El presente trabajo explora la sustentabilidad de la alternativa zapatista; entendida en el doble sentido de la reproducción económica y social de las comunidades indígenas en Chiapas, así como de la viabilidad de las estrategias de resistencia del zapatismo como movimiento social. Aquí el enfoque no está en las amplias redes neozapatistas nacionales e internacionales, sino en el núcleo del modelo zapatista en sus comunidades de origen, con referencia específica a la zona principalmente tseltal de Las Cañadas de Ocosingo –Caracol Resistencia hacia un nuevo amanecer, ubicado en La Garrucha– en la Selva Lacandona.
Autonomía y economía política de resistencia en Las Cañadas de Ocosingo
Richard Stahler-Sholk
La rebelión zapatista que irrumpió con el levantamiento armado del 1 de enero de 1994, rápidamente se convirtió en un movimiento social con la participación de la sociedad civil y de redes internacionales de apoyo. De ahí que se enmarque en el contexto de la nueva ola de movimientos sociales que han surgido en América Latina en los últimos 20 años, entre ellos el Movimiento de los Sin Tierra (MST) en Brasil, los piqueteros en Argentina, y los levantamientos indígenas en Ecuador y Bolivia (Zibechi, 2005; Stahler-Sholk, Vanden y Kuecker, 2008). Estos movimientos son expresiones del rechazo popular al impacto de las políticas neoliberales en la esfera económica, y de las limitaciones en el ámbito político del modelo democrático liberal –que desatiende la participación popular y la justicia social sustantiva. El presente trabajo explora la sustentabilidad de la alternativa zapatista; entendida en el doble sentido de la reproducción económica y social de las comunidades indígenas en Chiapas, así como de la viabilidad de las estrategias de resistencia del zapatismo como movimiento social. Aquí el enfoque no está en las amplias redes neozapatistas nacionales e internacionales, sino en el núcleo del modelo zapatista en sus comunidades de origen, con referencia específica a la zona principalmente tseltal de Las Cañadas de Ocosingo –Caracol Resistencia hacia un nuevo amanecer, ubicado en La Garrucha– en la Selva Lacandona. Este capítulo desarrolla dos argumentos principales. El primero es que la viabilidad económica del modelo zapatista, en el sentido micro, es esencial como estrategia de resistencia para su futuro. Por más conciencia política que exista entre los participantes de un movimiento, tienen que sobrevivir, y el sacrificio implícito en el concepto de resistencia se sostiene con la visión de una vida mejor que se va
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construyendo día con día. No es casual que se implante una guerra de desgaste para aplastar cada alternativa contraria a la lógica del mercado global. La ideología hegemónica que sostiene dicha lógica se basa en su supuesta inevitabilidad, trae la imagen de la “mano invisible” de David Ricardo, o el lema hecho famoso por la ex primera ministra británica Margaret Thatcher de que “No hay alternativa (There Is No Alternative –TINA)”, o ya en tiempos más recientes al supuesto “Consenso de Washington”; mistificaciones que ocultan la mano del Estado, que históricamente ha estructurado las condiciones para la acumulación y apropiación privada capitalista. Por otro lado, las luchas contrahegemónicas retoman el lema del Foro Social Mundial en el sentido de que “Otro mundo es posible”. De ahí que las comunidades bases de apoyo zapatistas representen una especie de “política prefigurativa”; en efecto, aceptaron el reto que lanzó Gandhi de “ser el cambio que uno quisiera ver en el mundo” (Ameglio, 2002). Esto conlleva al segundo argumento, que se construye mediante una crítica al concepto convencional de sustentabilidad. La ideología neoliberal, que se adapta de igual manera sobre la marcha para sobrevivir los embates de la resistencia popular, se ha apropiado del discurso del desarrollo sustentable –así como de la conservación ecológica, el enfoque de género, la interculturalidad, la participación de la sociedad civil, etcétera. Las instituciones financieras internacionales, así como los gobiernos que se suscriben a esa ideología, argumentan que la economía rural de subsistencia (por ejemplo, el modo campesino de producción en México) no es sustentable, cuando en realidad quieren decir que no es rentable, lo cual es cosa distinta. Siguiendo su lógica, “aconsejan” políticas en paquete, que agravan la dependencia económica de los países en “vías de desarrollo” y que al final se traduce en fórmula socializadora de las pérdidas y privatizadora de las ganancias, en un proceso cada vez más depredador donde son los sectores menos protegidos los que pagan las consecuencias. Condicionan la “ayuda” a la aceptación de sus programas de ajuste estructural y presentan esas políticas como una adaptación neutral y objetiva, necesaria para garantizar la sustentabilidad ante la realidad inexorable del mercado. Sin embargo, la lógica de la racionalidad macroeconómica recae sobre una serie de decisiones también macroeconómicas de apertura al mercado global, impuestas por entidades políticas cada vez más excluyentes de la participación popular. Los que rechazan los supuestos de esa definición de sustentabilidad necesariamente desafían la autoridad de la burocracia gerencial
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del Estado neoliberal, y así toman la opción de construir espacios autónomos para experimentar con modelos alternativos de organización económica y social. Mientras buscan transformar el poder político desde abajo –un proceso que puede ser de largo alcance– su reto es mantener la viabilidad de las alternativas en sus espacios autónomos.
Autonomía y resistencia
Los nuevos movimientos sociales de la época de resistencia al neoliberalismo, entre ellos el zapatismo, se distinguen de las viejas modalidades de la izquierda latinoamericana en varios sentidos, que se han resumido como tres ejes: solidaridad, proceso, autonomía (Hellman, 1992).
1. Solidaridad. Si bien buscan la movilización popular en condiciones estructurales objetivas de una agudización de las desigualdades de clase –el zapatismo se autodefine como movimiento anticapitalista y desde abajo (EZLN, 2005; González Casanova, 2006)– también se caracterizan por un reconocimiento explícito de las múltiples identidades subjetivas que influyen en la conformación de los sujetos sociales. Ante el impacto atomizador de las políticas neoliberales, se destacan en ese sentido los movimientos que reivindican la solidaridad con base en la identidad indígena (Yashar, 2005; Zibechi, 2006c), lo cual no significa la exclusión de otros ejes de lucha sino una expresión política desde una posición subordinada de clase (Otero, 2004); que reclama los derechos individuales correspondientes al concepto liberal de ciudadanía y también los derechos colectivos. Pese a los intentos del gobierno de encajonar el movimiento zapatista en uno u otro apartado –por ejemplo, al reducir el levantamiento a un problema indígena como pretexto para reventar las otras mesas del Diálogo de San Andrés–, el concepto de ciudadanía étnica que algunos manejan (Harvey, 1999; Collier, 2001; Hale, 2004) rechaza tal dicotomía. La reorganización social de los espacios alternativos en los territorios de influencia zapatista, entonces, responde a la necesidad de autosuficiencia económica y también de mantener el sentido solidario de lucha colectiva. 2. Proceso. En contraste con la estructura verticalista de las organizaciones y partidos de “vanguardia” o de las guerrillas que buscan tomar el poder del
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Estado por asalto militar, entre los nuevos movimientos están los que apuntan hacia la horizontalidad de sus estructuras internas. Esto no implica una ausencia total de división de labores o de asignación de cargos, y evidentemente persisten tensiones y vicios organizativos del pasado, pero se ve una mayor preocupación por el mismo proceso de transformación social. El concepto zapatista de “mandar obedeciendo” reconoce que el movimiento es el proceso, es lo que se vive a diario mientras se buscan las transformaciones estructurales de largo plazo. La conformación de las Juntas de Buen Gobierno en 2003 fue parte de ese proceso todavía en marcha de conversión de una guerrilla a un movimiento democrático-participativo, como se expresa en la Sexta Declaración de la Selva Lacandona (EZLN, 2005):
Y también vimos que el EZLN con su parte político-militar se estaba metiendo en las decisiones que le tocaban a las autoridades democráticas, como quien dice “civiles”. Y aquí el problema es que la parte político-militar del EZLN no es democrática, porque es un ejército […] De este problema, lo que hicimos fue empezar a separar lo que es político-militar de lo que son las formas de organización autónomas y democráticas de las comunidades zapatistas.
Las comunidades indígenas en las zonas Norte, Altos, Selva y Fronteriza de Chiapas, constituyen para el zapatismo una acumulación de experiencias en “nuevas formas de hacer política”, un proceso experimental y descentralizado (Mattiace, Hernández y Rus, 2002; Pérez Ruiz, 2004).
3. Autonomía. Los nuevos movimientos generalmente mantienen su distancia no solamente con las instancias gubernamentales sino también con las instituciones políticas convencionales, como por ejemplo los sindicatos y partidos. Aun cuando se trate de partidos y organizaciones históricamente inclinados hacia la izquierda, los movimientos son escépticos del camino tradicional al poder; una reticencia que se aprecia por ejemplo en la relación del MST con el Partido de los Trabajadores (PT) en Brasil, las estrategias electorales de Pachakutik en Ecuador, e incluso las tensiones dentro de las filas de La otra campaña en México ante las corrientes seguidoras de las ambiciones presidenciales de Andrés Manuel López Obrador, pertenecientes al Partido de la Revolución Democrática (PRD). La autonomía no significa necesariamente aislarse de otras
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formas de lucha, y sí reivindica principios éticos y el derecho de decisión propia en cuanto a las relaciones que se estrechan con cada instancia y grupo. Aquí cabe ahondar sobre el concepto zapatista de autonomía, ya que está directamente relacionado con la sustentabilidad de las alternativas que se están generando. En otras fases históricas de lucha anticapitalista, los obreros se movilizaban a raíz de sus experiencias de concentración en el espacio de la fábrica, y su formación como actor social se gestaba en la cultura de la clase obrera emergente de los barrios urbanos y demás componentes de su hábitat. En la fase actual del capitalismo global posfordista, el “fracturamiento espacial” (Zibechi, 2005) desplaza las luchas hacia sitios transitorios y desterritorializados, lo que obliga a los de abajo a inventar espacios propios, ya sea con la carpa negra de los campamentos del MST en Brasil, el piquete o la toma de fábricas o los escraches en Argentina, o el espacio territorial e identitario de la comunidad indígena en Ecuador, Bolivia y Chiapas. En otro trabajo he analizado algunos dilemas de la conceptualización de autonomía para el movimiento zapatista (Stahler-Sholk, 2007). Ya desde la década de 1970 comenzaban a surgir movimientos campesinos en México que buscaban “autonomizarse” del control monopólico del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y de sus aparatos corporativistas designados para el campesinado, como la Confederación Nacional Campesina (CNC) (Moguel et al., 1992). En Chiapas se formaron uniones de ejidos, independientes del PRI, que agitaban y formaban sus propias redes de comercio, crédito y producción, y que eventualmente se fusionaron en la Asociación Rural de Interés ColectivoUnión de Uniones, ARIC-UU (Harvey, 2000).
