El artículo del autor se llama “Articular las resistencias. Hacia un proyecto político altermundista” y nosotros lo hemos cambiado para publicarlo.
Una de las pautas de consolidación de estos movimientos -acorde a un deber de apertura crítica propia del mandato democrático- es su capacidad para afrontar conflictos internos de forma creativa y apostar por un proceso de distribución igualitaria de poder que minimice la descalificación como relación primordial con el otro. Antes que esa polemología en acción que se suele poner en juego en algunos espacios del activismo, semejantes espacios bien podrían potenciarse como lugares de construcción de formas abiertas de comunidad.
22-11-2019 |
“El todo es lo no verdadero”.
T. Adorno
En diferentes partes del mundo, bajo una presión estatal sofocante, las disidencias no han cesado de proliferar: movimientos obreristas de recuperación de fábricas, piqueteros, feministas, anticapitalistas, antirracistas, ecologistas, colectivos LGBTIQ+, grupos antidesahucios, movimiento Sin Tierras (MST), defensores de DDHH, colectivos indígenas, racializados y migrantes o grupos llamados “antiglobalización”, entre otros, constituyen agentes políticos diferenciados que demandan cambios sociales, económicos, institucionales y culturales que el actual sistema político (caracterizado de forma habitual como «democrático» y cuestionado por «timocrático») se muestra incapaz de gestionar desde el ámbito estatal y, más ampliamente, desde las instituciones públicas (nacionales, comunitarias e internacionales). No se trata solo de «déficits democráticos» salvables por algún gobierno más o menos progresista (aunque experiencias como las de Portugal muestran márgenes de acción política significativos); por el contrario, dichos movimientos hacen manifiestas las limitaciones estructurales de las democracias parlamentarias occidentales en su alianza actual con el capitalismo financiero. Si bien semejante situación no implica necesariamente desistir de las luchas institucionales (incluyendo las luchas estratégicas por la conducción del estado), plantea un desbordamiento de la política por lo político, esto es, un desplazamiento con respecto a los modos efectivos de propiciar un proceso de transformación social.
En ese contexto global, se hace pertinente repensar nuestros modos de intervención colectiva y, en particular, de elaborar respuestas en común ante un sistema político que, como anticipó Gramsci (1974), en momentos de crisis no duda en desplegar su aparato coercitivo, tal como ocurre en la actual coyuntura internacional frente a diversas revueltas populares. En este sentido, aunque en términos genéricos nuestra sociedad puede calificarse legítimamente como racista, xenófoba, clasista, productivista y (hetero)sexista, cualquier intento de potenciar las resistencias colectivas en curso exige, a mi entender, una distinción interna dentro de esa “sociedad”, especialmente a efectos de visibilizar su relativa heterogeneidad y, en particular, las luchas colectivas que desestructuran su orden dominante. En términos teóricos, se trata de eludir una forma recurrente de reduccionismo que, al plantear el cierre de lo social, no solo impide conocer prácticas e identidades diferenciadas, sino que dificulta el mutuo reconocimiento de movimientos, plataformas y colectivos autoorganizados que tienen como finalidad explícita el cambio social y que no se dejan describir de forma apropiada a partir de lo que un proceso hegemónico centraliza.
Si bien a menudo diferentes iniciativas colectivas han sucumbido ante las presiones sistémicas -especialmente las políticas represivas pergeñadas por los estados nacionales y la insistente labor criminalizadora de los discursos dominantes-, una constante de estos movimientos sociales disidentes ha sido su capacidad para elaborar estrategias de lucha en común frente a esas políticas y sostener mediante diferentes modalidades prácticas sus reivindicaciones específicas. Así, las resistencias a los procesos hegemónicos forman parte irreductible de un análisis político contemporáneo. Reconocer esas dinámicas, en este punto, también implica incluir en términos sociológicos la heterogeneidad de los propios movimientos sociales (Pleyers, 2018). Del hecho de que compartan algunas reivindicaciones no se deriva que dichos movimientos no estén atravesados por una conflictividad interna tan persistente como ineludible. Sin esta dimensión conflictiva, los movimientos no serían tales, sino bloques actuando con arreglo a unos objetivos unánimes.
