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La potencia feminista o el deseo de cambiarlo todo (III parte y final)

Verónica Gago :: 03.12.19

Potencia feminista quiere decir que experimentamos una fuerza concreta que desplaza y modifica los límites de lo que creemos que podemos y somos capaces de hacer, de transformar y de desear.

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Empiezo por remarcar una de las novedades más importantes del movimiento feminista en los últimos años: se ha convertido en un fenómeno mundial y emerge desde el Sur. Tiene su fuerza de arraigo en América Latina (llamada otra vez Abya Yala aquí y allá), en capas múltiples de historias, luchas, movimientos, organizaciones. Desde ahí ha nutrido un internacionalismo que trastoca las escalas, alcances y formas de coordinación de un movimiento que no deja de ampliarse sin perder su fuerza por estar situado. Un internacionalismo que desafía tanto la imaginación geográfica como organizativa: está impregnado de circuitos transfronterizos y no tiene una estructura partidaria ni centralizada. Un internacionalismo que le da al movimiento feminista actual una proyección de masas. Un internacionalismo que encuentra inspiración en las luchas autónomas de Rojava y en las comunitarias de Guatemala, en las estudiantes chilenas y en las faveladas de Brasil, en las campesinas del Paraguay y en las afrocolombianas. Un internacionalismo que exhibe la fuerza de las migrantes latinoamericanas en Estados Unidos y que se nutre de la politización del territorio doméstico que hacen con sus tránsitos. Un internacionalismo que exige alianzas en cada lugar: entre las «temporeras» de la frutilla, trabajadoras 
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marroquíes en las épocas de cosecha de Andalucía y los sindicatos campesinos y los colectivos activistas de pueblos y ciudades; entre las despedidas migrantes de las fábricas textiles y las estudiantes contra la deuda en la educación; entre las indígenas en rebeldía y las organizadoras comunitarias en las periferias de Colombia y Guatemala. Por eso, lo propio de este movimiento feminista es que está arraigado y territorializado en luchas específicas y desde ahí produce enlaces. Reverbera desde cada lugar, se nutre de lo concreto. El internacionalismo deviene transnacionalismo porque se hace de alianzas que estallan las fronteras la geometría nacional-estatal, pero también porque son disidentes respecto a los encuadres de una noción abstracta de clase (donde se supone que hay intereses objetivos compartidos) o de pueblo (donde se supone que hay una amalgama de afectividad nacional homogénea). Entonces es necesario afirmar que estamos hablando de un transnacionalismo ya existente. No es algo a futuro, a diseñar y construir como paso evolutivo del movimiento. Lo comprobamos cuando lanzamos la tercera huelga internacional en 2019: se organiza una vez más en cada lugar y desde ahí emerge el tejido regional, global, plurinacional. Porque el transnacionalismo también se expande en sus sentidos y ahora se imbrica con la cuestión plurinacional, como han empujado desde nuestro continente las diversas luchas por el cuerpo-territorio en alerta. La dimensión internacionalista se vuelve también método. Así quedó claro en el último encuentro «plurinacional» de mujeres, lesbianas, trans y travestis en la patagónica ciudad de Trelew. Allí se practicó un modo de conectar los conflictos con relación a la megaminería y otros emprendimientos neoextractivos que expropian tierras comunales, con un mapeo también regional de las luchas hoy criminalizadas que va de la militarización de las favelas a la represión en Nicaragua, de los saqueos de tierra a manos de las transnacionales a la extensión de los agrotóxicos, de la avanzada de las iglesias en la moralización de nuestras vidas al empobrecimiento generalizado por los planes de ajuste. La perspectiva 
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de unos feminismos sin fronteras se entrama con un diagnóstico de la contraofensiva (de toda la serie de respuestas reactivas a la masiva rebeldía feminista) que complejiza y excede los marcos estatal-nacionales porque incluye desde el Vaticano hasta las corporaciones mediáticas, desde las transnacionales que empujan los tratados de libre comercio hasta el avance del narcotráfico, desde la militarización estatal y paraestatal hasta el Women20-G20. Entonces, ¿cómo se expresa el transnacionalismo en el movimiento feminista? La dimensión transnacional no es una exigencia de abstracción de las luchas a favor de una unidad de programa o por adscripción a una estructura. El transnacionalismo que estamos practicando cualifica cada situación concreta: la hace más rica y compleja sin que tenga que abandonar su arraigo; la hace más cosmopolita, sin pagar el precio de la abstracción. Amplía nuestra imaginación política al mismo tiempo que crea una ubicuidad práctica: esa sensación que se expresa cuando gritamos «¡estamos en todos lados!». La ubicuidad del movimiento es la verdadera fuerza. La que imprime una dinámica organizativa en cada espacio que repercute en los otros, anudando escalas que van de pequeñas reuniones de cinco personas a manifestaciones masivas, de asambleas de barrio de número variable a colectivos que se juntan en una acción puntual. Lo transnacional ahora anudado a lo plurinacional deviene adjetivo: no tiene como sustantivo al Estado sino al encuentro de luchas. Y por eso mismo no se trata de una «integración» progresiva de demandas, sino de una dinámica que se expande en la organización de los paros internacionales: una radicalización en la manera de nombrar que no responde a una lista de identidades o a un puro gesto retórico, sino a una constelación de luchas que se encuentran y se traman, potenciándose. En este sentido, la organización de la huelga ha sido fundamental al desplegar una política del lugar y al mismo tiempo no ser «localista». El movimiento 
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se amplifica por conexión de conflictos y experiencias, por hacer de la huelga una excusa de reunión en cada lugar, es decir, se trata de un transnacionalismo desde los territorios en lucha. Y ese modo, insisto, es el que permite que el transnacionalismo se amplíe también hacia la dimensión plurinacional de las luchas como clave antirracista y anticolonial. Desde el punto de vista de la fecha 8M, parece tratarse de un internacionalismo intermitente. Sin embargo, en la medida en que no se restringe sólo a esa fecha, se sigue cultivando como enlaces múltiples. El efecto, como lo ilustra Raquel Gutiérrez Aguilar (2018), es «reverberación sincrónica» y «efecto-sismo». Como lo hemos sentido: la tierra tiembla. Por eso, esta última huelga de 2019 es feminista, es internacional y es plurinacional, componiendo denominaciones, espacialidades y locaciones que hacen de esa ubicuidad una composición verdaderamente heterogénea y común. El transnacionalismo feminista actual no tiene estructura, tiene cuerpos y cuerpos-territorios implicados en conflictos concretos. ¿Cuáles son los territorios del internacionalismo? Quisiera proponer tres y revelar su dimensión transnacionalista como novedad puesta de relieve por las luchas feministas. En primer lugar, los territorios domésticos. Históricamente encerrados entre cuatro paredes, son hoy espacios de transnacionalismo práctico, donde se ensamblan las cadenas globales de cuidado, donde se discuten los modos de invisibilización del trabajo reproductivo y la falta de infraestructuras públicas que hace que ellos asuman el costo del ajuste. La «escena» doméstica deviene así territorio de un internacionalismo forzoso.1 En primer lugar, por la composición migrante de las 
1 Usé esta imagen en La razón neoliberal (2015) para dar cuenta de la composición multinacional del cuerpo de delegad*s en una villa de la ciudad de Buenos Aires. Aquí, con otro matiz, se desplaza al «interior» doméstico que deja de ser tal.
