El extractivismo se identificó con una máquina contaminante que prometía arrasar con modos de vida de comunidades, con la biodiversidad de los territorios y la riqueza de los pueblos. En este breve documento, repaso algunas tendencias en torno a la avanzada del extractivismo en Colombia, así como sobre los esfuerzos de organizaciones populares que defienden el territorio y forjan alternativas ante las amenazas que se ciernen sobre las comunidades
DESAFIANDO LA LOCOMOTORA DEL DESPOJO
Extractivismos y resistencias en Colombia
Alejandro Mantilla Quijano
¿Cómo se sostiene la vida en América Latina?
Alejandro Mantilla Quijano, educador e investigador social
colombiano, fue integrante del Instituto Nacional Sindical CEDINS, es columnista de medios como Palabras al margen y Colombia Informa. Integrante del equipo editorial de la revista La Siniestra.
Este texto tuvo como punto de partida la entrevista realizada a Alejandro Mantilla en mayo de 2018, durante el encuentro del Grupo Permanente de Trabajo sobre Alternativas al Desarrollo, realizado en Playas-Ecuador. Se puede consultar, en español, https://youtu.be/1Oqn9gsZ2_Q, y con subtítulos en inglés, https://youtu.be/Sv0-_mK44IY
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A inicios de su primer mandato, el presidente Juan Manuel Santos empleó la metáfora de la locomotora para señalar a los sectores que, en teoría, crecen más rápido que el resto de la economía y que impulsan la generación de riqueza para el conjunto de la sociedad. De acuerdo con el Plan de Desarrollo de ese gobierno (2010-2018), las cinco locomotoras de crecimiento debían ser: (1) nuevos sectores basados en la innovación; (2) agricultura y desarrollo rural; (3) vivienda y ciudades amables; (4) desarrollo minero y expansión energética, e (5) infraestructura de transporte. La centralidad de las actividades extractivas a gran escala, en especial en lo relativo a la gran minería, generación de energía mediante hidroeléctricas, extracción de petróleo, expansión de la agroindustria y de nuevos proyectos de infraestructura hicieron que las locomotoras se convirtieran en la imagen asociada al extractivismo. A la postre, las locomotoras no generaron los resultados de crecimiento esperados, pero la metáfora mantuvo cierto arraigo para las comunidades y organizaciones populares que se opusieron a las políticas impulsadas por el Gobierno nacional. Así, el extractivismo se identificó con una máquina contaminante que prometía arrasar con modos de vida de comunidades, con la biodiversidad de los territorios y la riqueza de los pueblos. En este breve documento, repaso algunas tendencias en torno a la avanzada del extractivismo en Colombia, así como sobre los esfuerzos de organizaciones populares que defienden el territorio y forjan alternativas ante las amenazas que se ciernen sobre las comunidades.
La expansión de la gran minería
En las dos últimas décadas, la política pública impulsada por el Gobierno nacional ha estimulado la megaminería. No obstante, en Colombia tuvimos varios antecedentes a esta fase de expansión. En primer lugar, encontramos la concesión de la gran minería de
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carbón en los departamentos de la Guajira y el Cesar, en el Caribe colombiano. En 1977, la empresa Carbones de Colombia S.A. (Carbocol) –en ese entonces de propiedad estatal, pero luego privatizada en el año 2000– y la International Resources Corporation, filial de la Exxon Mobil, firmaron un contrato de concesión para explotar las reservas carboníferas por 33 años, en una zona denominada Cerrejón zona norte. En enero de 1999, el Estado colombiano acordó con International Resources Corporation extender la concesión hasta 2034. La concesión de megaminería de carbón en el departamento del Cesar se remonta a 1988, con la firma de un contrato de concesión minera entre Carbocol y la empresa transnacional Drummond; en enero de 2019 la concesión fue prorrogada por la Agencia Nacional de Minería, por 20 años más.1 En segundo lugar, encontramos una concesión con mayor antigüedad, la relacionada con la explotación de ferroníquel en el departamento de Córdoba. Esta se remonta a marzo de 1963, cuando el Ministerio de Minas y Petróleos de entonces y la compañía Richmond Petroleum Company of Colombia suscribieron