Precisamente porque esos movimientos distan de la imagen homogénea que a menudo se plantea con respecto a los mismos, cabe remarcar que la construcción de consensos es en el mejor de los casos resultante de una práctica de negociación de sus diferencias y no un punto de partida o una condición de su existencia. La continuidad de dichos movimientos sociales, pues, depende no solo de lo que las políticas de estado permitan o el grado de consenso que generen en otros agentes sociales e institucionales, sino también del modo en que gestionan sus divergencias internas. Sus consensos son necesariamente precarios e inestables, resultantes de esta base negociada y conflictual sobre la que se construyen. Pretender construir frentes de lucha al margen de esas diferencias es ilusorio e impide asumirlas de forma abierta como parte central de su devenir político.
La misma identificación de los ejes sistémicos con que estos movimientos antagonizan está en discusión. Mientras que algunas posiciones apuestan por subsumir las distintas aristas de sus luchas bajo el significante totalizador de «capitalismo» (como vertebrador fundamental y último de todas las luchas sociales con vocación de cambio), otras posiciones abogan por distinguir cada eje, en tanto plantearían especificidades materiales, es decir, una existencia entretejida a la vez que relativamente autónoma que justificaría la referencia explícita a otros ejes de opresión, como ocurre con el antirracismo, el feminismo e incluso el ecologismo (1).
Lo relevante, desde esta perspectiva interna, es que necesitamos diferenciar en términos analíticos ejes que, aunque resulten inseparables en nuestra experiencia histórica, operan de modos específicos. Reenviar todas esas opresiones al «capitalismo», en este sentido, corre el riesgo de recaer en una forma de reduccionismo de clase (que, en términos despolitizados, suele ser planteado como «aporofobia»): remitir las dinámicas sexistas y racistas a una determinación, en última instancia, económica. Semejante economicismo no permite dar cuenta de los múltiples regímenes de poder que se sobredeterminan en el sistema mundial actual (2). Si bien las jerarquías de clase, raza/etnia y género están estructuralmente interrelacionadas, usar la categoría de capitalismo como término englobante que permite subsumir las demás podría hacer suponer, de forma equivocada, que aboliendo su modo de producción automáticamente quedarían abolidos el patriarcado, el racismo y el productivismo o suponer que los sujetos anticapitalistas son necesariamente feministas, antirracistas y ecologistas (algo que, por lo demás, es históricamente erróneo).
El argumento podría admitir diferentes conjugaciones: si «capitalismo» fuera una categoría omnicomprehensiva, eso significaría que feminismo, antirracismo y ecologismo serían formas particulares (tan parciales como concretas) de luchar de forma explícita y deliberada contra dicho sistema. Aunque hay variantes de estas corrientes que, efectivamente, luchan contra el sistema capitalista, también es claro que hay variantes del feminismo que se declaran abiertamente “liberales”(3), variantes antirracistas que luchan por cambiar la posición de determinadas personas en una sociedad racialmente dividida -sin cuestionar las estructuras socio-institucionales que sostienen esa división (4)- y variantes ecologistas que defienden más bien un “capitalismo verde” o incluso un “crecimiento sostenible” (que, por lo demás, no deja de ser un oxímoron) [5]. En síntesis, ni el anticapitalismo como tal es necesariamente antirracista, feminista y ecologista ni, a la inversa, posicionarse como feminista, antirracista o ecologista conduce de forma inevitable a combatir el capitalismo como específica estructura de clases basada en la división capital/trabajo (6).
