Una bonita reseña sobre el pueblo amazigh del norte de África que resiste y brota desde muchos lugares, como una nube o una mujer
Un pueblo llamado Tuareg
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agosto 5, 2019
Para llegar a este remoto rincón donde yace el mayor desierto de la tierra, hay que atravesar un vasto y primigenio paisaje que va creciendo mientras las tierra se marchita
Hoy he visto una nube en el cielo infinito,
un paño blanco en medio del azul.
Parecía un turbante sobre el árido monte.
Luego he mirado al wadi que hay junto al poblado
y le he dicho: “hermano wadi,
¿te gustaría que esa nube solitaria
descargara su agua sobre tu cauce seco?.
Tu orilla volvería a poblarse de hierba
y yo me quedaría al menos otra luna
engordando a mis cabras”.
Y me contestó el wadi: “Eres un ignorante,
Hermano Mahmoudian.
Las nubes son mujeres caprichosas,
derraman sobre ti la dulce miel de su mirada
y luego parten lejos, su recuerdo perdura
hasta que el sol lo agosta
y la felicidad se va con ellas.
Pero aún así, si la nube lo quiere,
que derrame sus dones sobre mi cuerpo seco”.
Así me habló el wadi.
Con las sabias palabras de un anciano.
Mahmoudian Jarfi
Pieles obscuras, ojos profundos llenos de historias que marcan un peregrinar ancestral. Los turbantes azules teñidos de añil, cubren los rostros para mitigar la arena que empuja el aire seco del espacio donde habitan.
Con las telas de algodón que los envuelven, soportan los rayos del abrazador sol y guardan la humedad del cuerpo para no morir deshidratados. Son los hombres que cubren el rostro y con ello van tiñendo la dermis hasta darles ese color azulado que los caracteriza. Son los herederos de generaciones que marcan las travesías por un sediento paraje, que parece más bien inhóspito.
Para llegar a este remoto rincón donde yace el mayor desierto de la tierra, hay que atravesar un vasto y primigenio paisaje que va creciendo mientras las tierra se marchita. Extensas salinas que se cruzan en un día de marcha pautada. Se atraviesan campos de dunas que ascienden y descienden como mares violentos en caravanas armadas de enormes dromedarios.
Al grito del proverbio “Besa la mano que no puedas cortar,” incontables generaciones de guerreros tuareg dominaron este reino, exigiendo tributo a los mercaderes que recorrían las rutas caravaneras y saqueando a las tribus sedentarias de las orillas del Níger para procurarse de animales y esclavos. Con ello los tuareg se ganaron fama de brutales y traicioneros. Decían que atracaban las mismas caravanas a las que habían cobrado por proteger y arremetían por sorpresa contra sus aliados.
El azul, para ellos es el color del globo terráqueo. El del cielo, el techo de nuestra casa. Son los “Señores del Desierto, los abandonados de Dios (como los llamaron los árabes antes de su conversión). Una etnia amazigh (bereber), y usan un alfabeto llamado tifinagh. Un pueblo viejo, nómada del desierto, solitario y orgulloso. Hospitalario y guerrero, altivo y misterioso, que vende por puñados, pues no existe las moneda.
En esta extensa y basta tierra se albergan unos cuatro millones y medio de seres de muchas tribus, la mayoría todavía son nómadas, pero de tuaregs hay quizá apenas unos trescientos mil de los dos millones de Bereberes que existen todavía. Van diezmándose poco a con el tiempo, perdiendo la batalla con las guerras y la inevitable modernidad. En sus periplos anuales en busca de pasto, pueden llegar a superar los 1500 kilómetros de travesía, entre Argelia, Níger y Mauritania donde las fronteras se cruzan como si no existieran. Se orientan mirando a los astros, que no sólo los guían en el duro camino, sino que los guían hasta los pozos de agua, que ellos únicamente conocen.
Alimentados por dátiles, carne secas hervidas en leche, y unos cuantos vegetales acompañados de té, viven una vida que parece de otros tiempos. Una forma de existencia que hoy está a punto de desaparecer. Según sus ancestrales tradiciones, ellos son los descendientes de la princesa Tin Hinan y de su hermana Takamat, que se establecieron en el macizo de Ahaggar o Hoggar, una cadena de montañas localizada en el oeste del Sáhara, al sur de Argelia, hace milenios.
En 1926 el conde Byron Kûhn de Protok, descubrió la tumba de la famosa princesa. El enterramiento no solo albergaba el esqueleto de una mujer de gran altura considerada la última de las reinas atlantes, sino que además contaba con gran cantidad de oro y piedras preciosas. Sus descendientes directos son hoy en día los miembros de la confederación Kel-Azjer, que continúa habitando en los montes argelinos.