En cierto sentido esos esfuerzos representaban los prototipos y organizaban las mismas bases sociales de lo que más adelante sería el EZLN. La crisis política mexicana de finales de la década de 1960, seguida por el auge y quiebre del ciclo petróleo –deuda que azotó la economía política en la década de 1970 y que se vivió de forma intensa en el campo chiapaneco (Collier, 1998; Harvey, 1999)–, fracturó el viejo pacto Estado/sociedad civil y abrió nuevos espacios organizativos. Pero a la vez que las nuevas iniciativas de organización campesina independiente comenzaban a plantear sus demandas desde afuera de las estructuras priístas, el Estado también inventó nuevas formas de captación clientelista de esas agrupaciones para cooptarlas y administrar los conflictos. A final de cuentas, la ruptura inicialmente clandestina
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que separó la corriente zapatista de las demás organizaciones campesinas (Legorreta, 1998; Pérez Ruiz, 2005; Estrada, 2007) giró en torno a esta diferencia en el concepto de autonomía. Se dividieron entre los que se conformaban con independizarse de las estructuras organizativas del PRI para ampliar su margen de negociación con el Estado y los zapatistas, quienes insistieron en un concepto radical de derechos de los campesinos e indígenas, mientras rechazaban la autoridad del “mal gobierno” y fundaban nuevas estructuras de autoridad con base en el artículo 39 constitucional, según el cual la soberanía reside en el pueblo que “tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”. Es precisamente para evitar una nueva cooptación que el zapatismo definió como criterio de “resistencia” en sus comunidades base de apoyo el rechazo a la ayuda y a los programas gubernamentales. Se parte de la idea de que la ayuda gubernamental –por ejemplo los pagos compensatorios al campesinado por el ajuste de precios al nivel del mercado global: Procampo– representa un paliativo que a largo plazo no es sustentable, porque forma parte de una estrategia de extinción programada del campesinado. La gestación de un espacio autónomo zapatista también se insertó en un medio donde existía otro concepto de autonomía indígena: el proyecto de las Regiones Autónomas Pluriétnicas (RAP) (Díaz-Polanco, 1997; Burguete, 2003). El proyecto RAP se concebía como una descentralización del gobierno, creó un cuarto nivel en la administración para las regiones de población indígena –además del municipal, estatal y federal. Pero en el debate entre las distintas interpreta-ciones de la autonomía, como el dado entre los asesores en la negociación de los Acuerdos de San Andrés de 1996, surgieron dudas acerca de un modelo que vinculaba los espacios supuestamente autónomos con las mismas estructuras del Estado, y que se prestaba a un nuevo caciquismo con representantes regionales que servirían como intermediarios entre territorios indígenas y gobierno federal. El modelo zapatista, en cambio, reclamaba el derecho de reorganizar el espacio social y político de una forma distinta a la lógica del gobierno federal, y de determinar el uso de la tierra y de los recursos según los criterios de la misma población (Aubry, 2002; Esteva, 2002). Es un concepto de autonomía que no se fundamenta estrictamente en el control jurisdiccional exclusivo de territorios geográficos, sino además en asumir funciones de gobierno y de programas sociales para disputar la legitimidad de un gobierno oficial que abandona sus compromisos de ciudadanía con respecto a los
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grupos marginados (Burguete, 2004). En ese sentido la reforma agraria de facto que realizaron los zapatistas en Chiapas a partir de 1994, aunada a sus programas alternativos de educación, salud, y justicia, representan elementos de resistencia –entendida como rechazo a los programas y a la autoridad del gobierno oficial– como parte integral de la lucha por la autonomía.
Sustentabilidad y autonomía en Las Cañadas: contexto histórico de la rebelión
Para considerar la forma en que los zapatistas organizan el “espacio social” (Zibechi, 2005) de sus comunidades autónomas es necesario tomar en cuenta el contexto histórico, en este particular de la zona de la Selva Lacandona. Todavía persisten debates acerca de la sustentabilidad de la antigua civilización maya y la posible crisis agroecológica que habría contribuido a su declive. En todo caso, ese espacio fue reorganizado por los invasores españoles (De Vos, 1980), que dejaron como “legado” el sometimiento de la resistencia maya hacia finales del siglo XVII y la extinción de los últimos lacandones originales en 1769, varios desplazamientos geográficos y transformaciones culturales de las demás etnias, el despojo de tierras, la reconfiguración de la propiedad individual y corporativa concentrada en manos de los invasores y heredada a sus descendientes, las relaciones sociales semifeudales tales como los peones acasillados al servicio de finqueros, la tradición del baldío y el trabajo gratuito obligado; que ataban a los indígenas de la zona. Luego se reconfiguró el espacio en la primera mitad del siglo XX con el capitalismo depredador de las empresas madereras (De Vos, 1988), cuyas actividades se sustentaron en los remanentes de las relaciones sociales mencionadas y las concesiones madereras del Estado modernizador. En el periodo anterior al levantamiento zapatista, segunda mitad del siglo XX, se dio un creciente flujo migratorio hacia lo que se consideraba la frontera agrícola de la Selva Lacandona. Se ha estimado que 80% de los que colonizaron Las Cañadas a partir de la década de 1950 eran peones acasillados de las fincas y de los ranchos ganaderos (Leyva y Ascencio, 1996; De Vos, 2002), aunado a otros que migraron de sus pequeñas parcelas o ejidos sin ampliación que no daban abasto para la subsistencia de futuras generaciones. El gobierno implícitamente toleraba la colonización de tierras nacionales en Las Cañadas como válvula de escape al descontento social, efectivamente desviaba la
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demanda campesina desde las tierras de mayor valor comercial en el valle central y Soconusco hacia la frontera agrícola de la Selva. Así fue que el porcentaje del reparto agrario en Chiapas correspondiente a las escasamente pobladas regiones Selva y Fronteriza aumentó de 19% durante el sexenio cardenista, 1934-1940, a 37% en la década de 1940; 41% en la de 1950; 67% para la de 1960, para quedar en 50% del reparto en las décadas de 1970 y 1980 (Núñez Rodríguez, 2004:85103). Por otro lado, la resistencia histórica de los rancheros y ganaderos a los cambios sociales –que a veces recurrían a la violencia por medio de sus “guardias blancas”, otras veces amparados por el peso de su influencia en el sistema legal y político (Bobrow-Strain, 2007)– incidió en el hecho de que Chiapas tenía el porcentaje más alto de “rezago agrario” –casos pendientes de reforma agraria– en toda la República (Harvey, 2000). En ese contexto, la reforma del artículo 27 constitucional, que en 1992 suspendió la repartición de tierras –junto con otras reformas neoliberales como la eliminación en 1989 del Instituto Méxicano del Café, mismo que regulaba los precios de compra del café, impactando fuertemente a los pequeños productores de Las Cañadas– figuró entre los principales detonadores de la rebelión zapatista. Al margen de los datos fríos, cabe resaltar el aspecto subjetivo –por ende, variado– de la humillación y frustración que experimentaban las comunidades indígenas de la zona en su trato con la oligarquía local y el Estado. En las reuniones previas para La otra campaña, el subcomandante Marcos narró la historia local del nuevo poblado –tierra recuperada– Juan Diego en el municipio autónomo rebelde zapatista (Marez), Francisco Gómez:
Hace unos 13 años, cuando los habitantes de la comunidad de San Miguel querían ir a pescar, recoger caracol o a cortar leña, el finquero Adolfo no lo permitía. Para impedir tenía sus guardias blancas, vaqueros que portaban armas para amenazar a los indígenas […] La comunidad de San Miguel hizo entonces una asamblea y sacó el acuerdo de pedir una plática con el señor Adolfo Nájera […] El finquero nunca entendió y no les hizo caso. Se burló de ellos, los maltrató, los amenazó y los corrió. Al otro día mandó reforzar el cerco de alambre de púas. Para hacerlo contrató, por 14 pesos la jornada de 12 horas, a los mismos indígenas de San Miguel […] creo que eso es lo que se llama explotación. La comunidad se reunió otra vez y se hicieron cuentas: de un lado, estaban cientos de indígenas, con unas cuantas hectáreas de malas tierras, llenas de pedregal y en pendientes donde no se podía
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ni caminar […] Del otro lado de la brecha estaba una persona con 6 mil hectáreas de buena tierra, en terrenos planos, fértiles y con buena agua […]. Hicieron entonces lo que hacían todos los campesinos: solicitaron parcela. Y, como dice la canción, solicitando parcela los años fueron pasando. Sus comisiones recorrieron todas las oficinas del gobierno federal, entregaron todo tipo de papeles, hicieron cooperaciones entre todos para enviar comisiones a todos lados, aunque hubiera dado lo mismo que no fueran. Nunca hubo solución a sus demandas de tierra. Llegó entonces a platicar con sólo algunos de los pobladores, un hombre. Era él indígena como ellos, moreno como ellos, tseltal como ellos, mexicano como ellos […] El señor Ik’ se llamaba en realidad Francisco Gómez (Marcos, 2005b).
Por cierto, los cuadros zapatistas no eran los únicos que organizaban en esas condiciones de marginación y de escasa presencia del Estado. Otras iniciativas importantes incluían a los catequistas de la diócesis de San Cristóbal de Las Casas, influenciados por la Teología de la Liberación bajo la tutela del entonces obispo Samuel Ruiz; y la ARIC-UU, con asesores de varias corrientes maoístas. En algunos sentidos se complementaron para levantar conciencia entre la población de la zona, pero también compitieron por su influencia al diferenciarse en varias estrategias y objetivos. Algunos críticos del zapatismo, basándose en el testimonio de los que abandonaron la organización, consideran al movimiento como infiltrador que manipuló las bases sociales ya organizadas por otros (Estrada, 2007). Por otro lado, reconociendo la capacidad propia y derecho de optar (agency) de los mismos actores, habría que escuchar la voz de los que decidieron adherirse al zapatismo, que por varias razones no vieron solución a sus demandas en las otra opciones políticas de lucha. Por ejemplo, un estudio de la Unión de Uniones Quiptic Ta Lecubtesel, “Unidos por nuestra fuerza”, fundada en Las Cañadas en la década de 1970, menciona el descontento interno que surgió a raíz del verticalismo de una fracción de los asesores encabezada por Adolfo Orive, quien guardaba toda la información y decisiones sobre el manejo de créditos para un pequeño grupo cerrado (Rubio López, 1985:59-75). Esa interpretación está apoyada por entrevistas a miembros históricos de la organización.1 Es interesante notar que Orive después salió del
1 Entrevista con miembro de una comunidad tseltal en el municipio autónomo Ricardo Flores Magón, 2 de octubre de 2005; y miembro de la Comisión de Vigilancia, La Garrucha, 2 de marzo de 2006.
