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Agrourbanismo y Comunes: nuevos paradigmas para alimentar la ciudad

Carolina Yacamán Ochoa  :: 24.10.19

Las regiones metropolitanas contemporáneas y las aglomeraciones urbanas tienen un grave problema de ocupación y fragmentación del suelo agrario, por usos urbanos que están poniendo en peligro la viabilidad de la agricultura periurbana. Además, nos encontramos ante un sistema agroalimentario globalizado que ha alargado la distancia entre producción y consumo, y ha mercantilizado el alimento. Estos dos hechos están poniendo en cuestión la soberanía y la seguridad alimentaria de los territorios urbanos. A lo largo de estas páginas se ha querido contribuir al debate sobre cómo articular un modelo de desarrollo local alternativo, otorgando un importante valor a la alimentación, a las redes emergentes y al espacio agrario próximo a la ciudad. Desde la necesidad de una nueva municipalidad, en la que confluyan los agentes locales para desarrollar nuevas formas de tratar los asuntos del gobierno del territorio. En esta visión prospectiva apreciamos que el enfoque de los comunes, la economía social y solidaria, y el paradigma de la democracia alimentaria aportan, en conjunto, interesantes alternativas y experiencias para incorporar en procesos de relocalización de los alimentos.
Para contrarrestar el modelo territorial contemporáneo, se requiere atender dos fundamentos centrales: primero, que exista un control democrático y una autoorganización por parte de las comunidades locales sobre las políticas que afectan la salud y la calidad de los agroecosistemas, y en segundo lugar, que el suelo fértil se proteja y gestione desde una visión de recurso necesario para la satisfacción de las necesidades alimentarias de una comunidad.

Agrourbanismo y Comunes: nuevos paradigmas para alimentar la ciudad

Carolina Yacamán Ochoa

Durante siglos, la historia de las ciudades estuvo ligada al suministro alimentario que dependía de los campos circundantes. Las poblaciones se fueron estableciendo allí donde existían buenas condiciones para asegurarse su propio sustento. La capacidad de alimentar la ciudad era, por lo tanto, un condicionante muy importante para el crecimiento de las sociedades preindustriales (Steel, 2008). Más tarde, con la irrupción del industrialismo, se inicia la ruptura de la relación orgánica que existía entre el campo y la ciudad, y, por lo tanto, comienza el declive lógico del suministro alimentario de proximidad, produciéndose un cambio sustancial acerca de la gestión de los recursos alimentarios. Gracias a la llegada de nuevas innovaciones, la deslocalización de la agricultura permitió que las ciudades siguieran expandiéndose incluso ocupando aquellos suelos fértiles que les aprovisionaba de alimentos. En consecuencia, el sistema alimentario se modificó y también la organización de la estructura urbana y agraria (Montasell y Callau, 2015: 143). Una de las consecuencias más graves, como remarca Carolyn Steel (2008), fue el hecho de que las autoridades locales comenzasen a disminuir su control sobre el suministro de alimentos, y a confiar más en las empresas comercializadoras para alimentar a la población urbana. El resultado se observa hoy claramente: hay una evidente pérdida de control de los sistemas alimentarios locales con el consiguiente detrimento de la seguridad y la autosuficiencia alimentaria. La historia de las poblaciones humanas nos revela como la gran mayoría de las ciudades a lo largo del mundo han emergido y han continuado creciendo sobre aquellos paisajes que fueron domesticados durante décadas (Crumley, 2000). Sobre esta lógica o podríamos decir sobre esta falta de lógica, como afirma Gómez de Mendoza (1984: 152), la ciudad progresa, en todo caso, sobre una agricultura a la que previamente ha desarticulado como sistema económico y como forma de vida.  Vemos así como en el modelo capitalista tiene lugar una eterna lucha, en la cual el capital construye un paisaje material apropiado a su propia condición, en un momento particular, solo para tener que destruirlo, generalmente en el curso de una crisis, en otro momento histórico (Soja, 2008: 149). En este contexto, la producción y el consumo de alimentos ha ido separándose progresivamente de su vinculación directa con la agricultura y el entorno próximo en el que se desenvolvía  (Delgado, 2010), como consecuencia de la instauración de un “régimen alimentario corporativo” que reproduce el sistema capitalista mediante los mecanismos de acumulación por desposesión (McMichel, 2005).  Para Espelt (2013: 75), el modelo de consumo agroalimentario vigente dista de los principios del bien común, ya que genera un sistema de intermediarios que aleja al productor del consumidor y, además propicia una barrera de conocimientos en torno al producto comercializado. En efecto, en estos momentos estamos siendo testigos sobre cómo el mercado capitalista y su afán por una única economía global ha encontrado en el sistema agroalimentario, la fuente necesaria para poder seguir sosteniendo altas tasas de beneficios, desplazando buena parte de la función productiva de la agricultura a la especulación financiera de sus tierras, sus alimentos y sus semillas, y precarizando la mano de obra de la agricultura. Los cambios en los derechos de la propiedad privada en las ciudades también han generado un importante cambio en el modelo de producción y consumo y en la deslocalización de la agricultura, generando un mayor impacto a nivel local dada la relación más estrecha que tiene lugar entre economías domésticas y de autosuficiencia de las agriculturas tradicionales con el territorio. En este sentido, el cambio en los regímenes de propiedad  explica muchas de las dinámicas actuales en relación a los usos del suelo que están ocurriendo en las ciudades contemporáneas (Colding y Barthel, 2013: 157).  Como resultado, muchas de las tierras de dominio público se han convertido en cerramientos privados, o han sido recalificadas a urbano, con cada vez menos ejemplos de tierras gestionadas desde el común, y reduciendo las oportunidades de los residentes urbanos de tener una relación significativa con los ecosistemas urbanos (Colding, 2011). Por lo tanto, las dinámicas actuales de los derechos de la propiedad en las ciudades  industrializadas que alienan las relaciones humanas con el territorio merecen ser analizadas en profundidad. Desde este contexto, vemos cómo se rompe el esquema simple de las relaciones mutuas y biunívocas, aunque asimétricas, de la ciudad y su entorno o su área de influencia rural (Gómez Mendoza, 1984:151), que ya no se establecen en relación a las necesidades de la población, sino en torno a las reglas que impone el mercado globalizado.  Este proceso de neocolonización supone no solo una erosión de la autosuficiencia alimentaria sino también el deterioro y el empobrecimiento de los tejidos económicos y sociales locales (Delgado, 2010). A las puertas del siglo XXI, la agricultura profesional ubicada en los márgenes de las ciudades, poco tiene que ver con aquella agricultura campesina orientada a satisfacer a sus poblaciones más cercanas. La huerta languidece ante la falta de políticas específicas para su defensa y activación, lo que está suponiendo una pérdida irreparable no solo de recursos materiales no renovables sino también de los “recuerdos colectivos de la agricultura” por parte de los ciudadanos urbanos y de los saberes locales, que durante siglos fueron necesarios para el mantenimiento de los agroecosistemas y sus paisajes. Existen múltiples estudios, que exponen cómo las grandes áreas metropolitanas españolas se caracterizan por la expansión caótica y masiva de los usos urbanos, y por la fragmentación del territorio causada por el paso de grandes infraestructuras viarias (Roca et al., 2011, Naredo y Frias, 2003) lo que ha generado espacios agrarios a medio camino entre lo rural y lo urbano, tanto en los bordes de las ciudades como entre los espacios intersticiales.  Aparece por lo tanto un nuevo paisaje característico de las áreas urbanas más densificadas, que da lugar a lo periurbano, rururbano y lo disperso, pasando a formar parte muchos de ellos a los “no lugares” que describe Augé (2005).  Se constata  que la agricultura ha sido progresivamente arrinconada por la ciudad que, al mismo tiempo, se ha desvinculado de las actividades que la aprovisionaban de alimentos, sin que la ordenación territorial haya sido capaz de proponer una vía alternativa, que apostara por la coexistencia de usos en un modelo de aprovechamiento más racional del espacio (Sancho et al., 2013). La primacía del negocio inmobiliario y constructivo sobre otros sectores, ha alienado las  actividades productivas tradicionales y ha multiplicado el espacio urbano en detrimento de los espacios rurales y naturales (Rueda, 2006). Hecho que se constata con la evidente regresión que tiene la actividad agraria profesional y con la invisibilización e infravaloración social y política de muchos agricultores y agricultoras como productoras de alimento, como gestoras del territorio y como transmisoras de la cultura local. A la pérdida del suelo apto para el cultivo, hay que añadir las dificultades que para las estructuras productivas comporta la falta de legislación clara que regule el mercado del suelo y el de los arrendamientos rústicos y con ello, la falta de un mercado de suelo apto para el cultivo, para la incorporación de jóvenes o para ampliar la dimensión de la explotación agraria (CEsE, 2004).  Las expectativas de cambios de usos del suelo, conduce en primer lugar a un incremento de los precios del suelo, lo que dificulta contratos de arrendamientos por largos periodos de tiempo o incluso que entren en el mercado de cesión, alquiler o de venta.  La primera conclusión que se puede obtener es que el suelo agrario periurbano, que ha sido considerado como un bien necesario para la producción de alimentos, en la actualidad se ha transformado en un bien especulativo. Esta forma de desterritorialización, es la que Magnaghi atribuye una gran importancia, ya que la metrópoli contemporánea se difunde sin que existan límites aparentes al crecimiento urbano e invade todo el territorio con sus propias reglas, es decir, independientemente al carácter de cada contexto singular (Magnaghi, 2011: 55). De este modo, el territorio queda despojado de los valores endógenos asociados a un desarrollo local autosuficiente, quedando sometido a procesos de reproducción capitalistas que conllevan la desposesión, la explotación y la distribución desigual de recursos o el acceso a ellos (Calle, 2014). Siendo la singularidad del modelo territorial metropolitano contemporáneo, como formula Alberto Magnaghi, la de una estructura urbana generada enteramente por las leyes de crecimiento económico con un carácter fuertemente disipativo y entrópico, sin confines físicos ni límites al crecimiento, desequilibradora y fuertemente jerarquizadora, homologante del territorio que ocupa, ecocatastrófica, devaluadora de las cualidades individuales de los lugares, privada de calidad estética, y reduccionista en cuanto a los modelos de vida (Magnaghi, 1989, p. 115 en Magnaghi, 2011).