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trabajadoras domésticas en la mayoría de los hogares. Luego, porque es desde su experiencia que se traman redes y alianzas para hacer de ese internacionalismo una fuerza de denuncia, de conexión, y de lucha. Lo explican las compañeras del colectivo Territorio Doméstico de Madrid a través de una «pasarela internacional» que hacen como desfile-performance y como herramienta para intervenir en la calle. Disfrazadas, parodian en su desfile figuras claves como: «la transnacional», «la sin papeles», «la trabajadora-pulpo», etc., y así hacen desfilar las condiciones que cargan en sus cuerpos las «modelos internacionales» que limpian los hoteles, cuidan a l*s niñ*s, habitan la precariedad de estar con estatus de residencia no legal, se desdoblan cuidando en su país de origen, a la distancia, y en el hogar en el que trabajan y, al mismo tiempo, se organizan con otras para reclamar por vivienda. Desde ese internacionalismo forzoso como punto de partida y análisis de su propia situación concreta, ellas proponen el «trabajo de encontrarse» con otras compañeras y componer internacionalismo práctico. Lo mismo hemos visto en Argentina con la denuncia de las trabajadoras domésticas del complejo de barrios privados Nordelta. Les dijeron que huelen mal, que hablan mucho, para exigirles que no viajen con los patrones ni con los «propietarios» porque no quieren que compartan asiento en los medios de transporte que las llevan a su lugar de trabajo. Pero sí que limpien por salarios miserables y se dejen abusar en silencio. Esta rebelión doméstica exhibe la articulación de racismo, clasismo y patriarcado y lo convierte en denuncia pública. Por eso, hoy el internacionalismo feminista surge, en primer lugar, de ahí, de lo que se considera históricamente el lugar más cerrado y confinado: surge de los territorios domésticos en rebeldía. En segundo lugar, los territorios indígenas y comunitarios. Históricamente expropiados y considerados como economías cerradas y del «atraso», son hoy espacios de alianzas sin fronteras, de acuerpamiento comunitario, donde se denuncian los megaproyectos extractivos y a los nuevos dueños de la tierra a cargo del agronegocio. Desde ellos surge un diagrama global de las dinámicas 
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extractivas del capital a las que se le oponen alianzas, luchas y redes para resistir y expulsar esas avanzadas neocoloniales. Desde estos territorios se produce una reapropiación de recursos y memorias y se actualiza también la dimensión anticolonial de un internacionalismo feminista. Se asume así el antirracismo y las preguntas por las prácticas descolonizadoras, convirtiéndolas en un componente concreto, un elemento práctico, que estructura la conflictividad. Y, en tercer lugar, los territorios de la precarización. Históricamente considerados «no organizados», son hoy formas de experimentación de nuevas dinámicas sindicales, de acampadas y ocupaciones en los talleres y fábricas y en las plataformas virtuales, de reclamos creativos y de denuncias que explicitan cómo abuso sexual, discriminación a l*s migrantes y explotación van siempre de la mano. En Estados Unidos las trabajadoras de restaurantes —en su mayoría migrantes o hijas de migrantes— explican que al darse por evidente que su salario se completa con la propina, el «acoso sexual» está asimilado como el medio que hace posible la propina. También las que limpian hoteles y oficinas por las noches se han organizado para confrontar las violaciones a las que las someten a cambio de no denunciar su estatus migratorio. En Argentina, desde las herramientas gremiales vinculadas a la economía popular hasta el primer sindicato de la región que aglutina a trabajador*s de plataformas digitales como Uber, Glovo y Rappi (llamado APP), se están reinventando formas sindicales dentro de dinámicas laborales que se enlazan directamente con el capitalismo de plataforma global y sus modos de extractivismo financiero. Los trabajos «más bajos» en términos de reconocimiento son, sin embargo, los más explotados por la estructura global, ahora condensada en algoritmos. Pero son también ahora los que mejor exhiben la brutalidad de esa aparente valorización «inmaterial». A su vez, estos territorios se entrelazan de múltiples formas. No son compartimentos estancos o espacios desvinculados. Es precisamente esta manera de 
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ensanchar las demandas, de hacer crecer los lenguajes y de enredar las geografías, lo que exige a cada espacio ser cada vez más amplio en relación con cómo se enuncian los problemas, las querellas, los conflictos y también las estrategias, las alianzas y las maneras de ir, de nuevo, acumulando fuerza común. Sabernos entrelazadas, compartir pistas e hipótesis, tramar resistencias e invenciones aquí y allá hace a esta «geografía acuática» de la huelga (como la nombra, de nuevo, Rosa Luxemburgo) una composición de ritmos, de afluentes, de velocidades y de caudales. Quiero subrayar dos puntos con relación a esta forma internacionalista. En primer lugar, la capacidad de un análisis que establece nuevos parámetros, medidas y categorías para pensar, visibilizar y sentir las opresiones a partir de una toma de la palabra política colectiva que combina escalas bien diversas. En segundo lugar, la capacidad del movimiento feminista de producir ubicuidad sin homogeneidad, esto es, de estar en todos lados, con múltiples expresiones, sin necesidad de hacerse coherente bajo algún mando ideológico o a las órdenes de alguna estructura de autoridad jerárquica. Ambas características abren una pregunta clásica: ¿qué tipo de acumulación política logra este internacionalismo? ¿Cómo se traduce y expresa su fuerza? ¿Qué horizonte organizativo sigue abriendo? Tal vez sirva desplazar la imagen misma de acumulación. O desacoplarla de una lógica lineal sin abandonarla. El transnacionalismo actual se expresa no como acatamiento de una estructura (representativa) sino como fuerza situada en cada lucha con capacidad de reverberación. De ahí su novedosa potencia: logra traducirse como presencia concreta en cada conflicto. Al revés de un proceso de universalización que necesita abstraer las condiciones concretas de una situación para encajarse y amoldarse a un parámetro homogéneo que le provea reconocimiento, se trata, por el contrario, de la capacidad de que ese plano 
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internacional aparezca como expansión del horizonte de conexiones posibles y como fuerza inmediata en cada lucha. Entonces, este internacionalismo feminista que estamos desplegando tiene cuerpo antes que estructura. Y ese cuerpo que se vivencia como cuerpo común es lo que permite generar ubicuidad por conexión, sin necesidad de síntesis unitaria. Ubicuidad: capacidad de estar en muchos lados al mismo tiempo. Estamos en las vísperas del 8M 2019: las compañeras en toda España han armado una hoja de ruta en la que narran «mil» motivos para ir la huelga (por ejemplo, Comisión 8M Madrid, 2019), para continuar con asambleas y eventazos y hasta una «operación araña» en el metro madrileño, inspiradas por la que se hizo en Buenos Aires en 2018. Mientras, se suceden las manifestaciones NiUnaMenos en México. Miles de mujeres, lesbianas, trans y travestis denuncian el femicidio como crimen de Estado y la situación de amenaza permanente frente a los intentos de secuestro que se han dado en el metro y que se quisieron sólo subsanar con más policía. Pero es en México también donde vemos una gran secuencia de protestas y huelgas por parte de las trabajadoras de las maquilas de Tamaulipas. Y desde el sureste, las mujeres zapatistas lanzan una carta explicando por qué el 8M no harán encuentro en su territorio, denunciando la amenaza militar que está detrás del avance de los megaproyectos turísticos y neoextractivistas del nuevo gobierno. En esta triple escena vemos, de nuevo, condensarse ese escenario puesto en marcha por el horizonte organizativo de la huelga internacional: conectar luchas y desde esa conexión afirmar cómo las luchas contra la precarización y el abuso laboral son inescindibles de los femicidios y los acosos y también de las formas de explotación del territorio a manos de las transnacionales. Mientras, en Italia, las compañeras de NonUnaDiMeno lanzan la «cuenta regresiva» para la huelga feminista internacional con una serie de carteles que también «narran» las escenas que ameritan huelga. Contra el no pago de los alimentos por los exmaridos, por los 
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abusos de los patrones, pero también contra el uso de los subsidios como gestión de la pobreza en vez de como posibilidad de autodeterminación. Mientras, la coordinadora 8M en Chile no para de crecer, después de las enormes movilizaciones en mayo por la educación no sexista y del fervoroso encuentro plurinacional de mujeres que luchan en diciembre y hacen también una operación en el metro, renombrando desde abajo cada estación con nombres de la memoria feminista. Ellas gritan: «¡la huelga feminista va!», para ir señalando cómo se construye la huelga en movimiento. Mientras, en Brasil, compañeras del Nordeste dicen que el fascismo no pasará y los feminismos negros se preparan para marchar haciendo justicia por Marielle Franco y por todas las que sostienen las economías populares y faveladas contra la criminalización de sus quehaceres. Mientras, en Bolivia se prepara el #Bloqueo8M, denunciando los femicidios con los que empezó el año pero también acompañando la resistencia de mujeres de la Reserva de Tariquía, en Tarija, que bloquean las obras de la Petrobras. Mientras, se suceden las asambleas en Uruguay, con una coordinadora de feminismos cada vez más nutrida en redes. Mientras, en Ecuador se debate paro y levantamiento como herramientas de las historias múltiples de lucha. Mientras, en Colombia y en Perú se sostienen reuniones también semanales con el horizonte del 8M. Finalmente: otra de las fuerzas del internacionalismo feminista es hacer diagnóstico común sobre las formas contrainsurgentes con que quieren debilitarnos y dividirnos (volveré sobre esto en el capítulo siguiente). Y hacer tal diagnóstico en tiempo real. La misma avanzada la vemos en varios países a la vez, con tácticas similares y propósitos de fragmentación planificados. Una cuestión es clara: quieren ir contra la potencia subversiva de las alianzas transversales y diversas, antibiologicistas y antirracistas que se lograron a través de la organización internacional y plurinacional de las huelgas feministas.
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Lógica de la conexión
La experiencia que puede considerarse como precedente de este nuevo modo internacionalista es el alzamiento zapatista. Y no es casual que el 8 de marzo de 2018 haya sido convocado también en Chiapas, demostrando la capacidad del zapatismo para ser parte de nuevas resonancias internacionalistas. Pero trataré también de apuntar algunas cuestiones sobre sus diferencias. ¿Cómo ha sucedido esta forma transnacional expansiva desde el feminismo? Como venimos discutiendo, la fórmula de la huelga ha sido clave para producir un diagnóstico de las violencias capaz de superar la instancia de la victimización que se pretende como única reacción frente a las violencias machistas y, en particular, frente al femicidio. La huelga ha dejado de ser representativa sólo de una historia eurocéntrica de una clase obrera masculina, asalariada y blanca y, como otras veces en la historia, ha puesto de relieve otras formas de bloqueo, sabotaje, sustracción y, asimismo, de conexión de lo históricamente negado de los cuerpos feminizados: el trabajo reproductivo, comunitario y migrante. De la «huelga general» de los esclavos negros que retrata W. E. B. Du Bois (1935) contra el sistema esclavista de las plantaciones en el sur de Estados Unidos —y que determina su papel protagónico en la Guerra de Secesión—, a la huelga de inquilinos en los conventillos de Buenos Aires en 1907, pasando por las huelgas de los peones rurales de la «Patagonia Rebelde» en los años veinte a la huelga mítica de las mujeres de Islandia en 1975 y, más acá, de la huelga de hambre de las migrantes centroamericanas en la caravana hacia Estados Unidos simultánea a la huelga docente en distintos estados de ese país, a la huelga campesina en la India, pueden reconstruirse hitos de un mapa internacionalista de la huelga dislocada de su canon de exclusividad obrera y asalariada, con la escenografía de la fábrica como espacio principal y legítimo.
