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Trascender la modernidad capitalista para re-existir

Varios autores :: 02.08.19

El rasgo fundamental de nuestro tiempo es que asistimos al triunfo aplastante de la modernidad, solo que ese triunfo es una tragedia, pues se ha erigido sobre el avasallamiento sistemático de la vida en sí. Esta crisis civilizatoria es también, y decisivamente, una crisis del pensamiento crítico.
Es necesario re-construir comunidad en lo urbano y lo rural:
Tanto en lo rural como en lo urbano, y también entre ambos, necesitamos reconstituir y vigorizar el lazo convivencial, la manera de encontrarnos, de convivir con el otro, con la otra y con la naturaleza. Los encuentros convivenciales se fortalecen en la medida en que son capaces de tejer redes de cuidado y de amparo, este es el criterio básico de la reconfiguración de la comunidad. Todavía existen dimensiones comunitarias en nuestras vidas, pero están siendo atacadas por las formas del capital, que exige este proceso de individualización y de relaciones mercantiles, incluso en el encuentro con el otro y con la otra. Si reconstituimos elementos de convivencia, potenciamos esta posibilidad de que en la comunidad se resuelva nuestro cuidado y nuestro amparo.

TRASCENDER LA MODERNIDAD CAPITALISTA PARA RE-EXISTIR
Reflexiones sobre derechos, democracia y bienestar en el contexto de las nuevas derechas

Miriam Lang Horacio Machado Aráoz Mario Rodríguez Ibáñez
¿Cómo se sostiene la vida en América Latina?

Miriam Lang, profesora investigadora en el Área de Estudios Sociales y Globales de la Universidad Andina Simón Bolívar, sede Ecuador. Cofundadora del Grupo Permanente de Trabajo sobre Alternativas al Desarrollo en 2011. Ha acompañado procesos y movimientos sociales en América Latina desde la década de 1980.
Horacio Machado Aráoz, investigador adjunto del Conicet (Argentina), Equipo de Investigación de Ecología Política del Sur (Conicet CITCA-UNCA). Director del Doctorado en Ciencias Humanas de la Facultad de Humanidades, Universidad Nacional de Catamarca.
Mario Rodríguez Ibáñez, integrante del equipo de coordinación nacional de Wayna Tambo, Red de la Diversidad (Bolivia), y del Consejo Latinoamericano de Cultura Viva Comunitaria. Trabaja en temas de interculturalidad, gestión cultural, comunicación, temas urbanos, pueblos indígenas, Buen Vivir y economías de reciprocidad y redistribución, así como en programas de formación en educación popular.

Este texto tuvo como punto de partida los debates durante el encuentro del Grupo Permanente de Trabajo sobre Alternativas al Desarrollo, realizado en mayo de 2018, en Playas-Ecuador. Se puede consultar la entrevista a los autores en esa reunión. Miriam Lang, en español, https://youtu.be/xX5q5Tc_83w, con subtítulos en inglés, https://youtu.be/RukbBhiRHjg Horacio Machado Aráoz, en español, https://youtu.be/cnIMB4hA6Ak, con subtítulos en inglés, https://youtu.be/7At6PpLg4EI Mario Rodríguez Ibáñez, en español, https://youtu.be/muNS_ZHQ6I4, con subtítulos en inglés, https://youtu.be/Ivz0WhYVNTQ

En la actualidad, varios fenómenos de crisis están vinculados.
Nunca antes en la historia tantos gobernantes de extrema derecha habían llegado al gobierno mediante elecciones, en las más diversas partes del planeta. Nunca antes tantos millones de personas habían sido desplazadas de sus lugares de origen, por diferentes factores de expulsión. Nunca antes la sociedad humana enfrentó niveles de desigualdad tan escandalosos, o, para reformularlo con las palabras que propone Rita Segato en este libro, nunca antes el mundo ha tenido tan pocos dueños tan poderosos. Nunca antes las condiciones materiales y ecológicas de la vida misma en nuestro planeta estuvieron expuestas a una destrucción tan acelerada. Al mismo tiempo, el lucro y la lógica empresarial siguen expandiéndose a todos los campos de la vida social: se convierten en lenguaje de valoración (pretendido) único, en la forma predominante de interacción política, y en el sentido final de la existencia para porciones cada vez más amplias de seres humanos. Conductas y posturas de supremacía racial, sexista o religiosa ganan legitimidad y se expanden en el imaginario social de diversas partes del mundo. Asimismo, el orden global que desde la segunda posguerra había generado cierto optimismo y estabilidad, e incluso algunos ensayos antiimperialistas y de no alineación, el llamado multilateralismo, está siendo socavado por afanes de acumulación que precisan rebasar todo tipo de límites anteriormente vigentes. Es socavado también por ciertos personajes, que se construyen como superhéroes masculinos, sobrehumanos, capaces de resolver problemas excepcionales con medidas excepcionales, por encima de toda regla, como Donald Trump, en EE.UU.; Viktor Orbán, en Hungría; Rodrigo Duterte, en Filipinas; Narendra Modi, en la India, y Jair Bolsonaro, en Brasil. Ante esta situación angustiante, una reacción muy común de corrientes políticas diversas es defender los ‘valores y logros de la modernidad’, o lo que se cree que queda de ellos, contra el avance
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de diferentes fenómenos experimentados como ‘barbarismos’: los
derechos humanos, la democracia y el contrato social en torno al bienestar. Defenderlos para que no sean desmantelados por los populistas de derecha, por los neofascismos, por los fundamentalismos religiosos autoritarios o los de mercado –todas aquellas expresiones de “las nuevas caras de la derecha” (Traverso, 2018). Por ejemplo, las centroderechas liberales y conservadoras europeas exigen cerrar y militarizar las fronteras frente a la migración desde África o el Oriente Medio, pues, en su percepción, esta viene a amenazar la democracia, la provisión social y la seguridad, ‘sus’ logros que obtuvieron y tienen ‘por derecho propio’. Pero la necesidad de defender el horizonte de derechos, de la democracia y del bienestar también es un sentimiento ampliamente compartido entre personas que se identifican con la emancipación social o con las izquierdas plurales. Muchos luchan para ‘extender’ los beneficios de la modernidad a todas las poblaciones y geografías, sin enfrentar el hecho de que histórica, política y ecológicamente, estos derechos son en realidad privilegios. El pensamiento decolonial nos advierte que la barbarie que la modernidad quiso dejar afuera le es, en realidad, inherente y constitutiva de su proyecto civilizatorio. Ya a mediados del siglo pasado, el escritor afrocaribeño Aimé Césaire advertía que la empresa de la modernidad se montó prometiendo la civilización y ejerciendo la colonización; colonizando en nombre de la razón, el derecho y el progreso ([1949] 2006). El paisaje desolador que nos presenta este siglo XXI es el epílogo de la trayectoria histórica del proyecto civilizatorio de la modernidad capitalista; la modernidad que se hizo hegemónica. Quienes asumimos el diagnóstico de que estamos asistiendo a una crisis civilizatoria terminal planteamos que lo que hoy nos embarga –a la especie humana y al planeta– no son algunas fallas o fracasos puntuales de esta modernidad, sino su rotundo éxito. El rasgo fundamental de nuestro tiempo es que asistimos al triunfo aplastante de la modernidad, solo que ese triunfo es una tragedia, pues se ha erigido sobre el avasallamiento sistemático de la vida en sí. Esta crisis civilizatoria es también, y decisivamente, una crisis del pensamiento crítico.
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Este diagnóstico –pese a la robustez de las evidencias que lo
sustentan– sigue siendo marginal, no tanto en el campo de las ideas, sino más bien en el de la política. Incluso personas, grupos y
organizaciones políticas que se identifican con el imaginario de la emancipación social siguen pensándola dentro de los moldes de la modernidad; para amplios sectores de izquierda –en particular, los que disputan el campo de la política institucional– la tarea pasa por restablecer el horizonte de derechos, sostener la democracia y recuperar el (estado de) bienestar, profundamente degradados bajo el neoliberalismo y amenazados por las nuevas derechas. La envergadura de los desafíos resulta por momentos abrumadora. Estamos en un momento en el que efectivamente se pretende arrasar con todo vestigio de lo que la modernidad ofrecía en términos de promesas emancipatorias. Abandonar ahora la defensa de toda la institucionalidad estructurada en torno al estado de derecho significaría muy probablemente acelerar drásticamente la escalada exterminista. Quienes planteamos que los desafíos emancipatorios nos exigen ir más allá de la modernidad y trascender radicalmente sus presupuestos epistémico-políticos para proyectar otros horizontes civilizatorios no desconocemos estos riesgos. No desconocemos la fragilidad, la vulnerabilidad y el carácter todavía embrionario de las alternativas que vemos germinar desde las re-existencias. Aun así, no nos parece posible imaginar en términos realistas horizontes de futuro para la vida humanamente reconocible como tal, si no encaramos en serio, colectivamente, como especie, estos desafíos. La defensa de las instituciones normativas de la modernidad resulta hoy tan necesaria como insuficiente. De ahí la urgencia de plantear una agenda de trascendencia del imaginario moderno, por más difícil que sea concretarla. Estas inquietudes dan lugar a este texto, pensado como apenas un aporte para estas búsquedas. Luego de recordar brevemente, desde una perspectiva decolonial, las bases epistémicas de la modernidad capitalista y el rol del Estado en el sistema-mundo que esta instauró, enfatizaremos en tres paradigmas que constituyen las bases del imaginario positivo de la modernidad, que vuelve a legitimar una y otra vez el espejismo de ‘desarrollo’ en la experiencia latinoamericana: los derechos,