Un nuevo marco territorial para asegurar la autosuficiencia alimentaria

Existen múltiples enfoques que suponen sin duda innovadoras formulaciones para garantizar la continuidad de la agricultura ligada a las ciudades ante los procesos derivados de la globalización económica y el crecimiento urbano. Pero en este momento, queda por ver si las profundas contradicciones inherentes a la actual forma del neoliberalismo en expansión posibilitarán futuras aperturas para reapropiaciones del espacio urbano más progresistas y democráticas o si, por el contario, las agendas neoliberales se afianzarán más firmemente aún dentro de estructuras de gobernanza urbana (Brenner et al., 2015: 239). En los apartados siguientes, se describen algunas iniciativas y reflexiones relacionadas con la alimentación, la agricultura en la ciudad  y el territorio, entre las que destacamos las aportaciones del paradigma de los comunes, la soberanía alimentaria, y la economía social y solidaria, con el objetivo de reflexionar sobre nuevas formas de gobierno de los asuntos alimentarios y del territorio.  Desde hace más de una década, estamos asistiendo a una profunda reflexión sobre nuevas herramientas que pueden fortalecer el marco de acción de los espacios agrarios periurbanos y su agricultura en el marco de un nuevo proyecto agrourbano. Existe una constatación generalizada sobre el papel de  la agricultura periurbana en la producción de territorialidad de las ciudades y regiones metropolitanas contemporáneas112.  En el ámbito de la planificación urbana, está siendo cada vez más aceptada como una herramienta válida para mejorar la cohesión y sostenibilidad territorial (Verdaguer, 2010;  Van Veenhuizen, 2006). Otros autores vinculan la agricultura periurbana como catalizadora para la organización política (Redwood, 2009), como elemento central en la mejora de la seguridad alimentaria (Mougeot, 2005) o como refuerzo del sentimiento comunitario debido al intercambio de productos de proximidad que favorece una actividad social y cívica (Verzone et Dind, 2011). Como nos sugiere Nahmías y Le Caro (2012), la agricultura urbana y periurbana, supone una nueva manera de apropiarse del espacio público, de preservar la cultura local, y de reclamar así la dimensión social y política del habitar. En el contexto español, fuese cual fuese el motivo, la alimentación  no ha estado considerada hasta ahora dentro de las principales corrientes del urbanismo y de la ordenación del territorio (Morgan, 2009; Montasell y Callau, 2015),  y en las excepciones en las que sí se ha hecho, han fallado en integrar las demandas y las iniciativas de los movimientos sociales y ciudadanos que reclaman una mayor soberanía y justicia alimentaria (Raja et al., 2016). Por ello, resulta necesario al menos iniciar el debate sobre la defensa y puesta en valor de los bienes materiales 

