La imagen que ha aparecido en Temuco de Caupolicán (Kallfulikan) con la cabeza del militar Dagoberto Godoy en sus manos, se puede considerar del mismo modo como se levantó la imagen en La Serena de una mujer diaguita amamantando a su hijx, que destituyó a la estatua de Francisco de Aguirre quien “recibía” (con espada en mano) al visitante, o como la imagen de Lautaro (Leftraru) en Concepción con el busto de Pedro de Valdivia a sus pies, o bien, como la imagen revelada por Susana Hidalgo de la plaza Italia con la bandera mapuche en el centro.
Estas cuatro imágenes (posiblemente hay otras), muy simbólicas por cierto, y que claramente se pueden leer desde la reivindicación histórica de los pueblos originarios, permiten pensar no sólo en la subversión de un orden establecido (colonial), sino por sobretodo, nuevas formas de identificación que participan del tejido social. Modos identificatorios que, tal como la rabia del pueblo debido a las injusticias sociales, tal como las aberrantes formas de la política que han venido desarrollando los diversos gobiernos que han apostado por una transición pactada a conveniencia, tal como las nefastas políticas públicas que no han permitido hacer frente a los avatares diarios de los ciudadanos, se han venido cuajando día a día desde hace décadas.
Es decir, por un lado se ha venido sosteniendo una política del desprecio (lo hace evidente las innumerables frases del gobierno actual, tal como que la gente haga vida social en los consultorios a las cinco de la mañana) que sustenta un modo de relación de permanente ninguneo y negación de la realidad social, lo que en su reverso permite “levantar” una imagen país como si éste fuera un diamante en bruto. Y por otro lado (absoluta y radicalmente paralelo), se viene buscando ligar la rabia que dicha injusta forma de administración genera en el pueblo. Es así como aparece el reconocimiento, por parte de una gran mayoría de este país, de los pueblos originarios como Otras formas de administrar la vida, otros modos de lazo social, que por lo demás son locales y no foráneos. Ejemplo de esto, además de las imágenes primeramente mencionadas, es la gran cantidad de banderas mapuche que se han podido ver en las protestas.
Ante la absoluta sensación de extravío (literalmente estar fuera del camino) que produce las prácticas del sistema neoliberal por el que la clase política chilena ha apostado, surge la necesidad por parte del pueblo de echar mano a soportes simbólicos e imaginarios que permitan sustentar el paso del tiempo sin la angustia desestructurante y arrasadora que significa vivir sin referentes. Que por cierto es la misma angustia con la que nos encontramos diariamente quienes trabajamos en el sistema público de salud mental y que muchas veces se intenta aplacar y hacerle frente con una sobremedicación importante.
Pareciera que el pueblo chileno ha encontrado una identificación que desde tiempos de la conquista (reforzada fuertemente en la dictadura) había extraviado. Una identificación con una forma de vida que se relaciona directa y respetuosamente con la naturaleza, que se defiende con firmeza, pero no busca la conquista del otro, que sustenta una visión propia del cosmos, un sistema de alimentación, un saber acerca de las enfermedades, entre otros varios aspectos.
Da la impresión que el pueblo chileno va asimilando esta re-conquista desde hace varios años, quizás más de una década que las nuevas generaciones miran con cercanía aquella figura que hace algún tiempo se ligaba con el desorden y la barbarie. La revuelta social y estas nuevas imágenes que se instalan en el imaginario social quizás nos hablan de un reencuentro con aquello que había sido despojado a fuerza de cañón. Probablemente la apuesta identificatoria ha sido arrimarse a un árbol fecundo y firme, con la esperanza de que la vida propia se ancle a un sentimiento común y colectivo.