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la democracia y el estado de bienestar. Exploraremos sus orígenes, las relaciones de dominación y la violencia que les son inherentes, pero también su evolución al calor de luchas pasadas, y en qué medida
o en qué condiciones constituyen hoy herramientas válidas para
estrategias contra las nuevas derechas y la crisis multidimensional. Finalmente, esbozaremos algunas pistas para trascender esta modernidad tan problemática, que, sin embargo, pretende validez universal.
Fundamentos epistémicos de la modernidad occidental/capitalista
En sus orígenes, la modernidad se presenta como un proyecto político emancipador frente a lo que fue el régimen de poder del orden feudal, un régimen naturalizado de dominación teocrática-biológica, fundado en el poder absoluto y arbitrario del monarca. Una sociedad, además, basada en jerarquías rígidas, con roles y estatus adscriptos a los cuerpos, en la que el destino de los sujetos se definía básicamente por el nacimiento. El ideario moderno hegemónico de emancipación nace de la concepción de un individuo racional como entidad preexistente a todo vínculo social, y como fundamento no solo de un nuevo orden político, sino ya de un Nuevo Mundo. Política y sociológicamente, la modernidad hegemónica llevó sobre todo a este proceso histórico-institucional de individuación/masificación;1 en la estructuración de un orden –presuntamente racional, democrático e igualitario– en torno al individualismo competitivo. Se puede decir que fundamenta su idea de emancipación en el racionalismo antropocéntrico-individualista. Filosóficamente, la idea de razón moderna se concibe desde sus inicios como lo contrario y lo opuesto de la naturaleza. Menos que una
superación del cristianismo, el iluminismo en este punto marca una
1 La masificación no es lo contrario de individuación, sino su complemento. En la masa los individuos están desconectados, la ontología relacional que nos hace ser-con-otros permanece rota. Las fiestas rave de finales del siglo pasado ejemplifican visualmente este proceso que se dio con la expansión de los mercados y las nuevas tecnologías en la segunda mitad del siglo XX: masas multitudinarias en una fiesta callejera, pero no conectadas, sin simbólico compartido, sino radicalizando lo más posible su individualidad.
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radicalización de las escisiones ontológicas que aquel estableciera
entre lo humano, lo divino y lo natural (Lander, 2000). La modernidad consolida y profundiza así una idea absolutamente extraña de lo humano, pues en lugar de pensarlo como un ser terrestre, lo define como extra-terrestre; un ser que se concibe, pero sobre todo, se siente y actúa como un ser que está por afuera y por encima de la Tierra. Este individuo racional moderno se para frente al mundo desde la exterioridad, la superioridad y el dominio instrumental (Machado Aráoz, 2010; 2016a). Así, la modernidad inaugura una idea de razón absolutamente desarraigada de sus fundamentos histórico-materiales. En verdad, no hay razón por fuera de la naturaleza, ni por afuera de la historia y, más específicamente, de la historia de la materia. Sobre este equívoco está construido todo el fenomenal y ciertamente poderoso/peligroso edificio de la ciencia moderna. Menos que solo un error teórico, esto constituye un grave problema político, pues la modernidad no solo piensa la razón como lo opuesto de la naturaleza, sino como lo que está ‘naturalmente’ llamado a ejercer el dominio sobre la naturaleza. A la vez, en la sociedad el proyecto de individuación moderno destruye la relacionalidad, las redes de reciprocidad complementaria; deja al individuo en el desarraigo e instala la dominación como mecanismo de subsistencia. El sujeto de esta razón imperial, por cierto, no es toda la humanidad, todas las culturas, todos los cuerpos, sino solo una minoría violenta que, desde un principio, se arrogó el monopolio de la condición humana; monopolio emergente de un acto de despojo originario. La razón imperial moderna emerge históricamente encarnada en el cuerpo del conquistador; un cuerpo de varón, blanco, lanzado a la aventura de la conquista, por tanto armado, en busca de un tipo extraño de riqueza (ajena al valor de uso), y dispuesto a todo por hacerse con ella. El reino de la razón es así el reino del individuo patriarcal;2 el reino de la propiedad, de la blanquitud, del
2 La modernidad supuso una reconfiguración de la dominación patriarcal
tradicional, que en el orden feudal estaba asociada al monopolio que el varón ejercía sobre los dos principales lugares de poder: el ámbito estatal de la guerra y el ámbito de lo religioso, de la representación de lo divino en la Tierra.
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uso inescrupuloso de la violencia como medio de apropiación; es decir, de la acumulación sin fin y como fin en sí misma. Las civilizaciones3 no modernas, agrarias, en contraste, se
desenvuelven en una racionalidad que reconoce la importancia de la tierra, del entorno, para la propia vida, una racionalidad pragmática del cuidado recíproco. En esta racionalidad también se inscribe su uso de la tecnología, sobre todo de técnicas agrícolas o relacionadas con el agua, que siempre tienen que resguardar la capacidad de reproducción de la tierra. En cambio, la razón moderna desde el principio se instituye como razón imperial4 (Worster, 2008; Santos, 2009b). Inaugura una nueva era en la concepción y producción del conocimiento y de la tecnología. En ambos campos se abandona la finalidad de adaptar la vida de la especie a las condiciones de su reproducción, ahora considerada ‘primitiva’, para pasar a concebirlos como medios de conquista y de explotación. Lo que modernamente se entiende por conocimiento está prácticamente articulado y funcionalmente subordinado a la conquista, al control y a la explotación de la naturaleza, incluida la naturaleza humana. Al mismo tiempo, las respuestas a todos los
3 Usamos el término civilizaciones en lugar de culturas, porque dentro de un mismo patrón civilizatorio hay múltiples culturas, por ejemplo la francesa, la británica, etc. Consideramos que el término de ‘cultura’ minimiza las dimensiones de lo diferente cuando nos referimos a estos modos de vida otros que han pervivido al margen del capitalismo y de la modernidad, sobre todo las diferencias epistemológicas y ontológicas, la existencia dentro de una historia, un espacio-tiempo propios, que son centrales en el debate que proponemos (ver, por ejemplo, Blaser y De la Cadena, 2009; Walsh, 2010; Walsh, 2014; Blaser, 2014). 4 Vale aclarar que la noción de razón imperial remite directamente a Bacon, quien en el Novum Organum plantea que el objetivo de la razón es “ampliar los límites del Imperio Humano, hasta abarcar todas las cosas posibles”
(cit. por Worster, 2008, 93). En el mismo sentido, para Descartes, el objetivo de la ciencia consiste en “conocer el poder y la acción del fuego, el agua, el aire, las estrellas, los cielos y todos los demás cuerpos que nos rodean, de manera tan precisa como conocemos las diversas técnicas de los artesanos; y utilizar este conocimiento para todos los propósitos para los que sea apropiado, y así convertirnos en amos y señores de la naturaleza” ([1637] 1983, 142).
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problemas se esperan de la ciencia, concebida como conocimiento humano infinito y omnipotente. En lugar de explicar fenómenos de una naturaleza considerada perfecta y maravillarse ante ella, como lo hacía la ciencia en la antigua Grecia, en la modernidad, el avance científico en la comprensión de la naturaleza sirve para manipularla, dominarla e incluso suplantarla, colocando al hombre prácticamente en el lugar de un dios. En este sentido, el laicismo que introduce la modernidad tiene una carga no solo megalómana, sino también religiosa –ya no solo se administra lo terrenal ‘en nombre de dios’, sino que se asume su lugar–, lo que también nos ha llevado a una fe ciega en la ciencia y en la tecnología. Esto explica la paradoja de que cuanto más conocemos, más peligrosos nos volvemos para nosotros mismos (Worster, 2008). A esto se acopla una nueva noción del tiempo, no solamente lineal, sino también exponencial y en constante aceleración, que rompe con la noción de tiempo en correspondencia con los ciclos de la naturaleza. De la misma manera, el patrón tecnológico moderno es intrínsecamente violento; muchas tecnologías requieren destruir la vida para ser eficientes. La episteme moderna consolida una visión del mundo estructurada en torno a la mercantilización de la naturaleza, como fundamento lógico y correlato práctico de la naturalización del mercado, de la propiedad y del individualismo posesivo.5 En la trayectoria histórica de la episteme moderna, la desacralización de la naturaleza es un proceso correlativo a la desnaturalización de lo humano; lo que ontológica y políticamente significa la deshumanización de lo humano. El descuartizamiento que la razón imperial opera sobre el mundo de la vida en general a través de su lógica analítica avanza sobre lo específicamente humano, desgajando al individuo de la comunidad y separando jerárquicamente al varón de la mujer, la mente del cuerpo, la razón de las emociones y los sentimientos. Como medio de control y disposición de sus cuerpos, inventa tanto el individuo como sujeto racional-propietario, como luego, a posteriori, el sujeto
disciplinado, sincronizado de masas; un sujeto completamente educado

