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Comunes contra y más allá del capitalismo

Silvia Federici :: 25.09.19

Los comunes anticapitalistas deberían ser percibidos tanto como espacios autónomos desde donde reclamar las prerrogativas sobre las condiciones de reproducción de la vida, así como el núcleo desde las cuales contrarrestar los procesos de cercamiento a la reproducción de la vida y de esta manera desarticular de forma sostenida nuestra existencia del Estado y del mercado.

Comunes contra y más allá del capitalismo
George Caffentzis y Silvia Federici

Resumen
Este ensayo contrasta la lógica que subyace a la producción de los “comunes” frente a la lógica de las relaciones capitalistas y describe las condiciones bajo las cuales éstos se convierten en las semillas de una sociedad que trasciende al mercado y al Estado. También advierte sobre el peligro de que los “comunes” queden cooptados por el capital para proveer formas de reproducción de bajo costo, y aborda el modo en que esta posible consecuencia puede ser prevenida.
Palabras clave: común, lucha de clases, comunes para el mercado, capitalismo.

NOTA DE LOS EDITORES. Este artículo fue publicado inicialmente en septiembre de 2013 con el título “Commons against and beyond capitalism” en la revista Upping the Anti: a Journal of Theory and Action. Agradecemos a lxs autorxs por habernos concedido el permiso para traducir y publicar su artículo. La traducción al castellano estuvo a cargo de Nicolas Olucha Sánchez y la misma fue revisada por Paulino Alvarado e Itandehui Reyes Díaz.
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Introducción
Cada vez más, el término “común” tiene mayor presencia en el lenguaje político, económico e incluso en el inmobiliario. Derecha e izquierda, neoliberales y neokeynesianos, conservadores y anarquistas utilizan el concepto en sus intervenciones. El Banco Mundial acogió el término cuando, en abril de 2012, dictaminó que toda investigación que llevase su sello debía ser “de libre acceso mediante una licencia Creative Commons –una organización sin ánimo de lucro cuyas licencias por derechos de autor tienen como objetivo favorecer un mayor acceso a la información a través de Internet” (Banco Mundial, 2012). Incluso The Economist, un paladín del neoliberalismo, ha saludado el uso de este término a través de los elogios vertidos sobre Elinor Ostrom –decana de estudios sobre lo común– en su obituario:
A ojos de Elinor Ostrom, el mundo poseía una gran cantidad de sentido común. La gente, sin nada sobre lo que apoyarse, crearía formas racionales de supervivencia y de entendimiento. Aunque el mundo tuviese una cantidad limitada de tierras cultivables, de bosques, de agua o de peces, sería posible compartirlo todo sin agotarlo y cuidarlo sin necesidad de contiendas. Mientras otros autores hablaron de la tragedia de los comunes con pesimismo, centrándose tan sólo en la sobrepesca o la explotación agrícola en una sociedad de codicia rampante, Ostrom, con sus sonoras carcajadas, se convirtió en una alegre fuerza opositora (The Economist, 2012).
Por último, es difícil ignorar el uso tan habitual que se hace del concepto “común” o “bienes comunes” en el actual discurso inmobiliario sobre los campus universitarios, los centros comerciales y las urbanizaciones cerradas. Las universidades elitistas que exigen a los estudiantes matrículas anuales de 50 mil dólares, se refieren a sus bibliotecas como “centros comunes de información”. En la vida social contemporánea, parece que es ley que cuanto más se ataca a los comunes, más fama alcanzan.
En este artículo examinamos las razones detrás de estas tendencias y planteamos algunas de las principales preguntas que enfrentan hoy en día los comunitaristas anticapitalistas:
t ¿A qué nos referimos cuando hablamos de “comunes anticapitalistas”? t ¿Cómo podemos crear, a partir de los comunes que nacen de nuestra lucha, un nuevo modo de producción que no esté basado en la explotación del trabajo? t ¿Cómo podemos prevenir la cooptación de los comunes y su conversión en plataformas desde las que la clase capitalista decadente pueda rehacer sus fortunas?
