Mantilla, trenzas, sombrero de ala y una bolsita de coca en la mano. Con esa característica imagen con la que anima sesudos debates y desmitifica sin compasión a más de un poderoso, Silvia Rivera Cusicanqui, conversó con OH! Sin duda, es una de las intelectuales bolivianas contemporáneas que mayor impacto han tenido a nivel internacional.
Silvia Rivera: “Descolonizarme es un proceso de todos los días”
Los Tiempos
Rafael Sagárnaga
12/08/2019 a las 0h00
Mantilla, trenzas, sombrero de ala y una bolsita de coca en la mano. Con esa característica imagen con la que anima sesudos debates y desmitifica sin compasión a más de un poderoso, Silvia Rivera Cusicanqui, conversó con OH! Sin duda, es una de las intelectuales bolivianas contemporáneas que mayor impacto han tenido a nivel internacional. De hecho, regularmente da clases a especialistas que vienen a Bolivia desde diversos países o es invitada a universidades de Latinoamérica, EEUU y Europa. En esta entrevista hace un recorrido sobre la construcción de sus ideas a veces doblemente rebeldes, que ya la destacaron desde tiempos de las dictaduras.
- La recuerdo desde siempre usando sombrero. Seguramente tiene algo que ver con su cosmovisión, ¿o hay otras razones?
- Cuando era chica tenía un problema de jaquecas. El médico me dijo que se debían al sol de La Paz que es muy fuerte y me da en la cabeza. Entonces me recomendó que use sombrero. Me empezó a gustar mucho usar sombrero, incluso desde antes de hacerme las trenzas, porque después vino la decisión de hacerme las trenzas. Es una forma muy cómoda de peinado y de darme la pinta, digamos, que representa mis opciones. Es una forma de decir quién soy.
- ¿Cuándo se empezó a formar esa su forma de ser, de ver el mundo? Usted proviene de familias bien acomodadas.
- Mi padre (el médico cirujano Carlos Rivera) trabajó tres años en la mina de Pulacayo y yo era muy niña. Eso me influyó mucho en términos de mi amor por el frío y por la nieve. Recuerdo mucho también el olor de la yareta que usábamos en la estufa.
Yo tenía una pequeña vicuña en la mina y también había dos mujeres que nos cuidaban a mí y a mi hermano. La que me cuidaba se llamaba Rosa. Ella hablaba en aymara todo el tiempo, me cargaba en su aguayo, a veces yo creía que era mi madre. Y luego de esos tres años volvimos acá a Sopocachi. Me críe acá y me pusieron a estudiar en colegio privado y todas esas cosas.
- En ese tiempo, entre los 50 y los 60, los colegios de élite estaban por esta zona. Entonces, sin duda, asistió a uno de ellos, con todo lo que ello implica.
- Yo estudié en el Saint Andrews School, o sea, certificado “jailón”. Pero yo me sentía muy mal en ese colegio. Era una oveja negra, no me llevaba bien con nadie.
Lo que primero tuve en colegio fue una crisis religiosa. Nos enseñaban los curas Maryknoll y todas sus clases de religión, muchas veces en inglés, eran anticomunismo. Me di cuenta que resultaban una patraña. De pronto, me quedé sin religión, tendría unos 12 años.
Empezó una deriva, primero me puse a leer a Lin Yutang y me imbuí de una especie de panteísmo. Me duró más o menos hasta entrar a la universidad, a fines de los 60. Fue cuando rompí con esas ideas y me involucré en la cosa revolucionaria, el marxismo y todo eso. Pero ahí adentro yo vi la discriminación al mundo indígena.
- ¿Es decir, que los propios camaradas revolucionarios repetían el sistema que criticaban?
- Dentro de la izquierda veía que era una clase media de origen oligárquico, en muchos casos, que era como el poder hereditario. El abuelo fue oligarca, el papá fue movimientista y ellos eran izquierdistas. De todo eso me percaté en los primeros años de aquella revolución. Me hartó el discurso de izquierda que hablaba de la alianza obrero-campesina. Veía a Óscar Eid agitando el libro rojo, pero estaba segura de que nunca había hablado con un campesino, salvo en tono imperativo. Entonces decidí irme al campo.
