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La fantasía de la individualidad. Sobre la construcción sociohistórica del sujeto moderno (III y final)

Almudena Hernando :: 30.09.19

Las diferencias de identidad de hombres y mujeres que caracterizan a la segunda etapa, lo que nos permite identificar la identidad femenina con los rasgos de la identidad relacional, y la identidad masculina con los de la individualidad dependiente. En esta etapa, la relación entre hombres y mujeres implica necesariamente una relación de poder, una relación de pareja y una heterosexualidad normativa.
Tal vez el pasado no pudo ser de otra manera y, en todo caso, no podemos cambiarlo, pero tenemos la obligación de pensar cómo queremos que sea un futuro que en este momento parece empezar a escapársenos de las manos. Hasta ahora, nuestra trayectoria histórica ha estado guiada por una lógica basada en una progresiva diferenciación entre la especialización de los hombres en la racionalización del mundo y la de las mujeres en la construcción de los vínculos que hacían posible la sensación de pertenencia imprescindible para que aquélla pudiera seguir aumentando. La importancia de esto no reside sólo en conseguir la igualdad entre hombres y mujeres, sino en que de otra manera el mundo estará dirigido por políticas diseñadas para máquinas cuando en realidad están transformando el destino de personas, y serán sostenidas por políticos afectados por miedos, inseguridades, narcisismos o fragilidades que no reconocerán y que, por lo tanto, intervendrán de manera determinante y descontrolada en sus decisiones. Si no se consigue revertir la dirección y el ritmo acelerado que este orden disociado (patriarcal) imprime al cambio social, existe el riesgo de diseñar políticas cada vez más alejadas de la realidad humana, de las verdaderas necesidades emocionales de los ciudadanos, de la capacidad de sustentación del planeta y de la paz social. Nunca como ahora ha sido tan necesaria una crítica (feminista) contra la disociación que define el poder que nos rige, por lo que seguramente nunca como ahora será tan combatida por el discurso social (patriarcal).

8. La fantasía de la individualidad II.

La actuación (inconsciente) de la identidad relacional por parte de los hombres

La conexión emocional con el grupo es una parte tan imprescindible de toda identidad humana que a la individualidad dependiente no le basta con externalizar su ejercicio a través de relaciones de género, sino que las propias personas que la encarnan actúan esa conexión a través de mecanismos inconscientes, no reconocidos en el discurso social. A demostrar este punto dedicaré este capítulo. Como dijimos al hablar de la identidad relacional, la adscripción de las personas a un grupo de pertenencia se visibiliza a través de una apariencia común: un Awá o un Q’eqchí no sólo son Awá o Q’eqchí porque hacen lo que hacen todos los demás hombres o mujeres de su grupo, sino además porque tienen la misma apariencia, porque parecen Awá o Q’eqchí’. Todos los grupos con identidad relacional uniformizan su apariencia como una estrategia más para neutralizar sus diferencias y para actuar constantemente la propia idea de que ellos no existen al margen del grupo. A medida que la individualización masculina iba constituyendo el trasunto identitario de sus crecientes posiciones de poder, eran las mujeres las que seguían manteniendo en mayor medida la apariencia que definía al grupo y lo diferenciaba de los demás, lo que permitía identificar sus áreas de procedencia. De hecho, la arqueología ha identificado relaciones exogámicas desde el Mesolítico, pero sobre todo en la Edad del Bronce, por
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La fantasía de la individualidad II. La actuación (inconsciente) de la identidad relacional por parte de los hombres
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las características de las vestimentas de algunas mujeres.1 Sólo tenemos que dar un salto histórico y situarnos en alguna zona rural del occidente europeo de la segunda mitad del siglo xix para recordar que los llamados trajes regionales seguían diferenciando más a las mujeres que a los hombres de grupos distintos. O, incluso, si pensamos en la «polémica del velo», constataremos que la uniformización en el vestir de poblaciones musulmanas actuales se asocia más con las mujeres que con los hombres, al menos cuando constituyen comunidades inmigrantes en países diferentes del propio, porque es en ellas, caracterizadas por una identidad más relacional, en quienes se hace recaer la identificación del grupo (Cobo, 2007; 2011). De esta forma, una mirada superficial a la apariencia de hombres y mujeres permite comprobar lo que el discurso social sostiene: en sociedades ajenas a la modernidad, sólo las mujeres mantienen la identidad relacional. Sin embargo, una mirada más atenta permite hacer una interpretación más compleja de la situación. Si adoptamos una actitud de arqueólogos y abandonamos el discurso social para analizar no lo que las personas dicen, sino lo que hacen, automáticamente quedan a la vista cosas distintas de las que se veían hasta ahora. Porque si miramos la apariencia de las personas en el mundo occidental, lo que vemos es que en la sociedad moderna quienes más uniformizan su manera de vestir, expresando con ello identidad relacional, no son las mujeres, sino los hombres con poder. Y, de hecho, cuanto más poder tienen, más uniformizan su apariencia. Si se buscan imágenes del Parlamento europeo o nacional, del congreso americano, del G-20, de Naciones Unidas o en la banca mundial, se comprobará que todos los hombres visten traje de chaqueta y corbata. Es el traje del poder. Es norma vestirlo en cualquier acto de expresión de poder social del tipo que sea —académico, económico o político—. Como ya vimos, la uniformización de la apariencia no sólo expresa, sino que además genera adscripción, en virtud de esa interacción bidireccional entre sujeto y objetos a la que me referí al principio. Pero lo que no debe olvidarse, sobre todo, es que la identidad opera sobre la base de combinar de manera compleja dos conjuntos cerrados de rasgos, los de las identidades
1 Entre otros estudios, puede citarse: Larsson (1988); Price et al. (2001: 601); RuizGálvez (1992: 220; 1996: 92); Wels-Weyrauch (1994); Jockenhövel (1990).
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relacional e individualizada; y que siempre que aparece un rasgo de uno de los conjuntos puede asumirse que están activos todos los demás que lo definen, porque la relación entre ellos es estructural y necesaria. En este sentido, una uniformización grupal de la apariencia constituye expresión de identidad relacional y, por tanto, se asociará necesariamente con el resto de los rasgos de ese conjunto, como la existencia de signos metonímicos o el sentimiento de impotencia y la necesidad de acogerse a la protección de una instancia superior, cuyos deseos es necesario satisfacer para sentir seguridad. Si los hombres con poder uniformizan su vestimenta es porque están activando el bloque o conjunto relacional, y si esto no es reconocido por ellos, ni por la sociedad, que ve (sin ver) esa uniformización, creyéndose/ los en cambio muy individualizados, es porque ellos actúan esa identidad relacional de manera inconsciente, es decir, negándola en sus vidas y en el discurso social que ellos mismos producen y en el que todos nos socializamos. De hecho, si observamos lo que hacen los individualizados hombres de la modernidad, comprobaremos que, a diferencia de las mujeres, han ido generando múltiples estrategias para construir identidades adscriptivas o relacionales a través de las cuales poder establecer conexiones emocionales con su grupo social: equipos de fútbol o deportivos en general, ejércitos, identidades nacionalistas, partidos políticos… Los hombres se vinculan con estos grupos no de forma racional, sino emocional; su pertenencia se asocia a una uniformización de la apariencia; existe una instancia idealizada en cuyo seno el individuo desaparece, porque es el sentido de pertenencia a ella el que reafirma la identidad (el club deportivo, la patria, la nación, el partido político, etc.); los signos que identifican a esa instancia son metonímicos (pisotear una bandera, o las siglas del partido, o una bufanda con los colores del otro equipo constituye una afrenta semejante a profanar la imagen de un santo para quien cree en la instancia sagrada que representa, porque en la identidad relacional la representación forma parte de lo representado). Cuanto menos se reconoce la importancia de la conexión emocional como mecanismo de seguridad personal, y por tanto menos energía, tiempo y esfuerzo consciente se dedican a conocer las propias emociones, más posibilidades hay de establecer relaciones desiguales
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de género y de construir este tipo de identidades relacionales inconscientes para generar el imprescindible sentimiento de conexión y pertenencia al grupo. Aunque últimamente las mujeres también han comenzado a integrarse, esos grupos de adscripción colectiva sirven para compensar el déficit de conexión emocional con el mundo de la individualidad dependiente y, por tanto, siempre han sido masculinos. De hecho, formar parte de sus filas implica asumir la lógica y el comportamiento socioemocional que durante nuestra trayectoria histórica ha caracterizado las necesidades de los hombres (con individualidad dependiente), y no de las mujeres. Esto no tiene relación con sus cuerpos sexuados, sino con el hecho de que las mujeres reconocen explícitamente su necesidad de conexión con el grupo y la actúan a través de múltiples canales que no utilizan los hombres con ese tipo de individualidad. Ahora bien, también hay hombres que no se identifican con grupos de ese tipo, lo que podría llevar a pensar que su individualidad no está basada en una fantasía. Y no lo estará, ciertamente, si escapando de la norma social y del modelo de individualidad dependiente (que autores dedicados a la masculinidad han denominado masculinidad hegemónica), dan tanta importancia e invierten tanta energía en los mecanismos de la razón como en los de la emoción.2 Pero dado que esto es muy poco frecuente, como más adelante veremos, lo que en general ocurre es que están utilizando estrategias menos obvias o visibles que la adscripción a un equipo de fútbol para garantizar su vínculo y su sentido de pertenencia. Una de estas particulares formas de adscripción, seguramente la menos consciente y reconocida de todas en tanto que es la más contradictoria con el discurso que proclama, es la inherente a la identificación con el (grupo de) poder, puesta en evidencia a través de la uniformización de la particular vestimenta del traje de chaqueta y corbata a la que me he referido ya. Resulta, en efecto, tan contradictorio lo que expresa el uniforme del poder (necesidad de un grupo de pertenencia) con el discurso de quien lo viste (potencia, superioridad, autonomía personal, triunfo, éxito, diferencia, etc.) que me parece necesario justificar históricamente lo que defiendo. Para ello volveremos a comenzar por el principio, allá donde el poder comenzó, en los lejanos tiempos de la prehistoria.
2 Véase nota 8 del cap. 1.
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Como vimos, la llamada «revolución de los productos secundarios» se asoció con la introducción del caballo, el buey y determinadas innovaciones tecnológicas, que marcaron la diferenciación definitiva entre las funciones que desarrollaban hombres y mujeres, así como su movilidad. Estas innovaciones permitieron la creación de redes comerciales y la interacción intercomunitaria de unos hombres que, de hecho, consideraban los bocados de caballo y los carros (asociados con la movilidad) como elementos de lujo en su ajuar de enterramiento. En ese momento también comenzaron a aparecer en algunos contextos europeos vasos de bebida alcohólica, que según Sherratt (1986: 6-7) se asocian con el carro por primera vez en la Cultura de Baden, en la zona danubiana, durante la primera mitad del tercer milenio (2700-2400 a.C.), y representan un nuevo estilo de hospitalidad vinculado con el aumento de los contactos interregionales entre hombres aún muy dependientes del mundo mítico, pero que ya utilizan las armas como instrumento y signo de poder. Se han definido sus dinámicas como «economías de bienes de prestigio», porque sus dirigentes compartirían conocimiento ritual y esotérico (dada la enorme importancia que tendría el mundo mítico y la instancia sagrada), además de bienes materiales, indicadores de su posición privilegiada (Rowlands, 1980; Kristiansen, 1982; Bradley, 1984: 63; Renfrew y Cherry, 1984; Ruiz-Gálvez, 1992: 226). Hacia el 2.500 a.C. comienzan a aparecer enterramientos individualizados de estos primeros jefes en toda Europa occidental. En general, constituyen intromisiones en tumbas megalíticas anteriores (que eran de enterramiento colectivo), y se asocian con un ajuar muy estandarizado y de lujo: junto con el cuerpo inhumado, aparecen las primeras puntas de flecha de cobre y los primeros adornos de oro (lo que demuestra su relación con el control de la metalurgia inicial, la diferenciación de riqueza y la aparición de un poder personal representado por las armas); brazales de arquero y botones de un diseño particular (con perforación en «V»), ambos de marfil (lo que demuestra el comercio con zonas lejanas y un tipo de vestimenta estandarizada); y por último, una cerámica de lujo, con mucha sofisticación decorativa, que se conoce como cerámica campaniforme (por la forma de campana invertida de uno de sus vasos típicos). Los análisis químicos indican que estos vasos sirvieron para contener bebidas alcohólicas y, en concreto, una mezcla de aguamiel, cerveza y vino de
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frutas (Sherratt, 1987: 96). Pues bien, curiosamente, este equipo tan estandarizado de ajuar masculino asociado con las primeras élites aparece distribuido, con pautas decorativas muy similares, desde Escocia hasta Sicilia y desde Portugal hasta Moravia (ibídem: 87). Es decir, paralelamente a la aparición de las primeras muestras de individualización masculina o, lo que es lo mismo, de alguna (pequeña) distancia emocional de algunos hombres respecto de sus grupos sociales, esos primeros jefes unifican la apariencia entre sí. Esto significa que en la misma medida en que se des-identifican de su propio grupo —y, en mi opinión, como condición para poder hacerlo—, pasan a identificarse con otro grupo, el de los hombres que tienen poder en su área de interacción socioeconómica, y lo hacen visible a través de su vestimenta y su cultura material. Diversos autores consideran que esto representa la aparición de ese «ethos masculino» que ensalza al varón guerrero y que se mantendrá durante toda la prehistoria y buena parte de la historia (Treherne, 1995: 108; Sherratt, 1981: 299). Ahora bien, este grupo de adscripción se define por la contradicción identitaria de quienes lo integran, a diferencia de lo que sucede con la vinculación al propio grupo social de procedencia. El grupo de los jefes está integrado por hombres que se sienten más fuertes y poderosos que el resto de su grupo de afiliación, razón por la cual no es posible que puedan ser conscientes (además de que, sin escritura, la identidad nunca es reflexiva) de que su nueva adscripción —al grupo de los jefes— está determinada por la impotencia que en realidad define su verdadera posición en el mundo, y no por la creciente potencia que sienten frente a él. De manera que como ya hemos visto en relación con el género, a medida que comienzan a diferenciarse posiciones de poder personal dentro del grupo, la identidad de los hombres que las encarnan comienza a disociarse en dos niveles: uno consciente, reflejado en el discurso social y caracterizado por porcentajes crecientes de identidad individualizada, asociada a la potencia; y otro inconsciente, y por tanto invisible para el discurso, que se caracteriza no sólo por una necesidad igualmente creciente de establecer relaciones desiguales de género, sino también por la adscripción relacional a nuevos grupos, a través de los cuales compensar la distancia emocional que es inherente al poder en el propio.