112 La producción de territorialidad, entendida como producción de calidad ambiental y calidad de vida, como valoración de la identidad territorial y urbana, de la nueva municipalidad, de la pertenencia, de las producciones típicas en paisajes típicos y de las sociedades locales (Magnaghi, 2011: 79).

y las políticas asociadas a la alimentación y a la agricultura periurbana en las aglomeraciones urbanas contemporáneas.  El escaso valor que se le otorga a la alimentación local, tiene mucho que ver con los discursos dominantes de la planificación urbana contemporánea motivada fundamentalmente por las ideas neoliberales del desarrollo, que se sostienen sobre enfoques autoritarios que poco tienen que ver con la satisfacción de las necesidades y aspiraciones de la población urbana. Causa por la que la integración de la agricultura periurbana en el desarrollo de las ciudades y las regiones metropolitanas continúa sin tener una respuesta clara.  En primer lugar, queda aún por resolver cómo revertir las presiones que soportan  los espacios agrarios periurbanos como resultado de la expansión urbana descontrolada y a las infraestructuras vinculadas a esta, que conducen a una pérdida, fragmentación o deterioro del espacio productivo (Carta de agricultura periurbana, 2010). En segundo lugar, es necesario preservar las múltiples funciones, valores e identidades propias de los paisajes de la agricultura en contextos urbanos desde un enfoque de patrimonio colectivo. Y por último, se hace imprescindible incentivar y canalizar mejor la participación de los agentes locales y principalmente la de los y las agricultoras en la formulación de políticas de planificación urbana. Resolver por lo tanto la paradoja entre crecimiento y bienestar social, debe de hacerse como fórmula (Heynen et al., 2012),  sin  maquillar las perversiones del capitalismo; ya que el desarrollo del modelo urbano y territorial de las ciudades y regiones del Norte ha sido un proceso derivado de la acumulación del capital, que en las pasadas décadas se ha apropiado y ha comprometido los recursos naturales, ha naturalizado la comercialización del suelo, y ha privado a los seres humanos del derecho a poder alimentarse  por sí mismos, debido al uso descontrolado del espacio que les rodea. Esto nos obliga a que todo proceso de reterritorialización no tienda a la mercantilización del patrimonio territorial, sino que sea un modo nuevo de entender el patrimonio colectivo, orientado a la activación y empoderamiento de los agentes locales en torno a un pacto por una nueva cultura del territorio (Mata y Yacamán, 2016). Desde el paradigma de los comunes, a través de sus múltiples interpretaciones, se están poniendo sobre la mesa nuevas alternativas que hagan frente a la crisis del modelo urbano-territorial contemporáneo, que fagocita y despoja al territorio de su identidad y de su patrimonio natural, cultural y alimentario. De los comunes tradicionales (los viejos y los activos actualmente), interesan las prácticas horizontales de gestión de los recursos y del trabajo, con un alto arraigo en el territorio. De los nuevos comunes o los comunes globales, interesa la reflexión, y las prácticas emergentes de cooperación social, que ponen el acento en la democratización de las relaciones económicas.  En ambos casos la gobernanza de los comunes se centra en los derechos de los miembros de la comunidad local a los recursos (Colding y Barthel, 2013) que a su vez conllevan la incorporación de obligaciones y compromisos compartidos. Tomando estos elementos de referencia se tratará de sistematizar las herramientas y los principios que permitan generar un marco de habitar y gestionar el territorio bajo una concepción de cooperación que incorpore el bienestar social como eje principal del modelo urbano-territorial. En concreto, para abordar los problemas relacionados con la propiedad y las formas de gestión del suelo agrario.
Planificación Alimentaria La enorme complejidad de los bienes y recursos del mundo y su no menos compleja gestión se ha ido reduciendo hasta prácticamente agotarse en los dos grandes espacios institucionales e ideológicos que han definido a las sociedades industriales avanzadas desde el siglo XIX hasta la actualidad: el espacio y la lógica del Estado y el espacio y la lógica del mercado (Zubero, 2012: 22), en la que la estructura de la propiedad, tanto estatal como privada, parte desde un enfoque individualista (Subirats, 2013). Estos factores han provocado que el valor del suelo opere según las lógicas de acumulación del capital por parte de intereses excluyentes. Al contrario, la idea aquí defendida, es que el suelo agrario, debe de pasar a ser desmercantilizado y considerado en su tratamiento como un bien común. Porque el suelo agrario tiene la función de producir alimentos y materias primas necesarios para el mantenimiento de la vida, y porque constituye un derecho ya reconocido el que se asegure la alimentación de todos los ciudadanos113. Además, a través de su actividad agraria, genera otros bienes y servicios (paisaje, biodiversidad, patrimonio cultural, seguridad alimentaria, cohesión social territorial, sostenibilidad urbana, etc.) de los cuales muchos de ellos pueden ser considerados como bienes no excluyentes y no rivales en el consumo esenciales, y no comerciales, que son necesarios para asegurar el bienestar humano. Es decir, que se caracterizan por no tener exclusividad en su acceso o distribución, ni rivalidad en su consumo, por ejemplo, como son los asociados a la dimensión ambiental, al crear escenarios de ocio y disfrute del paisaje agrario, y los asociados a la dimensión cultural, como son las tradiciones y saberes tradicionales.  Su aproximación como bien común, requiere de un marco de coherencia territorial, desarrollado a partir de parámetros alternativos de aquellos regulados por el mercado, para garantizar su conservación, su gestión y su acceso, evitando la degradación, contaminación, sobreexplotación, fragmentación y ocupación por la expansión urbana.  Asimismo, el suelo agrario, debe  incorporar otros satisfactores en los argumentos para su protección y gestión, que no sean estrictamente los económicos 
113 La Declaración Universal de los Derechos Humanos (1984), dentro de las categorías de derechos económicos, sociales y culturales, incluye la alimentación: «Toda persona tiene derecho a un nivel de vida que asegure, para él y su familia, la salud y el bienestar, en especial la alimentación, el vestido, vivienda, asistencia médica y los servicios sociales necesarios […] »; así como el Pacto Internacional de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966 (PIDESC), que entra en vigor en 1976 y que contempla la obligación de proteger, respetar y realizar estos derechos. El artículo 11 establece que «los Estados deben reconocer el derecho de toda persona a un nivel de vida adecuado para él y para su familia, incluyendo la alimentación, el vestido y la vivienda. […] ».
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Sobre comunales, nuevos comunes y economías cooperativas
(salud, nutrición, bienestar social, calidad de vida, seguridad alimentaria, etc.), evitando de esta manera su consideración actual de reserva para el crecimiento urbano.  Esto no supone necesariamente que el acceso de todos los servicios y bienes del sistema agrario sean abiertos y gratuitos, ni que no existan derechos de propiedad reconocidos, sino que estaríamos hablando de incorporar la perspectiva de Bollier (2002), cuando  insiste en la necesidad de una “infraestructura social” compuesta por instituciones culturales, reglas y tradiciones que restrinjan el uso de los intereses personales por parte de los miembros de la comunidad.    En definitiva, estamos hablando de blindar el suelo fértil, para que no pueda ser reclasificado ni recalificado, para garantizar el abastecimiento local y en segundo lugar, para asegurar el acceso a la tierra para aquellas personas que se quieran incorporar o vivir de la actividad agraria en contextos urbanos. Desde esta perspectiva, la visión de los bienes comunes no es tanto un sustantivo o una tipología estática, sino un verbo y una acción: la de comunalizar (Martínez, 2016). Son prácticas sociales de commoning, basadas en los principios de compartir, cuidar y producir en común (Zubero, 2012: 26). Por lo tanto, la clave está en la capacidad que tienen los agentes locales para autoorganizarse y para alcanzar acuerdos sobre la gestión sostenible de los recursos   —en este caso el suelo fértil—,  lo que permitirá  reconceptualizarlos dentro de un modelo urbano-territorial alternativo, como la formulación de nuevos criterios que rigen la clasificación y regulación de los usos del suelo y los regímenes de protección en las figuras de ordenación urbanística. En otras palabras, aquí se proponen otras formas de gobierno desde la acción y la corresponsabilidad colectiva,  que entienden el territorio como un recurso necesario para que tenga lugar la reproducción de la vida  e independientemente de quién tenga los derechos de propiedad sobre sus medios de producción o de sus productos.  