5 Ver El discurso del método (Descartes, 1637), La riqueza de las naciones (Adam Smith, 1776) o el Segundo Tratado del Gobierno Civil (John Locke, 1689).
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y civilizado en la cultura del interés.6 Lo instituye como titular
supremo de derechos, en correlativa expresión al total desmantelamiento de la normatividad relativa a la comunidad y a la Naturaleza. La separación entre las esferas de la vida está acompañada de su jerarquización. Una vez fragmentada la vida en esferas jerarquizadas e incomunicadas, unas esconden y subordinan a las otras. Por ello, la vida ya no puede ser vista ni vivida como totalidad. Es decir, la modernidad se plantea la ampliación de los derechos, pero solamente reacomoda las estructuras jerárquicas, no las quiebra; su discurso de derechos no se vincula al discurso de la igualdad. El problema de la primacía del individuo racional moderno es justamente el de la ceguera epistémica para comprender y entender qué es el proceso de la vida, pues, a diferencia de cómo es concebida por la razón moderna, la vida no está en las partes, sino en las relaciones. La vida emerge como producto de un tejido material y espiritual de flujos, de sentido, que se va construyendo en la diversidad. La vida requiere necesariamente de la comunidad; es una producción comunitaria. Sin comunidad no hay vida. Esta verdad fundamental fue enunciada por muchos pueblos antes de que emergiera la ciencia moderna. También ha sido fundamentada dentro de esta (Capra, 1991); sin embargo, fue completamente descalificada y marginada por el régimen de poder y de saber instituido por la modernidad. La ciencia hegemónica es ajena a la conciencia de la vida como trama de relaciones y flujos de interdependencia, complementariedad, reciprocidad y codeterminación (Machado Aráoz, 2018). El exterminismo de nuestro tiempo, la amenaza que nuestro modo de vida hegemónico constituye para la supervivencia de nuestra propia especie y de todas las demás, halla sus raíces en el suelo epistémico de la modernidad.
6 En las diferentes modulaciones históricas que cabría reconocer respecto a la configuración del individuo/de la subjetividad moderna, podríamos señalar (muy esquemáticamente, por cierto) que la trayectoria trazada ha delineado tres grandes etapas: de la ‘sociedad de conquistadores’ (siglos XVI a XVIII) con el individuo imperial, ejemplificado en el varón blanco conquistador, a la ‘sociedad de productores’ (1789-1930) con el sujeto moderno disciplinado en la fábrica, la escuela, el ejército etc., y finalmente a la ‘sociedad de consumidores’ marcada por el régimen fordista/keynesiano (1945 en adelante) donde la subjetividad dominante pasa a ser la del sujeto-consumidor (Bauman, 2000; 2007).
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El estado de derecho como herramienta de apropiación colonial
Como señala Aníbal Quijano (2000), la conquista y la colonización de América son el paso fundamental a partir del cual se fue constituyendo la noción misma de Europa como lo opuesto a América, a lo ‘otro’. También, a partir de la conquista y la colonización progresivamente se constituyen la modernidad, el Estado-nación moderno, la economía capitalista como tal y la mundialización de la guerra de conquista, como un determinado patrón de relacionamiento tanto con la tierra como entre los seres humanos diversos. El estado moderno-colonial y patriarcal se configura como el anverso necesario de la economía capitalista, de un mercado mundial orientado a la acumulación de valores abstractos. Es el estado que delimita los ámbitos de lo privado (codificado como femenino) y lo público (codificado como masculino), que instaura el trabajo de cuidado como subvención invisible a los procesos de trabajo categorizados como ‘productivos’, que produce y consolida el orden patriarcal en sus leyes, y que institucionaliza la opresión patriarcal de las mujeres a través de la división sexual del trabajo y a través de la familia. El Estado es una arena que produce relaciones de género –y de clase, etnia, sexualidad– y que las consolida en normas e instituciones. Es en la estatalidad que estas estructuras se vuelven inteligibles y socialmente y políticamente relevantes. La separación de las esferas sociales ‘pública’ y ‘privada’, o entre Estado, mercado y economía del hogar, son técnicas que producen instituciones de heteronormatividad. De esta manera, el Estado es la condición de cualquier separación entre lo público y lo privado (Sauer, 2018, 123) También es el Estado que separa el ámbito de la economía del de la política. Lo hace instituyendo una esfera ‘privada’ (correspondiente a la ‘sociedad civil’, donde impera el régimen de propiedad y de ‘familia’) estatuida como el ámbito de la ‘no intervención del Estado’, en contraposición a la esfera ‘pública’, que en el orden constitucional liberal corresponde a lo estatal, entendido como lo estricta y propiamente político. Esta operación, por tanto, supone una doble despolitización: naturalización de las relaciones de propiedad y de ‘familia’ y reducción de lo político a la acción estatal y las disputas de cuotas de
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poder en torno al Estado, pero no al conjunto de relaciones de poder que se extienden a todos los ámbitos de la vida social en general.7 Así sustrae al ámbito económico del control democrático de la gente, y lo constituye en una esfera donde supuestamente solo operan decisiones ‘técnicas’ y ‘neutras’, mientras que, en el ámbito de lo político, restablece siempre los equilibrios necesarios a la acumulación de capital (Pichler, Brand y Görg, 2018). Entonces, desde sus orígenes, el mundo del derecho que emerge de la modernidad nace como producto de la institucionalización de diferentes tipos de violencia: racial-colonial, patriarcal, y clasista. Además, la estructuración definitiva del Estado moderno ha sido determinante para la división y organización colonial del mundo; en particular para la instauración del extractivismo, en cuanto geosociometabolismo del capital.8 En función de ello, las experiencias históricas con el Estado y la democracia en el Sur geopolítico difieren radicalmente de las del Norte. Mientras en el Norte, el Estado procuró garantizar condiciones estables para la acumulación de capital en relación con el conflicto de clases (lo que significó atenuar los términos de la explotación mediante el otorgamiento de ciertas concesiones económicas y jurídicas adscriptas a la ‘ciudadanía’), en el Sur, el Estado se estructuró sobre la base de la superexplotación de la tierra y del trabajo (Marini, 2008).
7 Para un estudio pormenorizado sobre la separación entre lo ‘económico’ y lo ‘político’ en el orden institucional liberal-hegemónico, véase la obra Democracia contra Capitalismo (Meiksins Wood, 2000). 8 Nos parece importante subrayar que el extractivismo no es un fenómeno que se restringe a las economías primario-exportadoras; ni es un concepto que se limita solo a la dimensión económica-ecológica. El extractivismo es principalmente un concepto político, que alude a un patrón oligárquico de apropiación/explotación de la naturaleza, que está en la base y como condición de posibilidad de la acumulación capitalista a nivel global. El extractivismo es un fenómeno indisociable de la fractura colonial que el capital instituye entre las metrópolis (economías imperiales) y sus satélites (economías coloniales). Las geografías del Sur global son el lugar por excelencia de instauración de los regímenes extractivistas, entendidos estos como las formaciones sociales periférico-dependientes, la modalidad específica que el capitalismo adquiere en la periferia (Machado Aráoz, 2015; 2016b).
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Desde sus raíces, el Estado colonial estableció una relación de
exterioridad con las poblaciones internas; hizo de la ‘identidad nacional’ un dispositivo jurídico-político, militar y cultural de negación y aplastamiento de la diversidad sociocultural preexistente, organizando el conjunto social sobre la base de la apropiación/explotación jerárquica, oligárquica, de los territorios/cuerpos subalternizados.9 La noción seudocientífica de ‘raza’ codificó esa fractura colonial como línea abismal entre dos órdenes (más que jurídicos, ontológico-políticos) completamente distintos (Santos, 2009b). Así, el contrato social de los siglos XVII y XVIII se aplicó solo para los hombres de las metrópolis (Santos 2016, 193). Por tanto, en América Latina, el Estado colonial –tanto antes como después de la independencia política– debe ser entendido más bien como un agente de apropiación oligárquico de la riqueza en manos de una minoría corrupta y violenta, cuya función política fue canalizar esta riqueza hacia las élites mundiales. En la mayoría de las regiones periféricas del mundo, la llamada acumulación primaria violenta o acumulación por desposesión prevaleció sobre las formas ‘más civilizadas’ que ‘prosperaron’ en los centros industrializados, justamente a causa de los subsidios ecológicos y de mano de obra recibidos de aquellas. Mirado desde el Sur, el ‘estado de derecho’ históricamente ha sido una herramienta estratégica para legitimar la apropiación y el saqueo colonial (Mattei y Nader, 2008). El conjunto de leyes, instituciones e infraestructuras que marcó la estatalidad de las periferias en el Sur geopolítico no fue diseñado en primer lugar para garantizar la vida y la convivencia democrática de sus habitantes, mediante un sistema de derechos. Como lo describe Rosa Luxemburg en La acumulación del
9 A lo largo de los diferentes periodos históricos distinguibles como fases del colonialismo/capitalismo del siglo XVI al XXI, la articulación entre el dispositivo racial-colonial de control de la población con el dispositivo clasista de apropiación del trabajo generó diferentes formas de sobreexplotación relativa de la fuerza de trabajo, como una característica estructural de las economías periféricas respecto de los centros de acumulación mundial (Quijano, 2000; Frank, 1965; Marini, 1973; Dos Santos, 1974; 1999; Bambirra, 1987; Gonzáles Casanova, 1976). Una perspectiva general de este planteo puede revisarse en Roitman, 2008.
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capital, tanto las leyes como las infraestructuras, los ferrocarriles por ejemplo, desde un inicio fueron instalados en los territorios coloniales con el propósito de la apropiación y del saqueo ( [1913]2009). Lo que fue vertido en leyes fue la exclusión de las mayorías según líneas de etnicidad y luego raza, exclusión del trabajo remunerado, del aprovechamiento de los bienes naturales y de la participación política. La estatalidad en el Sur emergió como instrumento y expresión de los regímenes extractivistas: una formación social estructurada sobre un patrón de poder oligárquico, basado en la sobreexplotación de la naturaleza (materias primas y fuerza de trabajo) y funcionalmente subordinado a los intereses de las élites globales. La corrupción, el rentismo, el caudillismo (el predominio de liderazgos autoritarios como principal ‘forma de gobierno’) son intrínsecos a este tipo de sociedad y de estatalidad. Por eso, el extractivismo o, mejor dicho, los regímenes extractivistas, son mucho más que un modelo económico; involucran un régimen político, un ordenamiento territorial, una específica estructura de clase y hasta un imaginario colectivo (que generalmente se impone como ‘cultura nacional’); son un modo de vida, una forma de organización social. En tales regímenes, las élites oligárquicas cultivan una subjetividad señorial, caracterizada hasta hoy por unos estándares de vida ostentosos, por formas de reproducción y consumo grotescas, caricaturescas, que procuran imitar a los ‘modos’ del poder central. Aun en la actualidad, este modo de vida señorial está cargado de imaginarios profundamente coloniales, como el linaje, o la compra de títulos de nobleza, refiriéndose a modelos de siglos pasados. El lujo de estas élites, sus privilegios de clase, son estructuralmente dependientes de la continua reactualización y ampliación del extractivismo. No obstante, el discurso colonial desarrollista invierte los términos de los factores y las relaciones históricas: explica el déficit de democracia observable en el Sur global como un signo de inmadurez y ‘subdesarrollo’. La corrupción, el fraude electoral y los abusos de poder son interpretados como vestigios lamentables de culturas originarias, ‘inferiores’ a la civilización occidental, y signos de atraso en la historia lineal del progreso. El desarrollo y la modernización –que normalmente sobreentienden industrialización– son considerados el camino para superar estos lastres. Esta perspectiva marca
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ciertamente muchas subjetividades en el Sur geopolítico, y estuvo muy presente en los discursos oficiales de los gobiernos progresistas latinoamericanos.
Los derechos humanos
Esta dualidad que marca el ámbito del derecho y de los derechos persiste hasta tiempos mucho más recientes. Incluso la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 y el sistema de derechos humanos vigente desde la segunda posguerra, con sus diferentes generaciones de derechos, no se salvan de ser altamente problemáticos: durante muchos años, de facto sirvieron más como un arma ideológica en el contexto de la Guerra Fría –para imputar desde Occidente violaciones de DD.HH. al bloque soviético o viceversa– que como un verdadero guion emancipador (Santos, 2008). Siempre fueron, y siguen siendo, sujetos a dobles discursos y estándares, como sucede, por ejemplo, en las intervenciones militares de nuestro tiempo declaradas como ‘humanitarias’. Y se basan en un conjunto de supuestos y prejuicios occidentales/modernos que los hacen parte de una lucha de Occidente contra el resto, en lugar de proporcionar un horizonte verdaderamente universal para la lucha por la dignidad humana. Por ejemplo, como afirma Santos, su reivindicación de universalidad es una reivindicación cultural particular de Occidente, ya que solo la cultura occidental tiende a centrarse en la universalidad. Lo mismo sucede con los supuestos modernos ya mencionados de que la naturaleza humana es individual, autosuficiente y cualitativamente diferente de la naturaleza no humana. Y también con el prejuicio de que el respeto a los derechos humanos es generalmente más problemático en las sociedades del Sur global (Santos, 2009a). Un prejuicio que a menudo ayuda a invisibilizar otras concepciones de la dignidad humana.
Referente de legitimidad y condición de posibilidad para luchas y resistencias
Por supuesto, no podemos decir que todo el orden jurídico occidental moderno responde automática y unilateralmente a esta matriz
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de violencia. Como dice Mignolo (2009,11), los derechos humanos siguen siendo “una herramienta imperial, al mismo tiempo que se convirtieron en un lugar para luchar contra las injusticias calificadas como violaciones de los derechos humanos”. Es importante examinar más de cerca esta paradoja. A pesar de todas las falsas suposiciones, de las exclusiones y contradicciones históricas, la gama de derechos humanos que existe hoy también es el resultado de intensas luchas por la emancipación que tuvieron lugar a lo largo y ancho del mundo. Sobre la matriz de violencia antes descrita, diversos grupos sociales fueron ejerciendo múltiples prácticas y procesos de resistencia, que la reinscribieron en nuevos órdenes jurídicos normativos a través de sucesivos logros. El proceso de democratización que se dio dentro de la modernidad occidental es precisamente un proceso de lucha contra la institucionalidad primaria, en la que el régimen patriarcal, colonial y capitalista era el principal impedimento para crear una sociedad libre de dominaciones y desigualdades arbitrarias. A lo largo del siglo XX, por ejemplo, las y los trabajadores emprendieron una larga historia de luchas y resistencias que escribió una nueva juridicidad, que hoy conocemos como derechos económicos y sociales. Pero también los derechos de las mujeres o los derechos de la naturaleza resultan de luchas intensas. La mayoría de las luchas emancipatorias que se han extendido desde Occidente después de la Segunda Guerra Mundial, el movimiento de derechos civiles y todos los movimientos sociales que surgen a finales de los años sesenta –incluyendo la ‘segunda ola’ de feminismos, las luchas ambientalistas y ecologistas (ver el texto de Edgardo Lander en este libro), etc. – pudieron florecer precisamente sobre la base de políticas de derechos humanos relativamente estables en los países capitalistas centrales. Esto no resta que estos movimientos siempre hayan sido críticos de estas políticas, que
consideraban sesgadas e insuficientes. Hasta hoy, muchas resistencias contra el extractivismo, contra todo tipo de abusos y formas estructurales de dominación encuentran su principal referente de legitimidad en el discurso de derechos humanos. Se podría incluso afirmar que la institucionalidad de derechos constituye la condición de posibilidad
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para futuras luchas, dadas las relaciones de fuerzas tan abismalmente
desiguales en el mundo.10 Al mismo tiempo, también es cierto que el marco de derechos encauza las estrategias de lucha hacia determinadas vías, institucionales y legales, que omiten o debilitan otras dimensiones importantes de la transformación social y cultural. Dado que esta institucionalidad de derechos es frágil y porosa, especialmente en las condiciones de colonialidad que marcan los estados del Sur global, estas estrategias a menudo llevan a un callejón sin salida.
El derrumbe del orden jurídico de la segunda postguerra
La principal novedad de nuestros tiempos es que desde la década de los setenta en adelante, con la globalización neoliberal, este orden jurídico basado en el individuo masculino que piensa el éxito como una relación de conquista, explotación y dominación, ha entrado en una profunda descomposición. La institucionalidad moderna, enraizada en la conquista y en la guerra, cuyos límites fueron de alguna manera extendidos por las luchas de resistencia del movimiento feminista, de los pueblos originarios, de los pueblos afrodescendientes, de los trabajadores y trabajadoras sometidas al régimen salarial, está hoy en un profundo estado de descomposición, precisamente porque ciertos límites que estas luchas sociales pudieron imponer a la voracidad del capital empezaron a ser disfuncionales y pasaron a ser violentamente desmantelados. El proceso del capitalismo contemporáneo es una arremetida contra los derechos básicos de los seres humanos, pero también de la naturaleza. El neoliberalismo, mediante la ultramovilidad del
capital financiero (Harvey, 1990), radicalizó, exacerbó la destrucción de riqueza concreta (agua, aire, suelo, biodiversidad, creatividad y relaciones humanas, etc.) para acelerar la acumulación de riqueza abstracta. En ese proceso, la primacía del capital financiero y de las grandes corporaciones que lo gerencian se impone sobre el
10 Véase entrevista en video con Edgardo Lander en https://www.youtube.com/ watch?v=Cz6yNxmMh-o
Trascender la modernidad capitalista para re-existir
360 ¿Cómo se sostiene la vida en América Latina?
sistema de derechos de las poblaciones. A esto se suma una lógica neoconservadora muy radical, funcional a esta nueva expansión del capital, que asume una suerte de resguardo en defensa del individuo bajo un valor abstracto denominado ‘familia’. Busca evitar que el Estado se meta en las regulaciones de la vida, por ejemplo en temas de género, de reconocimiento a las diversidades sexuales, o en temas referidos a las diversidades étnicas y culturales (ver los textos de Rita Segato, Cristina Vega y Barbara Fried en este libro). Por ambas vías, el capitalismo contemporáneo arremete contra la lógica de derechos instalada en décadas anteriores. Hoy el capital necesita ultrapasar esa institucionalidad moderna, desbordarla, violentarla, para asegurar la dinámica de acumulación en un contexto en el que el principal dato histórico que nos marca en el momento presente es el agotamiento del mundo, el agotamiento de las energías vitales que sostienen y hacen posible la vida. Ese agotamiento tiene que ver con la consecuencia de ese acumulado de guerras contra los cuerpos y los territorios, que se inició hace poco más de quinientos años, y hoy se transforma en una crisis ecológico-política global; es una crisis de sustentabilidad. Entonces, asistimos a un momento en el que el capital, a través la recreación y la diversificación de las violencias sobre los territorios y los cuerpos (guerras de diverso tipo y transformaciones tecnológicas mediante), inaugura una nueva era de ‘explotación no convencional’ (Machado Aráoz y Lisdero, 2019; ver también el texto de Maristella Svampa y Emiliano Teran en este libro). Estamos en un momento difícil: el desafío es, por un lado, sostener mínimamente esta institucionalidad, los derechos que precariamente se ganaron en esta larga historia de re-existencia de los pueblos a quienes se negaba la misma condición de seres humanos, y, por otro lado, necesitamos también trascender esa institucionalidad, necesitamos crear o reconstruir un orden jurídico, político y económico que vaya en armonía con los flujos de la madre Tierra y los procesos de reproducción social de la vida. Eso necesariamente significa trascender la normatividad del Estado colonial, patriarcal, capitalista; la institucionalidad de un mercado estructurado sobre la apropiación privada de los medios de producción. Significa trascender un orden donde la única forma de masculinidad digna, y
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la que es hegemónica, requiere del ejercicio de la violencia para reafirmarse permanentemente.
La democracia
En el relato histórico hegemónico, la democracia suele ser vista como un producto y logro innegable de la modernidad occidental. De la misma manera que el relato sobre los derechos, el relato moderno sobre la democracia es eurocentrado. Comienza en la antigua Grecia, pasa por la Revolución francesa y termina en los formatos diversos de Estado capitalista liberal, con sus matices más parlamentarios o presidenciales, o incluso con residuos de monarquía. En esta narrativa, para el sociólogo alemán Harald Welzer (2018, 100-108), la modernidad se distingue precisamente por haber creado instituciones que juridifican las relaciones y circunstancias: parlamentos, juzgados, administraciones tributarias, ordenanzas, reglamentos, derechos civiles, etc., serían instituciones típicas de los estados de derecho democráticos, que hacen posible y aseguran la libertad, según Welzer. De no existir este entramado institucional, reinaría la arbitrariedad, la ley del más fuerte. Welzer está consciente de que el tipo de sociedad democrática que describe ha sido extremadamente excepcional en la historia. Según él, existió solamente en los últimos 200 años de los 200.000 de historia, y solo benefició a una ínfima minoría de personas: a 3,56 mil millones de personas en la actualidad,11 lo que, en perspectiva histórica, correspondería aproximadamente al 7 % del total de 108.000 millones de personas que han vivido (Welzer 2016, 108). Este autor del Norte geopolítico, a pesar de enunciar lúcidas críticas a la cultura generada por el capitalismo actual, cae irremediablemente en una mirada colonial sobre la cuestión democrática; se asombra de que los procesos de desarrollo, modernización y liberalización económica de los países emergentes no conllevaron una expansión de las libertades políticas y una sociabilidad democrática (102).