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Esta adscripción a grupos de pares de aquellos hombres que, por ocupar posiciones de poder, se iban individualizando (o viceversa), se repitió a lo largo de la prehistoria. Los objetos asociados con comida y bebida dedicados a la convivialidad y la confraternización de élites guerreras son, por ejemplo, típicos de los ajuares de los jefes guerreros de la Edad del Hierro (RuizGálvez, 1992: 227). Pero lo que es aún más interesante es que, al igual que el ajuar campaniforme de las primeras élites incluía unos botones de marfil muy estandarizados que indicaban una vestimenta común, el ajuar funerario de los jefes que dirigen la sociedad europea desde la Edad del Bronce suelen incluir de manera muy característica los llamados artículos de toilet. Se trata de un conjunto integrado por peines de bronce, cuerno o hueso, pinzas de depilar, navajas de afeitar, espejos y leznas de tatuaje, todo ello en bronce, que aparece aproximadamente a la vez durante el segundo milenio en toda la Europa central, meridional, septentrional y noroccidental, y se extiende al resto de los territorios en el Bronce Final (Treherne, 1995: 110). A juicio de Kristiansen (1984), crearían identidad social a través de la alteración de la apariencia corporal, definiendo a los jefes guerreros y a sus seguidores, es decir —traduciéndolo a los términos de este libro—, creando nuevas identidades relacionales expresadas en una apariencia común. Debe tenerse en cuenta que hasta la aparición de la escritura, la diferencia interpersonal no se construye a través de la mente, sino a través del cuerpo y de las acciones (Treherne, 1995), por lo que la apariencia corporal constituye una estrategia identitaria fundamental. Marisa Ruiz-Gálvez (1998, 2009) ha estudiado las dinámicas socioeconómicas surgidas en el Mediterráneo y en lo que hoy consideramos Europa como consecuencia del colapso de los palacios del Mediterráneo oriental en el siglo xiii a.C. Su caída obligó a una reorganización de las rutas comerciales, hasta entonces controladas por los palacios, que fue aprovechada por personas situadas en zonas estratégicas para servir de intermediarias entre Europa y el Mediterráneo. Una de estas zonas clave fue la actual Italia, cuya situación le permitía establecer y controlar, por un lado, rutas comerciales entre el centro/norte de Europa y el Mediterráneo oriental (a través de la ruta del ámbar) y, por otro, entre ambos extremos del Mediterráneo. El resultado es que en esa zona comenzaron a aparecer personas con un nivel de
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riqueza y de poder tal que las distinguía completamente del resto de la población, lo que, como es obvio, se traducía en rasgos de individualización. Pues bien, el ajuar que se asocia con estos primeros empresarios estaba integrado por vajillas de mesa, equipo de cocina (para la hospitalidad y la convivialidad) y elementos como la navaja de afeitar, asociados a códigos estéticos relacionados con el cuidado de la barba (Ruiz-Gálvez, 1998: 107). El poder se asociaba con una apariencia uniforme, que, además, exigía ya demostrar la condición de varón adulto (recuérdese que la barba también es el atributo con el que se representa a dios padre en el mito de legitimación europeo por excelencia). También resulta interesante observar la iconografía que aparece en las estelas del Bronce Final en el Suroeste peninsular (Galán, 1993), zona de incursión de comerciantes llegados desde el Mediterráneo oriental en esa misma época. Repartidas a lo largo de los cursos fluviales que permitían la penetración comercial hacia el interior, las estelas están decoradas con grabados, la mayor parte de los cuales presentan motivos masculinos asociados con la guerra y con el poder, como arcos, flechas, espadas, escudos, cascos, carros y, en un número muy elevado de casos, espejos (de bronce). Esto significa que la apariencia era una variable fundamental en la construcción identitaria de aquellos primeros guerreros y empresarios, lo que, lejos de ser anecdótico, resulta trascendental para entender el modo en que podían ir construyendo esa fantasía de individualidad. Al identificarse entre sí como pertenecientes al grupo de los poderosos y visualizar esa adscripción a través de su apariencia, compensaban el déficit de identificación con el grupo de procedencia que es inherente a la individualidad. Sólo podían abandonar la identificación con un grupo a cambio de adscribirse a otro. Las mujeres mantenían la identidad relacional dentro del grupo de una manera visible y consciente a través de los trajes regionales, mientras que los hombres actuaban esa misma identidad, pero a través de vínculos con hombres de otros grupos, de manera inconsciente y no visible para los miembros del propio, por lo que parecía que la sustituían por la individualidad. Cuanto más consciente y visible era su individualidad dentro del propio grupo, más inconsciente y negada era la identidad relacional que actuaban a través de vínculos con otros hombres en su misma situación. El traje de chaqueta y corbata sería la expresión más reciente de ese mismo
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mecanismo. Entre la prehistoria y la modernidad, todo tipo de identidades adscriptivas inconscientes ha permitido a los hombres construir su fantasía de creciente individualidad, facilitándoles la posibilidad de considerarse progresivamente autónomos y sin necesidad del grupo. Pensemos en los hombres que detentan el máximo poder económico o político en la actual sociedad occidental: banqueros, financieros, propietarios de multinacionales o primeras figuras políticas. En este momento dirigen el mundo, por lo que la percepción subjetiva que ellos tienen de su propio poder parece cualquier cosa menos una fantasía. Sin embargo, como ya dijimos, curiosamente son el grupo que más unifica su apariencia a través del traje de chaqueta y corbata, lo que indica, por tanto, su necesidad de adscripción a un grupo de pertenencia, el grupo del poder. Pero si este grupo actúa (sin saberlo) una identidad relacional, ¿cuál sería la instancia idealizada y protectora? Podría decirse que el dinero en unos y el propio poder en otros. En ambos casos, de conseguirlo y sostenerlo depende la autoestima, la confianza en uno mismo, la sensación de privilegio y diferencia respecto de los demás. Aunque esta creencia los obligue a colocarse en posición de objeto y a ser meros transmisores de los deseos de la llamada lógica del mercado o del entrecruzamiento de intereses de todo tipo, la sensación de distinción personal los hace sentirse tan privilegiados en comparación con los demás que no son conscientes de su sometimiento, así como no lo eran los cazadores-recolectores cuando interpretaban su mundo a través de la lógica de lo sagrado y se sometían a sus designios, sintiéndose los elegidos. Los deseos, que estos hombres con poder persiguen, pueden no tener ninguna relación con sus necesidades emocionales, a las que incluso es posible que desconozcan. De hecho, el grado de ese desconocimiento marcará la medida de su necesidad de pertenencia a esos grupos, porque sólo a través de ella, y de relaciones desiguales de género, se generará suficiente conexión emocional como para que puedan seguir manteniendo la fantasía en la que basan su individualidad. Hay situaciones en las que el tipo de estrategia utilizada resulta menos visible. Pondré el ejemplo de la comunidad científica y académica a la que pertenezco. El traje de chaqueta y corbata es prescriptivo en cualquier acto en que se dilucida el poder que lo rige, desde una tesis doctoral a la impartición de una conferencia
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de cierto nivel de importancia. Sin embargo, podría argumentarse con razón que sus integrantes no visten normalmente de ese modo (y que las jóvenes generaciones cada vez lo hacen menos), a diferencia de un banquero o de un político y, por tanto, que la identidad de sus representantes tal vez obedezca a dinámicas diferentes. Ciertamente el mundo académico presenta algunas diferencias respecto a los grupos de poder a los que nos hemos referido, dado que su especialidad es, precisamente, el uso del instrumento de la individualidad por excelencia: la razón. Pero precisamente por esto, es uno de los mundos que más trampas encierra en términos de identidad. La principal podría definirse como la idealización de la propia razón, porque la mayor parte del mundo académico está regido por una relación con el conocimiento que se construye en el nivel de la creencia, y no en el de la verdadera razón (Midgley, 2004). En un mundo que pretende definirse a sí mismo por el cuestionamiento constante, por la duda que impone la razón, no es fácil, paradójicamente, cuestionar el paradigma establecido, el pensamiento que rige el poder en cada disciplina. No es fácil ser crítico en el mundo académico, lo que contradice de hecho el discurso que sostiene. Como ya demostrara Kuhn (1971), es tan difícil cuestionar y desmontar las verdades científicas de cada época que su sustitución por otras constituye una verdadera revolución, tras la cual, sin embargo, vuelven a establecerse nuevas verdades en las que creer de nuevo. Y el problema no reside sólo en el contenido que en cada disciplina se valora como la verdad incuestionable en cada momento, sino en el propio valor de verdad con el que se identifica a la ciencia, como también señalamos al comienzo. En este momento, el principal mecanismo a través del cual se sostiene y refuerza la fantasía de la individualidad es la aplicación de los principios de la ciencia positiva o natural al estudio de las sociedades humanas. Existe una correlación positiva entre individualidad dependiente y positivismo, pues quien niega la importancia de la emoción en sus propios mecanismos de seguridad no puede ver cómo actúa esa dimensión en los fenómenos humanos que estudia, por lo que identifica lo humano con instancias no humanas o incluso con máquinas. Pero ya volveremos a ello. Retomemos ahora la cuestión de la apariencia en el mundo científico. Como decíamos, es cierto que los profesionales de la razón no suelen unificar su apariencia en la vida diaria, ya que
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su dedicación al mundo del pensamiento les hace sentir que son distintos entre sí en lo más profundo de su ser: su diferencia reside no en lo que hacen, sino en las ideas que generan, en su mente, en el núcleo de lo que constituye el yo (cogito ergo sum). Aunque existen verdaderos/as intelectuales, personas definidas por su capacidad crítica y con autonomía de pensamiento que no responden al modelo que voy a describir (y que no siempre pertenecen al mundo académico, dicho sea de paso), después de más de veinte años en la profesión, creo que la fantasía de la individualidad encuentra en este mundo a sus principales representantes. Porque la mayor parte de ellos, aunque actúen otra cosa, creen firmemente que su individualidad sólo se sostiene sobre la base de la diferencia de su pensamiento y el potencial creativo de sus ideas, creencia que comparte una sociedad que ve el mundo a través del discurso que ellos producen y que, por tanto, los reconoce y valora. Sin embargo, si volvemos a dirigir la mirada a la cultura material que rige la lógica de la apariencia física en el mundo académico, veremos que cuanto más idealiza una sociedad el conocimiento científico, paradójica, pero no sorprendentemente a esta altura del argumento, más símbolos religiosos y ceremoniales utiliza en la vestimenta de quienes lo representan. Ninguna otra profesión actual presenta el tipo de ropaje religioso y ritualizado que define a la llamada vestimenta académica. Integrada al menos por toga y birrete, se utiliza en todo rito de paso relacionado con los estudios estadounidenses, que idealizan la verdad de la ciencia positiva y de las corrientes sociobiológicas aplicadas al estudio de los fenómenos humanos. En España, aunque tiende a ampliarse el número de ceremonias en las que los profesores deben usarlas, siguiendo la tendencia a reproducir esquemas anglosajones, hasta hace poco se usaba sólo en las de máximo nivel y prestigio del mundo universitario, como la imposición de un doctorado honoris causa. Participar en una de sus ceremonias es reproducir un ritual antiguo, completamente codificado, donde togas, bucetas, puñetas y birretes recuerdan necesariamente la vestimenta clerical de la que proceden. El mundo académico es la institución por excelencia de la creencia mítica en el dios razón cuando no actúa como tal razón, sino como mera reproducción de fórmulas aprendidas y estrategias de poder, lo que impide poner en juego la distancia emocional que permitiría la crítica. La calificación de templos del conocimiento que suele dar
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la sociedad a las más prestigiosas universidades del mundo pone en evidencia la trampa a la que me refiero. Considerar el conocimiento racional como una instancia a la que se debe adorar expresa perfectamente la relación de identificación personal y por tanto acrítica que en general sostiene con él el mundo académico. A través del sentido de pertenencia a sus círculos de poder actúa una identidad relacional que no es consciente. Esa pertenencia reafirma a sus miembros y los hace sentir fuertes y privilegiados con respecto a los demás, porque son ellos los que tienen el secreto de la supervivencia, quienes creen conocer las verdaderas dinámicas del mundo develadas por la razón. Pero siempre que una persona siente que está en posesión de una verdad que la hace superior, que la convierte en elegida, está poniendo en juego el conjunto de rasgos relacionales. Y si esto sucede, su estrategia de supervivencia consistirá en conocer y satisfacer los deseos de una instancia ajena a sí mismo, lo que contradice la autonomía que pretende la individualidad de la que presume. En el mundo académico se llega a la máxima contradicción entre lo consciente y lo inconsciente, lo reconocido y lo invisibilizado, la búsqueda del poder y la profundización en el conocimiento. Porque al fin y al cabo, su especialidad es construir el discurso que sostiene nuestro orden social, por lo que, en general (para todo hay excepciones), llegan a ocupar las posiciones de poder quienes creen firmemente que ese discurso es verdadero, y actúan cotidianamente en sus propias vidas la disociación y la negación con las que se construye la fantasía de la individualidad. Por eso no es casual que a medida que se asciende en estas posiciones (y en todas las del poder, cualquiera que sea el tipo de que se trate) descienda el número de mujeres que las encarnan (Arranz Lozano, 2004; García de León, 2002, 2005; García de León y García de Cortázar, 1998, 2001). Tribunales, comités editoriales, comisiones de contratación van filtrando poco a poco, de manera tan inconsciente como efectiva, a quienes con mayor eficacia sostienen y reproducen el discurso. Y las mujeres, en general, no pueden, ni normalmente desean, sostener la fantasía sobre la que se construye. Centraremos en este punto fundamental el siguiente capítulo.

