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Extractivismo destructivo y capitalismo verde conservacionista son dos caras de la misma moneda

Gabriela Klier y Guillermo Folguera :: 04.10.19

A pesar de que el extractivismo y la conservación de la biodiversidad suelen presentarse como antagónicos, ambos tienen pilares fundamentales comunes, por lo que deben ser entendidos como complementarios, esto es, “dos caras de la misma moneda”. De ese modo, propondremos que la biología de la conservación, en la versión aquí analizada, genera una configuración del sentido de la Naturaleza y del vínculo humano con ella común con la del modelo extractivista.

¿Caras de una misma moneda? Conservación de la biodiversidad y extractivismo en América Latina

Two sides of the same coin? Biodiversity conservation and extractivism in Latin America

Gabriela Klier1 y Guillermo Folguera2

1 Argentina. Licenciado en Biología y Estudiante doctoral de la Universidad de Buenos Aires (UBA), Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Forma parte del Grupo de Filosofía de la Biología y realiza sus investigaciones en filosofía de la biología de la conservación y ética ambiental. Correo: gabrielaklier@gmail.com

2 Argentina. Licenciado en Filosofía y en Biología. Doctor de la Universidad de Buenos Aires e investigador adjunto del CONICET. Forma parte del Grupo de Filosofía de la Biología (UBA). Correo: guillefolguera@yahoo.com.ar

Fecha de recepción: 23 de marzo de 2017 Fecha de aceptación: 22 de junio de 2017 DOI: http://dx.doi.org/10.17141/letrasverdes.22.2017.2704

Resumen En este trabajo nos focalizamos en el análisis y comparación de los supuestos que subyacen a dos tipos de prácticas humanas que son señaladas como antagónicas: el actual modelo denominado “extractivista” y las prácticas hegemónicas vinculadas a la conservación, en particular, las provenientes del área de la biología de la conservación. Para ello, hemos analizado tres supuestos comunes a ambas prácticas: su carácter global, la exclusión del vivir humano y la cosificación de la naturaleza. Nuestra hipótesis señala que el extractivismo y la conservación de la biodiversidad presentan pilares complementarios, referidos a la relación entre lo humano y lo ambiental así como respecto de la concepción de la Naturaleza. A su vez, buscamos recuperar ciertas propuestas al seno de la conservación que disputan la perspectiva hegemónica del área a modo de trazar nuevos horizontes en el cuidado ambiental.
Letras Verdes. Revista Latinoamericana de Estudios Socioambientales N.° 22, septiembre de 2017, pp. 182-204

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Palabras clave: América Latina; biología de la conservación; extractivismo; filosofía de la biología; problemática ambiental.

Abstract In this work we focus on the analysis and comparison of the assumptions underlying two types of human practices that are identified as antagonistic: the current model called “extractivist” and the hegemonic practices related to conservation, particularly from Conservation Biology. We analyzed three common assumptions common to these practices: their global character, the exclusion of human living and the reification of nature. Our hypothesis states that extractivism and biodiversity conservation present complementary pillars, referring to the relationship between human and environment as well as the conception of Nature. In turn, we seek to recover certain proposals within conservation that dispute the hegemonic perspective in order to draw new horizons in environmental care. Key words: Conservation Biology; environmental issues; extractivism; Latin America; philosophy of biology.

Introducción A diferencia de las películas de “cine catástrofe”, en las que se muestra un fin del mundo global y absoluto a partir de una única causa, las problemáticas ambientales en la actualidad nos enfrentan a múltiples y disímiles muertes de mundos. Así, en plural. Por ejemplo, en Minas Gerais (Brasil) una ciudad entera (con su historia y sus afectos), es sepultada bajo un lodo residual producido por la megaminería y en Jachal (Argentina) un río de vida se transforma en una solución cianurada. Del otro lado del mundo, Fukuyima (Japón) se amuralla, intenta contener los silenciosos e invisibles avances de la radiación que, tal como en Los sueños, de Kurosawa, prometen un futuro temible. Frente a los fines de mundos, frente al avance del “desierto”, han emergido diferentes voces. Entre ellas, la voz de la “conservación” se ha filtrado en diversos ámbitos e instituciones tales como ONG, organizaciones gubernamentales y las diferentes ciencias. En este trabajo nos focalizaremos en el análisis y comparación de