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Podemos de hecho historiar la dimensión reproductiva y de protagonismo de las mujeres en las formas diversas de huelga —como lo hace Cristina Vega (2018)—, para multiplicar la huelga «desde dentro» de su propia historia. Pero en este tiempo esto se ha radicalizado porque la huelga feminista se ha desbocado de su propia historia y ha abierto un tiempo nuevo. La huelga feminista ha condensado en los últimos tres años el desplazamiento al terreno de la reproducción para visibilizar e incluso proponer el absentismo de tareas. Pero no sólo para quedarse allí, sino para convocar de un modo inédito a los espacios de producción recomprendidos bajo una perspectiva diferente porque se los «mira» desde su ensamblaje con las tareas de reproducción. De este modo no es sólo la extensión de una analítica del trabajo que busca «laboralizar» las tareas de cuidado, afecto y reproducción social, sino que la perspectiva que surge de esas labores reclasifica la noción misma de trabajo en un sentido general. Esto implica que logra ampliar el terreno mismo de reconocimiento de los sitios de producción de valor y que subraya los componentes de la dimensión reproductiva como claves de reconceptualización del trabajo considerado históricamente como tal. En concreto: la dimensión gratuita, no reconocida, subordinada, intermitente y a la vez permanente del trabajo reproductivo sirve hoy para leer los componentes que hacen de la precarización un proceso transversal; las formas de explotación intensiva de las infraestructuras afectivas y, a la vez, de alargamiento extensivo de la jornada laboral en el espacio doméstico sirven para entender las formas de trabajo migrante y las nuevas jerarquías en los trabajos de servicio; la superposición de tareas y la disponibilidad como recurso subjetivo primordial que impone la crianza nos deja leer los requisitos de los empleos de servicio. Por eso, a partir de este movimiento se ha conseguido un reconocimiento de los circuitos globales del trabajo, de sus nuevas formas de explotación y de las también nuevas geografías extractivas. Entonces, la huelga feminista no es sólo de cuidados y de tareas reproductivas, como si por fin la huelga llegara a 
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espacios que antes quedaban intactos. El movimiento es distinto: porque incluye una espacialidad heterogénea, permite también parar circuitos enteros de trabajo que hoy ensamblan e integran de un modo nuevo las tareas reproductivas y las tareas denominadas productivas. Y permite también leerlas bajo una lente que comprende mejor la especificidad de lo que hoy es explotado y capturado por el capital. Por eso, la huelga feminista ha permitido repensar, recualificar y relanzar otro sentido de la huelga general. La tesis sería así: la huelga general se hace realmente general cuando deviene feminista. Porque por primera vez alcanza todos los espacios, tareas y formas de trabajo. Por eso, logra arraigarse y territorializarse sin dejar nada afuera y desde ahí produce generalidad. Abarca cada recoveco de trabajo impago y no reconocido. Saca a la luz cada tarea invisibilizada y no contabilizada como trabajo. Y al mismo tiempo que las afirma como espacios de producción de valor, las conecta en su relación subordinada con otras formas laborales. Así se hace visible la cadena de esfuerzos que trazan un continuum entre la casa, el empleo, la calle y la comunidad. A contrapelo del confinamiento al que se quiere reducir a los feminismos (a un sector, a una demanda, a una minoría) asumir que la huelga es general sólo porque es feminista es una victoria y es una revancha histórica. Es una victoria porque decimos que si nosotras paramos, para el mundo. Es por fin evidenciar que no hay producción sin reproducción. Y es una revancha respecto a formas de huelga donde lo «general» era sinónimo de una parcialidad dominante: trabajo asalariado, masculino, sindicalizado, nacional, que excluía sistemáticamente el trabajo no reconocido por el salario (y su orden colonial-patriarcal). La huelga general feminista es el aprendizaje que hemos construido en estos años de huelgas internacionales, llevando la multiplicidad existencial y laboral de nuestra época al interior de la insurrección. La multiplicidad no es dispersión, sino la forma de estar a la altura de la heterogeneidad de tareas que realizamos y de mandatos que desobedecemos cuando paramos. 
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La huelga alcanza generalidad y, por lo tanto, se vuelve real y efectiva, sólo cuando se amplía. Por eso la huelga es general sólo porque es feminista. Pero es necesario recorrer un pliegue más: generalidad y transnacionalismo están íntimamente ligados. Con la huelga feminista ampliamos una vez más el paro: le hacemos saltar fronteras, le inventamos nuevas geografías. Redefinimos así los lugares mismos donde se trabaja y se produce valor. El mapeo feminista redefine la espacialidad del trabajo, lo que entendemos por «lugar» de trabajo que no es ni más ni menos que donde se produce valor. En esa práctica de redimensionar los espacios es que se traza también el transnacionalismo. Vayamos al mapa. Pararon las mujeres en Polonia en contra de la criminalización del aborto el 3 de octubre de 2016. En Argentina, la marea de huelga comienza con el paro del 19 de octubre del mismo año en respuesta al femicidio de Lucía Pérez. La medida inmediatamente deja de ser nacional y la impulsan, sólo en una semana, 22 países. Como dijimos: con la huelga, nos hacemos cargo de un mapa global que no nos queda para nada lejos ni ajeno y que consiste en politizar las violencias contra las mujeres desplazando la enunciación victimista. La huelga habilita una conexión internacionalista porque pone un horizonte común: una acción concreta que nos sitúa como protagonistas políticas frente al intento sistemático de reducir nuestros dolores a la posición de víctima a ser reparada (en general, por el Estado). Pero también la huelga habilita una conexión internacionalista porque abre una pregunta de investigación en cada vida y en cada territorio. El 25 de noviembre de 2016 se dan movilizaciones en varios lugares del mundo, relanzando esa fecha del calendario internacional del día contra la violencia hacia las mujeres. Para ese día lanzamos desde NiUnaMenos un texto titulado #LaInternacionalFeminista. Aparece públicamente en esa fecha en Italia el movimiento NonUnaDiMeno. La expansión global a más de cincuenta países se da con la convocatoria al Paro Internacional de Mujeres para el 8 de marzo de 2017, 
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revitalizando de nuevo una fecha histórica y, como ya mencionamos, cargada de memorias de luchas obreras. Diría que la construcción de este nuevo internacionalismo tiene dos momentos. Uno primero que llamaré de «resonancias», es decir, hay una especie de efecto de difusión, de ecos que repercuten y producen, como efectos de sonido, amplificaciones desde el propio cuerpo. La resonancia es una imagen que condensa una idea-fuerza que puede ser una consigna aun si no pretende resumir una consistencia ideológica. Es la capacidad de abrir un sentido compartido a partir de una afectación. Pero no se trata de una afectación en términos pasivos: «los afectados por», como se suele nombrar a quienes padecen catástrofes o efectos colaterales de algún fenómeno. La afectación tiene que ver con una capacidad de conmoción, no simplemente con la recepción de un efecto. La potencia de resonancia de las protestas, las convocatorias, y en particular el llamado a la huelga tienen que ver con la capacidad de conexión a distancia y con la movilización de sentidos que provoca la circulación de imágenes, de consignas, de acciones y de gestos. La huelga, al ser ensanchada, abre un espacio de enunciación nueva, a inventar. Pero esa capacidad de resonancia tiene que ver con el desplazamiento subjetivo del que venimos hablando: una acción concreta que performa, pone en acto, el abandono de la posición de víctima; y a la vez se declina como pregunta-investigación en cada lugar: ¿qué es parar en cada territorio? ¿Qué significa paro en cada situación laboral y vital? ¿Contra qué paramos? ¿Quién se da cuenta de que paramos? ¿A qué patrones ocultos le hacemos huelga? Luego de esas resonancias, como segundo momento, se han desarrollado formas de coordinación, que combinan espacios virtuales y espacios materiales de encuentro cuerpo a cuerpo, inaugurando circuitos y reutilizando otros ya existentes. Se han creado redes, intercambios, reuniones, encuentros y contactos entre diversas experiencias, colectivos y países.
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Resonancia y coordinación van tejiendo pistas para la investigación colectiva de los feminismos, van marcando diferencias y divergencias, van acumulando un lenguaje común hecho desde las prácticas.
