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La fantasía de la individualidad. Sobre la construcción sociohistórica del sujeto moderno (II)

Almudena Hernando :: 30.09.19

La individualidad.
O la identidad cuando se posee poder sobre el mundo.

4. La identidad cuando no se tiene poder sobre el mundo

La identidad relacional

No existe ningún grupo humano caracterizado por la ausencia total de división de funciones y de especialización del trabajo, pues en todos los casos conocidos existe al menos una división: las mujeres realizan unas funciones y los hombres otras. Como hemos visto, esta diferencia podría atribuirse a la complementariedad que parece necesaria para atender a una prole extremadamente dependiente y frágil, sin que, en principio, tuviera por qué significar diferencias en la valoración social de las actividades realizadas por ambos sexos. Situémonos, pues, ante un grupo caracterizado por la mínima división de funciones imaginable (la marcada por actividades distintas de ambos sexos), como pueden ser los grupos cazadoresrecolectores actuales organizados en bandas, de escaso número de personas y alta movilidad. Piénsese, por ejemplo, en los cazadores-recolectores del Amazonas (a quienes utilizaré como referencia a lo largo del libro porque he tenido ocasión de profundizar en sus dinámicas a través de la investigación realizada en un proyecto de campo). Se trata de las llamadas «sociedades igualitarias» (Fried, 1967), que no poseen jefes, ni especialistas de ningún tipo y que, por supuesto, no tienen escritura, lo que quiere decir que su comunicación está basada en las reglas de la oralidad: necesitan la relación personal para transmitir el conocimiento y no han
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desarrollado la lógica formal ni la clasificación abstracta inherente a la ciencia (Ong, 1996; Havelock, 1996). En consecuencia, para explicar las dinámicas de la naturaleza no humana les atribuyen el único comportamiento que conocen, el humano, proyectando así el comportamiento social a todo el ámbito en el que viven, sea o no humano. En general, ellos conocen perfectamente las recurrencias y las asociaciones que caracterizan a los fenómenos de la naturaleza y no les resulta necesario preguntarse por su causa última. Pero cuando algún suceso inesperado o irregular ocurre y se preguntan por la razón, lo asocian siempre con relaciones y agencias de tipo humano (Campbell, 1989: 76): un trueno puede explicarse porque dos animales se han enfadado, o están copulando, o porque una persona ha cometido algún tipo de infracción con respecto a las normas del grupo. Ahora bien, dado que la naturaleza no humana tiene mucho más poder que el grupo —ya que puede darles alimento o quitárselo, concederles la vida o la muerte—, la sacralizan. No lo hacen de manera institucionalizada, no en términos de un dios como el que nuestra cultura concibe, habitante del mundo abstracto de las ideas, sino simplemente considerando que, puesto que la naturaleza tiene el mismo comportamiento que el grupo pero más poder, es ella la que decide su destino. Los Q’eqchí’, un grupo de horticultores de Guatemala con los que llevé a cabo un proyecto de etnoarqueología, creían en Tzultzak’á, por ejemplo. Tzul significa monte y tzak’á significa valle. El nombre completo no significa el dios de las montañas y los valles, sino las montañas y los valles con comportamiento humano… y con más poder que el propio grupo social. Por un lado, esta forma de entender la naturaleza no humana resulta altamente gratificante, pues estos grupos establecen una relación personal, emocional, con todos aquellos elementos de la naturaleza a los que atribuyen algún poder; pero, por otro lado, esta relación viene definida por la impotencia, pues al desconocer las mecánicas causales abstractas que guían esos fenómenos no son capaces de controlar sus efectos, y se colocan en posición de objeto con respecto a los deseos que le atribuyen. La agencia sobre las dinámicas del mundo no está en manos de las personas, sino de la instancia sagrada de la que depende la supervivencia del grupo. Podemos decir entonces, que las personas no tienen ni trayectorias personales ni funciones distintas dentro de estos grupos, salvo las marcadas por sus respectivos sexos, lo que hace que no
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se perciban como diferentes entre sí, porque de hecho no lo son. En consecuencia, una persona no representa una amenaza para las demás del propio grupo, porque no existen diferencias de poder, de especialización o de control tecnológico entre ellas. Pero, al mismo tiempo, en estas circunstancias el grupo no tiene capacidad de prever y controlar los efectos de la naturaleza no humana, por lo que ésta sí constituye, en cambio, una fuente de amenaza y de peligro. El efecto de todo ello es que construyen una idea de sí mismos a través de lo que llamaré identidad relacional, que consiste en tener una idea de sí sólo en tanto que parte de una unidad mayor que es el propio grupo, lo que aumenta la sensación de seguridad y potencia frente a una naturaleza que no controlan en ninguna medida. Esta identidad deriva de la incapacidad para concebirse a uno mismo fuera de las relaciones en las que se inserta. Debe comprenderse algo fundamental en este punto: la identidad relacional no implica que se dé mucha importancia a las relaciones que se sostienen (como puede suceder con la mayor parte de la gente individualizada), sino la imposibilidad absoluta de concebirse a uno/a mismo/a fuera de esas relaciones. Leenhardt (1997), un pastor protestante y etnólogo francés destinado a Nueva Caledonia a principios del siglo xx, expresaba perfectamente esta idea al referirse al concepto de persona entre los canacos. Para ellos, la persona sólo se concibe como el resultado del cruce de todas las relaciones en las que se inserta: «yo soy el padre de mi hijo, el sobrino de mi tío, el hermano de mi hermana…». Es imposible encontrar en ellos ningún núcleo de identidad interior, particular, diferenciado, aislado, propio, lo que nosotros llamaríamos el yo. Si un canaco se queda solo, desprovisto de sus relaciones, siente que es un «personaje perdido. No sé quién soy» (ibídem: 155). Entre los cazadores-recolectores, este tipo de identidad es compartido por todos los miembros del grupo, tanto hombres como mujeres, porque su falta de control tecnológico del mundo es tal que sólo pueden sentirse seguros si se perciben como parte de una unidad mayor, el grupo al que pertenecen, que, en consecuencia, constituye la instancia mínima de identidad concebible. La angustia y la desorientación que pueden llegar a sentir si pierden la relación con el grupo en ocasiones llega a ser mayor que la que les inspira su propia muerte, como demuestra el caso de los Txukahamei (más conocidos como Kayapó), del Amazonas brasileño, relatado por los
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hermanos Vilas Bôas. Estos sertanistas mostraban su asombro al comprobar que cuando algunos Kayapó se alejaban del grupo principal por efecto de algún conflicto, solían acabar por regresar siempre, a veces al cabo de cinco o diez años, aunque supieran que el destino más probable que les esperaba era la muerte. Dado que podrían haber sobrevivido perfectamente por su cuenta en la selva, los Vilas Bôas concluían que el motivo del regreso debía ser «que muchos indios prefieren la muerte a la vida fuera de su tribu» (Cowell, 1973: 159). Mi argumento es que al comienzo de todas las trayectorias históricas este tipo de identidad relacional caracterizaba tanto a los hombres como a las mujeres del grupo social. Pero a medida que los hombres fueron ocupando posiciones especializadas y desarrollando funciones distintas —y, por tanto, posiciones de poder—, este tipo de identidad fue progresivamente asociada sólo a las mujeres, hasta el punto de que ahora la conocemos como identidad de género femenina («yo soy la esposa de mi marido y la madre de mis hijos»). Es un tipo de identidad que no tiene ninguna relación, por tanto, con el cuerpo de las mujeres, sino con la falta de control tecnológico y la incapacidad de explicar el mundo a través de la razón científica, con la falta de poder (más adelante volveremos sobre este punto). Los grupos humanos que se perciben a sí mismos a través de esta identidad relacional visibilizan esta adscripción a través de la expresión unificada de su apariencia: todos los miembros del grupo visten igual, o se adornan igual o utilizan algún elemento distintivo que los diferencia como grupo (en los labios, las orejas, la pintura corporal, etc.). La cultura material expresa la adscripción porque, en virtud de esa relación de codeterminación mutua de la que hablamos al comienzo, también la construye: el hecho de parecer ser parte del grupo es uno de los mecanismos que construyen la pertenencia, mecanismo que es siempre el mismo, independientemente del contexto en el que se dé. Piénsese de nuevo en las tribus urbanas a las que nos hemos referido para comprobar cómo la unificación de la apariencia tiene un papel fundamental en la adscripción a un grupo. Recapitulando lo visto hasta aquí, podríamos decir que cuanta menos división de funciones tiene un grupo humano, más reconoce su vínculo y su necesidad del grupo y más emocional es
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su relación con el mundo, del que entiende sus recurrencias, pero cuya causa última siempre se atribuye a una agencia ajena, un Sujeto sagrado, respecto del cual el grupo se sitúa en posición de objeto. Pero, ¿no hemos dicho que los mecanismos de identidad tienen como objetivo fundamental hacer que las personas se sientan seguras en el universo? ¿Cómo pueden, entonces, sentirse seguros estos grupos, si se ven subordinados a semejante poder que no controlan y sobre el que no sienten ninguna capacidad de influencia? La respuesta es simple: ellos interpretan la naturaleza no humana, a la que sacralizan, mediante la proyección de los rasgos de comportamiento de su propio grupo social, leyendo después esa semejanza en sentido inverso: dado que ellos son el único grupo que se comporta como la instancia sagrada, concluyen que la instancia sagrada los ha elegido a ellos para enseñarles cómo deben comportarse para poder sobrevivir. De hecho, si se traduce el significado de la autodesignación de estos grupos, el nombre que se dan a sí mismos (Awá, Nukak, Q’eqchí’) siempre significa, sin excepción, los seres humanos auténticos, la gente verdadera, gente, a diferencia de los demás, que no tienen su mismo nivel de humanidad porque no han sido elegidos por la instancia sagrada. El mecanismo de reafirmación del mito consiste, por tanto, en construir la instancia sagrada a imagen y semejanza del grupo, para luego concluir que puesto que ellos son los únicos que se comportan igual que la instancia sagrada, son el grupo elegido para ser depositarios del conocimiento que los salvará entre todos los demás, del verdadero secreto de la supervivencia. Y que ésta estará garantizada siempre y cuando se cumplan los deseos de la divinidad y se le reconozca constantemente subordinación y reconocimiento, lo que se actúa a través de los ritos. De ahí que el mito deba acompañarse siempre de ritos para poder garantizar el efecto de reaseguramiento de quien cree en él. En este punto haré una aclaración que considero importante: quienes detentan el poder en nuestra sociedad cibernética y postindustrial idealizan en general el pensamiento racional y científico, identificando los mitos con un conocimiento falso y superficial del tipo de las leyendas o los cuentos. Sin embargo, esta valoración es completamente equivocada. El mito es el conocimiento de la fe, que, a diferencia del conocimiento
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científico,1 no pasa por la razón, sino por la emoción. Se trata de un conocimiento tan verdadero para quien cree en él que no admite falsación: de nada sirve cuestionar ante un católico la existencia física del cielo o del infierno, por ejemplo, porque la creencia no se sustenta en pruebas empíricas, como sucede en la ciencia, sino en la absoluta convicción emocional. De ahí que el conocimiento mítico sea mucho más poderoso que el científico y que afecte al núcleo más profundo de la persona, y no sólo a su consideración de determinados fenómenos concretos. De hecho, si una persona cambia una verdad científica por otra, su vida no tiene por qué transformarse, pero si una persona deja de creer en el mito en el que creía, toda su vida cambia de sentido, pues experimenta una transformación absoluta en su manera de entender esa vida, las relaciones o el propio mundo. Porque creer en un mito siempre consuela y protege, dado que se construye a partir de la convicción de que existe una instancia sagrada que nos ha elegido, y que nos protegerá siempre que satisfagamos sus deseos. El mito constituye un discurso sobre los orígenes que legitima la idea de que la clave de la supervivencia es la ausencia de cambio, la eterna recurrencia del modo de vida que la instancia sagrada transmitió. Es el discurso de legitimación de todas aquellas sociedades que no tienen un nivel tecnológico elevado y para las que, por tanto, el cambio representa un riesgo que no están en condiciones de asumir. Giddens (1987: 143) recuerda que, aunque el concepto de riesgo aparecía en el Maquiavelo del siglo xiv, sólo empezó a formar parte de la lengua cotidiana en el mundo occidental en el siglo xvii, paralelamente a la utilización del término individuo como sinónimo de persona. Sólo entonces la división de funciones y el control tecnológico del Renacimiento alcanzaron un nivel que hizo que una mayoría de los hombres del grupo sintiera que su seguridad dependía más de los cambios que ellos mismos producían que de la repetición inacabable del modo de vida transmitido por el mito de origen (y escrito
1 Resultan muy interesantes, a este respecto, los argumentos con los que Mary Midgley (2004) demuestra cómo en los aspectos profundos de la relación de creencia que sostenemos con ella también la ciencia puede ser incluida en la categoría de mito del mundo occidental moderno. En el capítulo viii volveremos sobre esto.
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en la Biblia en el caso europeo). En consecuencia, sólo a partir de entonces una mayoría de hombres (su número fue creciendo a medida que aumentaba la complejidad socioeconómica y sus respectivas posiciones de especialización o poder) comenzó a valorar el cambio como el secreto de la supervivencia, en lugar de considerarlo un riesgo para la misma. De ahí que a partir de ese momento comenzara la transición que en el siglo xix acabó por sustituir definitivamente el Mito por la Historia como discurso de legitimación y origen. En ese momento, la historia positivista y tradicional pasó a cumplir la misma función que hasta entonces tenían los mitos, por lo que encierra sus mismas trampas: así como en el mito los grupos construyen la instancia sagrada a su imagen y semejanza para concluir después que, dado el parecido, han sido elegidos para sobrevivir, la historia positivista rastrea en el pasado los rasgos que la sociedad quiere legitimar en el presente (en nuestro caso la tecnología, el poder, la individualidad, la razón), para concluir que, dado que estos rasgos son los únicos que garantizan la supervivencia y nosotros somos los que más y mejor los hemos desarrollado, queda claro que somos los únicos que vamos a sobrevivir (Hernando, 2006). Tal como hace el mito, la historia positivista mira lo que estudia a través del prisma de su propio orden social, devolviendo a la sociedad un discurso protector que la tranquiliza. Ambos son discursos de legitimación que siguen mecanismos paralelos aunque inversos: el mito da prioridad al parámetro de orden menos dinámico, el espacio, como una forma de negar que el cambio se produce y, en consecuencia, lee el pasado en términos espaciales, situándolo en espacios míticos paralelos al del presente —como el cielo y el infierno—, mientras que la historia da prioridad al tiempo, insistiendo en organizar el pasado a través de esa dimensión, para demostrar que el cambio es la clave de nuestra superioridad (o de nuestra mayor humanidad, que es lo mismo). El mito se basa en una concepción comunitaria y relacional de la identidad, y la historia en una individualizada. La historia construida desde el positivismo y el historicismo no es un relato más complejo que el mito, ni más objetivo. La diferencia fundamental es que el mito es el mecanismo que se pone en juego en la relación con los fenómenos cuya dinámica no
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podemos explicar a través de mecánicas causales. Cuando éste es el caso, la seguridad deriva de que no haya cambios, porque en las circunstancias que ya se conocen se sabe que es posible sobrevivir. De ahí los refranes (que transmiten la sabiduría premoderna) del tipo de «más vale malo conocido que bueno por conocer», que traduce el siguiente pensamiento: en las condiciones que conozco sé que he sobrevivido y por tanto que seguiré sobreviviendo, pero dada la inseguridad que tengo en el control de las circunstancias que me rodean, tal vez no sobreviviré si las circunstancias cambian. El mito legitima ese miedo al cambio, le da una fundamentación sagrada: sólo la repetición eterna del comportamiento que la divinidad transmitió garantiza la supervivencia. En los grupos sin división de funciones ni especialización del trabajo, la impotencia se compensa entonces con una enorme gratificación emocional, tanto porque se correlaciona positivamente con una identidad basada en los vínculos con el grupo, como por su indisociable relación con la creencia de que existe una instancia sagrada que protege y garantiza la salvación si se cumplen sus deseos. El hecho de haber sido elegidos por ella genera una sensación de protección y superioridad sobre el resto de los grupos humanos, si bien su condición es la subordinación a quien tiene ese poder de elegir. Por otro lado, también debe tenerse en cuenta que cuanto menos control o conocimiento científico existe sobre los fenómenos de la naturaleza, más se proyecta el propio orden social a toda ella, es decir, más constituye el propio ser humano la medida de todas las cosas, más autorreferida es la construcción del mundo. La inseguridad y la impotencia se compensan así con la sensación de que el propio grupo es el centro del universo (Eliade, 1988: 37-47; Ong, 1996: 77). Sólo cuando un fenómeno se comprende a través de la razón o se controla a través de la tecnología (que es lo mismo), pasa a ser percibido como regido por sus propias dinámicas, alejadas del comportamiento humano. Esto significa que a medida que el ser humano tiene más seguridad en sus propias capacidades de supervivencia, puede ir reconociendo que el universo funciona de acuerdo con reglas que nada tienen que ver con él. Cuanta más seguridad adquiere, más capacidad tiene para reconocer que él no es el centro del universo, que éste existe al margen de él (lo mismo sucederá a escala personal, como veremos más adelante). Recuérdese, por ejemplo, el precio que aún en el siglo xvi
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pagó Copérnico por defender que no era el Sol el que giraba alrededor de la Tierra, sino a la inversa. Hasta que no se tiene un grado elevado de seguridad y confianza en la propia capacidad de controlar materialmente el mundo, éste gira alrededor de uno mismo y se construye a través de la proyección de los rasgos que caracterizan al grupo social. Por otro lado, cuanto menor sea la complejidad socioeconómica, menor será el cambio que defina las actividades del grupo: sus miembros harán cada día lo mismo que el día anterior, y que lo que harán al día siguiente, con las únicas variaciones que determinan las estaciones climáticas o la diversidad de recursos de los territorios que recorren. Pero esta variación es siempre cíclica, por lo que, en todo caso, el cambio está regido por la recurrencia. De ahí que en estas culturas el tiempo ordena experiencias siempre repetidas, por lo que no se percibe como una flecha lineal en la que el presente es distinto del pasado, y por tanto se anticipa que el futuro lo será igualmente del presente. Por el contrario, en sociedades de escasa complejidad socioeconómica el tiempo se percibe como un eterno presente o como un ciclo que vuelve siempre al mismo punto de partida, y que irá ampliando su diámetro a medida que las actividades que se vayan incluyendo (la agricultura, por ejemplo) varíen un poco más. Y esta misma percepción contribuirá a crear una identidad en la que sólo se puede concebir uno a sí mismo a través de esa recurrencia, lo que neutraliza el miedo al cambio y al riesgo por el escaso desarrollo tecnológico. Un resumen de este modo de identidad puede verse en la figura 1. Ahora bien, si los grupos humanos que protagonizaron el inicio de todas las trayectorias históricas se caracterizaban inevitablemente por una identidad relacional —pues se definían por la falta de división de funciones y por tanto de control tecnológico—, ¿puede hablarse de género para hacer referencia a las relaciones entre los dos sexos y a la identidad diferenciada de cada uno de ellos?