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los supuestos que subyacen en las formas predatorias del ambiente –particularizando nuestro análisis en la situación de América Latina y el actual modelo denominado “extractivista”– y en las prácticas hegemónicas vinculadas a la conservación, en particular provenientes del área de la biología de la conservación. Nuestra hipótesis es que, a pesar de que el extractivismo y la conservación de la biodiversidad suelen presentarse como antagónicos, ambos tienen pilares fundamentales comunes, por lo que deben ser entendidos como complementarios, esto es, “dos caras de la misma moneda”. De ese modo, propondremos que la biología de la conservación, en la versión aquí analizada, genera una configuración del sentido de la Naturaleza y del vínculo humano con ella común con la del modelo extractivista. A su vez, con la meta de abrir futuros debates, buscaremos recuperar ciertas disputas que se han dado al seno de la conservación, a los fines de aportar elementos para una reflexión acerca de nuevos horizontes del cuidado ambiental. Como estrategia argumental determinaremos algunas características definitorias que nos permitan comparar la biología de la conservación y el extractivismo. Con el fin de seleccionar las categorías de comparación, hemos hecho una lectura preliminar de textos entendidos como canónicos de la biología de la conservación y de los discursos que analizan el extractivismo, en particular desde autores latinoamericanos. Las tres dimensiones que hemos reconocido y analizado son el carácter global, vinculado a la idea de Humanidad (I), la exclusión del vivir humano (II) y la cosificación de la Naturaleza (III). Posteriormente presentaremos algunas “excepciones”, fugas y relatos, al seno de la biología de la conservación, que escapan a la lógica que antes señalábamos. Finalmente ofrecemos algunas conclusiones sobre los vínculos “íntimos” que aparecen entre estas dos miradas.

Ingresando al extractivismo y a la biología de la conservación Desde su colonización, la historia latinoamericana estuvo caracterizada por la explotación y extracción de bienes naturales, que situó a América, a los ojos de Europa, como una fuente inagotable de recursos (Brailovsky y Folgueman 2011; Gudynas 2015). Sin embargo, en las últimas décadas se consolidó una nueva modalidad denominada “extractivismo”, principal fuente de divisas para generar un “crecimiento” económico en dichos países (Delgado Ramos 2010; Svampa 2012). Como primera

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aproximación, siguiendo a Gudynas, podemos caracterizar al extractivismo como aquellas “actividades que remueven grandes volúmenes de recursos naturales, [que] no son procesados (o lo son limitadamente), y pasan a ser exportados” (2009, 188). Sin embargo, esta caracterización omite en su definición algunos aspectos centrales del extractivismo, tal como su alto impacto socioambiental. A su vez, cabe señalar que el extractivismo o modelo extractivo-exportador presenta diversas formas, tales como megaminería, agroindustria y pesquería industrial o fracking (Grigera y Álvarez 2013). En una dirección similar, Svampa (2012, 18) sostiene que uno de los rasgos centrales del actual estilo extractivista es la gran escala de los emprendimientos, lo cual nos advierte tanto sobre la gran envergadura en términos de inversión de capitales (en efecto, se trata de actividades capitalintensivas, y no trabajo-intensivas); el carácter de los actores involucrados y la concentración económica (grandes corporaciones trasnacionales); la especialización productiva (commodities), así como de los mayores impactos y riesgos que dichos emprendimientos presentan en términos sociales, económicos y ambientales.

Así, algunas consecuencias de la lógica extractivista son la degradación ambiental profunda y de corto plazo (considerando contaminación de aire, tierra y agua, mortalidad de diversas formas de vida, deforestación, etc.); la extracción de “recursos” naturales a gran escala –generalmente en manos de grandes empresas o grupos económicos –, la expulsión de comunidades locales en pos del “desarrollo” y el deterioro de las condiciones de vida de los que aún habitan esas regiones. Otro resultado de dicha política económica (Gudynas 2015) ha sido la pérdida de diversidad biológica o biodiversidad (entendida como extinciones de especies, reducción de poblaciones silvestres, deforestación, pérdida y degradación de ecosistemas, etc.) vinculada al cambio de uso de suelo (PNUMA 2010). Por otro lado, entenderemos aquí por conservacionismo1 al conjunto de investigaciones asociadas con prácticas, realizadas desde la biología de la conservación o ecología, cuya finalidad esté orientada principalmente al mantenimiento de la biodiversidad, y que estén representadas en las principales revistas del área (tales como Conservation Biology o Biological Conservation). Así, a los fines de nuestros objetivos,

1 Si bien en este trabajo nuestro análisis se orientará a comprender el conservacionismo de la biología de la conservación, debemos reconocer que existen otras corrientes conservacionistas que se alejan de la lógica subyacente a esta área científica (por ejemplo, Adams 2004; Gudynas 2015).

