defensa, en contra de los pueblos
poderosos y agresivos, un enérgico impulso a la economía industrial» (27 Luis Chávez Orozco, op. cit.). El propio Alamán se hizo industrial, creó la mayor fábrica textil mexicana de aquel tiempo (se llamaba Cocolapan; todavía existe) y organizó a los industriales como grupo de presión ante los sucesivos gobiernos librecambistas ‘(28 En
el tomo III de la citada colección de documentos del Banco Nacional de Comercio Exterior se transcriben varios alegatos proteccionistas publicados en EL Siglo XIX a fines de 1850: «Pasada ya la conquista de la civilizacién española con sus tres siglos de dominación militar, entró México ern una nueva era, que también puede llamarse de conquista, pero científica y mercantil… Su potencia son los buques mercantes; su predicación es la absoluta libertad económica; su norma poderosísima con los pueblus menos adelantados es la ley de la reciprocidad… “Llevad a Europa –se nos dijo- cuantas manufacturas podáis (excepto, sin embargo, las que nosotros prohibimos), y en recompensa permitid que traigamos cuantas manufacturas podamos, aunque sea arruinando vuestras artes”.. Adoptemos las doctrinas que ellos [nuestros señores del otro lado del océano y del río Bravo] dan y no toman y nuestro erario crecerá un poco, si se quiere…, pero no será fomentando el trabajo del pueblo mexicano, sino el de los pueblos inglés y francés, suizo y de Norteamérica..). Pero Alamán, conservador y católico, no llegó a plantear la cuestión agraria, porque él mismo se sentía ideológicamente ligado al viejo orden, y no advirtió que el desarrollo industrial estaba de antemano condenado a quedar en el aire, sin bases de sustentación, en aquel país de latifundios infinitos y miseria generalizada
LAS LANZAS MONTONERAS Y EL ODIO QUE SOBREVIVIÓ A JUAN MANUEL DE ROSAS
Proteccionismo contra librecambio, el país contra el puerto: ésta fue la pugna que ardió en el trasfondo de las guerras civiles argentinas durante el siglo pasado. Buenos Aires, que en el siglo XIII no había sido más que una gran aldea de cuatrocientas casas, se apoderó de la nación entera a partir de la revolución de mayo y la independencia. Era el puerto único, y por sus horcas caudinas debían pasar todos los productos que entraban y salían del país. Las deformaciones que la hegemonía porteña impuso a la nación se advierten claramente en nuestros días: la capital abarca, con sus suburbios, más de la tercera parte de la población argentina total, y ejerce sobre las provincias diversas formas de proxenetismo. En aquella época, detentaba el monopolio de la renta aduanera, de los bancos y de la emisión de moneda, y prosperaba vertiginosamente a costa de las provincias interiores. La casi totalidad de los ingresos de Buenos Aires provenía de la aduana nacional, que el puerto usurpaba en provecho propio, y más de la mitad se destinaba a los gastos de guerra contra las provincias, que de este modo pagaban para ser aniquiladas (29 Miron
Burgin, Aspectos económicos del federalismo argentino, Buenos Aires, 1960.).
Desde la Sala de Comercio de Buenos Aires, fundada en 1810, los ingleses tendían sus telescopios para vigilar el tránsito de los buques, y abastecían a los porteños con paños finos, flores artificiales, encajes, paraguas, botones y chocolates, mientras la inundación de los ponchos y los estribos de fabricación inglesa hacía sus estragos país adentro. Para medir la importancia que el mercado mundial atribuía por entonces a los cueros rioplatenses, es preciso trasladarse a una época en la que los plásticos y los revestimientos sintéticos no existían ni siquiera como sospecha en la cabeza de los químicos. Níngún escenario más propicio que la fértil llanura del litoral para la producción ganadera en gran escala. En 1816, se descubrió un nuevo sistema que permitía conservar indefinidamente los cueros por medio de un tratamiento de arsénico; prosperaban y se multiplicaban, además, los saladeros de carne. Brasil, las Antillas y Africa abrían sus mercados a la importación de tasajo, y a medida que la carne salada, cortada en lonjas secas, iba ganando consumidores extranjeros, los consumidores argentinos notaban el cambio. Se crearan impuestos al consumo interno de carne, a la par que se desgravaban las exportaciones; en pocos años, el precio de los novillos se multiplicó por tres y las estancias valorizaron sus suelos. Los gauchos estaban acostumbrados a cazar libremente novillos a cielo abierto, en la pampa sin alambrados, para comer el lomo y tirar el resto, con la sola obligación de entregar el cuero al dueño del campo. Las cosas cambiaron. La reorganización de la producción implicaba el sometimiento del gaucho nómada a una nueva dependencia servil: un decreto de 1815 estableció que todo hombre de campo que no tuviera propiedades sería reputado sirviente, con la obligación de llevar papeleta visada por su patrón cada tres meses. O era sirviente, o era vago, y a los vagos se los enganchaba,
por la fuerza, en los batallones de frontera (30 Juan Alvarez, Las guerras civiles argentinas, Buenos Aires, 1912). El criollo bravío, que había servido de carne de cañón en los ejércitos patriotas, quedaba convertido en paria, en peón miserable o en milico de fortín. O se rebelaba, lanza en mano, alzándose en el remolino de las montoneras . Este gaucho arisco, desposeído de todo salvo la gloria y el coraje, nutrió las cargas de caballería que una y otra vez desafiaron a los ejércitos de línea, bien armados, de Buenos Aires.
(31 La montonera «nace en escampado como los remolinos. Arremete, brama y troza como los remolinos, y se detiene, repentina, y muere como ellos» (Dardo de la Vega Díaz, La Rioja beroica, Mendoza, 1955).
José Hernández, que fue soldado de la causa federal, cantó en el Martín Fierro, el más popular de los libros argentinos, las desdichas del gaucho desterrado de su querencia y perseguido por la autoridad:
Vive el águila en su nido, el tigre vive en ia seiva, el zorro en la cueva agena, y ea su destino incostante, sólo el gaucho vive errante donde la suerte lo lleva.
Porque:
Para él son los calabozos, para él les duras prisiones, en su boca no hay razones aunque la razón le sobre, que son campanas de palo las razones de los pobres
Jorge Abelardo Ramos observa (Revolución y contrarrevolución en la Argentina, Buenos Aires, 1965) que los dos apellidos verdaderos que aparecen en el Martín Fierro son los de Anchorena y Gaínza, nombres representativos de la oligarquía que exterminó al criollaje en armas, y en nuestros días ambos se han fundido en la familia propietaria del diario La Prensa. Ricardo Güiraldes mostro en Don Segundo Sombra (Buenos Aires, 1939) la contratara del Martín Fierro: el gaucho domesticado, atado al jornal, adulón del amo, de buen uso para el folklore nostalgioso o la lástima.
La aparición de la estancia capitalista, en la pampa húmeda del litoral, ponía a todo el país al servicio de las ex portaciones de cuero y carne y marchaba de la mano con la dictadura del puerto librecambista de Buenos Aires. El uruguayo José Artigas había sido, hasta la derrota y el exilio, el más lúcido de los caudillos que encabezaron el combate de las masas criollas contra los comerciantes y los terratenientes atados al mercado mundial, pero muchos años después todavía Felipe Varela fue capaz de desatar una gran rebelión en el norte argentino porque, como decía su proclama, «ser provinciano es ser mendigo sin patria, sin libertad, sin derechos». Su sublevación encontró eco resonante en todo el interior mediterráneo.
Fue el último montonero; murió, tuberculoso y en la miseria, en 1870 (32 Rodolfo Ortega
Peña y Eduardo Luis Duhalde, Felipe Varela contra el Imperio Británico, Buenos Aíres, 1966. En 1870, también caía bañado en sangre por la invasión extranjera Paraguay, único Estado latinoamericano que no había entrado en la prisión imperialista.). El defensor de la «Unión Americana», proyecto de resurrección de la Patria Grande despedazada, es todavía un bandolero, como lo era Artigas hasta no hace mucho, para la historia argentina que se enseña en las escuelas.