un contrato de concesión por 30 años, cuyo objeto era explorar y explotar el níquel y otros minerales asociados. Después de varios cambios en las personas jurídicas, en 1980 la sociedad Cerro Matoso S.A., hoy subsidiaria de BHP Billiton, obtuvo los derechos de concesión, y en 1982 inició actividades de explotación del níquel. En 1996, se celebró un nuevo contrato con dicha compañía; el término inicial de su vencimiento es el año 2029, con una posible prórroga contractual hasta 2044. Junto con estas expresiones de la megaminería en el país, encontramos otras explotaciones de larga duración, como la explotación de esmeraldas en el departamento de Boyacá, en el Oriente colombiano. De acuerdo con el sociólogo Alfredo Molano (2007), la historia
1 Véase más sobre la situación actual de la explotación del carbón en Colombia en: ‘Perspectivas sobre las exportaciones de carbón colombiano En el mercado internacional de carbón térmico hasta 2030’, https://www.rosalux.org.ec/perspectivas-sobre-las-exportaciones-de-carbon-colombiano/; ‘Carbón tóxico. Daños y riesgos a la salud de trabajadores mineros y población expuesta. Evidencias científicas para Colombia’, https://www.rosalux.org.ec/carbon-toxico/; ‘Ecología política de las nuevas geografías del carbón: La cadena de carbón entre Colombia y Turquía’, https://www.rosalux.org.ec/la-cadena-de-carbon-entre-colombia-y-turquia/
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de la minería en la región puede remontarse hasta 1828, cuando “el recién creado Ministerio de Hacienda otorgó la explotación de las minas de Muzo al general –y compañero de armas de Bolívar– José París, así como a los particulares Carlos Stuard y Mariano Rivera”. A mediados del siglo XX, la violencia bipartidista entre liberales y conservadores se convirtió en un catalizador que atizó la guerra por el control de las minas, en ese entonces controladas por bandas de ‘pájaros’, nombre con el que se conocía a los paramilitares conservadores. Otro ejemplo de estas explotaciones de larga duración son las extracciones de oro en el nordeste antioqueño, en el noroccidente del país. Estas datan desde la colonización española y tuvieron un nuevo impulso a partir de inicios del siglo XX.
Siglo XXI: piñata de los títulos mineros
Sin embargo, el quiebre histórico posterior a las mencionadas concesiones ocurre a inicios del siglo XXI. A partir de entonces se da una muy agresiva intervención y concesión minera en buena parte del país. En las dos últimas décadas, la política pública impulsada por el Gobierno nacional ha estimulado la megaminería. De acuerdo con datos de la Agencia Nacional de Minería, al 16 de diciembre de 2016 existían 4.541.857 ha concesionadas, correspondientes a 9017 títulos mineros, entre contratos de concesión y autorización temporal, y 13.199 solicitudes, que corresponden a más de 11 millones de ha (Bautista y Plazas, 2018); cifra considerable si tenemos en cuenta que la totalidad del territorio nacional cubre 114 millones de ha. Las concesiones mineras tuvieron un claro crecimiento desde el año 2002, coincidiendo con la primera presidencia de Álvaro Uribe Vélez. Mientras en el período 1990-1994 se otorgaron títulos por menos de 55.000 ha al año, en el período 1994-1998 se pasó a cerca de 70.000 ha al año, y entre 1998-2002 las concesiones disminuyeron a menos de 40.000 ha. En el lapso comprendido entre 2002-2006 se concesionaron cerca de 200.000 ha por año, y entre 2006 y 2010 se llegó a la cifra de 4.083.000 ha tituladas.2
2 Véase: ‘Feria minera amenaza a los ecosistemas colombianos’, UN periódico, 11 de junio de 2011, https://censat.org/es/noticias/feria-de-la-mineria-amenaza-ecosistemas-colombianos
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En solo cuatro años, en la etapa que cubre entre 2006 y 2010, la superficie solicitada para minería se incrementó en casi ocho veces. A esta tendencia se le llamó “piñata de los títulos mineros”, a propósito de una expresión usada por el exministro Carlos Rodado Noriega. Tal entrega de títulos tuvo semejante nombre porque se amparó en un catastro minero con graves deficiencias, y porque se documentaron graves casos de corrupción asociados a la entrega de títulos, incluyendo la adjudicación de títulos en zonas de reserva especial minera y de conservación ambiental.