Esto requiere una nueva institucionalidad, a la que hace referencia Calle (2016), vinculando los procesos que politizan la manera en que atendemos globalmente nuestras necesidades (afectivas, materiales, expresivas, de relación con la naturaleza) desde satisfactores que no tienen como destino la apropiación sino la reproducción de bienes, relaciones y territorios que las sostienen. Por lo tanto, el suelo fértil pasaría a tener un reconocimiento de bien común cuando es ante todo según Perna (2005: 18), un bien reconocido como tal por la comunidad, por lo que expresa, ante todo, un proceso de identidad y como afirma Subirats y Rendueles (2016), cuando colectivamente se considera un derecho. Los casos de las áreas metropolitanas contemporáneas como Madrid o Barcelona, son un claro ejemplo de la agresiva política de especulación inmobiliaria que ha provocado un incremento desmedido del precio de los suelos agrarios por su vecindad con la ciudad, suponiendo un limitante en la supervivencia de la propia actividad agrícola y ganadera. La superficie agraria se ha reducido enormemente, otras se han subdividido hasta generar limitaciones que presentan una gran amenaza para la viabilidad del sector, lo que está evitando que haya una renovación generacional efectiva en el sector. Para contrarrestar el modelo territorial contemporáneo, se requiere atender dos fundamentos centrales: primero, que exista un control democrático y una autoorganización por parte de las comunidades locales sobre las políticas que afectan la salud y la calidad de los agroecosistemas, y en segundo lugar,  que el suelo fértil se proteja y gestione desde una visión de recurso necesario para la satisfacción de las necesidades alimentarias de una comunidad.  Desde esta perspectiva, el diseño de los “sistemas agrourbanos”, no se enfoca solo a la protección del espacio agrario frente a las amenazas de lo urbano, sino en formular estrategias simbióticas de reconexión entre el campo y la ciudad (Montasell y Callau, 2015). En este sentido el desarrollo de sistemas agrourbanos resilientes deben atender a los siguientes retos:
i. Favorecer una perspectiva holística sobre las políticas públicas que rigen el sistema de relaciones campo-ciudad. ii. Reconectar los mercados urbanos con la agricultura local. iii. Garantizar un sistema multiactor y multinivel dentro de una estructura  de gobernanza permanente con el fin de establecer un marco operativo adecuado para integrar la agricultura, la alimentación y el territorio en el desarrollo urbano. iv. Regular el metabolismo urbano fomentando una economía circular.
Lo que resulta innovador según esta perspectiva, es que se da autonomía fundamentalmente en la escala local al control de la alimentación, y al manejo de los recursos  que son necesarios para satisfacer la autosuficiencia alimentaria de las ciudades.  Por lo tanto, el tratamiento del suelo fértil como un bien común,  aporta otra mirada más al debate del sistema de relaciones campo-ciudad que no pasen por caminos excluyentes y totalitarios, permitiendo con ello explorar  formas alternativas que transformen los patrones de producción y consumo. 
Democracia Alimentaria Desde el marco de la seguridad y soberanía alimentaria, asistimos en el contexto urbano a un número creciente y diverso de iniciativas en torno a la democratización del sistema agroalimentario, que están surgiendo para revalorizar los saberes locales y relocalizar la producción de alimentos bajo modelos de gestión comunitaria. A pesar de que estas propuestas todavía no tienen una agenda política unificada y que trabajan en la mayoría de los casos desde diferentes ámbitos, lo que sí es cierto es que hay una sensación generalizada de que se encuentran al mismo lado del conflicto en relación a la alimentación, el territorio y la agricultura. Especialmente relevante en este sentido es el marco que propone Hassanein, sobre “democracia alimentaria” (food democracy) para reivindicar la necesidad de transformar el sistema agroalimentario local-regional de abajo-arriba.  Hassanein  defiende  que todos los miembros de un sistema agroalimentario deben tener oportunidades iguales y efectivas para participar en la configuración del sistema, al mismo tiempo que sobre el conocimiento de las formas alternativas que son relevantes para su diseño y funcionamiento (2003: 83). Desde este enfoque, esta autora propone que la solución a los problemas del sistema agroalimentario depende en gran medida de la participación, sirviendo por lo tanto de marco  para la práctica política en la medida en que la participación es la llave para conseguir la democracia.  Hassanein sostiene que  la democracia alimentaria busca exponer y desafiar las antidemocráticas fuerzas de control, y reivindica los derechos de los ciudadanos a participar en la toma de decisiones (2003: 83). Desde el marco político de la democracia alimentaria, están surgiendo espacios de resistencia y cooperación en los que se está trabajando para gobernar y transformar las relaciones en torno a la agricultura y la alimentación. Un ejemplo de ello son los Consejos Alimentarios (Food Policy Councils), que están  logrando crear comunidades efectivas en el plano operativo,  al reunir una amplia representación de los agentes de la cadena agroalimentaria que abarcan desde el sector público, la sociedad civil al sector privado, para resolver de forma consensuada las cuestiones en torno a la alimentación en la ciudad (Moragues-Faus, 2015). Los diferentes  Consejos Alimentarios hasta ahora desarrollados surgen con el objetivo de diseñar la política alimentaria basada en los pilares de la gobernanza multinivel y multiagente en la escala local-regional. Estos espacios encierran un potencial transformador para  desbloquear el desarrollo de políticas alimentarias desde una perspectiva más holística y más inclusiva (Moragues-Faus y Morgan, 2015). Uno de sus principales objetivos es asegurar la viabilidad de las redes alimentarias regionales y las relaciones de cooperación y confianza entre productores, distribuidores, transformadores y el resto de agentes de la cadena agroalimentaria (Jarosz, 2000). Otro ejemplo son las redes emergentes que ponen el foco de atención en el ámbito del consumo, atendiendo de esta forma a nuevas demandas sociales en torno a la alimentación (Soler y Calle, 2010), y aunando esfuerzos para reespacializar y resocializar la producción de alimentos, la distribución y el consumo (Jarosz, 2008). Las redes alimentarias alternativas (alternative food netwoks) emanan de los movimientos sociales contemporáneos (feminista, ecologista, agroecológico) y como señala Sánchez (2009) surgen como descontento con el orden capitalista, las crisis alimentarias, la mala calidad de los alimentos, la disolución de los vínculos entre la comunidad y el territorio y por los efectos ambientales nocivos de la agricultura intensiva.  Estas redes suponen un cambio en el rol de los consumidores, desde usuarios pasivos a ciudadanos activos y críticos (Soper, 2007), al buscar estrategias para  recuperar el control sobre las maneras en las que el alimento se produce y se comercializa (Renting et al., 2012: 290).  Un ejemplo pueden ser las Community Supported Agriculture114 (Jarosz, 2008) en Estados Unidos, los AMAP en Francia, Association pour le maintien d´une agriculture paysanne, (López, 2007) y las 
114 Pueden dividirse en cuatro tipos de modelos en función de quién tiene el liderazgo: iniciativas lideradas por productores donde hay una suscripción y la explotación es de su titularidad, comunidades que se agrupan para apoyar unas explotaciones determinadas, partenariado en la propiedad entre comunidad y productores, y explotaciones agrarias de propiedad de la comunidad. 