Felipe Varela había nacido en un pueblito perdido entre lassierras de Catamarca y había sido un dolorido testigo de la pobreza de su provincia arruinada por el puerto soberbio y lejano. A fines de 1824, cuando Varela tenía tres años de edad, Catamarca no pudo pagar los gastos de los delegados que envió al Congreso Constituyente que se reunió en Buenos Aires, y en la misma situación estaban Misiones, Santiago del Estero y otras provincias. El diputado catamarqueño Manuel Antonio Acevedo denunciaba «el cambio ominoso» que la competencia de los productos extranjeros había provocado: «Catamarca ha mirado hace algún tiempo, y mira hoy, sin poderlo remediar, a su agricultura, con productos inferiores a sus expensas; a su industria, sin un consumo capaz de alentar a los que la fomentan y ejercen, y a su comercio casi en el último abandono» (33 Miron Burgin, op. cit.). El representante de la provincia de Corrientes, brigadier general Pedro Ferré, resumía así, en 1830, las consecuencias posibles del proteccionismo que él propugnaba: «Sí, sin duda un corto número de hombres de fortuna padecerán, porque se privarán de tomar en su mesa vinos y licores exquisitos… Las clases menos acomodadas no hallarán mucha diferencia entre los vinos y licores que actualmente beben, sino en el precio, y disminuirán el consumo, lo que no creo sea muy perjudicial. No se pondran nuestros paisanos ponchos ingleses; no llevarán bolas y lazos hechos en Inglaterra; no vestiremos ropa hecha en extranjería, y demás renglones que podemos proporcionar; pero, en cambio, empezará a ser menos desgraciada la condición de pueblos enteros de argentinos, y no nos perseguirá la idea de la espantosa miseria a que hoy
son condenados.» (34 Juan AlVarez; op. cit.)
Dando un paso importante hacia la reconstrucción de la unidad nacional desgarrada por la guerra, el gobierno de Juan Manuel de Rosas dictó en 1835 una ley de aduanas de signo acentuadamente proteccionista. La ley prohibía la importación de manufacturas de hierro y hojalata, aperos de caballo, ponchos, ceñidores, fajas de lana o algodón, jergones, productos de granja, ruedas de carruajes, velas de sebo y peines, y gravaba con fuertes derechos la introducción de coches, zapatos, cordones, ropas, monturas, frutas secas y bebidas alcohólicas. No se cobraba impuesto a la carne transportada en barcos de bandera argentina, y se impulsaba la talabartería nacional y el cultivo del tabaco. Los efectos se hicieron notar sin demora. Hasta la batalla de Caseros, que derribó a Rosas en 1852, navegaban por los ríos las goletas y los barcos construidos en los astilleros de Corrientes y Santa Fe, había en Buenos Aires más de cien fábricas prósperas y todos los viajeros coincidían en señalar la excelencia de los tejidos y zapatos elaborados en Córdoba y Tucumán, los cigarrillos y las artesanías de Salta, los vinos y aguardientes de Mendoza y San Juan. La ebanistería tucumana exportada a Chile, Bolivia y Perú (35 Jorge Abelardo Ramos, op. cit). Diez años después de la aprobación de la ley, los buques de guerra de Inglaterra y Francia rompieron a cañonazos las cadenas extendidas a través del Paraná, para abrir la navegación de los ríos interiores argentinos que Rosas mantenía cerrados a cal y canto. A la invasión sucedió el bloqueo. Diez memoriales de los centros industriales de Yorkshire, Liverpool, Manchester, Leedse Halifax y Bradford, suscritos por mil quinientos banqueros, comerciantes e industriales, habían urgido al gobierno inglés a tomar medidas contra las restricciones impuestas al comercio en el Plata. El bloqueo puso de manifiesto, pese a los progresos alumbrados por la ley de aduanas, las limitaciones de la industria nacional, que no estaba capacitada para satisfacer la demanda interna. En realidad, desde 1841 el proteccionismo venía languideciendo, en lugar de acentuarse; Rosas expresaba como nadie los intereses de los estancieros saladeristas de la provincia de Buenos Aires, y no existía, ni nació, una burguesía industrial capaz de impulsar el desarrollo de un capitalismo nacional auténtico y pujante: la gran estancia ocupaba el centro de la vida económica del país, y ninguna política industrial podía emprenderse con independencia y vigor sin abatir la omnipotencia del latifundio exportador. Rosas permaneció siempre, en el fondo,
fiel a su clase. «El hombre más de a caballo de toda la provincia» (36 José Luis Busaniche, Rosas visto por sus contemporáneos, Buenos Aires, 1955.), guitarrero y bailarín, gran domador, que se orientaba en las noches de tormenta y sin estrellas masticando unas hebras de pasto para identificar el rumbo, era un gran estanciero productor de carne seca y cueros, y los terratenientes lo habían convertido en su jefe. La leyenda negra que luego se urdió para difamarlo no puede ocultar el carácter nacional y popular de muchas de sus medidas de gobierno, pero la contradicción de clases explica la ausencia de una política industrial dinámica y sostenida, más allá de la cirugía aduanera en el
gobierno del caudillo de los ganaderos(37 José Rivera Indarte realizó, en sus célebres Tablas de sangre, un inventario de los crímenes de Rosas, para estremecer la sensibilidad europea. Según el Atlas de Londres, la casa bancaria inglesa de Samuel Lafone pagó al escritor un penique por muerto. Rosas había prohibido la exportación de oro y plata, duro golpe al Imperio, y había disuelto el Banco Nacional, que era un instrumento del comercio británico. John F. Cady, La - intervención extranjera en el Río de la Plata, Buenos Aires, 1943.). Esa ausencia no puede atribuirse a la
inestabilidad y las penurias implícitas en las guerras nacionales y el bloqueo extranjero, porque al fin y al cabo había sido en medio del torbellino de una revolución acosada como José Artigas había articulado, veinte años antes, sus normas industrialistas e integradoras con una reforma agraria en profundidad.
Vivian Trías ha comparado, en un libro fecundo (38 Vívian Trías, Juan Manuel de Rosas. Montevideo, 1970.), el proteccionismo de Rosas con el ciclo de medidas que Artigas irradió desde la Banda oriental, entre 1813 y 1815, para conquistar la verdadera independencia del área del virreinato rioplatense. Rosas no prohibió a los mercaderes extranjeros ejercer el comercio en el mercado interno, ni devolvió al país las rentas de la aduana que Buenos Aires continuó usurpando, ni terminó con la dictadura del puerto único. En cambio, la nacionalización del comercio interior y la quiebra del monopolio portuario y aduanero de Buenos Aires habían sido capítulos fundamentales, como la cuestión agraria, de la política artiguista. Artigas había querido la libre navegación de los ríos interiores, pero Rosas nunca abrió a las provincias esta llave de acceso al comercio de ultramar. Rosas también permaneció fíel, en el fondo, a su provincia privilegiada. Pese a todas estas limitaciones, el nacionalismo y el populismo del «gaucho de ojos azules» continúan generando odio en las clases dominantes argentinas. Rosas sigue siendo «reo de lesa patria», de acuerdo con una ley de 1857 todavía vigente, y el país se niega todavía a abrir una sepultura nacional para sus huesos enterrados en Europa. Su imagen oficial es la imagen de un asesino.
Superada la herejía de Rosas, la oligarquía se reencontró con su destino. En 1858, el presidente de la comisión directiva de la exposición rural declaraba inaugurada la muestra con estas palabras: «Nosotros, en la infancia aún, contentémonos con la humilde idea de enviar a aquellos bazares europeos nuestros productos y materias primas, para que nos los devuelvan transformados por medio de los poderosos agentes de que disponen. Materias primas es lo que Europa pide, para cambiarlas
en ricos artefactos.» (39 Discurso de Gervasio A. de Posadas. Citado por Dardo Cúneo, Comportamiento y crisis de la clase empresaria, Buenos Aires, 1967. En 1876, el ministro de Hacienda dijo en el Congreso: «…No debemos poner un derecho exagerado que haga imposible la introducción del calzado, de una manera que mientras cuatro remendones aquí florecen, mil fabrican tes de calzado extranjero no pueden vender un solo par de zapatos».)
El ilustre Domingo Faustino Sarmiento y otros escritores liberales vieron en la montonera campesina no más que el símbolo de la barbarie, el atraso y la ignorancia, el anacronismo de las campañas pastoriles frente a la civilización que la ciudad encarnaba, el poncho y el chiripá contra la levita; la lanza y el cuchillo contra la tropa de línea; el analfabetismo contra la escuela (40 Armando Raúl Bazán, Las bases
sociales de la montonera, en Revista de historia americana y argentina, núms. 7 y 8, Mendoza, 1962-63.). En 1861,
Sarmiento escribía a Mitre: «No trate de economizar sangre de gauchos, es lo único que tienen de humano. Este es un abono que es preciso hacer útil al País.» Tanto desprecio y tanto odio revelaban una negación de la propia patria, que tenía, claro está, también una expresión de política económica: «No somos ni industriales ni navegantes -afirmaba Sarmiento-, y la Europa nos proveerá por largos siglos de sus artefactos en cambio de nuestras materias primas.» (41 Domingo Faustino Sarmiento, Facundo, Buenos Aires 1952.)