De la solidaridad a la interseccionalidad
¿Qué hay de nuevo en #LaInternacionalFeminista? Las imágenes que se evocan cuando se habla de una «internacional» aluden en parte a la tradición obrera y a la conformación en el siglo XIX de la Primera Internacional y, más tarde y tras su ruptura, de la Segunda Internacional. La organización proletaria en Europa era el eje de un proyecto de organización de clase con capacidad de acción coordinada. La huelga como instrumento de lucha fue una de sus iniciativas. La coronación de la Revolución rusa condensa de modo «exitoso» la aspiración revolucionaria que se logró a partir de aquellas iniciativas pero, como se sabe, desafió geográficamente las predicciones sobre la revolución al realizarse fuera de Europa (una revolución contra El capital, como la nombró Gramsci). En los años sesenta y setenta del siglo XX un poderoso internacionalismo tercermundista tramado por las luchas de descolonización, las guerrillas y los diversos movimientos insurreccionales vuelve a poner en juego el signo de una época-mundo desde el Sur del mundo. El desborde del confín europeo y blanco, así como la apertura a cuestiones que no sólo se limitaban a la «clase», son una ampliación de los efectos revolucionarios de aquel internacionalismo. Con el alzamiento zapatista de 1994 y su conexión con un ciclo de luchas indígenas en el continente pero, sobre todo, por su capacidad de interpelar a luchas del mundo entero se vuelve a hablar de una red internacional (intergaláctica, decían ell*s de sus encuentros) capaz de denunciar las injusticias y pensar en tejer resistencias. A principios del nuevo siglo, el llamado movimiento «antiglobalización» también impulsó un contraplano para la dimensión global del capital, conectando luchas que 
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se organizaban justamente contra la organización del capital, en su calendario de encuentros. ¿Qué se podría pensar de un nuevo internacionalismo? Como señala Roediger (2017: 170), el principio básico lanzado por Marx para la internacional obrera era la «solidaridad» aun si tal concepto no figuraba en el proyecto teórico de Marx, donde el problema de la «unidad» estaba puesto en la lógica del capital. La solidaridad aparece como el arma contra la división permanente que practica el capital sobre la clase trabajadora, dice Roediger citando los trabajos del economista Michael Lebowitz. Pero esta unidad de l*s trabajador*s se vuelve un problema central cuando el capital necesita producir y explotar «diferencia». Con esto podría decirse que es mucho más sencilla una política de solidaridad entre trabajador*s que se perciben semejantes que entre aquell*s que están constreñid*s a diferenciarse permanentemente para hacer valer su singularidad como mano de obra en el mercado precario de trabajo. Pero agreguemos algo: hay un modo de la solidaridad que no apela a la semejanza sino a la diferencia, en un sentido de hacer equivaler diferencia a «exterioridad». Escuchamos muchas veces fórmulas de la solidaridad con luchas diversas que sin embargo nos dejan en posición «a salvo», manteniendo las distancias y la evidencia de que nos solidarizamos con algo que no es «nuestro». El problema que nos pone el internacionalismo es pensar qué produce conexión entre trayectorias, experiencias y luchas que se despliegan en lugares distintos. Preguntar por la conexión más que por la unidad lleva a evaluaciones diversas sobre la fuerza y, por lo tanto, a preguntarse por su modo de «acumulación». ¿Cómo se condensa, se sintetiza y se inscribe un acumulación de fuerzas? La noción de «interseccionalidad» que se viene discutiendo en el feminismo nos sirve para pensar ese trazado 
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capaz de funcionar como lógica de conexión que mapea, a contrapelo, el modo global de aterrizaje del capital a partir de la imbricación de opresiones. Aun si fue sistematizada por Kimberlé Krenshaw en 1989, me parece importante destacar otra genealogía política de su surgimiento, tal como señala Keeanga-Yamahtta Taylor (2017). Este concepto puede rastrearse, dice la teórica y activista, en la práctica del colectivo de lesbianas negras llamado Combahee River Collective (1974-1980) aun si no tenía esa misma denominación. Este importante colectivo — que toma su nombre en honor a una acción que liberó a más de 750 esclav*s en 1863, en la única campaña militar de la historia de Estados Unidos planeada y dirigida por una mujer— escribió un manifiesto en 1977 que se volvió mítico porque «articuló el análisis que anima el significado de interseccionalidad, la idea de que múltiples opresiones se refuerzan unas a otras para crear nuevas categorías de sufrimiento» (2017: 4). Esta forma de interconectar las opresiones y de mostrar cómo se superponen y actúan en «simultáneo» fue fundamental, continúa Taylor, como intervención política en el movimiento feminista desde las lesbianas negras y para generalizar un análisis que abrió todo un modo de radicalización política para una nueva generación de feministas. La interseccionalidad se convierte en la clave para componer las opresiones de sexo, raza y clase, no como una suma de variables sino justamente desde el punto de vista de su mutua afectación. La introducción de la diferencia en el análisis de las opresiones logra así una proyección política particular: es capaz de desentrañar las diferencias sin por eso dejar de problematizar la convergencia de luchas. El feminismo negro, en este sentido, ha sido pionero en proponer otra idea de totalidad desde la diferencia. Reconectar la liberación de las opresiones con una liberación que se proyecta a tod*s. En este sentido, las formas de luchas transversales efectúan la interseccionalidad como principio político y metodológico, poniendo en acto un principio de composición y traducción para nuevas formas de solidaridad transnacional.
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Selma James —feminista y activista norteamericana, también cofundadora de la Campaña por el salario doméstico en los años setenta— dijo luego del primer paro internacional del 8M de 2017 que «Ni una menos, vivas nos queremos» funcionaba como el equivalente feminista de Black Lives Matter [Las vidas negras importan] en Estados Unidos y del eslogan feminista All Women Count [Todas las mujeres contamos]. Me interesa subrayar los modos justamente en que estas conexiones prosperan, nos ponen en relación desde la perspectiva de las luchas y lo hacen de una manera que no es la de simples equivalencias lingüísticas. La interseccionalidad es la promesa en acto del feminismo, nos dice Ángela Davis, «contra los perniciosos poderes de la violencia estatal». Un feminismo «inclusivo e interseccional» que «nos llama a tod*s a unirnos a la resistencia al racismo, la islamofobia, el antisemitismo, la misoginia, la explotación capitalista», dijo en su discurso ante la Women’s March en 2017. Vale la pena destacar un punto: el feminismo se vuelve más inclusivo porque se asume crítica práctica anticapitalista. Es desde allí que se pueden escuchar una multiplicidad de voces y tramar ese internacionalismo práctico que ya existe, aquí y ahora.
Excursus. El diagnóstico del neoliberalismo como componente del internacionalismo
La caracterización del neoliberalismo juega un rol central en los feminismos actuales y, por lo tanto, es también un elemento de su internacionalismo. Primero porque es una clave concreta para poner ciertas coordenadas a los conflictos. Luego, porque permite pensar las posibilidades de inscripción de conquistas y demandas a nivel institucional con relación justamente al modo en el que el neoliberalismo logra gestionar la «diferencia» y la intenta incluir subordinadamente. Esto lleva, en nuestra región, a una conceptualización también necesaria de 
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los gobiernos llamados progresistas o populistas de la última década y su vínculo con el neoliberalismo. Por último, nos permite un debate y un diagnóstico frente a la reacción conservadora que se ha desatado contra la fuerza transnacional del feminismo. Quiero centrarme en dos intervenciones que me parecen importantes: las de las estadounidenses Wendy Brown y Nancy Fraser, porque son a la vez intervenciones filosóficas, políticas y epistémicas que ponen en juego una definición del neoliberalismo y que se vinculan a problemas del feminismo. Intentaré luego trazar una discusión con ellas —entre sí muy distintas— desde el debate latinoamericano y, sobre todo, desde lo que dejan pensar la movilización y las luchas de este continente para, finalmente, hacer una crítica al populismo desde una perspectiva feminista. La hipótesis de fondo que quisiera dejar planteada es por qué desde las luchas feministas hay una perspectiva antineoliberal con capacidad de ir más allá de la articulación política populista. Wendy Brown en su libro Undoing the demos. Neoliberalism’s Stealth Revolution [El pueblo sin atributos. La secreta revolución del neoliberalismo] (2015), a partir de una lectura del curso de Foucault de 1979, se propone introducir una cuña justamente en una noción de neoliberalismo que parece contenerlo todo. Para eso, su fórmula es profundizar «la antinomia entre ciudadanía y neoliberalismo» y polemizar con el modelo de la gobernanza neoliberal entendido como proceso de «des-democratización de la democracia». En su argumento, el neoliberalismo restringe los espacios democráticos no sólo a nivel macroestructural sino también en el plano de la organización de las relaciones sociales en la medida en que la competencia deviene norma de todo vínculo. Ella subraya este proceso como una economización de la vida social que altera la naturaleza misma de lo que llamamos política, reforzando el contraste entre las figuras del homo economicus y la del homo politicus. Quisiera marcar que la torsión respecto de Foucault es clara: para él, el neoliberalismo no es sólo una economización total de la sociedad que clausura la política, 
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sino una nueva manera de pensar la política, que amplía la idea de gobierno y amplía la idea de economía. Brown destaca que en el neoliberalismo la ciudadanía no es solamente un conjunto de derechos, sino una suerte de activismo continuo al que estamos obligad*s para valorizarnos. La penetración de la racionalidad neoliberal en instituciones modernas como la ciudadanía desdibuja la noción misma de democracia desde el punto de vista de la autora que reclama que en las genealogías de Foucault «no hay ciudadanos». Si bien su crítica del neoliberalismo como neutralización del conflicto es importante y su análisis filoso, no deja de quedar dentro de un esquema politicista: la expansión que nos permite pensar el neoliberalismo como gubernamentalidad se vuelve a restringir al postular la razón neoliberal como sinónimo de la desaparición de la política. Se recrea así la distinción entre economía y política (distinción fundante del capitalismo) de modo tal que preserva una «autonomía de lo político» como un campo ahora colonizado pero a defender. Desde una perspectiva claramente arendtiana, se hace del «reino de la regla» el espacio privilegiado para el despliegue democrático del homo politicus. En esta línea de argumentación, la explicación del triunfo de Donald Trump que hace Brown (2017) refiriéndose a un «populismo apocalíptico» sería la consumación de ese secuestro de la política por parte del neoliberalismo: «Si la reprobación de la política es un hilo importante para el asalto a la democracia del neoliberalismo, igualmente importante para generar apoyo para el autoritarismo plutocrático es lo que llamo economización de todo, incluyendo valores democráticos, instituciones, expectativas y saberes. El significado y la práctica de la democracia no puede entregarse a la semiótica del mercado y sobrevivir. La libertad queda reducida a promover mercados, mantener lo que uno obtiene, por lo tanto legitimar el crecimiento de la inequidad y la indiferencia a todos sus efectos sociales. La exclusión se legitima como fortalecimiento de la competitividad, el secreto más que la transparencia o la responsabilidad es el buen sentido del negocio».