9. Individualidad dependiente e individualidad independiente

La individualidad dependiente
Podríamos resumir lo visto hasta ahora del siguiente modo: aunque en el comienzo de las trayectorias históricas la identidad de hombres y mujeres era igualmente relacional, poco a poco los hombres fueron adquiriendo rasgos progresivos de individualidad, en proporción correlativa al número de fenómenos que podían explicar racionalmente y controlar tecnológicamente. A medida que lo hacían, aumentaba la percepción de su diferencia dentro del grupo, y como consecuencia disminuía su identificación con él. Sin embargo, el ser humano no puede desconectarse de su propio grupo, porque en caso de producirse una verdadera autonomía se pondría en evidencia su impotencia real frente al poderoso universo en el que vive. De manera que, a medida que iban definiéndose por esos rasgos de individualidad y, por tanto, de potencia y capacidad de agencia, los hombres que asumían las posiciones de poder actuaban esa necesidad de vínculos a través de estrategias no reconocidas, negadas, que, en consecuencia, quedaban invisibilizadas en el discurso social: por un lado, el establecimiento de relaciones de género en las que las mujeres (que mantenían la identidad relacional que al principio caracterizaba a todo el grupo) se encargaban de garantizar el vínculo; y, por otro, la sustitución de los vínculos con el grupo de origen por los sostenidos con pares (de variado orden) dentro o fuera del grupo. La
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contradicción inherente al hecho de que ambas formas de identidad convivan en una misma persona es negada por los hombres con individualidad dependiente (y por el discurso social que pretende que puede existir la razón y el individuo autónomos), que sólo reconocen en ellos mismos la parte individualizada, pero no por ello deja de existir (véase figura 4).
Figura 4. Esquema-resumen de la individualidad dependiente identidad relacional individualidad dependiente hombres y mujeres en sociedades igualitarias. mujeres (en las demás sociedades hasta la modernidad)
Lógica del mito
Se da importancia a:
hombres (patriarcales)
Lógica de la historia
Se da importancia a:
Valor de la estabilidad y las permanencias
Valor de los cambios
Valor de la emoción Avance de la razón Importancia de los vínculos humanos Importancia de la tecnología es negado (pero es imprescindible) reafirma al grupo (se reconoce)
La conclusión, entonces, es que la identidad relacional está siempre activa en todas las personas en su máximo grado, porque es imposible prescindir del grupo si se quiere generar la idea de que se está seguro y se va a sobrevivir. A ella se añaden porcentajes variables de individualidad, modo de identidad que, a diferencia del anterior, es prescindible y puede darse en grados diversos, según cuál sea la posición de especialización o poder que ocupe cada persona. La individualidad dependiente puede entenderse entonces como un iceberg del que sólo es visible una pequeña parte, luminosa y brillante, que parece flotar y existir por sí misma haciendo frente a un océano adverso. Pero como un iceberg, la apariencia de flotar graciosamente sobre las aguas sólo puede construirse porque cuenta con un sustento inmenso, mucho mayor que la
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parte visible, que está oculto, hundido bajo la superficie y que, por tanto, no puede brillar con los rayos del sol, ni competir en tamaño y belleza ante quienes lo contemplan admirados desde la superficie de las aguas. La individualidad dependiente cree basar su seguridad exclusivamente en los mecanismos de la razón y el cambio (ciencia, tecnología), porque son los únicos que pone en juego de manera consciente. Esto explica que a medida que los hombres fueron controlando el mundo a través de estos mecanismos, dejaran de conceder importancia y de dedicar tiempo y esfuerzo a desarrollar los mecanismos de la emoción (vínculos, conexión), que, sin embargo, al ser imprescindibles, seguían poniendo en práctica de manera inconsciente. De este modo, el mundo emocional se fue convirtiendo para ellos en un agujero negro donde quedaban atrapadas sus necesidades, sus debilidades, sus inseguridades y sus temores, que reconocían (y por tanto podían aclarar) tanto menos cuanto más poder sentían a través de los mecanismos de la razón. De manera tal que cuando tenían (o tienen) alguna posibilidad de percibir algo de ese nivel, de ninguna manera podían (ni pueden) identificarlo con una fuente de seguridad y de potencia, sino de todo lo contrario. En su mundo emocional reside lo más temido y por tanto lo más negado: la prueba de su inseguridad en el mundo. De ahí que con este tipo de identidad los hombres sólo pueden sostener relaciones emocionales que no pongan en evidencia la contradicción, que no saquen a la luz lo que oculta la negación. Esto significa que estos hombres con individualidad dependiente (la llamada masculinidad hegemónica) sólo pueden sostener relaciones emocionales atravesadas de desigualdad, que siempre les devuelven una imagen asociada con el poder y la seguridad: con su mujer y sus hijos, pero también con empleados, alumnos, colaboradores o admiradores, que les permiten completar la fantasía permitiéndoles pensar que ellos sí dan importancia a su mundo emocional. El problema es que este sesgo de poder que tiñe sus relaciones emocionales constituye en sí mismo una trampa, porque al no confrontarlos con sus miedos, inseguridades, temores e impotencias no les permite conjurarlas, ni resolverlas, ni reconocer lo que verdaderamente necesitan o desean. Finalmente —y paradójicamente—, sostener ese tipo de poder (económico, político, académico o personal) los somete a dinámicas que en gran parte no eligen y que posiblemente no los
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satisfagan, pero que no pueden evitar porque les resulta necesario reproducirlas para seguir construyendo la fantasía de que son poderosos. Se trata de una trampa en la que el deseo y la energía se ven necesariamente orientados a sostener una apariencia que deja a un lado las verdaderas necesidades del ser, entre otras cosas porque ni siquiera son ya visibles para sí mismo. La individualidad dependiente está basada en un narcisismo que coloca a quien la encarna en el centro de todas las miradas, exigiendo un constante reconocimiento como condición para la seguridad, lo que pone de manifiesto la inseguridad que define su mundo emocional: la naturaleza no humana es explicada a través de dinámicas racionales y, por tanto, adquiere autonomía respecto de quien las piensa. Pero no sucede lo mismo con las dinámicas emocionales, a las que se hace girar siempre alrededor de uno mismo para compensar la falta de seguridad que en esa dimensión sienten los representantes de este modo de identidad: aquí el Sol tiene que seguir girando alrededor de la Tierra. Las dinámicas del mundo emocional son tan desconocidas para la individualidad dependiente como las de los rayos y el granizo para los cazadores-recolectores. Así que para explicarlas, se proyecta el propio comportamiento y se pone a funcionar el universo alrededor de uno mismo. El narcisismo, el egoísmo, el egocentrismo o como se lo quiera denominar, prueba siempre la inseguridad emocional de quien lo experimenta. Sólo se puede conceder autonomía a las dinámicas de los demás cuando se está suficientemente seguro del conocimiento y del control de las propias, y esto se aplica tanto a la razón como a la emoción. La ciencia social, como parte del discurso generado por quienes tienen ese tipo de identidad y por tanto el poder en el mundo académico, sólo ha visto la parte externa, brillante y atractiva del iceberg, ha identificado la individualidad dependiente con la individualidad a secas, y la ha asociado a la identidad desarrollada por los hombres en la historia. No ha podido ver la construcción tramposa que la sostenía porque quienes construyen el discurso no pueden ver esa parte (negada) en sí mismos. De ahí que los investigadores con individualidad dependiente identifiquen el conocimiento científico y verdadero con la ciencia positiva, equiparando el funcionamiento de la naturaleza humana con el de la no humana, lo que equivale a decir que ignoran el componente emocional. De esta forma, se repite, a la inversa, el mismo
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mecanismo utilizado por los cazadores-recolectores para generar sensación de seguridad: se proyectan las dinámicas de la esfera que brinda seguridad para explicar aquellas en las que se siente inseguridad, y se construye la fantasía de que se controlan ambas. Los cazadores-recolectores explicaban la naturaleza no humana proyectando la dinámica social. La ciencia patriarcal explica la dinámica social proyectando la dinámica de la naturaleza no humana. Para no permitir que se abra paso la inseguridad, se explican los fenómenos que no se controlan a través de las dinámicas de lo que sí se controla, en prueba manifiesta de la eficacia perfecta de los mecanismos de la identidad. Ahora bien, si la individualidad dependiente es el tipo de identidad en el que se sustenta el poder en la sociedad actual, y si las mujeres están accediendo en número creciente a esas posiciones, ¿podríamos decir que también las mujeres están desarrollando esta forma de identidad y logrando así la igualdad? Para responder a esta pregunta debemos retomar el proceso histórico y analizar la compleja situación a la que se enfrentaron las mujeres al llegar a la modernidad.
La individualidad independiente
Como hemos visto, todo el proceso histórico del mundo occidental, hasta llegar a la modernidad, se caracteriza por un aumento creciente de la división de funciones y la especialización del trabajo de los hombres, en una dinámica que, una vez establecida, fue potenciando a ritmo creciente su propia lógica. A medida que la complejidad socioeconómica fue mayor, la clave de la seguridad pasó a depositarse cada vez más en los cambios llevados a cabo por los hombres, lo que generó una dinámica de progresiva aceleración: a más complejidad socioeconómica, más individualización y por tanto más cambios, que a su vez producen más complejidad (no me detengo a juzgar los conflictos o las contradicciones inherentes a esos cambios desde el punto de vista económico o social). Véase figura 5.
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Figura 5. Esquema-resumen de la individualidad independiente individualidad independiente bastantes mujeres (desde la modernidad) algún hombre Valor de la emoción Avance de la «razón» Avance de la «razón» Importancia de la tecnología No se puede negar su importancia. se reconoce Reafirma al grupo se reconoce
Ahora bien, al llegar a la modernidad, el acelerado proceso de división de funciones y especialización del trabajo alcanzó un punto crítico, porque la mayor parte de los hombres ya ocupaba posiciones especializadas, lo que hacía que, por primera vez en la historia, la posibilidad de que las mujeres también desarrollaran trabajos especializados representara una ventaja para mantener la tendencia hacia el aumento de la complejidad. Por su parte, un creciente número de mujeres, pertenecientes a familias burguesas y educadas en la lectura y la escritura desarrollaban rasgos de individualización tan marcados que ya no podían encontrar en los conventos un contexto adecuado de expresión. A través de la razón, reclamaban la puesta en práctica de los principios igualitarios que la sociedad supuestamente guiada por ella decía defender.1 Pero esta pretensión comenzó a dejar en evidencia la fantasía en la que se fundamentaba un orden social que pretendía que la razón era el único instrumento de liberación y emancipación. Los hombres no podían permitir que las mujeres se relacionaran con el mundo a través de la razón no porque fueran incapaces de reconocer derechos que legítimamente las asistían (y que fueron aceptando paulatinamente, gracias a la esforzada lucha de algunas mujeres), sino, básica y esencialmente, porque si ellas dejaban de cumplir la función de sustento emocional que hasta entonces habían representado, ellos tendrían que reconocer que no les bastaba con la razón para sentirse seguros, y que sin los mecanismos de la emoción, sin un sentido de pertenencia y de vínculo, se sentirían perdidos.