Historia, capitalismo y comunes
Comencemos con una perspectiva histórica, teniendo en cuenta que la historia en sí misma es un bien común, siempre y cuando las voces que la narren sean diversas –incluso cuando revele los modos en que hemos sido divididos–. La historia es nuestra memoria colectiva, nuestro cuerpo extendido que nos conecta con un amplio mundo de luchas que otorgan significado y poder a nuestra práctica política. La historia nos demuestra que “producir común” es el principio mediante el cual los seres humanos han organizado su existencia durante miles de años. Tal y como nos recuerda Peter Linebaugh, difícilmente existe una sociedad donde lo común no esté en su seno (Linebaugh, 2012). Aún hoy en día existen muchos sistemas de propiedad comunal en una gran cantidad de lugares del mundo, sobre todo en África y entre las comunidades indígenas de Latinoamérica. Así, cuando mencionamos el principio del “bien común” o hablamos de “comunes” como formas teóricas o existentes de riqueza compartida, no nos estamos refiriendo únicamente a experimentos a pequeña escala. Hablamos de formaciones sociales a gran escala que antiguamente tenían dimensión continental, tales como las redes de sociedades comunales que existían en la América
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precolonial, que se extendían desde el Chile actual hasta Nicaragua y Texas, conectadas mediante una gran variedad de intercambios culturales y económicos. En Inglaterra la tierra comunal se mantuvo como un factor económico importante hasta comienzos del siglo XX. Linebaugh estima que en 1688 un cuarto de la extensión total de Inglaterra y Gales era de carácter comunal (Linebaugh, 2008). Sin embargo, tras más de dos siglos de cercamientos se profundizó en la privatización de millones de acres, según la 11ª Edición de la Enciclopedia Británica, para 1911 la cantidad de tierra comunal que subsistió representaba entre 1.5 millones y 2 millones de acres, apenas el 5 por ciento del total del territorio inglés. A finales del siglo XX las tierras comunales tan solo abarcaban el 3 por ciento del total de aquel territorio (Naturenet, 2012). Estas consideraciones son importantes para disipar la creencia de que una sociedad basada en bienes comunes es una utopía o que tan solo pueden ser proyectos a pequeña escala, inadecuados para brindar las bases de un nuevo modelo de producción. No sólo ha habido comunes desde hace miles de años, sino que aún conservamos elementos de una sociedad basada en ellos, aunque estén bajo asedio constante, ya que el desarrollo capitalista requiere la destrucción de propiedades y relaciones comunales. Marx habló de acumulación “primitiva” u “originaria” haciendo referencia a los “cercamientos” de los siglos XVI y XVII, los cuales fueron responsables de la expulsión de los campesinos europeos de sus tierras –el acto que dio nacimiento a la moderna sociedad capitalista. Pero hemos aprendido que esto no fue un hecho aislado, circunscrito espacial y temporalmente, sino un proceso que se mantiene vivo hoy en día (Midnight Notes Collective, 1990). La “acumulación primitiva” es la estrategia a la que la clase capitalista recurre siempre en tiempos de crisis, cuando necesita reafirmar su dominio sobre el trabajo, y con la llegada del neoliberalismo esta estrategia se ha profundizado, de manera que la privatización se ha extendido a todos los ámbitos de nuestra existencia. Vivimos en un mundo en el que todo, desde el agua que bebemos hasta nuestras células o nuestro genoma, tiene un precio y no se
escatima ningún esfuerzo con tal de asegurar que las empresas tengan el derecho de cercar los últimos espacios libres en la Tierra, obligándonos a pagar para tener acceso a ellos. No son sólo las tierras, bosques o pesquerías que se utilizan para fines comerciales en lo que parece ser un nuevo “acaparamiento de tierras” sin precedentes. De Nueva Delhi y Nueva York a Lagos y Los Ángeles, el espacio urbano se está privatizando; el ejercer la venta ambulante, sentarse en la acera o hacer ejercicio en la playa sin pagar está siendo prohibido. Los ríos pasan a ser embalses, se talan los bosques, el agua y los mantos acuíferos se embotellan para ser vendidos, los saberes tradicionales son saqueados mediante leyes de propiedad intelectual y las escuelas públicas se convierten en empresas de lucro. Esto explica por qué la idea de lo común resulta tan atractiva para nuestro imaginario colectivo: su desaparición expande nuestra consciencia de su existencia, de su importancia y aumenta nuestro deseo de conocer más al respecto.