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por un lado analizaremos los discursos asociados con artículos científicos de esta área y por otro, señalaremos las prácticas hegemónicas de la conservación, tales como los programas de manejo orientados a mantener la biodiversidad, que se recuperan desde esta ciencia. Es decir, nuestro estudio se orienta a analizar tan solo una reducida parte de lo que comúnmente se denomina conservacionismo, en este caso restringida al ámbito científico. Nos interesa, en particular, analizar los discursos provenientes de artículos científicos enmarcados en la biología de la conservación, desde la década de 1990 en adelante, tratando de dilucidar cuál es la mirada hegemónica y cuáles están en pugna. La biología de la conservación emergió durante la década de 1980, al seno de la Ecología (Soulé 1985; Sarkar 2005) con el propósito de evitar la pérdida de diversidad biológica. Desde sus orígenes se propuso una analogía con la medicina (Soulé 1985; Soulé et al. 2005), en la que la biología de la conservación “curaría” los males de la biodiversidad, actuando por principios éticos y con la urgencia que merece la situación (Klier y Folguera 2013). Se plantea así que esta disciplina es “como la cirugía a la medicina o la guerra a la ciencia política, una disciplina de emergencia” (Soulé 1985, 727). Si bien la idea de la conservación de la Naturaleza preexistía a su constitución como área científica –por ejemplo, la creación de áreas protegidas (Adams 2004) –, la biología de la conservación integró diferentes aportes conservacionistas y alzó la bandera de la conservación de la biodiversidad a escala planetaria (Takacs 1996). Incluso, el propio concepto de biodiversidad, estrechamente vinculado a su conservación, se populariza de la mano del crecimiento de esta disciplina (Takacs 1996; Klier 2016).

En busca de las dimensiones compartidas entre el extractivismo y la conservación En esta sección presentaremos tres esferas comunes al extractivismo y al conservacionismo. Analizaremos en primer lugar, el carácter “global” de ambas prácticas y discursos, enfatizando en el concepto de Humanidad. Posteriormente indagaremos sobre “lo vacío”, el supuesto de una Naturaleza deshabitada. Por último, señalaremos los puntos de encuentro entre el extractivismo y el conservacionismo a través de la representación de una Naturaleza reificada.

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La Humanidad global Los extractivismos latinoamericanos corren el eje de las disputas sobre el medio ambiente: lo que antes tenía carácter local, a partir de una práctica contaminante situada, ahora incluye nuevas dimensiones. Veamos un ejemplo: la producción de soja que se realiza en la localidad de Alcorta (provincia de Santa Fe, centro de Argentina), que cotiza en una bolsa internacional y se desarrolla a partir de investigaciones tecnocientíficas foráneas. Esta soja alimentará cerdos en China, a miles de kilómetros, los cuales serán luego ingeridos por los mismos ciudadanos chinos que, desde otra empresa –disuelta en miles de acciones de bolsa– produce teléfonos celulares, que se venden en el pueblo de Alcorta. Este simple entramado es apenas una aproximación para reconocer que los problemas locales se concatenan entre sí, a través de ciertas políticas empresariales y estatales, problemáticas trasfronterizas, disposiciones del tiempo y del espacio, que se reproducen a lo largo y ancho de nuestros territorios y, a su vez, involucran a diferentes países del mundo. La relación compleja entre Estados, empresas, territorios y sociedades va modulando nuevos vínculos entre personas jurídicas y personas físicas, entre sociedades situadas y privatizaciones, que se replican, plasmando una nueva cartografía que solo puede comprenderse a través del prisma de lo global. Cabe recordar, por ejemplo, que el agrobussiness se reconoce como un “modelo mundializado y aterritorial de agricultura financiera” (Albaladejo 2013, 67). El carácter global del extractivismo se constituye a partir de la producción de commodities o bienes materiales sin valor agregado (Gras y Hernández 2013), destinados a un mercado internacional, en manos de (principalmente) empresas transnacionales y atada a los vaivenes de la especulación financiera, que “repite esa apropiación masiva de la Naturaleza, las economías de enclave y una inserción global subordinada” (Gudynas 2011, 35-36). Así se reconstituye un mundo dividido en Norte y Sur global, en el que el primero consume en gran medida aquellas materias extraídas del segundo. Lo global se produce a través de una división internacional y de una dirección y status común entre distintos países, orientados por el mercado financiero y el movimiento de divisas. Sin embargo, esta división tiene un punto de cohesión: las promesas del extractivismo son promesas para “todos”, promesas para la Humanidad, con mayúscula.

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Veamos un ejemplo de ello. En el artículo Alimentar a la humanidad: aciertos del último medio siglo, García Olmedo (2010) propone que la agroindustria es una solución necesaria. En igual dirección, Land señala que “estas prácticas [extractivistas] resultan imprescindibles para sostener un modo de vida específico, que constituye el imaginario de éxito y felicidad planteado desde el Norte global para la Humanidad, y cuya hegemonía es actualmente indiscutible” (2012, 7). El carácter global se vincula a cierta homogeneización dada a partir de la idea de una Humanidad, de un futuro común, en el cual la tecnociencia resolvería los problemas comunes. Así, en los proyectos extractivistas se presenta lo común como el punto de partida para sus desarrollos: Estamos ante el inicio de un nuevo milenio, y todos soñamos con un mañana sin hambre. Para alcanzar este sueño, es necesario recibir a la ciencia que trae esperanzas. La biotecnología es la herramienta del futuro. Detener su aceptación es un lujo que el mundo con hambre no puede permitirse (Monsanto en Forlani 2015, 114).