1 Valcárcel (2008: 63) define el feminismo como «un hijo no querido» de la Ilustración.
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Tendrían que reconocer lo que hasta entonces habían negado, negación que había sido posible porque las mujeres habían cumplido para ellos esa función. Y no podían hacerlo, porque todo el orden social estaba construido sobre una lógica basada en esa negación, en la que ellos (y las mujeres) seguían socializándose. Esta contradicción explica que en la sociedad moderna sea relativamente abundante el número de hombres inteligentes y con poder que sostienen discursos racionales explícitos en favor de la igualdad con las mujeres mientras mantienen relaciones desiguales en su propia pareja, sin que sean conscientes de la contradicción que existe entre su discurso y su práctica. Como consecuencia, a partir de la modernidad, las mujeres se vieron crecientemente sometidas a una exigencia intrínsecamente contradictoria, que les solicitaba, por un lado, que se individualizaran —para mantener así la tendencia a la especialización y a la tecnologización del orden social—, y por otro lado que no se individualizaran —para que los hombres pudieran sostener sus propias posiciones especializadas y de poder—. En esta contradictoria exigencia seguimos hoy, lo que hace que para muchas mujeres resulte harto complicado sobrevivir con un cierto equilibrio mental, ya que el discurso sostiene una cosa, mientras una mayoría de los hombres que defienden con la razón ese mismo discurso siguen demandando, con la emoción, la contraria. Como hemos visto, a diferencia de los hombres, las mujeres no habían desarrollado gradualmente su individualidad en el mundo occidental. Sólo las pertenecientes a las élites habían desarrollado algunos rasgos, abortados socialmente a través de su derivación a conventos. Pero la mayor parte de las mujeres reprodujo el modelo normativo de socialización, transmitiendo a sus hijas una identidad (y por tanto unos deseos) especializada en el sostenimiento de los vínculos dentro del grupo. Los hombres, por su parte, paulatinamente dejaron de ser entrenados en esa capacidad, para especializarse en el desarrollo de la lógica racional formal. La diferenciación se fue transmitiendo a través de su socialización en formas de identidad crecientemente divergentes, que reproducían y potenciaban unos y otras. De esta forma, cuando al llegar a la modernidad las mujeres modificaron el rumbo que las había caracterizado a lo largo de la historia y comenzaron a individualizarse (desarrollando funciones especializadas asociadas con el pensamiento racional y el control
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tecnológico que hasta entonces sólo habían desarrollado los hombres), se vieron enfrentadas a un escenario social muy distinto al que había acogido el proceso de individualización gradual de los varones: porque, a diferencia de ellos, las mujeres no tenían quién se hiciera cargo de garantizarles el vínculo con el grupo, razón por la cual su individualidad no podía basarse en la fantasía de que la razón era la única clave de la seguridad. Ellas podrían desarrollar su individualidad-en-sociedad sólo a cambio de que lo hicieran solas, sin apoyo especializado, sin trampa ni cartón. Esto significa que las mujeres individualizadas, especializadas en la razón y la tecnología, se vieron obligadas a reconocer lo que sus compañeros masculinos negaban: que no es posible individualizarse si se abandonan los vínculos con el grupo, la conexión emocional. Que sólo sintiéndola, la vida puede comenzar a ser pensada, porque son los vínculos y no la razón los que la dotan de sentido. Que es sentir lo que da sentido. De otra manera, la sensación de soledad y de esfuerzo no compensado se apodera de uno/a mismo/a, y no existe ningún motor que permita arrastrar la pesada carga en la que se convierte el vivir. La individualidad es una forma de identidad que somete a la persona a una exigencia permanente porque, como vimos, se basa en el cambio y en la necesidad de definir constantemente los deseos que identificamos con el yo. Está hecha de ansiedad, de búsqueda, de inestabilidad, de imparable e inevitable transformación. Es una carga demasiado pesada para poder llevarla en soledad. No se puede. Hace demasiado frío en ella, porque pone al ser humano desnudo frente a todo el universo. Es necesario compensarla con la estabilidad de las permanencias, con la referencia que constituyen los vínculos, con el calor y el abrigo de las emociones. No es posible engañarse, construirse ninguna fantasía cuando realmente quedamos enfrentados al mundo sin que nadie se encargue de abrigarnos y de escondernos su verdadera dimensión. De esta manera, las mujeres se encontraron enfrentadas a una situación muy diferente a la que caracterizaba a los hombres, porque ellas tenían que ser conscientes de que sólo esforzándose por mantener los vínculos podrían desarrollar una función especializada, sólo dando importancia a la emoción podrían desarrollar la razón, sólo manteniendo la identidad relacional podrían desarrollar la identidad individualizada. El iceberg no tenía otro remedio que reconocer el enorme peso que hay que arrastrar
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para poder brillar en la superficie. Esto es lo que llamo individualidad independiente, porque no cuenta con apoyo externo para construirse. No se engaña, no se basa en relaciones de poder o desigualdad, no niega lo que necesita, pero paga un precio muy alto para construirse, porque exige ser consciente de la contradicción inherente al sentimiento de seguridad en la modernidad, esa contradicción que la individualidad dependiente niega y oculta. La individualidad independiente consiste en conjugar de manera consciente un máximo porcentaje de individualidad y uno máximo de identidad relacional, concediendo la misma importancia a ambos. Deriva de la percepción de la seguridad, la fuerza y la potencia que genera la comprensión racional de las mecánicas del mundo, a la vez que de la que generan los vínculos humanos, poniendo energía, tiempo y dedicación en las dos. Se construye sobre la aceptación de que sólo mediante el reconocimiento de su impotencia esencial puede el ser humano adquirir algo de poder. ¿Cómo compaginar tan aparente contrasentido? Sólo puede hacerse entendiendo y aceptando la contradicción en la que se basa. La individualidad independiente sume a la persona en una contradicción cotidiana, constante, inevitable, porque vive de manera consciente, sin delegar en nadie, tanto el conjunto de rasgos de la identidad relacional como el de la identidad individualizada. Y así, por un lado, se dedica a actividades recurrentes centradas en espacios conocidos, como son todas las domésticas, donde el tiempo es cíclico, el cambio no se busca y el espacio constituye el parámetro dominante en la ordenación de la realidad; y, por otro lado, se dedica a actividades profesionales, que exigen un cambio constante y en las cuales, por tanto, el tiempo es el parámetro de orden fundamental. En ella, la persona se percibe a sí misma, por un lado, como un yo construido a través de los cambios buscados y logrados en la vida, pero, por otro, se siente perdida si no se percibe como parte de una red de relaciones. De ahí que la maternidad siga siendo aún una estrategia de reafirmación identitaria irrenunciable para muchas mujeres, por más individualizadas que estén; o que su autonomía intelectual deba ser complementada con relaciones de mucha intimidad (con parejas o con amigas). Es la misma contradicción que explica que una mujer pueda sentirse sujeto en las relaciones que establece, segura de su capacidad de acción y decisión, de su agencia y su potencia, y que al
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mismo tiempo se coloque sistemáticamente en una posición de objeto, vistiéndose y maquillándose para ser deseada o depilándose y tiñéndose para parecer joven, porque no sólo necesita ser considerada inteligente, sino también guapa. O la que lleva a muchas a no poder evitar que sus problemas emocionales interrumpan incontroladamente su concentración en el trabajo, cuando a muchos hombres el trabajo les sirve, precisamente, para escapar de los problemas emocionales. ¿Y qué decir de ese constante conflicto en el que se debaten estas mujeres entre dar prioridad a sus propios deseos, o a los deseos de aquellos que constituyen los términos de relación de su identidad relacional (sus padres, maridos, hijos)? Su resolución suele implicar culpas y ambivalencias nunca experimentadas por la individualidad dependiente, que tiene clara la prioridad de su propio deseo, por lo que se coloca siempre, sin dudas ni culpas, en posición de sujeto. En la figura 6 destaco varios de los términos más comunes en esa contradicción.
Figura 6. La individualidad independiente combina, en una misma persona, los contradictorios rasgos de la identidad relacional y de la individualidad individualidad independiente identidad relacional: su núcleo se sitúa en las relaciones que se establecen identidad individualizada: su núcleo se establece en el «yo» El cambio se valora negativamente: actividades recurrentes El cambio se valora positivamente: actividades especializadas El espacio constituye el eje más visible de ordenación de la realidad El tiempo constituye el eje más visible de ordenación de la realidad. No se siente poder frente al mundo Se siente poder frente al mundo La confianza en el destino y en la supervivencia se deposita en un hombre con el que se establece una relación dependiente y subordinada La confianza en el destino y en la supervivencia se deposita en la iniciativa y en el trabajo personal Seguridad basada en la confianza de haber sido elegida por un hombre: posición de objeto Seguridad basada en ser el agente de la acción que se controla: posición de sujeto No se generan deseos para una misma, sino que se está pendiente de averiguar y satisfacer los del hombre del que procede la seguridad La identidad personal se manifiesta a través de la conciencia de los deseos particulares y de la capacidad de su satisfacción + + + + + + +
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Muchas de las mujeres que experimentan estas contradicciones las viven en términos de incapacidad personal cuando son inherentes al tipo de individualidad que las caracteriza en la modernidad. No es posible escapar de ellas. De hecho, son la condición de la forma de identidad más potente que existe, porque sitúa al ser humano en el reconocimiento de lo que verdaderamente es, permitiéndole aceptar que sólo reconociendo la debilidad se puede tener fuerza, sólo reconociendo la impotencia se puede alcanzar verdadero poder, sólo reconociendo la dependencia de los demás se puede ser independiente, sólo conociendo los miedos se pueden desvelar los deseos, sólo sintiéndonos parte de una red de interacciones se puede definir nuestra particularidad, sólo reconociendo el deseo de los demás en los mismos términos que los nuestros se pueden construir la autonomía y la igualdad. La individualidad independiente constituye el tipo de identidad más potente que existe, porque permite (y obliga a) desarrollar todas las capacidades y potencialidades de lo humano, tanto relacionadas con la razón como con la emoción. Y así, dotada de todos los instrumentos, permite desarrollar la fuerza suficiente para reconocer la verdad: que el universo nos supera, y que sólo vinculándonos con la comunidad a la que pertenecemos podemos sentirnos fuertes; que no es posible sentir fuerza, ni seguridad, ni poder si estamos solos, que la individualidad es sólo una fantasía. Pero el precio por encarnar este modo de identidad es alto, porque pasa por asumir la contradicción como condición inevitable. El sufrimiento psíquico que provoca suele verse incrementado, además, por la dificultad que tienen muchas mujeres para establecer relaciones de pareja, pese a ser tan conscientes de su necesidad de vínculos: dado que la mayor parte de los hombres sigue desarrollando, en una u otra medida, formas de individualidad dependiente, cuanto más individualizada esté una mujer más dificultad tendrá para encontrar una pareja. Ellos seguirán prefiriendo a las mujeres que siguen dando clara prioridad al conjunto relacional (aunque tengan trabajos especializados y educación superior, y, por tanto, un cierto grado de individualidad). Ésta es, en mi opinión, la situación actual de muchas parejas que se perciben como igualitarias porque ambos tienen trabajos especializados, pero que en realidad no lo son. En ellas las mujeres duplican las tareas, asumiendo no sólo la responsabilidad en
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esos trabajos, sino también en el sostenimiento de las emociones y los vínculos de los dos, mientras ellos siguen concentrando sus energías exclusivamente en las funciones sociales especializadas, relacionadas con la razón y el poder. La relación de igualdad exige que ambas partes vivan por igual la contradicción y la riqueza de la individualidad independiente, lo que aún es difícil y se da en escasas ocasiones. Ahora bien, para construir realmente una individualidad independiente es necesario entender las trampas del discurso social, entender en qué consiste la negación en la que se funda y dejar de creer en la verdad que predica. Y esto es mucho más complicado de lo que pueda parecer, pues todos somos orden social, dado que nuestra subjetividad se construye, desde que nacemos, a través de sus mandatos, de manera que, en un grado u otro, el modo en que entendemos el mundo está modelado por ese régimen de verdad. De hecho, yo diría que el estado en el que actualmente se manifiestan las contradicciones de la individualidad independiente sigue obedeciendo en la mayor parte de los casos a las exigencias relacionales del discurso patriarcal. Es decir que lo que la mayor parte de las mujeres está viviendo contradictoriamente en el momento actual obedece aún a la propia contradicción en que ese orden las sitúa (reclamándoles que corran en dos direcciones opuestas al mismo tiempo), y no a la contradicción inherente a la individualidad independiente. Me refiero, por ejemplo, a la creciente sexualización y objetivación de las mujeres que Walter (2010) observa en el mundo anglosajón (pero que cabría hacer extensiva a todo el mundo occidental), conseguidas gracias a la participación entusiasta de muchas mujeres que lo consideran producto de su propia liberación sexual (sin advertir que los hombres no se colocan en la misma posición); o al hecho de que muchas mujeres muy individualizadas sigan centrando en el establecimiento de una pareja, tanto más improbable cuanto más individualizadas estén, la única posibilidad de dar satisfacción a los vínculos emocionales que exige su parte relacional. Muchas mujeres individualizadas y heterosexuales viven, en efecto, como una falta social (y por tanto subjetiva) inadmisible la ausencia de pareja, lo que puede colmarlas de ansiedad y de la sensación de estar incompletas si no la tienen. A través de todo tipo de mecanismos el discurso social les transmitirá —y ellas llegarán a creerlo, porque la fuerza de ese discurso reside en que se constituye en verdad— que no saben
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amar o establecer relaciones si no tienen una pareja, presionándolas/se así para que la establezcan, aunque sea en términos insatisfactorios. Y si la tienen, y además tienen una familia, tal vez puedan sentir que no son suficientemente buenas madres o esposas, porque distraen tiempo y atención para sus actividades profesionales. Pero tampoco en relación con éstas conseguirán una buena calificación, porque si no parten de una lógica disociada, serán consideradas demasiado emocionales, insuficientemente dedicadas al trabajo o incapaces de comprender con suficiente precisión científica las verdaderas dinámicas, exclusivamente racionales, que rigen el mundo. Sin embargo, la pareja —que es la norma de relación de un orden basado en la disociación (necesita dos términos complementarios para construirse)—, es sólo una de las posibilidades de establecer los vínculos emocionales y la pertenencia al grupo cuando ese orden se pone en cuestión. De hecho, en amistades profundas puede encontrarse una fuente de vínculo, compañía y apoyo emocional mayor que los ofrecidos por muchas parejas,2 pero una gran parte de las mujeres no pueden contemplar la alternativa como algo deseable porque siguen viéndose a sí mismas a través de la mirada del discurso social. De hecho, la construcción de fuertes lazos emocionales e intelectuales es fundamental en este modo de identidad, pues no resulta fácil entender la decepción que una sociedad regida por la lógica de la individualidad dependiente puede generar en quienes viven la vida a través de la individualidad independiente. Estas personas (mujeres sobre todo, por lo que llevamos visto, pero también algunos hombres) se ven obligadas a interactuar constantemente en dinámicas regidas por apariencias sostenidas en contradicciones negadas. Para ellas, la vida social parece una constante representación teatral, como si se tratara de una salida a escena cotidiana donde se sigue un cierto guión que, entre bastidores y cuando se vuelve a casa, se sabe fantasioso y no ajustado a la vida real. De ahí que la perplejidad las invada cuando comprueban que el discurso social en el que todos nos
2 Giddens (1987: 114 y ss.) definió la amistad como la única relación pura, no motivada por interés ni sometida a ninguna obligación, cuya única recompensa es la relación en sí. No hago alusión en el texto a las relaciones sexuales porque parece claro que no es necesaria una pareja estable para poder sostenerlas.