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movimiento para convertirse en el asesor principal de contrainsurgencia del gobierno contra los zapatistas. Otras tendencias del movimiento campesino de esa época se convertirían en redes empresariales, como la Unión de Ejidos de la Selva, que estableció una cadena de cafés de lujo en varias ciudades de México. Otros más fueron dirigentes de la Unión de Ejidos de la Selva (UES) (Bellinghausen, 2007), de la organización Slop, “Raíz”, fundada con impulso de la diócesis; y algunas organizaciones que originalmente se fundaron con pretensión de “autonomía” se convirtieron en caciques paramilitares (CDHFBC, 2005; CAPISE, 2006), o se aliaron estrechamente con partidos políticos, como es el caso de varias corrientes de la fraccionada Asociación Rural de Interés Colectivo. Muchos activistas del movimiento campesino de la década de 1970 en Las Cañadas llegaron a un punto en que se desesperaron con la estrategia de trabajar dentro del marco de la legalidad establecido por el gobierno. Un organizador veterano de ese periodo recuerda:
Nos organizamos primero en Quiptic Ta Lecubtesel, pero no da resultados. Vamos a gritar en sus palacios y no hacían caso. Incluso el comisariado [ejidal] solicitaba tierras por más de 20 años, pero no se solucionó. Solicitábamos agua potable, techo, luz, escuela, pero el gobierno no hacía caso. Nos daba cólera, decían que no habían indígenas [en la Selva Lacandona], puros changos, que México iba a entrar al Primer Mundo, ¡puras mentiras! Antes del 94 se formaron muchas organizaciones –ARIC, ORCAO, CNPI– en esta zona. Pero al final vimos la necesidad de levantarnos en armas.2
De igual forma, la inspiración religiosa que les motivó a muchos a participar en la lucha social en las Cañadas en las décadas de 1970 y 1980 no siempre coincidía con el análisis zapatista. Un experimentado organizador campesino inspirado por la Teología de la Liberación cuenta que los cuadros zapatistas lo visitaron para reclutarlo, y cuando respondió que lo iba a pensar después de reflexionar sobre la Palabra de Dios, dice que los reclutadores contestaron que “nosotros estamos guiados por otros libros”,3 y decidió quedarse al margen del zapatismo. Por
2 Entrevista, Comisión Política de la Junta de Buen Gobierno, La Garrucha, sábado 6 de agosto de 2005. 3 Conversación con dirigente campesino tojolabal en Comitán, 23 de septiembre de 2005.
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otro lado, muchos catequistas se integraron de lleno al EZLN sin abandonar su compromiso religioso:
Me incorporé al movimiento por medio de la Palabra de Dios. Entendí que tuvimos derecho a liberarnos, como Moisés con el éxodo. Pero luego algunos religiosos dijeron que no, que era pecado, que no había que luchar, que el gobierno nos iba ayudar. Algunos se rajaban de la lucha, pues, pero yo no. La Biblia nos habla de la justicia, no es cierto lo que dicen ellos.4
Y otro miembro zapatista de una comunidad dividida, en la que no todos los miembros son base de apoyo del EZLN, comenta:
Llegaron misioneros a echar una mano, orientaron a los cristianos, pero al final aconsejaron arrepentirse y pedir perdón a Dios. Pero no confiamos en gente que viene de afuera a decirnos eso, no sabemos qué ideas traen esos kaxlanes [no indígenas], entonces nunca soltamos la información de que estamos en la Organización [EZLN]. Así pudimos conservar y guardar nuestra Organización.5
Entonces, los zapatistas no eran los primeros ni los únicos que tenían capacidad de organización entre las comunidades indígenas de Las Cañadas. Sin embargo, frente a la intensificación de las políticas neoliberales hacia comienzos de la década de 1990 y el frenazo al reparto agrario, su postura de firmeza ante el gobierno les dio una importante base social regional. Para finalizar la reflexión histórica, otro aspecto importante de la organización zapatista como espacio alternativo/autónomo es el concepto de comunidad. Las nuevas estructuras de gobierno creadas por el zapatismo establecen la elección y rotación de representantes en el ámbito de la comunidad, de municipio autónomo, y –a partir de 2003– de región o Caracol. No obstante, el significado del concepto de comunidad evidentemente va más allá del sentido geográfico de una aldea. En un movimiento social como el zapatismo tiene que ver con el sentido de solidaridad
4 Entrevista con miembro tseltal de un consejo autónomo municipal, 1 de octubre de 2005. 5 Entrevista colectiva, asamblea de familias zapatistas en una comunidad tseltal dividida, 2 de octubre de 2005.
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que se genera alrededor de la cultura y las experiencias compartidas, con procesos participativos en su interior y con una capacidad autónoma de subsistir y de tomar decisiones en un margen de libertad frente al entorno externo. La formulación del concepto de comunidad tiene un contexto social en donde también confluyen varios factores históricos antecedentes del zapatismo. Un factor relevante es la identidad indígena, con sus usos y costumbres, que los zapatistas lucharon porque se reconocieran en los Acuerdos de San Andrés –incumplidos por el gobierno–, y que implica también un arraigo a la tierra –reflejado en la palabra tseltal para el concepto de comunidad jlumaltik, cuya raíz lum significa “tierra”, con el sufijo pluralizante tik que le da una interpretación de “nuestra tierra” (Aubry, 2007). Ciertas cosmovisiones y tradiciones colectivistas y asambleístas probablemente abrieron espacio a los esfuerzos organizativos en Las Cañadas, aunque cabe notar que las “tradiciones” siempre van evolucionando, no son estáticas, y tampoco conviene imaginar una versión romántica de comunidades armónicas sin desigualdades ni jerarquías. Otra influencia en la conformación de las comunidades evidentemente fue la iglesia católica, con las particularidades de la Teología de la Liberación –que incorpora dinámicas de participación en pequeños grupos de reflexión–. Una tercera influencia importante sería la unidad del ejido en la reforma agraria histórica, con sus modalidades de toma de decisión entre todos los miembros reunidos en asamblea. Y, finalmente, la misma experiencia de colonización de tierras selváticas remotas a partir de la década de 1950 generó formas sui géneris de gobierno local en el espacio social, llamado el comon (Leyva Solano, 2003). La rebelión en Las Cañadas se había gestado en un espacio que reunía las condiciones que Wolf (1974) denomina “movilidad táctica” de la población campesina. Entre otras cosas, los colonos migrantes se planteaban el proyecto de sobrevivir basándose en los esfuerzos propios –una visión de desarrollo autónomo y sustentable por necesidad, sin que se llamara así (Nash, 2001)– en una región de reducida presencia del Estado.
Tierra y libertad: la reforma agraria zapatista
Ya mencionamos el contexto del rezago agrario en Chiapas y la frustración de las demandas campesinas; este proceso culminó con la contrarreforma agraria oficial de
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1992, misma que suspendió la repartición de tierras y creó mecanismos de desmantelamiento del sector ejidal. Un estudio detallado de la comunidad tojolab’al de San Miguel Chiptik, por ejemplo, documenta el proceso tortuoso de solicitudes de tierra –y evasiones a la repartición de tierras de parte de los terratenientes y gobierno– a lo largo de varias décadas, que finaliza en una resolución insatisfactoria ya que otorgaba apenas una hectárea por familia (Núñez Rodríguez, 2004). La autora cita esta historia y las reformas al artículo 27 constitucional entre las razones que motivaron la integración de dicha comunidad a la lucha zapatista. Otro análisis histórico-social, enfocado en la zona norte (Bobrow-Strain, 2007), apoya la tesis de que el estancamiento de las demandas agrarias alimentó la radicalización de las movilizaciones campesinas en Chiapas junto con la represión, como fue la masacre de indígenas tseltales en Wolonchan, Sitalá, en 1980 (García de León, 2002:205-212). Los zapatistas intentaron reabrir formalmente la cuestión agraria en las negociaciones de San Andrés, 1994-1996, tema que el gobierno siempre aplazaba hasta que finalmente quedaron suspendidas las pláticas sin que se hubiera tocado el tema de tierras. De manera más directa impulsaron una reforma agraria de facto con la recuperación de terrenos que los terratenientes abandonaron a raíz de la rebelión –y por los cuales éstos recibieron indemnización del gobierno–. En el caso de Las Cañadas de Ocosingo llegó la orden de la comandancia zapatista a las bases de apoyo en 1997 –después de la marcha de los 1 111 zapatistas a la Ciudad de México– de “posicionarse” en las tierras abandonadas. Las principales extensiones pertenecían a finqueros o rancheros que generalmente habían dedicado las mejores tierras a la ganadería, y dejado las parcelas más marginales en las laderas de las montañas alquiladas o “prestadas” a los mozos de las fincas. Según mis investigaciones en la zona, 2005-2006, los finqueros típicamente cobraban en especie por el uso de las parcelas –milpas– cultivadas con maíz, por ejemplo 10 zontes, 4 000 mazorcas, por hectárea, cuando el rendimiento fluctuaba entre 20-30 zontes/ha, que apenas era suficiente para el consumo de la familia. De esa forma los mozos quedaban atados al trabajo en la finca, sembraban zacate y colocaban postes para la ganadería, ganaban hasta 1994 alrededor de 10 pesos al día por trabajar de sol a sol –el salario en 2006 oscilaba entre 30 y 40 pesos al día, aún por debajo del mínimo oficial. Los abuelos todavía recuerdan la práctica del baldío, la obligación tradicional de trabajo sin recompensa.
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La lucha por la tierra era cuestión de sobrevivencia, y los que siguieron la vía legal narran historias de interminables viajes a la capital estatal de Tuxtla Gutiérrez y a veces hasta la Ciudad de México, con las consabidas cuotas para los ingenieros agrarios, abogados y funcionarios.6 Unos pocos lograron conseguir sus derechos ejidales, pero muchos quedaron decepcionados con el gobierno y más adelante con organizaciones como ARIC, cuyas gestiones pocas veces dieron fruto. Incluso para los que lograron establecer ejidos en las décadas de 1960 y 1970, ya para la de 1990 eran insuficientes las tierras cultivables que quedaban para las generaciones futuras. Los que se cansaron de peticiones y se lanzaron a ocupar tierras antes de 1994 participaron en las marchas y protestas de las organizaciones independientes, o sufrieron encarcelamiento y represión por parte de los agentes de los terratenientes y del gobierno (Harvey, 2000). Con la recuperación de tierras se completaron las tres principales modalidades agrarias en la región zapatista, correspondiente en la actualidad al Caracol de La Garrucha: ejidos históricos, “nuevos poblados” o asentamientos en tierras recuperadas, y unas cuantas pequeñas rancherías –de una o varias familias– generalmente en tierras marginales y de poco rendimiento productivo. La región presenta población zapatista y no zapatista, entre estos últimos hay afiliados a organizaciones campesinas históricas como ARIC –ahora dividido entre las corrientes histórica, oficial, e independiente–, la Organización Regional de Caficultores de Ocosingo (ORCAO), y Xi’Nich; a las que se añaden nuevas organizaciones surgidas como estrategia gubernamental de contrainsurgencia, como las paramilitares Movimiento Indígena Revolucionario Antizapatista (MIRA) y la Organización para la Defensa de los Derechos Indígenas y Campesinos (OPDDIC) (CDHFBC, 2005).