11 Para esta afirmación, Welzer se basa en el índice de democracia del Economist Intelligence Unit: http://www.eiu.com/topic/democracy-index.
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362 ¿Cómo se sostiene la vida en América Latina?
No logra ver la dominación colonial mundializada, que funge como el ‘lado oscuro’ del ‘florecimiento de derechos’ en ciertas zonas agraciadas del planeta. La raíz griega de la palabra democracia designa simplemente una forma de organización política que permite al pueblo, al demos en griego, gobernarse. Sin embargo, cuando se trata de modos otros de autogobierno, de gestión de la política o de producción colectiva de autoridad, diferentes a la institucionalidad generada por la modernidad occidental, no se suele hablar de democracia. El relato moderno sobre la democracia la limita a ciertas formas; por ejemplo, ha asignado un lugar central a las elecciones y a los partidos políticos: las urnas son consideradas la quintaesencia de la soberanía popular, y casi todas las constituciones modernas otorgan el monopolio de la política en general y de la representación en particular a los partidos políticos, que son el medio a través del cual se eligen las autoridades (Tapia, 2011, 147).
Elecciones y partidos
El historiador belga David van Reybrouck habla de “fundamentalismo electoral” al referirse a la priorización absoluta de elecciones sobre otros mecanismos de designación de autoridad. Afirma que “las elecciones no promueven automáticamente la democracia, incluso la pueden prevenir o destruir” (2018, 40). Nos recuerda que en la democracia de Atenas, la mayoría de los cargos eran designados por sorteo, abriéndolos así a cualquier ciudadano masculino (mujeres y esclavos estaban excluidos). Y que los ideólogos de la independencia de EE.UU. y de la Revolución francesa optaron por introducir elecciones no porque hubiesen sido el mecanismo más democrático, sino porque eran el mecanismo que garantizaba a la oligarquía ilustrada acceder al gobierno y dejaba el pueblo propiamente dicho fuera del juego. Reybrouck anota también que este fundamentalismo
electoral se ha convertido hoy en dispositivo imperial, cuando
condiciona reconocimiento y ayudas financieras a la organización de elecciones ‘libres y limpias’ en territorios del Sur devastados por guerras, sin importar los efectos reales de tal ejercicio sobre la sociedad o el territorio en cuestión.
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En cuanto a los partidos políticos, solo existen desde 1850. Mientras en un primer tiempo garantizaban cierto equilibrio entre las viejas élites latifundistas y las nuevas élites industriales, se produjo una relativa democratización con el surgimiento de partidos de masa con identidad de clase en el siglo XX, una cierta ampliación de espacios de deliberación que tuvieron ‘efecto estatal’, es decir, que se plasmaban en políticas públicas y leyes (Tapia, 2011, 159). Sin embargo, esta inclusión se dio estrictamente en los confines de las lógicas representativas, liberales y modernas, y negó la posibilidad de sujetos políticos colectivos o comunitarios (143). Bajo la hegemonía del pensamiento neoliberal a partir de la década de 1980, con la centralidad del mercado, con la redefinición del ciudadano como consumidor y la privatización/mercantilización de los medios masivos, la mercadotecnia pasa a reemplazar el debate político y las/los candidatos se transforman en ‘productos’ que posicionar. El creciente costo de estas campañas reinstaura el poder del dinero en las contiendas electorales. Los partidos políticos se transforman en maquinarias electorales, restringen su interacción con la sociedad a los tiempos de campaña, y muchas veces la organizan en términos clientelares (Tapia, 2011, 145). A esto se agrega la manipulación masiva y automatizada de emociones a través de redes sociales. Hoy, las elecciones y el sistema de partidos son vías por las que avanza la mercantilización de la política. Observamos una serie de efectos profundamente desdemocratizadores que reafirman las tensiones, contradicciones y limitaciones de la democracia ‘electoral’. El sufragio, que en sus orígenes era considerado una amenaza por las clases privilegiadas (por lo cual, durante mucho tiempo fue retaceado y restringido a las mayorías populares), hoy es un ‘arma política devaluada’ para los sectores oprimidos; ha sido y es objeto de múltiples mecanismos de distorsión y manipulación que lo terminan vaciando y/o limitando severamente en cuanto herramienta de expresión de la voluntad popular, de los intereses de las mayorías. Eso nos sitúa en una posición dilemática: la democracia y lo democrático no pueden reducirse a lo electoral, pero el ejercicio periódico, regular y lo más transparente posible de elecciones para dirimir tanto los ocupantes del gobierno como el sentido de ciertas políticas públicas (referéndums, plebiscitos, consultas populares, etc.)