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Figura 1. Rasgos estructurales de la identidad relacional
Reducida división de funciones y especialización del trabajo Actividades recurrentes o definidas por cambios cíclicos Ausencia de conocimiento de las mecánicas causales de la naturaleza no humana. Se le atribuye comportamiento humano: mito El grupo se percibe como centro del universo Relación emocional (además de racional no abstracta, en su caso) con todos los elementos de la realidad Percepción de amenaza de la naturaleza no humana (a la que no se comprende/controla) Percepción de falta de amenaza de la naturaleza humana (por la escasa diferencia de comportamientos) Su núcleo se sitúa en las relaciones que se establecen El cambio se valora negativamente, porque implica riesgo El espacio constituye el eje más visible de ordenación de la realidad No se siente poder frente al mundo La confianza en el destino y la supervivencia se deposita en una instancia sagrada con la que se establece una relación dependiente y subordinada Seguridad basada en la confianza de haber sido elegido/a por la instancia sagrada: posición de objeto No se generan deseos para uno mismo, sino que se está pendiente de averiguar y satisfacer los de la instancia de la que procede la seguridad
El género en las llamadas sociedades igualitarias
Como ya se ha señalado, cuando el concepto de género fue utilizado por Money en la década de 1950, las diferencias de poder entre hombres y mujeres habían alcanzado, tal vez, el máximo histórico. Esa diferencia había aumentado progresivamente desde el comienzo del proceso histórico, a medida que un número creciente de hombres ocupaba posiciones sociales diferenciadas y especializadas, es decir, a medida que aumentaba la complejidad socioeconómica y la división interna de la sociedad. Esto explica que cuando el concepto pasó a las ciencias sociales y al
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feminismo, la relación de poder entre los sexos fuera considerada constitutiva del propio concepto de género (Scott, 1986: 1067). Esta relación es indudable para cualquier sociedad en la que existan posiciones de poder diferenciado, porque, como veremos, este poder se ha construido sobre esa dominación. Pero ofrece problemas, o al menos requiere de una reflexión, cuando se trata de aplicarlo a sociedades donde esas posiciones no existen, como es el caso de las llamadas sociedades igualitarias de los cazadores-recolectores organizados en bandas. No es fácil analizar este tema. En general, la investigación coincide en que en todos esos grupos existe una complementariedad de funciones entre los sexos, pero que esto no tiene por qué indicar una relación de dominación masculina (Sanday, 1981; Rival, 2007). De hecho, cuando los investigadores tienen en cuenta sólo factores de orden económico o de jerarquía social, llegan a la conclusión de que esas sociedades son (y en consecuencia debieron de ser en los comienzos históricos) verdaderamente igualitarias en términos de relación entre los sexos.2 Sin embargo, cuando atienden a aspectos relacionados con la subjetividad y el mundo simbólico, suelen concluir que en todos esos grupos los hombres disfrutan de un mayor prestigio o estatus,3 incluso en situaciones en las que las mujeres pueden disfrutar de cierto poder, reconocido o no oficialmente (Ortner, 1996: 141). De acuerdo con estas posiciones, no debe confundirse prestigio con poder, y ambos deben ser considerados para entender y valorar las relaciones de género en cada situación (ibídem: 172). Para explicar mejor la diferencia entre ambos tipos de relación, utilizaré el caso de los Awá-Guajá del Amazonas brasileño, con quienes realicé un trabajo de campo entre 2005 y 20094 y cuya relación con el mundo resulta representativa, en muchos aspectos, de otros grupos del Amazonas (Hernando et al., 2011). Ellos se autodenominan Awá, aunque los antropólogos los denominan Guajá para diferenciarlos de otros grupos tupí-guaraní que tienen la misma autodenominación, por lo que a partir de ahora utilizaré sólo el nombre que se dan a sí mismos.
2 Pueden verse, por ejemplo, los estudios de Leacock (1992), Flanagan (1989), Lee (1982), Begler (1978), Kent (1993), Rival (2005; 2007), Zent (2006), etc. 3 En este sentido argumentan Ortner (1996), Rogers (1975) o Sanday (1981). 4 Proyecto I+D (HUM2006-06276), «Etnoarqueología de los Awá-Guajá, un grupo de cazadores-recolectores en transición a la agricultura (Maranhão, Brasil)», financiado por el Ministerio de Ciencia y Tecnología español.
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El trabajo se centró en el puesto indígena Jurití, donde funcionarios de la funai (Fundacão Nacional do Índio, dependiente del Ministerio de Justicia brasileño) intentan garantizar la protección de los Awá ante la amenaza implacable de los madereros que invaden sus tierras (González Ruibal y Hernando, 2010). Al vivir dentro de una reserva, los Awá están viéndose obligados a transformar varias de sus pautas de vida tradicional, si bien todavía es posible observar las más importantes e inferir otras recién transformadas. La consecuencia más visible e importante de su traslado a la reserva es la restricción de su movilidad. Aunque los hombres aún salen a cazar diariamente, el grupo ya no deambula constantemente como antes, sino que, en general, regresan a dormir junto al puesto. Esto hace que tengan menos facilidad para conseguir los hidratos de carbono que antes recolectaban y la funai les está enseñando a cultivar mandioca. Pero en lugar de enseñar el cultivo a las mujeres que antes tenían a su cargo la recolección, está formando a los mismos hombres que se encargan de la caza, dado que en la sociedad campesina brasileña el cultivo es una actividad masculina. Americhá, la mujer más anciana del grupo, a la que se le calculan más de 90 años, demuestra con su imparable trasiego la activa participación que las mujeres Awá debieron tener tradicionalmente en la economía del grupo: ella sigue recolectando, ahumando y secando las fibras con las que elabora cuerdas para tejer su falda o su hamaca, cortando inmensas hojas para renovar y ampliar su casa, buscando michiraniká (un tipo de resina arbórea) para alumbrarse, sale sola con el machete para ver si encuentra algún pequeño animal en su madriguera, etc., etc. Sin embargo, las mujeres jóvenes prácticamente no hacen nada, pues ha sido suplantada la recolección por el cultivo, realizado por los hombres, quienes por su parte tienen cada vez más tareas económicas: son ellos los que cazan, cultivan, limpian, pelan y procesan la mandioca o el arroz, los que cocinan los alimentos que consiguen (parece, por otras evidencias etnológicas, que hombres y mujeres cocinaban lo que cada cual conseguía, por lo que ahora les toca a ellos cocinarlo todo), e incluso son quienes, al igual que los guardas de la funai, lavan la ropa que éstos les dan. Mientras tanto, el día de las mujeres transcurre de manera relajada, cuidando a sus bebés y charlando entre sí, o acompañando, cuando lo desean, a sus hombres en las partidas de caza, en las que colaboran dando
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palmadas y gritos para asustar y paralizar a los monos que los cazadores persiguen en la cima de los árboles, o persiguiéndolos desde el suelo cuando se desplazan de copa en copa para señalar a qué nuevo árbol deben trepar aquéllos. Pues bien, a pesar de estas diferencias en la contribución económica actual y de los sesgos de género que los representantes de la funai introducen crecientemente, las mujeres aún conservan una enorme capacidad de decisión dentro del grupo, tanta o más que los hombres, lo que sin duda es una muestra de las relaciones que sostenían entre ellos antes de llegar a la reserva. Son ellas las que toman muchas de las decisiones que afectan a las dinámicas del grupo, incluida la relación con nuestro equipo: Ayrwoa, una mujer particularmente fuerte y con autoridad, solía ser quien decidía, por ejemplo, si nosotros podíamos acompañarlos o no en sus partidas diarias de caza, o si compartían o no su comida con nosotros. Pero además, ellas exigían muchas veces a sus hombres que salieran a cazar o a conseguir alguna pieza de carne o pescado que les apetecía comer ese día, y por lo general los hombres se prestaban a satisfacer sus deseos sin ningún tipo de conflicto ni discusión. Por otro lado, aunque en general suelen casarse desde muy jóvenes con un hombre mayor que no eligen, después son libres de separarse y casarse cuantas veces quieran con los hombres que elijan. Incluso, como desconocen los fundamentos científicos de la gestación humana y pueden relacionarla con el semen (que se ve) pero no con la ovulación, creen que el feto exige una constante aportación de semen para formarse, lo que las obliga a sostener relaciones sexuales durante el embarazo con varios hombres del grupo, a quienes ellas eligen, que serán después los múltiples padres del bebé.5 Y estas relaciones se continúan libremente después, o derivan de otras establecidas previamente, pues tienen libertad para sostener relaciones con personas distintas de aquella a la que consideran su marido en ese momento. El lingüista
5 Una obra general sobre el tema de la paternidad múltiple en el Amazonas es la de Beckerman y Valentine (eds.) (2002). Para el caso concreto de los Awá, pueden encontrarse referencias en Forline (1997: 168) y Cormier (2003a: 64-65). Desde un punto de vista sociobiológico, la paternidad múltiple ha sido interpretada como una estrategia femenina (no consciente) para conseguir que varios hombres se impliquen en la obtención de recursos para la supervivencia de los hijos (Blaffer Hrdy, 1999: xxii).
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de nuestro equipo, António Silva Santana, un joven licenciado brasileño que nos demostró a todos el significado del bíblico don de lenguas por su inimaginable capacidad para aprender una lengua tupí-guaraní en un tiempo récord, puede confirmar el acoso al que lo sometían algunas mujeres Awá, con el respaldo de sus maridos y de los hombres en general, que apoyaban solidarios y divertidos los deseos de sus mujeres. Si sólo observáramos este nivel de comportamiento podríamos concluir que la sociedad Awá es verdaderamente igualitaria, o incluso que el balance del poder se inclina del lado de las mujeres. Sin embargo, la realidad parece más compleja, más sutil. Porque el hecho es que cuando se observa el nivel simbólico de su cultura, lo masculino tiene la prioridad. Para empezar, el término «awá» identifica el término «humano» con «hombre», tomando la parte por el todo, como en nuestra propia cultura. Coherentemente con esto, los Awá creen que sólo los hombres pueden visitar el espacio mítico en el que viven sus muertos, el cielo, el iwa. A través de un ritual denominado karawára, «inician el vuelo» que les permitirá llegar hasta allí. Si las mujeres quieren contactar con alguno de sus antepasados, no les queda otro remedio que enviar su recado a través de los hombres. Ellas asisten a los hombres en este ritual, encargándose de decorar los cuerpos masculinos con las plumas que les permitirán volar y ayudándoles a cantar para que puedan ir elevando el tono de su repetitiva melodía (de forma que se hiperoxigenan). Mientras cantan, los hombres danzan con movimientos repetitivos y muy marcados en el interior de una estructura de hojas (takaya), construida para tal fin, en la que van entrando uno a uno y donde permanecen hasta remontar el vuelo y regresar después. Esto quiere decir que las mujeres sólo pueden actuar como ayudantes o asistentes de los hombres cuando se trata de interactuar con el mundo mítico, que es de donde procede la legitimación del orden social. En ese nivel, ellos tienen la prerrogativa, que se expresa igualmente en la diferente interpretación de los sueños de ambos: cuando ellos sueñan, lo interpretan como viajes al iwa, mientras que cuando lo hacen las mujeres, lo interpretan como efecto de la posesión que de ellas hace una deidad o un espíritu (Cormier, 2003b: 136). Ellos se atribuyen un papel activo en los sueños, mientras que a ellas se les supone un papel pasivo, que redobla así la propia percepción de la función de ambos en la gestación.
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Además, confirmando esa regla cuyo origen no explican los estructuralistas y reproduciendo así lo que parece suceder en otros grupos del Amazonas,6 los hombres Awá se encargan de las relaciones con los extraños o afines siempre que impliquen algún riesgo, como en el caso de los madereros que invaden sus tierras (y no necesariamente si no lo implican, como sucede en la relación de Ayrwa con nuestro grupo). Las mujeres, por su parte, se especializan en el cuidado de los niños y, tal vez como reacción a la pérdida de funciones que implica el abandono de la recolección y como forma de compensar el trabajo, potencian su función maternal a través del amamantamiento de crías de mono y de otros animales, tan frecuente en muchos grupos del Amazonas (véase, por ejemplo, Zent, 2006: 13-14; Fausto, 1999; Kozák et al., 1979), lo que a largo plazo acabará seguramente en la típica distribución de funciones de género de la sociedad brasileña campesina o moderna que los rodea. ¿Cómo calificar la situación actual? ¿Se puede hablar de género cuando las diferencias entre ambos no se traducen en diferencias de poder en la vida real y cotidiana? ¿Nos sirve el caso de los Awá y de otros grupos de cazadores actuales para poder imaginar mejor cómo pudo producirse el comienzo de la desigualdad? En este punto resulta necesario detenerse nuevamente para hacer una breve reflexión sobre la aplicación de analogías entre los grupos indígenas actuales y los que pudieron ser protagonistas en el pasado, a los que no es posible comparar desde la mayor parte de los puntos de vista. No cabe duda, por ejemplo, de que los cazadores actuales tienen una historia que no tuvieron los que caracterizaron las etapas (pre)históricas iniciales. De hecho, en muchos casos (que incluyen el de los Awá), su situación actual puede ser el resultado de trayectorias que incluyen etapas agrícolas previas7. En este sentido, no cabe hacer ninguna analogía entre aspectos particulares de las culturas de unos y otros, como puede ser, por ejemplo, el contenido de sus mitos. Sin embargo,
6 Pueden encontrarse ejemplos en E. Viveiros de Castro (1992: 190-191), Fausto y Viveiros de Castro (1993), Gow (1989), Descola (2001), MacCallum (1990), Seymour-Smith (1991), Rival (2005), Silva (2001), Vilaça (2002), etc. 7 Sobre la posibilidad de que esto haya ocurrido en el caso de los Awá, véase Balée (1994: 209-210). Sobre otros casos, existen buenas referencias y reflexiones en Politis (2007: 327-329) y Rival (1999).