La población tuareg decrece. “¡Hace falta que un pueblo desaparezca para que sepamos que existía!”, denunciaba una vez un sabio. Y para mí han sido una sorpresa, una curiosidad que me transporta como si pudiera, a recibir el calor que quema la piel, agrieta los labios y deja seca la boca. Me cuesta imaginar cómo pueden sostenerse en pie a esas temperaturas, a mí el calor me aletarga, me adormece y me vuelve un amasijo de huesos y carne al que no le quedan ganas de moverse. Un ser lastimero que se desmaya por la falta de aire y un lastre para quien tiene que cuidarme mientras despierto con una jaqueca inevitable.
Foto de internet.
Pero ellos tienen una corteza que esta enraizada en el ADN, donde brota la capacidad de cruzar el yunque del sol, las puertas del Teneré donde cualquier signo de vida es aniquilado por los rayos del astro rey. El desierto dentro del desierto, un paraje osco y inhabitable para cualquier otra raza.
Se cortejan en sitios denominados ahal acuden ahí, mujeres y hombres solteros, viudos o divorciados un lugar donde se conversa, se canta, se interpreta música, se recitan poesías y se concretan citas de amor.
Casarse tiene normas profesas y se realiza después de que la mujer ha aceptado un pretendiente y él la solicita al suegro. Así pagará una dote que generalmente se constituye de ganado. La mujer también lleva su ganado personal, al nuevo hogar.
Pese a ser musulmanes la mujer domina y decide su destino, mientras lleva el rostro descubierto, tienen una laxitud difícil de entender para otros, pues con libertad llevan el intercambio de deseo carnal, una mujer antes de casarse puede tener una o más parejas. Son dueñas de la tienda (ehe) que es identificada con el matrimonio y el hogar. La mujer debe fabricarla, con pieles o tejidos de cestería y ella es su propietaria. Puede divorciarse si no es bien tratada y generalmente es letrada siendo más instruida que su esposo. Ellas participan en los consejos y asambleas del linaje y son consultada en los asuntos de la tribu. Son un pueblo donde se practica el matrilinaje, donde la adscripción del individuo, se realiza por vía materna, los ancestros principales son los parientes de la madre. Obedecieron durante milenios a un sistema de castas donde unos eran aristócratas (imayeghan) otros sacerdotes (ineslemen), los pastores (imghad), artesanos (inadan) y los últimos, esclavos (íklan). Aunque esto se fue debilitando con las normas francesas y fueron doblegando su feroz resistencia al colonialismo.
A los siete años los niños se vuelven independientes, los dejan alejarse del campamento, así aprenden cosas fundamentales para la sobrevivencia, olisquear el aire, escuchar, aguzar la vista, orientarse por el sol y las estrellas. Y sobre todo dejarse llevar por el camello, ya que si se pierden, estos los llevaran a donde hay agua.
En estos parajes que se imaginan a lo lejos, todo es simple y profundo. Hay muy pocas cosas, y cada una tiene enorme valor. Es una forma de existencia donde cada pequeño objeto proporciona felicidad. Cada roce con lo otros, con la naturaleza es valioso. Sienten una enorme alegría por el simple hecho de tocarse, de estar juntos y son grandes contadores de historias.
La inmensidad del territorio los coloca en una premisa de no soñar con llegar a ser, porque cada uno ya es. Ahí en esos espacios secos, el significado de la vida es tan sencillo, que parece que la engrandecen con solo respirar.
Además de cruzar el desierto para vender sus enseres y comprar lo que les hace falta, pastorean rebaños de camellos, cabras, corderos, vacas y asnos en un reino de infinito y de silencio, donde se oye el latido del propio corazón.
Se despiertan con el sol. Ahí están las cabras que les dan leche y carne, así que hay que llevarlas donde hay agua y hierba. Una tradición que marca a los bisabuelos, a los abuelos, y a los padres. No hay otra cosa en el mundo más que eso.
A principios de los 90 hubo una gran sequía, murieron los animales, cayeron enfermos y lo enfrentaron con un temple indescriptible. Sobrevivieron y se levantaron dejando el drama para otros, mientras ellos ocupaban la energía que quedaba para resurgir. La dureza de su entorno los pone con los sentidos puestos en ver como salen adelante, todos los días.
En este pedazo de tierra donde habito yo, donde se siente que uno gasta la vida de tanto usarla, la abundancia y el derroche, nos ha colocado en esta premisa, en este punto de inflexión, donde nuestra forma de vida esta implotando y ya no puede sostenerse. Hoy nos vemos enfrentados a una época donde nuestra especie y la cientos de miles están en peligro. Cada vez que encuentro a estos pueblos primigenios donde la vida se desenvuelve tan distinto, me pregunto si la modernidad terminara por engullirnos aquellos que optamos por vivir de otra forma y ellos seguirán subsistiendo cruzando grandes extensiones de tierra empujados por sus animales, como lo han hecho siempre.
DZ