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socializamos dice que la verdad es ese guión y no lo que ocurre cuando se llega a casa; cuando dice, por ejemplo, que los hombres con individualidad dependiente y las mujeres con individualidad independiente tienen las mismas oportunidades de alcanzar el poder político, económico o académico, aun cuando es evidente que los hombres que lo alcanzan suelen depositar la responsabilidad de su mundo emocional en las mujeres que los acompañan (lo que les permite dedicar la mayor parte de sus energías, de su tiempo y su concentración a sus trabajos especializados); que las mujeres son más emocionales y débiles que los hombres, por el hecho de que éstos muestran fragilidad e inseguridad sólo cuando retornan a casa; o que las mujeres son más dependientes que los hombres cuando es generalizada la enorme dificultad de los hombres para vivir en soledad y la frecuencia con que mujeres con individualidad independiente se ven obligadas a afrontarla, etc. La experiencia de nuestras propias vidas nos dice a todos nosotros que ninguna de esas declaraciones es verdadera, y sin embargo seguimos reproduciéndolas como si lo fueran, lo que muestra que la verdad en la que cree una sociedad puede ser contraria a la propia experiencia vivida sin que de ello se derive su puesta en cuestión, porque aprendemos a entender el mundo de una cierta manera, que es la que rige el poder del orden social al que pertenecemos. Ello explica que quienes ponen en cuestión el discurso, porque no pueden sostener la negación que lo construye, necesiten establecer fuertes alianzas entre sí, tejidas a través de serios compromisos intelectuales y emocionales. De otra forma, el desconcierto, la confusión y el sufrimiento se apoderarían de ellas, como de hecho sucede con tantas mujeres (y con algunos hombres, desgraciadamente muy escasos) que siguen valorando el desajuste entre su modo de ser y la lógica del poder como un problema personal de ellas, basado, en general, en alguna insuficiencia. De ahí que quien aún no ha podido construir esa red de apoyo, ni ha entendido la trampa en la que se funda la individualidad dependiente pueda sentir cierta envidia por los hombres que ostentan posiciones de poder desde ese modo de identidad. Todo parece mucho más fácil si se es (ese tipo de) hombre: no hay conflictos ni culpas en perseguir los propios deseos, que de esa forma parece mucho más fácil satisfacer; además, al dedicar casi toda la energía al trabajo y la razón se tienen muchas más
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posibilidades de alcanzar altas posiciones de éxito y poder y, por si fuera poco, siempre se encuentra a alguna mujer dispuesta a cuidar, entender y sostener el propio e insondable mundo emocional y (aunque esto empieza a compartirse) a hacerse cargo (al menos a hacerse más cargo) de las tareas relacionadas con los hijos y el hogar. Es inevitable haber envidiado esto alguna vez. Pero la envidia se desvanece cuando se comprende que las contradicciones de esos hombres se diferencian básicamente de las que tienen las mujeres individualizadas en que no son reconocidas por ellos, no en que no existan, por lo que tienen muchas menos posibilidades de aclararse. Y si se mira la forma de identidad de esos hombres a través de la luz que entra cuando se retira el tupido velo del discurso en el que nos socializamos (el discurso patriarcal), se observa que se ven constantemente sometidos, como vimos, a deseos que no eligen porque necesitan identificarse con las dinámicas (de poder) que les dan seguridad, que en general no pueden satisfacer sus íntimas necesidades porque las desconocen, que en la mayor parte de los casos sólo pueden alejarse de una pareja disfuncional cuando encuentran otra que la sustituya porque no son autónomos emocionales, o que su necesidad de sostener relaciones desiguales les impide dejarse transformar por la rica y profunda interacción con iguales. La envidia se desvanece en el momento en que se observa lo que actúan esos hombres, y no lo que el discurso patriarcal dice que es la individualidad desarrollada por los hombres con poder. He insistido en que también existen hombres muy individualizados que no presentan ese esquema dependiente de identidad y buscan escapar de la norma que les impone el orden disociado (la llamada masculinidad hegemónica), porque son conscientes del valor de los vínculos y las emociones, y de la riqueza que supone vivirlas activa y conscientemente. Sin embargo, son muy escasos aún, dado el coste que implica asumir las contradicciones en las que se basa, y la facilidad que siguen teniendo para encontrar mujeres más especializadas que ellos en el mundo emocional. De hecho, el cambio es aun más difícil de lo que parece, porque cuando algunos de ellos advierten el nivel de enriquecimiento personal que implica conocer y gestionar sus propias emociones, su éxito con las mujeres que buscan un mayor nivel de igualdad es tal que ese cambio felizmente iniciado puede interrumpirse y convertirse en una trampa narcisista que no les permita llegar a librar la costosa lucha que es inherente a la construcción de una verdadera individualidad independiente. El porcentaje de los que realmente quieren llevar hasta el final las difíciles (pero enriquecedoras) implicaciones de este modo de identidad es, por tanto, ciertamente reducido. De modo que la individualidad independiente es una forma de identidad excepcional en los hombres, y, de hecho, aún escasa entre las mujeres. En este momento, nos encontramos con toda una serie de modalidades transicionales entre las identidades convencionales de género (individualidad dependiente en los hombres e identidad relacional en las mujeres) y la individualidad independiente. En ninguna otra coyuntura histórica se ha dado la misma diversidad, porque ningún otro orden socioeconómico se define por el ejercicio de funciones especializadas, tanto por parte de los hombres como de las mujeres. Pero para repasar brevemente la situación actual resulta necesario recurrir nuevamente a los conceptos de sexo y de género, y a la valiosa información que nos aportan nuestros queridos y más cercanos parientes evolutivos, los bonobos.

10. A vueltas con el sexo y con el género

Sobre el género
Como hemos visto, la identidad de hombres y mujeres ha cambiado a lo largo de nuestra historia. Podrían señalarse tres etapas en su transformación: a) una primera (sociedades cazadoras-recolectoras) en la que los dos sexos se caracterizarían por la identidad relacional; b) una segunda (sociedades premodernas caracterizadas por la jerarquización social y, en la modernidad, la mayor parte de las parejas) en la que los hombres tendrían individualidad dependiente con distintos grados de individualización y las mujeres identidad relacional, y c) la tercera etapa (que sólo puede darse en la modernidad, pero que es aún muy infrecuente), en la que algunas mujeres y excepcionalmente algún hombre han desarrollado la individualidad independiente. Pues bien, si retomamos ahora la categoría de género, cuya definición analizamos en el capítulo 2, podríamos decir que se ajusta típicamente a las diferencias de identidad de hombres y mujeres que caracterizan a la segunda etapa, lo que nos permite identificar la identidad femenina con los rasgos de la identidad relacional, y la identidad masculina con los de la individualidad dependiente. En esta etapa, la relación entre hombres y mujeres implica necesariamente una relación de poder, una relación de pareja y una heterosexualidad normativa. A su vez, la primera etapa implicaría heterosexualidad normativa para garantizar la
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complementariedad de funciones, pero no necesariamente relación de poder (aunque posiblemente sí de prestigio), ni relación de pareja como única forma de relación entre hombres y mujeres (según indican muchos estudios etnológicos, de acuerdo con los cuales el concepto de familia puede presentar acepciones muy distintas). Respecto de la tercera etapa de individualidad independiente, la relación entre las personas no exige heterosexualidad normativa u obligatoria, ni necesariamente relación de pareja (aunque por supuesto ésta es una de las formas que puede adoptar la relación), ni (sobre todo) implica relación de poder. Lo que Money y Stoller identificaron inicialmente con género y con identidad de género correspondía a una situación concreta de la segunda etapa: aquella en la que se encontraban las identidades de hombres (con individualidad dependiente) y mujeres (con identidad relacional) de la clase media norteamericana de las décadas de 1950 y 1960, cuando las diferencias en sus respectivos grados de individualización eran máximas y muy generalizadas (había muchos más hombres muy individualizados que en el siglo xix, por ejemplo). Esto quiere decir que el contenido que esos autores dieron a la identidad de género no puede extrapolarse a otros momentos históricos, ya sea dentro de la segunda etapa, como, sobre todo, de las otras dos. Si no se tiene precaución a este respecto, es posible que se incurra en el error de considerar femeninos rasgos que también caracterizan, por ejemplo, a todos los cazadoresrecolectores y a todos los hombres escasamente individualizados de cualquier periodo histórico o en la cultura actual. O considerar masculinos los rasgos de individualidad que, como hemos visto, también las mujeres de la modernidad ponen en juego. En este sentido, creo que el uso del concepto de género puede entrañar el riesgo de naturalizar las identidades que el orden patriarcal asocia con los hombres y las mujeres, convirtiéndose así en un instrumento perverso a través del cual perpetuar su lógica; es decir, dado que el género hace referencia a rasgos distintos asociados a hombres y mujeres, puede tener el efecto de confirmar que la individualidad dependiente es la forma natural de ser hombre, y la identidad relacional la de ser mujer, tal y como siempre ha pretendido el discurso social. Decir, por ejemplo, que un hombre es muy femenino porque se distingue por su sensibilidad o su capacidad de empatía, y que una mujer es muy masculina porque exhibe clara ambición de poder, lejos de mostrar que la sociedad
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se va igualando, sigue transmitiendo la idea de que el poder es un atributo propio de los hombres, mientras que la emoción lo es de las mujeres. Y de esta forma, sigue reproduciéndose un discurso en cuya base subyace la idea de que hombres y mujeres están en el lado equivocado cuando desarrollan esos rasgos de personalidad e identidad que en realidad son sólo naturales en el otro sexo. Es por esta razón que considero que el concepto de género debe utilizarse con precaución, como una forma de hacer referencia a las identidades complementarias y desiguales de hombres y mujeres de la segunda etapa, pero sin hacerlo universal para todos los hombres y mujeres. Por la misma razón, me opongo al uso de conceptos como «tercer género» (Herdt, 1994), o, en general, a la identificación de la categoría con un conjunto cerrado de rasgos del tipo que sea. Por último, coincido en que la categoría de género es indisociable del orden patriarcal, aunque, por todo lo dicho, dudo de su pertinencia en la primera etapa y estoy definitivamente en contra de su uso en la tercera. Imaginar una sociedad no patriarcal implica imaginar una sociedad sin géneros, pues sólo puedo pensar en dos formas sociales no patriarcales: a) aquella en la que todas las personas den importancia y puedan desarrollar conscientemente los mecanismos basados en la razón y en la emoción, en la individualidad y en la identidad relacional (es decir, en la que todas las personas se caractericen por la individualidad independiente), o b) aquella, derivada de ésta, en la que una vez que el discurso social haya reconocido que ni la razón ni la emoción corresponden a ninguna esencia propia de hombres o mujeres, puedan darse relaciones entre ellos de distinta índole, que sean juzgadas del mismo modo por la sociedad. Es decir, aquella en que se juzgue igual a una mujer que a un hombre que dedique más tiempo al trabajo que a sus hijos, que muestre explícitamente sus emociones y sus afectos, que tenga ambición de poder, o que elija dedicarse a cuidar a la familia en lugar de desarrollar tareas profesionales. En ambas formas sociales se habrá roto la identificación de las mujeres con una norma social y la de los hombres con otra, junto a la amenaza del castigo que pende sobre ambos si la rompen. Y en ambos casos, el género habrá dejado de existir. Queda aún un largo camino hasta llegar a ese punto, si es que puede llegarse alguna vez, aunque algo comienza a removerse. Para analizar la situación es necesario, sin embargo, introducir un
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elemento que las sociedades premodernas no consideraban porque el orden patriarcal naturalizó una única opción, negando la posibilidad de existencia a todas las demás: la orientación sexual.
Sobre la sexualidad
Como vimos, la complementariedad de funciones entre machos y hembras en la que se basó la ordenación social desde el comienzo de Homo debió de ser necesaria para sacar adelante a una prole tan dependiente y frágil como la que caracteriza a nuestro género. Esa complementariedad puede explicar que la heterosexualidad se fuera imponiendo como norma social y que, a medida que la individualización masculina (dependiente) avanzaba, el discurso social insistiera en considerarla ley natural para garantizar el sostenimiento de la fantasía en la que se basaba. A su vez, la relación de pareja se fue convirtiendo en la norma por razones de índole económica, social e identitaria, por todo lo cual la pareja heterosexual estable acabó por considerarse el núcleo natural sobre el que se asentaba la sociedad. Pero, como ya dijimos al hablar de los bonobos, la sexualidad humana no está orientada sólo a la reproducción, porque si así fuera la naturaleza no habría renunciado al mucho más eficaz sistema (heterosexual) de la llamada del celo. Si lo hizo, debilitando la fuerza de esa llamada, debió ser porque lo que se ganaba compensaba el cambio. Y lo que se ganaba pudo ser, como vimos, un aumento de la comunicación que potenciara la cooperación del grupo, lo que no exige ninguna orientación sexual específica. Los bonobos se relacionan hetero- y homosexualmente (podríamos decir que son todos bisexuales) porque su sexualidad es el principal mecanismo de cimentación social, no de división ni de clasificación social, sino de construcción del grupo como tal. Este carácter no pone en riesgo la reproducción del grupo y aumenta la cooperación dentro de él. Es muy probable que ésta fuera también la base natural de la que partiera Homo, y que la heterosexualidad haya sido una norma impuesta culturalmente por la necesidad de atender a crías que, a diferencia de las de los bonobos, son extremadamente dependientes. Por eso, en el momento en que esta complementariedad deja de ser necesaria (lo que ha sucedido en
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la modernidad), la norma de heterosexualidad obligatoria deja de tener sentido y quedan abiertas todas las posibilidades de orientación sexual. Las evidencias antropológicas y arqueológicas permiten pensar que esa complementariedad (no necesariamente en términos de pareja monógama, sino de distribución de funciones entre hombres y mujeres) y, como consecuencia, la heterosexualidad, pudieron ser generalizadas en el comienzo de las trayectorias históricas. Sabemos, sin embargo, que a lo largo de la historia y en casi todas las culturas han existido claros ejemplos de afectos y sexualidades orientados hacia el propio sexo. A veces, cuanto más misógina era la cultura, más legitimada estaba de hecho la homosexualidad masculina, mientras que la femenina, por obvios motivos (relacionados con las dinámicas de poder) encontró muchos más problemas para expresarse. En todo caso, cualquier tipo de homosexualidad escapaba siempre a la norma en la que se asentaba la construcción social, que definía el núcleo socio-reproductivo del grupo, por lo cual, aunque en culturas diferentes a la nuestra se legitimaba a veces a través de lo que algunas autoras han denominado «tercer género», o se aceptaba en condiciones simultáneas a las heterosexuales (Krige, 1974; Kelly, 1976; o en el mundo clásico), la norma en el mundo occidental y en la mayor parte de las demás culturas ha sido sólo una: la de la heterosexualidad. Ahora bien, cuando en la modernidad las mujeres comenzaron a desarrollar trabajos especializados rompieron la norma de la complementariedad, lo que tornó innecesaria la norma heterosexual que garantizaba su cumplimiento. Y de este modo puede explicarse la recuperación de aquella función natural de comunicación y con ello de libertad de orientación que comprobamos crecientemente en la sexualidad de la sociedad actual. Este hecho es tan nuevo y tan propio de la modernidad como la especialización del trabajo de las mujeres, pero, al igual que en ese caso, su sola presencia no debe considerarse sinónimo de resistencia al orden patriarcal. En la modernidad la pareja monógama sigue siendo el modelo de organización claramente dominante, porque la socialización y todo el sistema económico y social siguen regidos por el orden patriarcal. A diferencia de lo ocurrido en fases previas, los dos miembros de una pareja
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pueden tener no sólo el mismo grado de especialización en sus trabajos, sino incluso el mismo sexo, sin que, sin embargo, la lógica patriarcal se altere sustancialmente por ello. Me explicaré. Si hacemos un recuento de las posibilidades conocidas en nuestros propios entornos, veremos que ahora —además de las parejas tradicionales puras que definió Money—, el panorama social es mucho más flexible. Es frecuente, por ejemplo, encontrar relaciones en las que tras una apariencia de igualdad (porque ambos trabajan y tienen aparente autonomía económica y de deseos, y porque ya hay rasgos más mixtos en ambas partes —algo de identidad relacional en ellos, bastante individualidad en ellas—), se sigue escondiendo una mayor especialización de las mujeres en la identidad relacional y de los hombres en la individualidad dependiente, lo que somete a las mujeres a una doble y extenuante exigencia que no tienen los hombres. Y así, el modelo de complementariedad emocional se sostiene en muchos casos en que ya ha desaparecido el de la complementariedad económica, lo que permite engañarse sobre los avances hacia la igualdad. O pueden encontrarse (como sucede con frecuencia en el mundo estadounidense) parejas heterosexuales en las que es menos visible la mayor especialidad de la mujer en la identidad relacional (aunque siga existiendo, traducida por ejemplo en una necesidad irrenunciable de la maternidad), porque ambos tienen un nivel muy alto de individualidad dependiente y, por tanto, de disociación razón-emoción, lo que les permite a los dos ocupar puestos elevados de poder. En este caso, el déficit de emoción suele compensarse con el sostenimiento de una creencia mítico-religiosa en las dos partes (obsérvese la aparente paradoja de que los Estados Unidos es el país que más idealiza la razón, por un lado, y, por otro, donde la creencia religiosa se mantiene con mayor fuerza). O pueden encontrarse parejas en las que los roles tradicionales, también con rasgos mixtos, se asocian a los sexos contrarios a los de siempre (ellos constituyen la parte más relacional y ellas la parte más individualizada), otras homosexuales definidas por distintos grados de esa misma complementariedad en cada uno de los dos miembros de la pareja, etc. Y a todas esas posibilidades se suman personas con individualidad independiente que, diré una vez más, considero el único modo que permite construir relaciones realmente igualitarias, independientemente de cuál sea el sexo de sus integrantes, y que, por las razones explicadas en el
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capítulo anterior, es la única forma de identidad que permite a la persona vivir fuera de una pareja, ya sea en soledad o con formas de relación alternativas a la de la pareja tradicional. Gayle Rubin (1975: 204) soñaba hace ya muchos años con una sociedad «sin género (aunque no sin sexo), en que la anatomía sexual no tenga ninguna importancia para lo que uno es, lo que hace y con quién hace el amor». Y tras todo el análisis que llevamos hecho aquí, no me queda otro remedio que compartir su sueño. Una sociedad no patriarcal sólo puede ser imaginada como una sociedad de hombres y mujeres libres, en términos de orientación sexual, porque su relación ya no estará determinada por formatos de género asociados a cada uno de los sexos, sino que estará basada en el deseo de compartir las emociones y las razones que ambos sepan generar, valorar e interpretar. La sociedad no dejará de ser patriarcal cuando haya mujeres que adopten la identidad que actualmente caracteriza a la mayor parte de los hombres, sino cuando unos y otras puedan desarrollar consciente y activamente los recursos emocionales y racionales que caracterizan a la individualidad independiente, o al menos cuando la sociedad considere igualmente legítimo que cualquiera de los dos sexos desarrolle un poco más cualquiera de los dos bloques identitarios. En ese momento, habrán dejado de tener significado los conceptos femenino y masculino, porque la sociedad estará formada por personas que, independientemente de su sexo, podrán ser tan racionales como emocionales, tan inteligentes como sensibles, tan agentes de sus propias vidas como cuidadoras de las de los demás. Y si es así, su sexo habrá dejado de ser la variable que determine, al nacer, la posición que ocuparán en la sociedad.