100 años de explotación de petróleo
En la actualidad, la extracción de petróleo también se expande. De acuerdo con los datos de la Agencia Nacional de Hidrocarburos, al 17 de febrero de 2017 existían más de 24 millones de ha dispuestas para esta actividad: 2.296.775 ha en producción, 19.775.335 ha en exploración, 2.021.359 ha en oferta pública, y 161.263 ha como propuestas recibidas en negociación (Bautista y Plazas, 2018). Frente a la producción de crudo, las estadísticas revelan un promedio de 853.000 barriles por día en 2017 y 844.000 en 2018, mientras la proyección basada en datos oficiales indica un promedio de 872.000 barriles por día en 2019, 936.000 en 2020, 818.000 en 2021, 789.000 en 2022 y 810.000 en 2023.3 En 2018 la explotación de hidrocarburos en Colombia cumplió 100 años. La primera explotación se inició el 29 de abril de 1918, a unos 23 kilómetros de Barrancabermeja, la ciudad petrolera por excelencia. Esa explotación fue resultado de la alianza entre el colombiano Roberto de Mares, quien había obtenido una concesión por el Gobierno colombiano, y los estadounidenses George Crawford, Joseph Trees y Michael Benedum; dicha sociedad es el origen de la Tropical Oil Company, luego conocida como “la troco”, fundada en 1921. A comienzos de la década de los treinta, la explotación de petróleo abrió un nuevo frente en la región del Catatumbo, gracias a la
3 Datos aportados por la Revista Semana, con base en información de la Asociación Colombiana del Petróleo, Agencia Nacional de Hidrocarburos, Ministerios de Hacienda y de Minas y Energía.
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firma de un contrato de concesión entre el gobierno de ese entonces con las compañías estadounidenses Colombian Petroleum Company y South American Gulf Oil Company. La expansión petrolera en el Catatumbo afectó gravemente a los indígenas Barí, quienes han resistido al despojo de su territorio por casi un siglo. En 1951 se fundó la Empresa Colombiana de Petróleos (Ecopetrol), empresa estatal que resultó de la reversión de la concesión de Mares, decisión que en buena medida fue resultado de las movilizaciones y huelgas contra “la troco”, en especial desde 1948. Tales movilizaciones fueron impulsadas por la Unión Sindical Obrera, organización de los trabajadores del petróleo fundada el 10 de febrero de 1923 (Vega, Núñez y Pereira, 2009). A inicios de los años ochenta del siglo pasado, comenzó una nueva etapa de expansión de la actividad petrolera, gracias al descubrimiento de los pozos de Caño Limón (1983), Cusiana (1991) y Cupiagua (1992), en el departamento de Arauca, al oriente del país. Tales hallazgos hicieron que el país dejara de importar crudo y que se convirtiera en exportador de petróleo, lo que en buena medida modificó los énfasis de la economía nacional. Hasta la década de los ochenta, el café fue el principal producto de exportación de Colombia, pero en esa década los hallazgos petroleros, las concesiones de carbón, el boom del narcotráfico y la caída del pacto cafetero en 1989 modificaron la economía nacional, pasando de ser un país cafetero a un país dependiente de la exportación de hidrocarburos y carbón, y de los ingresos generados por las mafias del narcotráfico.
El petróleo se agota y el fracking avanza
En la coyuntura actual hay un profundo debate por el agotamiento de las reservas de petróleo y gas, pues en cuanto al crudo se refiere, apenas quedarían reservas para 5,7 años y de gas para 11,5 años.4 Tal situación, sumada a la volatilidad del precio del crudo en el mercado internacional, ha generado que el Gobierno nacional (tanto en el caso de Juan Manuel Santos como en el de Iván Duque) estimulen nuevos