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Para Brown lo que se vacía, desde el punto de vista de la economización de la vida, es la ciudadanía como forma de «soberanía popular». También, señala, la privatización de bienes públicos y de la educación superior contribuye a debilitar la cultura democrática y la noción de «justicia social» se consolida como aquello que restringe las libertades privadas. En resumen: «Conjuntamente, el abierto desprecio neoliberal por la política; el asalto a las instituciones democráticas, los valores e imaginarios; el ataque neoliberal a los bienes públicos, la vida pública, la justicia social y la ciudadanía educada generan una nueva formación política antidemocrática, antiigualitaria, ultraindividualista y autoritaria». Esta forma economizada de la política produce, en la perspectiva de Brown, un tipo de subjetividad que se contrapone a la estabilidad y seguridad de l*s ciudadan*s: «Esta formación ahora se prende con el combustible de tres energías que consideramos antes: miedo y ansiedad, estatus socio-económico declinante y blanquitud rencorosa herida». Miedo, ansiedad, precariedad y «blanquitud» rencorosa son las afecciones que quedan liberadas cuando los confines de la ciudadanía no producen ni regulan la subjetividad democrática. La ecuación entonces para Brown queda así: se aumentan libertades en la medida en que se reduce la política; se liberan energías perniciosas en la medida en que no hay contención ciudadana. El resultado es una política que no es antiestatal en el caso de Trump, sino la gestión empresarial del Estado. ¿Desde qué punto de vista se puede criticar el politicismo de esta visión? Esta perspectiva envuelve tres problemas. Por un lado, creo que lo que se desprende del voto de derecha considerado en sentidos muy amplios no es un espíritu antidemocrático a secas. Quiero aclarar que pienso en simultáneo en el llamado «giro a la derecha» en nuestra región porque en la medida en que ha coincidido con el triunfo de Trump ha impulsado justamente una búsqueda de «explicaciones» sobre tal «desplazamiento» en las preferencias electorales. Algo que dicho de manera muy sencilla sería así: cómo se explica que Trump gane después de Obama permite una analogía con el problema de cómo se explica que Macri gane después de Kirchner. Volvamos a la hipótesis. Si no es un abrupto 
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giro a la derecha de las masas, ¿qué es? Considero que se trata, más bien, de un «realismo» respecto a lo no democrático de la democracia (liberal y progresista) que los gobiernos de derecha, por decirlo tomando las palabras de la derecha vernácula, «sinceran» por medio de un materialismo cínico. Con esto quiero decir que en el argumento de Brown funciona una doble idealización de la democracia (esa es la fuente de su politicismo). Primero, porque quedan borradas las violencias que traman el neoliberalismo en sus orígenes (golpes de Estado y terrorismo de Estado en América Latina pero también las formas de racismo que la democracia legitima) y que son violencias que las democracias posdictatoriales prolongan de manera diversa pero constitutiva. Segundo, porque la concepción de la democracia como reino de la regla y de su proyección ciudadana nos impide ver sus violencias represivas en términos de cómo se estructuran hoy las conflictividades sociales que justamente perciben que la política como campo de reglas es un privilegio discursivo de las elites ya que experimentan en la práctica que esas reglas no funcionan para tod*s, como por ejemplo se explicita en el movimiento #BlackLivesMatter (Taylor, 2017) y en los asesinatos de l*s jóvenes pobres en las metrópolis latinoamericanas. El segundo punto a discutir es cómo este tipo de análisis vuelve a la psiquis de las masas unilateralmente reaccionaria. Esto se funda en la comprensión de las energías «psíquicas» que estos regímenes movilizan (que retoman las vetas de los análisis adornianos sobre la personalidad autoritaria de diversos modos) y que apuntan al carácter «apocalíptico» del populismo, en el caso norteamericano. El populismo, entonces, vuelve a estar del lado de lo no racional ya que su deriva sólo puede explicarse en términos del deseo neoliberal inconsciente que expresarían las mayorías. En contrapunto: creo que hay que pensar esa dinámica psíquica y afectiva porque es una materialidad ineludible, pero considero que es más productivo hacerlo en términos de sentimientos que son directamente cualidades —de nuevo «realistas»— de la fuerza de trabajo contemporánea, como lo argumenta desde hace tiempo Paolo Virno (2004), más que degradaciones frente al desmoronamiento del habitus ciudadano.
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En el caso de las derrotas políticas de los progresismos en América Latina, las discusiones involucran una serie de problemas sobre la subjetividad política que se expresa en las urnas que pueden resumirse en el desconcierto del propio progresismo frente a la «traición» del pueblo al que favoreció. Ya he discutido esta argumentación con relación a la teoría de Ernesto Laclau (2005), que funciona como amalgama de sentido para esta forma de narración de la derrota (Gago, 2017). Pero quisiera volver a la cuestión de las energías psíquicas ya que su canalización contemporánea también remite a un tema «frankfurtiano»: el consumo de masas. Este fue un elemento fundamental del progresismo regional. Pero tuvo una singularidad: se trata de un consumo ya «desprendido» de su proporción con el empleo, lo que permite que sean las deudas las que lo hacen posible. El populismo progresista es impensable sin la articulación que hizo entre neoliberalismo y neodesarrollismo bajo el comando de las finanzas (como desarrollé en el cuarto capítulo). Por último, considero que la crítica al neoliberalismo se debilita cuando se lo considera como no político. Porque bajo esta idea de política, quedan anulados los momentos propiamente políticos del neoliberalismo y, en particular, se invisibilizan las «operaciones del capital» en su eficacia inmediatamente política, es decir, en tanto construcción de normativa y espacialidad así como producción de subjetividad. Con relación a esto, me parece fundamental pensar en las prácticas políticas capaces de cuestionar el neoliberalismo sin considerarlo como «lo otro» de la política. Si tiene algo de desafiante y complejo el neoliberalismo es que su constitución es ya directamente política y en tanto tal se lo puede entender como campo de batalla. Si Brown subraya rasgos apocalípticos del populismo de Trump y su perversa continuidad con el carácter des-democratizante del neoliberalismo, Nancy Fraser (2017) habló del triunfo de Trump como un «motín electoral» contra la hegemonía neoliberal, más específicamente, como «una revuelta contra las finanzas globales». En esa saga ubicaba también al Brexit, a la campaña demócrata de Bernie Sanders, a la popularidad del Frente Nacional 
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en Francia y al rechazo a las reformas de Renzi en Italia. Leía en esos eventos diversos una misma voluntad de rechazo al «capitalismo financiarizado». A esta lectura se pliega su idea de que lo que entra en crisis es el «neoliberalismo progresista», tal y como escribió en un artículo de coyuntura a principios de 2017: 
En la forma que ha cobrado en EEUU, el neoliberalismo progresista es una alianza de las corrientes principales de los nuevos movimientos sociales (feminismo, antirracismo, multiculturalismo y derechos de los LGBTQ), por un lado, y, por el otro, sectores de negocios de gama alta «simbólica» y sectores de servicios (Wall Street, Silicon Valley y Hollywood). En esta alianza, las fuerzas progresistas se han unido efectivamente con las fuerzas del capitalismo cognitivo, especialmente la financiarización. Aunque maldita sea la gracia, lo cierto es que las primeras prestan su carisma a este último. Ideales como la diversidad y el «empoderamiento» que, en principio, podrían servir a diferentes propósitos, ahora dan lustre a políticas que han resultado devastadoras para la industria manufacturera y para las vidas de lo que otrora era la clase media.
Este argumento ya estaba presente en su texto Contradictions of capital and care [Las contradicciones del capital y los cuidados] (2016) donde comentaba que el imaginario igualitarista de género alimenta un individualismo liberal en el que la privatización y la mercantilización de la protección social logran empaparse de un «aura feminista». Esto supone conseguir presentar las tareas reproductivas simplemente como un obstáculo en la carrera individual y profesional de las mujeres; tareas de las que por suerte el neoliberalismo nos da la chance de liberarnos en el mercado. La emancipación toma así un carácter reaccionario, argumenta Fraser, operando justamente sobre la reformulación de la división reproducción-producción, normalizando el campo donde hoy se sitúan las contradicciones más profundas del capital. En este sentido, el «neoliberalismo progresista» sería la contrarrevolución de los postulados feministas en la cual la emancipación 
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se produce tanto porque somos empujadas al mercado de trabajo, instaurando el modelo del «doble ingreso por hogar» como metabolización perversa de la crítica feminista al salario familiar, como porque esta situación se sostiene sobre una mayor jerarquización clasista y racista de la división global del trabajo donde las mujeres migrantes pobres del Sur llenan «la brecha de cuidados» de las norteñas entregadas a sus carreras laborales. Desde esta perspectiva, el «neoliberalismo progresista» es la respuesta a una serie de luchas contra la hegemonía disciplinar del trabajo asalariado y masculino que convergieron con movimientos sociales que politizaron las jerarquías sexistas y racistas. La fuerza del neoliberalismo, pensado como reacción y contrarrevolución, sería lograr convertir a esas luchas en una suerte de cosmética multicultural y freelance para las políticas de ajuste, desempleo y desinversión social mientras logra decirlas en la lengua de los derechos de las minorías. Melinda Cooper (2017), en este sentido, advierte del riesgo de la argumentación de Fraser:
En su trabajo más reciente, Fraser acusa al feminismo de la segunda ola de haber colaborado con el neoliberalismo en sus esfuerzos para destruir el salario familiar. «¿Fue mera coincidencia que el feminismo de la segunda ola y el neoliberalismo prosperaran en tándem? ¿O había alguna afinidad electiva perversa, subterránea, entre ambos?» 
La sospecha que Cooper deja planteada a las preguntas de Fraser es relevante para una crítica que no sea nostálgica ni restauradora de la familia (aun en modos más igualitarios) en nombre de una seguridad perdida. Volveremos sobre esto en el siguiente capítulo. El pasaje de un neoliberalismo duro (a la Thatcher o a la Reagan) a uno progresista (a la Blair o a la Obama) es una derrota de luchas de diferentes intensidades cuyas respuestas se miden con relación a esas radicalidades contestadas: esto funciona como principio político y metodológico para leer desde la revuelta la racionalidad 
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neoliberal. El punto que nos queda como dilema es cómo esta interesante lectura no se convierte en la introyección de una racionalidad siempre anticipada de la derrota. Esto es, cómo evitar presuponer —en un a priori como lógica que se ratifica en un a posteriori analítico— la capacidad del neoliberalismo de metabolizar y neutralizar toda práctica y toda crítica, garantizando de antemano su éxito. Finalmente, último punto de discusión con Fraser: el momento de la articulación. Para Fraser el tipo de «articulación» que realiza este neoliberalismo progresista es superficial y contraproducente: «El neoliberalismo progresista articula superficialmente a inmigrantes, personas de color, musulmanes, LGTBIQ como el “nosotros” y convierte al hombre blanco en un “ellos”. Esto es una forma horrible de dividirnos, una forma que solo beneficia al capital». Tal articulación «superficial» sería la que intentaba discutir Sanders, según Fraser: «Para Sanders, la idea era mezclar una “política de reconocimiento” antirracista, antisexista y en favor de los inmigrantes junto con una “política distributiva” anti Wall Street y en favor de la clase trabajadora». El punto que quisiera ahora discutir es el modo en que Fraser considera que el populismo de Laclau propone un tipo de articulación diferente: «Me siento mucho más próxima a alguien como Ernesto Laclau, que veía el populismo como una lógica que podía ser articulada de muchas formas distintas». Y quiero discutirlo justamente tomando en serio un problema que plantea la propia Fraser para pensar la izquierda radical: cómo se conjuga una «crítica efectiva de la financiarización» y una «visión antirracista, antisexista y antijerárquica de la emancipación». Y esto por dos cuestiones. Primero, La razón populista de Laclau desprecia todo efecto «destituyente» proveniente de la dinámica social «desde abajo» que no quede inscrita en «demandas» aceptables por el sistema político,2 desacreditando toda fuerza de desborde que obligue 
2 Sólo por citar una opinión de Laclau que evidencia la jerarquía de la articulación: «Las demandas de los pueblos originarios no fueron respondidas puntualmente, pero tampoco son centrales para la estructuración de la política», en «La real izquierda es el kirchnerismo», Página12, 2 de octubre de 2011.