El presidente Bartolomé Mitre llevó adelante, a partir de 1862, una guerra de exterminio contra las provincias y sus últimos caudillos. Sarmiento fue designado director de la guerra y las tropas marcharon al norte a matar gauchos, «animales bípedos de tan perversa condición». En La Rioja, el Chacho Peñaloza, general de los llanos, que extendía su influencia sobre Mendoza y San Juan, era uno de los últimos reductos de la rebelión contra el puerto, y Buenos Aires consideró que había llegado el momento de terminar con él. Le cortaron la cabeza y la clavaron, en exhibición, en el centro de la Plaza de Olta. El ferrocarril y los caminos culminaron la ruina de La Rioja, que había comenzado con la revolución de 1810: el librecambio había provocado la crisis de sus artesanías y había acentuado la crónica pobreza de la región. En el siglo xx, los campesinos riojanos huyen de sus aldeas en las montañas o en los llanos, y bajan hacia Buenos Aires a ofrecer sus brazos: sólo llegan, como los campesinos humildes de otras provincias, hasta las puertas de la ciudad. En los suburbios encuentran sitio junto a otros setecientos mil habitantes de las villas miserias y se las arreglan, mal que bien, con las migas que les arroja el banquete de la gran capital. ¿Nota usted cambios en los que se han ido y vuelven de visita?, preguntaron los sociólogos a los ciento cincuenta sobrevivientes de una aldea riojana, hace pocos años. Con envidia advertían, los que se habían quedado, que Buenos Aires había mejorado el traje, los modales y la manera de hablar de las emigrados. Algunos los encontraban, incluso, «más blancos» (42 Mario
Margulis, Migración y marginalidad en la sociedad argentina, Buenos Aires, 1968).
LA GUERRA DE LA TRIPLE ALIANZA CONTRA EL PARAGUAY ANIQUILÓ LA ÚNICA EXPERIENCIA EXITOSA DE DESARROLLO INDEPENDIENTE
El hombre viajaba a mi lado, silencioso. Su perfil, nariz afilada, altos pómulos, se recortaba contra la fuerte luz del mediodía. Ibamos rumbo a Asunción, desde la frontera del sur, en un ómnibus para veinte personas que contenía, no sé cómo, cincuenta. Al cabo de unos horas, hicimos un alto. Nos sentamos en un patio abierto, a la sombra de un árbol de hojas carnosas. A nuestros ojos, se abría el brillo enceguecedor de la vasta, despoblada, intacta tierra roja: de horizonte a horizonte, nada perturba la transparencia del aire en Paraguay. Fumamos. Mi compañero, campesino de habla guaraní, enhebró algunas palabras tristes en castellano. «Los paraguayos somos pobres y pocos», me dijo. Me explicó que había bajado a Encarnación a buscar trabajo pero no había encontrado. Apenas si había podido reunir unos pesos para el pasaje de vuelta. Años atrás, de muchacho, había tentado fortuna en Buenos Aires y en el sur de Brasil. Ahora venía la cosecha del algodón y muchos braceros paraguayos marchaban, como todos los años, rumbo a tierras argentinas. «Pero yo ya tengo sesenta y tres años. Mi corazón ya no soporta las demasiadas gentes.»
Suman medio millón los paraguayos que han abandonado la patria, definitivamente, en los últimos veinte años. La miseria empuja al éxodo a los habitantes del país que era, hasta hace un siglo, el más avamzado de América del Sur. Paraguay tiene ahora una población que apenas duplica a la que por entonces tenía y es, con Bolivia, uno de los dos países sudamericanos más pobres y atrasados. Los paraguayos sufren la herencia de una guerra de exterminio que se incorporó a la historia de América Latina como su capítulo más infame. Se llamó la Guerra de la Triple Alianza. Brasil, Argentina y Uruguay tuvieron a su cargo el genocidio. No dejaron piedra sobre piedra ni habitantes varones entre los escombros. Aunque Inglaterra no participó directamente en la horrorosa hazaña, fueron sus mercaderes, sus banqueros y sus industriales quienes resultaron beneficiados con el crimen de Paraguay. La invasión fue financiada, de principio a fin, por el Banco de
Londres, la casa Baring Brothers y la banca Rothschild, en empréstitos con, intereses leoninos
que hipotecaron la suerte de los países vencedores “.(43 Para escribir este capítulo, el autor consultó las siguientes obras: Tuan Bautista Alberdi, Historia de la guerra del Paraguay (Buenos Aires, 1962); Pelham Horton Box, Los orígenes de la Guerra de la Triple Alianza (Buenos AiresAsunción, 1958); Efraím Cardozo, El imperio del Brasil y el Rio de la Plata (Buenos Aires, 1961); Julio César Chaves, El presidente López (Buenos Aires, 1955); Carlos Pereyra, Francisco Solano López y la guerra del Paraguay (Buenos Aires,
1945); Juan F. Pérez Acosta, Carlos Antonio López, obrero máximo. Labor administrativa y constructiva (Asunción, 1948); José María Rosa, la guerra del Paraguay y las montoneras argentinas (Buenos Aires, 1965); Bartolomé Mitre y Juan Carlos Gómez, Cartas polémicas sobre la guerra del Paraguay, con prólogo de J. Natalicio González (Buenos Aires, 1940). Tambíén un trabajo inédito de Vivian Trías sobre el tema.)
Hasta su destrucción, Paraguay se erguía como una excepción en América Latina: la única nación que el capital extranjero no había deformado. El largo gobierno de mano de hierro del dictador Gaspar Rodríguez de Francia (1814-1840) había incubado, en la matriz del aislamiento, un desarrollo económico autónomo y sostenido. El Estado, omnipotente, paternalista, ocupaba el lugar de una burguesía nacional que no existía, en la tarea de organizar la nación y orientar sus recursos y su destino. Francia se había apoyado en las masas campesinas para aplastar la oligarquía paraguaya y había, conquistado la paz interior tendiendo un estricto cordón sanitario frente a los restantes países del antiguo virreinato del río de la Plata. Las expropiaciones, los destierros, las prisiones, las persecuciones y las multas no habían servido de instrumentos para la consolidación del dominio interno de los terratenientes y los comerciantes sino que, por el contrario, habían sido utilizados para su destrucción. No existían, ni nacerían más tarde, las libertades políticas y el derecho de oposición, pero en aquella etapa histórica sólo los nostálgicos de los privilegios perdidos sufrían la falta de democracia. No había grandes fortunas privadas cuando Francia murió, y Paraguay era el único país de América Latina que no tenía mendigos, hambrientos ni ladrones (44 Francia integra, como uno
de los ejemplares más horrorosos, el bestiario de la historia oficial. Las deformaciones ópticas impuestas por el liberalismo no son un privilegio de las clases dominantes en América Latina; muchos intelectuales de izquierda, que suelen asomarse con lentes ajenos a la historia de nuestros países, también comparten ciertos mitos de la derecha, sus canonizaciones y sus excomuniones. El Canto general, de Pablo Neruda (Buenos Aires, 1955), espléndido homenaje poético a los pueblos latinoamericanos, exhibe claramente esta desubicación. Neruda ignora a Artigas y a Carlos Antonio y Francisco Solano López; en cambio, se identifica con Sarmiento. A Francia lo califica de «rey leproso, rodeado/por la extensión de los yerbales», que «cerró el Paraguay como un nido/de su majestad» y «amarró/ tortura y barro a las fronteras». Con Rosas no es más amable: clama contra los «puñales, carcajadas de mazorca/sobre el martirio» de una «Argentina robada a culatazos/en el vapor del alba, castigada/hasta sangrar y enloquecer, vacía,/ cabalgada por
agrios capataces»).; los viajeros de la época encontraban allí un oasis de tranquilidad en medio de las demás comarcas convulsionadas por las guerras continuas. El agente norteamericano Hopkins informaba en 1845 a su gobierno que en Paraguay «no hay niño que no sepa leer y escribir…» Era también el único país que no vivía con la mirada clavada al otro lado del mar. El comercio exterior no constituía el eje de la vida nacional; la doctrina liberal, expresión ideológica de la articulación mundial de los mercados, carecía de respuestas para los desafíos que Paraguay, obligado a crecer hacia dentro por su aislamiento mediterráneo, se estaba planteando desde principios de siglo. El exterminio de la oligarquía hizo posible la concentración de los resortes económicos fundamentales en manos del Estado, para llevar adelante esta política autárquica de desarrollo dentro de fronteras.
