Apoyo mutuo, reciprocidad entre iguales y un proyecto común, sin delegaciones más allá de la propia comunidad, serán los ingredientes de toda institución popular. Este tipo de institucionalidad, sustraída al mando estatal, fue fundamental a la hora de construir el sujeto obrero y su cultura a partir de gran diversidad de focos organizativos, históricos y comunitarios. Espacios económicos, políticos y formativos -como los Ateneos, las Bolsas de trabajo o los Soviets- que respondían a necesidades concretas. Opuestos al Estado y al capital, ponían en el centro la autoorganización de lo común. Éstas instituciones -llevadas a la actualidad- permiten pensar el contrapoder como una política disolvente y corrosiva, que si bien renuncia a la épica revolucionaria del “asalto a los cielos”, no duda en embarcarse en la fundación de un poder autónomo: un archipiélago de contrapoderes. Bataille y Ranciére -citados por Rodríguez- ayudan a plantear el contrapoder como proceso de subjetivación anómalo, como autodeterminación que no admite mediación estatal ni reconciliación dialéctica en el Estado. La imagen sería la de una guerra de guerrillas perpetua, el desensamblaje del Estado en comunidades en lucha, un trabajo de civilización y “reducción del Estado a un perímetro pequeño y regulado”.
12. ¿Qué es una institución popular?
¿Que es una institución popular? Una institución fundada en el apoyo mutuo, en la hermandad entre iguales para la realización de una empresa conjunta. Así, al menos, hubiera contestado el viejo anarquista Piotr Kropotkin en los albores del siglo xx. La definición es sucinta pero entraña una radical inversión a la hora de abordar lo que hoy entendemos por política.
Sin duda, una institución popular no es una institución «separada». No es un servicio público, en el que un cuerpo de especialistas o de profesionales, no digamos de funcionarios, adquieren el monopolio sobre la decisión en tal o cual ámbito social. Una institución popular es, por definición, una institución no estatal. En este punto se comprende el argumento de Kropotkin y toda su actualidad. Lo que él llamaba «apoyo mutuo» es una forma de institucionalidad basada en una reciprocidad esencial. Los «mutualistas» definen, valoran y toman las decisiones relativas a los aspectos fundamentales de la institución concreta: lo hacen sobre la base de una igualdad no cancelada, que se manifiesta en el reconocimiento de las partes.
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Quizás no sea una casualidad que los grandes teóricos del anarquismo de finales del siglo xix y principios del xx, como Kropotkin o Élisée Reclus, eligieran el campo de la geografía o, más específicamente, adoptaran una posición sobre la historia —y por ende, una posición política— cuyo punto de partida era la diversidad de situaciones y contextos humanos. Los anarquistas teóricos no fueron progresistas deterministas, al modo de los socialistas. Tampoco fueron propensos a la aplicación de los modelos de la física a la explicación social —la búsqueda de leyes universales o al menos de amplias generalizaciones—, en la forma en que lo hacía la incipiente sociología de la época. Su ciencia fue, siempre, modesta, más descriptiva que generalista, más atenta a la particularidad que a la proclamación de grandes leyes sociales.
El concepto de «evolución» que Kropotkin y Reclus trabajaron con entusiasmo tenía por eso poco que ver con una idea triunfante de progreso. Se trataba, antes bien, de defender el progreso moral y social en una historia (evolución) hecha también de retrocesos, caídas, reacciones. En El apoyo mutuo. Un factor de evolución Kropotkin pretende completar las teoría de la evolución natural de Darwin, y a la vez combatir el darwinismo social de Huxley y Spencer. La lucha por la supervivencia y la eterna guerra entre especies se había convertido en principio explicativo de la teoría social. Por contra, el trabajo de los geógrafos anarquistas se desprende de una particular antropología, que corresponde con una moral natural. A su modo de ver, la cooperación aparece siempre inscrita en la evolución social —evidentemente al lado de otros muchos factores—; y la cooperación se analiza como principio fundamental de buena parte de las instituciones sociales más exitosas.
En el esquema de Kropotkin, el apoyo mutuo es, de hecho, el cemento que ha hecho posible la sociedad humana desde el paleolítico. «Desde el primer momento —escribe— la historia humana es una historia social». Las formas de organización de los cazadores recolectores, la comuna aldeana, las primeras ciudades, los gremios medievales, los sindicatos modernos, la sociedad civil contemporánea, son todas ellas modalidades distintas y singulares de cooperación y apoyo mutuo. Pero la presencia continuada del principio de cooperación en la evolución natural y humana no nos permite deducir una trayectoria lineal. La historia se sucede como un proceso complejo: la continua generación y destrucción de instituciones no necesariamente secunda el incremento del apoyo mutuo. Antes bien, y tal como sentencia Kropotkin sobre su tiempo: «La absorción por el Estado de todas las funciones sociales favoreció fatalmente el desarrollo de un individualismo estrecho, desenfrenado. A medida que los deberes del ciudadano hacia el Estado se multiplicaban, los ciudadanos evidentemente se liberaban de los deberes hacia los otros».
Los comunistas anarquistas de principios de siglo destacaron la complejidad del lazo social, la interdependencia de los vínculos que sostienen las sociedades, la imposibilidad de algo así como un proyecto socialista sobre la base de la individualización del trabajo. En la teoría y en la práctica combatieron la «utopía jacobina» de los «colectivistas». Por desgracia, a su entender, la renuncia a organizar la sociedad desde abajo se compensa por medio de la imposición de un Estado tutor, el Estado autoritario.
El proyecto político de los anarcocomunistas consistía en promover toda clase de instituciones populares con el fin de sustituir al Estado por una federación libre de comunas, municipalidades, sindicatos y organizaciones urbanas. Según la célebre fórmula del ruso en La conquista del pan, la base de la sociedad comunista es el «libre acuerdo»: «Miles de agrupaciones humanas que se constituyen libremente sin ninguna intervención de la ley, y que logran realizar cosas infinitamente superiores a las que se realizan bajo tutela gubernamental». Todavía a principios del siglo xx, Kropotkin calculaba que, de los 350 millones de europeos, dos tercios dependían en algún aspecto fundamental de una institución popular, ya fuera la comuna rural y sus pervivencias —evidentes para un ruso— o las modernas asociaciones de apoyo mutuo, como los sindicatos obreros.
La utopía anarcocomunista parecía tener pues un cierto anclaje en las sociedades de su tiempo. Y sin embargo nada podía resultar más contrario a la mirada moderna, que una y otra vez condenó a los anarquistas bien como terroristas, bien como milenaristas alucinados. No poco del éxito de esta condena intelectual se debió al avance de su competidor más respetable: el pensamiento socialista de inspiración marxista. Para la mayor parte de los herederos de Marx, las pretensiones del comunismo anarquista debían pasar al museo de la historia «junto a la rueca y el hacha de bronce». Pero el enemigo de los anarcocomunistas no era el marxismo per se. Era la matriz que este compartía con el pensamiento moderno —la matriz progresista— y que había lanzado esta condena sobre las instituciones populares y los proyectos políticos asociados a ellas.
El «proyecto moderno», si tal término sirve para comprender el núcleo más íntimo de nuestra historia, ha desprendido una radical y continua hostilidad hacia lo comunal-comunitario. Desde la Ilustración escocesa, la ciencia económica ha considerado las viejas formas de gestión comunal de la tierra como causa de desaprovechamiento y despilfarro. Las formas comunales de propiedad y explotación de los recursos fueron marcadas, sin excepción, con la lacra de la ineficiencia y la irracionalidad. A lo largo de los siglos xviii y xix, y siempre con su aval intelectual, la propiedad común cayó, como la propiedad eclesiástica, en la categoría de «manos muertas»: un arcaísmo condenado a carbonizarse en el altar de la propiedad privada. Allá donde pudo, el pensamiento económico liberal justificó la destrucción de estas instituciones con el juicio inapelable de su ineficacia económica. Esta es la parte mayor de la historia de la desposesión asociada a la acumulación primitiva.
En materia política, y salvo excepciones, de las que quizás la más ilustre sea Tocqueville, el liberalismo combatió también las viejas instituciones comunitarias como un ámbito interpuesto entre el individuo y el Estado, esto es, como formas de restricción de la libertad individual. Las viejas comunidades, con sus tradiciones y compromisos consuetudinarios, debían desaparecer al mismo tiempo que el procomún agrario y forestal. Su lugar debía ser ocupado por el ciudadano, responsable de su propiedad, libre de ataduras comunitarias, plenamente consciente de su propio interés.
Pero de una forma más perversa que la economía o el pensamiento político, la sociología fue entre las nuevas «ciencias sociales» la más ferozmente militante del nuevo credo anti-comunal, y seguramente el reaseguro ideológico más eficaz en su condena a la irracionalidad premoderna. Casi en los mismos años que los anarcocomunistas escriben sobre el «apoyo mutuo», los primeros sociólogos elaboran la racionalización moderna —racional es aquí sinónimo de necesario— de la decadencia de las formas comunales. Merece la pena contrastar ambas propuestas.
La sociología nace como disciplina académica en el periodo triunfante del positivismo; surge inspirada en una idea de ciencia que tiene sus modelos en la física y en la biología. Su proyecto inicial es indudablemente un proyecto de progreso, de racionalización del movimiento moderno, en una época en la que las formas de vida campesina y comunal eran irremediablemente dejadas a la espalda, al tiempo que se imponía una nueva forma de vínculo y organización social. La sociología surge, por tanto, cuando las perturbaciones de este pasaje son más violentas, y cuando las formas de resistencia e incluso de una alternativa (el socialismo) se hacen más evidentes.
Es bien conocida la argumentación del gran padre de la disciplina, Émile Durkheim. El francés establece una clara cesura entre los modos del vínculo social organizados en torno a lo que llama «solidaridad mecánica», que por abreviar corresponde con la vida comunitaria, y aquellos modernos que a raíz de una división compleja del trabajo desarrollan formas de «solidaridad orgánica». En su visión, la división del trabajo (la especialización) empuja hacia una organización funcional de la sociedad. El vínculo social se vuelve así igualmente «abstracto» y funcional. Ya no está basado en el compromiso y la costumbre como en la propia objetividad de una articulación social cada vez más compleja. Este desarrollo producía, sin duda, fenómenos anómalos, distorsiones, como la lucha de clases o lo que llamaba anomia —cuyo caso límite era el suicidio—, pero se trataba de pequeños obstáculos en una trayectoria que se consideraba imparable y positiva.
Seguramente más interesante, al menos si se quieren percibir algunos matices en la conciencia social de este pasaje, y también en su reflejo en la joven disciplina de la sociología, es la obra del alemán Ferdinand Tönnies. Hay en Tönnies, como en general en la alta cultura alemana, una mayor simpatía por este tipo de instituciones comunales, que en su caso se justifica además por su adscripción al pensamiento socialista. Su célebre trabajo Comunidad y asociación, subtitulado El comunismo y el socialismo como forma de vida social, es por eso más rico a la hora de descubrir las contradicciones de la conciencia social moderna.
El punto de anclaje de su pensamiento está en el contraste entre comunidad y asociación, o en su propia lengua entre Gemeinschaft y Gesellschaft. La comunidad está fundada en un sentimiento recíproco de pertenencia y compromiso. Este viene reforzado por alguna forma de posesión —normalmente la tierra—. En la asociación, en cambio, los individuos «permanecen esencialmente separados a pesar de todos los factores tendentes a su unificación». El cemento de la asociación es el intercambio vuelto universal: la asociación es propiamente la sociedad capitalista. Sus máximas son el trabajo para uno mismo y la libertad de elección; sus bases, el crédito y el comercio; sus amos, los capitalistas.
Según Tönnies, a la comunidad y a la asociación le corresponden dos formas de «voluntad», dos mentalidades y dos hábitos de acción. La de la comunidad es la Wisenwille, o voluntad natural, voluntad esencial. Su poder reside en las costumbres, en las inercias de la práctica. La memoria es la forma fundamental de la voluntad natural. La voluntad dominante en la asociación es la Kürville, que se podría traducir como voluntad instrumental o voluntad arbitraria, y que viene a coincidir también con la racionalidad instrumental de Weber. La voluntad arbitraria está orientada hacia el objeto, hacia el futuro. Supone una voluntad (razón) plenamente desarrollada. Implica libertad de conducta, un ego plenamente desarrollado. Tönnies escribe al respecto de la Kürville: «El deseo es casi idéntico al deseo del dinero».
A ambas formas del vínculo social corresponden dos formas de propiedad y dos formas de derecho. En la comunidad hay posesión —principalmente comunal— de tierras y bienes y el derecho es sobre todo comunitario-familiar, consuetudinario. En la asociación, la propiedad privada es predominante y la forma del derecho es mercantil, contractual. Tönnies continúa con las diferencias: la fe y la religión son las formas de la voluntad en la comunidad, la opinión pública lo es en la asociación; en la comunidad el vínculo es sobre todo afectivo, en la asociación el vínculo es instrumental y racional, etc.