Desde el discurso extractivista en enclave global, se presenta una asociación directa entre los modos de explotación del entorno y el supuesto bienestar de la Humanidad. En cuanto al conservacionismo, en primera instancia debemos recordar que la globalidad es constituyente del campo científico (acentuado para el caso de las ciencias naturales), el cual se puede reconocer como uno de los campos especializados menos limitado a las fronteras nacionales (Bourdieu 2003). Desde la revolución científica conformada durante la Modernidad, su carácter global se imprime en diferentes aspectos, entre los que pueden formularse algunos tales como la lengua utilizada en las publicaciones (el inglés por excelencia), las colaboraciones internacionales, el financiamiento internacional y su pretensión universalista. Estos aspectos de la ciencia se han instanciado, como es de esperar, en la biología de la conservación, pero se profundizan en tanto que la disciplina tiene por objetivo resolver una problemática que asume cierto orden global. El discurso hegemónico en la biología de la conservación presenta a la pérdida de biodiversidad como una problemática planetaria: “Se cree que los cambios a larga escala de los valores humanos y su comportamiento asociado son la principal solución para alcanzar la conservación global de la biodiversidad” (Manfredo et al. 2016, 287). La pérdida de biodiversidad como problemática global se asocia con lo humano como poblador global, presentándose un desafío a escala planetaria. Esta escala se

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expresa no solo en el discurso, sino también en muchos planes de manejo y programas vinculados con el área, como es el caso de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (Di Marco et al. 2016), los hot spots globales (Myers 1990), o los corredores biológicos transnacionales (Rosenberg et al. 1997). La forma global, que en el extractivismo divide el globo en términos de Norte y de Sur, en la conservación genera una división binaria entre países con altas tasas de biodiversidad (los cuales suelen corresponder con la categoría de “subdesarrollados”), respecto de los países “industrializados” y de baja biodiversidad. Al respecto, cabe recordar que Griffiths y Dos Santos (2012) señalan que, de hecho, la mayor parte de las investigaciones en biología de la conservación son realizadas dentro países “en desarrollo”, en manos de investigadores de países “desarrollados”. Por otro lado, el concepto de Humanidad –como velo homogeneizador– es recuperado de dos formas en la biología de la conservación. En primer lugar, en el marco de servicios ecosistémicos2 se plantea que la conservación de la biodiversidad es un beneficio para el total de la población humana (Costanza et al. 1997). Dicha perspectiva concibe una Naturaleza que brinda bienes y servicios a la Humanidad. Por ende, destruirla implicará un perjuicio, mientras que conservarla sería beneficioso. Tal como señalan Peterson y colaboradores, “al comienzo de la década de 1980, los biólogos de la conservación adaptaron la economía neoliberal para enmarcar las funciones de los ecosistemas y su biodiversidad como servicios ecosistémicos para la humanidad” (2010, 113). Debemos reconocer que, si bien dicha corriente resulta cada vez más relevante al seno de la disciplina (Gudynas 2015), la noción de conservar para la Humanidad coexiste con otra perspectiva, en apariencia opuesta. En esta segunda forma se asume que la conservación de la biodiversidad no es algo que debería realizarse para el bienestar humano, sino pese a la Humanidad. Así, la Humanidad no es la causa por la cual se conserva; por el contrario, es aquella causa (única, monolítica) que destruye a la

2 La idea de servicios ecosistémicos emergió a finales de la década de 1970, ligada al marco utilitario de la conservación de la biodiversidad (Westman 1977; Gómez-Baggethun et al. 2009). Desde la década de 1990 creció fuertemente el interés por esta aproximación, como un abordaje del cuidado ambiental que considera el valor económico de los ecosistemas, planteando que resulta necesario asignarle un precio de cambio a los bienes y servicios “ofrecidos” por los ecosistemas naturales, para así evitar su uso indiscriminado.

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biodiversidad: “La explotación insustentable de la naturaleza en manos de la humanidad ha llevado a los sistemas ecológicos de la Tierra al colapso” (Bickford et al. 2012, 76). En esta cita y en otros artículos centrales de la biología de la conservación (por ejemplo, De Vos et al. 2014; Cafaro 2015) aparece la misma idea de que la Humanidad está creando la crisis ambiental y disminuyendo la biodiversidad. Esta Humanidad difumina la diferencia, las distancias culturales, las diferencias de clase, de género, de ubicación geográfica y de modos de vida, en general. Se pierde también la distancia señalada anteriormente entre Norte y Sur global, entre países que “entregan” recursos naturales y países que los “reciben”. De tal modo, se crea la amalgama cultural (y ambiental) que se ha denominado Humanidad, la cual aparece como destinataria de las acciones de extractivismo, pero a la vez motoriza estrategias de conservación que mantengan zonas a resguardo.