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puede considerarse legítima la analogía cuando ésta compara relaciones estructurales, como es mi pretensión; es decir, cuando se puede demostrar que la relación entre dos términos es necesaria, por lo que de existir uno de ellos en dos contextos distintos, también tiene que haber existido el otro (Gándara, 1990). Pondré un ejemplo: si un grupo humano no tiene división de funciones, ni escritura, ni tecnología de transporte, se podrá afirmar que tampoco tendrá mapas, y que, por tanto, las dimensiones que atribuya a su universo estarán necesariamente limitadas a las del espacio que pueda recorrer o conocer vivencialmente. Todos los estudios etnológicos demuestran que así es en grupos del presente, por lo que la especulación de que así debió ser también en el comienzo de las trayectorias históricas es producto de un razonamiento especulativo, pero también de una analogía sustentable. Por la misma razón, si el grupo no tiene ni tecnología ni escritura, se podrá concluir que interpretará la realidad a través de los mitos, aunque no pueda saberse el contenido de dicho mito, ni tenga interés hacerlo para los fines de este libro. Y así sucesivamente. Éste es el tipo de analogías que utilizaré en el razonamiento, descartando cualquier otra que tenga que ver con coyunturas históricas particulares. Volviendo entonces a la cuestión de las causas que pueden explicar la creación del patriarcado, la mayor parte de las propuestas parten del hecho innegable de que las hembras de nuestra especie tienen que amamantar a crías extremadamente dependientes, lo que podría explicar que en todos los casos conocidos sean los hombres los que se encargan de realizar las tareas más peligrosas o que más desplazamiento implican. Esto es coherente con el hecho de que ellas se especialicen en las relaciones consanguíneas y ellos en las afines, lo que a su vez se ajustaría a lo esperado por argumentos realizados desde la psicología y el psicoanálisis, de acuerdo con los cuales la niña se identifica con su madre en el proceso de construcción de su identidad, potenciando así el apego y el vínculo, mientras que el niño necesita separarse, des-identificarse de esa figura referencial materna primaria (Chodorow, 1978; Dio Bleichmar, 1998; Levinton, 2000a). Sin cuestionar ese tipo de argumentos, que seguramente habrá que tener en cuenta, considero que, sin embargo, de ellos no se sigue automáticamente una relación de dominación de los hombres sobre las mujeres. Algunos argumentos defienden que
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la esfera de actuación masculina habría tenido mayor prestigio que la femenina porque las decisiones tomadas en las relaciones con los afines determinarían y controlarían las que se pudieran tomar en relación con los consanguíneos (por ejemplo, Ortner y Whitehead, 1981: 18; Turner, 1979: 156). Sin embargo, como hemos visto en el caso de los Awá, el mayor prestigio de lo masculino no se traduce en ninguna forma de poder o control dentro del grupo, ni en la más remota forma de dominación de los hombres sobre las mujeres. Si se consideran los datos actuales, podríamos suponer entonces que la complementariedad de funciones que habría definido a las primeras sociedades de cazadores-recolectores no tendría por qué haber implicado relaciones de poder entre hombres y mujeres. ¿Debemos entonces hablar de género en esas sociedades? No es fácil responder esta pregunta. Si entendemos que al hablar de género estamos hablando de diferencias de algún tipo en las identidades de hombres y mujeres sin que impliquen necesariamente una relación de poder, tal vez sí, dado que existe una cierta diferencia en virtud de la diferente especialización de sus funciones y la ligera variación en la movilidad que implican. Pero en este caso será necesario deshacer la correlación que hasta ahora se ha considerado universal entre género y orden patriarcal: pueden existir situaciones en las que la diferencia de género implique diferencias de prestigio, pero no de poder, por lo que en estos casos, únicamente posibles cuando no hay división de funciones ni especialización del trabajo en ningún miembro del grupo, el género no tiene por qué implicar orden patriarcal. Sin embargo, esas diferencias de prestigio sí constituyen las bases, la condición y la razón por la que posteriormente la lógica de la desigualdad caracterizará la trayectoria de todas las sociedades conocidas. Se plantean entonces dos preguntas que es necesario responder para continuar con la reflexión: a) ¿por qué lo masculino puede haber tenido mayor prestigio, si no implica relación de poder? Y b) ¿por qué esto pudo derivar en claras posiciones de poder y dominación, características del orden patriarcal? La primera respuesta ha sido ya avanzada en el capítulo anterior. Las diferencias de movilidad que han caracterizado a las funciones desarrolladas por hombres y mujeres en cualquier sociedad de cazadores-recolectores tienen trascendentales consecuencias en la construcción de la identidad de ambos. Como
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vimos, en las sociedades orales el mundo tiene las dimensiones que se pueden recorrer. El resto del universo no existe, porque no se puede representar ni, por tanto, imaginar. De modo que si, tal y como sucede en todos los grupos actuales, podemos pensar que los hombres habrían asumido desde el comienzo las actividades que mayor desplazamiento y más riesgo implicaran para no poner en riesgo a una descendencia extremadamente frágil, ellos habrían habitado un mundo ligeramente distinto que el habitado por las mujeres, integrado por un tipo de fenómenos que los obligarían a un tipo de acciones que les exigirían una ligera mayor capacidad de decisión, de hacer frente a lo desconocido, de asertividad y, en suma, una casi imperceptible mayor distancia emocional del mundo, que es la base de la que arrancará después el proceso de individualización. En estas sociedades iniciales, al igual que en el caso de los cazadores actuales, no podría hablarse de ningún rasgo de individualización tal y como luego irá apareciendo históricamente, cuando paulatinamente la persona vaya percibiendo las diferencias entre sí y los demás que son consustanciales a la progresiva división de funciones y a la especialización del trabajo. Entre los cazadores esas diferencias no existen y, además, como hemos visto, su falta de control tecnológico les impide concebirse fuera de su propio grupo. De ahí que de ninguna manera pueda hablarse de rasgos de individualización, pero sí podría decirse que esa necesidad de hacer frente a mayores riesgos y a un mundo ligeramente más amplio y variado que el que habitan las mujeres puede dotar a los hombres (posiblemente reforzado por la necesidad de des-identificarse de sus madres, como argumentaban las psicoanalistas) de unas mejores condiciones para desarrollar después rasgos individualizadores que las mujeres de su propio grupo. No aludo aquí a determinaciones hormonales u otros argumentos biologicistas porque mi absoluta convicción sobre el funcionamiento complejo de la realidad me impide separar naturaleza y cultura, otro par de instancias en interacción y codeterminación constante.8 No niego que pudiera existir una diferencia biológica,
8 Este mismo punto de vista es defendido por Fausto-Sterling (1985; 2006), Siegel (2007), Damasio (2009: 147) o Walter (2010: 236-243). Por su parte, Shlain (1999), neurólogo, sostiene que el cerebro habría ido modelándose neurológicamente de manera diferenciada en hombres y mujeres a medida que se fueron diferenciando sus comportamientos sociales.
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pero de ser así podría relacionarse con la ventaja de cierta mayor asertividad en los hombres exigida por su movilidad en una relación que no es de causa y efecto, sino de mutua codeterminación (como la relación sujeto-objeto a la que me referí al comienzo). Los bonobos demuestran que en una organización social no regida por el dimorfismo sexual de machos dominantes (como es el caso del chimpancé común), si no hay comprensión simbólica del mundo, tampoco hay diferencias de asertividad o autonomía entre machos y hembras. Mi hipótesis es que en esos primeros momentos, los hombres habrían presentado un ligero mayor sentido de la curiosidad, grado de asertividad y de decisión, debido a la relación con el mundo que determinaba su mayor movilidad, y no en virtud de esencias biológicas desconectadas de la interacción social (aunque esos rasgos se expresaran también biológicamente, a través de sinapsis neuronales diferenciadas, por ejemplo). Y así, de manera tan gradual como imperceptible al comienzo, ellos podrían ir provocando alguna mínima diferenciación en sus funciones o incorporando algún mínimo cambio en sus decisiones, que, en una retroalimentación constante, si implicaban algún mínimo aumento de su control sobre la naturaleza les iría generando más sensación de seguridad a la vez que de diferencia con quienes no tenían ese control, y, en consecuencia, de poder. De hecho, las primeras posiciones de poder en el registro arqueológico coinciden con las primeras evidencias de control tecnológico de la naturaleza, encarnadas ambas por hombres, según indican las tumbas. Es decir que el poder sobre la naturaleza va indisolublemente unido al poder dentro del grupo, y ambos a los primeros rasgos de individualización, porque todo es lo mismo: quien controla materialmente un fenómeno empieza a establecer una distancia emocional con él que se asocia al poder, por un lado, a la diferenciación con el resto del grupo, por otro, y a la construcción de los primeros atisbos de ese núcleo de emociones que van percibiéndose como contenidas en el interior y que, muchísimo más tarde en la historia, constituirá el yo. Pero aún queda pendiente una segunda pregunta: ¿por qué esto pudo derivar en relaciones de poder entre los sexos? Para responderla, será necesario desarrollar los argumentos de los siguientes capítulos. Pero antes de ello, me gustaría retener de éste dos elementos importantes: a) el carácter gradual e imperceptible
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que, en mi opinión, debió caracterizar el proceso en sus primeras etapas y que me parece fundamental para entender por qué las mujeres participaron de una dinámica que acabaría colocándolas en posición de subordinación, y b) el hecho de que la dominación masculina y la subordinación femenina que caracterizará el orden social cuando empiecen las diferencias de poder dentro del grupo no tiene que ver directamente con el sexo de unos y otras, ni con injustificables valoraciones apriorísticas de las funciones de ambos, sino con las implicaciones cognitivas e identitarias inherentes a la diferencia de movilidad que las caracterizaron en un esquema de complementariedad funcional determinado por la necesidad de proteger a crías extremadamente dependientes. Si desaparecen las diferencias de movilidad, desaparecen las diferencias en la construcción identitaria. Como ya indiqué antes, no creo que haya sido la maternidad, sino la movilidad, el rasgo clave en las diferencias de individualización que pudieron caracterizar inicialmente a hombres y mujeres

5. La individualidad. O la identidad cuando se posee poder sobre el mundo

Vayamos ahora al otro extremo del proceso de transformación cultural y, por tanto, identitaria, para poder entender mejor lo que en mi opinión definió el proceso vivido entre ambos. Pensemos cómo construye su identidad una persona que posee una posición especializada y, en consecuencia, de poder, dentro de un grupo de elevada complejidad socioeconómica, como puede ser el de la sociedad postindustrial en la que vivimos. Aunque existen distintos enfoques desde los que puede analizarse el poder (Lukes, 1985), la mayor parte de ellos coincidirían con Norbert Elias (1990a: 72) en definirlo como «la expresión de una posibilidad particularmente grande de influir sobre la autodirección de otras personas y de participar en la determinación de su destino». Esto significa que para poder ejercerlo es necesario, por un lado, tener clara la dirección que se quiere otorgar a ese destino —lo que implica una conciencia clara de los propios deseos— y, por otro lado, dar más importancia a los deseos propios que a los de los demás. Es decir, el ejercicio del poder implica cierto grado de individualización, por un lado, y por otro, exige cosificar en cierta medida a aquello/s sobre lo/s que se ejerce, asumiendo una posición de sujeto en una relación en que los otros son objetos de los propios deseos. Exige objetivar el mundo, racionalizarlo, establecer una distancia emocional. De ahí que cuando se consigue controlar algún fenómeno de la naturaleza, se gane simultáneamente cierto grado de individualización (porque se cosifica algo
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que antes se consideraba humano, perdiéndose una relación personal) y de poder. Observar que una determinada sociedad se caracteriza por la división de funciones y la especialización del trabajo equivale a observar que las personas que la componen están diversificando sus trayectorias vitales y adquiriendo destrezas que implican capacidades de conocimiento y control diferentes, por lo cual es lógico que a medida que lo hacen comiencen a sentirse distintas entre sí, porque de hecho lo son. Es decir, que empiecen a percibir una creciente individualización. Por otro lado, la dinámica social cotidiana va obligando progresivamente a cada uno a relacionarse con un creciente número de personas que desarrollan funciones complementarias a la propia, pero con las que no se establece ninguna relación emocional. Por eso Norbert Elias (1990a; 1990b; 1993) señalaba que a medida que se produce la multiplicación de funciones en el proceso histórico, las personas van acostumbrándose, de manera automática e inconsciente, a calcular el alcance que dan a la expresión de sus emociones. Así, por ejemplo, en una sociedad tan compleja en términos socioeconómicos como la nuestra, en la que todos dependemos de todos para sobrevivir, cada persona tiene que relacionarse a lo largo del día con otras con las que establece muy distintos grados de conexión emocional: se levanta e interacciona con su familia (en caso de tenerla), coge el autobús y saluda a su conductor (si es educado y aunque no lo conozca), llega al trabajo y tiene colegas con los que puede haber establecido una relación amable pero no íntima (o desagradable pero cotidiana) y un/a jefe/a que le puede gustar o no pero de quien depende su trabajo, y al final del día puede tomar una cerveza con sus amigos, con quienes tiene distintos grados de confianza e intimidad al tiempo que saluda educadamente al camarero que se las sirve, a quien puede conocer por ser cliente habitual, pero con quien la relación es muy distinta de la que sostiene con sus amigos. Un sucinto recuento de las personas con las que nos relacionamos a lo largo del día demuestra, como decía Elias, que estamos acostumbrados a variar automáticamente el alcance que damos a la expresión de nuestras emociones como parte de las condiciones de interactuación en una sociedad de elevada división de funciones y especialización del trabajo.
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La progresiva individualización de las personas ha ido traduciendo históricamente, por consiguiente, un creciente ocultamiento de las emociones propias en presencia de los demás. La diversidad de niveles de relación que fue definiendo la interacción social obligó a ocultar crecientemente las emociones que se sentían respecto de las demás personas del grupo, sobre todo si no eran congruentes con los intereses de la propia relación. Pongamos un ejemplo actual, y pensemos qué ocurriría si tuviéramos un jefe o una profesora a los que despreciamos, siendo nosotros un/a empleado/a o alumno/a que no quieren poner en riesgo el puesto de trabajo o el aprobado en el examen. Parece obvio concluir que la vida se presenta más fácil si ocultamos las emociones que esa relación nos genera, lo que sucede de manera constante en la vida cotidiana y se fue haciendo consustancial al aumento de la complejidad socioeconómica. Pero esto, según Elias, habría llevado entonces a saber que, al igual que nosotros no expresamos siempre lo que sentimos cuando estamos en presencia de los demás, o incluso podemos expresar emociones o sentimientos contrarios a los reales en aras de nuestros intereses, así también sabemos que los demás proceden del mismo modo con nosotros. Es decir, en la individualidad no sabemos lo que en realidad está sintiendo la otra persona cuando se relaciona con nosotros. De esta forma, a medida que la complejidad socioeconómica y el consecuente conocimiento científico y desarrollo tecnológico fueron aumentando, también lo hizo la amenaza que cada persona podía representar para las demás. De ahí la afirmación de Elias (1993: 504) de que, en lo que él llama «el proceso de civilización», «los miedos exteriores disminuyen en relación directamente proporcional al aumento de los miedos interiores, los miedos que se profesan mutuamente» los seres humanos. Paulatinamente, entonces, a medida que aumentaba la complejidad socioeconómica, cada persona tenía que reprimir más los sentimientos que le suscitaban los demás miembros del grupo, a pesar de ser también cada vez más consciente de ellos. De esta manera, se fue creando la idea de que existe un «yo», un núcleo interior en donde reside la totalidad de lo que sentimos y somos, que expresamos a los demás en medidas distintas, pero nunca en su totalidad. El concepto de individuo que se asocia a la idea del «yo» no existía en la época clásica y aunque se usaba en el latín medieval no se refería aún a las personas. Sólo se utilizaba para
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hacer referencia a algo indivisible, inseparable de un conjunto de cosas, que es lo que significan los términos individualis o individuus (Elias, 1990a: 185). Los claros ejemplos de hombres con un alto porcentaje de individualidad en el mundo clásico, asociado siempre al pensamiento abstracto y a la escritura, fueron excepcionales en su contexto social. Sólo durante los siglos xi y xii, como resultado de la expansión de la escritura (asociada al cristianismo) y de la aparición de los primeros burgueses (habitantes de los burgos o primeros núcleos urbanos), comenzó a generalizarse entre los hombres del grupo social una forma de identidad definida por algunos rasgos individualizadores (Morris, 1987; Hernando, 2002). De hecho, en el siglo xii se iniciaron las primeras universidades en el mundo occidental, instituciones por excelencia para la formación y el entrenamiento en el pensamiento abstracto y racional de los hombres —pues eran ámbitos exclusivamente masculinos (Schiebinger, 1989: 13-14)—. Sin embargo, este tipo de identidad sólo llegó a caracterizar a una mayoría de hombres en el siglo xvii, cuando la sociedad alcanzó un grado de división de funciones que verdaderamente marcaba trayectorias personales distintas a una mayoría de sus miembros. A medida que los hombres se empoderaban, iban quitándole el poder a dios, considerándose cada vez más artífices de su propio destino, hasta que al llegar al siglo xvii comenzaron a concebirse a sí mismos como individuos, instancias de identidad aisladas y autosuficientes. Fue entonces cuando se identificó el término individuo con el de persona (Mauss, 1991; Elias, 1990a: 184; Weintraub, 1993: 49).1 En el siglo xix, el número de hombres que se relacionaba con el mundo a través de la individualidad y sus mecanismos (la razón, la tecnología) fue tan mayoritario que el discurso social que ellos mismos producían legitimó finalmente la sustitución de la verdad del mito por la de la ciencia, y la de la permanencia y recurrencia de lo sagrado por la del cambio y la razón. Lyell demostró en sus Principios de geología (1830-1833) que la propia Tierra tenía una historia de tiempos largos y cambios graduales, lo que sirvió de marco temporal a Darwin para imaginar su teoría de la evolución (1859). Dios no había creado a las especies como las conocemos, sino que su forma actual era resultado de cambios
1 Agradezco a Laura Freixas el dato de que el primer diario íntimo conocido fue escrito por el funcionario y político inglés Samuel Pepys entre 1660 y 1669.
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hacia la complejidad, de transformaciones graduales cada vez más diversificadas, de una lógica natural que podía explicarse a través de la razón. A Darwin le costó incluir al ser humano en su teoría, sostener que también su aparición podía explicarse al margen de dios, pero finalmente lo hizo en 1871 en su The descent of man and selection in relation to sex, permitiendo la definitiva autonomía de los humanos respecto de la instancia sagrada. Paralelamente, Marx y Engels habían publicado su Manifiesto del Partido Comunista en 1848, donde explicaban la sociedad del momento en virtud de los cambios, y en la década de 1880 Freud empezó a publicar su versión psicoanalítica de la subjetividad individual, que, a diferencia de las otras explicaciones psicológicas, ponía en el pasado y en el tiempo la clave de la interpretación. De esta forma, el discurso social transformó en el siglo xix las bases más profundas que hasta entonces lo habían regido, y pasó a identificar el cambio con la clave de nuestra supervivencia y nuestra superioridad. De ahí que simultáneamente el discurso sobre los orígenes pasó a ser construido en clave de tiempo, y la historia sustituyó definitivamente al mito como mecanismo a través del cual construir nuestro pasado. Éste dejó así de estar localizado en otros espacios (el cielo, el infierno, el purgatorio) para localizarse en los cambiantes otros tiempos de nuestra historia. Individualidad, razón y cambio se convertían a partir de entonces en los fundamentos de una forma de entender el mundo y la propia identidad que ahora nos parece universal y consustancial al ser humano, pero que no lo es. Se asocia exclusivamente a aquellas personas caracterizadas por un elevado grado de comprensión racional y de control material y tecnológico de la realidad. La individualidad fue, por tanto, resultado de todo un proceso histórico, que se fue desarrollando paralelamente al aumento del control tecnológico y la explicación racional del mundo, dada la distancia emocional que la persona establece con lo que controla o conoce a través de la razón. Y a su vez, el desarrollo de la tecnología y la especialización del trabajo iban correlacionándose con el de las diferencias personales dentro del grupo. Esto quiere decir que el proceso de individualización es la contraparte identitaria del proceso de incremento de la complejidad socioeconómica, se tenga o no escritura. Ahora bien, en las sociedades orales, el grado de control tecnológico del mundo y de explicación racional de sus fenómenos tiene un límite, ya que no existen
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fórmulas abstractas o científicas que permitan representar las recurrencias y las mecánicas del funcionamiento de los fenómenos de la naturaleza. Pues bien, podríamos decir que en cada contexto histórico, cuando ese límite se alcanzó, cuando se llegó al máximo grado de objetivación, control tecnológico e individualización que es posible alcanzar sin escritura, esos hombres individualizados inventaron una nueva «tecnología intelectual»2 que les permitió dar salida a la tendencia al aumento de la individualidad que los caracterizaba: a través de la escritura (aunque no de manera inmediata) se disparó el control tecnológico, la explicación racional y la individualidad. El ejemplo de Zuckeberg y Facebook que mencionamos al comienzo puede ser útil para pensar en la dinámica que pudo caracterizar ese paso: porque la sociedad es de cierto modo, las personas van socializándose con unos ciertos rasgos que las llevan a desarrollar la cultura material y la tecnología que satisface las demandas de la tendencia, y que a su vez transformará la forma en que se socializarán las generaciones futuras. Esas «tecnologías intelectuales» pueden tener trascendentales (y no planificadas) consecuencias a largo plazo, transformando muy profundamente el modo en que la sociedad entiende el mundo y a sí misma dentro de él, la forma en que construye su identidad. Esto fue lo que ocurrió con la escritura, cuyo potencial, una vez desarrollado, transformó de tal manera la capacidad de poder sobre el mundo y el grado de individualidad de las personas que, como veremos, su uso fue severamente limitado a las mujeres hasta llegar a la modernidad. Aunque no trataremos en profundidad el tema de la escritura para no desviarnos del argumento principal,3 al menos debemos decir que la escritura es un mecanismo radical de individualización porque permite desdoblar la relación con el mundo en dos niveles: el racional, a través de sus representaciones, y el emocional, que ya existía en las sociedades orales y que sigue activándose en la vivencia sensible de las personas con escritura.