Los posteriores gobiernos de Carlos Antonio López y su hijo Francisco Solano continuaron y vitalizaron la tarea. La economía estaba en pleno crecimiento. Cuando los invasores aparecieron en el horizonte, en 1865, Paraguay contaba con una línea de telégrafos, un ferrocarril y una buena cantidad de fábricas de materiales de construcción, tejidos, lienzos, ponchos, papel y tinta, loza y pólvora. Doscientos técnicos extranjeros, muy bien pagados por el Estado, prestaban su colaboración decisiva. Desde 1850, la fundición de Ibycui fabricaba cañones, morteros y balas de todos los calibres; en el arsenal de Asunción se producían cañones de bronce, obuses y balas. La siderurgia nacional, como todas las demás actividades económicas esenciales, estaba en manos del Estado. El país contaba con una flota mercante nacional, y habían sido construidos en el astillero de Asunción varios de los buques que ostentaban el pabellón paraguayo a lo largo del Paraná o a través del Atlántico y el Mediterráneo. El Estado virtualmente monopolizaba el comercio exterior: la yerba y el tabaco abastecían el consumo del sur del continente; las maderas valiosas se exportaban a Europa. La balanza comercial arrojaba un fuerte superávit. Paraguay tenía una moneda fuerte y estable, y disponía de suficiente riqueza para realizar enormes inversiones públicas sin recurrir al capital extranjero. El país no debía ni un centavo al exterior, pese a lo cual estaba en condiciones de mantener el mejor ejército de América del Sur, contratar técnicos ingleses que se ponían al servicio del país en lugar de poner al país a su servicio, y enviar a Europa a unos cuantos jóvenes universitarios paraguayos para perfeccionar sus estudios. El excedente económico generado por la producción agrícola no se derrochaba en el lujo estéril de una oligarquía inexistente, ni iba a parar a los bolsillos de los intermediarios, ni a las manos brujas de los prestamistas, ni al rubro ganancias que el Imperio británico nutría con los servicios de fletes y seguros. La esponja imperialista no absorbía la riqueza que el país producía. El 98 por ciento del territorio paraguayo era de propiedad pública: el Estado cedía a los campesinos la explotación de las parcelas a cambio de la obligación de poblarlas y cultivarlas en forma permanente y sin el derecho de venderlas. Había, además, sesenta y cuatro estancias de la patria, haciendas que el Estado administraba directamente. Las obras de riego, represas y canales, y los nuevos puentes y caminos contribuían en grado importante a la elevación de la productividad agrícola. Se rescató la tradición indígena de las dos cosechas anuales, que había sido abandonada por los conquistadores. El aliento vivo de las tradiciones jesuitas
facilitaba, sin duda, todo este proceso creador (45 Los fanáticos monjes de la Compañía de Jesús,
El Estado paraguayo practicaba un celoso proteccionismo, muy reforzado en 1864, sobre la industria nacional y el mercado interno; los ríos interiores no estaban abiertos a las naves británicas que bombardeaban con manufacturas de Manchester y de Liverpool a todo el resto de América Latina. El comercio inglés no disimulaba su inquietud, no sólo porque resultaba invulnerable aquel último foco de resistencia nacional en el corazón del continente, sino también, y sobre todo, por la fuerza de ejemplo que la experiencia paraguaya irradiaba peligrosamente hacia los vecinos. El país más progresista de América Latina construía su futuro sin inversiones extranjeras, sin empréstitos de la banca inglesa y sin las bendiciones del comercio libre.
Pero a medida que Paraguay iba avanzando en este proceso, se hacía más aguda su necesidad de romper la reclusión. El desarrollo industrial requería contactos más intensos y directos con el mercado internacional y las fuentes de la técnica avanzada. Paraguay estaba objetivamente bloqueado entre Argentina y Brasil, y ambos países podían negar el oxígeno a sus pulmones cerrándole, como lo hicieron Rivadavia y Rosas, las bocas de los ríos, o fijando impuestos arbitrarios al tránsito de sus mercancías. Para sus vecinos, por otra parte, era una imprescindible condición, a los fines de la consolidación del estado olígárquico, terminar con el escándalo de aquel país que se bastaba a sí mismo y no quería arrodillarse ante los mercaderes británicos.
El ministro inglés en Buenos Aires, Edward Thornton; participó considerablemente en los preparativos de la guerra. En vísperas del estallido, tomaba parte, como asesor del gobierno, en las reuniones del gabinete argentino, sentándose al lado del presidente Bartolomé Mitre. Ante su atenta mirada se urdió la trama de provocaciones y de engaños que culminó con el acuerdo argentinobrasileño y selló la suerte de Paraguay. Venancio Flores invadió Uruguay, en ancas de la intervención de los dos grandes vecinos, y estableció en Montevideo, después de la matanza de Paysandú, su gobierno adicto a Río de Janeiro y Buenos Aires. La Triple Alianza estaba en funcionamiento. El presidente paraguayo Solano López había amenazado con la guerra si asaltaban Uruguay: sabía que así se estaba cerrando la tenaza de hierro en torno a la garganta de su país acorralado por la geografía y los enemigos. El historiador liberal Efraím Cardozo no tiene inconveniente en sostener, sin embargo, que López se plantó frente a Brasil simplemente porque estaba ofendido: el emperador le había negado la mano de una de sus hijas. La guerra había nacido. Pero era obra de Mercurio, no de Cupido. La prensa de Buenos Aires llamaba «Atila de América» al presidente paraguayo López: «Hay que matarlo como a un reptil», clamaban los editoriales. En septiembre de 1864, Thornton envió a Londres un extenso informe confidencial, fechado en Asunción. Describía a Paraguay como Dante al infierno, pero ponía el acento donde correspondía: «Los derechos de importación sobre casi todos los artículos son del 20 o 25 por ciento ad valorem; pero como este valor se calcula sobre el precio corriente de los artículos, el derecho que se paga alcanza frecuentemente del 40 al 45 por ciento del precio de factura. Los derechos de exportación son del 10 al 20 por ciento sobre el valor…» En abril de 1865, el Standard, diario inglés de Buenos Aires, celebraba ya la declaración de guerra de Argentina contra Paraguay, cuyo presidente «ha infringido todos los usos de las naciones civilizadas», y anunciaba que la espada del presidente argentino Mitre «llevará en su victoriosa carrera, además del peso de glorias pasadas, el impulso irresistible de la opinión pública en una causa justa». El tratado con Brasil y
Uruguay se firmó el 10 de mayo de 1865; sus términos draconianos fueron dados a la publicidad un año más tarde, en el diario británico The Times, que lo obtuvo de los banqueros acreedores de Argentina y Brasil. Los futuros vencedores se repartían anticipadamente, en el tratado, los despojos del vencido. Argentina se aseguraba todo el territorio de Misiones y el inmenso Chaco; Brasil devoraba una extensión inmensa hacia el oeste de sus fronteras. A Uruguay, gobernado por un títere de ambas potencias, no le tocaba nada. Mitre anunció que tomaría Asunción.en tres meses. Pero la guerra duró cinco años. Fue una carnicería, ejecutada todo a lo largo de los fortines que defendían, tramo a tramo, el río Paraguay. El «oprobioso tirano» Francisco Solano López encarnó heroicamente la voluntad nacional de sobrevivir; el pueblo paraguayo, que no sufría la guerra desde hacía medio siglo, se inmoló a su lado. Hombres, mujeres, niños y viejos: todos se batieron como leones. Los prisioneros heridos se arrancaban las vendas para que no los obligaran a pelear contra sus hermanos. En 1870, López, a la cabeza de un ejército de espectros, ancianos y niños que se ponían barbas postizas para impresionar desde lejos, se internó en la selva. Las tropas invasoras asaltaron los escombros de Asunción con el cuchillo entre los dientes. Cuando finalmente el presidente paraguayo fue asesinado a bala y a lanza en la espesura del cerro Corá, alcanzó a decir: «¡Muero con mi patria! », y era verdad. Paraguay moría con él. Antes, López había hecho fusilar a su hermano y a un obispo, que con él marchaban en aquella caravana de la muerte. Los invasores venían para redimir al pueblo paraguayo: lo exterminaron. Paraguay tenía, al comienzo de la guerra, poco menos población que Argentina.