El debate en torno al alcance conceptual de cada significante, no obstante, es recurrente y constituye parte central de la dimensión deliberativa necesaria para la propia continuidad de esos movimientos. Sin esa deliberación colectiva lo que se produce es un vaciamiento del espectro igualitario y antijerárquico que esos movimientos encarnan o aspiran encarnar: una fractura que suele derivar en su disolución o institucionalización como partido político, asociación u otro tipo de organizaciones formales. No en vano la denuncia regular ante estas reestructuraciones es la “manipulación” que unos grupos específicos hacen del movimiento en el que participan. Más o menos acertadas, esas denuncias son síntoma de un desplazamiento de lo democrático -como ejercicio de una igualdad efectiva entre sujetos diferenciados-, a lo autoritario -como ejercicio de poder jerárquico de unos sujetos sobre otros, habitualmente erigidos en guardianes de la Causa-. El pasaje de lógicas asamblearias a lógicas jerárquicas es el momento crítico de todo movimiento: la irrupción de una parte que reclama una posición privilegiada con respecto a las otras y, por implicación, el cercenamiento de la negociación y disputa discursiva, erigiéndose en dogma oficial. Con ello, la pluralidad ideológica es saboteada y la consecuencia más habitual no es otra que el vaciamiento o la deserción. La «participación» directa es desplazada por la «representación» institucionalizada y la radicalidad de lo instituyente suplantada por un dogmatismo instituido. No es extraño que, en esa dinámica esquematizada, el grupo dominante termine afrontando una crisis de legitimidad provocada por una polarización creciente que se convierte en ruptura con quienes disienten (denunciada, también, como “purga”) [7] y una creciente regulación de las funciones de cada sujeto (incluyendo la proclamación de líderes) que, de forma habitual, cristaliza en roles codificados.
Devenir-secta, sin embargo, no es destino. Los movimientos sociales disidentes tienen un lugar relevante en la historia del pluralismo ideológico y, en general, un espacio central en las luchas democráticas contemporáneas y en la formación de una «cultura común» ligada a la igualdad efectiva. Más aun: han contribuido a reinventar de forma decisiva, aunque a pequeña escala, formas de democracia directa que los estados han procurado sofocar de maneras distintas. En particular, debemos a esos movimientos la recuperación de una política asamblearia que ha impulsado una práctica participativa, a pesar de algunas limitaciones regulares como son los tiempos requeridos para una toma colectiva de decisiones, la dilución de responsabilidades o las dificultades para desplegar intervenciones estratégicas comunes. En ese sentido, no resulta desencaminado suponer que una de las pautas de consolidación de estos movimientos -acorde a un deber de apertura crítica propia del mandato democrático- es su capacidad para afrontar conflictos internos de forma creativa y apostar por un proceso de distribución igualitaria de poder que minimice la descalificación como relación primordial con el otro. Antes que esa polemología en acción que se suele poner en juego en algunos espacios del activismo (8), semejantes espacios bien podrían potenciarse como lugares de construcción de formas abiertas de comunidad (9).
2. Fragmentaciones
Ya es un tópico sostener que las fragmentaciones pasan factura a la(s) izquierda(s). Ciertamente, abundan ejemplos de rupturas internas que han implicado un debilitamiento notable de frentes de lucha populares. Aunque de forma legítima algunos grupos y colectivos reclaman para sí no solo una pluralidad de derechos sino también un reconocimiento identitario, las políticas de la identidad que ponen en juego corren el riesgo de confundirse con una filosofía esencialista que dificulta, cuando no bloquea directamente, la articulación con otros movimientos sociales y el despliegue de una política de alianzas efectiva. ¿No es esa la dinámica de algunos grupos disidentes erigidos en vanguardia política? ¿Cuántas veces hemos presenciado la recaída en lo que pretendemos abolir, considerándonos libres de lo que denunciamos, cuando más de una vez nuestras subjetivaciones políticas reinciden en las mismas lógicas binarias, autoritarias y jerárquicas que padecemos? Para decirlo de otro modo: ¿en qué sentido la izquierda política se ha desplazado del «discurso del amo» que pretende fijar de forma unilateral su Ley planteada como inapelable?