Lo vacío Volvamos a la imagen de un campo cultivado con soja transgénica. Vemos a nuestro alrededor un horizonte verde, el llamado “desierto verde”, hectáreas de plantación homogénea regulada por maquinaria. Quizás veamos algunos pocos operadores, uniformados, indistinguibles. En el caso de la megaminería, la montaña se vuelve un pozo profundo y, nuevamente, lo que se mueve son solo máquinas. Escenarios similares se dan en el caso de la pesca industrial, del petróleo, de la ganadería por feed-lot. Los extractivismos solo son posibles en territorios vacíos. Conllevan, así, una expulsión de comunidades locales, en vistas de que son incompatibles con el “habitar”. En reemplazo de los humanos, lo tecnológico toma lugar: las grandes extensiones de estos proyectos están diseñadas de modo que su manejo es exclusivo a través de maquinaria específica. Esto implica que solo pueden ser coordinados y dispuestos por grandes grupos económicos (que tampoco viven en el área de la explotación). A diferencia de los paisajes heterogéneos habitados por pequeños campesinos, con diversos tipos de cultivos, donde se vive en la tierra que se labra o donde se labra la tierra que se vive – paisajes que aún son frecuentes en México, Perú, o en el noroeste argentino– los paisajes del extractivismo brillan por la ausencia de diversidad y población local. De esa manera, “los territorios escogidos por el capital son considerados como ‘socialmente vaciables’, o territorios sacrificables” (Svampa 2012, 18).

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Los paisajes sin habitantes son parte de un proceso sistemático de vaciamiento. Por ejemplo, la población rural argentina ha pasado de un 26% de la población total, en 1960, a tan solo un 8%, en 2015 (Banco Mundial 2017). La tendencia se reproduce a escala global (Naciones Unidas 2015), pero en el caso de América Latina, se reconoce un aceleramiento. Esta metamorfosis global se expresa en la siguiente cita de Forlani: A priori las promesas de un mundo sin hambre se transforman en el espacio rural en la brutal represión, prosecución y hostigamiento de las comunidades campesinas del mundo que son desplazados por su “falta de eficiencia” en la producción de commodities; clara disposición de muerte para quienes ancestralmente producen alimentos, pues les depara emigrar hacia los grandes conglomerados urbanos para engrosar las capas subalternas y periféricas de estos territorios (Forlani 2015, 111).

Así, la aceleración de los procesos emigratorios de lo rural a lo urbano ha sido uno de los correlatos fundamentales de los extractivismos. No obstante a la migración dada desde las zonas rurales a las ciudades por los diferentes tipos de extractivismo, se reconocen tendencias similares en el caso de las prácticas conservacionistas. Por ejemplo, los parques nacionales o áreas protegidas, en general, son aquellos lugares que se vacían de comunidades humanas bajo la justificación de proteger a la Naturaleza. Desde su creación, se han multiplicado los conflictos con las comunidades locales que buscan evitar su expulsión de las tierras (Adams 2004). Uno de los creadores de la idea de áreas protegidas, el estadounidense John Muir, a principios de siglo XX señalaba que “[l]os indios caminan despacio y dañan más fuertemente el paisaje que las aves y las ardillas” (Nabhan 1995 en Sarkar 1999, 405). Las áreas protegidas se constituyen a partir de la expulsión de comunidades locales y se tornan espacios que solo pueden ser visitados –nunca habitados– por una sociedad que vive, naturalmente, en las ciudades. Esta práctica se recupera en los libros de texto del área, que las presentan como lugares que “ofrecen un espacio para una sociedad cada vez más urbana y necesitada del contacto con la naturaleza” (Groom et al. 2006, 509). La urbanización global (Augé 2014) encuentra su correlato en la creación de áreas protegidas como “escape” de este proceso. Así, si bien esta data de más de un siglo de antigüedad (Adams 2004), la práctica continúa vigente en las ciencias de la conservación actual. Sin embargo, como veremos, la idea de conservación está aún en disputa. Hemos encontrado numerosos artículos de los últimos años que tratan sobre los desplazamientos de personas debido a la creación de áreas protegidas, uno de

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principales los conflictos vinculados a la conservación, sobre todo en África y América Latina (Cinner et al. 2014; Hall et al. 2014; Jain y Sajjad 2015; Massé 2016; Petrisor et al. 2016).

