Las revueltas no tienen razones, pero tienen una l?gica. ?Cu?l es la l?gica del movimiento de los chalecos amarillos? Seg?n el fil?sofo Jacques Ranci?re, es la l?gica de la ocupaci?n
Las virtudes de lo inexplicable: Jacques Ranci?re a prop?sito de los “chalecos amarillos”
Las revueltas no tienen razones, pero tienen una l?gica. ?Cu?l es la l?gica del movimiento de los chalecos amarillos? Seg?n el fil?sofo Jacques Ranci?re, es la l?gica de la ocupaci?n
Interferencias - Propone un art?culo del fil?sofo Jacques Ranci?re
08/02/2019 - 21:05h
?Explicar los “chalecos amarillos”? ?Qu? entendemos por explicar? ?Aportar las razones por las que sucede aquello que no esper?bamos? Estas, de hecho, rara vez faltan. Y para explicar el movimiento de los “chalecos amarillos” las leemos a tutipl?n: la vida en las zonas perif?ricas del pa?s, abandonadas por los transportes, los servicios p?blicos y los comercios de proximidad; la fatiga acumulada por los largos trayectos cotidianos, la precariedad del empleo, los salarios insuficientes o las pensiones indecentes, la existencia a cr?dito, la dificultad para llegar a fin de mes, etc.
Ciertamente hay ah? muchas razones para el sufrimiento. Pero sufrir es una cosa y dejar de sufrir es otra bien distinta. Es incluso lo contrario. Ahora bien, los motivos de sufrimiento que se enumeran para explicar la revuelta son exactamente an?logos a aquellos por los que explicar?amos su ausencia: unos individuos sometidos a semejantes condiciones de existencia normalmente no tienen el tiempo ni la energ?a para rebelarse.
La explicaci?n de las razones por las que la gente se moviliza es id?ntica a la explicaci?n de las razones por las que la gente no se moviliza. No se trata de una simple inconsistencia, sino de la l?gica misma de la raz?n explicativa. Su papel consiste en probar que el movimiento que ha sorprendido todas las expectativas no tiene m?s razones que aquellas que alimentan el orden normal de las cosas: se explica por las razones mismas de la inmovilidad. Consiste en probar que no ha pasado nada que no conozcamos ya, desde donde concluimos, si tenemos el coraz?n a la derecha, que este movimiento no ten?a raz?n de ser y, si tenemos el coraz?n a la izquierda, que, estando totalmente justificado, por desgracia el movimiento ha venido en un mal momento y de mala manera, de la mano de la gente equivocada. Lo esencial es que el p?blico siga dividido en dos: est? la gente que no sabe por qu? se mueve y luego est? la gente que se lo explica.
A veces har?a falta ver las cosas al rev?s: partir precisamente del hecho de que aquellos que se rebelan no tienen m?s razones para hacerlo que para no hacerlo ?e incluso con frecuencia algunas menos. Y a partir de ah?, preguntarse no por las razones que permiten poner orden en este desorden, sino m?s bien por aquello que este desorden nos dice sobre el orden dominante de las cosas y sobre el orden de las explicaciones que normalmente lo acompa?a.
En mayor medida que cuantos han tenido lugar en a?os recientes, el movimiento de los chalecos amarillos es el de gente que normalmente no se moviliza: no hay representantes de clases sociales definidas o de categor?as conocidas por sus tradiciones de lucha. Son hombres y mujeres de mediana edad, parecidos a los que nos cruzamos todos los d?as en las calles o en las carreteras, en los lugares de trabajo o en los parkings, que llevan como ?nico signo distintivo un accesorio que todo automovilista est? obligado a poseer. Se han puesto en marcha por la m?s terrenal de las preocupaciones, es decir, el precio de la gasolina: s?mbolo de esa masa abocada al consumo que indigna a los intelectuales distinguidos; s?mbolo tambi?n de esta normalidad sobre la que descansa el sue?o tranquilo de nuestros gobernantes: esa mayor?a silenciosa compuesta de individuos completamente dispersos, sin forma de expresi?n colectiva, sin otra “voz” que la que contabilizan peri?dicamente los sondeos de opini?n y los resultados electorales.
Las revueltas no tienen razones. Tienen, en cambio, una l?gica. Y esta consiste precisamente en destruir los marcos en los que com?nmente se perciben las razones del orden y del desorden, y las personas aptas para juzgar sobre ellas. Estos marcos son, antes que nada, usos del espacio y del tiempo. Significativamente, estos “apol?ticos”, de las que hemos destacado su extrema diversidad ideol?gica, han retomado la forma de acci?n de los j?venes indignados del movimiento de las plazas, una forma que los estudiantes de las protestas hab?an tomado prestada de los obreros en huelga: la ocupaci?n.