Si bien desde hace tiempo los movimientos disidentes han cuestionado de forma legítima un liderazgo basado en una política de representación, ejercida básicamente por sujetos privilegiados –en nuestro contexto, sobre todo, hombres blancos, cristianos, heterosexuales, europeos y burgueses- no afectados directamente por el racismo y la xenofobia, el clasismo o el patriarcado, una política articulatoria -entendida como “(…) toda práctica que establece una relación tal entre elementos, que la identidad de éstos resulta modificada como resultado de esa práctica” (Laclau y Mouffe, 2010: 119) [10]- exige un desplazamiento con respecto a una posición esencialista que plantea la «identidad» como una suerte de «esencia originaria» (o un conjunto estable de atributos) del ser humano pensado por fuera de su constitución histórica y social. Semejante esencialismo, que confunde posición social y agenciamiento, es uno de los principales obstáculos para articular en un frente común luchas que comparten el anhelo de otra sociedad.
En ese contexto, la revisión del concepto de «identidad» me parece imprescindible. Incluso si el concepto sigue siendo necesario para pensar la agencia y lo político, es preciso desplazarse de aquellas perspectivas que lo plantean como una especie de núcleo fijo del individuo o la comunidad, concebidos por fuera del tejido social. Antes bien, se trata de pensar la «identidad» como construcción relacional inestable y cambiante antes que como una propiedad fija e inamovible. En esa dirección se mueve Stuart Hall al recuperar la noción de identidad para pensarla como una construcción social que, sin negar los procesos hegemónicos, permite dar cuenta de múltiples resistencias (11). En su forma de/reconstruida, el concepto de identidad nos ayuda a pensar un sujeto descentrado que se constituye a partir de identificaciones múltiples.
En vez de un individuo que preexistiría a la sociedad, Hall muestra cómo el ser humano conforma su identidad a partir de diferentes identificaciones conflictivas que nos localizan en el espacio social, como específicos sujetos sexuados, enclasados y racializados. La identificación no borra la diferencia. La construcción de identidades es el juego de delimitación de fronteras simbólicas, lo que supone a su vez una exterioridad constitutiva (que Derrida y Laclau desarrollan a partir de la categoría de «antagonismo»). Así, las identidades son construidas a través de discursos, prácticas y posiciones diferentes, a menudo cruzados y antagónicos, dentro de ámbitos históricos e institucionales específicos (12).
Así pues, más que rechazar a secas las políticas de la identidad, se trata de pensar en su significación política y en sus posibilidades de articulación. Es precisamente la construcción de equivalencias entre identidades diferenciadas y la delimitación de fuerzas antagónicas lo que permite la construcción de una hegemonía alternativa, ligada a un proyecto colectivo de democracia radical y plural.
3. Hacia una política articulatoria
Frente a la creciente fragmentación de la(s) izquierda(s), articular las múltiples resistencias que se despliegan en el presente constituye una condición para la construcción de una hegemonía alternativa, tanto a nivel local como a escala nacional e internacional. Admitiendo que toda práctica política supone luchas por hegemonizar el campo político, esto es, que necesariamente se constituye en un campo de poder en el que los diferentes agentes luchan por la construcción de una voluntad colectiva (Laclau, 2007), la fragmentación política de la izquierda no significa nada diferente a la constatación de su derrota histórica en diferentes planos de su intervención (13). Precisamente porque nuestra formación social es irreductible a una lógica de dominación unitaria, necesitamos articular nuestras reivindicaciones diferenciales en frentes comunes de lucha. El ascenso de una ultraderecha abiertamente antidemocrática, la consolidación de un orden social xenófobo, racista, sexista, ecocida y clasista, la primacía de unas políticas de estado que perpetúan esas múltiples formas de desigualdad y opresión, así como la permanente reconversión de los seres humanos en consumidores dentro de una economía de mercado que se desentiende de aquellos que condena a la pobreza, la exclusión social y la muerte por goteo (especialmente en las puertas de Europa y EEUU), entre otras realidades sangrantes, constituyen fenómenos de primer orden que, políticamente, nos exigen respuestas colectivas efectivas, delimitando las fuerzas con las que antagonizamos (14) .