La cosificación La pregunta que nos interesa aquí es ¿cómo se piensa a aquella Naturaleza destinada a la explotación o a la conservación? Plantearemos en esta sección que conservacionismo y extractivismo transforman a la Naturaleza en una “cosa”. En ambos procesos pierde su carácter distintivo, su multiplicidad y se cosifica, se vuelve un medio para un fin. En el caso del extractivismo, la reificación aparece a simple vista: un bosque – plagado de interacciones, especies, afectos, historias– se transforma en un campo de soja. Un campo se soja es un espacio destinado a obtener commodities. Al no haber habitantes (ni, por ende, afectividades y experiencias) que se vinculan al territorio, un campo de soja se torna en una relación de producción por hectárea. Luego de que el bosque se haya transformado en plantación industrial, el destino de ese viejo territorio estará estipulado por movimientos financieros. Desde una racionalidad instrumental (y abstracta, dictaminada desde “ningún lugar”) serán determinadas las futuras metamorfosis del espacio. La noción de Naturaleza como “canasta de recursos” (Gudynas 2015, 25) no es novedosa, podemos relacionarla con el pensamiento moderno (Plumwood 1993; Merchant 1999; Descola y Pálsson 2001). Bajo el prisma de la Modernidad, la Naturaleza se escinde de lo propiamente humano, se sitúa en una posición inferior, en relación con lo cultural, y deviene una sumatoria de partes que se pueden comprender desde una visión analítica y fragmentaria (Merchant 1999; Descola y Pálsson 2001; Núñez 2011). Este es el concepto de Naturaleza que reproduce y amplifica la lógica extractivista, mediante la desterritorialización (la escisión entre espacio y afectividad) y la instrumentalización y capitalización de los llamados “recursos naturales”. De ese modo, la crítica a la mirada moderna sobre la Naturaleza (y sobre la relación entre los humanos y ella) constituye uno de los ejes centrales de las discusiones sobre extractivismo (Gudynas 2012). En estas discusiones se ha denunciado que la construcción de una Naturaleza moderna ha situado como parte de esta a diferentes grupos subalternos (indígenas o campesinos), transformándolos en un elemento a

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dominar, civilizar o explotar desde y por la razón occidental (Plumwood 1993; Núñez 2011). Aunque en el conservacionismo se plantea el valor intrínseco de lo vivo en sí – lo cual parece contraponerse a la idea de una Naturaleza como “cosa” a explotar– esta valoración tiene algunos matices que conviene analizar. El valor intrínseco es adjudicado a entidades abstractas, como las especies y los ecosistemas (Soulé 1985; Sarkar 2005). El valor intrínseco de los ecosistemas “naturales” se vincula con las categorizaciones de especie endémica (natural de un ecosistema dado) y exótica (sea introducida voluntariamente o no). De ahí que la biología de la conservación se oriente discursivamente a destacar la importancia del manejo de ciertas especies endémicas y en peligro de extinción (como el emblemático caso del oso panda) para permitir su supervivencia, mientras que promueve el manejo de especies exóticas, cuyos individuos, en algunos casos, son tratados mediante el llamado “rifle sanitario” (Mitchell et al. 1986; Phillips et al. 2012). Esto está en consonancia con la propuesta de la restauración ecológica (Curtin 2002; Stier 2002; Seddon 2007), referida a la modificación de un ecosistema dado en pos de “devolver a las especies, para volver [a un ecosistema] a su estado original” (Mattei 1995, 1440). Podemos ver aquí que la noción de restauración incuba una esperanza de reversibilidad, de que aquellos campos de soja algún día podrán volver a ser bosque. La Naturaleza inhabitada parece volverse blanco de modificaciones y procesos guiados desde una ciencia universal. Los discursos que promueven la transformación del entorno olvidan el lugar de los individuos (sean humanos o no humanos), eliminando afectos y relaciones por fuera de una funcionalidad orientada a conservar o explotar. Sin duda, existen matices en los programas de manejo ambiental dados desde la biología de la conservación, pero lo que aquí nos interesa señalar es la pretensión de administrar y dominar la Naturaleza, a través de los principios rectores emergidos al seno de las ciencias. Volviendo a la ya señalada noción de servicios ecosistémicos, la Naturaleza sigue visibilizándose como una fuente de recursos a la cual le debemos aplicar un “manejo racional”. La idea de implementar granos resistentes a un determinado veneno o de remover una especie considerada exótica parten del supuesto moderno de una Naturaleza domable, de una promesa de orden a través del desarrollo científico, capaz de integrar lo desconocido como aquello que eventualmente se conocerá y controlará.

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Algunas líneas de fuga Hasta aquí hemos presentado una relación de tipo especular entre el conservacionismo y el extractivismo. Sin embargo, para evitar una excesiva generalización sobre las perspectivas de conservación, que omita las disputas al seno del área, nos conviene presentar otras miradas que buscan fugarse de ese espejo. Sin duda, la noción de conservación se encuentra hoy en pugna. Por ello, plantear el “lado b” de los intentos de cuidado ambiental puede ofrecernos direcciones para la acción. En este apartado no buscamos un análisis minucioso sobre estas perspectivas; solo marcar un contraste con los puntos anteriores. De aquí que, en primer lugar, debemos reconocer las reivindicaciones sobre el carácter local de la conservación, según las cuales los biólogos deberán acompañar los procesos locales de cuidado ambiental (en particular, los relacionados con los territorios indígenas), en lugar de que las comunidades locales se adapten a los lineamientos del conservacionismo. En el artículo de Coelscher (2000, 1366-1367), publicado en la revista Conservation Biology, se plantea que: Los biólogos de la conservación están en lo cierto al llamar la atención respecto de las presiones reales sobre la biodiversidad de las comunidades locales. También están en lo cierto al ser escépticos respecto de quienes promueven que el manejo comunitario de recursos es una panacea. Sin embargo están equivocados al determinar las políticas de conservación exclusivamente a partir de las bases de la dinámica de población de la fauna. Aún un curso introductorio de ecología política de bosques tropicales debería persuadir a los conservacionistas de que necesitan aliados allí donde realmente importa: en el territorio, y hay pocos que sean más parte del territorio que los pueblos indígenas. Respecto de los derechos de los pueblos indígenas a la autodeterminación, esto implica un cambio fundamental en el modo en el que los conservacionistas trabajan con ellos. Éstos no deberían ya aspirar a ser los gestores de las tierras de otros, sino que deberán ser consejeros de los pueblos indígenas para ayudarlos a resguardar su futuro. Necesitamos una ciencia que obedezca, no que mande.