Pedí ser profesora rural. Quería trabajar en un lugar de habla aymara, pero no hubo, así que me mandaron a uno de habla quechua. Claro, en esos casos a una la mandaban donde nadie quería ir y entonces acabé en Apolo. Era el año 1971, ahí entraba una vez al mes un avión destartalado de Trasporte Aéreo Militar, por tierra el viaje duraba 15 días. Ahí aprendí lo que era el colonialismo interno, ésa resultó mi universidad.
-¿Qué pasaba en Apolo?
- Veía cómo mujeres de pollera en el pueblo, a los comunarios quechua hablantes les hacían sentar en el suelo y a mí en silla, a ellos les daban tazas de lata, a mí de loza. Eran mil detalles del racismo interno e internalizado. Los comunarios eran totalmente sumisos ante los vecinos.
Había el mecanismo de opresión por el comercio. Los comerciantes tenían dos pesas: una para comprar y otra para vender y con ambas les engañaban a los campesinos. Ellos producían café de exportación, el Moka que la Hansa exportaba a Alemania. Viví allí hasta que, como ya era la dictadura de Banzer (1971 – 1978), me exiliaron.
Pagué con mi último sueldo un pasaje a México. Mi padre vendió un jeep que yo tenía y estuve en México esperando un contrato que al final me salió en Colombia.
-Usted estudió sociología y luego antropología
- En plena universidad intervenida hice velozmente mi carrera. Egresé en tres años y luego me fui a Lima a estudiar maestría en ciencias sociales con mención en antropología. Mi tesis en antropología me la confiscaron en la dictadura de García Meza (1980-1981). Todos mis mapas, casetes y documentos me los quitaron. Ahí empecé a incursionar en el tema de la memoria porque lo único que no me quitaron fue mi memoria. Auspicié un debate sobre Memoria y Movilización Popular Indígena con un grupo de Naciones Unidas.
- ¿Es entre el exilio y sus retornos a Bolivia que escribe Oprimidos pero no vencidos?
-Sí, y lo publiqué por fin en 1984. En la breve apertura democrática, entre 1978 y 1980, yo estuve trabajando con los kataristas, militantemente. Compartía sus críticas a la izquierda. Estaba con Genaro Flores, Macabeo Chila, Víctor Hugo Cárdenas, Simón Yampara, Tomas Huanca, Marcelo Fernández…
- ¿Era la única mujer?
- Además la única mestiza. Yo me autoidentificaba con el mundo aymara.
- Una mestiza, además, de rostro blanco y ojos claros, aunque entiendo desciende también de caciques aymaras.
-La identidad no es el color de la piel. Y sí, tengo un documento de mi familia, de 1568, que narra cómo mi primer antepasado, llamado Tika kala, vio llegar a los españoles. Tengo escrita esa historia en el libro Mito y Desarrollo.
Es decir, escribí gracias a una serie de vertientes. El indagar sobre mis orígenes, tomar consciencia de mi apellido, el haberme ido a vivir a Pacajes que era de donde provenían los Cusicanqui. Obviamente no me fui a vivir al pueblo, sino a un ayllu, luego a una exhacienda y también a la mina de Coro Coro. Durante un año hice trabajo de campo y aprendí aymara.
-¿Fue algo así como la oveja negra de su familia?
- Totalmente, mi hermano quería ser empresario, mi madre (Gaby Cusicanqui) pensaba que yo tenía que casarme con un banquero. Resulté muy rebelde, pero mi padre fue muy solidario conmigo, además, él era muy izquierdista.
-Eso de la memoria también la lleva a fundar el Taller de Historia Oral Andina (THOA). Ha debido ser complicado trabajar en tiempos de crisis económica como la de la UDP
- Yo descubrí, al investigar, la existencia de la red de caciques apoderados, pero me di cuenta de que no era algo para un trabajo de tesis, sino para un trabajo colectivo. Entonces me junté con Roberto Choque, Tomás Huanca, Víctor Hugo Cárdenas y otros compañeros. Presentamos el proyecto, con Tomás, a la UMSA y nació el THOA.