Sólo doscientos cincuenta mil paraguayos, menos de la sexta parte, sobrevivían en 1870. Era el triunfo de la civilización. Los vencedores, arruinados por el altísimo costo del crimen, quedaban en manos de los banqueros ingleses que habían financiado la aventura. El imperio esclavista de Pedro II, cuyas tropas se nutrían de esclavos y presos, ganó, no obstante, territorios, más de sesenta mil kilómetros cuadrados, y también mano de obra, porque muchos prisioneros paraguayos marcharon a trabajar en los cafetales paulistas con la marca de hierro de la esclavitud. La Argentina del presidente Mitre, que había aplastado a sus propios caudillos federales, se quedó con noventa y cuatro mil kilómetros cuadrados de tierra paraguaya y otros frutos del botín, según el propio Mitre había anunciado cuando escribió: «Los prisioneros y demás artículos de guerra nos los dividiremos en la forma convenida». Uruguay, donde ya los herederos de Artigas habían sido muertos o derrotados y la oligarquía mandaba, participó de la guerra como socio menor y sin recompensas. Algunos de los soldados uruguayos enviados a la campaña del Paraguay habían subido a los buques con las manos atadas. Los tres países sufrieron una bancarrota financiera que agudizó su dependencia frente a Inglaterra. La matanza de Paraguay los signó para siempre (46 Solano López arde todavia en
la memoria. Cuando el Museo Histórico Nacional de Río de Janeiro anunció, en setiembre de 1969, que inauguraría una vitrina dedicada al presidente paraguayo, los militares reaccionaron furiosamente. El general Mourão Filho, que había desencadenado el golpe de Estado de 1964, declaró a la prensa. «Un viento de locura barre al país… Solano López es una figura que debe ser borrada para siempre de nuestra historia, como paradigma del dictador uniformado sudamericano. Fue un sanguinario que destruyó al Paraguay, llevándolo a una guerra imposible»)..
Brasil había cumplido con la función que el Imperio británico le había adjudicado desde los tiempos en que los ingleses trasladaron el trono portugués a Río de Janeiro. A principios del siglo XIX, habían sido claras las instrucciones de Canníng al embajador, Lord Strangford: «Hacer del Brasil un emporio para las manufacturas británicas destinadas al consumo de toda la América del Sur». Poco antes de lanzarse a la guerra, el presidente de Argentina había inaugurado una nueva línea de ferrocarriles británicos en su país, y había pronunciado un inflamado discurso: «¿Cuál es la fuerza que impulsa este progreso? Señores: ¡es el capital inglés!». Del Paraguay derrotado no sólo desapareció la población: también las tarifas aduaneras. los hornos de fundición, los ríos clausurados al libre comercio, la independencia económica v vastas zonas de su territorio. Los vencedores implantaron, dentro de las fronteras reducidas por el despojo, el librecambio y el latifundio. Todo fue saqueado y todo fue vendido: las tierras y los bosques, las minas, los yerbales, los edificios de las escuelas. Sucesivos gobiernos títeres serían instalados, en Asunción, por las fuerzas extranjeras de ocupación. No bien terminó la guerra, sobre las ruinas todavía humeantes de Paraguay cayó el primer empréstito extranjero de su historia. Era británico, por supuesto. Su valor nominal alcanzaba el millón de libras esterlinas, pero a Paraguay llegó bastante menos de la mitad; en los años siguientes, las refinanciaciones elevaron la deuda a más de tres millones. La Guerra del Opio había terminado, en 1842, cuando se firmó en Nanking el tratado de libre comercio que aseguró a los comerciantes británicos el derecho de introducir libremente la droga en el territorio chino. También la libertad de comercio fue garantizada por Paraguay después de la derrota. Se abandonaron los cultivos de algodón, y Manchester arruinó la producción textil; la industria nacional no resucitó nunca.
El Partido Colorado, que hoy gobierna a Paraguay, especula alegremente con la memoria de los héroes, pero ostenta al pie de su acta de fundación la firma de veintidós traidores al mariscal Solano López, «legionarios» al servicio de las tropas brasileñas de ocupación. El dictador Alfredo Stroessner, que ha convertido al Paraguay en un gran campo de concentración desde hace quince años, hizo su especialización militar en Brasil, y los generales brasileños lo devolvieron a su país con altas calificaciones y encendidos elogios: «Es digno de gran futuro…» Durante su reinado, Stroessner desplazó a los intereses anglo-argentinos dominantes en Paraguay durante las últimas décadas, en beneficio de Brasil y sus dueños norteamericanos. Desde 1870, Brasil y Argentina, que liberaron a Paraguay para comérselo a dos bocas, se alternan en el usufructo de los despojos del país derrotado, pero sufren, a su vez, el imperialismo de la gran potencia de turno. Paraguay padece, al mismo tiempo, el imperialismo y el subimperialismo. Antes el Imperio británico constituía el eslabón mayor de la cadena de las dependencias sucesivas. Actualmente, los Estados Unidos, que no ignoran la importancia geopolítica de este país enclavado en el centro de América del Sur, mantienen en suelo paraguayo asesores innumerables que adiestran y orientan a las fuerzas armadas, cocinan los planes económicos, reestructuran la universidad a su antojo, inventan un nuevo esquema político democrático para el país y retribuyen con préstamos onerosos los
buenos servicios del régimen (47 Poco antes de las elecciones de principios de 1968, el general Stroessner visitó los Estados Unidos. «Cuando me entrevisté con el presidente Johnson -declaró a France Presse-, le manifesté que ya hace doce años que desempeño funciones de primer magistrado por mandato de las urnas. Johnson me contestó que eso constituía una
razón más para continuar ejerciéndola el período venidero.») . Pero Paraguay es también colonia de colonias. Utilizando la reforma agraria como pretexto, el gobierno de Stroessner derogó, haciéndose el distraído, la disposición legal que prohibía la venta a extranjeros de tierras en zonas de frontera seca, y hoy hasta los territorios fiscales han caído en manos de los latifundistas brasileños del café. La onda invasora atraviesa el río Paraná con la complicidad del presidente, asociado a los terratenientes que hablan portugués. Llegué a la movediza frontera del nordeste de Paraguay con billetes que tenían estampado el rostro del vencido mariscal Solano López, pero allí encontré que sólo tienen valor los que lucen la efigie del victorioso emperador Pedro II. El resultado de la Guerra de la Triple Alianza cobra, transcurrido un siglo, ardiente actualidad. Los guardas brasileños exigen pasaporte a los ciudadanos paraguayos para circular por su propio país; son brasileñas las banderas y las iglesias. La piratería de tierra abarca también los saltos del Guayrá, la mayor fuente potencial de energía en toda América Latina, que hoy se llaman, en portugués, Sete Quedas, y la zona del Itaipú, donde Brasil construirá la mayor central hidroeléctrica del mundo.
El subimperialismo o imperialismo de segundo grado, se expresa de mil maneras. Cuando el presidente Johnson decidió sumergir en sangre a los dominicanos, en 1965, Stroessner envió soldados paraguayos a Santo Domingo, para que colaboraran en la faena. El batallón se llamó, broma siniestra, «Mariscal Solano López». Los paraguayos actuaron a las órdenes de un general brasileño, porque fue Brasil quien recibió los honores de la traición: el general Panasco Alvim encabezó las tropas latinoamericanas cómplices en la matanza. De la misma manera, podrían citarse otros ejemplos. Paraguay otorgó a Brasil una concesión petrolera en su territorio, pero el negocio de la distribución de combustibles y la petroquímica están, en Brasil, en manos norteamericanas. La Misión Cultural Brasileña es dueña de la Facultad de Filosofía y Pedagogía de la universidad paraguaya, pero los norteamericanos manejan ahora a las universidades de Brasil. El estado mayor del ejército paraguayo no sólo recibe la asesoría de los técnicos del Pentágono, sino también de generales brasileños que a su vez responden al Pentágono como el eco a la voz. Por la vía abierta del contrabando, los productos industriales de Brasil invaden el mercado paraguayo, pero muchas de las fábricas que los producen en Sáo Paulo son, desde la avalancha desnacionalizadora de estos últimos años, propiedad de las corporaciones multinacionales.
Stroessner se considera heredero de los López. El Paraguay de hace un siglo ¿puede ser impunemente cotejado con el Paraguay de ahora, emporio del contrabando en la cuenca del Plata y reino de la corrupción institucionalizada? En un acto político donde el partido de gobierno reivindicaba a la vez, entre vítores y aplausos, a uno y otro Paraguay, un muchachito vendía, bandeja al pecho, cigarrillos de contrabando: la fervorosa concurrencia pitaba nerviosamente Kent, Marlboro, Camel y Benson & Hedges. En Asunción, la escasa clase media bebe whisky Ballantine’s en vez de tomar caña paraguaya. Uno descubre los últimos modelos de los más lujosos automóviles fabricados en Estados Unidos o Europa, traídos al país de contrabando o previo pago de menguados impuestos, al mismo tiempo que se ven por las calles, carros tirados por bueyes que acarrean lentamente los frutos al mercado: la tierra se trabaja con arados de madera y los taxímetros son Impalas 70.