Ejidos y el Programa de certificación de derechos ejidales y titulación de solares
Las estrategias de sobrevivencia en Las Cañadas navegan entre la reforma y contrarreforma agraria oficiales. En el caso de los ejidos de la región, la larga
6 Entrevista con el comisariado ejidal, fundador de una comunidad tseltal en la selva desde la década de 1960, 2 de octubre de 2005.
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lucha por conseguir los derechos agrarios –hasta la modificación del artículo 27 en 1992– llevó a muchas personas a afiliarse a la causa zapatista desde antes de 1994. Después del levantamiento, la estrategia zapatista con respecto al sector ejidal fue de oponerse a su desmantelamiento –perspectiva que se recrudece a partir de 1992 con el Programa de Certificación de Derechos Ejidales y Titulación de Solares (Procede) – a la vez que se intentaba mantener la afiliación zapatista de muchos ejidos históricos. Sin embargo, la institución del ejido garantiza que los ejidatarios conserven sus derechos aun si se salen de las bases zapatistas y aceptan recibir ayuda gubernamental, de manera que varios ejidos se han dividido entre diversas organizaciones que funcionan con sus asambleas y autoridades por separado. El Procede acentúa esta tendencia desintegradora. Les ofrece a los ejidatarios el “derecho” de medir y certificar legalmente la parcela individual que le corresponde dentro de la unidad colectiva; para luego poder solicitar crédito bancario a título individual e incluso transferir la parcela al “dominio pleno” –la propiedad individual como mercancía a la venta. Un estudio del impacto del Procede en la zona Selva Tseltal deja expuesta la lógica del programa; se cita al secretario de la Reforma Agraria:
El Procede tiene como objetivo, por una parte evitar conflictos agrarios y por la otra incorporar las tierras al mercado […] Antes de la reforma del [artículo] 27, el campesino era sólo usufructuario […] La compra de tierras se financiará a través de un préstamo del Banco Mundial de 100 millones de dólares […] Debemos revisar a Zapata para que del sistema de producción de autoconsumo se pase a la producción para el mercado.7
Pero la lógica del mercado tampoco genera opciones sustentables para el campesinado pobre, aun entrando al Procede. Una evaluación del programa realizada por el propio Banco Mundial reveló que no hubo mejora de acceso al crédito productivo para los beneficiarios del Programa, ya que evidentemente la banca comercial no se interesaba por tramitar préstamos a campesinos pobres sin garantías gubernamentales. Los campesinos entregan los derechos colectivos a cambio de un derecho individual formal: la “libertad de escoger”, una opción
7 Florencio Salazar Adame, secretario de la Reforma Agraria, 5 de octubre de 2005, citado en García y Mendoza, 2006:24-25.
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que en realidad no existe. Es más, el informe reconoce que el único efecto positivo del Programa en cuanto a los ingresos lo constituía un incremento modesto de $1 014.00 anuales por familia por concepto de “ingresos no-agropecuarios” –¡principalmente por un aumento de migración laboral a Estados Unidos!– (Banco Mundial, 2001:25, 45-47). Cabe notar que muchas organizaciones campesinas no zapatistas también se oponen al Procede, y otras comunidades optan por entrar sólo en la primera fase de certificación sin pasar a la titulación, para probablemente agarrar un mordisco sin tragarse el anzuelo. El porcentaje de ejidos en Chiapas que optaron por el Programa se encuentra entre los más bajos de la República, lo que refleja el escepticismo de los campesinos pobres –tanto zapatistas como no zapatistas– acerca de la viabilidad de la opción del mercado.8 Contrario al supuesto objetivo oficial de “evitar conflictos agrarios”, los estudios indican un incremento de conflictividad agraria asociada con el Procede en el ámbito nacional (De Ita, 2003:35-38). En Chiapas, la Secretaría de la Reforma Agraria presiona a los ejidatarios y ponen como condición para acceder a otros programas y recursos la participación en el Programa, en contravención de sus propios reglamentos, con efectos desintegradores documentados en las comunidades de la zona Selva Tseltal (García y Mendoza, 2006). Como lo explica un dirigente zapatista de la zona:
Con Procede ya no hay reparto de tierra, sólo hay legalización. El Procede lo que hace es remedición de tierras. Tomaron una estrategia donde los licenciados dijeron: “le vamos a legalizar su tierra ya calculando las medidas”, o sea viendo las medidas que tomaron los campesinos con lienzo pero ya con instrumentos. Lo que pasa es que sale diferente, porque con instrumento no se cuentan las subidas y bajadas de la tierra, es medida directa. Entonces algunos salieron con 15, 22, 25 hectáreas. El instrumento mide recto, sin bajadas. Bueno, eso de la remedición es sólo a los priístas, porque no estamos de acuerdo con el Procede; esa ley nos prohíbe ir a formar otra comunidad. Sabemos bien que es nuestra tierra y vamos a posicionarnos y fundar otras comunidades, no necesitamos papeles.9
8 “Pronunciamiento del Encuentro Estatal contra el Procede”, Ejido Petalcingo, Municipio de Tila, Chiapas (San Cristóbal de Las Casas: Maderas del Pueblo del Sureste, A.C., 12 de marzo de 2006) [www.maderasdelpueblo.org.mx/articulos/artotros/pronun1.html]. También observé el encuentro. 9 Entrevista, Junta de Buen Gobierno, La Garrucha, 18 de octubre de 2005.
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En otras palabras, el Estado introduce un conflicto con la demarcación individual, y luego se presenta como única autoridad facultada para su resolución. Este uso de la “legalidad” por parte del gobierno –cuya legitimidad está rechazada por los zapatistas y otras organizaciones– busca romper la unidad de las comunidades para sustituir una serie de relaciones bilaterales entre el gobierno y grupos fragmentados. Un ejemplo histórico es el caso de 614 321 hectáreas en la Selva asignadas por el gobierno en 1972 a un grupo que denominó Comunidad Lacandona, que en realidad eran 66 familias de origen maya-caribe cuyos antepasados migraron desde la región de Yucatán mucho después de que los españoles hubieran acabado con los últimos lacandones en el siglo XVIII (De Vos, 2002). El decreto de 1972 facilitó la concertación de jugosas concesiones madereras por medio de los dirigentes “lacandones” cooptados, pese a que otros pueblos indígenas ya estaban asentados en la misma región, y en algunos casos ya tenían títulos de Reforma Agraria dentro del límite del mismo territorio (Legorreta, 1998:79-90). Los conflictos se agravaron cuando en 1978 el gobierno designó 331 200 hectáreas –de las que 70% coincidía con las tierras ya asignadas a la Comunidad Lacandona– como Reserva Integral de la Biosfera Montes Azules (RIBMA), bajo protección ecológica federal.10 Más adelante el gobierno utilizaría el argumento “conservacionista”, apoyado por algunas organizaciones no gubernamentales que a su vez gozaban de financiamiento de empresas trasnacionales, para afirmar que otros asentamientos –casualmente zapatistas– en Montes Azules no practicaban el desarrollo sustentable y tenían que ser desalojados.11 En febrero de 2003 Fox creó el cargo de Representante Especial para Chiapas en la Secretaría de Reforma Agraria. La titular, Martha Cecilia Díaz Gordillo –después electa diputada federal del Partido de Acción Nacional por el periodo 2006-2009–, concentró sus esfuerzos en el “reordenamiento territorial” para legalizar el estatus
10 Véanse los boletines del Centro de Investigaciones Económica y Políticas de Acción Comunitaria (CIEPAC), Chiapas al Día, núm. 347 (10 de junio de 2003), 393 (3 de febrero de 2004), y 409 (29 de abril de 2004) [www.ciepac.org]. 11 CAPISE, “Informe Montes Azules”, julio de 2002, y “Conservación Internacional: El caballo de Troya”, junio de 2003; San Cristóbal de Las Casas [www.capise.org.mx]. Véase también SIPAZ, “Desalojos en Montes Azules: La conservación de la biodiversidad ¿con o contra los pueblos?”, San Cristóbal de Las Casas, junio de 2003 [http://sipaz.org/fini_esp.htm].
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de los asentamientos irregulares, sobre todo en los llamados focos rojos de tensión como Montes Azules. Ella misma explica su dinámica de trabajo:
Nombramos comisiones concertadoras, con los representantes de cada pueblo. Ellos reciben talleres de capacitación sobre la resolución de conflictos […] Eso es uno de los éxitos del programa. Los intereses de las organizaciones no necesariamente coinciden con los intereses de las comunidades. Por eso creamos la comisión concertadora, ahí van representantes más plurales que representan con legitimidad a las comunidades […] No hubiéramos prosperado si hubiéramos trabajado con organizaciones […] Modifica la relación entre el grupo del poder y la gente. Porque hemos visto que si la gente no tiene un documento en la mano es temerosa de lo que puede pasar. Por eso ya con el certificado agrario tienen más poder, y entregar esos certificados a todos es una forma de socializar la democracia al interior del ejido. Equilibra las fuerzas al interior del ejido.12
Ahí se ve la estrategia de designar desde afuera a los nuevos interlocutores para modificar la correlación de fuerzas dentro del ejido, lo que deja al margen a las organizaciones y a los representantes elegidos por la propia comunidad. Es un reflejo del nuevo patrón de relaciones del Estado con comunidades indígenas en la época neoliberal, al que se ha llamado neoindigenismo (Hernández, Paz y Sierra, 2004), con el fin político de instalar al controlable “indio permitido” (Hale, 2004). Por su parte los zapatistas no aceptan ese tipo de intervención, la que no consideran como resolución de conflictos ni promoción de la democracia en las comunidades:
La Martha Cecilia [Díaz Gordillo] anda remidiendo, viene con su pelotón de la seguridad pública. Está engañando a la gente, dice que aunque estén en Montes Azules que va a legalizarlos, pero lo que quiere es sacarlos […] No permitimos que ella legalice a las comunidades zapatistas, la tierra ya está en nuestro poder porque ya está, no necesitamos papeles. Allí está ella midiendo la selva por Marqués de Comillas, con la seguridad pública y el ejército.13
12 Entrevista, licenciada Martha Cecilia Díaz Gordillo, representante especial para Chiapas, Secretaría de la Reforma Agraria, Tuxtla Gutiérrez, 4 de noviembre de 2005. 13 Entrevista, Junta de Buen Gobierno, La Garrucha, 18 de octubre de 2005.
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Ese escepticismo a las promesas de legalizar derechos agrarios refleja la larga experiencia con gobiernos que distribuyeron tierra –o toleraron el asentamiento irregular– selectivamente, adonde y cuando fuera conveniente para los esquemas de desarrollo capitalista y/o consolidación del Estado; siempre con la promesa de la legalización –a veces a distintos grupos en el mismo territorio– como herramienta de control social (De Vos, 2002; Núñez Rodríguez, 2004). Es por eso que el movimiento zapatista, con el propósito de autonomía de las comunidades, tomó en sus manos el proceso de reforma agraria.