2 Concepto utilizado por Ong (1996: 84-87) y Goody (2000) para referirse a la escritura, y que Carr (2011: 62) toma para aplicarlo a Internet. 3 Pueden consultarse las obras de Ong (1996), Olson (1998) o Havelock (1996) para comprender las trascendentales diferencias en los modos de pensamiento asociados a la oralidad y a la escritura. Rodríguez Mayorgas (2010) pasa revisión a la aparición histórica de la segunda. Puede encontrarse más bibliografía en Hernando (2002).
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Olson (1998) denominó metonímicos al tipo de signos que utilizan las sociedades orales para representar la realidad, porque en ellas el signo forma parte de la propia realidad representada. Así, por ejemplo, el nombre de una persona es parte de su espíritu, mientras que en la escritura puede visualizarse como una etiqueta perteneciente a un nivel distinto de la persona, el nivel de su representación. Por la misma razón, los signos que se utilizan para representar lo sagrado son sagrados en sí mismos y de ahí que se considere un pecado tomar el nombre de dios en vano o una profanación atacar la imagen de un santo, porque a diferencia de las representaciones que permite la escritura (que él llama metafóricas), en el mito la representación forma parte del propio fenómeno que representa. La escritura, por el contrario, desdobla la realidad en dos niveles: uno es el de la propia realidad y otro el de su representación, y la persona puede relacionarse con el segundo sin que ello implique una relación con el primero. Por ejemplo, podemos imaginar el concepto de árbol sin tener que pensar en un árbol concreto (un limonero, un peral, un pino piñonero), o el concepto de círculo sin tener que pensar en elementos de la naturaleza que presenten su diseño (el sol, una rueda). La relación con el mundo puede establecerse por tanto en un nivel racional que no implica una relación emocional. Este nivel de reflexión parece consustancial al propio pensamiento para quienes manejamos la escritura, pero no lo es. No existe en las sociedades orales o en las personas analfabetas en grupos con escritura. La experiencia de campo con los Awá nos obligó a tomar clara conciencia de que ellos no piensan a través de ese desdoblamiento cuando nos resultaba imposible, por ejemplo, preguntar por el sentido de ciertas palabras o el modo de construir alguna expresión. Entre los Awá, no es posible reflexionar sobre la lógica del lenguaje, porque el lenguaje no existe como tal. No conciben un nivel abstracto, formado por reglas, palabras, morfemas o sufijos sobre el que se pueda pensar. Lo mismo nos sucedía cuando preguntábamos, por puro afán de curiosidad, si al día siguiente saldrían a cazar y obteníamos respuestas excitadas, defensivas, de claro malestar. No tardamos mucho en entender que no podíamos hacer ese tipo de preguntas, porque para ellos (como para toda sociedad oral) el pensamiento está siempre vinculado a la acción concreta. Preguntarles si saldrían a cazar hacía que se
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sintieran tan presionados como se sentiría un empleado a quien su jefe preguntara: «¿llevará usted mañana el paquete»? o un/a hijo/a al que su madre preguntara: «¿te has lavado las manos?». En la oralidad no existe el pensamiento abstracto, desconectado de la acción, ni la conciencia de la existencia de la mente, ni los verbos que hacen alusión a los estados mentales —como pensar, decidir, creer, dudar, equivocarse, etc.— (Olson, 1998: 265; también Ong, 1996 y Havelock, 1996). Aunque en las sociedades orales se da ya cierta disociación entre razón y emoción en relación con los fenómenos que se controlan (pues si se controlan es porque se ha descifrado en alguna medida su dinámica y por tanto ya no se la considera humana), no se pueden concebir aún leyes generales para representar dinámicas que engloben el funcionamiento de fenómenos concretos diferentes, lo que, en cambio, sí permite hacer la ciencia a través de la escritura. Esto significa que en la oralidad no es posible aislar un nivel de representación del mundo separado de la experiencia o vivencia personal de ese mundo. En resumen, por tanto, las personas que manejan la escritura se relacionan con los fenómenos que experimentan personalmente en un doble nivel: aquel con el que se conectan a través de la emoción, como las sociedades orales, y ese otro con el que conectan a través de la razón. Pondré un ejemplo tomado de un estupendo anuncio de una conocida marca de relojes que hace unos años emitía tve. El anuncio preguntaba: «¿Cuánto dura un minuto?» y a medida que iba exponiendo distintas situaciones humanas, unas aburridas y pesadas, otras alegres y estimulantes, unas dolorosas, otras apasionantes, unas deseadas, otras indeseables, se iba sobreimponiendo en cada imagen un pequeño rótulo con la duración de lo que parecía durar un solo minuto en cada una de ellas. El conocimiento objetivo de un minuto no coincide con la percepción subjetiva que podemos tener de él. Es lo mismo que nos ocurre con la percepción espacial de aquellos lugares en los que ha transcurrido alguna experiencia importante de nuestras vidas. Pensemos, por ejemplo, en los escenarios en que transcurrieron felices veraneos infantiles. Esos paisajes pueden representarse a través de las dos dimensiones de un mapa, calcular su extensión o sus distancias, pero sus dimensiones se multiplicarán cuando volvamos a ellos y rememoremos los sentidos y las emociones que quedaron atados a cada árbol, cada
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piedra, camino, río o playa, donde sucediera cualquiera de los episodios que nos ayudaron a crecer y a ser quienes somos. Una persona con cultura oral sólo percibe la realidad a través de esta dimensión subjetiva y emocional, pero la escritura desdobla la percepción, e introduce un nivel que se asocia de manera intrínseca al poder sobre el fenómeno representado. En la escritura, la persona asume la posición de agente, de sujeto que entiende la mecánica no humana que rige el fenómeno que representa, lo que unido al hecho de que el conocimiento no se transmite a través de la relación, como en la cultura oral, sino a través del aislamiento y la abstracción (Ong, 1996: 75), va potenciando cada vez más la sensación de individualidad y poder. Pero ese poder no deriva sólo del alejamiento emocional respecto de los fenómenos que se conocen. La cuestión es que en la cultura oral sólo es posible conocer los fenómenos que se han experimentado personalmente (o que alguien del grupo ha experimentado y relatado), mientras que la escritura permite la relación con todos aquellos fenómenos que alguien ha representado con unas fórmulas que sabemos entender. La consecuencia es que la escritura amplía los límites del mundo y de la realidad, porque permite contemplar como parte de ésta todo aquello que alguien ha representado a través de sus signos: no sólo otros espacios u otros tiempos en los que no hemos vivido, sino animales, culturas, personas, planetas, bacterias o agujeros negros que sabemos que nunca podremos contemplar personalmente. Con la escritura el mundo estalla, se abre, profundiza, diversifica, colorea ante la mirada ilusionada y empoderada de quien lo sabe leer, porque en el propio hecho de hacerlo reside la sensación de que puede controlarlo en medida suficiente. La escritura fue una «tecnología intelectual» que permitió disparar el proceso de control tecnológico, racionalización e individualización que había venido caracterizando el desarrollo de la prehistoria. Dado el lugar de agencia y poder en el que sitúa a quien la sabe manejar, la relación racional/científica fue teniendo una creciente visibilidad social, coherente con la ocultación progresiva que el mundo emocional iba experimentando en esas mismas personas, integradas en interacciones progresivamente complejas y cada vez más individualizadas. La escritura constituyó entonces un instrumento perfecto para (o, volviendo a la relación siempre interactiva entre todos los elementos de la cultura, fue
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resultado de) la disociación razón-emoción que ya existía entre quienes tenían el poder y el control tecnológico de la sociedad. Resumiendo entonces los rasgos estructurales más importantes del proceso, podríamos decir que la individualidad, es decir, la identificación entre los conceptos de individuo y persona, se concreta en el siglo xvii, correlativamente con la generalización del concepto de riesgo (indicador del atrevimiento y deseo de cambio que caracterizaba a esos individuos) y de una nueva definición del ser que lo identifica con el pensamiento abstracto y da por consolidada la existencia de la mente —el cogito ergo sum de Descartes— (Olson, 1998: 270). La disociación razón-emoción y la idealización de la razón van potenciándose a medida que el proceso tiene lugar, para quedar consolidadas en el siglo xviii con el pensamiento ilustrado. La cuestión es que el propio ser humano se fue viendo atrapado en esta dinámica, porque a medida que el cambio era cada vez más la condición de su seguridad, la ansiedad iba formando parte del tipo de identidad en el que se iba socializando de manera creciente. El cambio no sólo sería deseado cada vez más por los hombres cuanto más valorado fuera por la sociedad, sino que también constituiría una exigencia vinculada al modo en que construían su autoestima y su sensación de seguridad. Cuanto más elevada fuera la posición de poder que esos hombres iban ocupando, más individualizados estarían, por lo que más valor depositarían en el cambio como clave de la seguridad. Pero esto les exigiría a su vez tener clara la dirección que deseaban imprimir a esos cambios, y por tanto un conocimiento de sus propios deseos y, sobre todo, una lucha para satisfacerlos, condición para que se generara la sensación de seguridad que el yo y el cambio prometen. Por eso, los autores que han estudiado la individualidad coinciden en que uno de los rasgos que la caracterizan es la reflexividad, la conciencia unitaria de uno mismo y de la coherencia que ha guiado la propia transformación (Veyne, 1987: 7; Giddens, 1987: 33 y 72; Weintraub, 1993: 166). La seguridad no depende en esta forma de identidad de satisfacer los deseos de Otro, sino de generar, conocer, perseguir y satisfacer deseos para Sí (véase un resumen de estos rasgos en la figura 2).
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Figura 2. Rasgos estructurales de la individualidad
Elevada división de funciones y especialización del trabajo Actividades variadas definidas por el cambio La naturaleza no humana se considera regida por sus propias dinámicas: ciencia Relación racional-abstracta con muchos elementos de la naturaleza con los que no se establece ninguna relación emocional Ausencia de miedo (inconsciente) frente la naturaleza no humana (porque se la comprende/controla) Miedo a la naturaleza humana (por la alta diferenciación de comportamientos) Su núcleo se sitúa en el «yo» El cambio se valora positivamente El tiempo constituye el eje más visible de ordenación de la realidad. Se siente poder frente al mundo La confianza en el destino y en la supervivencia se deposita en la iniciativa y en el trabajo personal Seguridad basada en ser el agente de la acción que se controla: posición de sujeto La identidad personal se manifiesta a través de la conciencia de los deseos particulares y de la capacidad de su satisfacción
La modernidad, el estado de cultura iniciado con la Revolución Industrial (Giddens, 1987: 26-27), cuando se llegó a la máxima expresión de todos los rasgos señalados (ciencia, control tecnológico e individualización masculina), se levanta, entonces, en términos de identidad, sobre dos categorías complementarias y contradictorias entre sí: por un lado, la objetivación del mundo que se controla tecnológicamente, es decir, el conocimiento científico basado en la razón universal y, por otro, la individualidad como forma de identidad, con su contraparte reflexiva, la subjetividad, en la que se concentra todo un núcleo de emociones reprimidas que no por no ser expresadas dejan de actuar en la relación con el mundo.
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Ambos, razón universal e individualidad, se asocian de manera intrínseca con la sensación de poder (a más capacidad de racionalización del mundo, más capacidad de poder y más individualización). Y todos esos rasgos han sido encarnados de manera progresiva por los hombres en el mundo occidental. La cuestión es que la historia nos relata su desarrollo como si se hubieran producido de manera independiente y separada de dinámicas de tipo emocional, que los investigadores no consideran necesario tener en cuenta porque nada tienen que ver, a su juicio, con las de la razón. Esta negación de las dinámicas emocionales implicadas en el proceso de racionalización e individualización constituye el núcleo más profundo del discurso en el que nos socializamos, el que reproducimos día a día, enseñamos en las clases de historia y transmitimos a nuestros hijos. Es el discurso que nos construye, que teje el velo con el que todos, desde que nacemos, aprendemos a mirar el mundo, la sociedad y a nosotros mismos. Idealizamos la razón y negamos la importancia de la emoción, o incluso despreciamos su expresión cuando se produce. Y es precisamente esta negación, elevada al nivel de verdad por el pensamiento ilustrado y a la que contribuimos tanto hombres como mujeres individualizados de la modernidad —porque es la clave para ser admitidos en los circuitos de poder (político, científico, académico, económico)— la que permite entender, en mi opinión, la clave más profunda de la dominación de los hombres sobre las mujeres. Porque la individualidad que hemos descrito es un modo de identidad muy costoso en términos emocionales, dado que es inherente a un grado de ansiedad constante, derivada de la sensación de que nunca se acaba de llegar a ser, ya que el cambio define la existencia. Los logros alcanzados nunca son suficientes, la insatisfacción es perpetua, la aspiración incolmable, porque siempre hará falta volver a cambiar si se desea estar seguro de uno mismo. Además, cuanta más individualidad defina la identidad de quienes rigen el grupo, más cambio definirá la sociedad (recuérdese la relación fractal), por lo que la persona no sólo tendrá una necesidad subjetiva de cambiar, sino también una exigencia objetiva, social, si quiere tener recompensas en términos de éxito o de poder. Y de esta forma, se verá impelida a cambiar, innovar, transformar, avanzar, generar constantemente nuevas ideas, tecnologías, relaciones y etapas en la propia vida, aunque no sepa
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para qué, aunque en su fuero interno desee detenerse, bajarse de un mundo en marcha acelerada. Al mismo tiempo, y como parte del mismo proceso, cuanto más cambio define a la sociedad y a la vida personal, más fenómenos se comprenden científicamente y más dinámicas del mundo exterior se controlan tecnológicamente, lo que hace que dejen de ser explicadas en clave humana. Esto significa que a medida que se controlan los fenómenos de la naturaleza, dejan de sostenerse relaciones personales o humanas con ellos, por lo que entender el mundo a través de la razón va dejando al ser humano progresivamente solo, sin dioses que lo protejan, enfrentado a un universo que gira al margen del propio grupo, guiado por dinámicas que no tienen relación con él. Comprender las mecánicas racionales del mundo empodera, pero emocionalmente aísla, dejando un frío y metálico sabor. Y es que el poder siempre tiene un precio emocional. Norbert Elias (1990b: 93) se preguntaba cómo el ser humano había podido pagar este precio a lo largo de la historia y respondía que la sensación de dominio y de control de los fenómenos debió compensar la pérdida emocional que supuso. Lo que sostendré en las próximas páginas es que desvelar la trampa del orden patriarcal consiste en comprender que ese precio (emocional) no se pagó, porque no es posible pagarlo. Si el ser humano se hubiera desvinculado realmente de su grupo como pretende la individualidad, si hubiera dejado de conectarse con el mundo a través de la emoción, como pretende la razón autónoma, y si con ello realmente se hubiera sentido progresivamente solo frente al universo, entonces el proceso no habría tenido lugar. Porque si esto hubiera sido así, la seguridad que el ser humano ganaba con la razón se hubiera visto neutralizada por la mucha mayor inseguridad que le habría producido la constatación de la obvia realidad de su pequeñez e impotencia frente a un universo mucho más poderoso e inevitablemente fuera de su control, lo que a su vez le habría impedido promover más cambios. Si el proceso de aumento de la individualidad y de la razón tuvo lugar con las características, el ritmo y la progresión con que se dieron, es porque los hombres que iban encarnando esa forma de identidad desarrollaron mecanismos para no quedarse solos a pesar de comprender el universo, para tener sensación de estabilidad a pesar de cambiar cada vez más deprisa, para sentir el calor de las emociones a pesar del frío que sentían cuando dejaban abierta la
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puerta de la razón. Es decir, porque desarrollaron mecanismos a través de los cuales pudieron evitar el pago del precio emocional que el aumento de la razón implicaba. Estos mecanismos son los que la historia no cuenta, los que el discurso social oculta e invisibiliza, por el simple hecho de que no los han reconocido personalmente quienes han desarrollado históricamente la individualidad y la razón. No los han reconocido porque no los veían, tan ocultos como iban quedando en esa subjetividad que construían como contraparte de su relación racional con el mundo. Lo que me propongo en lo que sigue es analizar cómo ha sido posible construir esta negación desde el punto de vista identitario, para poder entender con ello, por un lado, por qué la subordinación de las mujeres es necesaria para un orden que se basa en la fantasía de la individualidad y de la razón autónoma; y por otro, por qué no puede ser eficaz ninguna lucha por la igualdad que esté enfocada exclusivamente a discutir razones sin plantearse la necesidad de reclamar el valor de las emociones. Y es que al utilizar una aproximación de arqueóloga y dirigir la mirada a lo que los hombres individualizados, maestros de la ciencia y de la técnica y de la razón, y de mentalidad patriarcal hacen, y no sólo a lo que el discurso social dice que hacen, se descubren nuevas dimensiones de una realidad que siempre ha estado delante de nuestros ojos, pero que no podíamos ver porque la mirábamos a través de los cristales del discurso social dominante. Y al conocer la parte que ese discurso oculta, la que no se reconoce porque ha quedado tan invisibilizada que nuestra propia mirada la atraviesa sin poder verla, se entiende la verdadera dimensión de la fantasía en la que se sostiene un orden que pretende que puede prescindir de la emoción en sus mecanismos de seguridad.