En Tönnies encontramos, por tanto, el mismo prejuicio que atraviesa toda la modernidad. La comunidad aparece como una pervivencia, un arcaísmo. Su esquema sigue el patrón evolucionista-determinista: arranca de un comunismo primitivo familiar que luego deriva en un incipiente «individualismo» y que finalmente acaba en el individualismo independiente, universal y urbano. De la comunidad rural o de pequeña ciudad se desarrolla un régimen de asociación urbano, nacional y progresivamente internacional, «de vida cosmopolita». La comunidad apenas permanece en un estado de inmadurez y de infancia. De forma significativa, Tönnies escribe que la voluntad esencial es propia de los niños y de las mujeres, mientras que la arbitraria de los hombres y de los viejos. Se deduce así que la comunidad es incapaz de articularse políticamente, esto es, de articularse de forma consciente. Su gobierno es el de la costumbre. La política, y por ende la decisión y proyección al futuro, son únicamente propias de la asociación patriarcal: la reunión (asamblea) de individuos y de voluntades racionales.
El mérito de Tönnies reside, de todos modos, en reconocer algo que no estaba inscrito en el pensamiento liberal progresista. La evolución hacia la asociación —el proceso de modernización social— resulta siempre incompleto. En la lucha de su tiempo, el sociólogo observa un conflicto de tendencias que considera el verdadero motor del movimiento moderno. A la vez que se impone la sociedad mercantil se produce el crecimiento de una fuerza contraria, que crece sobre el sustrato de la asociación. Así, por ejemplo, considera las cooperativas como una creación comunitaria sobre la base de una forma asociativa (la empresa, la compañía por acciones). A esta tendencia le da el nombre de movimiento antípoda. De esta forma, aun cuando ni siquiera por su proximidad al sindicalismo se pueda deducir un programa político basado en la comunidad, tal y como de alguna manera se sugería en el subtítulo de su obra principal (El comunismo y el socialismo como forma de vida social), Tönnies fue al menos capaz de reconocer el vínculo contradictorio —moderno y a la vez arcaico— entre socialismo y comunidad. El movimiento obrero era sin duda el gran movimiento antípoda de la época. Y fue seguramente este tipo de interpretación lo que hizo a Tönnies tan influyente en el sindicalismo inglés.
Al considerar el nacimiento de la «ciencia de lo social», la modernidad se descubre una vez más como un proyecto concomitante a un modo determinado de conocimiento, un proyecto fundado en una declaración de guerra encubierta: aquella contra las instituciones populares. La modernidad se puede comprender así como un vasto esfuerzo de erradicación popular —«civilizatorio» en palabras de Norbert Elias— que discurre en paralelo a la lucha progresiva de sustitución de la comunidad por el Estado como forma sustancial del vínculo político.
Y sin embargo en las sociedades divididas, en las sociedades de clases, la figura de la institución popular debe reconocerse como el medio principal de organización de los pobres, de los desposeídos, de los excluidos políticos. Son estas instituciones populares —su rastro y su herencia— las que trastocaron la política moderna hasta convertirla en política democrática, y más allá en política revolucionaria. De hecho, el movimiento obrero solo se puede considerar a partir de una enorme constelación de instituciones populares: cooperativas de consumo y producción, asociaciones culturales, espacios de socialidad, fiestas y celebraciones; una amplia constelación de prácticas de apoyo mutuo (en fábricas y barrios) que sirvieron de base a la organización obrera. El sindicato, antes de convertirse en «política», antes de adquirir la organización sólida y formal de un conjunto de cuerpos separados (afiliados, funcionarios, jefes) surgió como comunidad de lucha, una institución todavía no separada del trabajo colectivo dirigido a una mejora común, de una energía afirmativa que se reproducía como capacidad de conquista colectiva.
Bajo esta luz, la historia social del movimiento obrero nos impulsa al reencuentro con las raíces de la institucionalidad popular, muchas veces desencajada de los moldes teóricos de los intelectuales del socialismo. En esta historia surge una clase que se dice en plural (según oficios, tradiciones, territorios) y que solo se unifica en la lucha. La clase prende a partir de una institucionalidad y cultura populares, que arrancan donde pueden —muchas veces de las viejas tradiciones comunales—, al tiempo que rara vez responden al esquema de la «conciencia». La política, la economía y la moral se desenvuelven como los hilos entrelazados de una madeja, un espacio denso y no escindido: algo que apenas entendemos con conceptos como el de «economía moral», que propuso Thompson, frente al de economía política de los economistas burgueses. En definitiva, la clase obrera fue, desde el principio, densa y abigarrada.
Pero a pesar de esta relación entre clase y comunidad, el socialismo rara vez —quizás solo cuando era el socialismo de los propios obreros— tomó la institucionalidad popular como fuente concreta de su horizonte de emancipación. La característica más destacable del socialismo intelectual, y su sorprendente continuidad desde los utópicos hasta el leninismo, responde al hecho de que este tipo de instituciones apenas aparecen como medios o instrumentos, todo lo más, prefiguraciones imperfectas de una «idea de socialismo» que nunca requiere de un registro material concreto. En ninguna de sus versiones el horizonte socialista o comunista se expresó más allá de fórmulas abstractas. Valgan aquí las comunidades ideales como los falansterios —imaginaciones armónicas de las relaciones industriales— o la imagen más metódica del socialismo de la Segunda Internacional, que heredó toda la socialdemocracia y que acabó por configurarse como socialismo de Estado: el gran Estado nacional elevado a rango de único heredero legítimo del proyecto de emancipación en la era de la gran industria. Incluso las imágenes más líricas del comunismo, como aquella de la comunidad universal en Marx, apenas rebajaron el nivel de abstracción. El socialismo intelectual no construyó evocaciones en las que se pudieran reconocer los rastros de las instituciones populares todavía disponibles en cada época.
La excepción, la única en el cambio del siglo xix al xx,13 provino de los anarcocomunistas, especialmente de Kropotkin y su poderosa imagen del apoyo mutuo que se proyectaba sobre el conjunto de la historia humana como el principio axiomático de las instituciones populares. Como hemos visto, para los anarcocomunistas decir comunismo era afirmar la comunidad; y la comunidad era la plétora de instituciones populares, de alianzas y empresas colectivas fundadas en el libre acuerdo. Su claridad y eficacia residió en expresar en un horizonte racional algo que los obreros y campesinos ya conocían y hacían en sus asociaciones y sindicatos. Por eso el nuevo socialismo y las energías absorbentes de la política de Estado tendieron a empujar estas visiones, como se desplaza a un competidor, al anacronismo de una historia condenada en una era de progreso apenas interrumpido.
¿Puede entonces en los tiempos de la fragmentación social, de las comunidades frágiles —por intereses o por afición—, servirnos todavía de algo hablar de instituciones populares? Nos sirve en la medida en que estas
Sin duda hay más, los proyectos cooperativos inspirados en las ideas de Robert Owen fueron para la generación anterior apenas un desarrollo de las experiencias cooperativas que ya se estaban desarrollando. En los años setenta la «actualidad del comunismo» tomó el propio desarrollo de formas de vida y de relación, que exploraba la contracultura, como la imagen actual de la sociedad emancipada.
todavía persisten y son la forma básica de cualquier proceso de autodeterminación, de construcción de un sujeto en lucha. «Instituciones populares» son las organizaciones de defensa comunitaria que blandieron la consigna boliviana de «tierra y autogobierno»; al igual que las formas de «autonomía social» con la que los zapatistas resumían el derecho al autogobierno sobre sus tierras. También son instituciones populares las cristalizaciones de movimiento sustraídas parcialmente al poder de Estado y a las formas de la empresa capitalista. Incluso en el Occidente completamente colonizado por la cultura mercantil y la estatalización de casi toda forma de vida, la institución popular perdura como constitución comunitaria en casi cualquier forma asociativa que pretenda durar y que además extienda sus áreas de intervención sobre los recursos —materiales e inmateriales— que soportan la vida de esa comunidad.
La «izquierda» está particularmente mal dotada para comprender la valencia política de lo que llamamos «institución popular». La «izquierda», al igual que la mayor parte del pensamiento crítico, apenas escapa a la matriz moderna. En sus formas más acabadas, la institución popular se caracteriza por la ausencia de una separación entre lo político y lo económico. La esfera política no se comprende como la «esfera de la libertad», al tiempo que la económica tampoco remite al reino de la necesidad. La institución popular no encaja, por tanto, en las categorías liberal-democráticas. En lo «popular» no resulta posible la escisión de una esfera económica de otra política. La primera no está autonomizada de la segunda. Lo político está comprendido en lo económico, y a un tiempo en una norma o ética colectiva. No hay separación. Los recursos tomados y administrados en común constituyen la propia sustancia y materia de la decisión política. La política — como deliberación y contraste de opiniones— está completamente integrada en la materialidad de la institución.
La ciencia económica ha tardado más de doscientos años en entender algo de la dimensión económica de lo común-popular. Solo recientemente, y a partir de los trabajos de Elinor Ostrom sobre el gobierno y las instituciones de los llamados recursos de uso común, esta disciplina ha empezado a comprender la capacidad de autorganización de la «especie». La sorpresa ante esta tardía aparición de las instituciones de autogobierno (los comunes) en la «ciencia económica» —diferenciadas de las dos grandes formas de organización sobre las que ha pivotado la modernidad: el mercado y el Estado— es todavía mayor si se considera que lo común-comunal constituye el marco principal de organización de las sociedades humanas, consideradas en su larga duración. El reconocimiento de las instituciones de autogobierno sobre los recursos comunes modifica por completo la paleta de opciones económicas y el debate político sobre las mismas. Destruye, en pocas palabras, la oposición entre mercado y Estado, capitalismo y socialismo, para situar la discusión en relación con la comunidad, la autogestión y las instituciones de autogobierno.
De forma parecida a lo que ocurre en la ciencia económica, al considerar la «institución popular» bajo las categorías políticas de la modernidad, la institución popular
un enfoque histórico ciertamente dudoso, que explica la Revolución americana como revolución política y la francesa como revolución igualitaria (la desigualdad social imprime ese urgencia de la «necesidad»), repite el típico argumento que hace descender la aspiración de igualdad al gobierno de la necesidad, cuando no del terror.
resulta anómala. Las instituciones populares no se definen por su mayor o menor condición democrática, sino porque en ellas lo que normalmente llamamos democracia —la representación, un ámbito deliberativo descarnado de la decisión directa, la formación de lo universal en el Estado— no tiene lugar. La institución popular es una afirmación concreta, que tiene su fuerza en su particularidad, no en un principio presuntamente universal. Las instituciones populares no tienen cabida sino engarzadas y confundidas en comunidades populares concretas. Su razón reside en la vida colectiva, en la gestión cooperativa de un recurso considerado común. En estas, el ámbito político no está separado de la necesidad. El recurso determina la propia existencia de la institución definida como empresa conjunta. Por eso, al menos históricamente, las instituciones populares se confunden en lo prepolítico. Tienden a ser consideradas bajo el prisma de las comunidades arcaicas y en descomposición, en las que lo político —como deliberación y decisión— aparece engullido en un conjunto de normas consuetudinarias.
También por eso, la institución popular se define en un terreno radicalmente distinto al de la democracia liberal y a las formas de administración de lo «común» por el Estado. La dupla mercancía / Estado, mercado / público ha empujado las instituciones populares a una eterna relegación al pasado premoderno. La formación del Estado moderno, en tanto monopolio de lo político, condena las instituciones populares al exilio —fuera del terreno de lo político— o tiende a convertirlas en prolongaciones de su propia administración. Pero la persistencia de lo común-comunitario se debe curiosamente a su propia eficacia en terrenos donde el mercado y el Estado fallan de forma repetida.
Esta oposición entre Estado y comunidad es pareja a la de universalidad / particularidad, o en términos políticos a la de soberanía / contrapoder. No en vano, la guerra del Estado contra «lo popular», contra la comunidad, se ha declarado bajo el pretexto de la «particularidad» de lo comunal popular. La institución popular se presenta como límite y obstáculo a la universalidad estatal. El Estado empuja así lo comunal bien a la marginalidad impolítica, bien a la resistencia. El ocultamiento del carácter político de lo común está implícito en la consolidación del Estado moderno. La resistencia a este proceso constituye, a su vez, la base del anarquismo espontáneo y popular, opuesto al Estado, y también a las formas de democracia «ciudadana» (liberal-representativa) que solo tras un siglo y medio de enfrentamientos lograron asimilar y pulverizar las viejas formas de autonomía popular. La liquidación de la comunidad, nunca completa, requiere por tanto de la expansión del Estado, hasta el punto de que el Estado fagocita a la comunidad: la destrucción de la segunda es la condición de expansión del primero. Paradójicamente la comunidad —ya sea su vacío o en calidad de amenaza y alternativa— ha terminado por constituirse en el motor inmanente del proceso de estatización.