Redes Alimentarias Alternativas en España (Sánchez, 2009; Soler y Calle, 2010). Estructuras organizacionales que hacen referencia a una variedad de prácticas de comercialización directa con características comunes: se enfatiza en la producción y consumo local, la venta de cestas o alimentos preferentemente ecológicos están vendidos o asegurados antes de que empiece la temporada, y los miembros reciben los pedidos con una frecuencia semanal. El aspecto revolucionario de dichas prácticas radica en primer lugar, en que permite a las comunidades tener el control del alimento, también, en el hecho de que se prima el apoyo a la agricultura y la ganadería a pequeña-mediana escala que a su vez está comprometida con las buenas prácticas agrarias, en tercer lugar, en que los riesgos y los beneficios son asumidos desde ambos lados (productorconsumidor), y quizá la parte más novedosa es que en algunas estructuras los miembros de la comunidad junto con los productores anticipan los costes de las inversiones de la explotación, que a su vez incluye el pago de los salarios dignos a los y las agricultoras por anualidades. Su enfoque alternativo sobre la producción y la comercialización de los alimentos construye fuertes alianzas mutuamente beneficiosas entre las comunidades y los productores. A pesar de que todavía representan una parte marginal de la gestión de los alimentos en la escala local y del sistema agroalimentario en su totalidad, son iniciativas que ofrecen un poderoso enfoque para reconectar a las personas con la agricultura (SA, 2011). En su conjunto, todas ellas incentivan el desarrollo local, proporcionando formas de resiliencia socioeconómica en el propio territorio (Espelt, 2013: 75), sirven como catalizadores del cambio social, proporcionando además el empoderamiento de los agentes locales en relación al sistema agroalimentario.  Estas iniciativas en red guardan una estrecha relación con el paradigma de los procomunes, ya que entre sus elementos clave, se encuentra la autoorganización por parte de sus miembros para acceder y gestionar de forma colectiva los alimentos producidos mediante prácticas agroecológicas, lo que conduce a múltiples beneficios en relación con la comunidad, las economías locales y el medio ambiente (mantenimiento de los recursos endógenos de los agroecosistemas,  mejora de las rentas de los agricultores y agricultoras locales, se mejora la dieta al consumir alimentos frescos, ecológicos, y se genera una menor huella ecológica al ser producidos localmente). Sin embargo, trabajar la gobernanza del común desde la planificación y gestión alimentaria utilizando un enfoque multiactor y multinivel sigue suponiendo un importante desafío, partiendo de la base de que, en general, no existen canales de participación y decisión sobre las políticas públicas ligadas al territorio, en especial la agraria, y ante la pasividad creciente de una parte importante de la población en cuestiones tan importantes como las relacionadas con la procedencia de los alimentos, cómo se producen y su impacto sobre el territorio (Yacamán y Mata, 2014).
Relocalizar la economía de los alimentos Cuando reflexionamos sobre el marco de la economía social y solidaria, en sinergia con la economía de los bienes comunes, surge un nuevo enfoque que resulta útil para plantear desde el plano económico: alternativas para acercar la producción agraria con el consumo desde un renovado sistema de relaciones campo-ciudad, frente al modelo de producción y consumo globalizado y competitivo. Cuando hablamos de economía social y solidaria, nos referimos a  una forma de producir, que para Subirats (2013:26): 
i. integra valores como la primacía de las personas sobre el capital; ii. cuya organización tiene una vocación de gestión participativa y democrática, que trata de conjugar los intereses de sus miembros con el interés general; iii. que es autónoma de los poderes públicos y iv. que dedica buena parte de sus excedentes a los intereses de sus participantes y del conjunto de la sociedad en que se integra. 
La economía social y solidaria tiene la habilidad de coger las mejores prácticas que existen en el sistema actual (eficiencia, tecnología y conocimiento) y las transforma para servir al bienestar de la comunidad, basándose en valores y metas diferentes al de la economía capitalista (Nardi, 2013: 9). Cuando hablamos de economía para los bienes comunes, encontramos diversas  iniciativas que se caracterizan por una innovación en sus planteamientos sobre trabajo (más allá de renta y empleo), democratización (hacia dentro y hacia fuera de la iniciativa) y sustentabilidad (social y ambiental) (Calle y Casadevante, 2015: 44). Al igual que la economía social y solidaria, las economías para los bienes comunes tienen muchas expresiones y miradas económicas que parten desde una visión transformadora de la economía, e intensifican sus estrategias de cooperación y sostenibilidad sobre la base de un territorio (ambiental y comunitario) concreto (Calle, 2015). Estos marcos colocan a las actividades económicas como un medio al servicio de los objetivos de la democracia solidaria, obedeciendo a otra lógica en la producción de bienes y servicios: no se decide en función de las perspectivas del lucro, sino según se adapte al bien común (Laville, 2010: 22). Desde este punto de vista, tiene lugar una convergencia, entre los valores y principios que inspiran la dinámica de la economía social y solidaria y los que históricamente han propiciado el surgimiento y mantenimiento de los bienes comunes de base ambiental y territorial, y las nuevas dinámicas que van emergiendo (Subirats, 2013: 27). Desde esta nueva dimensión social y política, la economía se convierte potencialmente en un acicate para relocalizar el sistema alimentario local y fortalecer los tejidos económicos locales. Un ejemplo son los Mercados Sociales, promovidos en diferentes territorios por la “Red de redes de economía alternativa y solidaria” (REAs), que funciona como una red económica alternativa y que se caracteriza por el control democrático de sus miembros. Estas redes trabajan a escala regional, y están constituidas por empresas que ofertan bienes y servicios y por consumidores asociados o individuales115. Uno de sus aspectos más innovadores es que incorpora una herramienta de auditoría social, en la que se diferencian no solo aquellas empresas que son sociales desde su constitución, sino que también se las evalúa anualmente. Se mide el nivel de cumplimiento de las empresas sobre determinados criterios laborales, sociales y medioambientales. Esta información es pública, lo que permite a los consumidores optar o no por los productos y servicios que ofrecen las empresas asociadas, y además puede ser utilizado por las empresas como un valor añadido de su actividad económica. Aunque no es exclusivo para empresas relaciones con el sector agroalimentario, sí representa una parte importante en la dinamización económica de la red. Otro ejemplo relacionado con iniciativas económicas no jerárquicas y de autoorganización comunitaria, son los Food Hubs. De forma general representan un modelo organizacional para establecer estrategias comunes sobre la gestión de los alimentos. Según la definición que propone Barham et al. (2012: 4), un Food Hub es un centro y a la vez una organización que activamente gestiona la provisión, distribución y marketing de alimentos generalmente de productores locales y regionales para fortalecer su capacidad de satisfacer la venta al por mayor, al por menor, y la demanda institucional. Los Food Hubs ofrecen múltiples servicios desde una visión cooperativa:
i. Desde el lado del suministro de alimentos, ofreciendo asesoramiento técnico en prácticas de producción y comercialización directa, valor añadido, entre otros. ii. Desde la dimensión del consumo, puede favorecer espacios de venta directa para que la comunidad y las distribuidoras puedan comprar directamente los productos frescos  o transformados de los productores locales y regionales.  iii. Para favorecer el resto de las actividades económicas de la cadena alimentaria puede proveer de espacios comunitarios como cocinas, obradores, cámaras frigoríficas, máquinas de envasado y etiquetado, etc., para cumplir con los requerimientos de calidad y cantidad que demanda el mercado local y reducir los costes.  iv. Además, puede tener en propiedad recursos comunes que ayuden a la distribución en diferentes puntos de venta y en establecimientos institucionales (comedores escolares, comunitarios…), etc.  Pero la cuestión importante de este modelo organizativo es que puede llegar a tener la capacidad de convertirse en un actor viable y útil del sistema agroalimentario (Morley et al., 2008), lo que dependerá sin duda del modelo de propiedad, gestión y liderazgo que tenga (empresas privadas, sector público, cooperativas de productores locales, cooperativas de consumidores, organizaciones comunitarias o un partenariado entre las anteriores).  Es decir, en manos de quién recae el control de las relaciones y las estrategias que se establecen, y quién define los objetivos que precisarán en último término el rol que tienen los pequeños agricultores en el 