6. Identidad relacional/identidad individualizada. La apariencia de las cosa

Hace poco más de diez años (Hernando, 2000a), identificaba la identidad relacional con la que habían sostenido las mujeres a lo largo de la historia, hasta llegar a la modernidad, y la individualidad con la que había ido caracterizando gradual y progresivamente a los hombres. Defendía que al llegar a la modernidad, las mujeres del mundo occidental habían tenido que compaginar ambas, con las contradicciones y los conflictos que ello supone (y en los que nos detendremos luego), pero no veía aún las contradicciones y los conflictos que ahora también me parecen inherentes a la identidad individualizada de los hombres. La razón reside, pienso hoy, en que mientras las contradicciones que definen la identidad de las mujeres actuales son, en general, plenamente reconocidas por ellas (y por tanto son visibles socialmente), no sucede lo mismo con las que caracterizan a los hombres, que son actuadas de manera inconsciente y excluidas de un discurso (de verdad) en el que no tiene cabida lo que ocurre en su subjetividad. Ese discurso que invisibiliza las contradicciones de la individualidad masculina y sólo visibiliza las de la femenina es el discurso patriarcal. Se trata de una forma de entender y reflejar la realidad basada en la fantasía de que un ser humano aislado puede sentir (y tener) poder sobre el mundo sin necesidad de sentirse parte de una comunidad. Es una fantasía de potencia, sobre la que se ha ido construyendo la individualidad masculina a lo largo de la historia y el tipo de conocimiento al que esa forma de identidad
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se asociaba: la ciencia positiva. Para entender cómo fue posible sostener esta fantasía es necesario explicar primero cómo se fue construyendo la identidad de los seres humanos en nuestra trayectoria histórica. Esta construcción fue transformándose de manera compleja, incluyendo un nivel consciente, visible, y un nivel inconsciente y negado que era mayor cuanto mayor era la pretensión de individualidad. En este capítulo me ocuparé del primer nivel, aquel en el que, aparentemente, la individualidad fue sustituyendo a la identidad relacional. Resulta necesario entender primero lo reconocido y consciente para comprender después las trampas que fue ocultando, aquello que fue negando y que sólo se hace visible si abandonamos el discurso social. Tendré ocasión de referirme a ello en los capítulos siguientes.
La construcción histórica de la identidad
La progresiva aceleración de los cambios que definen a la sociedad en la que vivimos (Virilio, 2005; Baumann, 2007; Sennett, 2009) ha despertado un interés creciente en las ciencias sociales por entender qué es la identidad, qué somos, cómo podemos definirnos en un mundo en el que nada parece poder permanecer si quiere ser valorado. Hoy pueden encontrarse dos posturas claramente diferenciadas en los estudios de la identidad personal: a) desde la primera se sostiene que, aunque han existido diferentes tipos de identidad a lo largo de la historia, toda persona, perteneciente a cualquier cultura, debe ser considerada un «individuo», pues la experiencia de uno mismo como algo separado del resto es común a la naturaleza humana;1 b) desde la segunda se defiende que históricamente han existido dos formas diferentes de identidad: por un lado, la identidad moderna occidental, individualizada, y, por otro, la identidad no moderna y no individual, denominada normalmente colectiva o relacional.2 En ésta, las personas no
1 Puede citarse como ejemplos a Sampson (1988), Cohen (1994), Ewing (1990), Moore (2000), Knapp y Meskell (1997), Knapp y Van Dommelen (2008), Machin (2009), Sökefeld (1999), etc. 2 A ella cabría adscribir a Dumont (1987), Geertz (1984), Read (1955), Price-Williams (1980) o Thomas (2004).
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percibirían un límite claro entre ellas mismas y los otros miembros de su grupo, por lo que se construiría de forma «interdependiente» (Markus y Kitayama, 1991) o «dividual» (Bird-David, 1999; Fowler, 2005), a través de mecanismos que Marilyn Strathern (1988) denominó, por ejemplo, «partibilidad» y «dividualidad». Desde este enfoque, sólo las personas que pertenecen a la modernidad serían «individuos». Debe decirse, sin embargo, que la mayor parte de los autores citados en ambas perspectivas concuerdan en que la identidad personal puede presentar rasgos mixtos entre la identidad relacional y la individual,3 aunque consideran que no existe ninguna pauta general que explique los rasgos particulares que la identidad presenta en cada caso particular o histórico. Por el contrario, yo sí creo en la existencia de esa pauta. En mi opinión, la identidad relacional y la identidad individualizada constituyen dos bloques o conjuntos cerrados de rasgos que se ponen en juego dentro de una misma persona en distintos porcentajes, en el nivel consciente (luego veremos lo que sucede en el inconsciente), según cuál sea su grado de control y su capacidad para explicar racionalmente los fenómenos del mundo. Cuando la persona no controla un fenómeno, se relaciona con él siguiendo las pautas de la identidad relacional, y cuando sí lo controla, la relación que establece con él se define a través de los rasgos de la individualidad. Esto quiere decir que si una persona controla/explica racionalmente muchos fenómenos, el porcentaje de identidad individualizada será alto en el conjunto de su identidad personal, y en cambio, si no tiene control ni conocimiento científico el porcentaje alto será el de identidad relacional. Lo explicaré mejor. Cuando al comienzo de las trayectorias históricas no existía ningún tipo de control tecnológico del mundo ni conocimiento de sus mecánicas causales (dos rasgos simultáneos de un mismo proceso), todos los miembros del grupo social, hombres y mujeres, se relacionaban con todos los fenómenos de la realidad a través de la identidad relacional. Es decir, los explicaban a través de
3 También sostienen esta opinión LiPuma (2000), Kashima et al. (1995), Shweder y Bourne (1982) o Spiro (1993).
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dinámicas humanas y les atribuían un poder sagrado, y convertían a esta instancia en el sujeto de los deseos que ellos deberían cumplir para tener garantizada la supervivencia. Todos y cada uno de ellos se ponían en posición de objeto frente a esa instancia superior y se definían exclusivamente a través de las relaciones humanas en las que se insertaban socialmente (soy el padre de mi hijo, el sobrino de mi tío, etc.), pues sin la conciencia de pertenencia al grupo no podrían sentir la fuerza suficiente para hacer frente al mundo. Es en este sentido que afirmamos que los grupos sin división de funciones y especialización del trabajo tienen identidad relacional. Cuando en el proceso histórico comienzan a controlarse / explicarse las mecánicas de un número creciente de fenómenos de la naturaleza, la persona que los controla / entiende se relaciona con ellos a través de la individualidad, pero mantiene una relación definida a través de la identidad relacional con todos los demás fenómenos que sigue sin controlar / entender. Esto significa, por ejemplo, que si una persona ya conoce la mecánica del crecimiento de las plantas hasta el punto de que intensifica la producción a través de sistemas como el regadío, el uso de estiércol o el arado, ya no percibe la tierra como una instancia sagrada y con poder, sino como un fenómeno de naturaleza distinta a la humana, cuya lógica de comportamiento ha descifrado y que, por tanto, es susceptible de control. Cuando esto es así, en la relación con este fenómeno se ponen en juego los rasgos de la identidad individualizada: se impone una distancia emocional porque ya no se la considera humana, no constituye una fuente de amenaza porque se entiende su funcionamiento, la persona siente poder sobre ella y no viceversa, y el destino de esa relación lo marcarán las decisiones y los deseos de la persona, que a su vez generará sucesivos cambios porque la experiencia de haber cambiado en el pasado ha aumentado su seguridad material en el presente. Lo que ocurrió en nuestra historia, en mi opinión, es que a medida que un número mayor de fenómenos se fueron controlando / explicando, las personas que desarrollaron ese control y ese tipo de conocimiento fueron relacionándose a través de los rasgos correspondientes a la individualidad con un número creciente de fenómenos, protagonizando lo que llamamos el proceso de individualización.
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Me gustaría que quedara claro que no considero que el proceso de individualización haya consistido en una transición gradual de los rasgos de la identidad relacional a la individual, porque en mi opinión ambos bloques o conjuntos de rasgos se presentan siempre con toda su potencia. Esto es así porque los rasgos que definen a cada uno de ellos se asocian entre sí de manera estructural y necesaria, razón por la cual si aparece un rasgo perteneciente a uno de los dos conjuntos podrá asumirse que también aparecerán todos los demás rasgos con los que se asocia, siempre con toda su potencia y en su máxima expresión. Lo que cambia es el porcentaje en el que cada uno de los dos bloques o conjuntos integra la identidad de cada persona, y esto depende de la cantidad de fenómenos que puede explicar o controlar: cuanto más control/conocimiento científico, más porcentaje del bloque de la individualidad. Para que se entienda mejor, permítaseme poner un ejemplo de nuestra propia cultura: imaginemos a un catedrático de astrofísica (para utilizar un ejemplo de una disciplina especialmente abstracta y racional) quien, dada su formación y el desarrollo de sus conocimientos, se relacionará racionalmente con la mayor parte de los fenómenos de la realidad, porque conocerá sus mecánicas causales, lo que implica que tendrá una identidad altamente individualizada. De hecho, puede tenerla totalmente individualizada (en términos conscientes) si considera que a través de la razón puede explicar todos los fenómenos del mundo en el que vive. Pero tal vez tenga necesidad de responder a una pregunta para la que la respuesta racional puede no resultarle suficiente: «¿Qué pasa después de la muerte?». La individualidad convierte al individuo en el centro de su propio universo, por lo que, en general, le resulta difícil aceptar su propia muerte sin angustia. Una respuesta racional se limitará a decir: nada, no pasa nada. La muerte es una parte más de la vida, su punto final. De manera que si necesita otra respuesta, que sea más consoladora y neutralizadora de la angustia, dado que la muerte es un fenómeno que no controlamos, no le quedará otro remedio que construirla a través de los mecanismos míticos asociados a la identidad relacional. Y en consecuencia, el profesor de astrofísica, que se relaciona de forma abstracta y racional con todo el resto de la realidad, sin embargo, con este fenómeno concreto se relacionará a través del conocimiento mítico (por ejemplo, católico) o y considerará que sus dinámicas están regidas por una instancia sagrada creada a imagen y semejanza del orden social
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(en nuestro caso, patriarcal), donde el pasado se lee en términos de espacio (cielo, infierno, purgatorio), y respecto del cual la seguridad depende de conocer y satisfacer los deseos del único Sujeto («Yo soy el que Es») que es la divinidad, lo que reconocerá a través de la práctica de ciertos ritos (como misas u oraciones). En relación con este fenómeno, el astrofísico se considerará perteneciente a una comunidad (de creyentes) en la que él no tendrá importancia ni poder, pues sólo a través de la comunidad se sentirá protegido frente a la angustia que de otro modo lo invadiría. Como se ve, el conjunto de rasgos que define la identidad relacional se mantiene con la misma potencia con la que actúa en un grupo de cazadores-recolectores, con la única diferencia de que en el caso de éstos se aplica a la relación con todos los fenómenos de la realidad y en el del astrofísico al único fenómeno que le queda por entender y creer que controla, la muerte. En esto consiste el proceso de individualización: la contraparte identitaria del aumento de control material del mundo consistió en que un número cada vez mayor de hombres sentía poder/ control/conocimiento sobre un creciente número de fenómenos, por lo que el porcentaje de individualidad en la construcción de su identidad aumentaba correlativamente. Hasta que al llegar a la Ilustración y la modernidad, se alcanzó un control y un conocimiento de las dinámicas del mundo que, de manera completamente novedosa en la historia y en todos los grupos conocidos, permitió a algunos de sus miembros prescindir de dios, reconocerse ateo, es decir, pretender que no se necesitaba una instancia protectora para sentirse seguro en el mundo, porque ahora el individuo se bastaba con la razón y la tecnología para generar esa seguridad —recuerdo una vez más que lo que estamos viendo en este capítulo corresponde sólo a la parte consciente de la identidad, es decir, a la que se reconoce y visibiliza—. Entender lo anterior supone aceptar que la identidad de los miembros de un grupo social es tan variada como las posiciones de poder que lo caracterizan. Y que a medida que se fue multiplicando la división de funciones, se fue abriendo el rango de variación en el grado de individualización de las personas dentro del grupo social: todos los cazadores-recolectores tienen identidad relacional; sin embargo, los campesinos que intensifican la producción ya presentan alguna variación interna en relación con el grado de individualización de las personas (aunque aún sea muy
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pequeña), y cuando comienzan las actividades especializadas, como la metalurgia, el comercio o la artesanía, esa variación se va ampliando, correlativamente al desarrollo del conocimiento y el control de esas esferas y, consecuentemente, a la aparición de posiciones de poder. En el momento en que esas actividades aparecieron, el porcentaje de individualidad/control de las personas (hombres, salvo excepciones) que las realizaban fue suficiente como para que pudieran sentirse diferentes al resto de su grupo, lo que se visibilizó en su apariencia en las tumbas hacia el 2.500 a.C., como veremos luego. Los primeros jefes aparecieron entonces, pero su poder (e individualidad) iría aumentando a medida que controlaran y explicaran racionalmente más fenómenos del mundo, razón por la cual la escritura disparó la individualidad, como vimos en el capítulo anterior. Esto quiere decir que a medida que aumenta la complejidad socioeconómica, aumentarán tres cosas: a) el grado (porcentaje) de individualidad que define a las personas que más poder tienen dentro del grupo; b) el número de personas que tiene algún grado de individualidad/poder, y c) la variación en el grado de individualidad de los miembros del grupo, correlativa a la de su grado de poder. Por su parte, siempre quedarán en la base personas sin ningún grado de individualidad, que (si excluimos a las mujeres, de las que hablaremos luego) suelen ser las personas analfabetas y no especializadas en sociedades con escritura. Esto quiere decir que el grado de individualidad, especialización de funciones y poder será correlativo en cada persona, ya que son tres expresiones de una misma dinámica, que hasta llegar a la modernidad fue encarnada por los hombres y no por las mujeres. Pensemos nuevamente en nuestra propia sociedad para entender mejor esta dinámica: hemos hablado de un catedrático de astrofísica, altamente individualizado porque se relaciona con el mundo a través de la distancia del conocimiento científico. Pero también podemos pensar en un gobernante, que posee poder político, o en un millonario, que posee poder económico. Todos ellos estarán altamente individualizados porque controlan y entienden sus respectivas esferas de actuación, por lo que podríamos decir que nuestra sociedad está muy individualizada. Ahora bien, pensemos ahora en un anciano campesino gallego, que nunca fue alfabetizado ni aprendió otro oficio que el humilde cultivo de su parcelita de tierra o el cuidado de unas cuantas
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vacas. Este hombre construirá su identidad de manera predominantemente relacional, no sentirá poder sobre el mundo ni podrá concebirse sin la familia a la que pertenece, la parroquia en la que vive o las montañas que le dan cobijo. Creerá seguramente en la existencia de dios e incluso en la de alguna otra instancia mítica, como las brujas o meigas, o incluso, al igual que los cazadoresrecolectores, podrá llegar a pensar que esos muertos que habitan espacios paralelos pueden interactuar con el nuestro, llevando consigo a quien encuentren en su camino dado su muy superior poder4 (pertenecen al orden mítico, y, por tanto, sagrado). Este hombre convive con el astrofísico en la misma sociedad, pero cada uno parece vivir (porque en realidad lo hace) en un mundo distinto. Y entre ambos existe todo tipo de variaciones en el grado de individualidad y, por tanto, en el tipo de mundos en los que creen vivir los demás miembros del grupo. Tantos mundos como diferencias de poder existan dentro de él. El grado de individualidad de una persona no es otra cosa, entonces, que el trasunto identitario de su posición de poder/control/ conocimiento racional del mundo. Es la contraparte cognitiva de ese grado de poder. Como decíamos, ambas dimensiones se desarrollan correlativamente, son dos caras de una misma moneda: un aumento de poder implica un aumento de la individualidad, pero del mismo modo un desarrollo de la individualidad (sobre la base del aprendizaje de la escritura o de terapias que lleven a la persona a generar deseos para sí) implica un aumento del sentimiento y la capacidad de poder. Y al revés: una pérdida de poder generará un aumento de la identidad relacional para compensarla y mantener la confianza en la propia supervivencia. La identidad se transforma, es flexible, porque es siempre un recurso cognitivo destinado a neutralizar la sensación de impotencia, de manera que según cuál sea la relación de poder que se sostenga en cada momento con el mundo, se activarán los mecanismos de la identidad relacional o de la identidad individualizada: cuanto menos poder, más identidad relacional;
4 Me refiero a la creencia en la Santa Compaña de la mitología popular gallega. Consiste en una procesión de muertos o ánimas en pena que por la noche recorren errantes los caminos rurales. Quien la ve es arrastrado por ella. Puede encontrarse un brillante análisis del carácter letal de los encuentros entre los vivos y los habitantes del mundo mítico en grupos amazónicos en Viveiros de Castro (1996: 135).