Se puede concluir, por el momento, que la «política de parte» perdura a través de la fundación de instituciones populares, enfrentadas o al menos sustraídas parcialmente a la dupla mercancía / Estado. En la medida en que los sujetos populares adquieren consistencia institucional, sus demandas, y sobre todo sus propias instituciones, son irremisiblemente acusadas de particularismo, de «egoísmo de parte». Los monopolios del Estado rechistan, de este modo, contra lo que consideran una amenaza. Pero no se puede negar que la institución popular es siempre una forma particular. Su modo de extensión —la forma en la que genera «solidaridad material»— tiene poco que ver con el deseo de ocupar el Estado, de generar una nueva forma universal común. Su eficacia se basa en el ejemplo. Su método reside en la reproducción asimétrica de nuevos procesos de autodeterminación, siempre particulares y siempre sujetos a un contexto singular. La propuesta «universal» de lo «comunitario popular» es por eso del todo concreta y, a la vez, múltiple. Lo común no corresponde con ninguna forma de monopolio de lo político, de centralización del poder, sino con su descentramiento radical en una infinidad de formas diversas. La política de parte es, por eso, la política de los contrapoderes.
13. La figura del contrapoder
La figura del contrapoder ha tenido una permanente mala prensa en la tradición revolucionaria. Entendida en ocasiones como renuncia al poder del Estado —y por ende a la propia idea de revolución— fue considerada infantil, o peor, sospechosa de complacencia con el pluralismo político de matriz liberal. Demasiado próximas a la caricatura, estas críticas no dejan, sin embargo, de apuntar sobre ciertos problemas.
En la tradición inaugurada por la Revolución rusa, esto es, en todos los derivados del leninismo, la idea del contrapoder tenía un pequeño lugar en el campo de la estrategia revolucionaria. Era la forma del poder obrero en el momento decisivo, en el clinamen revolucionario. Se trataba, no obstante, de un «momento», no de una forma política estable. Cuando los organismos revolucionarios de clase empezaban a disputar el poder de Estado, estos se constituían como contrapoder, en la jerga leninista como «doble poder». La tragedia de este nuevo poder, separado y contrario al viejo poder de Estado, consistía en que estaba condenado bien a imponerse sobre los aparatos del Estado burgués, bien a ser liquidado por el viejo orden.
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La situación de «doble poder» se consideraba transitoria, un resultado obligado en la coyuntura del «empate catastrófico», en las tablas temporales que a veces se producían —la Revolución rusa había establecido «el modelo» para toda revolución posterior— en la lucha encarnizada entre revolución y contrarrevolución. De forma consecuente, el poder de clase solo adquiría valor político en tanto se definía como un Estado embrionario, un Estado en potencia.
Esta concepción de la revolución, que inscribía el «doble poder» como momento decisivo previo a la sustitución del sujeto que sostenía el poder de Estado, era congruente con la teoría del partido de la revolución. En el marco del marxismo leninismo el partido tenía la función de imprimir una dirección adecuada en el curso de los acontecimientos, especialmente en cada uno de los momentos decisivos. Su éxito se medía en la consecución de la «toma del Estado». Sin ambages, el boliviano René Zavaleta escribía «sin partido puede haber consejos obreros, pero no una revolución». La importancia del partido residía en su constitución simétrica respecto al poder de Estado. De una forma más exacta —y desde luego consciente de la profundidad histórica del proyecto— el juego político no era sino el enfrentamiento entre dos formas de Estado. Valgan, en este sentido, los fragmentos de Gramsci en los que el príncipe moderno se prefigura en el partido fundador de un nuevo Estado:
Se ha dicho que el protagonista del nuevo Príncipe no puede ser en la época moderna un héroe personal sino que debe ser el partido político, es decir, en cada caso y en las diversas relaciones internas de las diferentes naciones, el partido político determinado que se propone fundar un nuevo tipo de Estado (y ha sido racional e históricamente fundado con este fin).
La revolución se presentaba, por tanto, como un enfrenta miento entre dos soberanías contrapuestas. Un conflicto entre dos legitimidades, dos formas estatales, que resultaban mutuamente excluyentes. La concepción dura, leninista, de este enfrentamiento convertía la soberanía del Estado obrero en un verdadero agujero negro de energías políticas. Incluso antes de la conquista del poder de Estado, el partido se debía constituir como una forma paraestatal y soberana. De nuevo en las palabras del boliviano: «Para el militante revolucionario la soberanía no está en el Estado sino en su partido; el partido es el lugar donde se espera y se prepara la destrucción de la soberanía opuesta a él».
En este marco, no hay escapatoria posible frente a la noción moderna del Estado y su atributo fundamental, la soberanía. La política revolucionaria estaba condenada a una difícil disyuntiva. O bien persistía con una violencia crudamente schmittiana, que por astuta que fuera estaba condenada a enfrentar una situación de guerra civil. Esta confrontación debía terminar necesariamente en la sustitución del sujeto de la soberanía del Estado o en la liquidación del poder revolucionario para-estatal. O bien admitía una suerte de doble rasero que, de un lado, todavía hablaba con la lengua de la revolución; y de otro, esa misma revolución quedaba pospuesta en la negociación práctica con el adversario, en la convivencia y la aceptación de unas normas comunes. Este compromiso concluía en lo que normalmente llamamos democracia.
«Reforma o revolución» era en última instancia la alternativa política. Apenas quedaba un margen estrecho para una posición que pertenecía menos a la concepción leninista de la revolución que a la jacobina. Esta vía puede comprenderse con el término «democratización». La «democratización», o más propiamente el «proceso de democratización», se ha descrito como una secuencia de revoluciones políticas parciales dirigidas menos a la sustitución del poder de clase burgués, que a la perfectibilidad del Estado democrático como forma incluyente de todo el pueblo. Nótese bien que esta posición a medias reformista, a medias revolucionaria, ponía por delante la revolución democrática antes que la revolución comunista. Era por eso jacobina antes que marxista.
El marxismo como ideología y como práctica trató de conciliar ambas posiciones —a la postre heterogéneas — en un esquema de fases: primero la revolución democrático-burguesa, revolución eminentemente política, dirigida a cambiar el sujeto de Estado, a desprenderle de sus atributos feudales y absolutistas; luego la revolución socialista, dirigida a instaurar la dictadura comisaria del proletariado, primer paso en la transición al comunismo. Este esquema evolucionista, por contradictorio que resulte debido a su aparente rigidez, dotó a los partidos de tradición marxista de una enorme flexibilidad estratégica, en contextos y situaciones históricas casi siempre dispares. De hecho, constituyó la única forma histórica capaz de dotar de cierta elasticidad a la oposición entre reforma y revolución.
En un sentido o en otro, esta concepción política condenaba a la «política de parte» ya a la insignificancia, ya a la ardua tarea de constituirse como el lugar de lo universal. En la tradición revolucionaria, la recusación práctica y permanente de los monopolios de Estado quedaba reducida a una opción imposible, una ingenuidad o un anacronismo. En la imaginación moderna no cabía la figura del contrapoder. Este recordaba demasiado a la vieja poliarquía medieval, a la idea de múltiples poderes (soberanías) superpuestos.
Curiosamente el pensamiento liberal, mucho más familia rizado con el manejo del Estado, que no a la identificación con el mismo, resultó más pragmático a la hora de elaborar una noción del poder de Estado. En el pensamiento liberal, el Estado es sobre todo una pantalla en la que impacta un campo complejo de intereses y poderes diversos, a veces sustancialmente autónomos al propio Estado. Su idea del poder es la de un pluralismo subyacente, que en sus versiones más consecuentes resulta incompatible con la unicidad de la soberanía estatal.
La izquierda, en cambio, compartió desde su origen —cuando aparece como metáfora topográfica: los de «la izquierda» en la asamblea francesa— la idea moderna del Estado. Idea progresiva que celebra la unificación del poder de Estado frente a la fragmentación «feudal» de la soberanía. Caso de no confundirse con el socialismo en general —en tanto movimiento social hecho por y para los trabajadores— y menos aun con movimientos como el feminismo o el movimiento negro, la izquierda ha sido siempre estatista. Su constitución es fundamentalmente relativa al Estado, parafraseando a Gramsci, portadora de una particular «idea del Estado». A esta identificación con el Estado debe también la multitud de sus fracasos a lo largo de su historia. Pensar la política más allá del Estado es, por eso, pensarla más allá de la izquierda. Este ejercicio de desidentificación con el Estado nos devuelve de nuevo al problema de la «política de parte», de la política que proyecta las potencias de la parte. Merece, por eso, recuperar tradiciones de pensamiento consideradas excéntricas o al margen de las corrientes principales de la izquierda.
En una posición indefinible de acuerdo con los cánones de las disciplinas tradicionales, en realidad a caballo de las vanguardias artísticas, pero con una clara vocación antifascista, Bataille escribía, en los años treinta, las primeras nociones acerca del «gasto», lo que llamaba el «gasto improductivo». En las sociedades capitalistas —decía— la utilidad ha terminado por ser un principio imperativo. La división entre lo útil y lo improductivo determina el campo social. A un lado, discrimina lo «homogéneo», aquello que sirve a la totalidad de lo social. Lo «homogéneo» capitalista queda definido por la «conmensurabilidad», la utilidad medida como valor en unidades de equivalente universal, dinero. Al otro, está aquello que aparece desencajado, que resulta improductivo en términos de utilidad y que, a su vez, resulta constituyente de una nueva «heterogeneidad» social. Lo útil y lo improductivo, categorías sociales que Bataille desprende de toda la historia de la humanidad, han retornado como determinaciones de la sociedades modernas.
Bataille emprende una particular apropiación del Marx de la mercancía y de la doble dimensión de valor de uso y del valor de cambio. Al pasarla por la teoría del don de Marcel Mauss y por la noción antropológica del potlatch, la «parte maldita», el gasto improductivo, queda referido como privilegio de los nuevos parias, los pobres modernos, los obreros. De forma explícita, su lectura estaba dirigida a reconocer las potencias de esa «parte heterogénea» llamada movimiento obrero. En un arrebato escribe: «La lucha de clases se vuelve la forma más grandiosa de gasto social cuando es asumida y desplegada, esta vez por parte de los obreros, con una amplitud que amenaza la existencia misma de los amos».
Como Bloch antes, el marxismo de Bataille actualiza la figura de los primeros cristianos y de los viejos movimientos milenaristas. Y repite con ellos la consigna de Cristo: «Vine para dividir no para reinar». La política de parte, de la «parte maldita» diría Bataille, se muestra aquí en su en tera positividad como gasto y afirmación. Al recuperar su principal propuesta para esta época, aquella de la figura del acéfalo —el sin cabeza—, se desprende una política original y que difícilmente encaja en las formas de la izquierda. El acéfalo, o también la sociedad policéfala, es la metáfora de una sociedad que se ha desprendido de la quietud de Dios, que se afirma como comunidad sin jefe, como tragedia también de la imposibilidad de su unificación. En Bataille, parece, se vislumbra la posibilidad de una política de la unilateralidad, una política que no requiere mediar con la «homogeneidad social» y que se desprende como pura autodeterminación, puro gasto improductivo.
En fechas más recientes, y en el marco de un combate diferente, esta vez contra el fin de la política o la postulación apenas encubierta de la despolitización de las sociedades contemporáneas, Jacques Rancière ha planteado también la política de parte como la cuestión central de la democracia. Su aproximación proviene igualmente de un desvío de las categorías modernas. Y una vez más, el centro de su reflexión parece situarse en la escisión política que funda lo que él llama democracia.
El objeto de Rancière se cifra en romper «la gran aspiración de la oligarquía de gobernar sin pueblo, es decir, sin división del pueblo; gobernar sin política». La paradoja del pueblo de Rancière, y con ella la del gobierno del pueblo —lo que llama democracia—, es la de la división. La democracia consiste en el derecho a escindirse y a expresarse de forma escindida. Frente a la despolitización de lo político —la presunta secularización de la política— que en los lenguajes de la gestión se identifica con los términos colaboración y gobernanza, y en el fascismo con la pasión violenta por la unidad nacional y racial, la política para Rancière es principalmente constitución de parte. «La democracia —escribe— es la comunidad de partición, en el doble sentido del término: pertenencia a un mismo mundo que solo puede declararse en polémica, reunión que solo puede realizarse en el combate». Existe por tanto un doble juego de división y reconciliación, de separación y encuentro, que se resume en este concepto de partición.
Rancière piensa a partir de dos categorías: policía y política. La policía se distingue, sin embargo, de la labor represiva de la «baja policía». Tomando a Foucault en su particular genealogía del término, la policía es señalada como la instancia de gobierno que se ocupa de la población, de su felicidad, de su contabilidad. La policía es aquella instancia que pone a cada cual en su sitio, que reproduce una determinada distribución de los cuerpos, así como de los modos de hacer y decir. La política, en cambio, compete a la «parte de los sin parte», a aquellos que no tienen parte en lo común de la comunidad, de una forma típica, los pobres.
La política tiene que ver, además, con la formación de sujetos, de forma más precisa con lo que Rancière llama subjetivación. Los sujetos se forman en la distancia entre el lugar que les asigna la policía —como la identidad del productor consumidor o de la mujer esposa y madre— y su ausencia de parte en lo común de la comunidad. «Toda subjetivación es una desidentificación, el arrancamiento de la naturalidad de un lugar», escribe.