115 Ver http://www.economiasolidaria.org/

sistema alimentario local-regional. Los dos modelos presentados anteriormente —Mercados Sociales y Food Hubs— tienen interés por ser iniciativas que demuestran cómo desde la organización colectiva se puede mejorar la relocalización y democratización de los sistemas alimentarios favoreciendo la mayor cantidad posible de intercambios económicos en la escala local-regional, optimizando las rentas del sector agrario, y mejorando el acceso de los alimentos locales y ecológicos.  Sus estrategias de marketing se basan en criterios de sostenibilidad, transparencia y compromiso con la comunidad.  Retomando la perspectiva de los bienes comunes, vemos cómo se abre la puerta a una concepción económica que combina producción, consumo y gobernanza en un sistema basado en las necesidades humanas (Subirats, 2013: 28). La novedad en el plano económico es que construye sistemas económicos “desde abajo”, y constituyen ejercicios de democratización (radical) de los sistemas sociales, mediante la construcción de comunes (espacios, interacciones, manejos abiertos y sostenibles) a través de prácticas concretas que están produciendo (Calle, 2016). Modelos económicos colaborativos que están desafiando la forma de interactuar con los alimentos y que hacen frente a la hegemonía del mercado globalizado y deslocalizado.
Gobernanza territorial Desde este marco, la planificación territorialista, está aplicando herramientas que promueven la concertación entre diversos agentes, con una fuerte implicación de los poderes públicos locales y orientadas a la protección y gestión de los valores identitarios del territorio al servicio del bien común (Mata y Yacamán, 2016). Ejemplos de ello, son algunas iniciativas relacionadas con los Bancos de Tierra, los Contratos Territoriales, la Custodia del Territorio, las Cartas del Paisaje y los Parques Agrarios. La Custodia del Territorio (land stewarship/trust) supone un buen ejemplo desde el ámbito de la gestión territorial sobre cómo la propiedad privada puede ser abordada desde otro paradigma. La Custodia del Territorio se define como el conjunto de estrategias diversas, que pretenden favorecer y hacer posible la responsabilidad en la conservación y uso adecuado (sostenible) del espacio terrestre, fluvial y marino y de sus recursos naturales, por parte de propietarios y usuarios de este territorio, y se dirige principalmente a la propiedad privada. (Declaración de Montesquiu, 2000: 1). Para conseguirlo, las llamadas entidades de custodia116 promueven  acuerdos y otros mecanismos de colaboración continua con propietarios de terrenos, diferentes usuarios del territorio (como por ejemplo agricultores, pastores y ganaderos, silvicultores o sociedades de caza y pesca), y otros agentes públicos y privados (Pietx y Basora, 2009: 299). La principal herramienta sobre la 