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364 ¿Cómo se sostiene la vida en América Latina?
sigue siendo un piso mínimo básico a partir del cual disputar
procesos y reformas de democratización de la vida social.
Democratización como proceso continuo
A nuestro entender, la ‘trampa conceptual’ radica en pretender
definir la democracia como sustantivo, encorsetándola en un sistema instalado, un conjunto de procedimientos e instituciones (generalmente restringidas a regular la ‘elección de los gobernantes’). Por el contrario, nos parece que lo más relevante y fundamental respecto a la cuestión de la democracia pasa por concebirla como un proceso (democratizar/democratización) y como un atributo o cualidad que –en distinto grado– puede estar presente o no en las sociedades. Así, la cuestión a definir pasa por preguntarse qué tan democrático es un determinado modo de organización de la convivencia social. Proponemos, para ello, tomar como criterios de valoración las siguientes preguntas: ¿Quién decide sobre problemas o asuntos que incumben a todas y todos, porque afectan a todas y todos?12 ¿Pueden las personas controlar colectivamente los asuntos que determinan la reproducción social, material y simbólica de sus vidas? ¿Existe una forma de autogobierno, o de soberanía social, democrática también en su interior, o existe algún tipo de monopolio sobre el derecho a decidir? Desde estas preguntas no puede ya soslayarse lo evidente: en un mundo del ‘uno por ciento’, el abismal déficit de democratización de la existencia, el profundo vaciamiento de la idea de lo democrático no pueden ser ignorados. Las grandes fortunas del mundo pueden literalmente comprar y, por ende, determinar las decisiones políticas, la opinión pública, la producción y circulación de conocimiento, como lo muestra Edgardo Lander en su artículo. Poderosas articulaciones entre corporaciones, tecnologías y gobiernos se dedican a la rapiña, se apropian transnacionalmente del agua, de los suelos, de los bosques con ningún propósito de uso práctico, sino simplemente para ampliar su poder económico, rompiendo soberanías. Actúan en la más completa impunidad, sin que existan instituciones que les pidan cuentas.
12 Tomamos aquí algunas expresiones de Raquel Gutiérrez Aguilar (2017).
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Frente a estos poderes, la gente común pierde más y más la
capacidad de decidir sobre los asuntos que afecta la reproducción de sus vidas. Esto afecta incluso a las sociedades comúnmente consideradas democráticas; no solo son cada vez más desiguales,13 sino también más polarizadas; en su seno, acunan movimientos de extrema derecha cada vez más poderosos, que articulan el descontento de amplias partes de la población (ver Barbara Fried en este libro). Esta expropiación de la política y lo político es posible porque los andamiajes de la democracia liberal ya no son capaces de ejercer las funciones de regulación/resguardo que tenían en cierto momento, aunque en niveles muy diferenciados en el Norte y en el Sur. Su eficacia se ha carcomido, y se muestran altamente manipulables tanto desde las derechas como desde las izquierdas, como muestran los ejemplos de Estados Unidos y Brasil, o de Venezuela y Nicaragua, todos países que siguen siendo nominalmente democráticos pese a constituir diferentes variantes de regímenes políticos oligárquico-autoritarios y responsables de violaciones sistemáticas a los derechos humanos. A la luz de estas experiencias actuales, se hace necesario valorar ciertos aspectos de este sistema político tan colonial, patriarcal y burgués, como la separación de poderes, la posibilidad de elegir y revocar a autoridades, las funciones institucionales de fiscalización y control, los juzgados independientes y las cortes constitucionales, ya que sin ellos el despojo de lo político es mucho más fácil y completo. Al igual que los derechos humanos, resultan ser condición de posibilidad para muchas luchas, a la vez que condensan la colonialidad del poder. Este doble carácter, esta simultaneidad, complica las estrategias, amenaza con paralizar las fuerzas transformadoras y con dejar la iniciativa a las nuevas derechas.
El estado de bienestar
El ‘estado de bienestar’, el tercer elemento que queremos analizar aquí, sigue siendo un ideal poderoso que comparten el Sur y el Norte
13 En Alemania, en 2015, el 0,1 % más rico de la población poseía 17 % de la riqueza, mientras que el 50 % de la gente juntos solo poseía el 2,5 % de la riqueza.
Véase: http://www.spiegel.de/forum/wirtschaft/vermoegensverteilung- deutschland-ist-gespalten-superreiche-und-den-rest-thread-349056-1.html
Trascender la modernidad capitalista para re-existir
366 ¿Cómo se sostiene la vida en América Latina?
geopolíticos hasta nuestros días, y que es alimentado constantemente por la promesa de ‘desarrollo’ en el Sur. El estado de bienestar, tal como existió en algunos países de los centros capitalistas durante el período denominado los ‘30 años gloriosos’ (1945-1975), fue una excepción histórica, contemporánea al establecimiento internacional del marco institucional de derechos humanos en el período de la segunda posguerra. Esta excepción histórica fue posible debido a un conjunto de condiciones específicas: por ejemplo, la competencia sistémica por el crecimiento económico y el progreso tecnológico que fue el motor de la Guerra Fría, y los precios baratos de petróleo en aquella época (Lang y Lander, 2015; Lessenich, 2017).
Una excepción histórica, ni ecológicamente sustentable ni globalmente justa
Esta experiencia histórica excepcional, que se ha transformado en un referente tan poderoso, no fue ni ecológicamente sustentable ni globalmente justa (Koch y otros, 2016). Se basó, como ya mencionamos, en siglos de apropiación violenta de mano de obra barata o totalmente gratuita y de naturaleza, y en su transferencia del Sur hacia el Norte global desde la conquista de América. El estado de bienestar realmente existente también fue posible gracias al control patriarcal y biopolítico de las poblaciones, así como al desplazamiento de ciertos tipos de trabajo de los centros capitalistas hacia las periferias, tecnología mediante. Como señala Hornborg (2016), el progreso tecnológico a partir de la revolución industrial no fue, como sugiere la Historia con mayúscula, el resultado de una capacidad de invención excepcional del Norte, sino más bien el privilegio de élites acomodadas. Cada nueva tecnología siempre implica la apropiación de mano de obra barata y de las materias primas incorporadas en los artefactos, provenientes de una periferia cada vez más empobrecida. Es decir, mientras se ‘ahorra trabajo’ en los centros capitalistas por introducir una nueva tecnología, se desplazan la apropiación de bienes naturales y el trabajo necesario para su producción a otras regiones del mundo. Es la rentabilidad de esta externalización que
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impulsa el ‘progreso tecnológico’.14 Por otro lado, la redistribución relativa que realizó el estado de bienestar a las clases medias y bajas de los países del Norte fue posible a causa de un fuerte crecimiento económico, que llevó a la masificación del consumo, que precisamente nos ha conducido a la acelerada destrucción ecológica de las condiciones de la reproducción de la vida que nos enfrenta hoy. De esta manera, lo que aplica para los derechos también aplica para el bienestar: el Sur global no solo fue históricamente excluido del contrato social del bienestar como se lo alcanzó en los centros capitalistas, debido a su condición de dependencia periférica (Frank, [1966] 2005), sino que este contrato social fue construido sobre la expropiación sistemática de las condiciones materiales para la reproducción de la vida en contextos geopolíticos y civilizatorios otros, distantes. Fue alcanzado a costa del Sur global, en un sistema de intercambios desiguales que termina siendo un juego de suma cero. Por ende, ya que requiere de territorios de apropiación y externalización de los costos sociales y ambientales que genera, el estado de bienestar no es generalizable a todo el planeta. Más bien, incluso en aquellos países donde posteriormente a la Segunda Guerra Mundial existía un contrato social, este ha desaparecido para siempre (Santos y Mendes, 2017, 59). Este es el dilema con ‘defender lo que queda del estado de
bienestar’, entendido como ‘logro de la modernidad occidental’:
el pacto social que dio paso a las políticas de bienestar en el Norte resultó de duras luchas sociales, principalmente obreras, durante los
14 Para cada artefacto electrónico que ‘racionaliza’ o automatiza el trabajo en los centros capitalistas, se requiere trabajo y superficie en otros lados del mundo para extraer recursos primarios, para su refinamiento, la producción de partes, su ensamblaje etc. Existen numerosos ejemplos como el de la empresa Foxconn, en China, de que las condiciones de trabajo en estas cadenas globales de producción desde la extracción hasta el ensamblaje se dan en malas condiciones laborales y ambientales, lo que precisamente fundamenta la rentabilidad de la innovación. Lo mismo aplica para la extracción y procesamiento de litio para baterías de carros eléctricos que servirán para limpiar el aire de las ciudades del Norte, mientras generan impactos en el Sur.
Trascender la modernidad capitalista para re-existir
368 ¿Cómo se sostiene la vida en América Latina?
siglos XIX y XX; pero si no se tienen en cuenta sus raíces en la
división colonial del trabajo y la naturaleza, su defensa significaría defender un privilegio histórico y geopolítico, prolongando una injusticia histórica. El desafío consiste no tanto en buscar replicar este modelo, sino en pensar en otras formas de producir colectivamente bienestar y distribuir las riquezas, para que no dependan del crecimiento económico constante ni asignen un lugar tan central al Estado. Imaginar el bienestar como una tarea principalmente del Estado es una perspectiva que, si bien se refiere con precisión a la historia reciente en el Norte global, ignora claramente las realidades sociopolíticas del resto del mundo, moldeadas por la colonialidad del poder. En este sentido, imaginar una buena vida para todos, en todas sus dimensiones de bienestar, previsión social y beneficios, implica aún más desafíos. En las sociedades diversas del Sur global, el bienestar colectivo tuvo que ser organizado en gran medida en ausencia del Estado, en torno a otros mecanismos de organización social. Históricamente, las sociedades racializadas luego de la conquista tenían sus propias formas culturales de generar bienestar. Estas muy a menudo han sido debilitadas, dañadas y distorsionadas en lo que respecta sus trayectorias históricas propias. Aun así, las personas que nunca han tenido la experiencia de un sistema de bienestar público estable a lo largo de varias generaciones no tienen otra opción que depender de otros tipos de redes, como la familia extendida, las redes de parentesco político o la comunidad. Esta podría ser una de las razones por las que, a diferencia de Europa, en el Sur geopolítico han persistido múltiples formas comunitarias de organización social. A pesar de que también allí cinco siglos de modernización colonial sin duda han moldeado las subjetividades y los horizontes de deseo de las mayorías, ciertos grupos han resistido y sobrevivido a la intervención colonial y a las sucesivas oleadas de políticas de modernización. Se basan en lógicas comunitarias en lugar de lógicas individuales, buscan generar equilibrios en el colectivo e institucionalizar mecanismos para contrarrestar la generación de desigualdades dentro de la comunidad. Estas sociedades son las mismas que han logrado, por ejemplo, preservar la biodiversidad de nuestro planeta, con sus formas específicas de conocimiento.