Rancière insiste en apuntar al partido de la oligarquía como el partido de la antipolítica, y a la política democrática del consenso —con su eterna multiplicación de las partes en la forma de «afectados» e «intereses»— como la forma de la antipolítica moderna. La «política», identificada con el «partido de los pobres» o los «sin parte», surge como negación de la «contabilidad de las partes», como desorden en el orden de la distribución de los cuerpos, de las formas del decir y del hacer. Rancière, sin embargo, no termina de proponer una exploración positiva de la «política» como comunidad parcial —efectivamente contrapuesta a la comunidad policial universal—. La subjetivación política, la formación del sujeto, se deduce en referencia a la igualdad prepolítica de todos los seres parlantes, «igualdad vacía». La construcción operativa y efectiva del sujeto político no supone mayor lugar en su reflexión.
En Rancière, la reflexión particular sobre el Estado como el lugar de lo común-universal, esto es, del Estado como policía par excellence, no requiere por tanto de mayor desarrollo. Sin duda, no se trata, tal y como él señala, de identificar al Estado con una instancia meramente represiva. La policía es siempre un orden molecular, interno y constituyente de todos los integrantes de la comunidad, lo que además es propio de la doble dimensión de toda institución social. La cuestión reside en que esa interiorización del «orden de las partes» que caracteriza a la policía, supone también la interiorización del Estado, la aceptación de su monopolio sobre lo común. Este monopolio estatal de lo político es el garante de la antipolítica que define Rancière; al menos si atendemos a la figura del Estado liberal, que progresivamente va inscribiendo las demandas de los sin parte (obreros, mujeres, minorías) y así los convierte progresivamente en aparatos de Estado.
Desde esta perspectiva, el contrapoder se presenta como la persistencia de la política frente a la policía. La política de los «sin parte» si quiere perdurar, si no quiere ser una demanda efímera, requiere de algo así como una forma de «no reconciliación» en el Estado-comunidad. Esta renuncia a una integración completa en lo común estatal es lo que hace de este tipo de política algo siempre incompleto y al mismo tiempo proyecta al contrapoder como la figura por excelencia de una política sin término.
El contrapoder expresa, en definitiva, una voluntad de persistir: «nosotr*s somos, nosotr*s existimos» frente a la ficción de la totalidad que el Estado presupone. Se define como una institución política particular de un sujeto particular. Por eso, también, decir contrapoder es decir autodeterminación: formación de sujetos —o si se prefiere procesos de subjetivacion nuevos y anómalos—, autorganización de segmentos de vida que adquieren formas políticas propias. El contrapoder se constituye como una forma política inmanente, un poder social organizado, y a la vez una forma que no encaja en las mediaciones estatales, mediaciones de integración como la representación, el partido, las formas electorales, etc.
Esta política de la escisión apenas resulta asumible por la política moderna. Ciertamente a veces se atisba la sombra del contrapoder en la tradición revolucionaria, dentro de sus particulares antagonismos: pueblo / oligarquía, obreros / burgueses. Pero solo por un momento. La distancia acaba por mostrarse en la relación que la política moderna guarda con el Estado en tanto lugar de lo universal. Justamente, en la medida en que el contrapoder se conforma en la escisión respecto a lo universal estatal, constituye una negación corrosiva de la ficción de la soberanía, pero también de la idea de una reconciliación final en un nuevo universal positivo; final que subyace a la idea de revolución.
La figura del contrapoder nos conduce así una vez más a la naturaleza bélica de la política, a la ausencia de una cesura entre guerra y política. Asociación negada por el vértigo que suscita. Y temor suscitado por la sospecha de que por debajo de la ficción de la soberanía se está siempre al borde de un derrumbe interno. La persistencia de la guerra civil remite al problema del principio último sobre el que se pretende fundar todo régimen político (todo Estado) y que por arte de su propia capacidad autolegitimante neutralizaría las fuerzas de la división social. Esta noción de la política como guerra nos recuerda la investigación de Foucualt sobre el origen del discurso histórico político, y que le empujó a ensayar una particular defensa del «historicismo». Así expresaba Foucault esta imposibilidad de separar guerra y política: «La política es la constitución de la guerra por otros medios; vale decir que la política es la sanción y la prórroga del desequilibrio de fuerzas manifestado en la guerra».
La política moderna se desarrolla de este modo, en la guerra, pero también en un continuo exorcismo de la guerra interna. Tal es el origen de la ficción moderna del pacto de soberanía en cualquiera de sus versiones (Hobbes o Rousseau). Tal fue también la gran preocupación de Karl Schmitt, cuando se enfrentó a la «guerra civil» de su tiempo. Su particular concepción de la dictadura era la de una síntesis nueva entre sociedad y Estado, punto primero de la revolución invertida, de la revolución conservadora. Incluso la democracia representativa, la «democracia tal cual es», que escenifica la escisión social en la forma de partidos e intereses, apenas puede considerarse, en la mejor de sus versiones, como una teatralización del conflicto dirigida a producir una sustancial despolitización de las sociedades divididas.
A este miedo a la política como guerra, que es también pánico a una división que se sospecha irreconciliable, tampoco escapan aquellos que con mayor saña han propugnado la guerra social. Paradójicamente, el mito de la revolución se ha alimentado de la ficción del Estado y de la soberanía, más concretamente de la aspiración a su realización virtual, frente a su incompletud actual. La revolución ha sido el último exorcismo de la idea de una completa identificación entre Estado y sociedad. A fin de cuentas, la promesa del acontecimiento revolucionario es la de un tiempo de excepción que culmina en una gran reconciliación. El pueblo al fin reencontrado y reconocido como poder del Estado. La clase fundida en la totalidad universal del Estado, convertida en «Estado de todo el pueblo». Incluso en aquellas versiones de la revolución más libertarias o anarquizantes, la liquidación del Estado en el proceso revolucionario debía dar lugar a una política armoniosa y extraña: una política que desaparece como arena y conflicto y se transforma en mera administración, simple «gobierno de las cosas». La visión antipolítica de la modernidad, aquella de un gobierno técnico y racional, de acuerdo con la expresión de Saint-Simon, impregnó al socialismo. Su utopía propugnó también el fin de la guerra, de la guerra civil.
La política del contrapoder parte pues de una premisa difícil de asumir: la desesperanza acerca del final de la guerra que funda la política. Su presunción no descansa en la promesa de un final. Ni hay ni podrá haber una sociedad que no esté articulada sobre relaciones complejas de poder y dominio. La apuesta no es así tanto la de una reconciliación, como la de una fundación. La política del contrapoder se realiza en la fundación de nuevos y múltiples poderes políticos. Poderes que surgen desde abajo, de los procesos anómalos de subjetivacion que según Rancière desbordaban a la policía, haciendo la cuenta de los sin parte.
Esta política del contrapoder no se asimila, sin embargo, a la concepción schmittiana del choque de los partidos totales y de las nociones de amigo-enemigo. En la idea de contrapoder está inscrito el antagonismo: antagonismo con el Estado, con la política del capital, con otros contrapoderes. Pero su forma, que ciertamente corresponde con la de la guerra civil, no es aquella de la muerte y el exterminio implícitos en la noción del enemigo absoluto de Schmitt. La política del contrapoder responde a una geometría dinámica, que se escurre a cada ocasión en nuevas formas de antagonismo y conflicto, y que se sabe durable. La guerra se asemeja así a un juego de guerrillas participada por bandos móviles.
Guerra, por tanto, pero una guerra atenuada, sometida a códigos reglados, a formas civilizadas, según expresión reciente de Mario Tronti. Este es seguramente el único sentido positivo que cabe dar a la palabra democracia. Casi podríamos decir que la política fundada en el contrapoder responde a un doble proyecto: de civilización de la guerra (conflicto sin muerte) y de reactualización constante de esa misma guerra.
Tal pacificación de la guerra como política y a la vez tal celebración de la política como guerra, implica un trabajo continuo sobre el Estado. En tanto monopolio de la violencia, el Estado es una instancia que no puede ser derrotada. Cualquier agresión o crimen contra el Estado es respondido con una reacción simétrica y mayor por parte del mismo. En la guerra, así definida, no hay posibilidad de derrota del Estado más que por medio de una fuerza militar mayor que la del propio Estado. La equivalencia bélica de la lucha contra el Estado nos devuelve al siglo xx, a la formación del partido-Estado y de la soberanía alternativa. La apuesta no puede ser esta.
En el marco de la formación del contrapoder, el modo de enfrentar al Estado no parte de la construcción de un poder simétrico y opuesto, otro poder-Estado. Al Estado se le descentra y se le cerca, se le limita y se le «civiliza». El contrapoder prefigura una relación distinta con el Estado. Niega la pretensión estatal de la totalidad, no tanto por medio de la fuerza armada, cuanto de la revelación de su ficción como constitución común-universal. En cierto modo, la fuerza del Estado es también su debilidad, y esta se muestra en el lugar más evidente: el de su presunto monopolio de lo universal. Por eso la política del contrapoder no es una política de sustitución de una forma de Estado por otra más legítima, «más universal». Es sobre todo una política de aislamiento del Estado, de reducción del Estado a un perímetro pequeño y regulado.
Considerado desde esta perspectiva, la acusación más corriente es que el contrapoder constituye una política negativa y particular, mero resistencialismo que corresponde con la ausencia del gran sujeto: la falta de lo común universal. Y efectivamente, se trata de un argumento con base: el contrapoder no responde con un programa alternativo a la gran crisis actual, ni con una forma de Estado más democrática, más representativa, más universal. Su política es positiva, en tanto descansa en la fundación y afirmación de poderes sociales hoy capitulados y encerrados en las distintas formas de mediación de Estado (representación, partidos, derechos). Como tal, el contrapoder no se define como una contraparte del Estado, ni siquiera como un contrapeso en el Estado, sino como autodeterminación positiva (no-Estado) y como constitución de sujetos autónomos y conflictivos (anti-Estado). Ninguna de las fórmulas de la división de poderes dentro del Estado refleja, siquiera de modo aproximado, la afirmación sencilla y simple del contrapoder: la autodeterminación de una parte de la sociedad, por parcial que esta sea.
El contrapoder es, por todo ello, afirmación práctica, afirmación militante y afirmación particular. En tanto tal, no es una nueva teoría, cuanto otra política: política práctica y que solo en la práctica encuentra su verdad. En última instancia, el contrapoder es una estrategia de reconstrucción de la política en la descomposición del Estado y de su pueblo (la clase media). Y es, por eso, la forma de la revolución, cuando la revolución —el gran momento de inversión histórica— ha perdido la fuerza de los viejos mitos.
A modo de epílogo.
Por una política de clase
Política de parte / Política de clase
Mencionar la palabra «clase» se había convertido en un anatema, síntoma de una melancolía patológica. La acusación se extendía por igual a los lenguajes de las ciencias sociales, bien provistos de sus propios arsenales sustitutorios, y a los de la política institucional. En esos mundos, en esos universos conceptuales, cualquier fractura tenía la forma de un fractal. Cada unidad, aparentemente acabada, podía a su vez descomponerse en cristales de forma idéntica, pero de tamaño más pequeño. Cualquier fractura era, por tanto, no decisiva: todas ellas integrables en la institución política, provista de una elasticidad infinita. La diferencia se convertía en distancia pero no en ruptura.
Afortunadamente ese tiempo acabó. Hace años, décadas ya, que se viene recuperando una lengua más bronca. En el conflicto reciente y con la formación de nuevos sujetos, hemos sido devueltos a la política propiamente dicha.
Existe un vínculo estrecho entre la política en sentido moderno y su relación con la clase, o lo que aquí llamamos «política de parte». El motivo de este texto es analizar ese vínculo, no (o al menos no solo) en los contenidos abstractos de su articulación conceptual ni en el recorrido histórico, que se despierta a mediados del siglo xviii, y
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que en este libro se ha probado para el siglo xx. Más bien se trata de recordar su valor vivo para esta época en la que se quiere volver a hacer política (política en el viejo sentido), pero en la que las categorías y las realidades se han vuelto mucho menos claras, menos inteligibles.
Aquí nos vale con hablar de clase de la siguiente manera: la clase es la forma del sujeto —no de todos los sujetos, pero sí del sujeto central de la era de las revoluciones— de la política moderna. Ninguna de las grandes ideologías de los siglos xix y xx existiría sin una estrecha relación con la clase. Ya sea como afirmación en tanto realidad colectiva y determinante (anarquismo, socialismo, comunismo), ya como negación en favor de los individuos (liberalismo), ya en su superación en entidades propiamente metafísicas (los distintos nacionalismos, incluido el fascismo), la clase constituye el sujeto a afirmar o a expurgar en la historia moderna. Y por supuesto la clase experimenta también otra forma de negación, esta vez interna, protagonizada por sus teóricos, que tienden a considerarla más allá de sí, transformándola en fetiche conceptual de sus peleas.
Valga decir, por el momento, que la clase es ideología, justamente y nada más que el relato, casi siempre mítico, que acompaña a un conjunto caótico de prácticas sociales. Y sin embargo, la clase no es solo una «idea», un concepto de la teoría política, o mucho menos un término sociológico. La clase es política: una práctica. La clase se conforma sobre todo como movimiento; antiguamente se diría movimiento obrero. De hecho la clase no existe más que en tanto movimiento: conflicto, autoafirmación, instituciones propias.