116 Las entidades de custodia, son entidades sin ánimo de lucro, que establecen los acuerdos de custodia con los propietarios de los terrenos. 

que basan su estrategia de conservación son los acuerdos de custodia que pueden diferenciarse según Basora y Sabaté (2006) en:
i. Acuerdos de apoyo a la gestión: La propiedad mantiene la gestión de la finca, pero establece convenios de colaboración con entidades de custodia, para garantizar la conservación de sus valores naturales y paisajísticos. El acuerdo suele indicar varias medidas para llevar a cabo en la finca, y la entidad se compromete a velar por su cumplimiento. ii. Acuerdos con transmisión de la gestión: En este caso, la entidad de custodia gestiona la finca, mientras que el propietario conserva sus derechos de propiedad. Como en el caso anterior la entidad y la propiedad acuerdan acciones a desarrollar pero en este caso es la entidad de custodia quien las ejecuta. iii. Acuerdos con transmisión de la propiedad: En este caso, la entidad de custodia se convierte en la propietaria y gestora de la finca, y las actuaciones a implantar son las que la entidad asuma como más importantes, sin necesidad de establecer acuerdos con el antiguo titular de la propiedad.
Los contratos de custodia son una herramienta eficaz que incide sobre los derechos de propiedad privada con el objeto de instaurar un uso y gestión responsable de los bienes naturales en beneficio de la sociedad. En este sentido, si entendemos la “custodia” como una herramienta para crear confianza, reciprocidad y cooperación en la conservación del patrimonio natural y cultural, entonces veremos claramente su relación con el marco del procomún (Aribau, 2013: 85).  
 
Alimentando las ciudades La figura de Parque Agrario ha adquirido en los últimos años un creciente interés a nivel estatal, que se visibiliza por las múltiples propuestas que se están articulando desde diferentes escalas — municipales y supramunicipales— e impulsado tanto desde iniciativas públicas y/o desde la sociedad civil. En el actual contexto de crisis del modelo urbano-territorial, la figura del Parque Agrario resulta innovadora y más que nunca necesaria par reconectar la alimentación, el territorio y las personas. La implantación en el territorio de este tipo de proyecto está sirviendo para revertir la connotación, hoy predominantemente negativa de la proximidad urbana, en un factor de oportunidad para la relación complementaria entre campo y ciudad (Zazo y Yacamán, 2015). La singularidad de esta figura es que a través de sus herramientas de gestión y dinamización, puede jugar un papel determinante para contrarrestar los problemas intrínsecos de la actividad agraria, mediante la relocalización y el fortalecimiento de su actividad económica en relación al mercado local (Yacamán, 2015). Otro valor muy importante del Parque Agrario como señala Mata (2015), parafraseando a Magnaghi, es que tiene la capacidad de incorporar en el tratamiento de la dimensión paisajística de los espacios agrarios periurbanos la naturaleza y cultura en el carácter y “coincidencia del lugar”.   Según el marco conceptual recogido en el libro El Parque Agrario. Una figura de transición hacia nuevos modelos de gobernanza territorial y alimentaria (Yacamán y Zazo, 2015), que constituye el primer manual de referencia del contexto español y es producto de la colaboración de diferentes técnicos y académicos con experiencia en la materia, el Parque Agrario se define como:
«Una figura destinada a proteger, ordenar y gestionar el espacio agrario, preferentemente en entornos urbanos,  desde un enfoque multifuncional (económico, social y ambiental), que fortalece la actividad económica de las explotaciones agrícolas y ganaderas mediante el establecimiento de estrategias y concreción de acciones en relación al sistema agroalimentario local y regional.»
TRES CONDICIONES NECESARIAS PARA LA CREACIÓN DE UN PARQUE AGRARIO • Aprobación de un plan especial.- Figura de ordenación urbanística cuyas funciones básicas son: delimitar el ámbito territorial, la regulación de los usos y los regímenes de protección. • Creación de un ente gestor.- Órgano representado por las instituciones públicas, y entidades privadas y sociales que se crea para definir y posteriormente gestionar las estrategias agrupadas en el plan de gestión y desarrollo del parque, así como la promoción de instrumentos de cooperación.  Debe garantizar la participación, consenso y corresponsabilidad con todas las organizaciones y agentes implicados en el contexto de este objeto. • Implantación de un plan de gestión y desarrollo.- Documento estratégico que establece el objetivo general y los específicos del parque y las medidas de actuación para los diferentes ámbitos (económicos, sociales y ambientales). Tabla1: Fuente Zazo y Yacamán (2015: 21), basado en Montasell 2001.
El desarrollo de un Parque Agrario, puede actuar como catalizador de nuevas alternativas en el plano económico, ambiental, social y alimentario, puesto que no solo protege la base territorial necesaria para la producción de alimentos agrícolas y ganaderos, sino por su enorme potencial transformador sobre cuestiones alimentarias que surgen desde la multiplicidad de alianzas agrourbanas que se pueden dar cuando existe un proyecto de este tipo. Aunque esto no quiere decir que esta figura no esté exenta de limitaciones, y que muchos de estos proyectos no sean suficientes para contrarrestar los excesos del modelo urbano-territorial, sí puede ser una herramienta válida para trabajar desde el común, otras formas de entender y gestionar el territorio.  En este sentido, al incorporar los paradigmas abordados anteriormente, en el marco conceptual del  Parque Agrario, encontramos en el órgano de gestión, el instrumento clave que permite incorporar el compromiso y la implicación de los agentes públicos, privados y sociales en la defensa de los espacios agrarios periurbanos y en el fortalecimiento de un modelo de producción y consumo relocalizado y democratizado. Se trata, por lo tanto, de abordar la gestión del territorio desde una perspectiva integrada y sistémica, sobre la base de la cooperación horizontal entre las políticas sectoriales y coordinación vertical de las administraciones locales y regionales, junto con una estrecha colaboración con los agentes públicos y privados, y estos con la ciudadanía (Mata y Yacamán, 2015: 269). Para ello, es necesario garantizar una alta calidad democrática teniendo en cuenta todos los actores del territorio, con una alta responsabilidad compartida para alcanzar una alta calidad territorial (Roda, 2015). Desde esta perspectiva, se deben generar las condiciones para que la participación se desarrolle hacia el autogobierno de la comunidad que habita un lugar, siguiendo las formas contradictorias y conflictivas  que la complejidad social impone (Magnaghi, 2011: 123). A continuación se enumeran cinco cuestiones que deben de integrarse en el desarrollo de un Parque Agrario, para favorecer una reorganización radical de la geopolítica de la alimentación en relación a las ciudades: 
 Crear un proyecto agrourbano cohesionado El Parque Agrario debe poner sus instrumentos y políticas  para favorecer un desarrollo endógeno que dé respuesta a las necesidades de la comunidad local (alimentación, paisaje, sostenibilidad urbana, etc.) y de la comunidad agraria (renta, formación, asesorías, acompañamiento, financiación) superando, como afirman Montasell y Zazo (2015: 35), la dicotomía campo-ciudad y considerándolo como una unidad y ecosistema autosuficiente y en equilibrio (relación simbiótica). Para conseguir esta finalidad, se debe incorporar al proyecto de gestión, una estructura plural y representativa  de los agentes locales, orientada a la generación de iniciativas económicas y sociales que garanticen la gestión democrática y cooperativa de los asuntos alimentarios, y la creación de soluciones inclusivas e innovadoras.  Por último, debe de ser apoyado desde las diferentes políticas sectoriales (consumo, medio ambiente, igualdad, empleo, urbanismo, etc.), dotando de presupuesto al proyecto agrourbano.
 Democratizar y relocalizar el sistema agroalimentario Para avanzar hacia la transición de un modelo de producción y consumo, y apoyados en el enfoque de la “democracia alimentaria” que propone Hassanein (2003),  es necesario que las estrategias definidas para el Parque incluyan la opinión de los representantes del sistema agroalimentario, y que estos tengan acceso al diseño de un modelo alternativo de producción y consumo. En esta dirección, se deben apoyar la creación de  estructuras organizativas como los Consejos Alimentarios, los Mercados Sociales o los Food Hubs, para relocalizar el sistema agroalimentario local. Para esto es imprescindible repensar la producción agrícola en función de las necesidades de los habitantes de proximidad, factor fundamental para conseguir una mayor autosuficiencia alimentaria (Montasell y Zazo, 2015: 35), lo que requiere determinar en cada territorio la superficie necesaria por habitante de suelo agrario (m2/hab.).