4 Según datos aportados en noviembre de 2018 por la Revista Semana.
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emprendimientos de exploración y explotación de hidrocarburos en varias zonas del país, así como la fractura hidráulica de crudos no convencionales o fracking. De acuerdo con los promotores de esta técnica, en el Magdalena Medio, una extensa zona del país que cubre varios departamentos (Santander, Antioquia, Bolívar y Cesar), se encuentran yacimientos no convencionales que podrían garantizar la autosuficiencia energética del país por 30 años. En ese orden, la Agencia Nacional de Hidrocarburos suscribió con las empresas Conoco Phillips y CNE Oil & Gas (filial de Canacol Energy) un contrato para explorar y explotar yacimientos no convencionales mediante fracking, en una zona que incluye al municipio de San Martín (Cesar), ubicado al norte del país. Además, la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales emitió un auto a finales de marzo de 2018, para iniciar la evaluación de la licencia ambiental del proyecto piloto de fracking de la empresa Ecopetrol entre Barrancabermeja y Puerto Wilches en Santander.5 A lo anterior se suman posibles concesiones en la región de Sumapaz, zona limítrofe con Bogotá, muy reconocida por su economía campesina y por albergar al páramo más grande del mundo.6
Represas, sus efectos sociales y ambientales
El cambio en el patrón de acumulación ha llevado a modificaciones sustanciales frente a la regulación de la generación y el abastecimiento de energía eléctrica. Dado el énfasis hacia los sectores primarios como impulsores del crecimiento económico, desde finales de los noventa los sucesivos gobiernos nacionales estimularon la exportación de energía eléctrica aprovechando el potencial hídrico de la geografía colombiana. De acuerdo con algunas proyecciones del sector, el país contaría con una capacidad cercana a los 94.000
5 Véase: ‘Anla y Ecopetrol alistan lo que sería el segundo proyecto de fracking
en Colombia’, http://www.contagioradio.com/anla-y-ecopetrol-alistan-lo- que-seria-el-segundo-proyecto-de-fracking-en-colombia-articulo-52570/ 6 Véase: ‘El fracking amenaza al páramo más grande del mundo’, https:// sostenibilidad.semana.com/medio-ambiente/articulo/fracking-llegaria- al-paramo-de-sumapaz-y-chingaza/37359
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megavatios. En la actualidad, Colombia “tiene una capacidad
instalada de 15.521 megavatios (MW), de los cuales 70,35 %, unos 10.919 MW, se generan bajo el sistema hidráulico; el 29 % con térmicas (4.501 MW), bajo el procedimiento de cogeneración en donde se obtiene simultáneamente energía eléctrica y energía térmica útil que producen 82,20 MW con una participación del 0,53 % del total generado, y, por último, la eólica, que alcanza los 18,42 MW, un 0,12 %, de ponderación nacional” (Dussan, 2017, 31). En ese marco, las metas de generación de energía trazadas por el Gobierno implican un aumento de la capacidad instalada que requiere la construcción de infraestructura de gran escala para generar energía. De esta manera se explica la construcción de proyectos de represas como Hidroituango, El Quimbo, Hidrosogamoso y Porce IV, Termocol y Termoflores y Amoyá. Sin embargo, estos no son los únicos proyectos; de acuerdo con los datos de la Unidad de Planeación minero-energética, en 2017 se encontraban registrados 70 proyectos de generación eléctrica, de los cuales 38 eran hidroeléctricos, 10 proyectos térmicos de gas, 16 proyectos térmicos de carbón, 4 proyectos térmicos a base de combustibles líquidos y 2 proyectos térmicos a partir del bagazo (Dussan, 2017, 32). Lo anterior sin contar proyectos menores como las pequeñas centrales hidroeléctricas, que no se registran ante organismos del orden nacional. Tal expansión de la capacidad instalada para generar energía eléctrica ha causado un enorme daño ambiental y graves impactos para las formas de vida de las comunidades, ya que han generado desplazamiento del campesinado en dichas regiones, así como la privación de las fuentes de vida y sustento de pescadores y campesinos. Los proyectos hidroeléctricos despojan a pueblos enteros de sus aguas, pero tal despojo no se trata solo de la usurpación del líquido, sino que en su conjunto transforma las dinámicas hídricas naturales de los ríos, así como el relacionamiento social y cultural en torno a dichas fuentes de agua. Los estragos generados por la represa de Hidroituango en Antioquia, en el noroccidente del país, la represa del Hidrosogamoso en el nororiente y la represa El Quimbo en el sur del país son notorios. El caso de Hidrosogamoso es elocuente: la hidroeléctrica represó las
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aguas de los ríos Sogamoso y Chucurí inundando cerca de 7.000 ha, casi la extensión del municipio de Floridablanca (Santander). El proyecto impactó directamente los valles de ambos ríos y afectó a cientos de predios de varios municipios santandereanos: Girón, Betulia, Zapatoca, Los Santos, San Vicente de Chucurí y Lebrija. Girón aportó la mayor cantidad de tierras al proyecto, con un 31,7 % del total inundado, y el territorio de Betulia fue divido en dos partes por el embalse. De acuerdo con datos oficiales, sufrieron efectos nocivos 900 familias dedicadas a actividades agrícolas, pecuarias y de pesca, pero los afectados consideran que esta cifra está muy por debajo de la realidad. Aseguran que la empresa desconoció en el censo de afectados a familias de campesinos, pescadores, jornaleros, mineros artesanales y a vendedoras de pescado, entre otras comunidades. Se estima que el proyecto hidroeléctrico desplazó a más de mil personas por la inundación y otras miles están damnificadas por las transformaciones de la cuenca. La empresa quedó con el control de 21.417 ha declaradas de utilidad pública mediante Resolución Ejecutiva 230 de 2008. No solo el área del embalse y la de la sala de máquinas, sino que están incluidas las zonas de protección, puesto que Isagen quedó con el control de cuenca y microcuencas que llevan sus aguas al embalse (Roa, 2016).