La clase se resuelve como una forma política, un «hacerse» inacabado de alianzas, que se efectúan y validan una y otra vez, un making [formación] por retomar la propuesta de E. P. Thompson.2 La clase no es, por eso, exigente en su composición. No se encuentra en un segmento laboral aislado, como podrían evocar sus figuras antiguas —los mineros o los metalúrgicos—, o en términos más amplios, la clase obrera industrial. La clase es «formación»: proceso complejo de alianza de heterogéneos, de traducción de lenguajes, de composición común.
De hecho, la historia del movimiento obrero está hecha en las condiciones extremas de una movilidad de masas, de una heterogeneidad radical. Nada menos histórico, y menos estimulante, que la imagen de la clase identificada con sus estertores fordistas: los hombres blancos, hechos en el trabajo industrial y el barrio obrero de eeuu y Europa. Propongamos, para empezar, imágenes más vivas: las asambleas de los woobblies de los años diez y veinte del pasado siglo, la forma múltiple y compleja de estos encuentros en los que se recurría a cuatro o cinco lenguas — inglés, alemán, polaco, italiano…— y que sin embargo no impedían concurrir en un sentido y una acción comunes. Recordemos más recientemente las huelgas de los trabajadores migrantes en los campos del sur de Europa y también sus asambleas multitudinarias y multilingües. Echemos un vistazo a la historia del movimiento obrero ruso, antes de la revolución, a las asociaciones de campesinos venidos de toda Rusia y convertidos en obreros industriales, a sus formas mancomunadas (los arteles), a la formación de los barrios obreros de Moscú y San Petersburgo, a sus incipientes asociaciones sindicales. O también a los trabajadores «meridionales» recién llegados a Barcelona que ingresaban en masa en la cnt. O la multitud de biografías de obreros revolucionarios en las primeras décadas del
Repetimos aquí la figura de Thompson de la formación (making) de la clase obrera. Este «hacerse» clase, a través de tradiciones previas (como el inglés nacido libre o el radicalismo británico) y en los entornos de un artesanado radicalizado, se produjo antes de las concentraciones de la gran industria, que de forma característica definen las «condiciones objetivas» para la formación de la clase obrera. Véase E. P. Thompson, La formación de la clase obrera en Inglaterra, Madrid, Capitán Swing, 2012 [1963].
siglo xx, hechas de migración y movilidad y en la que se «cambiaba de país como se cambiaba de calcetines».
La clase es, sobre todo, constitución común, pero en las condiciones de movilidad y cambio impuestas por un mundo que no se detiene. Es poco lo que en ella está prefigurado y, a pesar de todo, poco lo que viene determinado por una realidad sociológica o económica. Por eso la clase aquí referida no es exactamente ni la del «Marx sociólogo» —determinada en relación con los medios de producción— ni la del Weber de la «acción social» —que se define como «oportunidades» o forma de vida—. La clase en términos históricos, y por tanto políticos, es otra cosa, algo en lo que casi todo es invención.
Y sin embargo la clase tiende a estabilizarse. La clase no existe en el continuo flujo de una historia siempre puesta a cero. Su institucionalización parece al mismo tiempo su fuerza y su condena. No existe clase sin una memoria, aun si esta arranca de los tiempos míticos en los que no existía la clase (por decir, con Thompson, como «memoria de los ingleses nacidos libres»). Tampoco existe la clase sin sus instituciones: sus asociaciones, sus formas pautadas de solidaridad, su economía moral, sus ritos, sus cooperativas, sus sindicatos e incluso sus partidos, que han resultado ser la institución más contradictoria de la clase. En este sentido, la clase ha construido su propio derecho, que no se puede confundir con el derecho de Estado. La clase al institucionalizarse, al constituirse, genera sus normas de administración de los recursos, aunque tales recursos no sean mucho más que las relaciones comunitarias extendidas al margen de los tiempos del trabajo.
La clase se comprende por tanto como un proceso acumulativo hecho de una experiencia que se realiza como experiencia común. Su autoconstitución es correlativa a su narración vivida y experimentada de forma práctica. La clase a veces ha requerido y ha exigido teoría de clase. Por lo general, teoría encargada a expertos y a intelectuales, los mismos que muchas veces han acabado por gobernar la clase —esta es la historia del marxismo de la Segunda y la Tercera Internacional—. En algunas ocasiones, sin embargo, esta teoría ha sido el resultado de una reflexión consciente y directa que surge a borbotones de la propia lucha, como ocurriera con el sindicalismo revolucionario. Sea como sea, aquello de lo que la clase no puede prescindir es de un relato propio, que es un relato práctico, una memoria de acontecimientos a veces épicos y a veces no tanto —luchas, huelgas, incluso insurrecciones y revoluciones—, y una afirmación constante de sí en tanto sujeto diferenciado: «nosotros, nosotras».
Nada hay así más ridículo que invertir la flecha de la «formación» de clase y considerarla un efecto de la teoría: la clase como efecto que se impone gracias a la mediación efectuada por ideólogos. Históricamente solo cabe decir que la teoría va después de la clase, la antecede en varias décadas de práctica social histórica y concreta. Los Owen, los Proudhon, luego los Marx y los Bakunin, hablaron de la clase: de una invención social que se había efectuado al menos dos generaciones atrás, entre los obreros y artesanos proletarizados de las décadas de 1810-1830. La teoría va detrás de la práctica, como un perrillo pastor que rara vez encuentra su rebaño. La historia de la clase es, al fin y al cabo, la historia del asalto de las prácticas sobre su corsé teórico. Ningún privilegio a la teoría.
La clase se instituye como forma de la política cuando esta no se clausura en la forma de lo político. En el capitalismo existen al menos dos modos de la política. La política que gira alrededor del Estado: la política del «poder» y del gobierno. Sus parámetros son los de la pugna de camarillas en las monarquías absolutas, la de los partidos de notables y la revolución en la época gloriosa del liberalismo, la de los partidos de masas y su competencia electoral en la expansión del sufragio, la de la toma del poder y el enfrentamiento de los partidos totales en la gran crisis del parlamentarismo burgués o la de las figuras mediáticas y el marketing político en la descomposición actual de las democracias representativas. La política de Estado es, como se ve, la política que escribe la historia.
La otra forma de la política es la política del «sujeto». Su centro es distinto. No se define en relación con el Estado, con el monopolio de lo político, sino en su ruptura, en un proceso de escisión. Esta «política de parte» se define a partir de la autodeterminación y, por ende, de la separación y afirmación de un segmento del cuerpo social. Su forma puede ser parcial —corporativa incluso— o tener una aspiración total, universal. La clase se define como política del sujeto, que a veces ha tenido voluntad de organizar la totalidad social, vocación por tanto revolucionaria. De ahí la fascinación y el temor que la clase ha ejercido más allá de su perímetro social y cultural.
Entre la política de Estado y la política de parte existe una discontinuidad que a veces resulta insalvable. La gramática de la política moderna está fundada en una relación de correspondencia entre ambos términos que ha acabado finalmente en la absorción del segundo en el primero. El esquema es extremadamente sencillo: al sujeto le corresponden demandas y estas se inscriben en el Estado por medio de sus particulares aparatos. Pero solo el Estado persiste en tanto agregado de la multitud de demandas y sujetos inscritos en sus instituciones. Este esquema del Estado absorbente viene heredado del principio de representación y de la idea del Estado como árbitro y articulación de intereses. Sin embargo, entre el Estado / monopolio político —de la violencia, de lo común, de lo universal— y el sujeto como proceso de autodeterminación, a partir de una «parte» (y solo una parte) de lo social, no existe, a veces no puede existir, continuidad alguna.
El milagro de la unificación de lo político, que muchas veces solo es milagro por el empleo feroz de la violencia, se realiza a través de un conjunto de mediaciones que caen del lado del Estado. A caballo del ‘68, experiencia histórica de ruptura, Althusser tuvo el mérito de dar el nombre de «aparatos de Estado» al conjunto de mediaciones que integran a los «sujetos» en la forma estatal. Althusser llegó al punto de definir al sujeto político como producto de la interpelación de estas instituciones de Estado.
La historia del Estado moderno es —más tarde lo analizaremos en detalle— la historia de la represión-integración de las partes sociales que han aspirado a su autodeterminación, aquello que Wallerstein llamó «movimientos antisistémicos», y que aquí nombramos con el concepto de política de parte —la política de clase, pero también el movimiento negro, el feminismo, las luchas de los colonizados—. Cierto, el Estado moderno se forma a partir de lo que le desafía. La historia de las sociedades contemporáneas se debe entender como un largo y complejo proceso de estatalización, de integración (también de supresión) de aquellas partes de lo social que han tenido pretensiones de autodeterminación. A esta integración, por medio del sufragio, los derechos e incluso de las políticas positivas, la llamamos democracia.
La cuestión es: ¿mantendrán nuestras democracias una idéntica salud a la que han tenido hasta ahora? O en otras palabras, ¿son los Estados actuales, esas maquinarias casi incólumes y autosuficientes, capaces de seguir integrando a las partes, de seguir manteniendo la ficción de totalidad de las sociedades actuales?
Como se decía, la historia de la clase es la historia de su integración o, si se prefiere, de su estatalización. La política de clase se puede resumir como la larga marcha a través de las instituciones de Estado. Para cada conquista obrera se acabó por definir una forma estatal. A cada ataque una modalidad de integración. Hasta el punto en que la clase parece haberse disuelto en el Estado. Podríamos decir casi que la clase se ha autofagocitado, que su legado ha sido hacer viable el sueño de la sociedad liberal: la clase media universal, una sociedad hecha de una colección de sujetos que viven en la ficción de su independencia, al tiempo que son reunidos, en tanto que separados, por las instituciones de Estado.
En dirección contraria a la tendencia a la estatalización, la política de clase solo existe como desborde y ruptura de los aparatos de Estado. La política de parte supone autodeterminación, un proceso de afirmación y constitución no mediado y tampoco subordinado al Estado. Y sin embargo, ¿no son nuestras sociedades aquellas definidas por la mediación estatal por excelencia? ¿No ha sido el propio impulso de la estatalización el motor de la desactivación de todo terreno de emergencia autónoma?
Existe una gran diferencia entre el tiempo que abre el nuevo siglo y los pasados xix y xx. Aun cuando aparentemente atravesemos esta gran era de la movilidad, de las redes, del cambio convertido en rutina, nuestro mundo ha dejado de ser aquel del progreso. Ya no podemos confiar en el relato que animó El manifiesto comunista de 1848. El capitalismo no es ya ese torrente progresivo que revolucionaba las condiciones de vida y, al mismo tiempo, creaba a sus propios enterradores. Concluyamos por el momento que el fin de la era del progreso coincide también con la crisis del viejo Estado absorbente.
Clase y capital, pero ¿qué clase?
Una premisa de partida. El capitalismo es hoy una sociedad en crisis. La última oleada de crecimiento industrial —y por tanto de huelgas y movimiento obrero; y por tanto de formación de una nueva capa de clases medias— acaba de suceder en China. Habrá prórrogas, algunos capítulos que todavía tenemos que recorrer (en países como Vietnam, Indonesia o partes de India y África), pero la era de las grandes soluciones espaciales para la crisis capitalistas ha sucedido ya. Ningún gran bloque regional, unificado políticamente, con un Estado lo suficientemente consistente para ordenar y dirigir un ciclo de acumulación industrial está disponible en el planeta.
Cuatro décadas de continua expansión financiera nos advierten de las oportunidades menguantes de la inversión productiva. Los profetas del progreso y la tecnología todavía nos anuncian un mundo feliz hecho de ahorro de trabajo físico, inteligencia virtual y proliferación de toda clase de facilidades. No es ahora el momento de desmentirles y de ofrecerles el espejo invertido en la forma de poderes digitales omniscientes y subjetividades fragilizadas y destrozadas por el exceso de estímulo. La cuestión es sencillamente contable: ¿es capaz el capitalismo high tech de presentar buenos números en su cuenta de resultados? ¿Se están consiguiendo retornos generosos a las inversiones realizadas? ¿Se ha creado un número creciente de empleos con capacidad de consumir los nuevos gadgets tecnológicos? La respuesta es negativa. Existen obviamente compañías de éxito, pero salvo excepciones son un puñado de oligopolistas y monopolistas de los principales segmentos de la economía de la red. En términos capitalistas, y a excepción de la costa asiática del Pacífico, en cuarenta años no se ha producido nada comparable a los grandes ciclos industriales de los siglos xix y xx.
Bajo esta superficie se descubre la razón última de la crisis: el trabajo se ha vuelto superfluo. Nuestra energía y nuestro tiempo tienen cada vez menos potencial de valorización en términos capitalistas. Aun cuando toda nuestra vida esté ya inmersa en algún proceso de valorización mercantil —ligar, vestirse, pasear por una ciudad, gastar tiempo en redes sociales son todos ellos procesos mercantiles—, esta resulta cada vez menos «productiva» en términos de valor capital. Asistimos a una crisis de realización, que es una crisis del valor, de la medida del valor-capital. Las empresas requieren cada vez menos empleados. Los Estados tienen menos interés en invertir en una formación y educación que saben innecesaria. Los individuos parecen liberados a sí mismos en la búsqueda de soluciones creativas para garantizar lo mínimo para su propia existencia. Son los tiempos de la empresarialidad de sí —de uno mismo— que comprende desde la recogida y reciclaje de cartones hasta la promoción de una de las millones de start up tecnológicas que quebrarán en menos de cinco años o servirán como fuente de trabajo externalizado y barato a las grandes multinacionales, en la larga (larguísima) cadena de subcontrataciones.