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cuanto más poder, más individualidad. Imaginemos un grupo de individuos altamente individualizados que, por circunstancias no buscadas por ellos, deban enfrentarse a una amenaza que antes no existía: una guerra, un desastre natural o nuclear, un dirigente autoritario o tirano, etc. De manera automática, los individuos que se sientan amenazados generarán mecanismos de identidad relacional, y se unirán en comunidades de lucha, resistencia u organización, que les permitirán generar esperanzas de supervivencia. A la vez, su identidad se centrará en el grupo, que es la instancia en la que se sienten seguros. Imaginemos las resistencias clandestinas, o los bandos opuestos en las guerras. La vinculación con el grupo de cuya adscripción depende la seguridad es siempre mítica, emocional, y suele aceptarse como natural la existencia de símbolos a los que se atribuye un valor tan sagrado como el que un grupo de cazadores atribuye a los árboles o a las montañas. En nuestro caso, banderas, siglas partidarias o símbolos variados representan esa instancia abstracta, que es idealizada y a cuyo sometimiento se atribuye la seguridad personal. No caben iniciativas personales si se quiere disfrutar de su protección, sino obediencia y humilde cumplimiento de los ritos que exija el reconocimiento de su carácter sagrado y su capacidad de protección. Pero si la situación de amenaza finaliza y las personas vuelven a ocupar posiciones especializadas en el grupo social, entonces volverá a tener prioridad la identidad individualizada que las caracterizaba hasta la llegada de la amenaza. Lo mismo sucede con el solapamiento de identidades múltiples que son detectables cuando una misma persona está sometida a niveles distintos de opresión o explotación: pensemos, por ejemplo, en una mujer negra y esclava en una sociedad patriarcal y de mayoría racial blanca. Los tres términos —mujer, negra y esclava— constituyen condiciones de subordinación, por lo que, como ya ha sido tratado por otras autoras (Young, 1983; Femenías, 2008), las personas que las encarnen tenderán a constituir identidades colectivas de autoafirmación, lo que yo llamo identidades relacionales. Se ha considerado que en estos casos de identidades plurales prevalecerá una u otra identidad en función de factores políticos de variada índole, pero me atrevería a decir que, en general, se cumplirá la norma de que la identidad relacional que prevalecerá en cada caso, la más visible, será aquella vinculada a la relación
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que sea vivida como generadora del máximo grado de opresión o explotación, de la máxima amenaza, porque a mayor impotencia más identidad relacional. Así, por ejemplo, en la situación mencionada la identidad más visible será la de esclava, seguramente, pero si nos encontramos con una mujer negra no esclava, entonces se identificará más con su raza o con su sexo, según cuál de ellos haya supuesto más subordinación en sus particulares condiciones de vida. De ahí que las mujeres blancas occidentales de clase media sólo perciban en general un nivel de identidad relacional vinculado con el género, mientras que las feministas de otros contextos contemplan muchas más dimensiones de dominación, interrelacionadas de maneras complejas (Davis, 1981; Mohanty et al., 1991). No es posible entender la identidad en una persona concreta dentro de una sociedad de elevada complejidad socioeconómica sin tener en cuenta su posición particular con respecto a los ejes de poder y dominación que definen a esa sociedad. Pero esto no debe llevar a pensar que no existen regularidades en la construcción de la identidad personal, como pretenden las posiciones posmodernas que creen en la particularidad absoluta de cada sujeto, y en la imposibilidad de comparación o generalización.5 Por el contrario, lo único que demuestra es que es necesario tener en cuenta el contexto histórico y social particular en cada caso para saber cómo pueden estar conjugándose los dos conjuntos de rasgos identitarios, que siempre actuarán siguiendo una lógica similar en su relación con el poder. En consecuencia, rechazo cualquier posición evolucionista en ciencias sociales y humanas. No es mejor ser individualizado que tener una identidad relacional, ni pueden atribuirse juicios de valor a cualquiera de sus infinitas combinaciones posibles. Cada forma de identidad es tan efectiva como las demás, porque cada una constituye un vehículo eficaz para hacer frente a las condiciones de control del mundo que corresponden a cada cual. La sociedad actual idealiza la individualidad y desprecia la identidad relacional porque la primera se asocia con el poder y la segunda con la
5 Las autoras feministas posmodernas utilizan el término interseccionalidad para hacer alusión al cruce de identidades derivadas de la raza, la clase y el género que, a su juicio, define de manera particular a cada mujer concreta (Tanesini, 1999; Brumfield, 2006). Pueden verse análisis de esta posición en Cobo (2011: 66) o en Lozano Rubio (2011).
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impotencia. Pero, como iremos viendo, la primera es pura fantasía si no se asocia con la segunda, porque dejaría en evidencia la pequeñez y la insuficiencia de lo que una sola persona representa frente a todo el universo. Para entender cómo ha podido crearse y sostenerse esa fantasía, hay que activar la mirada de arqueóloga y centrar la atención en aquello que el discurso patriarcal oculta pero sin embargo actúa, en ese nivel inconsciente y negado al que nos referíamos al comienzo. Hay que dirigir la mirada a la realidad de las cosas y no al discurso que se hace sobre esa realidad. Y si centramos la atención en esa realidad actuada por los hombres con poder, comprobaremos que el proceso que acabamos de describir —en el que la identidad relacional fue paulatinamente sustituida por la individualizada a medida que avanzaba el grado de control/poder sobre el mundo— sólo ocurría en el nivel de la apariencia, porque en realidad, pese al avance de la identidad individualizada, la identidad relacional nunca desapareció. Simplemente, dejaba de ser reconocida conscientemente, pasaba a ser negada. Lo que sucedía es que a medida que los hombres desarrollaban un grado más su individualidad, pasaban a actuar inconscientemente ese mismo porcentaje de su identidad relacional. Esto quiere decir que el proceso de individualización de los hombres a lo largo de la historia se ha caracterizado por el hecho de que actuaban inconscientemente tanto porcentaje de identidad relacional como porcentaje de individualidad los caracterizaba. La identidad relacional se mantiene intacta en todos los seres humanos porque la vinculación a un grupo es fundamental para generar sensación de seguridad. Y sobre ella puede o no construirse la individualidad en distintos porcentajes. Si la individualidad se construye, la persona encarnará, dentro de ella, dos modos contradictorios de identidad en su relación con el mundo. Lo que han hecho los hombres a lo largo de la historia es no reconocer esta contradicción, sino negarla, actuando de manera inconsciente y no reconocida todo ese porcentaje de identidad relacional que, en apariencia, había sido suplido por la individualidad. Esto quiere decir que cuanta más individualidad tenían, mayor porcentaje de actuación inconsciente de identidad relacional definía su identidad. Para actuar esa identidad relacional de manera inconsciente y por tanto negada han utilizado dos mecanismos diferentes: a) las relaciones desiguales de género, y b) la adscripción a grupos de pares, dentro o fuera de su propio grupo. Mi argumento es
que históricamente, a través de ambas estrategias, los hombres fueron compensando, sin saber que lo hacían y sin poder reconocerlo, el déficit de vínculo y de sentido de pertenencia que iban perdiendo con la individualidad, construyendo así la fantasía en la que ella se basa. Pero es tan potente el discurso de verdad que sostiene el orden patriarcal que lo que es evidente y está ante nuestros ojos nos parece invisible, porque se nos enseña a creer que las cosas son como el discurso las cuenta y no como nosotros mismos observamos (sin ver) que son. A intentar desvelar este nivel de actuación dedicaré los dos siguientes capítulos.

7. La fantasía de la individualidad I.

Mujeres e identidad de género

Me propongo volver al inicio del proceso, allí donde todo debió comenzar, con la esperanza de hacer visible aquello que el orden patriarcal fue invisibilizando para construir la fantasía de poder en la que se basa. Confío en contribuir con ello a dos objetivos que, aunque parecen distintos, no son sino una y la misma cosa: el fin de la subordinación de las mujeres y la transformación de la lógica que guía nuestro orden social, que parece estar acelerando la tendencia hacia un descontrolado, desesperanzado y doliente futuro. Para aproximarnos históricamente a la cuestión de la subordinación de las mujeres comenzaré por explicar el proceso teniendo en cuenta los datos que ofrece el relato oficial de los manuales de prehistoria. Posteriormente, intentaré completar esta reconstrucción, analizando cómo pudo desarrollarse la dinámica identitaria y qué datos ofrece la arqueología en relación con las mujeres. Dijimos que toda la evidencia actual demuestra que en los grupos sin división de funciones y especialización del trabajo, los hombres y las mujeres realizan funciones complementarias que no tienen por qué implicar una relación de poder, ya que ninguno de los dos controla ni establece distancia emocional con respecto a ningún fenómeno de la realidad ni, por tanto, a otras personas del grupo. Al mismo tiempo, sin embargo, parece comprobarse que en los casos conocidos existe una prioridad simbólica o de prestigio de lo masculino, lo que podría atribuirse
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La fantasía de la individualidad I. Mujeres e identidad de género
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a las implicaciones cognitivas de la mayor movilidad inherente a las funciones de los hombres. Esta ligera mayor movilidad se asociaría a una igualmente ligera mayor asertividad y capacidad para tomar decisiones, lo que los habría puesto en mejores condiciones para protagonizar pequeños cambios cuya finalidad no sería inicialmente buscar la transformación, sino mantener el statu quo, en las inevitablemente cambiantes condiciones de la interacción con los elementos. Podríamos asumir entonces que, partiendo de una relación complementaria pero igualitaria entre los sexos, y en virtud de esa casi imperceptible diferencia inicial, los hombres pudieron haber asumido una ligera mayor responsabilidad en la toma de decisiones, lo que paulatinamente podría haber ido generando condiciones de desigualdad. Al comienzo, ni siquiera tienen por qué haber asumido esa responsabilidad hombres aislados (lo que ya habría implicado diferencias de poder), sino el grupo de los hombres adultos, por ejemplo, organizados en consejos de ancianos o instituciones de ese tipo. El registro arqueológico apoya, de hecho, este tipo de proceso. Pondré un ejemplo estudiado por Andrew Sherratt (1982: figura 2.7) en dos necrópolis de los Balcanes: en la primera de ellas, Nitra, del Neolítico Final de Eslovaquia, fechada a comienzos del v milenio a.C., se observa que los varones de entre 40 y 60 años aparecen enterrados con un ajuar que los destaca del resto del grupo pero los iguala entre ellos, pues en todos los casos está integrado por hachas de piedra pulimentada y anillos de concha. Este periodo se caracteriza por la existencia de estrategias intensivas de producción agrícola, pero aún no ha comenzado la producción granjera especializada, que corresponde a fechas más tardías, precisamente en las que cabe datar la segunda de las necrópolis estudiadas por ese autor. Fechada más de un milenio después, en el iv a.C., la necrópolis calcolítica de Tiszapolgár-Basatanya (Hungría) muestra ya distintos grados de riqueza en los ajuares, lo que supone un claro desarrollo de la desigualdad, tanto entre los dos sexos como entre miembros de cada sexo. Los elementos más ricos y llamativos, las dagas de piedra y cobre (el primer metal de la zona), se asocian a «hombres adultos jóvenes» (ibídem: 23), aunque el resto del ajuar puede variar entre ellos. En el Calcolítico ya existía una división de funciones que iba más allá de la determinada por el sexo, como demuestra
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no sólo el inicio de la producción granjera especializada para obtener productos secundarios como el queso, la leche o la lana, sino sobre todo la aparición de la metalurgia y de las redes comerciales. Estos rasgos socioeconómicos se asocian con la aparición de lo que se consideran los primeros jefes en el registro arqueológico, que algunos han equiparado a esa figura de big man definida por Sahlins (1963) en Melanesia para identificar a hombres que disfrutan de autoridad y reconocimiento social, pero cuyo poder aún no se transmite hereditariamente. Esta transmisión, indicadora de un reforzamiento de las posiciones de poder a través de la legitimación de linajes, sólo se constata en el registro arqueológico del mundo occidental a partir de la Edad del Bronce (desde aproximadamente 1.800 a.C). En ese momento comienzan a aparecer tumbas de niños con ajuares de lujo —un ejemplo muy claro son las necrópolis de la cultura de El Argar, en el sureste español (Lull et al., 2004)—, lo que coincide con la extensión de las redes comerciales para la obtención de estaño (que aleado con cobre permite fabricar el bronce) y una creciente especialización artesanal. A partir de entonces el proceso socioeconómico se fue caracterizando por una creciente división de funciones y por la especialización tecnológica, asociadas por un lado a redes de relación e intercambio, conflictos y alianzas cada vez más amplias y complejas, y por otro a la multiplicación de las posiciones de poder y de las identidades individualizadas. Éste es el relato de los manuales de prehistoria que, como vemos, sólo aluden al desarrollo de la tecnología, la riqueza o las posiciones de poder presumiblemente sostenidas por hombres, es decir, al desarrollo progresivo de los mecanismos de desconexión emocional del mundo. El argumento que vengo repitiendo es que si realmente se hubiera producido esa desconexión, la seguridad que habría generado el cambio tecnológico habría sido menor que la inseguridad que habría implicado desligarse de la instancia sagrada y del grupo, por lo que sólo garantizando la pertenencia a éste pueden haberse producido esos cambios. La seguridad con la que me parece percibir este hecho no sólo se deriva de los comportamientos que observo actualmente en la mayoría de los hombres con poder, en quienes nos detendremos más adelante, sino también de los datos que el propio registro arqueológico e histórico ofrecen. Volvamos a empezar entonces
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para completar la imagen de lo que pudo suceder desde el punto de vista de la transformación de las identidades de esos hombres que adquirían progresivo poder. Al comienzo de todas las trayectorias culturales, cuando todos eran cazadores-recolectores, la diferencia de grados de individualización de hombres y mujeres debía ser prácticamente inexistente, dado que ambos construían su identidad de manera relacional, por lo que no podría hablarse aún de sociedad patriarcal. Y cuando los hombres, guiados por esa mínima diferencia, fueron generando de manera muy sutil y gradual algunos cambios a favor del mayor control tecnológico, la pérdida de conexión emocional no habría sido visible, pues las mujeres la compensarían con su mínimo grado superior de identidad relacional. Y de esta forma, puede haber comenzado, en todas las trayectorias históricas conocidas, un proceso no planificado ni dirigido, pero de trascendentales consecuencias, que habría ido alimentándose a sí mismo y aumentando de manera imperceptible las diferencias en la identidad de hombres y mujeres: porque si ellas compensaban la pérdida de conexión emocional de los hombres, ellos podrían aumentar el control tecnológico (es decir, la individualización) sin que percibieran esa desconexión y sin que la relación entre ambos implicara inicialmente ningún tipo de coerción ni subordinación. La identidad relacional y la protección de una instancia sagrada serían aún los mecanismos de seguridad percibidos como prioritarios por todo el grupo. El problema habría comenzado cuando a través de la constante realimentación de esta dinámica (ellos un poquito más individualizados y ellas con la misma identidad relacional), el control tecnológico, el grado de poder y los rasgos de individualización desarrollados por los hombres alcanzaron un nivel suficiente como para plantear un conflicto en la importancia que ellos mismos y el grupo en general otorgaban a la seguridad generada por ambos mecanismos: la protección de una instancia sagrada, por un lado, y el control tecnológico en manos de los hombres, por otro; o, lo que es lo mismo, la vinculación con el grupo, por un lado, y la agencia individual por otro. Dado que el primero se asocia paradójicamente con la inseguridad, la debilidad y la impotencia frente al mundo, mientras que el segundo se vincula con la seguridad en uno mismo, la iniciativa y la potencia personal, resulta fácil entender que a medida que los hombres se
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especializaban en el segundo cada vez les resultara más difícil reconocerse en el primero. Téngase en cuenta que paulatinamente los hombres iban asumiendo el poder que antes otorgaban a la instancia sagrada en relación con cada uno de los fenómenos que controlaban. Y la sensación de potencia personal que esto genera es contradictoria con la de impotencia y humildad inherentes a la percepción de uno mismo como un simple engranaje de una máquina compleja, el propio grupo. Y es que, ciertamente, ambas son percepciones contradictorias: una asociada a la debilidad y otra a la fuerza, una a la impotencia y otra al poder, una al sometimiento a los deseos de una instancia protectora y otra a la agencia y a la iniciativa personal, una a la posición de objeto y otra a la de sujeto, una a la recurrencia y otra al cambio. Es obvio, además, que la capacidad de poder sobre el mundo y de emprender cambios se multiplica si uno se percibe a sí mismo seguro y con poder, para lo que es de gran ayuda negar la inseguridad. Pero el problema reside en que sin sostener los vínculos con su grupo esos hombres no podrían mantener la seguridad en sí mismos, porque se les haría evidente la desproporción de su fuerza frente a la del universo… Parece un problema irresoluble. Pero no lo fue. La negación de la contradicción, a costa, entre otras estrategias, de la subordinación de las mujeres, representó su solución. Podemos suponer que mientras el porcentaje de fenómenos que se controlaban/explicaban racionalmente fue escaso, el grado de individualización masculina también lo era, así como las diferencias de poder asociadas a las relaciones de género. Pero a medida que la propia dinámica fue generando cambios, y la individualidad y el poder de los hombres fue aumentando, la contradicción también se fue ampliando. Porque cuanta más importancia se diera a la distancia racional como base del poder, más se le quitaría al reconocimiento personal consciente, público y social de que la pertenencia al grupo era imprescindible para sostenerlo, aunque siguiera siéndolo exactamente en el mismo grado de siempre. Así, de una manera muy gradual, muy imperceptible y muy poco detectable al principio del proceso, el sistema pudo funcionar de modo tal que poco a poco habría quedado depositada en las mujeres la función (no reconocida socialmente) de garantizar el sostenimiento de los vínculos a unos hombres que cada vez sabían cultivarlos menos, pero que no podían prescindir de ellos. Esto habría exigido convertir la heterosexualidad
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en norma para garantizar la complementariedad de ambas especializaciones, y habría producido una creciente diferencia entre ambas formas de identidad, y, por tanto, de poder, a medida que los hombres aumentaran su grado de individualidad, racionalización y control tecnológico. La cuestión es que alcanzado un punto en este desarrollo, a los hombres les habría resultado imprescindible que las mujeres mantuvieran su identidad relacional para que ellos tuvieran garantizados unos vínculos y un sentido de pertenencia cuya importancia reconocían cada vez menos, lo que habría marcado el comienzo del orden patriarcal. Los hombres habrían necesitado ahora de tal modo esta asistencia emocional, que no podrían permitir que las mujeres se individualizaran, porque de hacerlo, a ellos se les haría evidente la fantasía de potencia en que vivían y la impotencia y la inseguridad básica, trascendental, esencial, que está en la base de la relación de todos los humanos con el mundo. Se les haría evidente la verdad que su discurso niega. Y es entonces cuando comienza, en mi opinión, la dominación sobre las mujeres que se asocia al orden patriarcal. De ahí que yo denomine individualidad dependiente a esta forma de identidad desarrollada por los hombres a lo largo de la historia, porque no puede construirse si no es con el apoyo emocional de alguien especializado en ello, que históricamente han sido las mujeres. Y que defienda que la clave de su construcción, y del consiguiente discurso social, está en la disociación razón-emoción y en la negación de la importancia de la emoción para la supervivencia del grupo, en la fantasía de la individualidad. A su vez, las mujeres habrían mantenido la identidad relacional como parte de la complementariedad de funciones, depositando gradualmente en los hombres (en la misma medida en que ellos fueran controlando fenómenos de la naturaleza) la función de sujetos y protectores del grupo que en el principio sólo atribuían a la instancia sagrada. Es decir, al principio sólo dios sería la instancia de protección, pero posteriormente tanto dios como los hombres-con-poder serían considerados como fuentes de seguridad y protección por todas aquellas personas (el resto de los hombres y todas las mujeres) que mantuvieran la identidad relacional dentro de su propio grupo. Y así, a medida que la división de funciones se intensificaba y todos los hombres iban desarrollando algún porcentaje de individualidad, la identidad relacional pura iba quedando encarnada sólo por las
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mujeres, que sostenían con dios y con los hombres el mismo tipo de relación subordinada. Por eso, creo que lo que actualmente identificamos con la identidad de género femenina no es otra cosa que la misma identidad relacional que describimos para hombres y mujeres de los grupos cazadores-recolectores.