Stroessner dice que el contrabando es «el precio de la paz»: los generales se lenan los bolsillos y no conspiran. La industria, por supuesto, agoniza antes de crecer. El Estado ni siquiera cumple con el decreto que manda preferir los productos de las fábricas nacionales en las adquisiciones públicas. Los únicos triunfos que el gobierno exhibe, orgulloso, en la materia, son las plantas de Coca Cola, Crush y Pepsi Cola, instaladas desde fines de 1966 como contribución norteamericana al progreso del pueblo paraguayo.
El Estado manifiesta que solo intervendrá directamente en la creación de
empresas «cuando el sector privado no demuestre interés» ‘(48 Presidencia de la Naci6n, Secretaría
Técnica de Planificación, Plan nacional de desarrollo económico y social, Asunción, 1966.), y el Banco Central comunica al Fondo Monetario Internacional que «ha decidido implantar un régimen de mercado libre de cambios y abolir las restricciones al comercio y a las transacciones en divisas»; un folleto editado por el Ministerio de Industria y Comercio advierte a los inversores que el país otorga «concesiones especiales para el capital extranjero». Se exime a las empresas extranjeras del pago de impuestos y de derechos aduaneros, «para crear un clima propicio para las inversiones». Un año después de instalarse en Asunción, el National City Bank de Nueva York recupera íntegramente el capital invertido. La banca extranjera, dueña del ahorro interno, proporciona a Paraguay créditos externos que acentúan su deformación económica e hipotecan aún más su soberanía. En el campo, el uno y medio per ciento de los propietarios dispone del noventa por ciento de las tierras explotadas, y se cultiva menos del dos por ciento de la superficie total del país. El plan oficial de colonización en el triángulo de Caaguazú ofrece a los campesinos hambrientos más tumbas que prosperidades (49 Muchos de los campesinos han optado finalmente por volverse a la región minifundista del centro del país o han ido camino del nuevo éxodo hacia Brasil, donde sus brazos baratos se ofrecen a los yerbales de Curitiba y Mato Grosso o a las plantaciones cafetaleras de Paraná. Es desesperada la situación de los pioneros que se encuentran de cara a la selva, sin la menor orientación técnica y sin ninguna asistencia crediticia, con tierras concedidas por el gobierno, a las que tendrán que arrancar frutos suficientes para alimentarse y poder pagarlas -porque si el campesino no paga el precio estipulado, no recibe el título de propiedad.).
La Triple Alianza sigue siendo todo un éxito.
Los hornos de la fundición de Ibycuí, donde se forjaron los cañones que defendieron a la patria invadida, se erguían en un paraje que ahora se llama «Minacué» -que en guaraní significa «Fue mina». Allí, entre pantanos y mosquitos, junto a los restos de un muro derruido, yace todavía la base de la chimenea que los invasores volaron, hace un siglo, con dinamita, y pueden verse los pedazos de hierro podrido de las instalaciones deshechas. Viven, en la zona, unos pocos campesinos en harapos, que ni siquiera saben cuál fue la guerra que destruyó todo eso. Sin embargo, ellos dicen que en ciertas noches se escuchan, allí, voces de máquinas y truenos de martillos, estampidos de cañones y alaridos de soldados.
LOS EMPRÉSTITOS Y LOS FERROCARRILES EN LA DEFORMACIÓN ECONÓMICA DE AMÉRICA LATINA
El vizconde Chateaubriand, ministro de asuntos extranjeros de Francia bajo el reinado de Luis XVIII, escribía con despecho y, presumiblemente, con buena base de información: «En el momento de la emancipación, las colonias españolas se volvieron una
especie de colonias inglesas»’(50 R. Scalabrini Ortiz, Política británica en el Río de la Plata, Buenos Aires, 1940.).
Citaba algunos números. Decía que entre 1822 y 1826 Inglaterra había proporcionado diez empréstitos a las colonias españolas liberadas, por un valor nominal de cerca de veintiún millones de libras esterlinas, pero que, una vez deducidos los intereses y las comisiones de los intermediarios, el desembolso real que había llegado a tierras de Américas penas alcanzaba los siete millones. Al mismo tiempo, se habían creado en Londres más de cuarenta sociedades anónimas para explotar los recursos naturales -minas, agricultura- de América Latina y para instalar empresas de servicios públicos. Los bancos brotaban como hongos en suelo británico: en un solo año, 1836, se fundaron cuarenta y ocho. Aparecieron los ferrocarriles ingleses en Panamá, hacia la mitad del siglo, y la primera línea de tranvías fue inaugurada en 1868 por una empresa británica en la ciudad brasileña de Recife, mientras la banca de Inglaterra financiaba directamente a las tesorerías de los
gobiernos (51 J. Fred Rippy, British Investments in Latiu America (1822-1949), Minneapolis, 1959.). Los bonos públicos latinoamericanos circulaban activamente, con sus crisis y sus auges, en el mercado financiero inglés. Los servicios públicos estaban en manos británicas; los nuevos estados nacían desbordados por los gastos militares y debían hacer frente, además, al déficit de los pagos externos. El comercio libre implicaba un frenético aumento de las importaciones, sobre todo de las importaciones de lujo, y para que una minoría pudiera vivir a la moda los gobiernos contraían empréstitos que a su vez generaban la necesidad de nuevos empréstitos: los países hipotecaban de antemano su destino, enajenaban la libertad económica y la soberanía política. El mismo proceso se daba -y se sigue dando en nuestros días, aunque ahora los acreedores son otros y otros los mecanismos- en toda América Latina, con la excepción, aniquilada, de Paraguay. El financiamiento externo se hacía, como la morfina, imprescindible. Se abrían agujeros para tapar agujeros. El deterioro de los términos comerciales del intercambio no es tampoco un fenómeno exclusivo de nuestros días: según Celso Furtado ‘(52 Celso Furtado, op. cit.), los precios de las exportaciones brasileñas entre 1821 y 1830 y entre 1841 y 1850 bajaron casi a la mitad, mientras los precios de las importaciones extranjeras permanecían estables: las vulnerables economías latinoamericanas compensaban la caída con empréstitos.
«Las finanzas de estos jóvenes estados -escribe Schnerb- no están saneadas… Se hace preciso recurrir a la inflación, que produce la depreciación de la moneda, y a los empréstitos onerosos. La historia de estas repúblicas es, en cierto modo, la de sus obligaciones económicas contraídas con el absorbente mundo de las finanzas europeas» (53 Robert Schnerb, Le XIX, siécle. L’apogée de 1′expan-
sion européenne (1815-1914), tomo VI de la historia general de las civilizaciones dirigida por Maurice Crouzet, París, 1968.) .