Parte creciente de la población planetaria está cayendo en la categoría de «trabajo improductivo», en el viejo sentido que hablara Marx, de un trabajo que no «valoriza». Se trata más bien de trabajo y vidas que solo se valorizan de forma infinitesimal por las relaciones sociales que entrañan y que se explotan «desde fuera», como las externalidades positivas que generan multitud de sectores
económicos: desde la economías de red basadas en la re colección de datos e información, hasta el turismo y buena parte de las economías urbanas. Que se valorizan «desde fuera» quiere decir, también y sobre todo, que se explotan por medios «atípicos», principalmente gracias a la progresiva financiarización de las provisiones colectivas, hasta hace poco proporcionadas por el Estado, como la vivienda convertida en deuda hipotecaria, los seguros médicos, los planes de pensiones o los préstamos universitarios.
Por eso hay algo de cierto, de demasiado cierto, en la acusación de que la «política de clase» resulta extemporánea. El izquierdismo —la forma ideológica de la izquierda, de toda izquierda— nos remite a un mundo que ya no existe. Un mundo hecho de fábricas, de obreros industriales, de grasa y esfuerzo muscular. O, en su defecto, de trabajadores de cuello blanco sufrientes y maltratados, pero que, al fin y al cabo, sostienen con su esfuerzo el país, la sociedad, el mundo. Lo que resulta extemporáneo no es únicamente la imagen de la clase remitida al obrero industrial, a la fábrica humeante, que ha quedado relegada a la calidad de residuo en una Europa donde incluso el trabajo industrial es mayoritariamente trabajo de «servicios». Aquello que se nos aparece como anacrónico es remitir la clase al trabajo.
Las sociedades modernas no son sociedades del trabajo. Y esto no porque la principal fuente de renta para la mayoría no sea en última instancia el trabajo asalariado —que obviamente lo es—, sino porque este se ha vuelto crecientemente escaso y precario, y al mismo tiempo tan absurdo y ajeno que se observa como algo que ni remotamente se acerca a aquella legitimidad que descansaba en el ejercicio de una actividad «socialmente necesaria». Se dirá que nuestras sociedades siguen siendo sociedades del trabajo, que la explosión de la economía de servicios, la desprofesionalización consustancial a la precariedad de la mayoría, las vidas hechas de fragmentos laborales muchas veces radicalmente discontinuos y heterogéneos no suponen una variación sustancial respecto a los tiempos inmediatamente anteriores. Que la profesión, la carrera profesional —y más modernamente la llamada «especialización laboral»— siguen modulando la subjeti vidad de casi todos. Y que nuestra realización en el espacio público sigue estrechamente vinculada a lo que somos como trabajadores. Pero todo esto es un trampantojo. En el capitalismo roto, las preferencias se han desdibujado: en México un muchacho cualquiera prefiere ser narco antes que trabajador en la maquila, en Europa prefiere ser broker o famoso antes que médico, en todas partes consumista ocioso antes que precarizado subempleado. El trabajo —y con este la profesión— han perdido valor subjetivo, al tiempo que relevancia como fuente de valor-capital.
Existe un claro equívoco en la relación histórica entre clase y trabajo. La clase nunca practicó realmente ese orgullo laboral que fue característico de los propagandistas del socialismo. Ciertamente, los artesanos de los primeros tiempos se caracterizaron por un insolente celo profesional, que arraigaba en la vieja tradición gremial y en el control, todavía real, sobre el proceso de trabajo. A medida, sin embargo, que el proceso de trabajo —con el sistema de máquinas — se imponía como un yugo ajeno, el trabajo se presentó, sin paliativos, como una condena. No hace falta remitirse a los manuscritos de Marx sobre la alienación, ni a los textos maduros sobre la objetivación del sistema de máquinas como forma de dominio externo al cuerpo del trabajador. Basta leer la biografía de cualquier militante obrero y su descripción agotadora, hasta el absurdo, del trabajo industrial moderno.
La historia del movimiento obrero es, por eso, más la historia de la fuga y el rechazo del trabajo que la de la afirmación orgullosa de la profesión del sometido. Es la historia de los tramposos que regatean unas horas al patrón, que rompen las máquinas, que castigan con una paliza al encargado que maltrata e impone ritmos endiablados, que sueñan con la noche canalla tras la salida de la fábrica y con una vida lejos de la esclavitud de fábrica. El fracaso del socialismo —y a la vez su éxito como fuerza de modernización, de movilización industrial— residió en su incapacidad para entender que la emancipación de los trabajadores era la emancipación del trabajo, y no la gestión estatal, ni siquiera colectiva, de esa condena. Aún hoy resiste una forma de socialismo renqueante que se expre sa en consignas como trabajo garantizado y pleno empleo.
Para una política de clase el problema no está en la devaluación del trabajo, en el fin de la cultura del trabajo, en la pérdida de las «vocaciones». El problema una vez más es político, no de identidad. Hoy el trabajo apenas proporciona un salario con el que adquirir bienes de consumo baratos y de mediocre calidad. Y no lo proporciona porque el trabajo no es un lugar de poder, no es aquel espacio en el que trabajadores y trabajadoras se podían reconocer para afirmarse contra el enemigo de clase, arrancándole una y otra vez nuevas mejoras.
Recordemos el gran defecto de diseño de la fábrica fordista. Los trabajadores de un taller —de un solo taller— en la gigantesca cadena de montaje de la vieja industria deciden abandonar el trabajo. De repente la producción se detiene: los inputs se acumulan en los almacenes, las mercancías se agotan rápidamente, decenas de miles de obreros vegetan sin ocupación porque unos pocos —a veces poquísimos— han decidido caprichosamente no continuar en su puesto de trabajo. Cuando las pérdidas van añadiendo ceros en las oficinas de contabilidad, la empresa cede: una subida salarial del 20, del 30, del 40 %. En esto consistía el «poder obrero». E igual daba que aquellos obreros fueran de tez negra en Detroit o pálida y enfermiza en la ciudad-fábrica de Turín.
En la forma industrial contemporánea ya no existe nada parecido. Desde los años setenta, las empresas punteras del fordismo, los gigantes del automóvil respondieron a la ofensiva obrera fragmentando la cadena de montaje en decenas e incluso centenares de procesos que en ocasiones se realizan en otros tantos países. En la búsqueda de menores costes salariales, la cadena de montaje se ha hecho global. Pero también se ha hecho extremadamente competitiva. La empresa matriz no encarga el mismo proceso a un solo proveedor, sino a una miríada. Contra su voluntad, los subcontratistas compiten ferozmente por reducir los costes salariales. Desde el punto de vista proletario, la organización obrera fragmentada en multitud de empresas resulta extremadamente difícil
de coordinar. La práctica de la subcontratación ha sido la espiga de oro de la ofensiva patronal. Ha deshecho la producción en múltiples unidades que individualmente son todas ellas prescindibles. Un fallo en una empresa no repercute en la cadena global de producción. Siempre hay otras unidades productivas disponibles.
Pero la clase no se ha dejado de reorganizarse únicamente porque haya perdido su viejo poder estructural, inscrito en la debilidad del sistema de máquinas, en su dependencia de un trabajo colectivo excesivamente pautado, lineal y coordinado. El ataque sobre el poder obrero fue mucho más letal que todos los giros culturales asociados al neoliberalismo y sus correlatos «postmo». La primera de sus crisis fue experimentada como desindustrialización, deslocalización, reconversión industrial, desempleo, subempleo y heroína. La segunda como un modelo social de esperanza que nunca se realizó: «Si os portáis como es debido y os esforzáis acabaréis recibiendo vuestro premio»; premio que no era otro que la incorporación al capitalismo popular con el que se reconstruyó la clase media en Europa y eeuu en los años ochenta.
Pero hay más. La crisis de acumulación es, ante todo, reducción de los beneficios, y por eso crisis de inversión, crisis de empleo. Menos rentabilidad da lugar a menos inversiones y menos empleo. La sustitución de empleo industrial por empleo de servicios y la terciarización de la industria —debido a la creciente importancia de los departamentos de diseño y ventas— apenas ha servido de paliativo temporal a la crisis de la onda larga del capitalismo industrial. Los amagos de un nuevo ciclo productivo, con sus poderosos requerimientos de capital y su escasa rentabilidad, no dejan mucho espacio para una expansión del empleo a medio plazo. Incluso en China, el nuevo taller del mundo, los gerentes políticos del orden industrial del Pacífico son conscientes de que ni con ritmos sostenidos de crecimiento del 8 o el 9 % serán capaces de absorber la enorme reserva de mano de obra rural, cifrada en 500 millones, y todavía contenida en el interior del país.
Dicho con una fórmula casi clásica: una ingente cantidad de población resulta excedente para lo que constituye el elemento primario y fundamental en una sociedad capitalista, la producción de valor. Su condición, sin embargo, no es la del enorme ejército de reserva que señalara Marx, sino la de una fuerza de trabajo sin apenas potencial valorizante para el capital. Trabajo que no produce valor, porque apenas existen nichos de valorización efectiva de esa fuerza de trabajo. Sea quien golpea los pedales de un bici-taxi en La Habana o en Bangkok, la migrante que hace la manicura en cualquier ciudad occidental, el universitario que acaba trabajando como animador cultural en un hotel de vacaciones, la personal shopper de las ricas rusas y saudíes dedicadas a hacer turismo por Barcelona, la economía de servicios se dibuja como una suerte de ampliación imaginativa de la vieja servidumbre doméstica. Proporciona oportunidades de renta diferenciadas para la multitud de «busca vidas» que forman el grueso del trabajo contemporáneo. Pero su aportación, en sentido lato, a la valorización del capital es infinitesimal. Y por eso, su posición dentro de la economía capitalista, tal y como se conoció en los siglos xix y xx, es marginal.
Ciertamente estas figuras del trabajo pueden representar tanto una vuelta al pasado, como un anuncio de un futuro postcapitalista, en el que las enormes concentraciones de riqueza apenas se derraman al resto de la sociedad por medio de relaciones de neoservidumbre. Asistimos, parece, al nacimiento de una sociedad formada por una gigantesca masa de parias urbanos y una estrecha minoría de patricios, muy ricos, demasiado ricos. Pero también a un nuevo horizonte de emancipación que puede materializarse en las próximas décadas.
La política de la crisis
La crisis del capital ha quebrado también uno de los principales vínculos de la política moderna; aquel que hacía corresponder salario y capital, y que determinaba la pretensión y la realidad progresivas del capitalismo. Hacia mediados de los años sesenta en Italia, como hemos visto ya, una revista impulsada por un grupo de intelectuales próximos a las luchas de fábrica del norte del país, los Quaderni Rossi, elaboró la hipótesis que sirvió de base a la relación entre teoría y práctica del largo ‘68 italiano. Tronti y Panzieri (luego Negri, Piperno, Virno y muchos más) establecieron la flecha de la relación capital-clase en una dirección que apostaba por la potencia del movimiento. Su tesis se podía resumir como sigue: las luchas anteceden a los movimientos del capital. Su «ser antes» determina las respuestas del capital, también las referidas a la innovación tecnológica, la organización del trabajo, las políticas de Estado. El capital está, por tanto, determinado por las luchas. El capital sigue a la clase. Y es esta precedencia de la clase (también «ontológica») la que determina los logros del «progreso del capital», así como la posibilidad de su desbordamiento emancipatorio: la hipótesis comunista.
Pero ¿dónde queda la hipótesis comunista cuando el capital decide huir antes que innovar, abandonar el terreno del gobierno del trabajo «desde dentro» para explotarlo «desde fuera» con mecanismos de extorsión financiera? El capitalismo financiero no representa solo «la exuberancia irracional de los mercados». Supone también la incapacidad de emplear el trabajo vivo y al mismo tiempo garantizar su reproducción. La vieja clase avisa de su extinción cuando ya no dispone de su único poder en el capital: el del trabajo como fuente de valor.
Nuestra época no viene marcada por el progreso. Basta anotar el principal reto del siglo: el cambio climático, y en general la crisis ecológica que atraviesa el planeta de parte a parte en la época plena del capitaloceno. De hecho, incluso al considerar los éxitos principales del periodo —el aumento generalizado de la esperanza de vida, la reducción del hambre, la disminución del analfabetismo— nos queda un regusto agridulce. Los últimos treinta años han venido de la mano de un constante ataque a las instituciones tradicionales de «progreso»: la educación pública, la sanidad garantizada, las políticas redistributivas.