Comunes y lucha de clases
A pesar de todos los ataques recibidos, lo común no ha dejado de existir. Como dice Massimo De Angelis, siempre ha habido comunes “fuera” del capitalismo que han desempeñado un papel clave en la lucha de clases, alimentando el pensamiento radical así como a los cuerpos de muchos comuneros (De Angelis, 2007), las sociedades de ayuda mutua del siglo diecinueve son un ejemplo de ello (Bieto, 2000). Lo que resulta aún más importante es que continúan surgiendo nuevos tipos de comunes; del “software libre” al movimiento de “economía solidaria”, está surgiendo todo un mundo de nuevas relaciones sociales que se basan en el principio del compartir en común (Bollier and Helfrich, 2012), reafirmándose en la observación de que el capitalismo no tiene nada más que aportarnos excepto miseria y divisiones. De hecho, en estos tiempos de crisis permanente y ataques continuos a los empleos, los salarios y los espacios sociales, la construcción de comunes –tales como bancos de tiempo, jardines urbanos, agricultura sostenida por la comunidad, cooperativas de
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alimentos, monedas locales, licencias Creative Commons o trueques– representa un modo de supervivencia esencial. En Grecia, en los últimos dos años, mientras los salarios y las pensiones han sufrido recortes del 30 por ciento y el desempleo entre los jóvenes ha alcanzado el 50 por ciento, han emergido diversas formas de ayuda mutua, tales como servicios sanitarios sin costo, distribución gratuita de lo producido por agricultores en centros urbanos y servicios de “reparación” de cables desconectados por falta de pago. Sin embargo, las iniciativas comunales son más que diques frente al torrente neoliberal que amenaza nuestro sustento. Estas iniciativas son la semilla, el embrión de un modo de producción alternativo que aún se está gestando. Es éste el prisma con el que también deberíamos mirar a los movimientos emergentes de ocupación de tierras en muchas periferias urbanas, símbolos del aumento de habitantes urbanos “desconectados” de la economía formal mundial, reproduciéndose por fuera del mercado y del Estado (Zibechi, 2012). La resistencia de los pueblos indígenas americanos frente a la continua privatización de sus tierras y sus aguas le ha dado un nuevo impulso a la lucha por los comunes. Mientras los zapatistas se alzaban exigiendo una nueva constitución que reconociese la propiedad colectiva, algo que el gobierno mexicano ignoró, en 1999 la constitución venezolana reconocía el derecho de los pueblos indígenas a utilizar los recursos naturales de sus regiones. También en Bolivia, en 2009, una nueva constitución reconocía la propiedad comunal. No mencionamos estos ejemplos para declarar que confiamos en la maquinaria legal del Estado como promotor de la sociedad de comunes que deseamos, sino para destacar la fuerza con la que se ha exigido, desde las capas más bajas, la creación de nuevas formas de sociabilidad, organizadas en función del principio de cooperación social y la defensa de las formas de comunalismo ya existentes. Como han mostrado Raquel Gutiérrez (2009) y Raúl Zibechi (2012), la “Guerra del Agua” del año 2000 en Bolivia no hubiese sido posible sin la compleja red de relaciones sociales que proporcionaron los ayllus y otros sistemas comunales aymaras y quechuas de regulación de la vida.