Conclusiones

I
Tal vez el pasado no pudo ser de otra manera y, en todo caso, no podemos cambiarlo, pero tenemos la obligación de pensar cómo queremos que sea un futuro que en este momento parece empezar a escapársenos de las manos. Hasta ahora, nuestra trayectoria histórica ha estado guiada por una lógica basada en una progresiva diferenciación entre la especialización de los hombres en la racionalización del mundo y la de las mujeres en la construcción de los vínculos que hacían posible la sensación de pertenencia imprescindible para que aquélla pudiera seguir aumentando. Al llegar a la modernidad, las mujeres han demostrado que esa disociación no es inevitable, que es posible ser consciente de los instrumentos de seguridad que permite la razón sin negar aquéllos vinculados con la emoción y la pertenencia al grupo. Que si se reconocen y atienden las propias necesidades emocionales es posible construir una forma mucho más autónoma y poderosa de identidad, que permite tomar decisiones que tienen en cuenta las necesidades de los demás, visibles en cuanto pueden apreciarse las propias. Conjugar emoción y razón de manera explícita, reconociendo la importancia de ambas, no es algo derivado del cuerpo de las mujeres, de particulares tendencias a la armonía o a la sensibilidad, sino el resultado de su propio proceso histórico, que las obligó (y las obliga) a reconocer la realidad de
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lo que somos, realidad que también reconocen cada vez más los estudios neurológicos y biológicos (Damasio, 2009; Fausto-Sterling, 2006) y un creciente número de voces masculinas (Brooks, 2011; Carabí y Armengol, 2008; Lomas, 2002). Antonio Damasio (2009), por ejemplo, ha demostrado la inseparable interacción de los centros neuronales que rigen las actuaciones que consideramos relacionadas con la razón y con la emoción. Sus experimentos muestran que es la percepción emocional del entorno la que permite a los seres humanos tomar decisiones racionales eficaces. Como decíamos al comienzo, a través de la emoción, de la empatía que permite, se valora la respuesta que puede provocar una acción, la conveniencia de actuar de una manera o de otra, la eficacia que puede tener una determinada respuesta según el contexto en que se dé. Cuando por accidente existen daños neuronales que impiden a la persona empatizar o valorar emocionalmente las situaciones en las que se encuentra, aunque sus respuestas pueden ser correctas desde el punto de vista racional, producen resultados desastrosos, porque no se ajustan a las necesidades o a las expectativas adecuadas. De esta manera, las personas que proceden de una manera estrictamente racional acaban por perder parejas, trabajos y cualquier posibilidad de interacción social. Su vida se convierte en un completo fracaso. Damasio demuestra que cuando las personas con capacidad de interacción social normal toman esas decisiones que la sociedad considera sólo racionales, se está activando simultáneamente toda una compleja red de centros neuronales en los que no cabe diferenciar la razón de la emoción. De hecho, «cuando se eliminan por completo las emociones del plano del razonamiento […], la razón resulta ser todavía más imperfecta que cuando las emociones nos juegan malas pasadas en nuestras decisiones» (Damasio, 2009: 4). Es decir, sencillamente no es cierto que la razón pueda separarse de la emoción, ni siquiera en términos neurológicos. Y esto es lo que debe reconocer cualquier teoría del sujeto, de la ciencia, de la sociedad humana o del poder. No existe una razón autónoma de la emoción.
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II
La individualidad independiente, que caracteriza la identidad de un creciente número de mujeres (y excepcionalmente de algún hombre), a partir de la modernidad, reconoce ese hecho. En consecuencia, defender que ella debe ser el modelo de identidad a potenciar en la futura socialización de hombres y mujeres no implica ninguna reivindicación femenina (o feminista), sino una simple lucha por aceptar y reconocer la verdad de la que está hecha el ser humano, hombre o mujer, negada hasta ahora por el discurso social debido a que los hombres que construían ese discurso no reconocían el valor de las emociones en sus propios mecanismos de seguridad. El discurso social disociado del orden patriarcal nos arrastra a todos, porque al expresar la identidad de los gobernantes, marca las políticas que organizan nuestra vida en sociedad y, lo que es más importante, determina la subjetividad de quien se socializa en sus dinámicas. De ahí que considero que la crítica feminista (o como se quiera llamar a una crítica social que atiende a la complejidad de los fundamentos de la cultura y no niega el valor de las emociones) es hoy más necesaria que nunca, porque pone de manifiesto que el discurso social que nuestro grupo tiene por verdadero no se corresponde (tampoco) con la verdad. Que el universo es inconmesurablemente más poderoso que el ser humano, y que cuanto más se niegue, oculte o invisibilice nuestra impotencia esencial frente a él, tanto más actuarán estrategias de vínculo y pertenencia que serán igualmente negadas, ocultadas e invisibilizadas, como también se hará con quienes las encarnen. El movimiento feminista surgió cuando algunas mujeres inteligentes y entrenadas en la razón empezaron a tener la pretensión de que la Ilustración pusiera en práctica la supuesta universalidad de sus principios de justicia e igualdad, y que incluyera a las mujeres en el juego democrático, que pretendía garantizar «la libertad del individuo frente a la comunidad» (Cobo, 2011: 31). Sin embargo, los hombres consideraron que esos principios sólo podían serles aplicados a ellos mismos, que, ciertamente, en el siglo xviii eran los únicos que encarnaban de manera generalizada la individualidad. Éste fue, de hecho, el argumento que, de una u otra manera, el discurso se dio a sí mismo para justificar la
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exclusión de las mujeres del universal,1 pero comenzó a quebrarse cuando paulatinamente ellas comenzaron a educarse y a especializarse, y, por tanto, a desarrollar también la individualidad. El reconocimiento de la incoherencia entre la teoría del discurso y su aplicación práctica ha provocado que un creciente número de hombres se unan a las mujeres en el esfuerzo por legislar y aplicar medidas institucionales que promuevan la igualdad de derechos entre todos los miembros de la sociedad, aunque la igualdad siga estando muy lejos de lograrse. La causa reside, en primer lugar, en que la mayoría de la sociedad (hombres y mujeres) sigue encarnando aún (en medidas diferentes y a veces sin conciencia de que lo hacen) las tradicionales identidades de género, por lo que reproducen ese orden social a través de cuyos mandatos se han construido como personas. Y en segundo lugar, reside en el hecho de que la lucha por la igualdad se libra, en el mejor de los casos, en el puro terreno del discurso, sometiéndose de este modo a la misma lógica disociada que impide, precisamente, que la igualdad pueda producirse. Como he intentado demostrar, históricamente ese discurso ha sido expresión del modo de identidad que caracterizaba a los hombres que regían al grupo social (en relación fractal). A medida que desarrollaban el poder, la razón y la individualidad, ocultaban la importancia de la emoción y la necesidad de pertenencia a una comunidad, aunque no por ello dejaran de actuarlas. La cuestión es que, al negar estas últimas, es decir, al no poder reconocerlas aunque las actuaran (como sucedía en el experimento de la Arqueología de la basura de Rathje), el discurso que producían esos mismos hombres discurría sólo sobre la parte reconocida y visible, con la pretensión de que lo que nos empodera es sólo la razón y la individualidad. Este discurso (y la identidad que lo construye) encontraron su consolidación definitiva en la Ilustración, lo que significa que el discurso ilustrado elevó al valor de verdad la negación que constituye el núcleo más profundo del orden patriarcal (y la clave de la necesidad de subordinación de las mujeres). De ahí que yo considere que existe una incompatibilidad profunda entre Ilustración y feminismo, entre el sujeto definido por la Ilustración y un sujeto capaz de relacionarse en
1 Amorós (1987: 113) se refirió a la diferencia entre la categoría de «iguales» que se aplicaba a los hombres y de «idénticas», a las mujeres.
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condiciones de igualdad o, en general, entre la Ilustración y la reivindicación de un orden que no exija la subordinación de las mujeres como condición para seguir manteniendo la fantasía en la que se funda. Desde el feminismo ilustrado se han hecho tan trascendentales avances en la lucha por la igualdad entre los sexos (Amorós, 1997; Valcárcel, 1997; Molina Petit, 2009; Cobo, 2011, entre otros) que no cabe más que reconocerlos, agradecerlos y admirarlos. Sin ninguna duda se trata de avances imprescindibles, porque han puesto de manifiesto las incoherencias internas del propio discurso. De ellos es fruto la transformación de leyes e instituciones, los observatorios de género, un uso menos sexista del lenguaje y una transformación general del tipo de discursos de un cierto sector de la sociedad. Pero, en mi opinión, este tipo de avance tienen un límite claro, porque no pone en cuestión la propia lógica profunda del orden social, guiada por la disociación razón-emoción. Los avances logrados se han producido hasta ahora desde el interior de la burbuja del discurso patriarcal, en el nivel de la fantasía de lo que somos, sin asumir la totalidad de nuestra compleja y contradictoria realidad, sin poner en evidencia la falta de concordancia entre la verdad razonada y la realidad actuada por los hombres y las mujeres de nuestra sociedad, sin poner en cuestión la clave en la que se funda ese orden. Y es esto lo que explica la aparente paradoja de que haya hombres y mujeres que mientras luchan con la razón por la igualdad, actúan relaciones desiguales en sus vidas privadas o, más sorprendente aún, que quienes escuchan a esos hombres o mujeres presten más crédito al contenido de su discurso que a la evidencia de su actuación. Sólo abandonando el discurso que legitima el orden social (y por tanto dejando de creer en las verdades que lo construyen) es posible ver lo que el discurso niega, iluminar y sacar a la luz (de la propia razón) esa parte del comportamiento social que no podemos ver aun teniéndola ante nuestros ojos, o incluso aunque la actuemos nosotros mismos, porque el discurso patriarcal de la Ilustración nos ha enseñado a no reconocerla. Mientras no se reivindique que la emoción y los vínculos juegan un papel tan importante como la razón y la individualidad en la construcción de los mecanismos de seguridad de la modernidad, que el individuo no se sostiene sin la comunidad ni la razón sin la emoción, no será posible cambiar el orden social, y sólo se estará contribuyendo a
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reforzar la lógica que lo ha guiado hasta ahora. Por otra parte, no se entenderá la contribución esencial de las mujeres en nuestra trayectoria histórica si se mantiene el ocultamiento de su función relacional que practica el orden patriarcal. Espero que se entienda que esto no significa, en modo alguno, coincidir con los planteamientos posmodernos, que defienden ya sea la existencia de diferencias esenciales entre hombres y mujeres —derivadas básicamente de la capacidad maternal de las segundas (Muraro, 1994)—, o bien la particularidad intransferible de cada sujeto, en función de la combinación de las circunstancias que lo definen (desactivando cualquier estrategia de lucha social o política). El uso de la razón y de la individualidad constituyen instrumentos fundamentales para el empoderamiento humano, y lo único que intento subrayar es que este empoderamiento no puede producirse si no se tiene garantizada la vinculación a un grupo de pertenencia. Desde este punto de vista, cabría decir que la mayor parte de las posturas feministas han ahondado en la disociación razón-emoción, reforzando con ello (sin pretenderlo, obviamente) la lógica más profunda del orden patriarcal. El llamado feminismo moderno o de la igualdad pone el énfasis en la razón y el posmoderno o de la diferencia en la emoción, lo que ha impedido argumentar a favor de una política que contemplara la mutua dependencia de ambos. Tal vez podría calificarse de teoría post-ilustrada a aquella que, desde planteamientos validables objetivamente (y por tanto sostenidos desde la razón), diera cabida a la dimensión emocional e inconsciente de los comportamientos humanos. O tal vez bastaría con incluirla en el conjunto de posiciones enmarcadas en la llamada teoría de la complejidad que consideramos al principio. Y podría denominarse feminista sólo mientras el discurso social normativo siguiera negando que el comportamiento humano obedece a lógicas complejas (conscientes e inconscientes, racionales y emocionales), porque mientras esa negación siga operando, sólo representará (en relación fractal) el discurso de aquellas mujeres (y el de algunos, excepcionales, hombres) con individualidad independiente, que aspiran a relaciones de igualdad entre los sexos.
