La historia nos viene a golpear la puerta. Por años, décadas, incluso regímenes políticos distintos, la esperanza popular de un país más justo, de igualdad de oportunidades, de bienestar social, ha sido invisibilizada, aplastada, maquillada o derrotada.
Las primeras reivindicaciones obreras más visibles, a 100 años del proceso independentista, fueron masacradas en Santa María de Iquique y varios otros episodios en el resto del país. Masacres cobardes, con la complicidad de todas las élites, armadas, políticas, económicas y eclesiásticas.
Avanzó el siglo XX con muchas promesas incumplidas, con abuso patronal en los campos, con la mujer reprimida a un minúsculo segundo plano, con jóvenes sin acceso a la educación superior.
Que hubo intentos de cambio, sí, pero todos truncados. La industrialización benefició a los propietarios, pero nunca a los trabajadores. La reforma agraria, que entregaba dignidad al campesino no alcanzó a ser completada. La resistencia oligárquica fue tal, que se tradujo en persecución cuyas consecuencias las vemos hasta hoy.
Punto aparte lo vivido en los mil días de la Unidad Popular, proceso que fue boicoteado dentro y fuera de Chile, que terminó con el saqueo más brutal a la casa de Gobierno. Un símbolo de la barbarie que trajo años de represión y miedo. Una fractura que marcó a dos o tres generaciones.
La dictadura y sus sostenedores aprovecharon sus años en el poder, para consolidar un sistema económico-institucional que consagró con cerrojo las desigualdades. Lo traumático de esa imposición, determinó la conducta en los años y los procesos venideros. Lo anterior dio paso a que la transición desmovilizara y traicionara a los jóvenes y mayores, que se atrevieron a luchar por recuperar la democracia y que soñaban con un chile distinto.
Hoy, en este 2019, a 31 años de otro simbólico octubre en que se derrotó a la dictadura, luego de siete gobiernos de distintos signos, se ha avanzado en infraestructura, en coberturas, en situaciones puntuales y sectoriales. Pero la constitución es la misma, el sistema económico es el mismo, el sistema de pensiones es el mismo, las desigualdades salariales, entre lo poco que reciben muchos y lo escandaloso que reciben muy pocos, aumentan cada vez.
En estos últimos años, hemos tenido signos visibles del descontento por el abuso sistemático, por esas injusticias históricas que se acumulan, por tanta frustración que se ha incubado. Ahí están los secundarios del 2006, los universitarios del 2011, que remecieron la conciencia nacional, logrando hace poco avanzar en gratuidad de la educación superior. Ahí está también el movimiento feminista del 2018.
Aun así, la clase dirigente no ha dado cuenta de resolver las injusticias. Al contrario, los movimientos sociales han sido criminalizados, reprimidos, menospreciados, en función del orden, la estabilidad o el mentado crecimiento. Nuevamente las élites transversalmente han concurrido con su complicidad.
Estos días, la idea del país distinto, del ejemplo para América Latina se cae a pedazos. La errática y soberbia actuación del Gobierno, se vio superada por la fuerza de una movilización espontánea, pero depositaria de dolor e indignación que se incubó por décadas.
Las llamas de estas noches en las calles de Santiago, Valparaíso, Concepción, Rancagua, Coquimbo y tantas otras ciudades y pueblos del país, vienen a interpelar a esta parte de la historia para plasmar un Chile distinto, con nuevas generaciones sin miedos ni complejos, que asumen el destino en sus manos.
El tañido potente y constante de las cacerolas, que carga la emoción colectiva de luchas pasadas, de rebeldías truncadas, debe ser la alerta para que el pueblo se encamine por el sendero de la justicia social, con toda la fuerza de la historia.