Figura 3. La «identidad de género femenina» es la identidad relacional Sin funciones especializadas Actividades recurrentes (domésticas) Se atribuye la lógica personal a todo fenómeno exterior: la persona es el centro de su mundo Relación emocional (además de racional no abstracta, en su caso) con todos los elementos de la realidad Su núcleo se sitúa en las relaciones que se establecen El cambio se valora negativamente, porque implica riesgo El espacio (doméstico) constituye el eje más visible de ordenación de la realidad No se siente poder frente al mundo La confianza en el destino y en la supervivencia se deposita en un hombre con el que se establece una relación dependiente y subordinada Seguridad basada en la confianza de haber sido elegida por un hombre: posición de objeto No se generan deseos para una misma, sino que se está pendiente de averiguar y satisfacer los del hombre del que procede la seguridad
De hecho, si en el esquema de la identidad relacional que vemos en la figura 1 cambiamos el término instancia sagrada por el término hombre, como he hecho en la figura 3, puede comprobarse a qué me refiero: hasta llegar a la modernidad, las mujeres se caracterizaron (y se caracterizan actualmente en cualquier sociedad cuya división de funciones no sea la del mundo occidental) por desarrollar actividades no especializadas, de carácter recurrente, como lo son las asociadas con el cuidado del hogar y la reproducción del grupo (o incluso las agrícolas, en caso de participar en trabajos ajenos al hogar), realizadas siempre en espacios conocidos
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(domésticos) y muy connotados de emoción, como lo fue la naturaleza para los cazadores-recolectores. De ahí que el espacio tenga prioridad sobre el tiempo como parámetro de orden, ya que este último no organiza cambios y, por tanto, no es percibido linealmente, con pasados, presentes y futuros distintos, sino cíclicamente (como sabe quien se dedica a cuidar de un hogar). La identidad de estas mujeres se construye en función de las relaciones que sostienen, y no del yo, por lo que su inserción en redes familiares (del tipo que sean) es imprescindible. Quedar excluidas de ellas genera en ocasiones (como demuestran muchas mujeres maltratadas) un monto mucho mayor de angustia que la que pueda producir cualquier sufrimiento inherente a la propia relación, como sucedía con los Txukahamei. Y por último, aquellas mujeres que representan este modo de identidad no generan deseos para sí, porque su seguridad depende de reconocer y satisfacer los deseos del hombre del que procede su seguridad (además de los de dios). Como en el caso de los cazadores-recolectores, la impotencia inherente a este tipo de identidad femenina se compensa con la percepción de sí mismas en el centro de todas las dinámicas emocionales que ocurren alrededor: si el jefe, el marido o la amiga se enfadan, dan mil vueltas a los detalles y a la posible injusticia del hecho, en lugar de considerar que el enfado se explica por las propias dificultades, problemas o tensiones del jefe/marido/amiga, ajenos a la relación que sostienen con ellas. Todo lo que sucede se explica en función de relaciones personales, lo que carga de emociones la propia vida, magnifica la importancia que uno/a tiene en su propio universo, y compensa la inseguridad que se siente en él.1 Además, estas mujeres pueden llegar a sentir un cierto tipo de poder que puede llevarlas a negar su posición subordinada. Porque a medida que los hombres van dotando de más energía y conciencia a su relación racional con el mundo, el conjunto de emociones reprimidas que acabará constituyendo el yo pasa a ser para ellos un mundo oculto e invisible, que conocen y saben manejar tanto menos cuanto más conocen y saben manejar las razones que explican el mundo. De modo que cuanta mayor seguridad sienten cuando manejan razones, mayor inseguridad les invade al manejar emociones; cuanto más control tienen del
1 Levinton (2000b) analiza, desde el psicoanálisis feminista, las normas e ideales de lo que llama el formato de género femenino.
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mundo exterior, menos lo tienen del interior, que es precisamente la especialidad de la que poco a poco fueron encargándose las mujeres. Puede entenderse así que en condiciones de elevada desigualdad de género, algunas mujeres puedan sentir mucho poder dentro de sus contextos familiares, porque realizan una función imprescindible para que el hombre se sienta seguro y para que la familia funcione. Ahora bien, este poder es muy distinto del poder inherente a la individualidad: mientras éste se basa en la objetivación de otros seres humanos, el de la identidad relacional se basa en el conocimiento, intuido o explícito, de su subjetividad; mientras el primero puede ejercerse sobre un número indefinido de personas no conocidas, el segundo sólo se ejerce sobre quien ya sostiene una relación personal dependiente; mientras el primero afecta a los destinos del grupo, el segundo sólo afecta al del marido o los hijos, que de este modo pueden sentir (como a veces se oye decir a hombres de rígida mentalidad patriarcal) que «las mujeres son las que mandan», cuando la evidencia social muestra, sin embargo, todo lo contrario. Debe tenerse en cuenta, además, que una relación de género en la que una de las personas tiene individualidad dependiente y la otra identidad relacional es siempre una relación de poder basada en la complementariedad, por lo que cada uno de sus miembros es imprescindible para el otro. De ahí que es posible que la relación de poder que implica no sea visible cuando se construye sobre la base del afecto y el respeto personal. En este sentido, cuando afirmo que paulatinamente los hombres fueron quitando reconocimiento y valor a la función que desempeñaban las mujeres, me refiero a la valoración social, no personal: el discurso social (patriarcal) no reconoce la importancia esencial que esa función tiene en la supervivencia y seguridad del grupo, aunque cada hombre concreto puede reconocer la contribución de su mujer a su propio bienestar personal. Puede suceder que el desprecio o la desvalorización social se una al sentimiento personal, y por tanto a la agresividad y la violencia, pero esto no es inherente a la relación en sí. De hecho, creo que precisamente la identificación que muchas veces se hace entre desigualdad de género y violencia de género lleva a que muchos hombres que jamás practicarían la segunda no puedan reconocer la relación de poder que sostienen en sus vidas de pareja.
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La cuestión, en todo caso, es que los hombres fueron delegando (externalizando, diríamos ahora) su capacidad para sentirse vinculados al grupo en mujeres de las que dependían tanto más cuanta más importancia dieran ellos a la razón como único mecanismo de seguridad, lo que es una contradicción, porque dependían tanto más de ellas cuanto menos reconocían la contribución de su función para la supervivencia del grupo. Y de hecho, yo diría que la percepción masculina de su propia dependencia motivaba por sí misma un rechazo hacia la función de esas mujeres a las que sin embargo necesitaban, porque ponía en evidencia la impotencia que se pretendía negar. Piénsese, por ejemplo, en la intensa misoginia que se asoció con la aparición de la escritura en Grecia, inexistente en la Grecia arcaica de pensamiento mayoritariamente oral (Madrid, 1999; Pomeroy, 1999). Al dispararse el grado de individualidad de esos hombres que comenzaron a relacionarse con el mundo a través del pensamiento abstracto, también se disparó la desigualdad de género y el desprecio por lo que la función de las mujeres representaba. Cuando más necesaria, más despreciada y negada era esa necesidad, y, por tanto, la función que realizaban las mujeres. Es importante entender que todo esto debió ser un proceso inconsciente y no planeado, desarrollado gradual e imperceptiblemente a través de la socialización cambiante de los miembros del grupo social. A medida que la complejidad socioeconómica aumentaba, también lo haría la diferencia en el grado de individualización de los modelos normativos de género: a los hombres se los premiaría cada vez más por el uso de la razón y la represión de la emoción, y a las mujeres se les estimularía lo contrario. A su vez, la heterosexualidad sería una norma de tanto más obligado cumplimiento cuanto más disociada estuviera la identidad de los hombres y más necesaria fuera la complementariedad relacional de las mujeres. Socializados en esa complementariedad, todos los miembros del grupo irían transmitiendo un modelo diferenciado a hijos e hijas, lo que ampliaría progresivamente las diferencias en la identidad que desarrollarían de adultos (concretada, seguramente, a través de una progresiva diferenciación en el tipo de sinapsis y de conexiones neuronales que desarrollarían a través de la educación).
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Como ya he señalado, no creo que la historia haya invisibilizado a las mujeres en razón de su sexo, sino de su especialización en el sostenimiento de los vínculos y la conexión emocional, cuya importancia fue progresivamente negada por los hombres que iban depositando en la razón y en la tecnología las únicas claves de su poder. De ahí que la ciencia y la historia —que constituyen el discurso social y de legitimación de nuestro grupo— sólo reconozcan las dinámicas relacionadas con la razón, y no las que se relacionan con la emoción en el relato de las transformaciones que definen nuestra trayectoria. No debe extrañar, en consecuencia, la resistencia que el mundo académico y científico ofrece a los estudios feministas o de género, a los que les impiden, de todas las maneras imaginables, integrar el cuerpo central de los conocimientos. No debe extrañar, digo, porque los estudios feministas están demostrando todo lo que el discurso de verdad que rige nuestro orden social no quiere contemplar: la represión de la individualización de las mujeres cuando algunas de ellas, en función de su pertenencia a familias o grupos de élite, aprendían a leer y escribir; el fundamental aporte al sostenimiento del grupo que realizaron las que mantuvieron la identidad relacional;2 y la complejidad, los conflictos de poder y el ejercicio de dominación sobre las mujeres que define el proceso histórico. Sin embargo, también existen en el mundo académico quienes (sobre todo mujeres, obviamente) no construyen su identidad a través de la individualidad dependiente y (en función de esa misma relación fractal) consiguen ver lo que el discurso social esconde (por ejemplo, Morant, 2005). Debo decir que esto exige un esfuerzo subjetivo difícil de explicar para quien no lo ha emprendido, pues en la socialización se nos enseña a entender el mundo a través del orden lógico (disociado) que rige nuestra sociedad, razón por la cual lograr desprenderse de esa manera de entender el mundo y las relaciones exige comenzar por una reestructuración total de la propia subjetividad. Quien no lo ha intentado no podrá entender siquiera a qué me refiero, porque con la educación aprendemos a mirar el mundo de una cierta manera, que
2 En Arqueología existe una corriente dedicada a recuperar el valor de lo que llaman «actividades de mantenimiento» (cuidado y sostenimiento del grupo), realizadas tradicionalmente por mujeres e ignoradas por la Arqueología tradicional (Montón-Subías y Sánchez-Romero [eds.], 2008).
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consideramos la única posible, pero que está construida a través de las negaciones que definen a quienes sustentan el poder dentro de nuestro orden social, dado que a través de ellas se construye lo que consideramos verdad. De ahí que cuando se desactivan las negaciones en las que se basan ese discurso y ese poder, aparece ante la mirada todo aquello que estaba allí pero no podía verse, porque el discurso lo invisibilizaba. No pretendo realizar una reconstrucción histórica porque no es el objetivo de este libro, pero quisiera dejar constancia de algunos datos que demuestran lo amenazante que debió resultar para los hombres que las mujeres se individualizaran, porque si ellas abandonaban su identidad relacional, también desaparecería la fantasía de la individualidad que sustentaba su propio poder. Esa porción de la historia, que no forma parte de los libros de texto, demuestra hasta qué punto la identidad relacional o de género femenina no deviene de esencias ni de biologicismos, sino de una dinámica social que ofrecía a las mujeres un único modelo de identidad, entre otras cosas a través de mecanismos para castigar y excluir a aquellas que pretendían abandonarlo.
La represión de la movilidad y de la escritura en las mujeres
He sostenido el argumento de que en las sociedades orales la movilidad se asocia estructuralmente con la individualidad: a más movilidad, mayor necesidad de hacer frente a fenómenos variados, de tomar decisiones, de asertividad. Como se trata de relaciones estructurales y no causales, también sucederá lo contrario: a más individualidad, más capacidad y deseo tendrá una persona de transitar espacios diferentes, porque mayor será su capacidad para enfrentar lo desconocido. Así pues, frenar la movilidad es una de las estrategias que pueden emplearse para frenar la individualidad —y el poder que implica (recuérdese el refrán «la mujer con la pata quebrada y en casa»)—. Por su parte, la escritura constituye, como vimos, el principal instrumento de individualización de las personas, ya que representar las dinámicas del mundo a través de modelos abstractos equivale a comprender su mecánica y genera sensación de poder sobre ellas. De esta forma, en sociedades letradas, impedir aprender a leer
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y a escribir es la principal estrategia para impedir la individualización; y ambas estrategias han sido aplicadas a las mujeres. Veremos a continuación algunos ejemplos de esta represión en la Prehistoria, la Edad Media y los siglos xvii y xix, el momento de transición del mito a la ciencia. Como ya hemos visto, en la historia del mundo occidental no se observa la aparición de posiciones de poder diferenciado hasta el Neolítico Final / Calcolítico / Edad del Bronce Antiguo. En esa época se introdujeron una serie de innovaciones procedentes de Próximo Oriente o de las estepas europeas orientales, que permitieron cultivar suelos de mucha peor calidad y aumentar significativamente la producción, lo que transformó la organización socioeconómica de tal manera que llevó a Andrew Sherratt (1981; 1986) a referirse a la «revolución de los productos secundarios». Entre las principales novedades se cuenta el arado, el buey, el caballo y el carro, que permitieron que la población se expandiera a tierras hasta entonces no rentables y que aumentara la movilidad y el transporte de personas y productos y, como consecuencia, el comercio y la diversificación de funciones dentro del grupo. Estas innovaciones permitieron, entre otras cosas, ocupar tierras baldías no aptas para la agricultura pero sí para la ganadería, como lo demuestra también el significativo aumento de la deforestación que comprueban los análisis polínicos y el inicio de la minería de sílex para fabricar hachas de piedra. Y así comenzó la producción granjera especializada, dedicada a la producción de productos secundarios como leche y lana para elaborar queso y tejidos, como también indican los restos arqueológicos relacionados con estas actividades. Según los autores que han estudiado este proceso (Sherratt, 1981: 297; Robb, 1994: 36; Randsborg, 1984: 148), paralelamente a su desarrollo puede observarse (a través, por ejemplo, de los ajuares en las tumbas) una transformación en las funciones económicas adscritas a cada sexo, ya que al parecer los hombres fueron especializándose en tareas como la ganadería y el comercio, mientras que las mujeres lo habrían hecho en tareas como el tejido y la fabricación de queso, que podrían compaginar con el cuidado de una prole cada vez más numerosa (debe tenerse en cuenta que el crecimiento demográfico se dispara con la agricultura, pues no sólo ya no es necesario detener el incremento de la población, sino que además los hijos son fuerza de trabajo para la unidad doméstica).