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III
Deseo insistir en que luchar por la igualdad de derechos entre hombres y mujeres no consiste en aspirar a que todas las personas sean iguales, en términos de identidad personal, sino en que dejen de existir estereotipos normativos a los que ambos deban ajustarse por tener un cuerpo diferente. Siempre habrá personas con habilidades y subjetividades diferentes, y por tanto interrelaciones construidas de distintas maneras, pero la igualdad sólo será un hecho cuando deje de castigarse socialmente a las mujeres o a los hombres que escapan de lo que hasta ahora había sido su formato de género (Levinton, 2000b). De ahí que la categoría de género sea necesaria para describir las relaciones de poder que han regido el orden patriarcal, pero no deba emplearse para diseñar una sociedad de iguales. La sociedad sólo cambiará su discurso social, que naturaliza el género, cuando los hombres comiencen (como ya hacen algunos) a ser conscientes y a dar importancia a sus propias emociones. Ahora bien, dado que el orden social sigue regido por una lógica disociada, cuanta menor disociación los caracterice, menos posibilidades tendrán de ocupar altas posiciones de poder (lo que también podría expresarse diciendo que cuanto más se alejan ellos de las posiciones de poder, más independiente puede ser su individualidad). Se trata de la misma razón que explica la dificultad que entraña para las mujeres acceder a altas posiciones de poder. Sólo podrán hacerlo si reproducen esquemas de individualidad dependiente (en el caso excepcional, y a mi juicio no deseable, de encontrar parejas que representen la contraparte relacional complementaria), o bien pagando precios extraordinariamente altos, que de hecho llevan a la mayoría a abandonar el intento cuando alcanzan el denominado «techo de cristal» (Burin, 2003). Éste es el nombre que se ha dado al límite de inversión en el trabajo que no puede sobrepasar quien necesita gestionar paralelamente sus propias redes emocionales, fundar familias o sostener a amigos, funciones que los hombres delegan en las mujeres que los acompañan, pero que ellas deben construir por sí mismas. Aunque hay muchas mujeres interesadas en ocupar posiciones medias de poder, donde aún es posible la relación directa con el grupo social (San José, 2003: 165-166), las más altas posiciones
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de poder no interesan a muchas mujeres porque obligan a poner en juego una lógica de relación con el mundo que es la lógica disociada razón-emoción, cualquiera sea el cuerpo sexuado que se tenga. Recuérdese aquí lo que nos muestra el uso de la cultura material: el traje de chaqueta también establece la norma en la vestimenta para aquellas mujeres que acceden a altas posiciones de poder, sin corbata y tal vez sin pantalones, con colores más variados, pero traje de chaqueta al fin y al cabo, el traje del poder de la individualidad dependiente. Cualquier otra apariencia suele ser considerada poco seria e improcedente, y merece críticas y comentarios que ponen de manifiesto las reglas con las que se juega el juego del poder. Hay quien piensa que el hecho de que un número creciente de mujeres acceda al poder cambiará por sí mismo esa lógica. Por todo lo que he señalado, no creo que ese hecho, ciertamente necesario, sea suficiente en sí mismo. Es preciso, además, que esas mujeres sean conscientes de que la individualidad independiente que la mayor parte de ellas encarna es el modo de identidad que permitirá una sociedad igualitaria y justa, y no el de la individualidad dependiente que define a la mayor parte de sus compañeros. Pero es que, además, pensar que las mujeres van a estar representadas en los órganos de poder en números paritarios en cuanto se las deje acceder a ellos parece una hipótesis guiada por la negación que tan familiar es a un orden definido por la disociación: si los hombres siguen en el poder encarnando la individualidad dependiente necesitarán que las mujeres sigan dando prioridad (aunque trabajen) a la identidad relacional, lo que el sistema se encargará de potenciar a través de todos los mecanismos a su alcance. Hasta que el discurso racional anti-dominación (sexual, político, social, personal) de los hombres no se acompañe de relaciones igualitarias en su propia vida personal, sus discursos, sus razones, no podrán ser eficaces, porque ellos seguirán cayendo en la contradicción de impedir que suceda aquello por lo que, sin embargo, creen luchar. Sólo cuando no se participa de relaciones de poder en la vida personal se está luchando realmente por un destino diferente para todo el grupo, porque, como decía hace ya tantos años Kate Millet (1970), lo personal es siempre político (otra manera de referirse a su relación fractal). De modo que pretender que el acceso al poder en número paritario depende sólo de que se abran las puertas institucionales a las mujeres,
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que guiadas por su libre voluntad irán equiparando las cifras, es sólo una manera más de negar que el propio ejercicio masculino (tradicional) del poder se basa y exige la subordinación femenina, subordinación que seguirán exigiendo a las mujeres en sus propias vidas privadas al mismo tiempo que en la pública pronuncian discursos en favor de la igualdad; y una manera de no querer entender que la identidad humana no depende de capacidades volitivas ejercidas libremente, sino de la determinación subjetiva inherente a la idea que se nos transmitió sobre quiénes somos en el proceso de la socialización. Esto afecta tanto a hombres como a mujeres, pues como he insistido (y como es obvio) la subjetividad de los hombres también es resultado de la socialización, y a ellos se los sigue entrenando en el desconocimiento y la desatención de las emociones. Aunque algunos de ellos comiencen a valorar y a ser conscientes de ellas, no hay que olvidar que el orden patriarcal los coloca en el lugar del poder y el privilegio, por lo que les resulta mucho más difícil cuestionar en toda su profundidad y extensión la lógica que lo rige. De ahí que no pueda esperarse que los hombres, salvo excepciones, tomen la iniciativa de luchar por esta transformación, que los enriquecería y les daría verdadera autonomía y poder, pero sobre unas bases muy distintas de las que está dispuesto a reconocer el discurso de legitimación del sistema. Por todo ello, parece probable que sólo cuando la mayoría de los hombres tengan dificultad para encontrar mujeres que den clara prioridad a su lado relacional, se verán obligados a ocuparse de su propio mundo emocional, transformando con ello la lógica política. Pero esto quiere decir, entonces, que la transformación del orden social pasa primero por la transformación de la subjetividad de una mayoría de las mujeres, situación a la que aún no hemos llegado. Como vimos, igual que muchos hombres que tienen un discurso en favor de la igualdad sostienen, sin embargo, relaciones de pareja basadas en la desigualdad, también hay mujeres que defendiendo discursos en favor de la igualdad ponen sin embargo en juego subjetividades modeladas aún por su identificación con una posición subordinada (y exigen a sus parejas masculinas lo que en su discurso pretenden combatir). La falta de autoestima, de confianza en las propias capacidades, o la dificultad para definir deseos para sí son síntomas aún visibles en muchas mujeres que, sin embargo, aparentemente tienen un alto
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porcentaje de individualidad. La construcción de una verdadera individualidad independiente constituye un proceso lento y muy gradual, pues no depende de la voluntad de esas mujeres, sino de la transformación de los modelos que se reproducen en la socialización a través del esfuerzo constante de las que ya encarnan realmente ese modo de identidad. Y aquí aparece un problema sutil pero profundo, que demuestra la perversidad y la eficacia del régimen de verdad de nuestro orden social. Hemos dicho que la lucha por la igualdad debe defender que tanto el individualizado conjunto de la razón como el relacional de la emoción son esenciales para nuestra supervivencia. Pues bien, dado que las mujeres se han caracterizado históricamente por haber desarrollado sólo el segundo, el esfuerzo de muchas mujeres está centrado ahora en poner énfasis en la importancia que el primero tiene para conseguir su autonomía y su independencia (siguiendo así las convicciones ilustradas), lo cual no ofrecería problemas si no fuera porque implica que, en muchos casos, rechacen o al menos olviden la importancia que tiene la identidad relacional, reproduciendo y reforzando así la lógica que pretenden combatir. Porque si sólo se da importancia a los rasgos asociados a la individualidad (creatividad, uso de la razón, sentido del riesgo), centrando los esfuerzos en visibilizar a mujeres científicas, intelectuales, artistas, viajeras, o exploradoras, se corre el riesgo de reforzar de manera perversa el discurso patriarcal, al ayudarle a consolidar la clave en la que se funda. Se trata de un problema complejo y nada fácil de resolver, porque el poder establece un filtro que consiste en ir seleccionando para sus posiciones más elevadas a quienes dedican toda su energía y tiempo a los mecanismos racionales de relación con el mundo y, como consecuencia, al ejercicio de políticas (académicas, económicas, sociales) basadas en la disociación. Por eso, si las mujeres que luchan por la igualdad sólo enfatizan la parte individualizada de la identidad, únicamente los mecanismos de la razón, puede suceder que un número cada vez mayor de mujeres sean reconocidas por el orden patriarcal y accedan al poder… ¡porque se adaptan a su lógica!
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IV
Se puede aducir que, en general, hombres y mujeres ya dan mucha importancia a su mundo emocional y familiar. De hecho, resulta paradójico que, con frecuencia, los hombres que más tiempo, energía y dedicación destinan a desarrollar un trabajo intelectual o especializado, o a sostener una posición de poder (sin que por lo tanto se lo dediquen a sus hijos o a sus familias), sean aquellos que más explícitamente declaren que esto último es lo más importante de sus vidas. E igualmente, muchas mujeres individualizadas no podrían desarrollar su trabajo profesional sin el refuerzo identitario que representa para ellas tener hijos o una pareja. Todos damos importancia a nuestras emociones y a nuestra red de apoyo personal privada, pero el problema consiste en que su reconocimiento queda en el ámbito de lo privado, y no pasa al discurso social, porque seguimos considerando (todos, hombres y mujeres) que la emoción pertenece a lo privado, y la razón a lo público, tal y como dicta el discurso patriarcal. Dado que el ámbito público sigue siendo de dominio masculino, la educación de los chicos sigue vinculándose con la represión de la emoción (y, por tanto, de la empatía, el cuidado del otro o la sensibilidad), y la de las chicas con la especialización en ella, lo que devuelve una y otra vez a ambos al lugar de la dominación y la subordinación, reproduciendo un discurso de verdad-poder regido cada vez más por la disociación. En virtud de la lógica fractal de la que hablábamos al comienzo, en general el mundo profesional y público sigue con la pretensión de estar guiado por criterios exclusivamente objetivos y racionales, lo que termina proyectando la negación en la propia construcción de la ciencia social, que en un bucle inacabable legitima y reproduce el discurso. Así, por ejemplo, los criterios de excelencia de las ciencias positivas especializadas en el estudio de fenómenos no humanos se están haciendo extensivos a las disciplinas que estudian los fenómenos humanos, con la consecuencia de que la crítica, la reflexión profunda o el cuestionamiento del paradigma y del discurso social van perdiendo espacio.2 Físicos y matemáticos son crecientemente
2 Resulta interesante saber que en el Bachillerato de Excelencia que la Comunidad Autónoma de Madrid ha implantado en el curso 2011-2012 para acoger y potenciar a los alumnos con mejores expedientes académicos de esta Comunidad existirán cuatro grupos de Ciencias y uno de Humanidades, siguiendo la demanda de los propios alumnos (El País, 29 de agosto de 2011).
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demandados para explicar y diseñar las corrientes económicas, el futuro al que atender, porque el ser humano es cada vez menos reconocido en su humanidad, en su compleja particularidad, en su profundidad y en su riqueza, en lo que no controla, en aquello a lo que teme, en su insuficiencia, en su impotencia, en los trascendentes mecanismos de su mundo emocional. Google identifica al cerebro con un procesador de información y la inteligencia con la eficiencia en el procesamiento de datos, por lo que se esfuerza en crear motores de búsqueda cada vez más rápidos, para, en su opinión, mejorar la inteligencia de quienes los utilizan (Carr, 2011: 186, 194, 210). El discurso social insiste en equiparar crecientemente al ser humano no ya con dinámicas no humanas, como hacía (y sigue haciendo) la ciencia positiva, sino con máquinas, negando definitivamente la dimensión emocional y la percepción de su complejidad. La ciencia y sus instituciones generan la verdad de nuestra sociedad, y ésta insiste cada vez más en la negación de la emoción. Las humanidades y las ciencias sociales tienen cada vez menor valor social y, en todo caso, se somete su pensamiento a la misma demanda productiva que se exige a los laboratorios técnicos, lo que favorece sin duda los planteamientos más técnicos y menos complejos, más cuantitativos y mecanicistas. La disociación se está incrementando hasta tal punto que en lo referente a las ciencias sociales y humanas perseguir el conocimiento y el poder académico son objetivos que sólo excepcionalmente parecen aunarse hoy día, porque constituyen caminos progresivamente divergentes y excluyentes. Cada uno tiene sus propias reglas, sus ritmos, y en el caso de los países no angloparlantes incluso sus idiomas para comunicar el conocimiento. El inglés, la lengua franca del nuevo capitalismo en términos de Sennett (2009: 62) —y sin duda del Imperio en términos de Hardt y Negri (2002)—, expresión de las identidades más individualizadas (de manera dependiente) del mundo, empieza a imponerse como estructura a través de la cual pensar la realidad. En la universidad española comienzan a imponerse las clases en inglés, lo que puede ser útil y conveniente en los campos más técnicos, pero completamente perjudicial en los del pensamiento crítico, porque pensar en un idioma distinto del propio limita el pensamiento a los aspectos más racionales del problema, dejando
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fuera las connotaciones emocionales. Quizá su uso reproduzca esos efectos que en otros momentos históricos tuvo el del latín culto (o el hebreo rabínico, el árabe clásico, el sánscrito y el chino clásico en otras culturas), favoreciendo la individualización y el poder de ciertas élites (que podían pagar su aprendizaje y que en el caso de las lenguas clásicas eran sólo masculinas), entre otras cosas porque se asociaba el conocimiento con «un medio apartado de las profundidades cargadas de emociones de (la) lengua materna» (Ong, 1996: 113-114). Es decir, por la distancia emocional que obligaba a establecer entre el conocedor y lo conocido. De esta manera, se premian esas lecturas de lo humano que prescinden de la dimensión emocional, tanto de quien construye el relato como de quien lo protagoniza.