Tierras recuperadas
La ocupación o recuperación de tierras a partir del levantamiento zapatista representa una especie de reforma agraria de facto, al crear comunidades denominadas nuevos poblados. En principio, la Ley Revolucionaria de Reforma Agraria del zapatismo especifica el uso colectivo de las áreas recuperadas, aunque el resultado en la práctica es más complicado (Van der Haar, 2004). Según entrevistas realizadas en comunidades de los cuatro municipios autónomos que conforman el Caracol de La Garrucha, los nuevos poblados típicamente distinguen entre “colectivo individual” y “colectivo general”. En el colectivo individual, que representa el grueso del área recuperada, cada familia tiene derecho a cultivar la parcela que escoja y de beneficiarse de forma individual del producto. El colectivo general es un terreno –una pequeña porción del total del nuevo poblado– que se cultiva mediante el trabajo rotativo entre todas las familias de la comunidad, y cuyo producto se reparte de la forma que decida la asamblea. Esta formación social se parece en ciertos aspectos a la estructura del ejido, aunque con algunas diferencias significativas. El colectivo individual en el nuevo poblado zapatista es colectivo en el sentido de que los integrantes no son propietarios, la tierra sigue perteneciendo a la comunidad, y pierden sus derechos si se salen de la comunidad zapatista. Esa norma se basa en el sentido de que la lucha por recuperar y defender la tierra necesariamente se realiza mediante la organización colectiva. En cambio en el ejido los miembros pueden optar por cambiar su afiliación de una organización a otra, sin perder el conjunto de derechos otorgados en ese caso por el Estado. El ejido distingue entre los derechos del ejidatario original y futuras generaciones, avecindados, etcétera, con procesos engorrosos de solicitud
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de ampliación, que han de pasar otra vez por la autorización del Estado; el nuevo poblado en cambio define la comunidad en términos de todos los que aceptan participar bajo las normas zapatistas y las obligaciones acordadas en la asamblea, y resuelve la manera de que cuenten con una parcela colectiva individual de la tierra recuperada. El sentido subjetivo de colectivividad, tan importante para sostener el modelo de los nuevos poblados, se deriva en parte de la experiencia compartida, que puede ser el sufrimiento en la época de las fincas para los mayores, la participación directa en la toma inicial de la tierra o más indirecta en el levantamiento de 1994, o las nuevas necesidades y obligaciones compartidas en el trabajo colectivo para la subsistencia y la defensa de la tierra recuperada. Mientras el gobierno federal ofrece legalidad, el reparto agrario zapatista es una invitación a luchar por la tierra y sumarse a las demandas básicas zapatistas. Lo que les asegura la tenencia no es un documento sino la unidad de la organización. Los integrantes tienen un incentivo para mantener la unidad, ya que de otra forma perderían el acceso a la tierra. La dinámica de las tierras recuperadas se complica aún más porque en algunos casos las tierras recuperadas no eran de grandes terratenientes (Van der Haar, 2004), por demás el gobierno ha aprovechado las divisiones para alentar a grupos de campesinos no zapatistas a atacar e intentar desalojarlos. En muchos casos el gobierno pagó compensaciones a los terratenientes cuyas tierras fueron recuperadas por zapatistas, para luego legalizar la propiedad de las mismas tierras a nombre de organizaciones campesinas no zapatistas. En los últimos años la estrategia contrainsurgente se ha vuelto más sofisticada: con una coordinación entre grupos paramilitares, como OPDDIC, que se mete en tierras ya recuperadas por los zapatistas; instancias gubernamentales de reforma agraria que se prestan a “legalizar” estas nuevas incursiones; además de las fuerzas de seguridad pública y del ejército (CAPISE, 2005, 2006, 2007). Es otro ejemplo de cómo despliegan la fuerza y los recursos estatales para estructurar a su conveniencia la sustentabilidad de las distintas opciones en las comunidades, con clara intención contrainsurgente. El análisis de la recuperación de tierras se complica más por el hecho de que los principales beneficiarios de las invasiones de tierra desatadas en 1994 eran integrantes de organizaciones no zapatistas, que se aprovecharon de la apertura creada por el levantamiento armado (Reyes, 2001:204; Villafuerte et al., 2002:241244). En otros casos la rebelión zapatista abrió un espacio a otros grupos para
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renegociar su estrategia de desarrollo con el gobierno (Harvey, 2005a; Montoya et al., 2007:245-247). Podemos pensar, entonces, que la evaluación de su sustentabilidad depende de cómo definimos el ámbito del enfoque, ya que se puede decir que el levantamiento contribuyó indirectamente a la renegociación de espacios y participación política de otros. El gobierno intervino en el proceso al mediar el conflicto y ofrecer compensación después de enero de 1994 a partir de “acuerdos agrarios”, por los cuales estableció vínculos clientelistas con organizaciones favorecidas; con ello distanciaba a los zapatistas, quienes se negaron a solicitar un reconocimiento oficial por sus recuperaciones de tierra (Reyes, 1998). Eso en efecto creó un problema de acción colectiva para los zapatistas, cuya base había cargado con una parte desproporcional de los riesgos y costos de la ocupación sin recibir la recompensa de una seguridad de tenencia de la tierra. La estrategia gubernamental de firmar acuerdos agrarios tuvo el efecto adicional de desplazar el foco de la conflictividad campesina desde los terratenientes hacia el Estado, que tiene mayor capacidad para una guerra prolongada de desgaste. De hecho los terratenientes, quienes en muchos casos ya dudaban de su propia capacidad de reproducción económica y social de su modo de vivir, generalmente prefirieron abandonar las tierras y conformarse con los pagos compensatorios del gobierno (Bobrow-Strain, 2007). Es notable que en un momento en que la política nacional consideraba la producción campesina como obsoleta y había terminado el reparto agrario para promover la privatización, el levantamiento zapatista efectivamente renovó la reforma agraria. Obligó al Estado a comprar tierras en disputa, y los campesinos en Chiapas –zapatistas o no zapatistas– luchaban porque las tierras se convirtieran en propiedad social en vez de en parcelas privadas (Reyes, 1998; De Ita, 2003:22-6). Las tierras recuperadas por los zapatistas siguieron ofreciendo nuevas opciones para los campesinos pobres –por ejemplo, los integrantes de las rancherías y ejidos de Las Cañadas, y en algunos casos nuevos desplazados de Los Altos– que veían limitadas sus posibilidades de subsistencia. Esa nueva “frontera agrícola interna”, que en muchas ocasiones se logró al convertir pastos ganaderos en milpa para autoconsumo, a la vez permitió a los zapatistas reclutar nuevos integrantes al movimiento, a partir de tierras a cambio del compromiso con la resistencia.
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Economía política de resistencia y sustentabilidad
La definición zapatista de resistencia incluye el rechazo a cualquier ayuda o programa gubernamental por considerarlo elemento de una estrategia contrainsurgente. Políticamente, esa autosuficiencia puede generar un sentido de orgullo y de identidad colectiva, pero a la vez implica un grado de sacrificio material para las comunidades bases de apoyo. En comunidades campesinas que ya vivían muy cerca del margen de la subsistencia esto presenta el reto importante de cómo sustentar la base material para la sobrevivencia. Y a largo plazo se apuesta a que la resistencia debe apuntar hacia una vida mejor, lo cual depende no sólo del grado de organización en lo micro sino también de cambios estructurales en el ámbito macro. Esta tarea, que no se puede realizar en la circunscripción de las comunidades indígenas de Chiapas, fue emprendida con la nueva fase del zapatismo inaugurada con La otra campaña, anunciada en junio de 2005 en la Sexta Declaración de la Selva Lacandona (EZLN, 2005; González Casanova, 2006).
En debate: modelos y definiciones
Es difícil evaluar la sustentabilidad económica del proyecto zapatista de autonomía, no sólo por la falta de datos sistematizados sino también por la complejidad de definir los parámetros de la “sustentabilidad” y las condiciones alternativas hipotéticas –counterfactual– para comparar estrategias. En el contexto de la crisis más amplia que enfrenta la economía rural de subsistencia en México a lo largo de dos décadas de reformas neoliberales, ¿qué significa ser sustentable? Algunos analistas cuestionan la viabilidad del campesinado latinoamericano, en general, en la época de la globalización, y afirman que ese modo de producción ya ha sido prácticamente reemplazado por estrategias mixtas de sobrevivencia urbana/rural que representan “modos de vivir multidimensionales” (Zoomers, 2002).14 Otros
4 En un fuerte proceso de “desagrarización”, el porcentaje de ingresos agropecuarios de las unidades familiares rurales de México se redujo de 67% en 1992 a 33% en 2004, de acuerdo con Hubert C. de Grammont, “La desagrarización del campo y sus efectos sobre la organización campesina”, ponencia presentada en el Séptimo Congreso de la Asociación Mexicana de Estudios Rurales, San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, 18-21 de agosto de 2009.