Ocupar consiste en elegir para manifestarse como colectividad en lucha un lugar ordinario del que se desv?a el uso normal: producci?n, circulaci?n, etc. Los “chalecos amarillos” han elegido las rotondas, esos no-lugares en torno a los cuales automovilistas an?nimos circulan todos los d?as. All? han instalado material de propaganda y puestos improvisados, tal y como hicieron durante esta ?ltima d?cada las gentes an?nimas reunidas en las plazas ocupadas.
Ocupar es tambi?n crear un tiempo espec?fico: un tiempo m?s lento en comparaci?n con la actividad habitual, y por lo tanto un tiempo para distanciarse del orden habitual de las cosas; un tiempo acelerado, por el contrario, por la din?mica de una actividad que nos obliga a responder constantemente a cuestiones para los que no estamos preparados. Esta doble alteraci?n del tiempo trastorna los ritmos habituales del pensamiento y de la acci?n. Y a la vez transforma la visibilidad de las cosas y el sentido de lo posible. Lo que antes era objeto de sufrimiento adopta una nueva visibilidad, que es la de la injusticia. El rechazo de un impuesto pasa a ser el sentimiento de la injusticia fiscal y despu?s el sentimiento de la injusticia global de un orden del mundo. Cuando un colectivo de iguales interrumpe la marcha normal del tiempo y comienza a tirar de un hilo concreto ?hoy el impuesto sobre la gasolina, ayer la selectividad, la reforma de las pensiones o de la legislaci?n laboral?, es toda la tupida red de desigualdades que estructuran el orden global de un mundo gobernado por la ley del beneficio lo que empieza a deshacerse.
Deja de ser, por lo tanto, una demanda que exige ser satisfecha. Son dos mundos que se oponen. Pero esta oposici?n de mundos ampl?a la brecha entre lo que se pide y la l?gica misma del movimiento. Lo negociable se vuelve no negociable. Para negociar se env?an representantes. Ahora bien, los “chalecos amarillos”, surgidos de esa Francia profunda que, seg?n se nos dice, es receptiva y sensible a las sirenas autoritarias del “populismo”, han retomado esta reivindicaci?n de horizontalidad radical que cre?amos propia de los j?venes anarquistas rom?nticos de los movimientos Occupy o la ZAD. No hay negociaci?n entre los iguales reunidos y los gestores del poder olig?rquico. Esto significa que la reivindicaci?n triunfa por el mero temor de los segundos, pero tambi?n que su triunfo la muestra insignificante al lado de aquello que la revuelta “quiere” por su desarrollo inmanente: el fin del poder de los “representantes”, de aquellos que piensan y act?an por los dem?s.
Es cierto que esta “voluntad” puede ella misma adoptar la forma de una reivindicaci?n: el famoso refer?ndum de iniciativa ciudadana. Pero la f?rmula de la reivindicaci?n razonable oculta de hecho la oposici?n radical entre dos ideas de democracia. De un lado, la concepci?n olig?rquica reinante, es decir, el recuento de voces a favor y en contra en respuesta a una determinada pregunta que se plantea; y del otro, la concepci?n propiamente democr?tica: la acci?n colectiva que declara y verifica la capacidad de cualquiera a la hora de formular las preguntas mismas. Porque la democracia no es la elecci?n mayoritaria de los individuos. Es la acci?n que pone en pr?ctica la capacidad de cualquiera, la capacidad de aquellos que no poseen ninguna “competencia” para legislar y gobernar.
Entre el poder de los iguales y el de la gente “competente” para gobernar siempre puede haber disputas, negociaciones y compromisos. Pero tras ellos queda el abismo de la relaci?n no negociable entre la l?gica de la igualdad y la de la desigualdad. Es por ello que las revueltas siguen a?n a medio camino, para gran disgusto y satisfacci?n de los entendidos que las declaran condenadas al fracaso por carecer de “estrategia”. Pero una estrategia no es m?s que una manera de administrar los golpes en el seno de un mundo dado. No hay estrategia que ense?e c?mo colmar el abismo abierto entre dos mundos. “Iremos hasta el final” decimos en cada ocasi?n. Pero este final del camino no se identifica con ning?n fin determinado, sobre todo desde que los Estados llamados comunistas ahogaron en sangre y fango la esperanza revolucionaria. Es tal vez as? como hay que entender el eslogan de 1968: “No es m?s que un comienzo, la lucha contin?a” [”Ce n?est qu?un d?but, continuons le combat”]. Los comienzos no alcanzan su fin. Se quedan en el camino. Lo cual quiere decir tambi?n que no dejan de reanudarse una y otra vez, incluso si eso significa cambiar de actores. Es el realismo ?inexplicable? de la revuelta el que pide lo imposible. Porque lo posible ya est? tomado. Es la f?rmula misma del poder: no alternative.