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a replantear (como sucede con frecuencia) el juego de la institución política en términos de lo común-múltiple.3 Segundo, porque la crítica efectiva de la financiarización fue el punto negado de los populismos progresistas. En ambas dimensiones opera, una vez más, una división y una jerarquización entre lo llamado «social» y lo «político», donde la instancia de representación del sistema político funciona como momento de «verdad» para unas luchas que supuestamente no logran politicidad propia y que son así permanentemente infantilizadas. Esta discusión con referencia a la articulación populista por parte de Fraser se vuelve fundamental hoy para entender el tipo de supuesto que está en tensión, creo, en la formulación colectiva del llamado feminismo del 99 % (Fraser, 2018), realizada en Estados Unidos. Por un lado, esta consigna es muy interesante porque se opone de manera directa al feminismo corporativo (lean-in); por otro, están inscritas problemáticamente en su interior dos líneas, una articulación populista y una interseccionalidad de las luchas, lo que abre una discusión sobre la práctica política con relación a cómo se produce un feminismo de mayorías. Si hay una posibilidad de repensar la categoría de «soberanía popular» (para retomar el término de Wendy Brown) es efectivamente desde la clave feminista, es decir, bajo la distinción entre lo popular y el populismo. Desde este punto de vista también podemos interpretar la tensión del feminismo del 99 %, tal y como lo discute Fraser (2017b). El feminismo de masas que se practica y teoriza en Argentina es bien distinto al pueblo abstracto del populismo. Primero, porque no hace equivalencia entre el deseo político y el liderazgo personal condensado en una figura de mando (condensación de la teoría laclauniana). Luego, porque se hace cargo de las modificaciones en las condiciones de vida materiales de las mayorías donde las dinámicas de despojo y financiarización han trastocado los umbrales de violencia de las relaciones sociales de modo 
3 Llamo común-múltiple a la capacidad productiva de lo social más allá de la posición de demanda que Laclau parece exigir a la dinámica populista de la democracia que teoriza.
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transversal. Tercero, porque al dar espacio a la composición política a partir de un diagnóstico feminista de la crisis se proyecta al mismo tiempo un internacionalismo práctico, desafiando el nacionalismo metodológico del populismo. Por último —al menos aquí—, porque se hace cargo de modo concreto de producir una nueva dinámica soberana (no confinada a la retórica estatal-nacional): me refiero a crear y sostener espacios de producción de decisión política y modos de llevar adelante las condiciones para operativizar esa decisión. Estoy hablando de la dinámica asamblearia que convirtió al paro internacional feminista en un proceso y a esa medida de fuerza en un horizonte organizativo y plano común. El feminismo de masas comparte con la formulación del feminismo del 99 % la constatación de que el feminismo que está emergiendo es novedosamente expansivo. En este punto, las movilizaciones en Argentina y el crecimiento de la organización de un paro a otro con relación a la trama internacionalista en la que el movimiento se despliega conjuga de modo nuevo la relación entre masividad y vectores de luchas minoritarias. Con esto quiero decir que hemos operado un desplazamiento del lenguaje neoliberal del reconocimiento de las minorías para sumergir en una escala de masas los vectores (y no las identidades) de luchas que fueron durante mucho tiempo calificadas como minoritarias para dar cuenta del protagonismo de su «diferencia». Ahora, esta masividad pone en primer plano la pregunta por la transversalidad de la composición política para que tenga eficacia su carácter antineoliberal. Acá no hay ingenuidad pero tampoco reposición del carácter despolitizado de lo «social» como etapa infantilizada de la representación política. La masividad entonces se inscribe en un horizonte popular, e incluso popular-comunitario, porque es lo que permite al feminismo su conexión con la conflictividad social (en contrapunto a su abstracción populista) y porque permite comprender la trama de violencias que sostienen a la persistencia neoliberal

7. Contraofensiva: el espectro del feminismo

Vivimos un momento de contraofensiva, es decir, de reacción a la fuerza desplegada por los feminismos en la región. Es importante remarcar la secuencia: la contraofensiva responde a una ofensiva, a un movimiento anterior. Esto supone ubicar la emergencia de los feminismos con relación al posterior giro fascista en la región y a nivel global. Se desprenden de aquí dos consideraciones. En términos metodológicos, ubicar a la fuerza de los feminismos en primer lugar, como fuerza constituyente. En términos políticos, afirmar que los feminismos ponen en marcha una amenaza hacia los poderes establecidos y activan una dinámica de desobediencias a las que se intenta contener contraponiendo formas de represión, disciplinamiento y control en varias escalas. La contraofensiva es un llamado al orden y su agresividad se mide con relación a la percepción de amenaza a la que está respondiendo. Por eso, la feroz contraofensiva desatada hacia los feminismos nos da una lectura a contrapelo, en reversa, de la fuerza de insubordinación que se percibe en el presente y también con posibilidad de radicalización. Veamos las líneas de la contraofensiva para luego volver sobre los contornos de la caracterización de qué es lo que se delinea como «amenaza», ya que eso nos permitirá entender por qué estamos presenciando la 
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construcción del feminismo como nuevo «enemigo interno». O por qué el feminismo funciona como espectro al que distintos poderes se proponen conjurar.
Uno. La contraofensiva eclesial
A través del concepto «ideología de género» hoy se sintetiza una auténtica cruzada encabezada por la Iglesia católica contra la desestabilización feminista. «La ideología de género es una estrategia discursiva ideada desde el Vaticano y adoptada por numerosos intelectuales y activistas católicos y cristianos para contraatacar la retórica de la igualdad de derechos para mujeres y personas LGBTI» argumenta Mara Viveros Vigoya (2016). Eric Fassin (2011) señala que la embestida contra el término «género» empieza abiertamente a mediados de los años noventa desde grupos católicos derechistas norteamericanos a propósito de la Conferencia sobre Población y Desarrollo de la ONU, realizada en El Cairo en 1994, y durante las reuniones preparatorias de la Conferencia de Beijing (1995) que se hicieron en Nueva York. Varias crónicas señalan como la «lobbista» más activa del Vaticano a Dale O’Leary, una periodista católica conservadora norteamericana que plasmó esta discusión en el libro The gender agenda [La agenda del género], cuyo argumento principal es que el género se presenta como «una herramienta neocolonial de una conspiración feminista internacional». Según Mary Anne Casey (2019), el ataque surge primero contra leyes y políticas y luego se concentra en la teoría, señalando a Judith Butler como la «papisa del género» (Bracke y Paternotte, 2016). Hay que poner como precedente el ataque en términos doctrinarios que Joseph Ratzinger hace en su libro La sal de la tierra, escrito en 1997 y que revela cuestiones que venía teorizando desde los años 
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ochenta cuando pasó a encabezar la Congregación para la Doctrina de la Fe; sus argumentos se siguen en una serie de publicaciones y documentos eclesiásticos que a partir de 2003 tematizan sistemáticamente la cuestión del género y que el propio Ratzinger llevará a la cumbre del Vaticano con su nombramiento en 2005. Se trata de textos que sustentan campañas impulsadas desde arriba, como argumenta Sonia Corrêa en una entrevista con María Alicia Gutiérrez (2018): «No han sido gestadas en la base de nuestras sociedades, sino más bien en las altas esferas de las negociaciones internacionales y la elucubración teológica». Uno de los textos más emblemáticos de la «cruzada» es Lexicón: Términos ambiguos y discutidos sobre la vida familiar y la cuestión ética (editado primero en italiano por Edizioni Dehoniane de Bologna en 2003). En su prólogo, el cardenal y presidente del Consejo Pontificio para la Familia, Alfonso López Trujillo, expresa el temor por la ambigüedad del lenguaje contemporáneo, recordando la relación entre lenguaje, autenticidad y verdad de Heidegger, y por eso postula la necesidad de este léxico que lista 78 términos sobre los cuales se concentra el peligro del desliz, la alarma del sinsentido y la resbalosa «ambigüedad» a la que hay que dar batalla; en fin, las palabras que hay que rectificar. Allí le dedica un apartado especial al uso de «género» como concepto instalado desde Beijing: «La familia y la vida están siendo literalmente bombardeadas por un lenguaje engañoso que no promueve sino que complica el diálogo entre las personas y la gente». Lo mismo denuncia sobre la discriminación contra las mujeres que sustenta la CEDAW, los debates sobre aborto, amor libre, derechos, etc. La entrada «género» en el Léxico está escrita por Jutta Burggraf (1952-2010), teóloga católica alemana que traza las coordenadas de la discusión apuntando a Butler como responsable de desacoplar el sexo biológico de la categoría «cultural» de género y habilitar su proliferación indiscriminada. Como también se constata en otros tantos textos eclesiásticos, Burggraf muestra preocupación por la recepción en organismos internacionales 
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como la ONU de la palabra «género» y la vía de recursos que estas instancias implican. Pero lo que más me interesa remarcar —para luego seguir el hilo de esta argumentación— es la afinidad que ella traza entre la ideología de género y una «antropología individualista del neoliberalismo radical». Antes de Butler, el linaje teórico que se describe en estas publicaciones de pelaje variado se remonta a Friedrich Engels y Simone de Beauvoir. De manera particular, sin embargo, el antecedente de la «ideología de género» se traza en las teorizaciones de la Escuela de Frankfurt en los años treinta y, en particular, con el modo en que sus conceptos se diseminaron en las revueltas de los años sesenta en los movimientos radicales. El «marxismo cultural» de la Escuela de Frankfurt sería el enemigo de la cristiandad occidental. Por supuesto que este tipo de diatribas nos suenan conocidas en América Latina: es la misma que movilizaron las dictaduras contra la radicalización política en los años setenta, dirigida por entonces en particular a la guerrilla pero de modo más amplio a toda expresión contracultural. Ahora la conversión del vocablo «género» en un anatema, una maldición, recrea y actualiza toda la fábula de la amenaza a la civilización cristiana y occidental, pero con un agregado: destacando su capacidad de «transversalidad» ideológica y, por lo tanto, su fuerza de propagación que iría más allá de la reconocible «izquierda». 