Semejante articulación, pues, constituye uno de los desafíos políticos centrales de nuestra época, en tanto condición de posibilidad de una sociedad diferente: no tanto abrir nuevos frentes de lucha como incluir los ya existentes en un mismo horizonte de emancipación, partiendo de la rehabilitación de lo utópico en tanto construcción histórica abierta y plural en la que el deseo de otro mundo toma forma a partir de fuerzas sociales que lo anticipan (15). Dicho de otra forma: la construcción de una sociedad ecosocialista, feminista y anticolonial exige la elaboración de un proyecto colectivo específico antes que la proliferación de luchas más o menos dispersas centradas en ejes planteados como mutuamente excluyentes. No se trata, por tanto, de un proyecto que pueda separarse de forma válida de las intervenciones políticas de los diferentes movimientos sociales disidentes a los que nos referimos. Antes bien, ese proyecto se entreteje –no sin ambigüedades y conflictos- en la multiplicidad de luchas sociales por la igualdad efectiva.
Aunque a ese proyecto podríamos denominarlo como «altermundista» por posibilitar la inscripción discursiva de diversas luchas sociales en su voluntad común de instituir otro mundo social posible, corre el mismo riesgo que otras categorías totalizadoras: dar por sentado que el altermundismo implica necesariamente una práctica política anticapitalista, ecologista, antirracista y feminista. ¿Tendríamos, entonces, que privarnos de cualquier lógica política totalizadora? ¿Y cómo podría ser esa des-totalización compatible con la voluntad de cambiar el mundo social como tal, en tanto totalidad determinada? ¿No implica, por el contrario, una cierta operación re-totalizadora, en tanto aspiración a transformar el conjunto de la sociedad? A menos que incurramos en alguna forma de reformismo gradualista, desde esta perspectiva, privarnos de esa lógica sería sin más declinar de un espectro revolucionario que aspira a cambiar el mundo social de raíz. Lo que en cambio exige de nuestra parte es reformular la propia noción de «totalidad» ya no como lógica de una mediación universal y necesaria (que tiene como contrapartida la idea de una sociedad homogénea) sino como una trama específica y contingente (que reintroduce en términos analíticos la heterogeneidad de lo social). A esa forma de «totalidad» relativamente abierta y en devenir nos referimos, precisamente, con la noción de una articulación política capaz de incluir una multiplicidad de demandas en un mismo horizonte emancipatorio.
¿Significa ello que cada movimiento debería asumir las demandas políticas de los otros movimientos disidentes, confluyendo en un único movimiento global (un movimiento de movimientos)? Antes bien, quizás se trate de recuperar lo que algunas corrientes libertarias identificaron como «apoyo mutuo»: no estamos obligados a participar directamente en todas las luchas sociales, algo que es material y vitalmente imposible. Ello no niega, sin embargo, la posibilidad de construir espacios de confluencia y enlaces entre esos movimientos con el fin de coordinar sus intervenciones e incrementar su eficacia política. La categoría de «articulación», así, no se confunde con ninguna propuesta de homogeneización de identidades colectivas ni, mucho menos, con un llamado a la organización, como si esas luchas no estuvieran ya autoorganizadas en un grado relevante. A diferencia de ello, se trata de reflexionar sobre aquellas modalidades prácticas de vinculación que permitan entretejer nuestras luchas a escala planetaria y crear espacios de debate colectivo que permitan, más que un consenso último, construir puntos en común o una «cadena de equivalencias» entre reivindicaciones diferenciadas que antagonizan con el actual sistema-mundo.
Algo semejante implica al menos i) la co-presencia de agentes históricos heterogéneos que necesitan negociar sus diferencias a efectos de inscribirlas en una misma cadena significante; ii) la coordinación de esos agentes en espacios de deliberación y decisión en común en diferentes escalas; y iii) el desarrollo de estrategias conjuntas de comunicación e intervención (incluyendo una agenda compartida de luchas). En suma, se trata de interrogar el sentido de nuestras apuestas políticas para aprender a caminar en común. Contra todo purismo, que confunde dogmatismo y radicalidad, en ese camino también nuestras identidades necesariamente serán transformadas por la interacción con otras.