La agroindustria como extractivismo
No puede hablarse de extractivismo en Colombia sin tener en cuenta a la agroindustria.7 Esta también es expresión del extractivismo, pues contribuye a consolidar un modelo de acumulación de capital centrado en la exportación de materias primas con escaso valor agregado, es decir, de productos primarios con una muy baja o nula manufactura. Además, también propicia el aumento de actividades ricas en capital y tecnología, pero bajas en mano de obra, así como permite el incremento de las exportaciones del sector primario, impulsadas por una corta etapa de altos precios en el mercado internacional. De acuerdo con el último Censo Nacional Agropecuario, los cultivos de café, palma y caña suman el 61,5 % del área agroindustrial del país. Tal aumento no es espontáneo, sino que es resultado del
7 En esta parte me baso en el documento de Tierra Digna (2019).
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estímulo a este tipo de cultivos mediante políticas del Estado.
Un buen ejemplo es la aprobación de la ley 1776 de 2016, que estableció las Zonas de Interés de Desarrollo Rural, Económico y Social (Zidres), una figura que otorga una mayor seguridad jurídica a las inversiones agroindustriales, pero que amenaza la territorialidad campesina, indígena y afro. Dicha ley le abrió paso a la concesión de baldíos de la nación a empresarios privados, y cambió así una tradición jurídica de varias décadas que consideraba a los baldíos como áreas de exclusiva adjudicación a sujetos de reforma agraria, es decir, campesinos de bajos recursos. Tales modificaciones tienen como objetivo principal impulsar grandes proyectos agroindustriales que se realizarían en áreas que en el pasado estaban destinadas a ser adjudicadas a comunidades campesinas o a pueblos indígenas y afrocolombianos. Además, la ley promueve el famoso modelo de asociatividad entre campesinos y empresarios. Allí el campesinado aporta la tierra, su conocimiento y su fuerza de trabajo, mientras los empresarios aportan capital y tecnología. Aunque dicho modelo se presente como una sociedad, este tipo de contratos oculta la desigualdad entre campesinos y empresarios, y en muchos casos involucran acuerdos que favorecen el endeudamiento de los campesinos con sus supuestos socios. Por otro lado, diversas instituciones han documentado una relación directa entre la expansión de diversos cultivos agroindustriales y el despojo forzado de tierras. De acuerdo con el Centro Nacional de Memoria Histórica, en regiones como María La Baja y El Peñón (Bolívar), Zona Bananera y Ciénaga (Magdalena), el Bajo Atrato chocoano, en cinco municipios de Cesar y en la ronda del río Mira, en Nariño, hay una relación directa entre desplazamiento, abandono de tierras y cultivo de palma de aceite.8 Por otro lado, una investigación realizada por Camilo Rey Sabogal encontró que, al revisar datos sobre los municipios con presencia de cultivos de palma de aceite, se encuentra una mayor tendencia a la expulsión de población desplazada que en aquellos municipios
8 Véase: ‘¿Cuál es la relación entre la palma de aceite y el despojo de tierras?’. http://pacifista.co/cual-es-la-relacion-entre-la-palma-aceitera-y-el-despojode-tierras/
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donde no se encuentra este cultivo. Según el académico: “En términos
porcentuales, aunque solo el 8,2 % de los municipios colombianos siembran palma, en ellos ocurrió el 22,4 % de las expulsiones de población”, a lo que añade que “mientras la tasa de incidencia de expulsión en los municipios no palmeros es de 97 personas por cada mil habitantes entre 2002-2009, en los palmeros se expulsó a una tasa de 181 en el mismo período” (2013). Tales tendencias se encuentran más acentuadas en el Chocó, Catatumbo, Antioquia y en el norte del departamento de Bolívar.