La transformación estructural del Estado descansa en este cambio de funciones. El Estado se blinda frente a la presión histórica de la clase —a la ampliación de los derechos sociales—, a la vez que desarrolla su capacidad de intervención a favor de las necesidades del capital financiero transnacional. La ficción del Estado soberano, que soportó la idea que le sirvió de espejo hasta los años setenta, el capitalismo nacional, ha sido sustituida por una idea de Estado mucho más modesta. El Estado aparece como una pieza política entre otras, en un sistema regulatorio más bien caótico, y en el que los organismos supranacionales como la ue o la omc se articulan como los verdaderos depositarios de la soberanía delegada por el capital financiero transnacional. El Estado persiste, sin embargo, como organismo pantalla frente a las poblaciones locales, todavía mantiene las funciones de absorber e integrar lo que con viejas palabras llamaríamos «lucha de clases». Es policía y árbitro social. Pero su posición en ese lugar de lo universal —árbitro y garante del bien común— se convierte en un residuo frente a las nuevas servidumbres que le reclama el capital financiero internacional. El Estado se adecúa, poco a poco, a la forma-empresa. Se convierte en una suerte de gigantesca corporación territorial en la cadena de valor global. Cada Estado se ve obligado a ofrecer ventajas competitivas (fiscales, laborales, ambientales) para la captación de capital y procesos productivos. La forma Estado ha quedado despojada de su vieja maiestas.
La forma de la política internacional —y por tanto «nacional»— se acerca cada vez más a una poliarquía con soberanías superpuestas y compartidas, esto es, falsas soberanías.
En el gran teatro global, los Estados comparten y negocian su poder con otras entidades que adquieren también capacidades decisorias: organizaciones supranacionales, tribunales privados, grandes corporaciones, mercados financieros situados en algunas ciudades globales a veces capaces de imponerse a los intereses de sus propios Estados —a fin de cuentas, ¿qué es Reino Unido sino la City de Londres?—.
Las transformaciones del Estado interfieren en su capacidad de mantener la integración social, bloquean su capacidad para comprender y unificar una formación social determinada. El ataque sobre el gasto público reduce notablemente sus márgenes de acción. Las sucesivas oleadas de desinversión social anuncian una crisis de «producción política». El principal efecto social de la acción del Estado está, por tanto, en riesgo.
En su forma moderna el Estado ha tenido una función esencial: la neutralización de la lucha de clases, la integración de la clase. El resultado de este proceso es lo que comúnmente llamamos «nación» (o «pueblo»): la unificación de una determinada población sobre la base de identidades compartidas que sobreponen y a la vez legitiman sus divisiones internas. El Estado servía de sello simbólico y poder material del pueblo-nación.
La política moderna, incluso cuando se trataba de política de clase, tendía por eso a coincidir con la política de Estado en tanto organización soberana de esa formación social con poderes suficientes para determinar el sentido de esa unificación. Las preguntas pertinentes de esta política parecían tener que ver con la forma del Estado (monárquica o republicana; parlamentaria o presidencialista; liberal o socialista); el sentido de la unificación (jerárquico o igualitario) y la clase preponderante en la dirección del Estado. Salvo para algunas corrientes de la política de clase (anarquismo, consejismo, etc.), los presupuestos de esta política eran indiscutibles. El aumento de las atribuciones de Estado durante todo el siglo xx —en materia económica, social y también cada vez más moral— consolidaron esta política organizada en torno a los monopolios del Estado.
Paradójicamente incluso para aquellos que luchaban por el socialismo o el comunismo —siempre de Estado—, la política de Estado tendió a arrinconar, y a la postre a destruir, la política de clase. Como antes ocurriera con las formaciones políticas pre-estatales (como las ciudades o las comunidades rurales), la soberanía de Estado tolera mal la competencia, la disputa por lo que considera sus monopolios políticos esenciales. La integración estatal de la clase tendía a resultar en la neutralización de la clase.
Como hemos visto, las conquistas de la política de clase se inscribieron en el Estado en forma de instituciones públicas. Las mutuas obreras se convirtieron en los programas de Seguridad Social. La economía moral en el derecho laboral moderno. Los derechos morales —al trabajo, a la vida, a la dignidad— en los derechos sociales. El Estado sirvió de superficie de inscripción de las demandas obreras, las absorbió y las devolvió en forma de instituciones de Estado. En ese proceso que dura casi doscientos años, el movimiento obrero pasó de poblar el territorio salvaje de las luchas de fábrica a la lucha por el Estado, el gobierno y control de las políticas públicas. La política de clase se integró así en la lucha por el Estado y al mismo tiempo se convirtió en la fuerza más poderosa de la construcción del Estado moderno. De hecho, es improbable que podamos entender el Estado-nación sin esta incorporación de los bárbaros internos.
Capítulo esencial en este proceso de estatalización fue la política del capital sobre el ámbito antes olvidado de la reproducción; concretamente, la creación de la familia obrera a partir de las décadas de 1850-1860. La filantropía, el paternalismo industrial, las leyes de protección a la infancia, la relegación de la mujer obrera al hogar, pretendieron reproducir entre los «productores» el ideal moral de la familia burguesa: la mujer criada, el hombre proveedor y la prole sana y preparada para reproducir los mismos papeles en la siguiente generación. Las políticas del capital en el ámbito de la reproducción fueron también políticas de integración y segmentación de la clase.
El efecto social de la acción del Estado consistió en una desproletarización parcial de gigantescas masas de población. Las políticas de reproducción, la reinvención de la familia obrera, las formas de provisión garantizadas por el Estado —la mutualización estatal— otorgaron por primera vez a una mayoría suficiente futuro y seguridad. Este es el significado último y material de la «nación», que en Europa se consolidó tras las dos masacres de las guerras mundiales, y tras las cuales no hubo más remedio que reconocer el derecho obrero a la participación social. Pero la nación es también un pacto: su clausula fundamental asegura la prohibición de toda forma de secesión de parte. En adelante, salvo en los límites estrictos y controlados, la política de clase es crimen de Estado. Una parte de la sociedad (la clase) no se puede afirmar como tal frente al resto y, ante todo, frente al Estado.
Ciertamente, las tecnologías de integración se han ido desprendiendo progresivamente de todo ropaje metafísico (nacional). La versión secular de la unificación social, lo que hoy llamamos «clases medias», consiste en la suma de las provisiones garantizadas por el Estado más el acceso de la mayoría al consumo de masas. La clase media universal, alimentada en parte por la integración de la clase, hizo cada vez más prescindibles los aditamentos cultural-nacionales que sostuvieron la solidaridad interna de las distintas formaciones sociales.
La globalización financiera ha venido así acompañada de una nueva forma de cosmopolitismo pequeño burgués. Bastaba con mantener algo del viejo Estado de bienestar y sostener el consumo sobre la base del crédito, a pesar de unos salarios menguantes, para producir los mismos efectos de integración. La combinación, sin embargo, ha resultado explosiva. Conjugar la crisis de acumulación, la caída de los salarios, la financiarización, la propia crisis del Estado con el sostenimiento de alguna forma efectiva de integración social requería de magia negra. La magia de la financiarización que prometió todas las soluciones a la crisis de integración: la sustitución del salario por el crédito
y la renta —capitalismo de propietarios o capitalismo po pular—, de las pensiones públicas por los fondos de pensiones privados, de los sistemas públicos de salud por los seguros privados, de la educación pública por el crédito al estudio y la idea de capital humano. Las finanzas anunciaron un futuro en el que Estado, nación y clase, con todos sus anacronismos y autoritarismos, resultarían superfluos. Todos serían bienvenidos al reino de la libertad económica.
Este juego de espejos tuvo desde el principio multitud de ángulos ciegos. La monstruosa brutalidad financiera se dejó ver primero entre los más débiles: entre los pobres y minorías, en los programas de ajuste que siguieron a la crisis de la deuda en África y América Latina y que arruinaron rápidamente los esfuerzos internos de integración estatal y provocaron la marginación de territorios enteros, ahora irrelevantes en la nueva cadena global de valor. Después, la crisis de integración llegó al corazón de las clases medias de Europa y eeuu.
La descomposición de las formas de integración social es, por tanto, el hecho crucial de las sociedades modernas. El Estado, en tanto mutua colectiva para la protección de los «nacionales», es una forma en crisis. La clase media, como forma mayoritaria de desidentificación de la política de clase por la vía del consumo de masas es también una forma en crisis. El final de la política de clase ha coincidido con la posibilidad de un nuevo comienzo.
La nueva alianza
La crisis de integración, la ausencia de instituciones eficaces para la unificación social, ha abierto las puertas a una nueva ruptura. Cuesta, no obstante, encontrar los cimientos para una renovación de la política de clase. Los datos sociales apuntan en dirección contraria: la fragmentación social, la individualización de las relaciones de contratación, el aislamiento, la crisis de larga data de los vínculos comunitarios. El reto, de todos modos, no es social —las condiciones sociales no producen el sujeto— sino político.
La clase responde a un proceso de unificación. Exige vín culos y obligaciones mutuas, comunidad y federación de comunidades, instituciones y formas políticas. La unificación por abajo de la clase se distingue de las formas de unificación estatal en casi todo. Si la unificación de clase es ante todo autodeterminación, la unificación de Estado es principalmente delegación, constitución del monopolio de lo político. Si la unificación de clase requiere principalmente de la federación de diferentes en tanto iguales, la unificación de Estado se impone como contigüidad de los iguales en tanto separados y «protegidos» por el poder de Estado. Sea como sea, las posibilidades de la clase se cifran hoy, en la crisis histórica de la forma capitalista, momento radicalmente distinto al periodo de expansión industrial y de su contraparte obrera. A partir de lo desarrollado hasta aquí, podemos aventurar algunos de los retos que presenta esta nueva política de clase.
1. La clase no está dada, nunca lo estuvo. La clase es siempre formación de clase, making de clase. Este proceso resultará monstruoso para cualquier amante de la belleza teórica. Como en la historia social, y también en la historia biológica, la «formación» exige de la recombinación de elementos genéticamente heterogéneos, de especies dispares, de formas no convocadas a componerse. La clase no será por eso la forma histórica, al fin renacida, de la clase obrera. Su memoria, hecha de revoluciones, huelgas, sindicatos y cooperativas, seguramente jugará todavía un papel decisivo, pero esta no se encontrará con nada parecido a las culturas del trabajo de finales del siglo xix o principios del xx.
Los elementos capaces de componer la clase no resultan del todo previsibles. Algunos vendrán, como ha ocurrido en el reciente ciclo latinoamericano de formas pre-mercantiles de comunidad que todavía son capaces de organizar la vida de importantes grupos, y que dotaron de consistencia a la oleada de movilización de los dos mil. También de desgajamientos, a veces rápidos y brutales, de los segmentos integrados en las clases medias occidentales, capaces de reinventar —como ha sucedido en el sur de Europa y en el norte de África— sus propias tradiciones de radicalidad democrática. Sin duda, la nue va alianza será participada por los más vulnerables, los definitivamente excluidos, los pobres y los migrantes, sobre todo por las mujeres de estos segmentos, que llevan varias décadas jalonando el periodo con luchas por los derechos y la ciudadanía, estirando las últimas formas de integración estatal.
2. La condición de la unificación de la clase no descansa en la explotación, clásicamente la explotación en el lugar de trabajo con sus correlatos contables (plus-trabajo, plus-valor). Salvo en territorios del globo muy determinados, las condiciones de experiencia no vienen homogenizadas por el trabajo de fábrica. La única experiencia que hoy podemos considerar compartida es la condición excedentaria en el proceso de creación de valor.
Tener poco valor, o un valor marginal para el capital, ser superfluo, inmediatamente sustituible es tendencialmente la condición social definitoria de la inmensa mayoría del planeta. Aquí radica la diferencia radical entre un capitalismo en expansión, que requiere todavía de abundante alimento humano, y un capitalismo que parece que se desmorona sin encontrar solución a sus crisis sucesivas, y que hace de hombres, mujeres y niños simple material de desecho. La desvalorización del trabajo humano no se presenta de forma evidente. Solo en la completa desesperanza de una vida miserable y condenada, o en la afirmación colectiva de una autovalorización, que ya no pasa por los requerimientos de la empleabilidad y de la producción de valor, encontramos formas ajustadas, y no fetichistas, de esta condición excedentaria.
Y, sin embargo, toda la cultura contemporánea está concentrada en negar esta condición. En el núcleo íntimo del capitalismo contemporáneo, la resistencia a la desvalorización se explota en la forma de un plus de orgullo, de superación personal, de individuación que puede en últi ma instancia salvarnos de la desgracia a través del trabajo duro, la iniciativa, el genio, el emprendizaje. El «yo» como empresa opera como si el suplemento de individuación y subjetivación, que ofrecen las formas de consumo y de afirmación contemporáneas, pudiera suplir la escasa empleabilidad y aprovechamiento del «capital humano». También en estas formas de subjetivación, dinámicas, afirmativas y muchas veces monstruosas existe la posibilidad de producción de una colectividad otra. Solo se requiere que esta salte de la aventura individual, del corsé de la «presentación del yo», de la «empresarialidad de uno mismo» para convertirse en movimiento de masas. En casi todos los movimientos musicales y culturales surgidos de las periferias del globo se observa este desplazamiento.