Las iniciativas de las mujeres de abajo han desempeñado un papel especial en este contexto. Tal y como ha ido demostrando una creciente literatura feminista1, debido a su precaria relación con el empleo remunerado, las mujeres siempre han tenido mayor interés en la defensa de la naturaleza común y en muchas regiones han sido las primeras en salir en contra la destrucción del entorno: han luchado contra la explotación forestal, contra la venta de árboles con fines comerciales y la privatización del agua. Las mujeres también han dado vida a diferentes métodos para poner en común los recursos, tales como las “tontinas”, una de las actividades más antiguas y difundidas de banca popular que aún persisten. Estas iniciativas se han multiplicado desde los años setenta cuando, como respuesta a los efectos de los planes de austeridad y la represión política en varios países como Chile o Argentina, las mujeres se unieron para crear formas comunales de reproducción social, pudiendo así aumentar sus presupuestos y al mismo tiempo romper la sensación de parálisis que el aislamiento y la derrota producían. En Chile, tras el golpe de Estado de Pinochet, las mujeres comenzaron con los comedores populares, cocinando de forma colectiva en sus barrios para alimentar a sus familias y a los miembros de la comunidad que no tenían recursos suficientes. La experiencia de los comedores populares fue tan poderosa para romper la cortina de miedo que había descendido sobre el país tras el golpe de Estado, que el gobierno los prohibió y envió a la policía a destruir las ollas comunes y acusó a las mujeres de comunistas (Fisher, 1993). De una u otra manera, esta es una experiencia que se ha repetido a lo largo de los años 80 y 90 en muchos lugares de Latinoamérica. Tal y como indica Zibechi (2012), en Perú y Venezuela han aparecido miles de organizaciones populares, cooperativas y espacios comunitarios para tratar asuntos como la comida, la tierra, el agua, la salud o la cultura, en su mayoría organizados por mujeres. Estos espacios han sentado las bases para
1 Para una revisión del papel de las mujeres en la construcción de formas de reproducción social cooperativas, ver Federici (2010). Ver también Shiva (1989, 2005), así como Bennholdt-Thomsen y Mies (1999).
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un sistema de producción cooperativo basado en el valor de uso y operando de manera autónoma frente al Estado y el mercado. También en Argentina, confrontadas con la cercanía del colapso financiero en 2001, las mujeres salieron a la calle “comunalizando” las carreteras y los barrios, llevando sus cazuelas a los piquetes, asegurando de esta manera la continuidad de las barricadas y organizando asambleas populares y consejos ciudadanos (Rauber, 2002). De la misma manera, en muchas ciudades de los Estados Unidos, como por ejemplo en Chicago, una nueva economía está creciendo por debajo del radar de la economía formal; por una parte por pura necesidad y por otra para restituir el tejido social que la reestructuración económica y la “gentrificación” han dañado. Principalmente han sido las mujeres quienes han organizado varias formas de comercio, trueque y ayuda mutua fuera del alcance de las redes comerciales.
Cooptando los comunes
Ante todos estos avances, nuestra tarea es entender cómo podemos conectar estas realidades diferentes y cómo asegurar que los comunes que producimos transformen realmente nuestras relaciones sociales y no puedan ser cooptados. Es un peligro real. Durante años, parte de la clase dirigente capitalista internacional ha promovido un modelo de privatización más suave, apelando al principio de lo común como un remedio para el intento neoliberal de someter todas las relaciones económicas a las máximas del mercado. Ha podido constatarse que la lógica del mercado, llevada al extremo, resulta contraproducente incluso desde el punto de vista de la acumulación de capital, imposibilitando la cooperación necesaria para un sistema de producción eficiente. Basta observar la situación de las universidades estadounidenses, donde la subordinación de las investigaciones científicas ante los intereses comerciales ha reducido la comunicación entre científicos, forzándolos al secretismo acerca de sus proyectos o resultados.