En suma, construir espacios de reflexión y participación en común supone no solo rebasar la compartimentación institucional sino, sobre todo, la inclusión de colectivos que históricamente han sido excluidos o relegados en su necesario protagonismo: personas negras, mestizas, mujeres, indígenas, trabajadores, migrantes, sujetos racializados y grupos LGTBIQ+, entre otros. Al menos en el contexto europeo, más que nunca, es preciso un doble gesto político: dejar de hablar en nombre de los otros (como suele hacer cierto despotismo ilustrado) y apostar por la apertura de un debate crítico multicentrado (no eurocéntrico) que nos permita recuperar saberes elaborados en otros contextos. Es en esa recuperación por la que podemos no solo revisar nuestros privilegios concretos sino también elaborar una crítica sistemática a las estructuras que sostienen las desigualdades del presente (16).
Desde luego, nada semejante está dado. Más que nunca, es preciso un trabajo político que permita entretejer disidencias. En ese trabajo, la teoría crítica (anticolonial) resulta imprescindible, ante todo, para alertarnos de nuestras posibles cegueras etnocéntricas y orientarnos en nuestras prácticas transformadoras. Contra el autoritarismo antiintelectualista que no cesa de proliferar, necesitamos interrogar aquellas herramientas teóricas que nos orientan en nuestras intervenciones. La «prohibición de pensar» -como si el pensamiento fuera por necesidad la hybris del sujeto-, conduce a una sociedad totalitaria. Contra ese cierre dogmático, cabe reivindicar una práctica articulatoria, ligada a la internacionalización de la revuelta y a la institución efectiva de otro mundo social. Es en esa práctica donde reside la promesa siempre incierta y abierta de una sociedad más justa.
Notas
Aunque el capitalismo plantea una base industrialista/ extractivista, de forma creciente, la defensa de la naturaleza también se ha desarrollado desde la crítica al «especismo» o, en términos diferenciados, al antropocentrismo, que desborda claramente el campo económico. Por otra parte, la constatación de que otros sistemas económicos no han cuestionado esta base industrialista/extractivista supone que el ecologismo implica y rebasa al mismo tiempo el cuestionamiento del orden capitalista. La dominación técnica de la naturaleza, reducida a un mero recurso natural explotable, es la base del «productivismo» desenfrenado que está provocando, con intensidades variables, una crisis planetaria irreversible .
La necesidad de elaborar un pensamiento heterárquico ha sido remarcada por parte de algunos autores decoloniales (Castro Gómez y Grosfoguel, 2007) a efectos de visibilizar la «colonialidad del poder» vigente en las sociedades occidentales.
Para una crítica a estas variantes feministas remito a Davis (2003), Lugones (2008), Crenshaw (2012) y Arruzza, Bhattacharya y Fraser (2019).
Este es el caso, por ejemplo, de muchas ONG europeas que colaboran en distintos aspectos con las personas migrantes y refugiadas sin incidir en las estructuras socioinstitucionales que producen discriminaciones múltiples con respecto a estos colectivos, comenzando por el racismo y la xenofobia del que son objeto por parte de las propias instituciones públicas.
Para una crítica a estas variantes medioambientalistas remito a Taibo (2019).