Durante el mismo medio siglo, el Vaticano y aquellos que operan bajo su influencia en el mundo empezaron a ver la palabra inglesa gender como un anatema y a asociarla con el término «ideología de género», vinculando el feminismo y los derechos gays a un esfuerzo planetario para redefinir no sólo las leyes seculares que gobiernan los sexos, las sexualidades, la reproducción y la familia, sino la naturaleza humana en sí. Case (2016: 156)
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La disputa es enorme. Según la Iglesia católica, lo que está en juego es la naturaleza humana porque se está cuestionado el binarismo de género que constituye la célula base de la reproducción heteronormada, es decir, la familia. Por eso, en la cruzada tomarán también progresiva relevancia las identidades y corporalidades trans y las tecnologías dedicadas a la reproducción. Ambas «cuestiones» son representadas como una etapa superior de la ideología de género, la consagración del desacople del sexo respecto del género y, por lo tanto, la amenaza a la teoría antropológica-teológica cristiana de la complementariedad entre lo masculino y lo femenino. Para resumirlo en palabras de l*s investigador*s Bracke y Paternotte: «El Vaticano considera la noción analítica de género como una amenaza a la Creación Divina» (2016: 146). Se trata de que la noción de género, entonces, usurpa —y por eso amenaza— el poder divino de creación. Crear géneros diversos —o poner «el género en disputa» para usar el título más famoso de Butler— aparece, desde la Iglesia, como una disputa directa con Dios. Lo llamativo es que algunos argumentos hablan, siguiendo este mismo razonamiento, de defender la «diferencia sexual», claro está que con relación al marco preciso del binarismo. Entendida así, la «diferencia sexual» quedaría anulada por culpa de una suerte de extremismo de la igualdad que volvería maleables e intercambiables los roles, las identidades e, incluso, las naturalezas. La cuestión de la diferencia fuera del mandato binario entendido como mandato «divino» abre la potencia de variación del género como atribución humana. Una vuelta más. ¿Por qué caracterizarla como «ideología»? Según algunos textos de este corpus, la cuestión del género tiene capacidad de impregnar todos los ámbitos sociales y una astucia particular de «encubrimiento», con mayor eficacia para los objetivos de disolución social. Así lo sintetiza Juan Varela, autor del documento de la Alianza Evangélica 
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Española, titulado «Origen y desarrollo de la ideología de género, fundamentos teológicos del matrimonio y la familia»: 
Destacamos dentro de esta confabulación de factores, la astuta conversión de la ideología de género como una reivindicación de corte marxista, a la que se priva de su origen como ideología comunista, disfrazándola para convertirla en una cuestión transversal, de forma que sin aparente corte de ideología políticamente definida, abarque y atraviese todos los espectros y colores políticos, impulsada además por la victimización de la mujer, la defensa de los derechos humanos, la libertad de expresión y la inclusión de los grupos más desfavorecidos socialmente, aspectos con los que todos los partidos si quieren ser «políticamente correctos» deben alienarse. 
Por esta caracterización, la campaña contra la ideología de género necesitó expandir sus voceros, más allá de los portadores de sotana. Hay que recordar, por ejemplo, al expresidente de Ecuador, Rafael Correa, hablando de la amenaza de la ideología de género en sus programas públicos de televisión. En 2017, los investigadores David Paternotte y Roman Kuhar compilaron el volumen Anti-Gender Campaigns in Europe. Mobilizing against Equality [Campañas anti-género en Europa. La movilización en contra de la igualdad] para dar cuenta de las campañas antigénero en Europa amalgamadas todas en combatir la «igualdad». Lo que se preguntan es fundamental: cómo se ha producido la traducción de un concepto teórico a los discursos religiosos y, especialmente, cómo luego esos discursos pasan a convocar movilizaciones a nivel global. La hipótesis que exploran es, en el contexto europeo, su intersección con el nacionalismo y los populismos de derecha. Con la misma preocupación por su articulación política con la derecha, Agnieszka Graff y Elżbieta Korolczuk (2017), subrayan —a partir del análisis del caso polaco que luego extienden a 
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Europa— que el ataque antigénero identifica a quienes propagan la supuesta ideología como liberales, miembros de la elite, mientras que la cruzada religiosa estaría defendiendo a las clases trabajadoras, que portarían una suerte de conservadurismo que emana de la condición de ser las «víctimas» de la globalización. Así, quienes reivindican el «género» son vistas como elites globales bien financiadas y bien conectadas y la gente común aparece pagando los costos de la globalización. La asociación entre neoliberalismo y género se repite por varias vías, preparando el terreno para argumentar —como veremos con relación al debate argentino— que el antineoliberalismo sólo puede venir de la mano de una conservación de los «valores familiares» y la disciplina del trabajo a los que éstos están íntimamente asociados. Para el caso de Argentina, l*s investigador*s Pecheny, Jones y Ariza (2016) dicen que hasta 2016 el vocablo «ideología de género» no tenía un uso difundido: 
En suma, la expresión «ideología de género» ocupa un lugar relativamente marginal en el campo discursivo enmarcado por actores religiosos que se oponen a los derechos sexuales y reproductivos. Ellos son en general voces aisladas, que vienen principalmente de intelectuales que son parte de una minoría ultraconservadora que derrama hacia la Iglesia Católica Argentina y cuyas intervenciones públicas no tienen grandes repercusiones en el discurso público de la jerarquía eclesial o en debates sociales más amplios.
Uno de sus voceros argentinos, sin embargo, se jacta de estar a la vanguardia de esta teorización. El abogado católico cordobés Jorge Scala publicó en 2010 el libro La ideología de género. O el género como herramienta de poder (según dice hoy con más de 10 ediciones en España). Su principal argumento es caracterizar a la «ideología de género» como un «totalitarismo»: «La ideología de género busca imponerse de forma totalitaria, mediante el ejercicio del poder absoluto, en 
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especial a nivel supranacional —y desde allí recalar en los distintos pueblos y naciones—, mediante el control de los medios de propaganda y de elaboración cultural», sintetiza en su texto de promoción. Dice detectar tres vías por las cuales la «ideología de género» se propaga: el sistema educativo formal, los medios de comunicación y los derechos humanos. Lo totalitario sería lo propio de un sistema cerrado, de un «lavado de cerebro global»: «Una ideología es un cuerpo doctrinal coherente y cerrado sobre sí mismo —al estilo de las matemáticas—, donde quien ingresó al sistema de pensamiento, no puede salir de él», aclara. En 2012 el libro fue traducido y publicado en Brasil. En marzo de 2013, ante la asunción de Bergoglio como papa Francisco, Scala escribió: «Hay una coincidencia que me resulta particularmente significativa: el 13 de marzo de 2012 la Corte suprema de justicia de la República Argentina dictó un fallo inicuo que pretendía legalizar el aborto a petición en dicha Nación. Exactamente un año después, el 13 de marzo de 2013, el Colegio Cardenalicio eleva a la Sede de Pedro al cardenal primado de la Argentina. Es como una caricia del Espíritu Santo».1 Para Mary Anne Case (2019) los dos papas que han encarnado «la guerra del Vaticano contra la ideología de género» son Benedicto XVI y Francisco. La procedencia de Alemania y de Argentina no pasa inadvertida: 
De maneras no previamente analizadas, Ratzinger parece haber reaccionado directamente a los acontecimientos de entonces en Alemania, incluyendo, por un lado, la presencia de libros de feministas que subrayaban la construcción social de los roles de género (Scheu, 1977; Beauvoir y Schwarzer, 1983) en las listas de bestseller locales y, por otro lado, el mandato 
1 Disponible online: https://es.zenit.org/articles/el-cardenal-bergoglio-y-su-vision-de-la-familia-y-la-vi-da-humana/?fbclid=IwAR0s7bDA4D5sDDJx_b6536Qhk0VNBW8AhZmB4mCGX- hnlHaFNWEWAdRRqkpU
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constitucional de la legislación federal alemana que garantizó a los individuos la oportunidad legal de cambiar de sexo. Los reclamos de derechos trans fueron, junto con los reclamos feministas, un componente fundacional, y no un agregado reciente, a la esfera de preocupaciones del Vaticano sobre el «género» y su enfoque en el desarrollo de las leyes seculares. Tal y como Ratzinger puede haber llevado con él a Roma su memoria de los acontecimientos de Alemania, lo mismo ocurre con Jorge Mario Bergoglio, quien viajó a Roma en 2013 para convertirse en papa Francisco, dejando atrás una Argentina que solo un año antes había aprobado, con la oposición de Bergoglio pero sin ninguna oposición legislativa, una ley sobre identidad de género que está entre las más generosas del mundo respecto a las personas que desean legalmente cambiar de sexo.