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Su concepción del bienestar no es antropocéntrica, sino que incluye
todas las formas de vida, y sus modos de vida son muchas veces disfuncionales al capitalismo (Segato, 2013, 41). A la luz de la acelerada destrucción ecológica por medio de la modernidad occidental, estos conocimientos constituyen hoy un patrimonio cultural de la humanidad que no es menos importante que la megabiodiversidad de regiones como la Amazonía.
Trascender la modernidad/colonialidad para re-existir
Como decíamos al inicio, hay diferentes reacciones ante el ascenso de las nuevas derechas, que es solo una expresión de la crisis de la vida. Defender la democracia, los derechos y el bienestar en enclaves de la geografía global, con medios bélicos y de atrincheramiento, mientras hacia afuera se es altamente selectivo en la valoración de la calidad democrática de los distintos regímenes del planeta, es la reacción de las derechas conservadoras, que no hace más que agravar las tensiones e injusticias. Expandir su vigencia y ejercicio a la totalidad de la población del planeta es una ilusión que desconoce la relación histórica causal entre derechos, democracia y bienestar para el Norte geopolítico y explotación, apropiación e invisibilización para el Sur, para resumir de manera esquemática. Si el marco de derechos, democracia y bienestar ha sido históricamente fundado en la desigualdad y la exclusión y se ha logrado a costa de una gran parte de la humanidad, es imposible que constituya nuestro horizonte para salir de la crisis actual, pues es parte constitutiva de ella. Se hace necesario, entonces, trastocar sus lógicas fundantes, sus estructuras, su fundamento epistémico, sin dejar de defender el enorme valor que esta institucionalidad ha tenido y sigue teniendo para luchas pasadas y presentes. Los fallos jurídicos a favor de los derechos de la naturaleza o los derechos colectivos; el reconocimiento de soberanías territoriales en algunos casos que proveen autonomía material y política; la posibilidad de demandar crímenes de lesa humanidad; la posibilidad de abrir juicios contra abusos
corporativos, son solamente algunos ejemplos.
Trascender la modernidad capitalista para re-existir
370 ¿Cómo se sostiene la vida en América Latina?
Es necesario crear otro orden, y hay mucha creatividad en esta crisis civilizatoria. Los pueblos, los cuerpos que se han mantenido en los márgenes del orden de dominación, y que por esa misma condición de estar en los márgenes siguen teniendo una especial sensibilidad política respecto a los procesos de la vida, son los que sienten en qué medida la vida está amenazada. Si el modo de vida occidental, hegemónico hoy en día, no representa necesariamente la etapa más ‘avanzada’ de la civilización humana, modificarlo no constituirá necesariamente una pérdida. Si los derechos humanos como los concibe la modernidad capitalista no son el único lenguaje posible de la dignidad humana y nunca fueron verdaderamente universales, podría valer la pena explorar otros lenguajes de dignidad y entablar un diálogo horizontal con ellos. Si el bienestar no tiene que depender necesariamente de un estado liberal como agente central de redistribución estandarizada, el retroceso de este logro moderno en los países del Norte podría abrir horizontes hacia modos de generación colectiva de bienestar, que incluso podrían ser menos patriarcales y autoritarios de lo que fue el estado del bienestar realmente existente. Estas formas de bienestar podrían lograrse fuera de la jaula paradigmática del mercado capitalista y del Estado liberal. Trastocar las lógicas fundantes y epistémicas del horizonte emancipatorio que propuso la modernidad significa abrirse a otros proyectos civilizatorios, a sus nociones de dignidad, de libertad, de bienestar. Significa visibilizar todo el pluriverso –¿emancipatorio?– que la narrativa del progreso, del desarrollo y de la modernización no solamente oculta sistemáticamente, sino que ningunea, declarando su erradicación como objetivo (Lang, 2017) y produciendo, como diría Santos (2009), activamente su invisibilidad. Este autor nos propone la noción de “justicia cognitiva” (2009), como estrategia para salir de esta violencia epistémica que nos lleva a la ceguera, a buscar soluciones entre las causas de lo que nos amenaza. La justicia cognitiva nos exhorta a reconocer y visibilizar los sistemas de valores y modos de vida radicalmente diversos en el mundo, y a reconocer el carácter incompleto, situado e imperfecto del sistema de valores moderno/occidental.
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Democratizar las relaciones intercivilizatorias
Trascender la modernidad occidental implica repensar y recrear
radicalmente la idea de ‘democracia’ heredada de esa tradición. El ejercicio de justicia cognitiva nos lleva a considerar una dimensión que nunca estuvo presente en la democracia moderna/occidental. Es necesario democratizar las relaciones entre los diferentes horizontes civilizatorios que aún coexisten en nuestro planeta, los diferentes modos de estar en el mundo y de conocer al mundo. Estos horizontes civilizatorios son los de pueblos originarios, afrodescendientes, comunidades campesinas, de pescadores o urbano-marginales, que han sobrevivido la arremetida sostenida de modernización y se ubican en otras ontologías, otras lógicas de convivencia y políticas, y que practican lo que llamaríamos sustentabilidad. Por supuesto, estos horizontes también están atravesados al mismo tiempo por múltiples tensiones y contradicciones, y son imperfectos, incompletos. En el escenario del capitalismo de rapiña transnacional, el multilateralismo que resultó de la segunda postguerra, que pretendía generar acuerdos de convivencia y paz entre Estados-nación, hoy muestra claramente sus límites y su debilidad. Trascenderlo –sin desmontar lo que aún brinda de resguardos– podría significar la generación de espacios para la deliberación intercivilizatoria. También implicaría trastocar la noción de ciudadanía, violentamente homogenizadora y excluyente, que es el fundamento de los Estados-nación, para reconocer y valorar la existencia de horizontes civilizatorios diversos en todas las escalas, desde la local hacia la global, y construir espacios de justicia cognitiva y diálogo interepistémico. Este horizonte de radicalización de la democracia está presente parcialmente en el postulado de plurinacionalidad formulado en Bolivia y Ecuador, al menos en el debate. Reconocer la riqueza de proyectos civilizatorios y diversidad de ontologías, y el vínculo entre este pluriverso civilizatorio y la biodiversidad, es reconocer la gran riqueza que tenemos. Al mismo tiempo, las experiencias de Ecuador y Bolivia muestran que inscribir un horizonte de transformación en la institucionalidad existente queda en la nada si no hay actores sociales que empujan esta transformación. Falta mucho debate alrededor de
Trascender la modernidad capitalista para re-existir
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la necesidad de generar otros tipos de institucionalidad y de “acuerdos que obligan” (Gutiérrez Aguilar 2017).15 Sin embargo, la experiencia muestra que para poder resistir los embates del capitalismo contemporáneo, el ejercicio comunitario, las redes de amparo y los cuidados sobre los cuerpos tienen que territorializarse. Debe haber una identificación, un sentido de pertenencia que reconoce bienes compartidos con los otros y las otras en un territorio específico. Esta construcción solo es posible a partir de lo existente, no como modelo de futuro. Plantear un modelo de futuro recaería, precisamente, en el ideario de la modernidad, que siempre sugiere un futuro mejor a nombre del cual hay que sacrificar el presente. El desafío está, al contrario, en transformar el presente a partir de lo que tenemos, inspirándonos en el pasado y estableciendo un horizonte hacia donde caminar. Esto nos remite a una transformación situada, en territorios concretos, rurales o urbanos; a construir localidades interconectadas con lazos de reciprocidad, interpenetradas, y a establecer lo multiescalar a partir de lo local. En la medida en que esto se potencia, la arremetida del capital, pero también los autoritarismos y las nuevas derechas, enfrentan resistencias. Estas son resistencias no solo en términos de aguantar el embate, sino que reconfiguran otros modos de existir, generan en los cuerpos la experiencia encarnada de lo otro. Estas resistencias territorializadas y encarnadas son el ámbito epistémico desde el cual proyectamos trascender la modernidad y radicalizar la democracia.
Radicalizar el horizonte de lo democrático en relación con la Naturaleza
Para aspirar a abrir procesos de democratización creciente en nuestras sociedades, precisamos además replantear integralmente

