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El zapatismo y América Latina: profunda revolución cultural

02.01.04

por Raúl Zibechi

El neozapatismo es el emergente de una nueva generación de movimientos sociales y populares que vienen madurando y creciendo en las pasadas tres décadas. Con su aparición pública el primero de enero de 1994 se cierra un largo ciclo signado por la transición, desde un tipo de movimiento social caracterizado por la centralidad de la clase obrera y los partidos de izquierda. A grandes rasgos, esa transición se inició hacia finales de los años 60 con el ascenso de los nuevos movimientos y el paralelo declive del movimiento sindical.

El Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) forma parte de la generación de los nuevos movimientos sociales, pero es la expresión más acabada de la ruptura con las viejas formas de hacer política, referenciadas en el Estado. Estos movimientos representan una doble respuesta al agotamiento de los movimientos clásicos y a la restructuración del proceso de acumulación, con la que el capital respondió al desborde obrero y popular de los años 50 y 60. Las clases dominantes intentaron resolver la crisis de dominación, que atravesó todo el continente desde la revolución cubana hasta que consiguieron reimponer su orden, combinando represión y profundización del capitalismo.

LOS IMPACTOS DEL ZAPATISMO EN AMERICA LATINA

Dado este panorama, podemos establecer cómo el zapatismo se inserta en el proceso continental que llevó a la formación de los nuevos movimientos, y también podemos vislumbrar las razones de su resonancia y los impactos que ha tenido en el conjunto.

Indígenas zapatistas recordaron en el caracol de
Oventic el décimo aniversario del levantamiento
del EZLN
FOTO MARIA MELENDREZ PARADA
Indagar acerca de la influencia del neozapatismo en los movimientos sociales de América Latina supone ir más allá de sus aspectos visibles y de las prácticas institucionales. En los nuevos movimientos, las rupturas respecto a las tradiciones heredadas de los años 60 y 70 no son tan evidentes como las continuidades. Para descubrirlas hay que ir más allá de las expresiones públicas y de los programas, adentrarse en las prácticas, las formas de vida y las relaciones sociales que se construyen en el interior de los movimientos, ya que son las que van conformando las nuevas formas de hacer política y prefiguran la sociedad que los nuevos sujetos anhelan.

Las huellas del zapatismo pueden rastrearse, por un lado, en algunos de los movimientos más frescos y menos institucionalizados, e incluyen, por otro, algunos temas que los nuevos actores sociales han ido colocando en el centro de los debates: el poder, la autonomía y la autogestión, los tiempos del “afuera” y del “adentro” y la forma de entender el cambio social, entre los más destacados. Estos impactos, sin embargo, se encuentran mezclados a menudo con ideas y actitudes más “tradicionales” y, salvo excepciones, como la Mesa de Escrache Popular de Buenos Aires, algunas asambleas barriales y grupos piqueteros, la pauta dominante parece ser un impacto relativamente fuerte en los temas relacionados con el poder estatal, y otros más superficiales, en particular los vinculados con los tiempos interiores y la forma de concebir el cambio social.

El zapatismo resuena -como señala John Holloway- porque es parte de lo mismo. O sea, si resuena es porque hay cambios que han provocado que ciertas miradas estén ya habituadas a otra forma de mirar; porque, como hemos comprobado líneas arriba, el zapatismo es parte de un movimiento más amplio, con el que tiene múltiples lazos y aspectos en común. Si no fuera así, no podría haber resonancia.

En este aspecto sería conveniente introducir un matiz: el zapatismo no “influye”, no “baja línea”, simplemente resuena porque la intensidad de su experiencia es capaz de conmover a otros y otras aun a grandes distancias. Su manera de expandirse es sinuosa y subterránea, cala en nosotros por la profundidad de la experiencia. Trabajan la autonomía de tal manera, que nos interpela. No esperan del Estado una ley, sino que se ponen a construir los caracoles, potenciando la autonomía indígena que interpela nuestra falta de autonomía.