3. La clase no será homogénea, estará hecha de multitud de fragmentos, a veces tan dispares que una mirada externa apenas podrá reconocer más que un caleidoscopio confuso de formas y colores en movimiento. El tránsito que lleva de la experiencia de «ser para el capital» a la autovalorización, y que requiere la formación de clase, se puede recorrer por vías completamente heterogéneas. Algunas parecen tan obvias que remiten directamente a la vieja clase obrera. Es el caso de los experimentos de organización de los precarios de los servicios, que en las últimas décadas han dado lugar a una multitud de conflictos: jornaleros de las multinacionales del campo, servicios de limpieza de transportes y multinacionales, trabajadores de los sectores logísticos.
En otras ocasiones, puede que la mayoría, no existe ya ninguna palanca de fuerza en los espacios laborales. Las mal llamadas segundas y terceras generaciones de la migración en las grandes metrópolis del planeta, desempleadas y subempleadas en su mayoría, sin expectativa ni futuro laboral, solo pueden encontrar formas de autovalorización al margen y más allá del trabajo. Lo mismo ocurre con las inmensas cuencas del trabajo informal de las metrópolis del sur, en donde la renta es un ejercicio de imaginación y de organización de recursos escasos,
en ocasiones gracias a una suerte de producción popular para el mercado popular; en otras, por medio de la inserción en los últimos tramos de la cadena de producción global. Y lo mismo sucede con el trabajo de reproducción social, que recae en una increíble multitud de situaciones dispares y primariamente sobre las mujeres pobres. La reproducción, dicha en femenino, pero descargada sobre el tramo de la pobreza, se convertirá seguramente en el eje de la nueva clase.
Un epígrafe aparte merecen todos los tramos sociales aparentemente integrados en los circuitos formales de trabajo, pero que progresivamente han sido empujados hacia los márgenes de la actividad regulada. Se trata de segmentos igualmente amplios y heterogéneos. Esta colección de figuras desacopladas surge de la contradicción actual entre «capital humano» y realización efectiva. La rápida taylorización y descualificación del trabajo creativo, la desvalorización de las antiguas profesiones liberales, la crisis del Estado como proveedor de posición social —a través de los cuerpos funcionarios medios y altos— o la desinversión pública en la educación superior son solo algunas de las aristas de este fin de la clase media o, lo que es lo mismo, de la proletarización de partes crecientes de la misma. La formación de la clase en estos sectores corre siempre el riesgo de perderse en los conflictos corporativos, en la lucha por la recuperación de alguna forma de meritocracia estatalmente impuesta capaz de recuperar la función del Estado como gran distribuidor de posición y privilegio. Esta es la base de la política nostálgica, que a veces se acompaña de retórica populista.
4. La oposición radical de la clase se produce entre la enorme riqueza acumulada y la desvalorización creciente del trabajo. La oposición entre riqueza común y apropiación privada no se establece, sin embargo, en la vieja dirección que va de la fábrica a la sociedad. La fábrica, si alguna vez lo fue, no es ya el centro de la sociedad. Ahora es el conjun to de la sociedad lo que es expropiado masivamente y en todas sus formas.
La acumulación privada de la riqueza común se produce en su forma más abstracta: el capital financiero. Los mercados financieros son las plazas modernas de la expropiación social. La violencia se ejerce de forma molecular en la conversión de todo bien y servicio en mercancía y, después o a la vez, en alguna forma de título financiero. La financiarización, a través de la deuda, ha conseguido gobernar el futuro: su gran arma son los descuentos sobre el rendimiento de cualquier bien y sobre cualquier actividad.
Por eso, hoy la formación de la clase no tiene lugar dentro de la «fábrica» en la oposición a la patronal, que era a su vez apoyada en los momentos críticos por el poder del Estado. La formación de la clase se realiza en el terreno de una oposición más vasta, que la enfrenta con el capital en dinero, forma por excelencia del capital y también del capitalismo en crisis. En esa dirección va la relevancia que toma la deuda como forma de sujeción y motivo de resistencia, y también la defensa de los bienes públicos y comunes, sometidos a sucesivas rondas de privatización y de acumulación por desposesión.
En la forma de un capitalismo incapaz de producir de forma rentable de acuerdo con sus propios parámetros, la sociedad en su conjunto se convierte en el ganado y la presa de una depredación insaciable. Progresivamente el capital se vuelve parasitario respecto de formas sociales para las que no encuentra otra vía de valorización que la extorsión financiera. Tendencialmente, es este proceso lo que empuja a la clase a coincidir con la sociedad; lo que concede a la clase su potencial de universalidad. En el fin de la era del progreso y de la crisis de acumulación, todos somos proudhonianos: el capital se ha vuelto, como en los primeros tiempos, un animal parasitario.
5. La clase es una alianza hecha de pactos y micropactos a todas las escalas imaginables. La formación de la clase se produce en el doble juego de los conflictos concretos y en la federación y alianza de las comunidades que surgen de tales conflictos. En tanto no prefigurada, la formación de la clase es un ejercicio político, una opción estratégica. Ni existe como necesidad, ni está llamada a constituirse en el sujeto de la superación de la crisis capitalista. En el capitalismo en crisis no existe tal cosa como el impulso determinado del mundo nuevo, ni la negación-superación del viejo. Fin de toda dialéctica hegeliana y de toda tentación de progreso. Solo existe el mundo viejo en descomposición y las promesas de futuro que seamos capaces de sostener. La clase hoy se hace a partir de sus fibras desarticuladas y luego trenzadas por abajo.
La condición «excedentaria» no se presenta a los distintos segmentos del cuerpo social como algo inmediato. Para muchos no es un dato absoluto —la miseria de una vida sin agarraderas— sino una tendencia, un vértigo. Muchas de las nuevas luchas de clase se producen por eso afirmando lo que todavía existe de vínculo, de sociedad. Así, el sistema público de salud en las luchas que siguieron al 15M en España, los bienes comunes como el agua o la tierra en Bolivia, o simplemente el territorio como ecosistema y forma de vida; y, sin duda, el feminismo que explotó en un poderoso movimiento en la ola global de 2018 y que pone en el centro la crisis de la reproducción de la vida —la llamada «crisis de los cuidados»—. En estos conflictos, la clase, o la clase dicha en femenino, adquiere todo su potencial de generalidad hasta el punto de confundirse con la sociedad, o al menos con la comunidad concreta.
En otros conflictos, sin embargo, la «clase» no se configura sino como un conjunto de segmentaciones precisas de acuerdo con líneas de género, etnia o nacionalidad o dentro de nichos territoriales específicos. Al fin y al cabo, ¿qué puede reunir al migrante recién llegado y sin papeles en la Francia actual —por solo hablar de esa provincia europea—, con el o la joven banlieusard que apenas reconoce la imagen de Argelia y Senegal en el rostro lejano de sus abuelos y en la condición de eterno excluido de la República? ¿Y a estos con la estudiante precarizada, con denada a hacer trabajos de mierda de por vida; o con el viejo sindicalista de la industria del automóvil? Salvo destellos, visibles en algunos acontecimientos, hoy por hoy, prácticamente nada.
La formación de la clase apenas puede, no obstante, saltarse ningún paso. Cada figura social, que experimenta condiciones propias de exclusión y negación, debe encontrar la forma de afirmarse. La autodeterminación es la forma primera de la clase. Valga aquí revisar brevemente el debate con las llamadas políticas de la identidad, que en demasiadas ocasiones han opuesto la identidad a la política de clase, «reconocimiento a redistibución». De una parte, se defiende la necesaria afirmación de un «nosotr*s» sujeto a condiciones especificas de exclusión: específicas en tanto responden a una condición particular (género, raza, etnia o una combinación de las tres). De otra, se argumenta que la única política fuerte y real es aquella que se concentra en las condiciones materiales compartidas, en la clase, y en la construcción de políticas redistributivas de carácter universal.
Se trata, de nuevo, de un debate mal planteado. La oposición no se encuentra entre cultura-etnia-raza y clase, entre la afirmación de una identidad específica y la clase como una realidad con una vocación unitaria-universal orientada a la lucha socioeconómica. La oposición es entre política de clase y política de integración (política de Estado), entre autodeterminación e integración, entre política y policía. La política de clase es siempre política de parte, por ende, política particular. La crítica a la política de la identidad no puede estar en la negación de las condiciones singulares y específicas de cada colectivo, y por tanto, en la afirmación necesaria de una identidad. El reto está en profundizar la afirmación propia frente a las condiciones genéricas de exclusión. Solo a partir de ahí surge la alianza de parte, la constitución de la parte.
Demasiado a menudo —es cierto— las políticas de la identidad han labrado sus propias formas de integración social, en la modalidad de derechos y políticas positivas. Pero también, y de una forma más perversa, en formas de representación social de grupo: ongs, académicos radicales, lobbies, diputados y partidos. Paradójicamente, en estos casos, la representación de la diferencia impide la afirmación completa de la «identidad», lo que aquí llamamos autodeterminación. Esta queda delegada en la representación de una identidad, reconocida como tal, e integrada como tal, en las políticas de Estado. Así pues, al mismo tiempo que la diferencia produce su cuerpo de «representantes diferenciados», se genera un grupo de interés que resulta simétrico al de la coalición de élites que constituye el establishment —mantengo intencionadamente el inglés— al que se pretendía combatir.
Desde la perspectiva que aquí se defiende, la política de identidad no debe oponerse a la formación de la clase. El reconocimiento como particularidad sometida y potente es el primer paso de la autodeterminación de clase. Siempre y cuando no se pierda en alguna modalidad de representación-integración, esto es, no se bloquee en su proceso de autodeterminación, la «identidad» es la forma primera de afirmación de la clase. Resta, de cualquier modo, un reto crucial: ¿cómo se produce la alianza, cómo se articulan estas ligas de «diferentes»? La constitución de particularidades políticas no supone su unidad. En condiciones subordinadas a la forma Estado, esta constitución
múltiple puede dirimirse, y de hecho se dirime, en nuevas formas de competencia por los recursos, de guerra entre pobres: nacionales contra migrantes, integrados contra excluidos, pobres contra marginales, etc.
La alianza tiene su posibilidad en otra forma de oposición —entre la enorme riqueza acumulada y la condición excedentaria de la mayoría—. Llevada a sus últimas consecuencias, esta fractura reaparece en cada conflicto concreto. Y en cada conflicto debe encontrar los medios para generalizarse. La formación de la clase requiere así de tres componentes. (1) La traducción de lenguajes y experiencias entre sujetos que se consideran diferentes, y que normalmente están aislados en la multiplicidad contemporánea — la imagen de las grandes asambleas wobblies y sus sistemas de traducción sirve aquí de inspiración—. (2) El conflicto como forma constituyente del proceso de autodeterminación, lugar en el que se produce y se actualiza el nosotr*s de clase. Y (3) la alianza que viene sellada primero en la colaboración sostenida, y luego en instituciones comunes.
6. El contrapoder es una estrategia, estrategia adecuada a la fragmentación de la política de Estado y de la crisis capitalista. Antes que una renuncia a abordar el problema del poder, el contrapoder se comprende a partir de la crisis de la forma moderna del poder de Estado. Pero también de la crítica de esta forma del monopolio de lo político, en tanto tiende a anular la política de parte.
El contrapoder, en tanto autodeterminación social, es construcción de un poder propio. Su fuerza está en su propia consistencia. Y esta reside en su condición como expresión de poder de comunidades sociales concretas. Se trata, en definitiva, de desplegar una nueva capacidad para fundar nuevos poderes, y a la vez todas las instituciones populares que estos requieren a fin de acompañar y multiplicar su potencia. La tarea de los próximos tiempos parece seguir estando en la reinvención de las viejas instituciones:
el sindicato, la cooperativa y el ateneo o el centro social.
Como poder concreto de comunidades concretas, el contrapoder es la única forma real, y sobre todo eficaz, en la doble crisis del Estado y la acumulación. Afirmar el contrapoder es por tanto afirmar una política sin atajos. No hay solución a la crisis en ninguna forma de delegación: ni en la soberanía del Estado, ni en el partido salvador.
A pesar de su vieja memoria, la figura del contrapoder no constituye, por tanto, una figura inactual o anacrónica. Antes bien, el contrapoder es la propia forma de la política en la fragmentación del Estado como instancia soberana. En su forma más banal, constituye la modalidad típica de los poderes neoliberales extraestatales: grandes empresas, tribunales privados, centros offshore, lobbies, etc. De hecho, la nueva poliarquía global se forma como el resultado tanto de la crisis de la acumulación como de la acción de estos poderes que minan, desbordan y determinan la acción de los Estados.
La política de clase articulada a esta escala de los poderes fragmentados se despliega como política de contrapoder. Su estrategia es estrategia de contrapoder. Seguir afirmando, como hace la mayor parte de la izquierda y también de la derecha antisistema, el Estado contra el mercado o, si se prefiere, el Estado contra la oligarquía, es seguir afirmando la forma de una política impotente. Una política que despotencia las construcciones sociales autónomas. Una política que integra la potencia social en la mediación y delegación de Estado. Pero, sobre todo, supone una apuesta por una política inane, en tanto se enfrenta a poderes cuya fuerza está más allá del poder de Estado. En el mejor de los casos, es entretenimiento y desviación de fuerzas en la construcción de nuevos aparatos de Estado, igualmente impotentes. En el peor, es entregar toda arma y toda fuerza a la única instancia de regulación que le va a quedar al Estado: la brutal afirmación del monopolio de la violencia.
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