Luego, vino un gringo de la Oxfam y le encantó nuestro plan. Todo lo hacíamos autogestionariamente. Empezaron a llegar investigadores que nos donaban equipos. También con 50 dólares hacíamos maravillas. Y ahí se consolidó y proyectó el THOA. No se olvide que el THOA luego fue el origen del Conamaq (Consejo Nacional de Ayllus y Marcas del Qollasuyo).
Eso sí, cuando vi que al Conamaq querían manejarlo como a una ONG, me retiré y me concentré en la universidad.
-¿Cómo se define ideológicamente?
- Indianista, en la medida en que me siento india, por una parte, y, por otra, me siento europea. Pero digo “indio” porque es como reconocer que soy colonizada. Por lo tanto, tengo que descolonizarme. Y ése es un proceso de todos los días hasta el día de mi muerte. Así como aprenderé aymara siempre.
Mujer india. Es una matria, un conjunto de paisajes, montañas, lagos. Lo mío es un indianismo anarco feminista.
-¿Cuándo fue la primera vez que pijchó coca?
- A mis 16 años. Los chicos de mi curso tomaban anfetaminas y unas cosas que se compraban en las farmacias. Mi padre me dijo: “Se te pasará el efecto justo el rato del examen y te quedarás boba. Mejor pijcha coca”.
-¿Cómo ha ido su activismo por la coca que destacó en los 90 y los 2000?
- He sido muy activista de la defensa de la coca. Pero me decepcioné de la opción del Evo que es la opción del narcotráfico en lugar de la opción de la legalización y la industrialización para fines legales y saludables.
Llegué a producir granolas, harinas, fármacos y alimentos que llegué a producir en una pequeña empresa. Hicimos siete ferias de la coca. Irónicamente, la última fue en 2007 cuando un cocalero llegó al Gobierno. Esa decepción con Evo se tradujo en el viraje crítico que contienen mis últimos libros.
-¿Qué ha significado el proceso liderado por Evo Morales para usted? ¿Se sintió traicionada?
- Es una máscara pseudoindígena para un extractivismo neoliberal en alianza con chinos, rusos y todo ese rollo, tan nefasto. Evo está en manos del cholaje militar, colonizado, antiindio, aculturado, machista, brutal, irracional, ecocida. Es la fachada del indio. Se ha usurpado la plusvalía simbólica de todas las luchas sociales. Hacen con eso una herramienta de seducción que encubre una base clientelar, prebendal y corrupta de todo el esquema que es una herencia del MNR. Es la reedición corregida y aumentada del MNR.
Me sentí traicionada, pero también he hecho una autocrítica necesaria que la escribí. Caímos en esto por impaciencia, por falta de definición de lo que es el indio. Indio es una episteme que supone una definición con la Pacha, con los ancestros, cierto modo de ver el mundo contenido en el idioma, etc.
Entonces, desarrollé el concepto de lo Ch´ixi. Es una utopía de convivencia por vía de la palabra, de rescatar la palabra de la incomunicación y del colonialismo que crea una brecha. Porque desde el inicio de la relación colonial, lo que delata al español como un ser poco confiable, sospechoso incluso de no ser plenamente humano es que su palabra es falsa. Eso se ve desde el primer contacto, relatado por Huaman Poma. Huayna Capaj les pregunta: “¿Comen ustedes este oro?”. Le responden: “Sí, comemos ese oro”. Esa palabra falaz rompe cualquier forma de crear un lenguaje de convivencia entre diferentes.
-¿Siente que habrá que empezar de nuevo la lucha?
-La lucha nunca termina. El colonialismo tiene modos muy sutiles y perversos de reproducirse.
Silvia Rivera Cusicanqui es paceña, acaba de cumplir 70 años. Es socióloga, antropóloga e historiadora boliviana. Reconocida intelectual en el campo de las cosmovisiones andinas. Ha escrito cerca de una decena de libros donde destaca especialmente “Oprimidos pero no vencidos”.Ganó premios internacionales como la beca Guggenheim. Ha sido durante más de 30 años docente emérita de la UMSA y docente invitada en diversas universidades de EEUU, España y Latinoamérica.