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consideran esas estrategias diversificadas como evidencia de la capacidad adaptiva de un “campesinado globalizado”, como alternativa al modelo de globalización dominado por las empresas trasnacionales (Kearney, 1996; Barkin, 2004). La sustentabilidad de un sistema de producción no se define en un vacío, sino en el contexto de una multiplicidad de políticas y estructuras. Entre las variables relevantes en este caso estarían, a modo de ejemplo: 1) la liberalización comercial en la década de 1990, que abarca a) la eliminación de subsidios –precios de apoyo– por un lado; y por otro, b) los programas de compensación de cultivos afectados, como Procampo, que contemplan desembolsos programados a disminuirse gradualmente hasta desaparecer; 2) los subsidios a la agricultura de exportación por parte del gobierno de Estados Unidos, con impacto creciente en los mercados mexicanos a partir de la entrada en vigor del TLC en 1994; 3) los vaivenes del mercado, afectados por una serie de acciones de Estados y de organismos internacionales –p.ej., el desmantelamiento del Acuerdo Internacional del Café por presiones del gobierno de Estados Unidos, y el apoyo del Banco Mundial a Vietnam para que entrara fuertemente en el mercado internacional del café–; 4) los patrones históricamente desiguales de inversión pública en infraestructura en México, que favorecen la agroindustria comercial por encima del sector ejidal; 5) por un lado la canalización de significativos recursos gubernamentales a comunidades chiapanecas no zapatistas a partir de 1994, por otro, los proyectos no mercantiles de ONG, colectivos, de comercio justo, etcétera, destinados a comunidades zapatistas; y 6) la creciente importancia económica de la migración laboral y las remesas, fenómeno a su vez afectado por una serie de políticas puestas en marcha desde ambos lados de la frontera norte. El zapatismo se enmarca no sólo en términos de derechos indígenas y campesinos dentro del sistema político nacional mexicano, sino también como un desafío al neoliberalismo, a la lógica de la operación sin restricciones del mercado capitalista global (Harvey, 2000; Stahler-Sholk, 2001). Los que abogan por el modelo neoliberal argumentan que la producción campesina en México no es sustentable. Citan por ejemplo la alta tasa de pobreza en el sector ejidal: 53%, comparado con 26% entre la población general; así como la alta razón mano de obra/tierra: 7.02 personas por 100 hectáreas frente a 2.87 en la agricultura privada; y los obstáculos que enfrentan los ejidos para la comercialización de bienes comunales como los recursos forestales (Banco Mundial, 2001:14-17). De ahí se dirigen a un argumento circular y recomiendan políticas que favorecen
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aún más los sectores empresariales y castigan a los campesinos “ineficientes”. Pero eso ignora los obstáculos estructurales para que el campesinado acceda de forma ventajosa al mercado, así como el valor social de los bienes no mercantiles como son la integridad de la comunidad y la protección ambiental (Barkin, 2006). Los mercados siempre han sido estructurados y regulados por los Estados, y cada vez más por acuerdos internacionales, lo que refleja los valores políticos de los dominantes. Por su lado el zapatismo, mientras lucha por cambiar esas estructuras mediante valores alternativos, se enfrenta al reto de sostener sus unidades básicas de organización, las comunidades indígenas, en una economía de pequeña escala y fundamentalmente de subsistencia. En una polémica muy reveladora, el biólogo ecologista Víctor Toledo (2005) declara el zapatismo “rebasado” por lo que él considera un modelo de desarrollo sustentable en las comunidades indígenas no zapatistas. Cita ejemplos de pequeños proyectos de café orgánico y ecoturismo, plenamente insertados en las redes del mercado y en programas gubernamentales; modelo que considera “una modernidad alternativa al neoliberalismo”, que explícitamente rechaza el concepto de resistencia: “Su principal rasgo es que, a diferencia del zapatismo, estos movimientos no trazan una frontera infranqueable a las fuerzas y agentes externos” (Toledo, 2005). Esa visión de Toledo se basa en su trabajo previo sobre la opción para las comunidades indígenas de aprovechar y comercializar los recursos de la biodiversidad de la Selva Lacandona y de otras regiones (Toledo, 2000). En respuesta, Neil Harvey (2005b) critica esa visión del “capitalismo ecológico neoliberal”. Observa que dicho modelo ya fue probado con las uniones de ejidos del ARIC, y se demostró las limitaciones de su poder de negociación frente al Estado y mercado; además de que reproduce e intensifica las desigualdades al interior de las comunidades. Como recuerda Harvey (2005b):
Pero ahora sabemos que esta estrategia no funcionó en Chiapas y en otros estados, porque las organizaciones sociales se toparon con pared cuando se trataba de problemas agrarios, caída de precios, retiro de subsidios, privatización de empresas públicas, falta de acceso a la salud y educación, etcétera. Para colmo, sus manifestaciones fueron reprimidas por el gobierno, lo cual llevó a muchos de los integrantes a dejar estas organizaciones para sumarse a las filas del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional.
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Otros que entraron al debate (Zermeño, 2005; Marcos, 2005a, parte I) también enfatizaron que en el fondo se trataba de una diferencia política; de si se conceptualizaba la sustentabilidad en términos de acomodarse al statu quo, o de salirse del esquema del capitalismo neoliberal y plantear nuevos parámetros para las comunidades indígenas-campesinas.
Sustentabilidad micro en Las Cañadas
El asentamiento humano en Las Cañadas de la Selva Lacandona fue condicionado históricamente por la configuración del poder, desde el tiempo de los españoles hasta los gobiernos de turno, que desplazaron espasmódicamente a las poblaciones marginadas hacia la frontera agrícola, hacia tierras que se consideraban de poca utilidad (De Vos, 1980, 1988, 2002; Leyva y Ascencio, 1996). Los estudios de microeconomía en la región son escasos. Un cálculo con base en datos de mediados de la década de 1990 estimó el ingreso anual per cápita de tres comunidades de Las Cañadas de $2 645.00 a $3 125.00 –aproximadamente, US$265-313 por persona en ese entonces. El mismo estudio notó una creciente tendencia hacia un déficit en términos netos de maíz en la subregión, debido en parte a programas gubernamentales de distribución de despensas que desalentaban la producción (Ávalos, 1998:145-153). En otro estudio del Banco Mundial, con datos del Censo 2000, calcula el ingreso promedio del hogar indígena en Chiapas en $3 032.00 al año –comparado con $9 262.00 para los hogares no indígenas, y una línea de pobreza de $4 929.00 al año– (Banco Mundial, 2003:3:14-15). Independientemente del zapatismo, esas cifras indican una economía de subsistencia con índices elevados de pobreza. El sustento económico en las comunidades zapatistas de la región sigue siendo básicamente el modelo de la milpa, con producción principalmente familiar para el autoconsumo de maíz, frijol y unas cuantas hortalizas y frutas; con limitada comercialización de excedentes –o compras en años deficitarios, según la cosecha–; más ventas irregulares –en condiciones variadas por comunidad– de animales, café, y trabajo pagado ocasional: “chamba”. A ese modelo básico se agrega una serie de proyectos colectivos en el ámbito de la comunidad, a veces coordinados con el municipio autónomo o Caracol. Éstos incluyen proyectos productivos: huertas colectivas de hortalizas, cría de conejos o borregos, producción artesanal
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de velas y vestuario […] de comercialización: tiendas comunitarias, bodegas de abarrotes, acuerdos de comercio justo[…] y de servicios sociales: salud, educación, agua potable, capacitación en áreas como agroecología, derechos de la mujer, derechos humanos. Esta variedad de proyectos dispersos no llega a ser un modelo alternativo integral. Sin embargo, el trabajo colectivo –ya sea en una milpa designada como “colectivo general”, u otro proyecto acordado en asamblea– requiere una coordinación del trabajo rotativo que puede generar un excedente. El fondo comunitario en principio se podría destinar a pequeñas inversiones productivas; pero por su limitada escala se usa generalmente para los gastos de “comisiones” enviadas para resolver asuntos comunitarios, o para apoyar mínimamente los gastos de los promotores de educación y salud que trabajan sin salario, es decir, para inversiones sociales. La generación de esos excedentes es políticamente importante, porque crea condiciones para diseñar y poner en marcha políticas sociales autónomas y consolida el sentido de comunidad a partir de la toma colectiva de decisiones (Stahler-Sholk, 2001; Nash, 2001; Pérez Ruiz, 2004). En ese sentido, los proyectos representan las semillas de una estrategia alternativa de desarrollo. Varios de los proyectos reciben apoyo de redes de ONG y colectivos nacionales e internacionales, entre ellos iniciativas de desarrollo sustentable local que se apoyaban desde antes del levantamiento (DESMI, 2001). El movimiento zapatista, con su enfoque en la autonomía, comenzó a renegociar esas relaciones con ONG externas para asegurar que las decisiones y prioridades se establecieran desde dentro de las comunidades y no desde fuera. Esa preocupación fue uno de los motivos que inspiraron la creación en julio de 2003 de la nueva estructura de gobierno autónomo regional: las Juntas de Buen Gobierno (JBG) (Marcos, 2003). La JBG en cada uno de los cinco Caracoles regionales está conformada por representantes rotativos de cada municipio autónomo de la región.15 A partir de 2003, las ONG debían coordinar la ubicación y puesta en marcha de proyectos con la JBG, que revisaba y modificaba las propuestas mediante el diálogo para asegurar una distribución equitativa y una lógica con apego a las necesidades de las mismas comunidades.
15 El calendario de rotación de la JBG es diferente en cada Caracol. En el caso de La Garrucha, un grupo de representantes de los cuatro Marez es electo para estar disponible durante tres años, y subgrupos de ellos (normalmente de ocho personas, dos por Marez) prestan servicio en la JBG por periodos de diez días de forma rotativa.
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La reorganización que se dio con la formación de las JBG contempló además un impuesto de 10% sobre las operaciones de agencias externas en los territorios zapatistas. El impuesto en efecto permitiría el establecimiento de un fondo zapatista regional con el que se pudiera coordinar estrategias de desarrollo alternativo. En términos económicos, el fondo era bastante modesto: a un año de operación se reportaban ingresos totales manejados por los cinco Caracoles de aproximadamente $12 500 000, poco más de US$1 000 000 (Marcos, 2004, parte III). En principio la cuota de 10% se aplicaría también a las instancias del gobierno oficial. Aunque esa norma no fuera reconocida oficialmente por el gobierno, en la práctica los contratistas del mismo gobierno sí comparecen ante las JBG a negociar su cuota, a veces pagan en especie con un tractor, o negocian servicios de conexión eléctrica para una comunidad zapatista que queda en el camino de su proyecto. De esa forma, aun rechazando la ayuda del gobierno, el modelo de autonomía zapatista busca formas creativas de proporcionarse recursos que les corresponden como ciudadanos, de esta manera reivindican su derecho a la autonomía sin aceptar el control externo para su canalización. Sin embargo, la reproducción ampliada del modelo de desarrollo en las comunidades zapatistas se ve limitada por la relativa ausencia de proyectos productivos. Ya mencionamos que la reforma agraria zapatista –recuperación de tierras– quedó corta en cuanto a colectivización. El apoyo solidario y los impuestos cobrados por las JBG también son modestos, de manera que la escasez de fondos de inversión socializados presenta un cuello de botella. Por ejemplo, parte importante de las tierras recuperadas en Las Cañadas de Ocosingo recién se está convirtiendo al uso de pastoreo para la ganadería a la agricultura de subsistencia –milpa–, aunque resulta que esas tierras utilizadas por décadas de ganadería podrían duplicar o triplicar su rendimiento de maíz si se sembraran con tractor. En la zona casi no se utilizan tractores debido a la falta de capital inicial para alquilar la maquinaria, comprar repuestos y arreglar los tractores existentes, sin dejar de lado la falta de capacitación; quizá también por falta de coordinación regional para compartir costos –en un modelo de autonomía bastante descentralizado–, y por inexperiencia en planificación de inversiones, en el contexto cultural de una economía local de subsistencia. La maquinaria agrícola oxidada que se observó en el Caracol y en las cabeceras de algunos municipios autónomos muestra cierta evidencia del problema. Si bien la mecanización puede implicar otros costos, entre ellos ecológicos, a corto plazo queda el limitante heredado de la conversión de uso de tierras ganaderas.