Aunque podría objetarse con razón que el feminismo liberal, el antirracismo moral o el ambientalismo son inconsecuentes, en tanto discursos determinados tienen una presencia significativa en nuestra formación social. Por más inconsistentes que los consideremos, ello no niega su relativa eficacia ideológica, en cuanto matriz discursiva que orienta específicas prácticas sociales y políticas. Puesto que la producción de sentido se inscribe en contextos histórico-sociales concretos, ninguna categoría está exenta de las disputas simbólicas que atraviesan nuestras sociedades: cuanto mayor es su centralidad en la vida política, más ambigüedad semántica adquieren. Dicho lo cual, es sobre el reconocimiento de estas disputas simbólicas como mejor podemos luchar para dotar de un sentido emancipador a estas categorías. De modo análogo, incluso si abogamos por un anticapitalismo capaz de cuestionar el patriarcado, el colonialismo y el productivismo, considero crucial diferenciar entre aquello que nos resulta políticamente deseable de aquello que, en el marco de unos grupos sociales, se plantea en cuanto al alcance y límites de ciertas luchas. Dicho en otros términos: que nosotros apostemos por articular diferentes luchas sociales en un sentido emancipador no niega que, de facto, otros agentes sociales desplieguen concepciones contrarias acerca de lo que implica, en términos semánticos, cada una de estas luchas.
Aunque esta caracterización sumaria sea necesariamente esquemática, atraviesa todo el espectro político. Si bien no es privativa a los movimientos disidentes, también los incluye. El autoritarismo y el sectarismo son formas estructurales de las dinámicas grupales, riesgos de los que ningún grupo social está exento.
A diferencia del concepto de «militancia», ligado a un compromiso práctico relativamente estable con respecto a ciertas estructuras institucionales (especialmente partidos políticos y sindicatos), el «activismo» podría vincularse a la participación variable en múltiples espacios sociales de carácter extrainstitucional.
Achile Mbembe se ha explayado sobre la relación entre esta forma de comunidad y su relación con la clínica en (2016). Al respecto, parte del trabajo de esa comunidad no puede ser otro que un trabajo de duelo en torno a las heridas históricas infligidas a los sujetos subalternos.
“La práctica de la articulación consiste, por tanto, en la construcción de puntos nodales que fijan parcialmente el sentido; y el carácter parcial de esa fijación procede de la apertura de lo social, resultante a su vez del constante desbordamiento de todo discurso por la infinitud del campo de la discursividad” (Laclau y Mouffe, 2010: 130).
A diferencia del estructuralismo, más que pensar al sujeto como un efecto, de lo que se trata es de reconceptualizarlo a partir del cuestionamiento del mito de una interioridad fundante, pero también de la idea de un sujeto que no ofrecería resistencia al “poder disciplinario” que estudia Foucault. Se trata más bien de recuperar una doble vertiente del sujeto: no solo como sujeto disciplinado sino también como sujeto deseante.
Tal como Hall lo retoma, se trata de un concepto estratégico y posicional: “Precisamente porque las identidades son construidas dentro, y no fuera, del discurso, tenemos que entenderlas como producidas en localizaciones históricas e institucionales específicas, dentro de formaciones y prácticas discursivas y por medio de estrategias enunciativas específicas. Más aún, surgen dentro del juego de modalidades específicas de poder y por lo tanto son más el producto de la marcación de la diferencia y la exclusión, que signos de una unidad idéntica naturalmente constituida, una “identidad” en su sentido tradicional (esto es, una igualdad total, sin grietas, sin diferenciaciones internas)” (Hall, 2003: 18).
Una «política anti-hegemónica» es, a mi entender, una política denegatoria: al autoafirmarse, niega la dimensión constitutiva de lo político ligado a la construcción de una voluntad colectiva en tanto condición de existencia de toda práctica instituyente.
Entre otras formas discriminatorias, también es oportuno advertir sobre la escalada de la homofobia, la lgtbifobia, la disfobia, la transfobia, el antigitanismo y la islamofobia, en tanto modos en que los privilegios del sujeto hegemónico tienen como contrapartida serios perjuicios para los sujetos subalternos.
En “¿Qué hacer con la pregunta «qué hacer»?” Derrida (1997) aproxima lo utópico a la posibilidad de soñar, no ya en lo que pudiera tener de «cierre» en su realización material sino en tanto principio de apertura de lo histórico.
Para una crítica a la «episteme occidental», remito a Castro Gómez (2005).
Referencias bibliográficas
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