Vemos así, a modo de ejemplo, que en una de las principales revistas del área emergen reflexiones destinadas a rechazar el rol hegemónico de las ciencias, a proponer nuevos vínculos entre los científicos y las comunidades indígenas, así como a romper con la mirada “fetichista” de la conservación, orientada al manejo de poblaciones animales. Nuevos paradigmas de conservación, como el de los socioecosistemas o el llamado Community Based management (Berkes 1998, 2004; Mascia et al. 2003) buscan generar propuestas de manejo que “contemplen la incorporación de otros saberes y conocimientos no científicos o locales, vinculados con la experiencia, en sus distintas

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etapas” (Ortega Uribe et al. 2014, 154). En la misma dirección, se trata de comprender la relación Naturaleza-cultura desde una perspectiva no dualista, que no reduzca la primera a una canasta de recursos, sino que “conciba al ser humano como parte y artífice del ecosistema y desde una perspectiva ecológica profunda, sistémica y compleja. Es decir, que contemple a los sistemas sociales humanos como parte constitutiva e indisoluble del entorno natural y, por tanto, de los socioecosistemas” (Ortega Uribe et al. 2014, 154). En esas perspectivas la conservación va más allá de delimitar un espacio sin humanos, bajo el rótulo de “área protegida”; las reservas implican otros modos de habitar. Los mencionados debates problematizan qué se debe conservar y cómo, resignificando las categorías “Naturaleza” y “cultura”. Aparece la noción de “reserva comunal” que, principalmente en la Amazonía y junto con la discusión sobre el concepto de “paisaje”, ponen en jaque la noción de una Naturaleza prístina a conservar (Álvarez 2007). A su vez, la discusión de land sharing vs.land sparing (Fischer et al. 2014), desnaturaliza la oposición entre producción de alimentos y conservación de la biodiversidad, indagando sobre otras relaciones ecológicas posibles en un paisaje agropecuario. Asimismo, el camino de la etnobiología (Santos Fita et al. 2009), y en particular de la etnozoología, plantea nuevas aproximaciones, en las cuales se reconoce lo situado de la biodiversidad y los vínculos sociales, afectivos, espirituales y económicos de las diferentes comunidades con los animales con los que conviven. De esa manera, se buscan modos de comprender la conservación por fuera del dualismo Naturaleza-cultura, reivindicando la noción de “uso común” y tratando de encontrar formas de convivencia que escapen a la lógica de lo global y comprendan al ambiente como vida en común, como una comunidad en la que participan humanos y no humanos (Haraway 1999).

Conclusiones A lo largo del presente trabajo hemos comparado tres dimensiones en las que el extractivismo y el conservacionismo comparten fundamentos comunes respecto a la Naturaleza y su relación con la sociedad: lo global y el carácter uniforme de lo humano, la desterritorialización y el vaciamiento y, finalmente, los procesos de cosificación. Estos elementos, entendidos en su conjunto, configuran un planeta dividido en dos:

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Norte-Sur, desarrollado-no desarrollado, biodiverso-no biodiverso. Se genera, a su vez, la idea de disponibilidad –o no– de los “recursos naturales”. De esa manera, el territorio aparece escindido de, por así decir, sus frutos, los frutos de la tierra. El ambiente aparece como sinónimo de una sumatoria de recursos naturales plausibles de ser exportados, removidos o conservados. Así, se diluye la asociación entre un territorio dado y las entidades que allí habitan, sean plantas, animales, humanos o minerales. Esta disociación permite redistribuir los “frutos” entre países o grupos sociales. De tal modo, en el extractivismo los recursos pasan desde el Sur hacia el Norte, mientras que en el conservacionismo los sitios con alta diversidad biológica se transforman en “patrimonio para la Humanidad” (como por ejemplo los sitios Ramsar, los hot spots, las reservas de biósfera de la Unesco, etcétera) a los que acceden turistas internacionales y desde los cuales se expulsan pobladores locales. De cierta manera, aquello que se apoya sobre el suelo se abstrae o se substrae del suelo mismo y deja de pertenecer a un territorio. Se configura así una lógica de administración de lo abstracto, de la mano del mercado, de la mano de la especulación o de la mano de la ciencia. El rol de esta última es central: por un lado presenta los marcos tecnocientíficos de explotación del entorno (por ejemplo, los transgénicos) y por otro, señala las soluciones científicas frente a las crisis de la biodiversidad, dadas a través de estrategias de manejo, disposición de áreas protegidas o elección de especies prioritarias para conservar. Dicho de otro modo, en el caso del extractivismo, el saber científico propone las tecnologías de extracción, en el caso del conservacionismo, propone los modos de conservación. En este contexto, resulta significativo poner en diálogo nuestro análisis con las posiciones que proponen la denominada “modernización ecológica”. Desde la década de 1980 (y sobre todo en la de 1990), algunos de los autores enmarcados en esta posición propusieron soluciones a los problemas ambientales, de la mano de la tecnología, la ciencia y la industria. Aun reconociendo que el estado actual está motivado por los mismos agentes, solo ellos podrán permitirnos una salida. Esta postura indica, a su vez, que no existe una contradicción a priori entre los desarrollos tecnocientíficos y el crecimiento económico, respecto del cuidado ambiental. Sin embargo, podemos reconocer que esta posición parte de los mismos presupuestos de la relación cienciasociedad y de una conceptualización de la Naturaleza que han sido señalados justamente como causa de los problemas ambientales (Plumwood 1993; Shiva 1995; Leff 2006).