15 Quizás la experiencia más cercana a una práctica de democracia pluricultural, plurirreligiosa es el confederalismo democrático kurdo, en el norte de Siria, cuyas condiciones de posibilidad sin embargo posiblemente radiquen en la emergencia radical que significa la guerra. Véanse, por ejemplo, https://www. servindi.org/actualidad-opinion/24/12/2018/los-principios-basicos-del-confederalismo-democratico o http://www.kedistan.net/2017/12/30/confederalismo-democratico-como-alternativa/
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nuestro modo dominante de relacionarnos con la Naturaleza.
En concreto, significa, ante todo, deconstruir y salirnos del habitus conquistador de apropiación/explotación de esta; reconocer la dependencia
ecológica de la política, de la sociedad, de la vida humana en general. Nuestra vida –como posibilidad material, pero también como sentido cultural y político a definir– se juega, en primer lugar, en nuestra actitud existencial frente a la Naturaleza/Tierra como totalidad viviente. Como señala Luis Tapia, “la forma de gobierno se configura de acuerdo con el modo en que se organizan y piensan las relaciones de la vida social con la naturaleza, es decir, con el modo de producir los bienes necesarios para la misma a través de la transformación de la naturaleza” (2009, 15). En la base de todo régimen político está un determinado régimen de Naturaleza.16 Por tanto, radicalizar nuestra idea de democracia es pensarla desde su raíz. No se debe pensar que el carácter democrático o no de un orden social se define apenas en el plano de la ‘forma de gobierno’ (el conjunto de instituciones y procedimientos jurídico-políticos mediante el cual se ‘elige’ a los gobernantes y se regula la función de gobierno), sino ya en el plano del modo de reproducción social, que es el modo de producción social de la Naturaleza, incluida la naturaleza humana (Marx y Engels, 1846; Echeverría, 1984; Smith, 1990; Machado Aráoz, 2018). En ese plano fundamental se juegan las posibilidades ulteriores de democratización (o no) de las relaciones sociales. Las condiciones de la igualdad política y la justicia social, la garantía del respeto y el derecho a las diferencias se construyen desde su piso ecológico: la justicia ecológica es una precondición para la vida democrática. La justicia ecológica supone democratizar las condiciones sociales de acceso igualitario a los bienes fundamentales para la vida, el agua, el suelo, el aire, la biodiversidad, la energía. Se debe empezar por la energía de los cuerpos; el acceso igualitario a la participación colectiva en las decisiones sobre el modo de producción y satisfacción de las necesidades vitales.

16 Este es un específico modo de concepción/producción de la Naturaleza que justamente se configura en y a través del modo en el que un colectivo humano define, organiza y realiza el proceso de trabajo social por medio del cual produce, en primer lugar y elementalmente, sus medios de subsistencia.
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374 ¿Cómo se sostiene la vida en América Latina?
Además, justicia ecológica significa democratizar recíprocamente nuestros modos de vinculación con el resto de los seres vivos, asumiendo que todas y cada una de las vidas específicas que pueblan la Tierra son parte de nuestras condiciones generales de existencia. La justicia ecológica implica reconocer que la comunidad de vida (en la Tierra) es más amplia que nuestra comunidad política (como especie), y que esta depende de aquella. Además, reconocer nuestros vínculos de interdependencia con la biodiversidad supone también extender nuestras relaciones de respeto, reciprocidad y cuidado, más allá de los límites biológicos de nuestra especie. Radicalizar la democracia es descolonizar/despatriarcalizar nuestro vínculo con la Madre Tierra; dejar de comportarnos como conquistadores y empezar a re-aprender a ser humanos (o sea humus, hijos de la Tierra) (Machado Aráoz, 2018). Es recuperar los saberes propios de nuestra especie; concebir el trabajo no como dominio y explotación de la tierra/recursos, sino como cultivo/crianza/cuidado de lo que nos nutre y nos da la vida. En ese sentido radical, la democratización de las relaciones sociales nos demanda, en definitiva, un modo otro de producción social de la Naturaleza, uno que esté orientado a asegurar la reproducción de la vida en común. Exige abrirnos a una concepción de justicia, no solo intercultural e intercivilizatoria, sino también interespecífica e intergeneracional. La radicalización de lo democrático implica, en definitiva, ampliar sustancialmente las dimensiones espacio-temporales de la democracia. Es pensar la democracia geopolíticamente, lo que –en los términos de Luis Tapia (2009)– significa que si bien la democracia se construye desde abajo y se realiza en y desde lo local, precisa una democratización del orden internacional, un desmontaje de las estructuras del imperialismo y colonialismo para que puedan existir formas de vida democrática en todos los lugares.