Deseoso de aparecer como el gran benefactor, incluso el Banco Mundial utiliza el lenguaje sobre lo común para dar un toque positivo a la privatización y limar el filo a la resistencia esperada. Tras esa imagen de gran protector de “los bienes comunes mundiales”, el Banco Mundial expulsa a pueblos de las selvas y los bosques en los que han vivido durante generaciones para, posteriormente, permitir el acceso a aquellos que puedan pagarlo, una vez construidos parques temáticos u otro tipo de atracciones comerciales. El principal argumento es que el mercado es el instrumento de conservación más racional que existe (Isla, 2009). La Organización de las Naciones Unidas también ha reafirmado su derecho de gestionar los principales ecosistemas del planeta (la atmósfera, los océanos y la selva amazónica) para abrirlos a la explotación comercial; una vez más a nombre de “preservar” la herencia común de la humanidad. “Comunalismo” es, también, la jerga utilizada para enganchar trabajadores no remunerados. Un ejemplo típico es el programa Big Society [Gran Sociedad] del Primer Ministro británico David Cameron, cuyo objetivo es movilizar las energías de las personas en programas de voluntariado, compensando así los recortes en servicios sociales que su administración introdujo a nombre de la crisis económica. Siendo una ruptura ideológica con la tradición que Margaret Thatcher inició en los años 80, cuando declaró que “la Sociedad no existe”, el programa Big Society instruye a organizaciones patrocinadas por el gobierno –desde guarderías hasta librerías, pasando por clínicas– a reclutar artistas locales y a jóvenes para que, sin ningún salario a cambio, se impliquen en actividades que aumenten el “valor social”, entendido éste como cohesión social y, sobre todo, como reducción de los costos de la reproducción social. Esto significa que las organizaciones no gubernamentales que realizan programas para los ancianos pueden percibir fondos del gobierno si son capaces de crear “valor social”, el cual se mide siguiendo unos cálculos especiales con base en las ventajas de una sociedad sostenible, en términos medioambientales y sociales, incrustada en una economía capitalista (Dowling, 2012). De esta manera, los esfuerzos comunitarios para construir formas de
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existencia solidarias y cooperativas fuera del control del mercado, se pueden utilizar para abaratar el costo de la reproducción social e incluso para acelerar los despidos de empleados públicos. Comunes productores de mercancías
Un tipo diferente de problema para la definición de los comunes anticapitalistas, es el planteado por la existencia de comunes que producen para el mercado, orientados por la motivación de la ganancia, por el “afán de lucro”. Un ejemplo clásico lo encontramos en las praderas alpinas suizas no cercadas, que cada verano se convierten en zonas de pastoreo para vacas lecheras que producen para la poderosa industria láctea suiza. Asambleas de ganaderos dedicados a la lechería, sumamente cooperativos en sus esfuerzos, gestionan estos prados. De hecho, Garret Hardin no podría haber escrito “La tragedia de los comunes” si hubiese decidido investigar cómo llegaba el queso suizo hasta su nevera (Netting, 1981). Otro ejemplo habitual de comunes produciendo para el mercado es el de los más de mil pescadores de langostas de Maine, los cuales operan a lo largo de cientos de millas de aguas costeras donde millones de langostas viven, nacen y mueren cada año. En más de un siglo, los pescadores de langostas han construido un sistema comunal para compartir la pesca basándose en acuerdos previos para dividir la costa en zonas –cada una de las cuales está controlada por grupos locales– y límites autoimpuestos sobre la cantidad de langostas que se pueden pescar. No siempre ha sido un proceso pacífico. Los habitantes de Maine están orgullosos de su fuerte individualismo, por lo que los acuerdos entre los diferentes grupos se han roto en ocasiones; cuando esto ha sucedido, se han producido estallidos de violencia para expandir las zonas adjudicadas de pesca o para rebasar los volúmenes permitidos. Pero los pescadores pronto aprendieron que las consecuencias de ese tipo de conflictos merman el stock de langostas y con el tiempo han recuperado el sistema de comunes (Woodward, 2004).