Resistencias frente al extractivismo
Las resistencias contra el extractivismo se han tejido con dinámicas muy interesantes en los últimos 10 años, es en este periodo cuando han tenido más fortaleza y más capacidad de articulación. A mi juicio, hay tres o cuatro quiebres históricos en los últimos años. El primer quiebre histórico lo encontramos en el año 2005, cuando en un momento muy difícil de la sociedad colombiana, en plena ofensiva de tratados de libre comercio, en medio del despojo paramilitar y de una gran violencia contra las comunidades, se generó esta oleada extractivista. La piñata minera, luego convertida en locomotora, generó nuevas expresiones de resistencia y construcción de alternativas desde el movimiento popular y las comunidades colombianas. Para la segunda mitad de la década pasada, coincidiendo con el segundo gobierno de Álvaro Uribe (2006-2010), y con la etapa de mayor aceleración de las concesiones mineras, se empiezan a consolidar nuevas dinámicas de rearticulación de los movimientos sociales. En esa etapa jugará un rol crucial el esfuerzo del movimiento indígena, que a través de mingas y movilizaciones nacionales entre 2005 y 2008 confontarán las leyes del despojo. Con la expresión “leyes del despojo” se englobó a la estrategia legislativa promovida por el gobierno de Álvaro Uribe, que en ese momento fomentó cuatro proyectos complementarios: la ampliación de concesiones mineras; el desarrollo y aprobación de tratados de libre comercio; leyes de impulso a la agroindustria y la producción forestal a gran escala, y la aprobación de normas que legalizaban o
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legitimaban el despojo violento de tierras sufrido por comunidades campesinas, indígenas y afro. La protesta contra las leyes del despojo tenía la lucidez de atacar al modelo neoliberal que reconcentraba la riqueza, a la nueva expansión del extractivismo minero y a los políticos de la coalición de derechas que legislaban desde el Congreso de la República sin ocultar sus lazos con el paramilitarismo. El término ‘despojo’ englobaba a los inversionistas beneficiados con las reformas neoliberales, a los tecnócratas promotores del libre comercio y a los políticos aupados por sociedades criminales. No fue una casualidad que durante el escándalo de la ‘parapolítica’, en total 102 representantes y 97 senadores fueran investigados, y que 42 parlamentarios resultaran condenados por nexos con grupos paramilitares. En suma, fue una expresión de rechazo contra el régimen político y su modelo económico.
Alianza entre campesinos e indígenas
En el año 2008 ocurre un segundo corte histórico, que permite una etapa de articulación que aún estamos viviendo en Colombia, porque en el suroccidente del país se genera una alianza entre el movimiento campesino e indígena. La protesta contra las leyes del despojo fue el motor que permitió nuevas articulaciones entre el movimiento indígena y campesino, articulación a la que luego se sumará el movimiento afro. En 2008 la minga ya no es exclusivamente indígena, sino indígena y campesina, lo que genera una nueva apertura para otras claves en defensa de la territorialidad; es en ese momento cuando empieza a darse el paso que Maristella Svampa llama giro ecoterritorial (2010). Creo que ese giro se ve muy claro en el movimiento campesino (Mantilla, 2016a), indígena y afro en la última década, y considero que el 2008 refleja esa articulación indígena campesina, sobre todo contra el despojo y contra el extractivismo. La protesta contra las leyes del despojo fue el motor que permitió nuevas articulaciones entre el movimiento indígena, campesino
y afro. Fue este germen el que desembocó en el nacimiento de
plataformas como la Minga Social y Comunitaria, Congreso de los Pueblos, Marcha Patriótica y la Cumbre Agraria, Campesina,
Étnica y Popular, procesos que protagonizaron, junto a las Dignidades
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Agropecuarias, una larga onda de movilización que en varias
ocasiones puso contra las cuerdas al gobierno de Juan Manuel Santos. Un tercer corte histórico crucial ocurre en 2013, con el paro nacional agrario de agosto de ese año. Es el más importante momento de movilización en la historia reciente de Colombia contra el extractivismo y contra el neoliberalismo de la política agraria. Dicho paro tuvo un protagonismo campesino importante, así como un importante apoyo en las ciudades. Gracias a esta movilización hoy encontramos dos grandes momentos de articulación campesina y agraria: Dignidades agropecuarias y la Cumbre Agraria, Campesina, Étnica y Popular (Mantilla, 2014; 2016b).