La ya célebre propuesta zapatista que dice “no queremos tomar el poder”, ha sido retomada por intelectuales y dirigentes políticos y sociales, pero también impregna buena parte de los debates de algunos importantes movimientos del continente. Llama la atención, sin embargo, que el conjunto de los partidos políticos de izquierda de la región -que confluyen en el Foro de Sao Paulo- sigan ignorando la importancia estratégica de este debate: desde las corrientes más moderadas cercanas a la tercera vía, hasta los movimientos guerrilleros, pasaron por alto durante una década la posibilidad de reconsiderar su propuesta de conquistar el poder estatal como eje desde el cual articular los cambios, y siguen enfrascados en la vieja polémica acerca de las vías, revolucionarias o reformistas, para conseguir el “objetivo final”. Entre los intelectuales las cosas no son muy diferentes. Los más encumbrados, o los más institucionalizados, han optado por eludir el debate. Otros ingresaron en tono acusador, reprochando a quienes defienden la tesis de no tomar el poder estatal de mostrar signos de “debilidad” (es el caso de James Petras) o de defender ideas que “conducen a la derrota” (como sostiene el filósofo argentino Rubén Dri). Menos frecuentes han sido los desacuerdos francos no destinados a satanizar al adversario, como la polémica entre Atilio Borón y John Holloway.

En los casos en los que el debate fue retomado por las izquierdas partidarias, el resultado ha sido poco alentador. El Partido Comunista Revolucionario de Argentina (PCR), maoísta e inspirador de la piquetera Corriente Clasista y Combativa, el grupo de desocupados más numeroso y mejor estructurado, se emplea a fondo contra el libro Cambiar el mundo sin tomar el poder, de John Holloway, pero, al igual que los demás partidos de la izquierda, se manifiesta en favor del EZLN. Sin poder abandonar los esquemas más clásicos, el PCR sostiene que la tesis de no tomar el poder es “funcional a las clases dominantes”, ya que se propone “alejar a las masas del poder para poder preservarlo en manos de las clases dominantes”. El tono empleado por el Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS), organización trotskista que tiene fuerte presencia en las fábricas recuperadas Brukman y Zanón, es más agresivo aún: Holloway y los defensores de la no toma del poder estatal serían víctimas de “eclecticismo metodológico”, “reformistas” y “pequeño burgueses”, entre los adjetivos más suaves que les endilgan. La influencia del zapatismo en Argentina, y el impacto mediático de sus principales tesis provocó un contramovimiento que abarca desde los espacios académicos hasta los más importantes movimientos sociales, pero que tiene su punta de lanza en algunos intelectuales y en los partidos de la vieja izquierda.

Por el contrario, la polémica sobre el poder estatal está presente en importantes movimientos, sobre todo en el ecuatoriano y el argentino. En ocasiones, el debate se presenta de forma lateral, quizá para evitar rechazar de plano las propuestas zapatistas, quizá por el enorme prestigio que tiene el subcomandante Marcos y la comandancia indígena. En ambos casos, el debate surge por razones diferentes. En Ecuador, como veremos, fue resultado de la experiencia del 21 de enero de 2000, cuando el movimiento indígena y militares nacionalistas tomaron durante algunas horas el poder estatal en descomposición. Ese breve asalto al Estado generó una situación de crisis en las principales organizaciones del mundo indio. En Argentina, los hechos del 19 y 20 de diciembre de 2001 dispararon lecturas ideologizadas de la realidad: desde quienes creyeron ver una situación pre revolucionaria, que habría que encauzar hacia la revolución-toma del poder, hasta quienes pretenden dejar abiertas las preguntas formuladas por sucesos que desafían los saberes de los revolucionarios, como forma de mantener activa la creatividad social.

El impacto del “no tomar el poder estatal” en el movimiento piquetero y asambleario puede verificarse de forma muy directa: Argentina es el país donde tanto las tesis de Holloway como las del EZLN han traspasado las fronteras de la intelectualidad y la militancia para hacerse carne en amplias franjas del movimiento social, contando con una difusión inusitada en otros países latinoamericanos.