V
La deriva que está tomando el proceso de cambios que define al mundo occidental hace hoy más necesaria que nunca una postura crítica frente al orden y los valores que rigen el sistema. Desde la sociología y la economía se están levantando muchas voces en esta dirección, pero sólo excepcionalmente (Torres López, 2010; Gálvez y Torres López, 2010, por ejemplo) ponen en relación lo que está sucediendo con el orden patriarcal, cuando lo que ocurre es la pura expresión de su hipertrofia. De hecho, Internet está propiciando toda una serie de cambios de los que es necesario ser conscientes para diseñar nuevas estrategias en la lucha por la igualdad. La escritura constituyó una «tecnología intelectual»3 que permitió el aumento de la disociación (dado que era un instrumento de racionalización), pero al mismo tiempo fue la herramienta que les permitió a las mujeres tomar conciencia y luchar por sus derechos. Del mismo modo, aunque Internet permite escalar un nuevo peldaño en el grado de disociación de las personas, contiene un potencial de comunicación y de relación que puede ser utilizado para transformar la sociedad, como demuestran tantos movimientos sociales actuales, inconcebibles sin esa herramienta de interacción social.
3 Véase nota 2 del cap. 5.
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Como señalé, la escritura fue una tecnología intelectual inventada por hombres que habían llegado al límite de la individualidad posible en una sociedad oral, y a través de la cual respondían, de manera inconsciente y no planificada, a una demanda que permitiría a la sociedad proseguir la lógica de cambio que la caracterizaba. Lo que ocurre con Internet es un salto cualitativo semejante al que definió la transición entre la sociedad oral y la sociedad con escritura. Se trata de una nueva tecnología intelectual que, lejos de constituir una simple herramienta técnica, tiene tanta capacidad de transformar la identidad de las personas, y por tanto la dinámica social, como la tuvo (y tiene) la alfabetización respecto de la oralidad. Tal como sucedió en aquel lejano paso de nuestra trayectoria histórica, Internet fue imaginado por hombres con individualidad dependiente cuando las herramientas de representación del mundo vigentes (derivadas de la oralidad entonces y de la escritura ahora) habían agotado las posibilidades de incrementar la abstracción y el consecuente grado de racionalización e individualidad que caracteriza a la dinámica de incremento de la complejidad socioeconómica. Internet permite acceder a otro nivel de realidad, inaccesible mediante la escritura. Mientras en la oralidad el ser humano se relaciona directamente con las cosas y en la escritura se relaciona con la representación de las cosas, en Internet la relación se establece con la representación de la apariencia de las cosas, lo que abre la puerta a un mundo mucho más amplio, pero a la vez puede alejar más al ser humano de una conexión emocional y sensible con él mismo y con lo que lo rodea. Porque Internet no sólo incluye como parte de la realidad los fenómenos del presente y del pasado vivido (como la oralidad), o del presente y el pasado no vivido (como la escritura), sino que establece un modo de operar con el mundo construido a través de una constante realimentación entre presente y futuro. Internet se mueve en el puro terreno de la virtualidad, de la previsión de tendencias, calculando el valor de los productos futuros que generarán las tecnologías del presente, imaginando hacia dónde se dirige la tendencia para anticiparse a los demás, llegar el primero, liderarla. Es un poder basado en bucles de presente-futuro, lo que exige, básicamente, un control de la información. Quien más información controla más poder tiene, porque más capacidad desarrolla para manipular, dirigir, transformar, incentivar, bloquear, colocarse en una
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posición ventajosa. De esta manera, el poder ya no tiene que ver con la propiedad de la tierra (como en el feudalismo), ni con la del capital (como en el capitalismo moderno), sino con el acceso y el control de la información. Žižek (2006: 218-219) llamó redocracia a la nueva élite que está surgiendo con Internet, capaz de controlar dinámicas económicas, sociales y por supuesto personales a través del control de la información en red. El poder consiste cada vez más en posesión de lo inmaterial, en cambio y aceleración, en racionalización extrema, en desconexión emocional total. El capitalismo mercantilista ha dejado paso al capitalismo financiero, especulativo y brutal, encarnado por hombres que toman decisiones en un nivel tan abstracto y desconectado de los (desastrosos) efectos que sus decisiones producen, que parecen actuar como máquinas y no como personas (Stiglitz, 2003; Torres López, 2010). La sensación de poder que Internet genera exige a su vez un cambio acelerado, que llega a adquirir una consistencia cualitativa (y no sólo cuantitativa) distinta respecto de nuestra historia anterior (tal como sucedió en el pasaje de la oralidad a la escritura). Porque el control de información exige una constante reactualización, una hiperactiva actuación, una conexión ininterrumpida con el mundo exterior. Más que nunca, vivir está hecho de apariencia y de cambio, aunque no se sepa bien cuál es la dirección de éste ni por qué es necesario cambiar, ni se preste atención a las consecuencias de esos cambios sobre la población a la que afectan o en quien los promueve. Tener poder exige abanderar el cambio, vivir en él. La aceleración es tal que se impide el apego, la vinculación a una situación que se está a punto de abandonar en el mismo momento de haberla iniciado, lo que no permite la estabilidad de los afectos ni el establecimiento de vínculos conscientes. Sennett (2009: 63-64) veía precisamente en esta «falta de apego duradero» una de las claves del éxito de quienes (hombres en su inmensa mayoría) lideran el Foro Económico Mundial que se celebra anualmente en Davos (Suiza) y, en concreto, de quienes han liderado o siguen liderando los cambios en Internet. Sin embargo, como hemos visto a lo largo de estas páginas, el ser humano no puede prescindir del sentido de pertenencia y de vínculo si quiere sentirse seguro, de manera que si pierde aun más la conciencia de su importancia, y por tanto, la capacidad de su construcción, no quedará otro remedio que potenciar los mecanismos inconscientes que los garantizan. De esta forma, si se
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mantiene esta tendencia sin que hagamos algo por neutralizarla, sólo cabe esperar que se potencien los dos mecanismos que han actuado a lo largo de toda la historia para compensar la individualidad dependiente: la desigualdad de género y las estrategias inconscientes de adscripción a grupos de pares. El aumento de la desigualdad de género parece estar aflorando ya en un incremento visiblemente notorio de la prostitución y la pornografía (Walter, 2010; Cobo, 2011: 91). Los datos indican que, a diferencia de etapas anteriores, se incorporan a su consumo hombres cada vez más jóvenes que, como señala Szil, no persiguen sexo (que pueden conseguir sin problema a través de sus relaciones cotidianas), sino poder.4 La prostitución es actualmente la tercera fuente de beneficios en el mundo capitalista y globalizado, sólo detrás del negocio de las armas y las drogas (Cobo, 2005: 81), todos ellos asociado con ese profundo proceso de desconexión emocional y deshumanización que define progresivamente la trayectoria del mundo occidental. Pero no hace falta llegar tan lejos para percibir que la objetivación y la cosificación de las mujeres no hace sino aumentar: los implantes mamarios son demandados por mujeres inteligentes y muy atractivas así como por chicas cada vez más jóvenes, que a la vez se exigen gustar como nunca, tienen graves problemas nutricionales y participan en concursos de belleza y fiestas calientes con la ingenua convicción de que sólo las guía la libertad que ahora caracteriza el deseo de las mujeres (Walter, 2010). Maternidad y capacidad para despertar el deseo masculino parecen dos cualidades en alza en el mercado de los actuales valores sociales de las mujeres, lo que no resulta casual dada la irremisible ascensión del modelo de individualidad dependiente como forma de identidad entre los hombres con poder. Con respecto al segundo tipo de estrategias, la adscripción a grupos de pares, parte de los componentes altamente adictivos de las nuevas tecnologías (móviles, Internet) viene dada, precisamente, por su capacidad para crear sensación de pertenencia, vínculo y conexión (Carr, 2011). Redes sociales o académicas, juegos en red, blogs, están sustituyendo (o se suman) a equipos de fútbol, identidades nacionalistas, partidos políticos o grupos de
4 Entrevista realizada al psicoterapeuta Péter Szil por Chavarría (2008).
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poder como estrategias inconscientes para generar sensación de pertenencia a grupos de pares. Demostrar que se tienen amigos en las redes sociales, que otros nos «consumen», siguen nuestras páginas, responden a nuestros sms y e-mails, atienden nuestros tweets, no es tanto prueba de éxito como la constatación de que se pertenece a un grupo humano. La ansiedad por construir redes de pertenencia que den sentido a la propia vida es cada vez mayor, dada la creciente dificultad que este hecho implica (Bolstanki y Chiapello, 2005: 364). El problema es que cuando se consigue construir esas redes, en ellas se pone en juego una parte cada vez menos significativa de la persona (básicamente su apariencia), lo que genera una ansiedad constante por ampliarlas, mantener permanentemente el contacto, garantizar una autenticidad que no se sabe dónde ni cómo buscar. Así como quien se educaba en la escritura se individualizaba, quien aprende a relacionarse con el mundo a través de Internet se individualiza aun más, lo que aumenta el riesgo de disociación. Pero al mismo tiempo, como he dicho, la propia herramienta trae siempre consigo la posibilidad de combatir ese riesgo. De hecho, la propia capacidad de construcción de redes y comunidades que ofrece Internet puede permitir escapar del aislamiento y la extrema individualización a los que a veces da lugar, siempre y cuando se tome conciencia de la dinámica emocional que en principio genera. Y esto sólo puede ocurrir a través de una reflexión crítica, que siga reivindicando la necesidad de tomar conciencia del propio mundo emocional.
VI
De la incapacidad para entender lo que todos podríamos ganar si empezaran a valorarse socialmente las emociones —y por tanto a potenciarse en la educación— se deriva el reforzamiento de la batalla que el orden patriarcal está librando en todos sus frentes. El más peligroso es el de las decisiones no premeditadas, planificadas o conscientes, donde se sitúa la construcción del discurso de verdad, siempre indisociable de las estrategias de poder. Resulta llamativa, por ejemplo, la publicidad que se otorga a los estudios que naturalizan las diferencias genéticas, hormonales o
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cerebrales entre los dos sexos, sin que se haga lo mismo con los que los ponen en duda o los refutan, o con los que simplemente insisten en que los genes se activan o las sinapsis neuronales se modelan a través de la experiencia y que lo biológico y lo cultural actúan en codeterminación constante,5 siguiendo esas interacciones complejas a las que nos referíamos al comienzo; la sociobiología inunda la explicación del comportamiento humano por la misma razón que los paradigmas dominantes en ciencia no admiten el desorden, el caos o la complejidad de los procesos que estudian, sean naturales o humanos. Se construyen modelos simplificados e irreales que nos devuelvan la sensación de que el mundo que nos rodea funciona como una máquina con piezas desmontables, analizables separadamente, para así crear la fantasía de que estamos controlando lo que no podemos controlar, por la simple razón de que el universo en el que vivimos es pura interacción y complejidad, y nos contiene a nosotros como una de sus minúsculas partículas. Introducir la conciencia del valor de las emociones en el discurso de verdad-poder que nos rige resulta impensable para la mayor parte de quienes ahora ocupan posiciones elevadas en él. De hecho, supondría una transformación tan profunda de las bases sobre las que se asienta nuestro sistema, que significaría una modificación de los ritmos y las prioridades que lo definen. Rebajaría, por ejemplo, la aceleración a la que nos vemos crecientemente sometidos, porque cuando se vive la vida desde la conciencia del valor de las emociones se sabe que hay una parte de la seguridad que tiene que ver con la estabilidad, la recurrencia y la permanencia, sin las cuales el cambio puede producir mucha inestabilidad (Sennett, 2009). Esto no significaría, sin embargo, que dejaran de aumentar los mecanismos de seguridad del grupo, sino todo lo contrario. Al reconocer las verdaderas dinámicas que mueven a los seres humanos, se pondrían en marcha políticas mucho más realistas y menos destructivas, tanto para el propio grupo como en la relación con los demás (humanos y no humanos), ampliando las bases para la confianza en la supervivencia en términos reales, y no en términos de meras apariencias de poder. La importancia de esto no reside sólo en conseguir la igualdad entre hombres y mujeres, sino en que de otra manera
5 Véase nota 8 del cap. 4.

el mundo estará dirigido por políticas diseñadas para máquinas cuando en realidad están transformando el destino de personas, y serán sostenidas por políticos afectados por miedos, inseguridades, narcisismos o fragilidades que no reconocerán y que, por lo tanto, intervendrán de manera determinante y descontrolada en sus decisiones. Si no se consigue revertir la dirección y el ritmo acelerado que este orden disociado (patriarcal) imprime al cambio social, existe el riesgo de diseñar políticas cada vez más alejadas de la realidad humana, de las verdaderas necesidades emocionales de los ciudadanos, de la capacidad de sustentación del planeta y de la paz social. Nunca como ahora ha sido tan necesaria una crítica (feminista) contra la disociación que define el poder que nos rige, por lo que seguramente nunca como ahora será tan combatida por el discurso social (patriarcal)

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