Incluso el Departamento Estatal de Ordenación de la Pesca de Maine acepta en la actualidad este sistema comunal de pesca, después de haber sido proscrito durante décadas como una vulneración de las leyes antimonopolistas (Caffentzis, 2012). Una de las razones de este cambio en la conducta oficial es el contraste entre la situación del sector dedicado a la pesca de la langosta frente al de la pesca de peces de profundidad (i.e. el bacalao, la merluza, la platija y especies similares) que se lleva a cabo en el golfo de Maine y en el banco de Georges, donde el golfo conecta con el océano. Mientras que este último sector ha conseguido ser sostenible de forma continua durante el último cuarto de siglo, incluso durante tiempos de dificultad económica, desde los años noventa una especie tras otra de peces de profundidad se han visto afectadas por culpa de la sobrepesca, en ocasiones dando lugar al cierre oficial del banco de Georges durante años (Woodward, 2004). En el fondo de la cuestión se observan diferencias en la tecnología empleada por los dos sectores pesqueros y, por encima de todo, una diferencia en los lugares donde se ejerce la pesca. La pesca de la langosta tiene la ventaja de contar con zonas de uso común cerca de la costa y dentro de las aguas territoriales del Estado, lo que permite la repartición de las zonas entre los grupos, mientras que las aguas profundas del banco de Georges no pueden ser repartidas tan fácilmente. Hasta finales de 1977, el hecho de que el banco de Georges se encontrase 20 millas por fuera del límite territorial permitió que grupos externos pescaran en la zona con redes, lo que contribuyó en gran medida al agotamiento de la pesca; sin embargo, después de ese año el límite territorial fue ampliado en 200 millas. Por otro lado, la tecnología arcaica que empleaban los pescadores de langostas desanimó a la competencia. En contraste a ello, a comienzos de los 90, los “avances” tecnológicos en la pesca de profundidad –“mejores” redes y equipamiento eléctrico capaz de detectar peces de un modo más “efectivo”– trajeron el caos a una industria organizada bajo el principio del libre acceso: “consigue una barca y podrás pescar”. El hecho de disponer de una tecnología de detección y captura más avanzada y más barata chocó con la
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organización competitiva de la industria que se había guiado por el lema: “unos contra otros y la naturaleza contra todos”, finalizando con la “Tragedia de los Comunes” que Hardin había previsto en 1968. Esta contradicción no es única a la pesca de profundidad de Maine, ha afectado a comunidades pesqueras de todo el mundo que en la actualidad se ven cada vez más desplazadas por la industrialización en la pesca y el poder de los grandes barcos pesqueros, cuyas redes de arrastre abarrotan los océanos (Dalla Costa, 2005). Los pescadores en Terranova han enfrentado una situación similar a los del banco de Georges, con resultados desastrosos para el sustento de sus comunidades. Hasta ahora, los pescadores de langostas de Maine han sido considerados una excepción inofensiva que confirma la regla neoliberal de que los comunes pueden sobrevivir tan sólo bajo circunstancias especiales y limitadas. Sin embargo, visto a través del prisma de la lucha de clases, la organización comunal de Maine tiene elementos propios de un común anticapitalista, en cuanto involucra el control de los trabajadores en la toma de decisiones importantes sobre el proceso laboral y sobre sus resultados. Esta experiencia supone un entrenamiento sin precedentes y proporciona ejemplos de cómo pueden operar los comunes a gran escala. Al mismo tiempo, el destino de los comunes en la pesca de la langosta continúa estando determinado por el mercado internacional de mariscos al cual pertenecen. Si el mercado estadounidense se derrumba o el Estado permite la perforación petrolífera submarina en el golfo de Maine, serán disueltos. Por tanto, estos comunes dedicados a la pesca de langosta no pueden ser nuestro modelo.
Comunes como el “tercer sector”: ¿una convivencia pacífica?
Mientras que los comunes para el mercado pueden ser vistos como vestigios de antiguas formas de cooperación laboral, el interés creciente por lo común también viene de un amplio rango de fuerzas socialdemócratas que están preocupadas por los extremos
a los que lleva el neoliberalismo y/o reconocen las ventajas de las relaciones comunales para la reproducción de la vida cotidiana. En este contexto, los comunes aparecen como un posible “tercer” espacio además de y al mismo nivel que el Estado y el mercado. En palabras de David Boller y Burns Weston en su debate sobre una “gobernanza ecológica”:
El objetivo general tiene que ser la reconceptualización del mercado y el Estado neoliberales, para dar lugar a una “triarquía” con los comunes: Estado-mercado-comunes, para redirigir la autoridad y conseguir sustento de nuevas formas más beneficiosas. El Estado mantendría su compromiso por una gobernanza representativa y la gestión de la propiedad pública, de igual modo que el sector privado continuaría poseyendo capital para la producción y posterior venta de bienes y servicio en el mercado (Bollier y Weston, 2012: 350).