Un reciente documento de varios MTD (movimiento de trabajadores desocupados) de la Coordinadora Aníbal Verón, uno de los grupos piqueteros autónomos de los partidos y las centrales sindicales, señala que “tomamos distancia de las visiones que limitan la idea del poder a la conquista del aparato del Estado, como objetivo y fin último”, y enfatiza en un concepto del poder que parece extractado del ideario zapatista: “El poder no es una ‘cosa’ que nos resulta ajena, sobre la cual tenemos que estar en favor o en contra: preferimos entenderlo como una relación social. El poder popular se construye desde y en las bases, con democracia y participación consciente, con relaciones que prefiguren la sociedad que anhelamos”.

Vale la pena destacar que buena parte de los referentes de la Coordinadora Aníbal Verón son jóvenes que se formaron en lecturas zapatistas, cuando a mediados de los años 90 los comunicados del subcomandante Marcos cautivaban a los jóvenes, desde los estudiantes universitarios hasta los desocupados de barrios marginales. Una de las peculiaridades del caso argentino respecto al zapatismo es la identificación de un sector del público rockero, y de las bandas de rock, con Marcos y el EZLN.

Pero las influencias de este debate son más vastas y llegan a otros rincones del continente, sobre todo a aquellos donde la población indígena es importante. La experiencia reciente del movimiento ecuatoriano, el más potente del continente junto con el argentino, mostró una inflexión a raíz de la insurrección que derribó al presidente Jamil Mahuad en enero de 2000. Luego del levantamiento, el debate sobre el concepto de poder volvió a instalarse con fuerza en el movimiento indígena. Luis Macas, dirigente de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie), recordó que en lengua quichua ushay, poder “es la capacidad de desarrollarnos colectivamente”. El aserto de Macas tiene notable coincidencia con la propuesta de Holloway de diferenciar el poder-hacer (como capacidad humana básica) del poder-dominación.

Reflexionando sobre la misma experiencia, el trabajo del economista Pablo Dávalos concluye que la insurrección del 21 de enero cierra un ciclo, ya que en él se incorporó “la dinámica del poder a un movimiento cuyas coordenadas de acción siempre estuvieron dadas por la capacidad de convertirse en el contrapoder social”.

Los dirigentes de la Conaie se fueron apartando del proyecto original de los indios, que descansa en la defensa de un Estado plurinacional que garantice la autonomía de los pueblos y naciones indígenas. La disolución de los tres poderes del Estado, hacia enero de 2000, llevó a que buena parte de la dirigencia cayera en la “tentación” del poder estatal. En ese momento, la Conaie traspasó el umbral entre movimiento social y movimiento político, pero, al hacerlo, puso en juego “todo su acumulado histórico”, ya que “convertirse en poder significaba dejar de lado su proyecto más estratégico y más a largo plazo: construir una sociedad verdaderamente plurinacional”. La Conaie dejó por un tiempo de ser el “contrapoder más efectivo que existía en la sociedad, que fue capaz de ejercer un poder de veto efectivo sobre las iniciativas más antipopulares de las elites”.

Más grave aún es que la opción por el poder (breve en el tiempo, pero con consecuencias dramáticas para el movimiento) implicaba dejar de lado “las dinámicas propias de la resistencia y construir formatos más institucionales que sirvan a la larga como mecanismos de control al surgimiento de posibles resistencias por parte de otros actores sociales”. En suma, que no puede el movimiento convertirse en poder sin dejar de lado su experiencia como contrapoder.

Un año después, en enero de 2001, un nuevo levantamiento de las bases, no convocado por la dirigencia, retoma el proyecto original con una plataforma de lucha más modesta. Los dirigentes que se habían destacado un año atrás adoptaron un perfil bajo por la presión de las bases, que comprendieron que convertirse en opción de poder llevaba a la fractura del movimiento. Una conclusión se impuso: “Más importante que acceder al control del gobierno es transformar a un país desgarrado por el racismo, el autoritarismo y la prepotencia”.