Las bancarrotas, las suspensiones de pagos y las refinanciaciones desesperadas eran, en efecto, frecuentes. Las libras esterlinas se escurrían como el agua por entre los dedos de la mano. Del empréstito de un millón de libras concertado por el gobierno de Buenos Aires, en 1824, ante la casa Baring Brothers, la Argentina recibió nada más que 570 mil, pero no en oro, como rezaba el convenio, sino en papeles. El préstamo consistió en el envío de órdenes de pago para los comerciantes ingleses radicados en Buenos Aires, y ellos no disponían de oro para entregarlo al país porque su misión consistía, justamente, en enviar a Londres cuanto metal precioso les pasara cerca de los ojos. Se cobraron, pues, letras, pero hubo que pagar, eso sí, oro reluciente: casi a principios de nuestro siglo, Argentina canceló esta deuda, que se había hinchado, a lo largo de las sucesivas
refinanciaciones, hasta los cuatro millones de libras (54 R. Scalabrini Ortiz, op. cit.). La
provincia de Buenos Aires había quedado hipotecada en su totalidad -todas sus rentas, todas sus tierras públicas- en garantía del pago. Decía el ministro de Hacienda, en la época en que se contrató el empréstito: «No estamos en circunstancias de tomar medidas contra el comercio extranjero, particularmente inglés, porque hallándonos empeñados en grandes deudas con aquella nación, nos exponemos a un rompimiento que causaría grandes males… » La utilización de la deuda como un instrumento de chantaje no es, como se ve, una invención norteamericana reciente. Las operaciones agiotistas encarcelaban a los países libres. A mediados del siglo XIX, el servicio de la deuda externa absorbía ya casi el cuarenta por ciento del presupuesto de Brasil, y el panorama resultaba semejante por todas partes. Los ferrocarriles también formaban parte decisiva de la jaula de hierro de la dependencia: extendieron la influencia imperialista, ya en plena época del capitalismo de los monopolios, hasta las retaguardias de las economías coloniales. Muchos de los empréstitos se destinaban a financiar ferrocarriles para facilitar el embarque al exterior de los minerales y los alimentos. Las vías férreas no constituían una red destinada a unir a las diversas regiones interiores entre sí, sino que conectaban los centros de producción con los puertos. El diseño coincide todavía con los dedos de una mano abierta: de esta manera, los ferrocarriles, tantas veces saludados como adalides del progreso, impedían la formación y el desarrollo del mercado interno. También lo hacían de otras maneras, sobre todo por medio de una política de tarifas puesta al servicio de la hegemonía británica. Los fletes de los productos elaborados en el interior argentino resultaban, por ejemplo, mucho más caros que los fletes de los productos enviados en bruto. Las tarifas ferroviarias se descargaban como una maldición que hacía imposible fabricar cigarrillos en las comarcas del tabaco, hilar y tejer en los centros laneros, o elaborar las maderas en las zonas boscosas (55 lbid.). El ferrocarril argentino desarrolló, es cierto, la
industria forestal en Santiago del Estero, pero con tales consecuencias que un autor santiagueño llega a decir: «Ojalá Santiago no hubiera tenido nunca un árbol» (56 J. Eduardo
Retondo, El bosque y la industria forestal en Santiago del Estero, Santiago del Estero, 1962.). Los durmientes de las vías se hacían de madera y el carbón vegetal servía de combustible; el obraje maderero, creado por el ferrocarril, desintegró los núcleos rurales de población, destruyó la agricultura y la ganadería al arrasar las pasturas y los bosques de abrigo, esclavizó en la selva a varias generaciones de santiagueños y provocó la despoblación. El éxodo en masa no ha cesado, y hoy Santiago del Estero es una de las provincias más pobres de Argentina. La utilización del petróleo como combustible ferroviario sumergió a la región en una honda crisis.
No fueron capitales ingleses los que tendieron las primeras vias en Argentina, Brasil, Chile, Guatemala, México y Uruguay. Tampoco en Paraguay, como hemos visto, pero los ferrocarriles construidos por el Estado paraguayo con el aporte de técnicos europeos por él contratados pasaron a manos inglesas después de la derrota. Idéntico destino tuvieron las vías férreas y los trenes de los demás países, sin que se produjera el desembolso de un solo centavo de inversión nueva; por añadidura, el Estado se preocupó de asegurar a las empresas, por contrato, un nivel mínimo de ganancias, para evitarles posibles sorpresas desagradables.
Muchas décadas después, al término de la segunda guerra mundial, cuando ya los ferrocarriles no rendían dividendos y habían caído en relativo desuso, la administración pública los recuperó. Casi todos los estados compraron a los ingleses los fierros viejos y nacionalizaron, así, las pérdidas de las empresas.
En la época del auge ferroviario, las empresas británicas habían obtenido, a menudo, considerables concesiones de tierras a cada lado de las vías, además de las propias líneas férreas y el derecho de construir nuevos ramales. Las tierras constituían un estupendo negocio adicional: el fabuloso regalo otorgado en 1911 a la Brazil Railway determinó el incendio de innumerables cabañas y la expulsión o la muerte de las familias campesinas asentadas en el área de la concesión. Este fue el gatillo que disparó la rebelión del Contestado, una de las más intensas páginas de furia popular de toda la historia de Brasil.
PROTECCIONISMO Y LIBRECAMBIO EN ESTADOS UNIDOS:
EL ÉXITO NO FUE LA OBRA DE UNA MANO INVISIBLE
En 1865, mientras la Triple Alianza anunciaba la próxima destrucción de Paraguay, el general Ulysses Grant celebraba, en Appomatox, la rendición del general Robert Lee. La Guerra de Secesión concluía con la victoria de los centros industriales del norte, proteccionistas a carta cabal, sobre los plantadores
librecambistas de algodón y tabaco en el sur. La guerra que sellaría el destino colonial de América Latina nacía al mismo tiempo que concluía la guerra que hizo posible la consolidación de los Estados Unidos como potencial mundial. Convertido poco después en presidente de los Estados Unidos; Grant afirmó: «Durante siglos Inglaterra ha confiado en la protección, la ha llevado hasta sus extremos y ha obtenido de ello resultados
satisfactorios. No cabe duda que debe su fuerza presente a este sistema. Después de dos siglos, Inglaterra ha encontrado conveniente adoptar el comercio libre porque piensa que ya la protección no puede ofrecerle nada. Muy bien, entonces, caballeros, mi conocimiento de mi país me conduce a creer que dentro de doscientos años, cuando América haya obtenido de la protección todo lo que la protección puede ofrecer, adoptará también el libre comercio» (57
Citado por André Gunder Frank, Capitalism and Lrnderdevelopment in Latin America, Nueva York, 1967.).
Dos siglos y medio antes, el adolescente capitalismo inglés había trasladado, a las colonias del norte de América, sus hombres, sus capitales, sus formas de vida y sus impulsos y proyectos. Las trece colonias, válvulas de salida para la población europea excedente, aprovecharon rápidamente el handicap que les daba la pobreza de su suelo y su subsuelo, y generaron, desde temprano, una conciencia industrializadora que la metrópoli dejó crecer sin mayores problemas. En 1631, los recién llegados colonos de Boston echaron al mar una balandra de treinta toneladas, Blessing of the Bay, construida por ellos, y desde entonces la industria naviera cobró un asombroso impulso. El roble blanco, abundante en los bosques, daba buena madera para las planchas profundas y las armazones interiores de los barcos; de pino se hacían la cubierta, los baupreses y los mástiles. Massachusetts otorgaba subvenciones a la producción del cáñamo para los cordeles y las sogas y también estimulaba la fabricación local de las lonas y los velámenes. Al norte y al sur de Boston, los prósperos astilleros cubrieron las costas. Los gobiernos de las colonias otorgaban subvenciones y premios a las manufacturas de todo tipo. Se promovía, con incentivos, el cultivo del lino y la producción de lana, materias primas para los tejidos de hilo crudo que, si bien no resultaban demasiado elegantes, eran resistentes y eran nacionales. Para explotar los yacimientos de hierro de Lyn, surgió el primer horno de fundición en 1643; al poco tiempo, ya Massachusetts abastecía de hierro a toda la región. Como los estímulos a la producción textil no parecían suficientes, esta colonia optó por la coacción: en 1655, dictó una ley que ordenaba que cada familia tuviese, bajo la amenaza de penas graves, por lo menos un hilandero en continua e intensa actividad. Cada condado de Vírginia estaba obligado, en esa misma época, a seleccionar niños para instruirlos en la manufactura textil. Al mismo tiempo, se prohibía la exportación de los cueros, para que se convirtieran, fronteras adentro, en botas, correas y monturas.
«Las desventajas con que tiene que luchar la industria colonial proceden de cualquier parte menos de la política colonial inglesa», dice Kirkland (58 Edward C. Kirkland, Historia económica de Estados Unidos. Méxíco, 1441.). Por el contrario, las dificultades de comunicación hacían que la legislación prohibitiva perdiera casi toda su fuerza a tres mil millas de distancia, y favorecían la tendencia al autoabastecimiento. Las colonias del norte no enviaban a Inglaterra plata ni oro ni azúcar, y en cambio sus necesidades de consumo provocaban un exceso de importaciones que era preciso contrarrestar de alguna manera. No eran intensas las relaciones comerciales a través del mar; resultaba imprescindible desarrollar las manufacturas locales para sobrevivir. En el siglo XVIII, Inglaterra prestaba todavía tan escasa atención a sus colonias del norte, que no impedía que se transfirieran a sus talleres las técnicas metropolitanas más avanzadas, en un proceso real que desmentía las prohibiciones de papel del pacto colonial. Este no era el caso, por cierto, de las colonias latinoamericanas, que proporcionaban el aire, el agua y la sal al capitalismo ascendente en Europa, y podían nutrir con largueza el consumo lujoso de sus clases dominantes importando desde ultramar las manufacturas más finas y más caras. Las únicas actividades expansivas eran, en América Latina, las que se orientaban a la exportación; y así fue también en los siglos siguientes: los intereses económicas y políticos de la burguesía minera o terrateniente no coincidían nunca con la necesidad de un desarrollo económico hacia dentro, y los comerciantes no estaban ligados al Nuevo Mundo en mayor medida que a los mercados extranjeros de los metales y alimentos que vendían y a las fuentes extranjeras de los artículos manufacturados que compraban..