Reconceptualizar los derechos
Un elemento para superar el carácter siempre exclusivo del marco de derechos moderno/occidental consiste en reconstituir una noción de derechos que vuelva a juntar los derechos humanos con los derechos de la Madre Naturaleza. No podemos legitimar hoy una defensa
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de derechos solo aplicables a los seres humanos. Precisamos ampliar nuestra concepción y codificación del derecho al conjunto de la Naturaleza en general; incluir dentro de nuestra ecuación de derechos y obligaciones al conjunto de los seres vivos y los procesos vitales de la Tierra en general. Esta restitución equilibrada nos permite empezar a salir de las lógicas clásicas de la modernidad, de la construcción de ese espacio moderno, donde los seres humanos terminamos por encima de la naturaleza, poseyéndola, administrándola y apropiándonos de sus ‘recursos’ en beneficio nuestro. Esta restitución de un equilibrio nos coloca en otro lugar de defensa, porque no concibe los derechos como un valor en sí mismo, sino en torno a la posibilidad de la relación entre seres humanos y naturaleza que permite la regeneración de la vida. Un segundo elemento es no seguir concibiendo los derechos básicos como derechos universalmente homogéneos para todos y para todas. Uno de los aspectos claves del escenario contemporáneo de expansión del capital es que combina la ultranza neoliberal con procesos neoconservadores en el terreno cultural, basados en la negación de la diversidad, o la defensa exclusiva de particularidades étnicas, religiosas o nacionales. Los procesos del mercado necesitan una homogenización creciente, que ocurre a través del consumo. Consumir lo mismo que consume todo el mundo nos permite sentirnos en un lugar de seguridad mínima, nos da ese mínimo de arraigo que se está quebrando justamente por el ataque a la diversidad, pero también por el ataque a las formas estatales en esa lógica neoliberal y neoconservadora a la vez. Ante eso, necesitamos reconstituir acuerdos acerca de lo innegociable, de lo que no se puede ceder nunca, como recurso último de la regeneración de la vida, no solo la vida humana, sino la de todos los seres vivos, e incluso la vida que incluye a la memoria colectiva, los antepasados, la dimensión de lo sagrado,17 entre otras dimensiones
17 No equiparamos aquí lo sagrado con lo divino, o lo religioso. No se refiere a un(os) ser(es) divinos colocado(s) por encima de lo mundano, todopoderoso(s), que lo ve(n) todo y genera(n) orden mediante el premio o el castigo. Lo sagrado –en el mundo andino que tomamos como referencia–, se configura a partir de una relación de alto respeto, se refiere a lugares o dimensiones en el tejido rela
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de la vida. Esto no debe darse a partir de un discurso universalista, sino con base en un acuerdo de comunes que reconoce distintos modos de vida, horizontes culturales, horizontes civilizatorios y lenguajes de dignidad. Esos acuerdos mínimos nos permiten una defensa mucho más potente que la referida a los derechos humanos del siglo XX, porque reconocen la riqueza, la potencia de esa diversidad de modos de vida. En esa defensa frente a la arremetida del capitalismo contemporáneo, hay gérmenes no solo de la resistencia, sino de las posibilidades de otros horizontes civilizatorios, de otros modos de vida que disputen al capitalismo mismo.
El Estado y el bienestar
El Estado –en los diversos formatos que toma según el contexto– es un pilar del régimen de dominación moderno. El Estado, como condensación material de relaciones de fuerzas pasadas y presentes (Poulantzas, 1979), tiene una matriz insoslayablemente colonial, patriarcal y capitalista. Al mismo tiempo, es el hilo precario que tenemos hoy para defender un orden jurídico normativo que en alguna medida limita la generalización de la guerra y la violencia. Condensa en sus instituciones las relaciones de dominación, y también las conquistas emancipatorias provenientes de las luchas de los pueblos. Si el Estado refleja y materializa las relaciones de fuerzas en la sociedad, la defensa de estas conquistas no tiene que darse necesariamente en el Estado, sino en las luchas que inciden sobre estas relaciones de fuerzas. Identificamos una necesidad de descentrar al Estado, de asignarle roles radicalmente diferentes a los que conciben los imaginarios tanto progresista como neoliberal. Frente al imaginario progresista, nos parece productivo cuestionar la adjudicación automática de la generación de bienestar al Estado. Con miras al referente fordista de
cional que desempeñan una tarea más importante para la reproducción de la vida que lo ‘normal’. No es ni omnipresente, ni superior, ni necesariamente se refiere siempre a lo mismo. Mientras a lo divino se lo adora, con lo sagrado se establecen relaciones de reciprocidad, a menudo ritualizadas. Genera criterios éticos de convivencia pero no necesariamente normativos.
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estado de bienestar que fue una excepción no generalizable, se suele argumentar que la provisión social es un deber del Estado, que este no se puede deslindar de sus responsabilidades y descargarlas a las mujeres, especialmente, siguiendo la receta neoliberal de privatización. Nosotros no proponemos dejar la provisión social en manos de los hogares, en el ámbito de lo privado individualizado codificado en
femenino, sino ponerla en común, redistribuirla. Desindividualizar la
responsabilidad por el sostenimiento de la vida, asumirla en colectivo, en
comunidad, puede ser un acto de emancipación y es ciertamente uno de autoeficacia, ya que permite a los colectivos sentir su propia capacidad de generar bienestar. En esta dimensión también, las formas de producción de lo común –y de bienestar– que se practican en proyectos civilizatorios diferentes, que persisten en múltiples territorios latinoamericanos, pueden enriquecer sustantivamente al horizonte encerrado en la noción de estado de bienestar moderno (Dengler y Lang, 2019). Las luchas de re-existencia no buscan tomar el poder del Estado como objetivo principal, no disputan cuotas de poder en una institucionalidad torcida, con la que sin embargo tienen relaciones para pelear o institucionalizar el amparo a sus procesos. Luchan por recrear los tejidos de producción comunitaria de la vida que todavía siguen existiendo, o se han regenerado, en esos ámbitos comunitarios y territoriales donde el capital no ha logrado imponer su hegemonía. Estas luchas, estos procesos pueden prosperar donde son al menos tolerados, respetados, dejados en paz y, más aún, donde existe un andamiaje institucional que los legitima, los legaliza y habilita, y, al mismo tiempo, sea capaz de resguardarlos ante todo tipo de abuso, desde dentro y desde fuera. Las formas de gestión comunitarias de lo político frecuentemente traen asimetrías y formas de dominación. La institucionalidad que imaginamos debería regular este tipo de excesos en casos donde falla la autorregulación –pero con base en esta concepción ampliada de derechos que hemos descrito arriba– y debería poner frenos a los apetitos de apropiación transnacionales, en lugar de viabilizar y legalizar esta apropiación. En esto consisten las funciones centrales de un Estado, o de una institucionalidad pública necesaria que no suplanta, no criminaliza y no coopta.
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Re-construir comunidad en lo urbano y lo rural
Según información reciente del Banco Mundial, casi la mitad de la población indígena de América Latina hoy vive en ciudades
(Ijjasz-Vásquez, 2017). También en otras partes del planeta, como el Sureste asiático, las ciudades crecen a un ritmo vertiginoso. Es decir, que si nuestras reflexiones tomaran como referente a comunidades rurales, no estarían a la altura del desafío que se nos plantea.
Queremos recordar, sin embargo, que las poblaciones indígenas contemporáneas no ‘viven en ciudades’ simplemente, sino que articulan territorialidades múltiples que muchas veces incluyen sus lugares rurales de origen, y a menudo reconstituyen sus modos de vida en el ámbito urbano. Esto sucede, por ejemplo, en la ciudad de El Alto, en Bolivia, donde formas comunitarias diversas conviven abigarradamente con otras formas de sociedad. De esta manera se introducen también allí elementos de aquellos otros horizontes civilizatorios. Para cerrar este texto, compartimos algunos elementos que nos parecen cruciales para estos procesos de re-construcción de comunidades. Cuando hablamos de horizontes de lo comunitario, no nos referimos a comunidades estáticas, inmutables en su tradición, ancladas en el pasado, sino a procesos vivos de convivencia insertos en múltiples interrelaciones y que son eficientes en el presente, ya que, caso contrario, se abandonarían. Lo comunitario expresa formas diversas de vida, no solo indígenas y rurales. Las ciudades y lo urbano, a pesar de ser territorio privilegiado de lo individual y del ‘éxito de la modernidad’, son, al mismo tiempo, escenarios de disputa de sentidos y modos de vida, son territorios que también se disputan, se rehabitan, se resignifican. A diferencia del ámbito rural, en lo urbano no hay experiencia de comunidad que organiza la totalidad de la vida, pero sí experiencias comunitarias específicas o parciales. Para que existan comunidades, debe haber un campo compartido, constitutivo de la reproducción de la vida –el cuidado de niñas y niños, los alimentos, la fiesta, la calle– que se gestiona colectivamente y se coloca en el centro de la vida comunitaria. La comunidad debe tener utilidad práctica, ayudar a reproducir la vida, por eso hay disposición de respetar los acuerdos que obligan,
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aunque sean solo de palabra.18 Para vivir en comunidad tenemos
que establecer vínculos y relaciones, y ceder ciertos niveles de
autonomía e individualismo, pero sin perder nuestra autodeterminación. En este plano, las comunidades pueden volverse demasiado coercitivas a nombre de la gestión de lo común. Lo comunitario, en este sentido, también es una opción política. Es plural, tiene a lo indígena/rural como referente, aprende de nuestra ancestralidad, pero va configurando el futuro a partir del presente, en los territorios más diversos (Rodríguez Ibáñez, 2018). Tanto en lo rural como en lo urbano, y también entre ambos, necesitamos reconstituir y vigorizar el lazo convivencial, la manera de encontrarnos, de convivir con el otro, con la otra y con la naturaleza. Los encuentros convivenciales se fortalecen en la medida en que son capaces de tejer redes de cuidado y de amparo, este es el criterio básico de la reconfiguración de la comunidad. Todavía existen dimensiones comunitarias en nuestras vidas, pero están siendo atacadas por las formas del capital, que exige este proceso de individualización y de relaciones mercantiles, incluso en el encuentro con el otro y con la otra. Si reconstituimos elementos de convivencia, potenciamos esta posibilidad de que en la comunidad se resuelva nuestro cuidado y nuestro amparo. Para dar un ejemplo, ante los niveles de violencia sobre los cuerpos de las mujeres, los feminicidios, o la violencia contra niños y niñas, o la inseguridad urbana, se podría pensar en clave capitalista que necesitamos mayor privatización, mayores cantidades de guardias, de cámaras, de muros y cercas, normas más estrictas que prohíban que la gente esté en la calle bebiendo por la noche, porque eso se asume como peligro. Sin embargo, si potenciamos los mecanismos de convivencia, de vínculo, potenciamos las formas
18 Se trata de acuerdos de convivencia, por ejemplo, sobre la participación en trabajos comunitarios, en asambleas, sin los cuales la comunidad no puede reproducirse, por ello hay una disposición de las personas a ceder parte de su ejercicio de autonomía por el bien común. No son acuerdos opcionales, su cumplimiento es obligatorio para que la comunidad pueda regenerarse. Pero al mismo tiempo estos acuerdos no son inmutables, sino que están en constante negociación. Por ello son siempre modificables o acomodables, y funcionan más en lo oral que en la norma de la ley.
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de amparo, de cuidado de la gente, y las estructuras comunitarias.
De esta manera, el cuerpo golpeado de un niño, de una niña, o el cuerpo asesinado de una mujer se convierten en una responsabilidad de la comunidad.19 Estas posibilidades de amparo y cuidado funcionan en la medida en que quienes forman parte de la red de cuidado y amparo tienen un mínimo de condiciones de reciprocidad, es decir, que todos van a dar y recibir. Para eso es necesario que quienes entramos en esa relación –los seres humanos otros seres vivos, porque eso también ocurre entre las personas y las semillas, la chacra, el agua, el viento– estemos mínimamente igualados. No es una relación colaborativa ingenua entre quien domina y quien es dominado o dominada, sino una relación equilibrada entre quienes se cuidan, entre quienes generan amparo, entre quienes generan comunidad. Tales procesos de igualación nunca van a ser de homogenización, a diferencia de lo que hace el capital, porque para generarlos en un sistema de reciprocidades, se necesitan diversos y diferentes. La reciprocidad funciona con base en la diversidad. Mientras eso no combata de frente a los autoritarismos y las nuevas derechas, es un paso fundamental que nos coloca en un lugar distinto de relaciones, que rompe las lógicas típicas de la expansión del capital en la modernidad. Tiene el potencial de trastocar las relaciones de fuerza en la sociedad, así como los imaginarios de deseo. En la comunidad cada persona es singular, aporta a lo común desde su peculiaridad, incluso puede integrar personas que no adhieren con sus formas de convivencia. Lo comunitario crea el campo propicio para negociar la convivencia equilibrada y equitativa entre diferentes. La diversidad comunitaria se diferencia del metarrelato unificador moderno, pero tampoco cae en el multiculturalismo postmoderno: “Concibe la convivencia como re-creación negociada de los acuerdos en ‘sintonía’ con las condiciones y circunstancias de cada momento y lugar” (Rodríguez Ibáñez, 2018, 19).
19 Eso ocurre en las redes comunitarias. Por ejemplo, cuando vendes en una feria de calle y llevas tus niños y niñas, y la niña de dos años está aprendiendo a caminar, se va a mover, no va a poder estar quieta en el puesto de venta, pero el conjunto de vendedoras y vendedores asumirán el cuidado de esa niña para que no se pierda.
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Desde los movimientos feministas; los movimientos de la agroecología; los movimientos ecologistas; los pueblos que están luchando por la defensa de sus propios valores, de sus formas propias de concebir y entender el territorio como medio de producción de la vida; los trabajadores que se resisten al régimen salarial y que empiezan a luchar ya no tanto por el aumento de salarios, sino por la reapropiación del trabajo libre como un bien fundamental para la condición humana, desde esos lugares, estamos construyendo alternativas civilizatorias. Estas hacen pie en la defensa de esta precariedad
institucional que todavía defiende ciertos derechos, pero tienen otro pie apuntando hacia el futuro, hacia un cambio civilizatorio que implica recrear la comunidad, democratizar los medios de producción de la vida, y crear un orden en el que la condición humana sea distribuida igualitariamente y conjugada con la diversidad de las formas de vida.
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