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Obsérvense las implicaciones que ambos tipos de actividades tienen en relación con la movilidad de cada uno: la ganadería y el comercio implican un aumento de la movilidad de los hombres respecto de la que era inherente a las tareas agrícolas que hasta entonces habían desarrollado, mientras que la producción de lana, queso y tejido (los productos secundarios) suponen para las mujeres una reducción de la movilidad respecto a esas mismas tareas. En mi opinión, este momento de nuestra trayectoria histórica —fechado hacia el 2.500 a.C.— sería aquel en que podría hablarse con propiedad del comienzo del orden patriarcal. De hecho, el registro arqueológico, además de mostrarnos la aparición de los primeros jefes al comienzo de ese proceso (veremos esto mejor en el próximo capítulo), nos demuestra que en la Edad del Bronce, hacia el 1.500 a.C., la diferencia de identidades entre hombres y mujeres ya formaba parte de la norma social (Hernando, 2005). En ciertos contextos arqueológicos del centro y norte de Europa donde las condiciones de conservación permiten comprobar el carácter de las vestimentas, se observa que existen trajes regionales —también llamados «trajes de identidad» (Wels-Weyrauch, 1994)— que diferencian a unas comunidades de otras, tal y como sucedía con los cazadores-recolectores. Pero, a diferencia de ellos, también se observa que en cada comunidad los hombres adoptan una sola modalidad de vestimenta, mientras que las mujeres tienen dos: es posible que unas vistan falda corta y no lleven tocado en el pelo, y otras lleven falda larga y tocado, como muestra, por ejemplo, un caso alemán; o que unas lleven adornos metálicos resaltando los hombros y otras ese mismo tipo de adorno resaltando la cadera, como sucede en otro caso danés (ibídem; Sørensen, 1991: 125-127; Sørensen, 2000: 138). Dado que la doble vestimenta no tiene relación ni con la edad ni con la estación en que murieron las mujeres (Sørensen, 2000: 137), Marie Louise Sørensen concluye que en la Edad del Bronce el hombre representa ya una categoría que se sustenta a sí misma, mientras que existen dos categorías de mujer que se definen por su relación con él, es decir, por su estatus social o marital (Sørensen, 1991: 127). Permítaseme destacar también un dato que, aunque puede resultar anecdótico, me resulta particularmente llamativo de este momento: entre los variados adornos de bronce que portan estas mujeres, existe uno que es típico de varias zonas centroeuropeas. Se trata de unas abrazaderas que
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rodean las pantorrillas, unidas entre sí por una cadenita metálica que puede o no desengancharse una vez instalada (Sørensen, 1997: 108 y figura 6; Wels-Weyrauch, 1994: figura 56c). Este adorno seguramente sería un símbolo de estatus, dado que su materia prima es altamente valorada y demandada y suele portar una bella decoración, pero limitaría obviamente la movilidad de las mujeres, provocando una manera de andar y de moverse que no puedo evitar asociar al efecto de los zapatitos que atrofiaban los pies de las mujeres chinas de estatus privilegiado. Ambos limitan, hasta casi impedir, la movilidad. Téngase en cuenta que cuando las diferencias de poder caracterizaban ya al grupo, las mujeres nacidas en el seno de las familias o linajes más poderosos habrían sido socializadas en una percepción de sí mismas con cierto poder y distancia respecto de las otras mujeres (o incluso de los hombres) de niveles sociales más bajos, lo que implica que la identidad de estas mujeres incluiría ciertos rasgos de individualización, que serían potenciados o neutralizados según la conveniencia de sus propios linajes. No hay más que pensar en todas las reinas y mujeres dirigentes de la historia, a las que no se debe atribuir identidades masculinizadas, sino simplemente identidades con un alto porcentaje de individualidad. Recuérdese también el caso de esas mujeres que en el mundo clásico (helenístico o romano) aprendían a escribir porque pertenecían a las élites. Es especialmente desconocido el caso etrusco, posteriormente asimilado al rígido orden patriarcal romano que lo hizo desaparecer. En él, aunque las mujeres aristócratas no participaban del poder político y por tanto también formaban parte de un sistema patriarcal, tenían, sin embargo, una relación mucho más igualitaria con los hombres que en el resto de las sociedades mediterráneas. Pues bien, significativamente, en sus ajuares funerarios aparecen cerámicas con algunos signos escritos, junto a bocados de caballo y carros (Marín Aguilera, 2016), símbolos de movilidad. A su vez, en la fase de final de la República y del Imperio romano también se les permitió a las mujeres de la élite aprender a escribir (en mi opinión, porque esto era coherente con el desarrollo de una identidad diferenciada del resto del grupo social y se asociaba con el poder familiar, pero, en todo caso, en términos conscientes) como forma de facilitar su gestión del patrimonio familiar (Martínez, 2005: 166). Es obvio que esto las individualizaba y empoderaba, pero, a diferencia de
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los muchachos, ellas no salían de la casa para estudiar, lo que les impedía formarse con filósofos o retóricos (Pomeroy, 1999: 193) y dificultaba su entrenamiento en la abstracción. De nuevo, la sociedad limitaba su movilidad. La conciencia de distinción y pertenencia a grupos de élite se construyó a lo largo de la historia a través de una socialización que incluía la escritura, porque la individualización que ella implica construye ese sentimiento de distinción, de diferencia. Sin embargo, mientras que a los hombres se les permitía desarrollar en sociedad todo el potencial creativo, de agencia, que esto supone (en la medida correspondiente a cada momento histórico), en el caso de las mujeres resultaba contradictorio con la única función que el orden patriarcal podía permitirles y que exigía pura identidad relacional. De modo que cuanto más elevada fuera la posición social o más instruida fuera la familia a la que ellas pertenecían, con más contradicciones deberían enfrentarse, porque aunque su identidad tuviera cierto grado de individualización, no podrían desarrollarla en sociedad. Pero ¿cómo vivirla entonces? Sólo se les permitiría ser quienes eran al margen de la sociedad. Si analizamos esta cuestión en la Edad Media, excluidas de las universidades desde su creación en el siglo xii, las mujeres que no se adaptaran a la norma de la identidad relacional o de género sólo podían encontrar un espacio de vida y expresión personal en los ámbitos religiosos, lo que les exigía renunciar a su propia reproducción, tanto biológica como social. Ángela Muñoz (1999, 2001, 2005 y 2008), que estudió con detenimiento la relación de las mujeres con las instituciones religiosas en la Península Ibérica durante la Edad Media, ofrece interesante información para el tema que nos ocupa. Analiza, por ejemplo, los abundantes movimientos de «célibes activas», existentes desde las primeras épocas y multiplicados después en una enorme diversidad de formas sociales (freilas, hospitaleras, seroras, santeras, ermitañas, luminarias, devotas, honestas, beguinas, reclusas, emparedadas, terciarias o beatas), que se caracterizaron bien por interactuar muy activamente en tareas asistenciales de contextos urbanos (que incluían enseñar a escribir a las niñas), o bien por aislarse como ermitañas o eremitas, escapando definitivamente de la sociedad. El fenómeno tuvo tal magnitud entre los siglos xii y xvi, correlativamente a la multiplicación de funciones sociales y al aumento de la individualidad masculina, que ha recibido el
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nombre de «movimiento religioso femenino». Se trataba de organizaciones laicas, excéntricas a las instituciones y a las jurisdicciones eclesiásticas establecidas y sin fórmula de voto perpetuo, lo que permitía a quienes las integraban cambiar de vida cuando lo desearan. Los contactos que sostenían entre ellas, a través de cartas y viajes (es decir, a través de la escritura y la movilidad) llegaron a ser internacionales (Rivera, 2005: 752) y su visibilidad social alcanzó un punto tal que la Inquisición incluyó su comportamiento entre las «conductas desviadas» en los siglos xvi, xvii y xviii, hasta acabar con su existencia (Muñoz, 2001: 62). Aunque esa forma marcó la máxima libertad y autonomía para las mujeres de la Europa pre-moderna, también los monasterios constituyeron desde el comienzo del cristianismo un espacio en el que desarrollar una identidad más individualizada de la que se les permitía en sociedad (por la asociación entre cristianismo y escritura, en la que tampoco podemos profundizar aquí), lo que explica la inclinación a profesar y fundar de tantas reinas, nobles y burguesas. Como Muñoz demuestra, en los conventos encontraban espacios de cultura, creación e interacción —tanto con las propias monjas como con el resto de la sociedad— ajenos al sometimiento matrimonial. Su creciente demanda llevó a la iglesia católica, sin embargo, a impedir esta salida a la individualización femenina, y en el IV Concilio de Letrán (a principios del siglo xiii) prohibió la creación de nuevas órdenes religiosas femeninas (Muñoz, 2008) y sometió a las existentes a la autoridad de las órdenes masculinas (Orlandis, 1971: 20). Pero no bastó con este sometimiento institucional. La propia existencia de esos espacios de mayor libertad para las mujeres era ya amenazante en sí misma y, como sigue argumentando Muñoz, aunque no era posible prohibirlos en una sociedad regida por las propias creencias que representaban, sí cabían estrategias de ocultación. En 1298, el papa Bonifacio VIII estableció la norma de clausura, que caracterizaría desde entonces a los conventos de mujeres, a diferencia de los masculinos. A través de dicha norma, se frenó definitivamente la movilidad de las monjas y abadesas, a las que se confinó y aisló definitivamente de la sociedad. A pesar de ello, la llegada de las mujeres siguió siendo masiva y la norma se fue relajando, lo que permitió una fluida y creciente interacción entre las mujeres religiosas y las laicas, que
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podían pasar temporadas en el convento o trasladarse a vivir definitivamente allí acompañadas por su servidumbre y su riqueza. Tan corrosivo ejemplo fue atajado definitivamente en 1493. En ese momento, un año después de la colonización americana, cuando el mundo occidental multiplicaba sus redes comerciales, sus funciones sociales y sus tecnologías, cuando la imprenta permitía multiplicar los textos y los lectores y la sociedad se definía crecientemente por la individualización y el poder de sus miembros masculinos, el Concilio de Trento estableció férreas normas para la clausura femenina, referidas, sobre todo, a una «estricta praxis del límite espacial» (Muñoz, 2005: 740). Se alzaron muros, se redujeron puertas y ventanas y se frenó la intensa interacción social que hasta entonces había caracterizado a los conventos de mujeres, hasta imponer la construcción de rejas (lo que nunca ocurrió en los conventos masculinos) para recluir y ocultar definitivamente a quienes se habían atrevido a desafiar la norma social. Curiosamente, algunos reformadores añadieron una norma aparentemente menor: «Las monjas no podían recibir cartas ni escribirlas» (ibídem: 741). Movilidad y escritura. Escritura y movilidad. De este modo se iban cubriendo con cemento todas las grietas que permitían que algunas mujeres escaparan de la férrea norma de género que constituía el único edificio social que se les permitía habitar. Pero aun así, la individualidad irrefrenable de aquellas mujeres pertenecientes a grupos privilegiados o que sabían leer y escribir se filtraba irremediablemente por los poros del cuerpo social, buscando salidas, vías de expresión, posibilidad de existir. Quienes se atrevieron a experimentarlas dentro de la propia sociedad aprendieron que el precio de su transgresión podía llegar a ser la muerte, pues fueron identificadas con el diablo, consideradas la misma raíz del Mal, acusadas de brujas y torturadas hasta morir (Beteta, 2011). De manera que los espacios de clausura siguieron siendo la única vía de salida. Recluidas tras sólidos muros monacales, desgajadas de todo vínculo social, encontraban sin embargo más libertad en esos encierros que en el matrimonio. De hecho, yo diría que la propia inmovilidad espacial y el aislamiento social a que se las obligó crearon las condiciones para que pudieran dar vía libre a la expresión de ese tipo de individualidad «fuera del mundo» que Dumont (1987: 38) describió para los ascetas de la India, y que consiste en la vía mística. A diferencia de la individualidad «dentro del
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mundo» desarrollada en Occidente, la individualidad asociada a la mística exige a la persona desvincularse del poder social y excluirse completamente de la sociedad y de su reproducción. Este tipo de identidad genera una percepción de uno mismo claramente diferenciada del resto y llena de potencia, pero a diferencia de la que ha caracterizado a los hombres en el mundo occidental, no se construye a través de la distancia, sino a través de la fusión emocional con lo sagrado. Aunque la persona que lo encarna pueda sentir poder y ciertamente le sea reconocida autoridad social (como sucede con los chamanes, otro ejemplo de cierta individualización en sociedades más igualitarias), en realidad carece de poder político y no puede cambiar el destino de nadie, pues no se asocia a la especialización del trabajo ni al control tecnológico, sino a la subordinación absoluta ante esa instancia sagrada de la que emana el poder que siente. Dado que este tipo de identidad redobla la posición de subordinación en la que ya estaban las mujeres y exige su alejamiento respecto de la dinámica social, fue la única forma de individualidad que se les permitió construir legítimamente hasta la modernidad. Veamos algún ejemplo más cercano, en los siglos xviii y xix. Como hemos dicho, el poder de una sociedad se asocia necesariamente con los discursos de verdad que lo sostienen. Esto quiere decir que para tener efectividad las prácticas sociales deben estar sostenidas por un claro discurso de legitimación. Pues bien, obsérvese lo que aconteció con el discurso mítico que sostenía a la sociedad europea (patriarcal): paralelamente al desarrollo de los rasgos de individualización que se asociaron con el incremento del comercio y de la división de funciones que tuvieron lugar en su seno a partir de los siglos xi y xii, se generalizó el culto a la Virgen María (Warner, 1991: 462; Muñoz, 1999: 86; Rougemont, 1997: 116). La Virgen María, que representa, sin matices, el modelo de mujer con identidad relacional puro, sin deseos para sí (ni siquiera deseo sexual) y con la maternidad como única aspiración, representará desde entonces el ideal al que todas las mujeres deben aspirar. No extrañará entonces saber que la concepción inmaculada (sin pecado original) de María, asociada con su propia virginidad en el momento de la concepción de su hijo (es decir, la ausencia absoluta de deseo para sí como principal atributo del modelo ideal de mujer), se convirtiera en dogma en 1854
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(Warner, 1991: 308; Muñoz, 1999: 82), cuando la industrialización y la modernidad del siglo xix comenzaban a exigir la especialización de las mujeres y, con ello, a fomentar su individualización. Si el mito no dejaba duda sobre los modelos sociales que quería potenciar, la ciencia —el otro discurso de legitimación, que poco a poco iba tomando el lugar de aquél— no se quedaba a la zaga. En aquellos momentos de transición entre ambos discursos de legitimación, cuando la seguridad de la ciencia aún no había conseguido desterrar al mito y buscaba en las conexiones con él su propia transición al lugar privilegiado de discurso social, Carl Von Linné publicó su Systema naturae (1758). Von Linné era un creacionista que se proponía demostrar la suprema sabiduría y bondad de Dios poniendo en evidencia el esquema había seguido en la Creación. Para ello, inventó un sistema de clasificación completamente novedoso, que permitía ordenar a los seres vivos según sus mecanismos de reproducción y que resultó tan útil que luego fue tomado por Darwin como taxonomía a través de la cual pensar la teoría de la evolución. De esta manera, desde el mito creó uno de los principales recursos utilizados por la ciencia para sostener el orden patriarcal. Inventó la categoría de especie, clasificando a los seres vivos a través de cinco categorías que habrían de multiplicarse con el curso de los años: reino, clase, orden, género y especie. La designación de cada especie se componía de dos nombres, el de género y el de especie, que habrían de guardar concordancia gramatical entre sí. A nuestra especie la clasificó a través de las siguientes categorías: reino: Animal; clase: Mammalia; orden: Primates; género: Homo; especie: sapiens. Nuestro nombre es entonces Homo sapiens, «hombre que sabe». Con ello, Linneo dio carta de naturaleza científica a la pretensión de que la razón es un atributo de los hombres, y no de las mujeres. Reafirmaba así, a través de clasificaciones abstractas y por tanto científicas, la creencia básica en la que se sostenía el mito: el creador, el que sabe y nombra, es hombre. La mujer es (y sólo debe ser) una madre sin deseos para sí. Obsérvese lo que hizo Von Linné: eligió un rasgo exclusivo de las mujeres, las mamas, relacionadas con la maternidad, para conectar a nuestra especie con los demás animales (Mammalia, mamíferos), escogiendo en cambio el nombre del varón, Homo, hombre, para separarla de los demás animales, para dotarla de singularidad (Schiebinger,
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1996: 144). Es decir que eligió un rasgo de las mujeres relacionado con su maternidad (ibídem: 138) para señalar lo que nuestra especie tiene en común con otras, como las ovejas, los perros o las vacas. Y eligió un rasgo que consideraba propio de los hombres —la razón— para señalar la separación de nuestro grupo biológico respecto de todos los demás. Tal vez se entenderá mejor la trampa que esto encierra si se sabe que de las cinco clases en las que Von Linné dividió a los animales (Mammalia, Amphibia, Pisces, Insecta y Vermes) sólo en la nuestra utilizó rasgos que diferenciaban a machos y hembras como criterios con los que agrupar a las especies con otros animales. Porque es cierto que las mujeres tienen mamas, la cuestión es que podría haber clasificado a nuestra especie utilizando otros criterios, como los de modo de respiración, modo de alimentación, etc., sin que ello hubiera enfatizado ninguna diferencia entre los dos sexos, tal como hizo en las demás clasificaciones que no afectaban a los humanos. Cuanto más inconsciente es la fundamentación de una lógica, más capacidad de penetración tiene, porque menos resistencia se le opone. Y así, la ciencia fue tomando el relevo del mito en este esfuerzo inacabable y omnipresente, construido capa sobre capa, sobre capa, sobre capa, de significados dirigidos siempre a lograr que las mujeres siguieran reproduciendo una subjetividad en la que no se sintieran legitimadas para (ni por tanto en general con deseos de) asumir un papel social relacionado con la razón, la individualidad o el poder (véase también Querol y Treviño, 2005). Pero con la llegada de la modernidad, la propia dinámica de crecimiento de la división de funciones comenzó a jugar en favor de la especialización de las mujeres. La cuestión es que si se permitía que las mujeres realizasen tareas tan especializadas como las de los hombres, se individualizarían en la misma medida, lo que en efecto sucedió, quebrando la linealidad de una lógica que había guiado hasta entonces todo el proceso social y enfrentando al sistema a una contradicción que aún no ha sabido resolver: si se permite que las mujeres se individualicen, los hombres pierden un apoyo que les es imprescindible, pero si no se les permite, el sistema no puede continuar su crecimiento exponencial. Y esta contradicción preña al orden patriarcal de tal nivel de contradicción que su trayectoria futura (en términos de identidad) resulta imprevisible.
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Pero antes de analizarla, conviene revisar otro mecanismo utilizado por los hombres para construir la fantasía de la individualidad, que, aunque tan evidente como la subordinación de las mujeres, es igualmente invisible para quienes miran el mundo a través del tupido velo del orden patriarcal


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