América Latina es sólo la punta del proverbial iceberg. Su ebullición es más visible, pero no es la única y ni siquiera la principal. La prolongada acumulación de iniquidades, la compulsión destructiva, la arrogancia, cinismo y prepotencia de las élites y en muchos casos el mero instinto de supervivencia mantienen una inmensa ola de rebelión en el mundo entero.
No caben en el mismo costal las expresiones del descontento. Se parecen algunas gotas que derraman el vaso, como aumentar el precio de transportes o combustibles, pero los vasos son muy diversos. No es lo mismo Líbano que Haití, Chile que Argentina, Hong Kong que Cataluña. El estado de ánimo general –rabia, hartazgo– toma muy diversas formas políticas. No hay todavía común denominador en esta inmensa y polifacética reacción al estado de cosas.
En las estructuras de poder las cosas son más claras y homogéneas. Comparten patrones de respuesta que combinan peligrosamente prepotencia y pánico.
El modo de producción capitalista se convirtió en modo de despojo mediante el desmantelamiento de buena parte de lo conseguido en siglos de lucha y el deterioro en las condiciones materiales de vida de la mayoría. Se buscó activamente la fragmentación de las estructuras comunitarias y el debilitamiento de las organizaciones de lucha.
Murió así el estado-nación democrático
, la forma política del capitalismo. Su despotismo inherente se acentuó en el estado de seguridad
. El terrorismo y otras amenazas reales o inventadas fueron pretexto para extender y profundizar dispositivos autoritarios. Como eso tampoco fue suficiente, en este siglo se empezó a conformar la sociedad de control
. Nuevas tecnologías quedaron al servicio de dispositivos cuya meta última es controlar todos los aspectos de la vida cotidiana.
En todas partes, los gobiernos han aprendido a no hacer caso del descontento. Hay múltiples ejemplos de sus reacciones prepotentes y cínicas ante todo tipo de movilizaciones. Cuando éstas son más peligrosas o intensas, la respuesta general ha sido la represión directa, refinada con procedimientos normalizados que incluyen cada vez más el empleo de provocadores. Fue claro que organizaciones poderosas y experimentadas, como la Conaie de Ecuador, pudieron enfrentar mejor que los jóvenes chilenos o las primeras olas de chalecos amarillos esas estrategias gubernamentales.
Cuando el ejercicio represivo llega a sus límites y se vuelve contraproductivo, estimulando y profundizando la movilización, los gobiernos reaccionan con concesiones, tanto retóricas como reales. Empiezan dando marcha atrás a las medidas que detonaron las movilizaciones –como los aumentos de precios– y luego empiezan a acumular otras concesiones que satisfacen reivindicaciones explícitas. Su pánico aumenta cuando ninguna de estas medidas logra contener la rebelión. Empiezan entonces a afianzar los dispositivos de control y manipulación, como la societé de vigilance que acaba de proponer Macron en Francia.
Muchas reacciones populares siguen patrones convencionales. La rebelión se expresa en ocasiones como un simple vuelco electoral o toma formas aparentemente muy radicales… que pretenden cambiarlo todo para que nada cambie. Ninguna organización parece preparada para la exigencia creciente de cambio profundo, cuando el grito argentino ¡Que se vayan todos!
significa realmente deshacerse de las estructuras dominantes en todos sus aspectos. Escasean propuestas hasta para la transición.
A ras de tierra, sin embargo, en los pueblos y en los barrios, se teje cada vez más una manera diferente de reaccionar que no rompe con el pasado –como hizo la modernidad– pero tampoco se arraiga en él. Se sabe por experiencia que las maneras convencionales de luchar resultan obsoletas y hasta contraproducentes. Desde la primavera árabe o la era de gobiernos progresistas
se reconoce que cambiar un gobierno no es solución. Se emplean las herramientas convencionales solamente en forma circunstancial y para propósitos puntuales. Se hacen otras cosas. Las comunidades se distancian y desenchufan de las estructuras de poder. Sin tierras prometidas ni fantasías utópicas, siembran continuamente embriones de porvenir. Cultivan la idea de que los puentes se construirán cuando llegue el momento de cruzarlos.
Al generalizarse lo que parece una insurrección y al reconocerse fuerzas y pasiones que parecían fuera del alcance general, se alimenta una nueva esperanza y se le recupera como fuerza social. Viejas inercias y nuevas ambiciones, empero, limitan las capacidades de enfrentar lo que tenemos encima. La destrucción que acompaña al colapso climático y al sociopolítico y las reacciones a menudo devastadoras que trae consigo el pánico en los gobiernos plantean desafíos inmensos. No cabe adelantar vísperas ni cantar victorias. Nada nos detendrá ya, pero estamos apenas en las primeras batallas.