Movimiento de consultas populares
El más reciente corte lo hemos tenido en los últimos tres o cuatro años, con el movimiento de consultas populares y los procesos de ordenamiento del territorio. Las expresiones forjadas por los paros agrarios, mingas indígenas y movilizaciones campesinas, todas ellas orientadas a un cambio de modelo económico, territorial y energético, se fundieron con un repertorio de defensa del territorio, que estuvo anclado en la defensa de la democracia y la capacidad de decisión de las comunidades. Encontramos, entonces, una lectura sobre el ordenamiento jurídico colombiano que valoró la importancia de algunos mecanismos de participación democrática, como las consultas populares para que la población de los municipios pudiera decidir si estaba o no de acuerdo con la gran minería, así como iniciativas de ordenamiento territorial que priorizan el agua y la agricultura campesina por encima de las actividades extractivas. Así encontramos la inmensa riqueza de las expresiones nacionales del movimiento popular que rechazaron la política minero-energética de despojo, entrelazadas con la creatividad de las expresiones locales que propusieron nuevas formas de defensa y ordenamiento del territorio. Un hermoso ejemplo de combinación de estas estrategias lo hemos visto a partir del 25 de noviembre de 2016, cuando en el municipio de San Pablo (en el departamento de Nariño, al sur del país), se proclamó el primer Territorio Campesino Agroalimentario de Colombia, iniciativa que cobija a 15 municipios del sur del Cauca y
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Norte de Nariño. Esta propuesta de territorialidad campesina busca proteger el territorio de una región que abastece de agua a buena parte del país, y proteger, a su vez, las manifestaciones productivas y culturales de las familias campesinas que allí habitan. Tal propuesta de territorialidad campesina no habría sido posible sin las expresiones de movilización agraria a lo largo de la década y sin el movimiento de consultas populares en defensa del territorio. Este movimiento de consultas ha frenado buena parte de los proyectos extractivistas, en especial uno muy agresivo en el departamento del Tolima en el sur occidente colombiano, el de la mina de La Colosa, que prometía ser la mina de oro más grande del hemisferio. Ese proyecto hoy está paralizado gracias al esfuerzo comunitario y a la participación generada en las consultas populares. Hoy los movimientos populares han logrado que la oleada extractivista tenga problemas para asentarse y para alcanzar hegemonía. Hoy el extractivismo tiene una crisis de hegemonía, de ahí que hayan tomado fuerza las propuestas alternas al extractivismo, las dinámicas de movilización social y de defensa del territorio. No obstante, el Gobierno nacional y las grandes compañías están en una etapa de recomposición de su estrategia para debilitar los esfuerzos populares de defensa del territorio. Aunque han sido frenados importantes proyectos mineros y petroleros, no ha ocurrido lo mismo con la construcción de represas, y se ha consolidado la política agroindustrial de despojo. Además, los nuevos magistrados de la Corte Constitucional tienden a quitarle peso a la participación ciudadana a la hora de perfilar sus decisiones judiciales, lo que generará una estocada al movimiento de consultas populares.
Elementos para comprender el extractivismo
El extractivismo genera unos fuertes impactos ambientales, precisamente ahora, que estamos viviendo un contexto de crisis socioecológica muy grave que afecta a todo el planeta y cuya principal expresión es el cambio climático. Insistir en el extractivismo implica insistir en un modelo que ha generado una grave crisis socioecológica que se traduce en graves problemas de abastecimiento de agua, de
continuidad de la agricultura y de masiva extinción de especie.