En otros casos, como el del movimiento juvenil y estudiantil uruguayo, la empatía de los jóvenes con movimientos como los sin tierra y el zapatismo, fue visible en el tipo de organización que crearon: una coordinadora que llevó adelante las ocupaciones de centros de estudio en el invierno de 1996. Definieron que la coordinadora “no es la dirección del movimiento, porque la dirección depende del movimiento mismo”; discutieron durante horas y días las propuestas, pero eligieron a sus representantes por sorteo y colocaron las asambleas de centro por encima de la coordinación. Algo similar sucedió en abril de 2000 durante la insurrección por el agua en Cochabamba. Allí, “la multitud reunida delibera directamente”, derogando el “hábito delegativo del poder estatal”, al punto que la multitud redefine el papel de los dirigentes, que en adelante se vuelven sólo transmisores. En ambos casos, la organización del movimiento (ambas asumieron la forma de coordinadoras) se construyó sobre la doble lógica de la mayor dispersión posible del poder y, en paralelo, de reflejar en su seno las redes sociales de los sectores sociales implicados. Esta doble característica ha ganado espacio, cabezas y corazones en la mayoría de los movimientos sociales del continente.

NUEVAS IMAGENES DEL CAMBIO: HORIZONTALIDAD Y COMUNIDAD

El cambio social empieza a relacionarse cada vez más con la capacidad de hacer qué con la conquista del poder. De ahí la insistencia de los piqueteros de la Verón en que sus iniciativas de producción “prefiguran” la sociedad que anhelan. Una imagen que va ganando terreno entre los nuevos movimientos es la que muestran numerosos medios: grupos de vecinos, desocupados o campesinos trabajando en emprendimientos colectivos o comunitarios, entre los que destacan las mujeres de los sectores populares. La gama incluye desde clínicas de salud autogestionadas hasta panaderías comunitarias, desde huertas vecinales hasta pequeñas fábricas de conservas y, en ocasiones, como en un barrio del sur de Buenos Aires, los propios desocupados (que sobreviven con 40 dólares al mes) instalaron una fábrica de bloques con los que construyen sus viviendas cada vez menos precarias.

Estas imágenes sencillas, mucho menos “heroicas” que las que conocimos en los años 60 y 70, forman parte del nuevo paisaje del movimiento popular. Incluyen la idea de potenciar la autonomía, asentada en la creación de hecho de territorios donde los colectivos van construyendo su nuevo mundo, ganando espacios en los que buscan asegurar el sustento cotidiano, pero también establecer relaciones solidarias e igualitarias.

Una de las preguntas que atraviesan al movimiento piquetero (denominado “zapatismo urbano” por Holloway) es “cómo” producir su subsistencia. Un debate, aún inconcluso, abarca todo un conjunto de organizaciones sobre la necesidad de la rotación en los cargos, que los equipos de trabajo no tengan capataces, sobre cómo suavizar la división del trabajo y la jerarquía de conocimientos. Algunos colectivos, como el MTD de Solano, rechazan inclusive la idea de que puedan existir dirigentes, estableciendo de ese modo una diferencia radical con movimientos como los Sin Tierra, a los que consideran hermanos e inspiradores.

Desde mediados de los años 90, gracias al doble influjo de la experiencia zapatista y de las nuevas culturas juveniles, fue ganando terreno la idea de horizontalidad. En un principio se trataba de un rechazo visceral de las prácticas centralistas y jerárquicas de la izquierda y los sindicatos. Puesta a andar, la propia horizontalidad fue ganando espacios, expandiéndose, y terminó enriqueciendo la vida cotidiana de grupos de mujeres, de jóvenes y cada vez más de desocupados y campesinos. Merece destacarse el caso de la organización HIJOS (de desaparecidos por la dictadura) de Argentina. La profundidad de sus definiciones corre pareja con la profundidad de sus acciones: en pocos años se ganaron el respeto del conjunto del movimiento popular, de los medios y los intelectuales, y, sobre todo, consiguieron que la acción que los caracteriza, el escrache (concentración frente al domicilio de un genocida para que lo conozca toda la comunidad), haya sido adoptada por amplias franjas de la sociedad en los periodos de mayores movilizaciones.