 Favorecer un ecosistema de pequeñas y medianas explotaciones El Parque Agrario debe jugar un papel activo para potenciar, por un lado, la creación y conexión de un amplio colectivo de empresas de pequeña y mediana escala relacionadas con la cadena agroalimentaria, que  incidan en el desarrollo económico de su entorno (Yacamán, 2015) y por otro, el fortalecimiento de una economía circular y solidaria. 
 Proteger los recursos y saberes necesarios para asegurar  la producción de alimentos locales En los contextos periurbanos se necesitan instrumentos de dinamización del suelo agrario como los Bancos de Tierra o estrategias  que favorezcan el alquiler de fincas en desuso para favorecer la renovación generacional en el sector primario.  Resulta por ello imprescindible dotarse de un plan urbanístico que delimite y regule el suelo agrario para asegurar su función como recurso alimentario y evitar así procesos especulativos.  La cesión temporal del uso de las explotaciones mediante contratos territoriales entre propietarios privados o públicos y agricultores y agricultoras profesionales debe de ser otra prioridad para incentivar el arrendamiento desde criterios de sostenibilidad.   La promoción de procesos de abajo a arriba, que aseguren la transmisión de saberes y prácticas  adaptadas al territorio, permite el mantenimiento de los recursos patrimoniales, paisajísticos y genéticos de los agroecosistemas vinculados a la actividad primaria. Estos procesos deben dejar espacio al surgimiento de nuevos conocimientos y prácticas vinculados a los paradigmas agroecológicos, entre otros.  En este sentido, las comunidades de regantes u otras estructuras organizacionales de gestión colectiva de los recursos deben de tener un papel destacado en los Parques Agrarios. 
 Los paisajes como catalizadores de identidad local de la mejora  de la calidad de vida y como recurso para el desarrollo endógeno Frente al proceso de homogeneización cultural que impone la globalización (Martínez, 2008), tan ligada a los procesos asociados del “régimen alimentario corporativo” y al modelo urbano contemporáneo, es necesario recuperar el diálogo entre alimentación y territorio mediante la puesta en marcha de estrategias orientadas a que los consumidores opten conscientemente por los productos locales. En este sentido es importante la puesta en valor de los paisajes agrarios, ya que estos conservan el registro de muchas acciones, ideas y prácticas individuales y comunitarias (Crumley, 2000). Por ello, vincular los alimentos locales con su narrativa histórica y cultural del lugar en el que fueron cultivados, transfiere un valor añadido que los diferencia de los producidos en masa y a distancia (Mata y Yacamán, 2016). De esta forma, el acto de alimentarse se convierte en un ejercicio de vinculación con el territorio y con su identidad, fortaleciendo los lazos de confianza entre consumidores y productores locales.

Conclusión

Las regiones metropolitanas contemporáneas y las aglomeraciones urbanas tienen un grave problema de ocupación y fragmentación del suelo agrario, por usos urbanos que están poniendo en peligro la viabilidad de la agricultura periurbana. Además, nos encontramos ante un sistema agroalimentario globalizado que ha alargado la distancia entre producción y consumo, y ha mercantilizado el alimento. Estos dos hechos están poniendo en cuestión la soberanía y la seguridad alimentaria de los territorios urbanos. A lo largo de estas páginas se ha querido contribuir al debate sobre cómo articular un modelo de desarrollo local alternativo, otorgando un importante valor a la alimentación, a las redes emergentes y al espacio agrario próximo a la ciudad. Desde la necesidad de una nueva municipalidad, en la que confluyan los agentes locales para desarrollar nuevas formas de tratar los asuntos del gobierno del territorio.  En esta visión prospectiva apreciamos que el enfoque de los comunes, la economía social y solidaria, y el paradigma de la democracia alimentaria aportan, en conjunto, interesantes alternativas y experiencias para incorporar en procesos de relocalización de los alimentos.  
 
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