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Por ende, nuestra consideración de dicha posición es escéptica, pues justamente son estos presupuestos generales los que requieren ser revisados. Ahora bien, no podemos dejar de reconocer que, al menos superficialmente, el discurso conservacionista parecería revelar una fuerza que puja hacia el lado opuesto del extractivismo, que sugiere la dicotomía entre “explotar recursos para la Humanidad” y “conservar lo que la Humanidad destruye”. Conviene detenernos en este punto, donde nuestra argumentación sobre la cercanía entre el discurso extractivista y conservacionista aparece difusa. Creemos, sin embargo, que ese alejamiento es ilusorio. Bajo la distancia de las acciones por la Humanidad o pese a la Humanidad, aparece la cosa humana. Como afirmó Proudhon y recuperó Schimtt: “quien dice Humanidad miente” (Schmitt [1932] 2009, 83). Bajo el velo de la Humanidad o de especie humana se pierde, como es de esperar, toda crítica estructural, toda posibilidad de reflexión sobre nuestras pautas culturales, sobre nuestra ideología, sobre aquello que damos por sentado. Y sobre esta mirada acrítica de lo dado (es interesante señalar aquí la mirada de servicios ecosistémicos, que trata de dar valor monetario a todo lo “natural”, intentando argumentar el porqué de la conservación), se pierde toda posible reflexión sobre un vivir diferente. Solo en el vivir aparece el territorio como creación colectiva, como convivencia en un espacio dado, como espacio de afectividad. Como señala Bookchin desde el “ecoanarquismo”, en tanto perdamos la territorialidad y vivamos en sociedades en las que un pequeño grupo de personas toma las decisiones respecto al ambiente, por algunos otros millones, no será posible un verdadero cuidado del entorno (que también es un cuidado de nosotros) (Marcos 2001). La idea de Humanidad disfraza, además, lo que Leff llama una crisis civilizatoria. Para este autor, el problema ambiental es ante todo un problema civilizatorio o de cosmovisión y en absoluto una cuestión de la especie biológica. El manto de Humanidad tapa la dimensión política del problema y permite que, por ejemplo, una de las más reconocidas organizaciones conservacionistas, el World Wild Found (WWF) pueda declararse una “organización global apolítica”. Luego de acercar íntimamente al extractivismo y al conservacionismo, observando sus fundamentos comunes y su lógica compartida, nos preguntamos qué otras formas de pensar el cuidado del ambiente escapan a esa lógica. Creemos que, en principio, debemos recuperar el pensamiento situado, en el cual los saberes responden a

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las problemáticas propias y no a “problemas universales”. Sin duda, las ciencias, y en particular la ecología o la biología de la conservación, tienen herramientas que pueden colaborar para evitar la profundización de los problemas ambientales, la extinción de especies y la pérdida de ecosistemas. En cierto sentido, como ha señalado Van Dooren (2014), las extinciones también son pérdidas de mundos, extinciones de afectos. Frente a los fines de mundos hay que armar otros nuevos; para ello parece necesario buscar modos de no reproducir viejos esquemas. De la mano con algunas corrientes ecofeministas, ecoanarquistas y de la filosofía latinoamericana de Rodolfo Kusch y Enrique Leff, recuperamos la propuesta de que el cuidado ambiental es, también, un cuidado de nosotros mismos. De un nosotros que tenga tiempo y espacio, que tenga identificación como comunidad y no se abstraiga de un territorio, que no caiga en las redes del pensamiento “universal”, no situado, por el cual se extingue la diferencia y el territorio mismo. En los últimos años, las fugas están apareciendo dentro del conservacionismo; el desafío, entonces, tal vez sea reconocer la multiplicidad que yace dentro del concepto de conservación y apostar por nuevas formas de cuidado ambiental, que no reproduzcan los fines de mundos.

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