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El café es un cultivo que podría tener importancia para la generación de ingresos en la zona de Las Cañadas, aunque no alcance la calidad del café de altura. Entre los obstáculos están la deficiencia de la infraestructura de transporte y la falta de capital para el procesamiento y almacenamiento, lo cual tradicionalmente ha dejado a las comunidades vulnerables a las prácticas rapaces de los intermediarios comerciales, conocidos como coyoteros o coyotes. La organización de canales alternativos de comercialización es todavía incipiente. Por ejemplo, la JBG en La Realidad organizó su propio transporte y venta de 11 toneladas de café de la cosecha 2004-2005 en el puerto de Tapachula a $17.00 el kilo, cuando los coyoteros estaban ofreciendo apenas 11 pesos. En otro intento, la JBG de La Garrucha reportó una venta de 3 toneladas a un representante de una ONG europea, a modo de experimento para establecer un canal de comercio justo, a $17.00 el kilo cuando los coyoteros pagaban $10.50 máximo. Pero el representante de la ONG jamás volvió ni se comunicó, dejando a la Junta preguntándose qué había pasado con esa opción.16 En este periodo el colectivo solidario Smaliyel, “esperanza” en tseltal, compraba café de tres de los cuatro municipios autónomos para su venta en el Distrito Federal, para apoyo a proyectos de educación. Otro colectivo en el cuarto municipio autónomo, Ricardo Flores Magón, comenzó a experimentar con comercio justo de exportación a Estados Unidos, gestionando la venta de cinco toneladas en 2006 y 20 toneladas en 2007 del aromático. Son esfuerzos prometedores, pero de relativamente pequeña escala, con dificultades debido a inexperiencia, y todavía no se ha organizado la producción de café orgánico en cooperativas como exigen los mercados de nicho. Con este panorama general, el café como generador de ingresos es un cultivo bastante inconstante. En estos años, por ejemplo, el precio internacional al productor mexicano ha variado de un pico de US$1.61 la libra en 1995 hasta bajar a 0.43 en 2002.17 En principio, se supone que los canales solidarios de comercio justo podrían estabilizar el precio a un nivel sustentable para las comunidades de producción cafetalera. Pero en la práctica resulta bastante complicado e incierto cumplir con los requisitos de esos mercados tan especializados y también volátiles
16 Entrevistas, Junta de Buen Gobierno, La Realidad (26 de septiembre de 2005) y La Garrucha (18 de octubre de 2005). 17 Organización Internacional del Café [www.ico.org/asp/display7.asp]. Una libra = aproximadamente 0.45 kilos.
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(Calo y Wise, 2005; Jaffee, 2007). Los costos iniciales, sobre todo de certificación orgánica, son significativos, y también enfrentan la competencia de compradores trasnacionales como Starbucks, que prefieren contratar la producción orgánica a gran escala. Además, como la distribución de cafetales es dispareja entre las bases de apoyo de la zona, estaría el reto organizativo de cómo socializar los beneficios, y/o financiar un programa de siembra –para un cultivo que da fruta hasta 3 o 4 años después de iniciado, con precios fluctuantes año tras año. Si bien la comercialización alternativa enfrenta obstáculos, las autoridades municipales autónomas y las JBG aprenden sobre la marcha junto con los colectivos solidarios, y ese mismo proceso de organización es lo que genera nuevas identidades colectivas en la configuración de la “autonomía en los hechos” en territorios zapatistas; aun así existen dificultades en la búsqueda de alternativas dentro de las estructuras dominantes del mercado. El informe de JBG La Garrucha ya lo comentaba en 2006:
Se han ido buscando pasos de cómo comercializar nuestra producción por medios justos para que sea directa nuestra comercialización, buscar acuerdos de cómo vender nuestra producción, quizás formando cooperativas, buscando redes con la gente solidaria, se ha podido hacer poco por lo difícil que es ir en contra del capitalismo pero se están haciendo todos los esfuerzos para poder vender [a un precio] justo nuestros productos.18
Otra posible fuente de ingresos colectivos en áreas de abundancia de tierras recuperadas es la renta de tierra de pastoreo, incluso a no zapatistas. Esta práctica se dio en algunos casos, pero luego las autoridades zapatistas decidieron suprimirla para el futuro asentamiento de otros zapatistas sin tierra. No se puede obviar en el cuadro de la microeconomía regional el trabajo asalariado y el fenómeno de la migración laboral. Las entrevistas realizadas en la zona, durante 2005-2006, apuntan que el ingreso familiar se complementa cuando es necesario –en un promedio puede representar 15 días al año, aparte de las obligaciones de trabajo colectivo no remunerado acordado por la asamblea
18 Informe sobre “Lo que se ha hecho en proyectos de comunidades zapatistas”, colocado en la pared de la Comisión de Vigilancia en el Caracol de La Garrucha, anotado el 20 de diciembre de 2006.
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comunitaria– con trabajo remunerado, generalmente a 40 pesos por día –por debajo del salario mínimo vigente. El tiempo varía mucho al depender de la necesidad, determinada por una mala cosecha de maíz o frijol o por enfermedad en la familia. La estrategia de primera opción es trabajar para un compañero zapatista, si no para algún vecino cercano. Una estrategia más complicada es el trabajo migratorio a otros estados, por ejemplo en la agricultura en el norte, o construcción y servicios en las zonas turísticas de Playa del Carmen y Cancún, siguiendo pautas establecidas por lo menos desde la década de 1990. Por último está el nuevo flujo migratorio hacia Estados Unidos, tendencia creciente desde Chiapas y otros estados pobres del sur afectados fuertemente por la crisis rural de subsistencia en México (véase el artículo de Alejandra Aquino en esta compilación). En envío de migrantes a Estados Unidos se estima que Chiapas subió del número 27 en la República en 1995 al número 11 en 2004, año en que las remesas de esta fuente superaron los 500 millones de dólares estadounidenses, más del valor de la cosecha total de maíz en el estado (Pickard, 2005).19 Los datos al respecto son escasos, pero parece que una gran parte de las remesas de trabajadores chiapanecos en Estados Unidos terminan en manos de unos pocos traficantes –polleros–, que cobran alrededor de US$2,000 por trasladar cada migrante indocumentado, sin dejar de lado a los prestamistas que cobran intereses exorbitantes de 10-15% mensuales. La migración tampoco se vislumbra como solución a la crisis de sustentabilidad del campesinado. Un estudio basado en datos del Censo 2000 indica que una familia con migrantes temporales en Estados Unidos puede aumentar su ingreso per cápita en 20-25% durante el periodo de envío de remesas; pero que el impacto en lo macro es una reducción de apenas 1.5% en el índice de pobreza en Chiapas (Banco Mundial 2003, cap. 16: 15), y las remesas para 2007 ya estaban en tendencia de disminución (Preston, 2007; La Jornada, 2007).20
19 Secretaría de Gobernación/Consejo Nacional de Población, “La nueva era de las migraciones: remesas”, p. 85 [www.conapo.gob.mx/publicaciones/nuevaera/era.htm]. 20 Según datos del Banco de México, las remesas de Chiapas crecieron de 595.6 millones de dólares (mdd) en 2004 a $772.1 mdd en 2005 y $943.6 mdd en 2006; para caer a $906.3 mdd en 2007 y $799.9 mdd en 2008. Calculado con base en [www.banxico.org.mx/SieInternet/ consultarDirectorioInternetAction.do?accion=consultarSeries], fecha de consulta: 21 de mayo de 2009.
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La política zapatista en la región del Caracol de La Garrucha fue desalentar la migración laboral, con cierta flexibilidad en caso de urgencia económica. La migración se consideraba último recurso, con una serie de costos y riesgos, como el alcoholismo –cuando el migrante sale de territorio “seco” zapatista– y la desintegración familiar.21 La norma en 2005-2006 era pedir permiso a las autoridades autónomas, se explicaban las necesidades y el permiso se daba por dos meses, renovable con justificación; existía la condición de que algún miembro de la familia repusiera el trabajo comunitario correspondiente al ausente. Más tarde las autoridades zapatistas concluirían este espacio de permisos. No hay datos, pero parece que el fenómeno de la migración hacia Estados Unidos es menor en comunidades zapatistas que no zapatistas. Tampoco se permite el lucro con el tráfico de migrantes indocumentados, ya sean chiapanecos o centroamericanos, como dicta la siguiente ley promulgada en La Garrucha:
Los indocumentados: En el territorio zapatista se les dará libertad de paso a los indocumentados, a los polleros que sean sorprendidos engañando a estas gentes serán detenidos para que les devuelvan su dinero, en el territorio zapatista queda totalmente prohibido la venta de comida, agua y hospedaje a los indocumentados, ellos son pobres como nosotros y estamos obligados a darles el agua, el alimento, y el hospedaje, no a vendérselos. En caso de que algún pollero sea detenido por segunda vez se entregará con las autoridades del mal gobierno.22
Lo anterior indica que si bien la migración es una realidad que no se puede eliminar del todo, los zapatistas no la consideran parte de su modelo de desarrollo. El gobierno, en cambio, implícitamente adopta la exportación de mano de obra barata como eje de su estrategia de desarrollo para las comunidades rurales pobres. Cierto estudio sobre la emigración cita a un funcionario que participa en la negociación de los acuerdos de comercio internacional: “No contemplamos inversiones en esta área [el sur de México], ni con trabajos de sueldos bajos. Son
21 Entrevista, Junta de Buen Gobierno, La Garrucha, 18 de octubre de 2005. 22 Informe sobre “Lo que se ha dicho en problemas de tráfico de personas: La JBG sacó una ley en todo el territorio de la zona Selva Tseltal”, colocado en la pared de la Comisión de Vigilancia en La Garrucha, anotado el 20 de diciembre de 2006. Véase en el mismo sentido el discurso de Roel, miembro de la JBG de La Realidad (JBG, 2007:11-12).
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las remesas que mantienen a flote a las áreas rurales pobres” (citado en Havice, 2004). Para los zapatistas, el dilema está entre mantener la integridad de su proyecto y su definición de autonomía, por un lado; y por otro el riesgo de una migración laboral de bases de apoyo debido a necesidades económicas.