En esa misma línea de actuación, una gran variedad de grupos, organizaciones y teóricos perciben a los comunes hoy en día como una fuente de seguridad, sociabilidad y poder económico. Esto incluye grupos de consumidores, quienes creen que una organización comunal puede proporcionarles mejores opciones de compra; así como a compradores de vivienda que, junto con la compra de un hogar, buscan una comunidad como garantía de seguridad y de un mayor campo de posibilidades en la medida que lo permitan los espacios y actividades existentes. A medida que crece el deseo de consumir alimentos frescos y conocer su origen, muchos huertos urbanos también encajan en esta categoría. Los hogares con servicios de asistencia también pueden concebirse como parte de lo común. Todas estas instituciones se refieren, sin lugar a dudas, a deseos legítimos; pero el límite y el peligro de tales iniciativas es que pueden generar fácilmente una nueva forma de cercamiento: los “comunes” que son construidos en función de la homogeneidad de sus miembros, a menudo han dado lugar a comunidades cerradas que proporcionan protección frente a lo “otro”; todo lo contrario de lo que implica el principio de los comunes para nosotros.
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Redefinir los comunes
Entonces, ¿qué puede calificarse como comunes anticapitalistas? En contraste con lo ejemplos que hemos presentado, los comunes que pretendemos construir tienen por objetivo la transformación de nuestras relaciones sociales y la creación de una alternativa al capitalismo. No están centrados únicamente en proporcionar servicios sociales o en amortiguar el impacto destructivo del capitalismo y son mucho más que una gestión comunal de recursos. En resumen, no son senderos hacia un capitalismo con rostro humano. Los comunes tienen que ser el medio para la creación de una sociedad igualitaria y cooperativa o se arriesgan a profundizar las divisiones sociales, creando paraísos para quienes se lo puedan permitir y que, por ende, puedan ignorar más fácilmente la miseria por la que se encuentran rodeados. En este sentido, los comunes anticapitalistas deberían ser percibidos tanto como espacios autónomos desde donde reclamar las prerrogativas sobre las condiciones de reproducción de la vida, así como el núcleo desde las cuales contrarrestar los procesos de cercamiento a la reproducción de la vida y de esta manera desarticular de forma sostenida nuestra existencia del Estado y del mercado. Por lo tanto, estos comunes difieren de los defendidos por Ostrom, para quien los comunes coexistirían con la esfera pública y la privada. Idealmente, los comunes anticapitalistas ejemplifican la visión a la que marxistas y anarquistas han aspirado pero sin éxito: una sociedad constituida por “asociaciones libres de productores”, autogobernadas y organizadas para asegurar, no una igualdad abstracta, sino la satisfacción de las necesidades y deseos de las personas. Hoy en día tan solo vemos fragmentos de este mundo (del mismo modo que en la Europa medieval tardía quizá solo se observaban fragmentos del capitalismo), pero los sistemas comunales que construyamos deberían permitirnos alcanzar mayor poder sobre el capital y el Estado, y prefigurar, aunque sea de modo embrionario, un nuevo modo de producción basado en el principio de la solidaridad colectiva y no en un principio competitivo.
¿Cómo alcanzar esta meta? Algunos criterios generales pueden dar unas primeras respuestas a esta pregunta, teniendo presente que en un mundo dominado por las relaciones capitalistas los comunes que producimos son, necesariamente, formas de transición:
i. Los comunes no están dados, son producidos. Aunque digamos que estamos rodeados de bienes comunes –el aire que respiramos y los idiomas que usamos son ejemplos elocuentes de bienes que compartimos–, tan solo podemos crearlos mediante la cooperación en la producción de nuestra vida. Esto es así porque los bienes comunes no son necesariamente objetos materiales, sino relaciones sociales, prácticas sociales constitutivas. Esta es la razón por la cual algunos prefieren hablar de “comunalizar” o de “lo común”, justamente para remarcar el carácter relacional de este proyecto político (Linebaugh, 2008). Sin embargo, los comunes deben garantizar la reproducción de nuestras vidas; una confianza exclusiva en los comunes inmateriales, como Internet, no funcionará. Los sistemas de suministro de agua, las tierras, los bosques, las playas, así como diversas formas del espacio urbano son indispensables para nuestra supervivencia. Lo que también cuenta es la naturaleza colectiva del trabajo reproductivo y los medios de reproducción implicados. ii. Para garantizar la reproducción, los “comunes” tienen que incluir una “riqueza común” en forma de recursos naturales o sociales compartidos: las tierras, los bosques, el agua, los espacios urbanos, los sistemas de comunicación y conocimiento, todo para ser utilizado sin fines comerciales. A menudo utilizamos el concepto de “lo común” para referirnos a una serie de “bienes públicos” que con el tiempo hemos acabado considerando como parte de nosotros, tales como las pensiones, los sistemas sanitarios, la educación. Sin embargo, hay una diferencia crucial entre lo común y lo público, pues esto último lo controla el Estado y no nosotros. Esto no significa que no nos tenga que importar la defensa de los bienes públicos. Lo público es el terreno en el que se encuentra