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De esta crisis se derivan grandes problemas para la reproducción de la vida del conjunto de la raza humana. En segundo lugar, a nuestras sociedades del sur nos han vendido la idea de que el extractivismo es un ‘buen negocio’. Es decir, que el extractivismo es la mejor manera de generar divisas, crecimiento económico, prosperidad y bienestar, pero eso es completamente falso. El boom de los commodities fue una etapa pasajera que no generó una amplia salida de la pobreza para buena parte de las sociedades en América Latina ni redistribución de la riqueza, y que hoy más bien está mostrando la continuidad de la senda que ha llevado a América Latina a la conjugación de la pobreza y la desigualdad. Es decir, el extractivismo fue simplemente una etapa de boom de commodities gracias al aumento temporal de los precios internacionales, en el que se generó una nueva renta. Esta renta se concentró, en el caso de los gobiernos neoliberales, en empresas capitalistas, casi todas extranjeras, y en los gobiernos progresistas que generaron programas sociales que mejoraron la vida de la gente, pero no redistribuyeron la riqueza. Hoy, en el fin del ciclo de los altos precios de los commodities, tenemos graves problemas económicos en varios de nuestros países. Por lo anterior, el extractivismo no es un buen negocio en términos de sostenibilidad económica, más bien profundiza lo que Alberto Acosta ha llamado “la maldición de la abundancia”. Paradójicamente, somos pobres porque tenemos muchos recursos naturales, pero tal situación no ha generado rutas para erradicar la pobreza, ni reducir la desigualdad, más bien son bonanzas pasajeras que no cambian nuestras realidades a largo plazo. En tercer lugar, en el caso colombiano, el extractivismo ha avanzado de la mano con el despojo. En muchos casos, los emprendimientos extractivos se han articulado de manera perversa con la guerra y con el despojo paramilitar. Proyectos de palma de aceite, de minería y también de represas tuvieron como antecedentes graves masacres y despojo de campesinos, indígenas y afrocolombianos. Así que el extractivismo es el mejor ejemplo de eso que desde Rosa Luxemburg hasta David Harvey se ha denominado “acumulación por desposesión”. No se trata, entonces, de generar acumulación de capital en
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clave de producir riquezas, más bien encontramos una transferencia directa de activos por la vía de despojo violento de las comunidades. Y, por último, una clave más macro en términos civilizatorios. El extractivismo es la peor expresión de la tendencia a comprender la naturaleza como un objeto susceptible de ser explotado y violentado. Esta es la clave crucial para entender la matriz civilizatoria que nos tiene en una crisis múltiple, económica, de sentido, política y ambiental. Una crisis que tenemos que superar para pensar otras claves de civilización. Necesitamos otra manera de relacionarnos con la naturaleza, que supere el capitalismo, que derrote al patriarcado y que supere esta dinámica de depredación ambiental que nos tiene en un momento de crisis muy grave.
Alternativas para superar los extractivismos
Es claro que se vienen construyendo alternativas a lo largo y ancho de nuestra América. Creo que un primer paso se orienta hacia la necesidad de generar una crisis de hegemonía del modelo. Es decir, demostrar que este modelo genera impactos ambientales, que no es una buena alternativa económica, y, además, que nos mete en una trama civilizatoria muy perversa con la naturaleza y con las comunidades. Ese primer paso consiste en disputar la hegemonía en términos de creencias, de discursos y de preferencias. La disputa en torno a las redes de creencias, la justificación de los valores y nuestro andamiaje moral es crucial para pensar las luchas políticas y sociales a largo plazo. En segundo lugar, en América Latina y también en buena parte del Sur global, se viene dando una dinámica muy diversa de defensa del territorio y de construcción de nuevos territorios. La lucha por la soberanía alimentaria, la defensa del agua, los movimientos ecoterritoriales, todo lo que pasa por las tramas ecofeministas genera importantes lecciones. Maristella Svampa, Vandana Shiva, Tatiana Roa y muchas grandes intelectuales han mostrado que buena parte
de la resistencia a los proyectos extractivistas y la generación de
alternativas pasa por organizaciones de mujeres o lideradas por ellas. En Colombia está ocurriendo lo mismo y, en esa defensa del territorio
Desafiando la locomotora del despojo
236 ¿Cómo se sostiene la vida en América Latina?
y esa visión no patriarcal de la naturaleza, hay una potencia muy importante, que también se está dando desde los movimientos populares ecoterritoriales, ambientalistas o como los queramos llamar. Desde la organización social, hoy se está dando un gran debate sobre cómo entender un modelo que supere el extractivismo y la ilusión del desarrollo. Digo ilusión del desarrollo en la medida en que es muy claro cómo este modelo no fue más que un espejismo rentista, que en realidad no nos llevaba a mejorar la calidad de vida de nuestras sociedades. Estos debates hoy están generando la posibilidad de cambiar políticas, no en el corto plazo, pero sí a mediano plazo. En Colombia, por ejemplo, el debate electoral en el 2018 estuvo muy marcado por la pregunta de cómo generar una transición energética hacia energías alternativas, que respeten los territorios y que desenvuelvan otro tipo de trato con la naturaleza. Sin embargo, estos avances importantes tal vez se materialicen en el mediano plazo, mientras en lo inmediato tenemos una crisis socioecológica que está poniendo en peligro la vida de la raza humana en el planeta. Este es un momento muy importante de defensa del territorio, de resistencias y de debates acerca de maneras de superar el modelo, pero el problema que tenemos es el tiempo. Suena catastrófico, pero la crisis ecológica está generando impactos gravísimos a lo largo y ancho del planeta, y necesitamos respuestas más en el corto plazo y no solo en la posibilidad del mediano plazo.
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