Resistencia ante los programas del “mal gobierno”
La norma zapatista de rechazar cualquier programa de ayuda gubernamental se reforzó a partir de agosto de 2003 cuando los Caracoles se instalaron y comenzaron a repartir recursos –limitados– a las comunidades que se declararon en resistencia. El gobierno por su parte aumentó el flujo de recursos a regiones de influencia zapatista a partir del levantamiento, en una combinación de fondos federales focalizados de “compensación social” por el impacto de los programas neoliberales, sumado a programas específicos para Chiapas. Aparte del objetivo declarado de fomentar el desarrollo económico, estos programas gubernamentales evidentemente se diseñaron y se pusieron en marcha en Chiapas con el objetivo de dividir comunidades y jalar bases de apoyo zapatista (Camacho y Lomelí, 2002; Burguete, 2003, 2004). Entre los programas federales está el Programa de Apoyos Directos al Campo (Procampo), iniciado a finales de 1993 para entregar pagos compensatorios por hectárea de cultivos afectados por la eliminación de subsidios; programa calendarizado para gradualmente desaparecerse. En 2005, Chiapas ocupaba el primer lugar en la República si se habla de superficie apoyada por Procampo, con 17.2% del total (Sagarpa, 2005). Otro programa federal importante es Oportunidades, sucesor del Programa para la Educación, Salud y Alimentación (Progresa), que consiste en pagos directos a familias de bajos recursos. Este programa distribuyó más de 3 000 millones de pesos a familias pobres en Chiapas en 2005 –equivalente a 285 millones de dólares estadounidenses–, lo que representa 9.8% del total nacional repartido; de ahí que 70% de la población chiapaneca recibiera fondos del programa Oportunidades, si se compara con 25% de la población nacional inscrita en ese año (Presidencia, 2005; Sedesol, 2005). El programa Oportunidades se destina específicamente a mujeres, quienes reciben pagos de acuerdo con el número de hijos que van a las escuelas oficiales del gobierno, así como por su participación en programas gubernamentales
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de salud. De esta manera, Oportunidades canaliza fondos a las familias no zapatistas, al mismo tiempo incentiva a la población para recurrir a las instancias gubernamentales en vez de a las escuelas y clínicas autónomas. Es más, evaluaciones externas confirman la evidencia de que, contrario al objetivo declarado de crear alternativas a la migración hacia Estados Unidos, hay una correlación positiva entre beneficiarios del Programa y migración de los jóvenes (INSP/CIESAS, 2005). Resulta que el desembolso mínimo por el que optan las mujeres las deja inmovilizadas, ya que el pago está condicionado a su asistencia a escuelas y clínicas, así libera a los hombres no zapatistas de sus milpas para que busquen su suerte en el mercado laboral migratorio. Esos programas gubernamentales definen el cuadro en el cual habría que evaluar la sustentabilidad del modelo alternativo zapatista. Es interesante notar que a pesar del flujo de recursos oficiales a comunidades no zapatistas con fines evidentemente contrainsurgentes, un estudio comparativo del impacto en la salud comunitaria arroja indicadores ligeramente más positivos en comunidades en resistencia que en las progobernistas; mientras los indicadores menos deseados se encuentran en las comunidades divididas, donde “la salud es un problema de nadie” (Sánchez Pérez et al., 2006:7). A los programas Oportunidades y Procampo se suma una serie de proyectos productivos y despensas de bienes de consumo básico en comunidades no zapatistas, en consecuencia se genera una competencia con los programas productivos y sociales que se llevan a cabo en los territorios autónomos, lo que provoca envidias y desprecios mutuos (Reyes et al., 1998; Burguete, 2004). Si se tiene en cuenta la sustentabilidad de la opción zapatista en el contexto de las iniciativas gubernamentales de cooptación y contrainsurgencia, habría que ponderar también el factor ideológico. En las entrevistas que se realizaron, cuando preguntaba quiénes vivían mejor, los zapatistas generalmente respondían que eran igual de pobres que sus vecinos no zapatistas. No existen datos para verificar la comparación, aunque muchas veces las bases zapatistas afirman con orgullo que ellos trabajan más porque no reciben despensas, y que tienen mejores resultados colectivos. En todo caso, la frontera entre subsistencia zapatista y no zapatista es difícil de precisar, sobre todo cuando comparten la misma área geográfica. Con frecuencia los zapatistas compran a un precio rebajado los artículos que el gobierno regala a comunidades no zapatistas: alambre, cemento, lámina para techo. Dicen que los no zapatistas prefieren dinero en efectivo para comprar alcohol, o para pagar al pollero y migrar a Estados Unidos. Esa interpretación puede ser subjetiva, sin
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embargo revela algo de la conexión complicada entre zapatistas, no zapatistas, y gobierno. Cabe notar que las mujeres, sobre todo en la región, aprecian la ley seca zapatista como respuesta a la práctica histórica de los finqueros de pagar con trago y mantener endeudados a los peones; práctica no muy distante de los actuales apoyos del gobierno cobrados en efectivo en la cabecera, donde están las cantinas. Para evaluar la sustentabilidad en sentido amplio, habría también que considerar los programas sociales realizados por las comunidades autónomas como alternativa a los sistemas gubernamentales –sobre todo de educación, salud, y justicia. Si se hace el balance de esas actividades para las comunidades en resistencia, por un lado representan para la comunidad costos económicos en servicios básicos, que normalmente corresponderían a los derechos ciudadanos; por otro, el control local sobre su diseño es una fuente importante de legitimidad para el movimiento zapatista. Los promotores zapatistas de educación y salud no reciben salario, de manera que dependen de los recursos colectivos, por lo menos para algunos gastos. A veces el municipio autónomo o el Caracol gestiona fondos que cubran el transporte y quizá algo de alimentos, cuando los promotores tienen necesidad de trasladarse a sus talleres de capacitación o reuniones de coordinación. La obligación principal de apoyo, que puede ser sustancial en el caso de los promotores de educación, depende del acuerdo tomado en el ámbito de la comunidad, que nombra a los promotores de sus propias filas. Se puede apoyar con trabajo rotativo directamente en la milpa del promotor cuando su trabajo docente no le deja tiempo de cultivar o cosechar, o bien con una cuota asignada de maíz de la milpa colectiva. Como las comunidades están muy cerca de la mera subsistencia y los fondos colectivos que manejan son mínimos, resulta con frecuencia que el apoyo que ofrece la comunidad no le es suficiente al promotor para cubrir sus necesidades de vida más elementales. Esto puede resultar en un círculo vicioso donde el promotor abandona sus labores o no trabaja a conciencia, de manera que la comunidad con menos razón quiere apoyarlo, y así sucesivamente. Por otro lado a veces se dan estrategias solidarias o flexibles, como el apoyo de familiares, o bien permisos temporales para salir a atender la milpa propia o para chambear. El tema del apoyo comunitario a estos programas sociales tiene otras complicaciones para la división de labores. Por ejemplo, si se considera la división de trabajo por género se presenta el dilema de que la comunidad puede apoyar al promotor varón en tareas de la milpa, pero a las mujeres que ocupan el mismo
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cargo no se las apoya a la hora de tortear en casa ni en la atención a sus niños. Otro factor cultural es que el trabajo en la milpa es parte de la identidad colectiva indígena campesina; la comunidad no necesariamente quiere un promotor de educación “profesionalizado”, que no se dedique a la milpa como los demás (ver al respecto el capítulo de Bruno Baronnet en esta compilación), ya que el modelo de educación autónoma es un proyecto esencialmente comunitario. Por un lado no se quiere monetarizar la relación comunidad/promotor, por otro, está la conveniencia de cierta especialización de tareas. A pesar de la limitación de recursos y las dificultades distributivas, las escuelas y clínicas tienen una fuerte importancia tanto real como simbólica para las bases de apoyo: de proyecto propio y de digna resistencia a las prioridades e imposiciones del gobierno. En palabras de Marina, niña de 8 años que habló en el Primer Encuentro de Mujeres (La Garrucha, diciembre de 2007-enero de 2008):
Estoy estudiando en una escuela autónoma porque tengo derecho […] nosotros no estamos agarrando limosnas ni migajas que regala el mal gobierno. Porque no podemos traicionar nuestra lucha. Yo me siento muy orgullosa de ser zapatista, no debemos desanimarnos con la resistencia, porque es nuestra mejor arma (Primer Encuentro de Mujeres Zapatistas, 2008:29).
El sistema de justicia zapatista representa otra práctica autonómica de reconfiguración del espacio en las comunidades, tema tratado ampliamente por Shannon Speed (2007). Un dato interesante de esas estructuras de resolución de conflictos, según lo que me contaron sin excepción en entrevistas en los cuatro municipios autónomos correspondientes al Caracol de La Garrucha, es que atienden más casos traídos por no zapatistas que por zapatistas. Entre las razones estaría el hecho de que no cobran, así no tienen la fama del sistema jurídico oficial de corrupto, y para algunos posiblemente el hecho de que se les atiende en su propio idioma y contexto cultural –que incluye un enfoque de justicia restitutiva en vez de punitiva, generalmente con castigos de trabajo comunitario en vez de multas cobradas en efectivo–. En todo caso, es un servicio que da legitimidad a las Juntas de Buen Gobierno más allá de la organización.
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Algunas reflexiones finales
El movimiento zapatista, que se promueve dentro de la construcción de un espacio de autonomía, es un ejemplo importante de los nuevos movimientos sociales latinoamericanos que surgen como una expresión más de lucha, en esta coyuntura del capitalismo neoliberal y “democracia” representativa/formal carente de contenido y compromiso social así como de participación efectiva. Los nuevos movimientos enfrentan el reto de construir otro modelo económico y político alternativo, mientras todavía prevalecen las fuerzas del mercado global y del Estado aislado de los intereses de los sectores populares. Para tal efecto, los zapatistas han creado sus “espacios sociales” en las comunidades indígenas de las regiones chiapanecas correspondientes a sus cinco Caracoles. Más que un control territorial, lo esencial del movimiento es la construcción de una práctica que genera un sentido colectivo, y confiere legitimidad –a partir del “mandar obedeciendo”– a los procesos y estructuras propias de autogobierno. Esa lucha contrahegemónica tiene impacto sobre las dinámicas de organización social más allá del núcleo de comunidades autónomas zapatistas, lo que inspira la construcción de un movimiento más amplio que desafía la lógica neoliberal y plantea formas diferentes de hacer política. Este proceso no está exento de dilemas y contradicciones. Las comunidades autónomas todavía están insertas en relaciones comerciales de mercado, mientras buscan canales alternativos como el comercio justo de café. No plantean una autosuficiencia total, así tienen que crear normas y estructuras para mediar las relaciones y coordinar sus estrategias frente a los actores externos: como las ONG, agencias gubernamentales, organizaciones campesinas no zapatistas, sociedad civil, etcétera. La economía local sigue siendo esencialmente de subsistencia, lo que en el contexto de la crisis mexicana de la economía campesina implica formular estrategias diversificadas de reproducción ampliada y contemplar la acumulación de fondos de inversión social bajo control local. La provisión de servicios sociales más congruentes con las necesidades locales –p.ej., en educación y salud– es fundamental para la consolidación de un modelo alternativo, sin embargo hay que reconocer la estrecha relación entre la sustentabilidad económica del modelo y la formación de esos agentes de cambio social y político. Las comunidades autónomas zapatistas enfrentan el reto de combinar la resistencia, que rechaza los programas
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oficiales que benefician a otras comunidades, con su proyecto de redefinición de los parámetros de la sustentabilidad a largo plazo. Son estas luchas cotidianas –a nivel micro– por defender sobre la marcha un modelo de autonomía que pueden ganar el espacio necesario para plantear una agenda de transformaciones a nivel macro. Como lo resume la compañera Maribel de la JBG de Roberto Barrios (JBG, 2007:46):
Nosotros no tenemos un libro escrito todavía, conforme lo que vamos haciendo vamos tomando nota, por lo que todavía estamos en construcción, pues, de la autonomía. También en esas tierras donde tenemos recuperadas se ha venido trabajando colectivamente […] Entonces, nosotros, como zapatistas, ya nos está costando un poco con nuestros compañeros juntarnos, realizar pues el trabajo, pero ya la estamos haciendo, ya la estamos practicando, eso es lo que estamos haciendo: cuidando nuestra tierra, cuidando nuestro territorio porque es nuestro, nos corresponde.