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una gran parte del trabajo invertido y, por nuestro propio interés, no nos conviene que las empresas privadas se lo apropien. Pero para el bien de la lucha por los comunes anticapitalistas, es crucial que no perdamos de vista esta distinción. iii. Uno de los desafíos a los que nos enfrentamos hoy en día es conectar la lucha por lo público con aquellas por la construcción de lo común, de modo que puedan fortalecerse unas a otras. Esto es más que un imperativo ideológico. Reiterémoslo: lo que llamamos “público” es la riqueza que hemos producido nosotros y tenemos que reapropiarnos de ella. También resulta evidente que las luchas de los trabajadores públicos no pueden tener éxito sin el apoyo de la comunidad; al mismo tiempo, su experiencia puede ayudarnos a reconstruir nuestra reproducción, a decidir, por ejemplo, lo que se supone que es un buen sistema sanitario, qué tipo de conocimientos se requieren y así sucesivamente. No obstante, es muy importante mantener la distinción entre lo público y lo común, pues lo público es una institución estatal que asume la existencia de una esfera privada de relaciones económicas y sociales que no podemos controlar. iv. Los comunes requieren una comunidad. Esta comunidad no debiera seleccionarse en función de ningún privilegio sino en función del trabajo de cuidado realizado para reproducir los comunes y regenerar lo que se toma de ellos. De hecho, los comunes entrañan tantas obligaciones como derechos. Así, el principio tiene que ser que aquellos que pertenezcan a lo comúnmente compartido contribuyan a su mantenimiento: es por este motivo que no podemos hablar de “comunes globales”, como ya hemos visto anteriormente, pues éstos asumen la existencia de una colectividad global que no existe en la actualidad y que quizás no exista jamás, ya que no la vemos como posible o deseable. De este modo, cuando decimos “ningún común sin comunidad” pensamos en cómo se crea una comunidad específica en la producción de relaciones mediante la cual se establece un común particular y se mantiene.
v. Los comunes requieren de reglas que indiquen cómo utilizar y cuidar la riqueza que compartimos; los principios rectores tienen que ser: un acceso igualitario, reciprocidad entre lo que se da y lo que se toma, decisiones colectivas y un poder que surja desde abajo, derivado de las capacidades probadas y con un continuo cambio de temas en función de las tareas requeridas. vi. Igualdad de acceso a los medios de (re)producción y la toma igualitaria de decisiones deben ser la base de los comunes. Es necesario destacar este aspecto porque históricamente los comunes no han sido excelentes ejemplos de relaciones igualitarias. A menudo se han organizado de un modo patriarcal, muchos comunes discriminan en función del género. En África, conforme va disminuyendo la porción de tierra disponible, se introducen nuevas reglas, prohibiendo el acceso a quienes no pertenecen al clan originario. Pero en estos casos las relaciones no igualitarias suponen el fin de los comunes, pues generan desigualdades, envidias y divisiones, permitiendo que algunos miembros de la comunidad cooperen con procesos de cercamiento.
Conclusiones
En conclusión, los comunes no son únicamente medios a través de los cuales compartimos de manera igualitaria los recursos que producimos, sino también un compromiso para la creación de elementos colectivos, un compromiso para fomentar los intereses comunes en cualquier aspecto de nuestras vidas. Los comunes anticapitalistas no son el punto final en la lucha para construir un mundo no capitalista, sino el medio para ello. Ninguna batalla por cambiar el mundo puede resultar victoriosa si no nos organizamos para tener un sistema de reproducción comunal, no sólo para compartir el tiempo y el espacio en reuniones y manifestaciones, sino para poner nuestras vidas en común, organizándonos en función de nuestras diferentes necesidades y posibilidades, y rechazando todo principio de exclusión o jerarquización.
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