Cuando declaró su independencia, la población norteamericana equivalía, en cantidad, a la de Brasil. La metrópoli portuguesa, tan subdesarrollada como la española, exportaba su subdesarrollo a la colonia. La economía brasileña había sido instrumentalizada en provecho de Inglaterra, para abastecer sus necesidades de oro todo a lo largo del siglo XVIII. La estructura de clases de la colonia reflejaba esta función proveedora. La clase dominante de Brasil no estaba formada, a diferencia de la de los Estados Unidos, por los granjeros, los fabricantes emprendedores y los comerciantes internos. Los principales intérpretes de los ideales de las clases dominantes en ambos países, Alexander Hamilton y el Vizconde de Cairú, expresan
claramente la diferencia entre una y otra `(59 Celso Furtado, op. cit.). Ambos habían sido discípulos, en Inglaterra, de Adam Smith. Sin embargo, mientras Hamilton se había transformado en un paladín de la industrialización y promovía el estímulo y la protección del Estado a la manufactura nacional, Cairú creía en la mano invisible que opera en la magia del liberalismo: dejad hacer, dejad pasar, dejad vender. Mientras moría el siglo xviii los Estados Unidos contaban ya con la segunda flota mercante del mundo, íntegramente formada con barcos construidos en los astilleros nacionales, y las fábricas textiles y siderúrgicas estaban en pleno y pujante crecimiento. Poco tiempo después nació la industria de maquinarias: las fábricas no necesitaban comprar en el extranjero sus bienes de capital. Los fervorosos puritanos del Mayflower habían echado, en las campiñas de Nueva Inglaterra, las bases de una nación; sobre el litoral de bahías profundas, a lo largo de los grandes estuarios, una burguesía industrial había prosperado sin detenerse. El tráfico comercial con las Antillas, que incluía la venta de esclavos africanos, desempeñó, como hemos visto en otro capítulo, una función capital en este sentido, pero la hazaña norteamericana no tendría explicación si no hubiera sido animada, desde el principio, por el más ardiente de los nacionalismos. George Washington lo había aconsejado en su
mensaje de adiós: los Estados Unidos debían seguir una ruta solitaria (60 Claude Folilen, L’Amérique anglo-saxonne de 1815 à nos jours, París, 1965.) Emerson proclamaba en 1837: «Hemos
escuchado durante demasiado tiempo a las musas refinadas de Europa. Nosotros marcharemos sobre nuestros propios pies, trabajaremos con nuestras propias manos, hablaremos según nuestras propias convicciones» (61 Robert Schnerb, op. cit.)..
Los fondos públicos ampliaban las dimensiones del mercado interno. El Estado tendía caminos y vías férreas, construía puentes y canales ‘62 «El capital del Estado asume el riesgo
inicial… La ayuda oficial a los ferrocarriles no solamente facilita la reunión de capitales, sino que además reduce los costos de construcción. En algunos casos, entre otros para las líneas marginales, los fondos públicos hicíeron posible la construcción de ferrocarriles que no hubieran podido nacer de otra manera. En otro número de casos aún más importante, aceleraron la realización de proyectos que la utilización de capitales privados hubiera ciertamente demorado.» (Harry H. Pierce, Radroads of New York, A Study of Government Aid, 1826-1875, Cambridge, Massachusetts, 1953.). A mediados de siglo, el estado de Pennsylvania participaba en la gestión de más de ciento cincuenta empresas de economía mixta, además de administrar los cien millones de dólares invertidos en las empresas públicas. Las operaciones militares de conquista, que arrebataron a México más de la mitad de su superficíe, también contribuyeron en gran medida al progreso del país. El Estado no participaba del desarrollo solamente a través de las inversiones de capital y los gastos militares orientados a la expansión; en el norte, había empezado a aplicar, además, un celoso proteccionismo aduanero. Los terratenientes del sur eran, al contrario, librecambistas. La producción de algodón se duplicaba cada diez años, y si bien proporcionaba grandes ingresos comerciales a la nación entera y alimentaba los telares modernos de Massachusetts, dependía sobre todo de los mercados europeos. La aristocracia sureña estaba vinculada en primer término al mercado mundial, al estilo latinoamericano; del trabajo de sus esclavos provenía el ochenta por ciento del algodón que usaban las hilanderías europeas. Cuando el norte sumó la abolición de la esclavitud al proteccionismo industrial, la contradicción hizo eclosión en la guerra. El norte y el sur enfrentaban dos mundos en verdad opuestos, dos tiempos históricos diferentes, dos antagónicas concepciones del destino nacional. El siglo XX ganó esta guerra al siglo XIX:
Que todo hombre libre cante…
El viejo Rey Algodón está muerto y enterrado,
clamaba un poeta del ejército victorioso’(63 Claude Fohlen, pp. cit.) . A partir de la derrota del general Lee, adquirieron un valor sagrado los aranceles aduaneros, que se habían elevado durante el conflicto como un medio para conseguir recursos y quedaron en pie para proteger a la industria vencedora. En 1890, el Congreso votó la llamada tarifa McKinley, ultraproteccionista, y la ley Dingley elevó nuevamente los derechos de aduana en 1897. Poco después, los países desarrollados de Europa se vieron a su vez obligados a tender barreras aduaneras ante la irrupción de las manufacturas norteamericanas peligrosamente competitivas. La palabra trust había sido pronunciada por primera vez en 1882; el petróleo, el acero, los alimentos, los ferrocarriles y el tabaco estaban en manos de los monopolios, que avanzaban con
botas de siete leguas (64 El sur se convirtió en una colonia interna de los capitalistas del norte. Después de la guerra, la propaganda por la construcción de hilanderías en las dos Carolinas, Georgia y Alabama, cobró el carácter de una cruzada. Pero éste no era el triunfo de una causa moral, las nuevas industrias no nacían por puro humanitarismo: el sur ofrecía mano de obra menos cara, energía más barata y benefícios altísimos, que a veces llegaban al 75 por 100. l:os capitales venían del norte para atar al sur al centro de gravedad del sistema. La industria del tabaco, concentrada en Carolina del Norte, estaba bajo la dependencia directa del trust Duke, mudado a Nueva jersey para aprovechar una legislación más favorable; la Tennessee Coal and Iron Co., que explotaba el hierro y el carbón de Alabama, pasó en 1907 al control de la U. S. Steel, que desde entonces dispuso de los precios y eliminó así la competencia molesta. A principios de siglo, el íngreso per capita del sur se había reducido a la mitad en relación con el nivel anterior a la guerra. (C. Vann Woodward, Origins of the New South, 1879-1913, en A
History of the South, varios autores, Baton Rouge, 1948.).
Antes de la Guerra de Secesión, el general Grant había participado en el despojo de México. Después de la Guerra de Secesión, el general Grant fue un presidente con ideas proteccionistas. Todo formaba parte del mismo proceso de afirmación nacional. La industria del norte conducía la historia y, ya dueña del poder político, cuidaba desde el Estado la buena salud de sus intereses dominantes. La frontera agrícola volaba hacia el oeste y hacia el sur, a costa de los indios y los mexicanos, pero a su paso no iba extendiendo latifundios, sino que sembraba de pequeños propietarios los nuevos espacios abiertos. La tierra de promisión no sólo atraía a los campesinos europeos; los maestros artesanos de los oficios más diversos y los obreros especializados en mecánica, metalurgia y siderurgia, también llegaron desde Europa para fecundar la intensa industrialización norteamericana. A fines del siglo pasado, los Estados Unidos eran ya la primera potencia industrial del planeta; en treinta años, desde la guerra civil, las fábricas habían multiplicado por siete su capacidad de producción. El volumen norteamericano de carbón equivalía ya al de Inglaterra, y el de acero lo duplicaba; las vías férreas eran nueve veces más extensas.
El centro del universo capitalista empezaba a cambiar de sitio.
Como Inglaterra, Estados Unidos también exportará, a partir de la segunda guerra mundial, la doctrina del libre cambio, el comercio libre y la libre competencia, pero para el consumo ajeno. El Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial nacerán juntos para negar, a los países subdesarrollados, el derecho de proteger sus industrias nacionales, y para desalentar en ellos la acción del Estado. Se atribuirán propiedades curativas infalibles a la iniciativa privada. Sin embargo, los Estados Unidos no abandonarán una política económica que continúa siendo, en la actualidad, rigurosamente proteccionista, y que por cierto presta buen oído a las voces de la propia historia: en el norte, nunca confundieron la enfermedad con el remedio.