Detenerse en la experiencia de los HIJOS supone iluminar una forma de pararse en las luchas sociales muy similar a la del zapatismo. HIJOS se define como una “organización horizontal con voluntad de consenso”. Ha hecho de la asimetría una seña de identidad: “No tiene sentido referenciarnos todo el tiempo en el enemigo, y como el enemigo dice ‘blanco’ nosotros, para combatir al sistema, debemos decir ‘negro’”. No buscan que la justicia castigue a los genocidas ni proponen siquiera un “castigo popular”, sino algo más profundo: que cada barrio en el que viven sea su cárcel; cada vecino, su carcelero. Al apostar por el castigo social, buscan implicar (y lo hacen) al conjunto de las redes y organizaciones de cada lugar en los escraches, de modo que trabajan durante meses con ellos, deslindando con los tiempos del sistema y de los medios, y atendiendo sólo los “tiempos interiores” del movimiento social. Los resultados son sorprendentes: no sólo decenas de asambleas vecinales realizaron a lo largo de 2002 cientos de escraches a militares genocidas, sino que muchos debieron trasladarse, toda vez que los vecinos les negaban el saludo y tenían grandes dificultades para comprar el pan y el diario en el barrio.

Para HIJOS, la horizontalidad y la reconstrucción de los lazos solidarios, destruidos por la dictadura, son ejes tan importantes como el castigo a los genocidas. O sea, cuestiones de principios.

La horizontalidad es una visión particular de la democracia. Podríamos decir que horizontalidad es un camino y, a la vez, una forma de caminar ese camino (…) La horizontalidad básicamente es un esfuerzo, una demanda a cada uno por poner lo mejor de sí, por no descansar en las habilidades ajenas, por avenirse a las decisiones y a los tiempos del colectivo. Todas las organizaciones expresan en su forma de trabajar el norte al que quieren llegar. La forma de hacer política es (o debiera ser) una muestra del mundo, la sociedad, en la que quieren vivir.

HIJOS es, de alguna manera, la organización más “puramente” zapatista del mundo no indígena de América Latina. Ciertamente, se trata de un colectivo muy peculiar. Sus integrantes son todos hijos de militantes de los años 60 y 70 o de desaparecidos, encarcelados o exiliados; son jóvenes activos y formados, muchos son estudiantes y entre sus textos de referencia figuran, en primer lugar, los comunicados del EZLN.

VISIONES DEL CAMBIO SOCIAL: UNA FORMA DE CAMINAR

De forma muy desigual va ganando terreno una idea diferente del cambio social. No se trata de una propuesta nítida, acotada y precisa, sino la convicción de que los cambios deben estar ligados a la reconstrucción de los vínculos que el sistema destruye a diario, desde hace siglos. Y, por otro lado, la sensación de que los cambios son “entre nosotros” o, sencillamente, no son.

La reciente decisión del EZLN de terminar la experiencia de los Aguascalientes y construir en su lugar los caracoles como espacios de la autonomía local y regional serán inspiración estimulante. Los zapatistas decidieron poner en práctica la autonomía de hecho, sin esperar a que el Estado mexicano se las concediera.

No es un camino muy distinto al que ya venían recorriendo, ni muy diferente del que llevan adelante los indígenas ecuatorianos (pero también de otras partes del continente y de México), que decidieron hacerse fuertes en los municipios donde mantienen una hegemonía étnica, para desde ellos crear las bases de la nueva sociedad.

La idea de ir forjando una nueva sociabilidad, nuevas relaciones entre las personas y el ambiente, en los espacios-islas que controlan los movimientos sociales, ya es patrimonio de amplias franjas de personas organizadas en los más diversos frentes. La metáfora de Marcos, que señala que hay quien “se dedica a imaginar que el timón existe y disputar su posesión”, mientras hay quien “hace de una isla no un refugio para la autosatisfacción, sino una barca para encontrarse con otra isla y con otra y con otra…”, empieza a ser una forma de vida para una parte considerable de quienes dedican su vida a cambiar el mundo desde los movimientos sociales


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