Según la investigadora, sin embargo, lo que sintetiza Francisco es haber encontrado un giro táctico al combate: la ideología de género pasa a ser asociada por el papa argentino con una «ideología colonizadora», especialmente impulsada por ONGs y organismos internacionales. De este modo, el papa que viene del «Tercer Mundo» moviliza una retórica pseudo-antiimperialista para librar la batalla contra los derechos de mujeres y LGTQB+. Un segundo logro le atribuye Case a Francisco: haber conseguido unificar distintos credos (especialmente evangélicos y mormones) en la cruzada contra la ideología de género, amalgamados por la expansión de la «amenaza». La proliferación evangélica no está en competencia con la Iglesia católica, más bien se refuerzan y consiguen «unidad» frente a un enemigo común. Es en los años recientes que la doctrina eclesial devino hashtag multiuso y herramienta de movilización que salió a disputar las calles: #NoALaIdeologíaDeGenero. En ella se inscriben, por ejemplo, las manifestaciones en Perú del Colectivo «Con mis hijos no te metas» desde 2017. La «ideología de género» sería, en este caso, el contenido de una nueva currícula 
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escolar que al incorporar nociones como «igualdad de género» e «identidad de género» promovería, según los manifestantes, «la homosexualidad y el libertinaje sexual en los escolares». En Argentina, la ofensiva contra la Ley Nacional 26.150 que crea el derecho a recibir Educación Sexual Integral (ESI) desde el inicio de la escolaridad fue defendida por organizaciones que popularizaron la consigna «La educación es una causa feminista», mientras monseñor Aguer (arzobispo de La Plata) declaraba que «El aumento de los femicidios tiene que ver con la desaparición del matrimonio» (La Nación, 3 de enero de 2017). El mismo Aguer ya había dicho en 2009 a propósito de la ESI: «Hay un pensamiento hegemónico feminista». En Colombia, la llamada «ideología de género» jugó un papel clave en la campaña que agitó la «amenaza del género» a favor del triunfo del «no» a los acuerdos de paz de La Habana de 2016. Sonia Correa (2018: 110) sintetiza más del mapa latinoamericano: 
A principios del 2017, las campañas antigénero estallaron en el contexto de la Reforma Constitucional del Distrito Federal en México y poco después un «autobús antigénero» comenzó a circular por todo el país. Dos meses después el mismo autobús estaba viajando por Chile, justo antes de la votación final de la reforma a la ley que dejó atrás la prohibición de la terminación del embarazo promulgada por el régimen pinochetista en los años ochenta. Llevaron a cabo también, una campaña contra la «ideología de género» en el plan de estudios de la educación pública en Uruguay, un país conocido por su laicismo. En Ecuador una disposición legal que intentaba limitar la violencia de género fue atacada por grupos conservadores religiosos antigénero. La Corte Constitucional Boliviana derogó la ley de identidad de género recientemente aprobada, argumentando que la dignidad de la persona tiene su raíz en el binario sexual de lo humano.
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Este 2019 se abrió con el estreno del mandato del extremista de derecha Jair Bolsonaro en Brasil, cuyo primer discurso presidencial estuvo referido al combate contra la «ideología de género».2 Unas semanas después, el joven empresario Nayib Bukele ganó la presidencia de El Salvador con la misma bandera. La batalla del siglo XXI va así tomando diversas contiendas. Pero lo que cabe resaltar es cómo se declina como contienda política en cada situación local y logra justamente presentarse enhebrada a coyunturas bien diversas, construyendo un paisaje del giro neofascista en la región. Es imposible entender este devenir consigna de movilización de la cruzada religiosa fundamentalista —es decir, la fábrica de su «movimiento social»— sin tomar en cuenta el auge de la masividad y la radicalidad de los feminismos que venimos narrando. En Argentina hay un punto de quiebre: la «marea verde» a favor de la legalización del aborto que durante 2018 inundó las calles y dispersó su impacto a nivel mundial relanzando una «historia de desobediencia» (Belluci, 2014). Como argumenté en el tercer capítulo, la ampliación del debate sobre el aborto en términos de soberanía, autonomía y clase, su radicalización militante por las nuevas generaciones y la proyección política de sus demandas en la atmósfera feminista desataron una virulencia nueva de la contraofensiva eclesial. Hemos visto el lanzamiento a las calles del movimiento «celeste», las frases de defensa sobre las «dos vidas» y llamamientos al odio en escuelas religiosas y púlpitos. Pero sobre todo una militancia enardecida en hospitales, en juzgados y en los medios de comunicación contra el aborto. Se llegó a la aberración durante 2019 con los casos de las niñas de 12 y 11 años en Jujuy y Tucumán y la reivindicación de la violación 
2 Especialmente lúcidos son los análisis de Helena Silvestre para entender el fenómeno Bolsonaro. Véase https://www.youtube. com/watch?v=5-9gTrfXiFg
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y maternidad forzada de las menores por una editorial del diario La Nación.3
Espiritualidad política4
Como movimiento múltiple, el feminismo pone en escena la disputa por la soberanía de los cuerpos y, claro está, de los cuerpos feminizados en términos de su jerarquía diferenciada. De esos cuerpos que históricamente fueron declarados no-soberanos y no-ciudadanos (Ciriza, 2007). Sentenciados como no aptos para decidir por sí mismos. Es decir, de los cuerpos tutelados. Pero el feminismo habla de los cuerpos al mismo tiempo que pone en disputa una espiritualidad política. Y que es política justamente porque no separa el cuerpo del espíritu, ni la carne de las fantasías, ni la piel de las ideas. El feminismo (como movimiento 
3 Véase «Niñas madres con mayúsculas», La nación, 1 de febrero de 2019; disponible online: https://www.lanacion.com.ar/opinion/ninas-madres-con-mayusculas-nid2216199 4 Esta noción la usa Foucault en su entrevista inédita con Farés Sassine, publicada en castellano en el libro Sublevarse (Viña del Mar, Ed. Catálogos, trad. y prólogo de Soledad Nívoli, 2016). «Por causa de un accidente, Foucault pasa largas semanas de reposo el verano anterior a la revolución iraní de 1978 leyendo El principio esperanza de Ernst Bloch y sus descripciones de una esperanza teleológica como motor de transformaciones sociales y políticas en la Europa de los siglos XVI y XVII. La posibilidad de que la esperanza orientada por una teleología propia de cierta espiritualidad, por un lado, y la sublevación como forma de transformación social y política de una situación presente, por otro, compartan cierta potencia política, tal es la apuesta teórica y (“anti”)estratégica que Foucault cree escuchar en los discursos de los diferentes iraníes que conoce en sus viajes. Rastrear la envergadura de esta “espiritualidad política” fue el foco de su interés que, como precisa en este libro, lo llevó no tanto a comprometerse a favor de la revolución iraní —afirma, ahí por lo menos, todo su “escepticismo”—, sino a sospechar de una lectura occidental y en particular francesa que descartaba de cuajo toda potencialidad revolucionaria de una “espiritualidad política” en acción» (véase Bardet y Gago, 2019).
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múltiple) tiene una mística. Trabaja desde los afectos y las pasiones. Abre ese campo espinoso del deseo, de las relaciones amorosas, de los enjambres eróticos, del ritual y la fiesta, y de los anhelos más allá de sus bordes permitidos. El feminismo, a diferencia de otras políticas que se consideran de izquierda, no despoja a los cuerpos de su indeterminación, de su no-saber, de su ensoñamiento encarnado, de su potencia oscura. Y por eso trabaja en el plano plástico, frágil y a la vez movilizante de la espiritualidad. El feminismo no cree que haya un opio de los pueblos: cree, por el contrario, que la espiritualidad es una fuerza de sublevación. Que el gesto de rebelarse es inexplicable y a la vez la única racionalidad que nos libera. Y que nos libera sin volvernos sujetos puros, heroicos ni buenos. La Iglesia ha entendido esto desde todos los tiempos. Podemos referirnos una vez más al Calibán y la bruja, de Silvia Federici, para recordar por qué la quema de brujas, herejes y sanadoras fue una escena predilecta para desprestigiar el saber femenino sobre los cuerpos y aterrorizar su efervescencia curadora y su fuerza de tecnología de amistad entre mujeres. O al clásico Witches, Midwives and Nurses. A History of Women Healers [Brujas, parteras y enfermeras. Una historia de las mujeres curanderas] de Bárbara Ehrenreich y Deirdre English donde, por ejemplo, se analiza la guía de quema de brujas del siglo XV (The Malleus Malificarum) que aseguraba que «Nada le hace más daño a la Iglesia Católica que las parteras» que, por supuesto, eran también las «aborteras». Hoy vemos en las calles, en las casas, en las camas y en las escuelas una batalla por la espiritualidad política (que, en su movimiento masivo, tiñe todo de verde, como un principio-esperanza). Y por eso, de nuevo, la Iglesia católica, a través de sus representantes y voceros varones, siente que tiene una misión que cumplir, una tarea de salvación de almas que se traduce en una guerra por el monopolio del tutelaje sobre los cuerpos. Hay un punto fundamental en la actualidad 
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de esta cruzada y es el papel del papa Francisco, especialmente por su conexión en Argentina con varios movimientos sociales.
La iglesia de los «pobres»5
Con particular énfasis esta disputa por los cuerpos se da cuando se trata del tutelaje de mujeres «pobres». Y sucede justo en el momento en el que el feminismo se hace fuerte desde los barrios, desde las generaciones jóvenes pero al mismo tiempo como nueva alianza entre madres e hij*s y donde hay un debate clasista sobre la diferencia de riesgos que comporta el aborto. Como expuso en el Congreso una joven de la organización Orilleres de la villa 21-24 y Zavaleta: «En nuestros barrios intervienen instituciones como las iglesias que se encargan de moralizar nuestros cuerpos, nuestras decisiones y que operan para que las mujeres no tengamos acceso al aborto legal. Sin derechos sobre nuestros cuerpos y nuestras vidas estamos condenadas a seguir siendo vulneradas». Unos días antes un conocido «cura villero» había insistido en que el aborto no es un reclamo popular. Por un lado, argumentó que «el FMI es aborto» (título con el que circuló mediáticamente su discurso). Con esto, la Iglesia pretende instalar la idea de que la 
5 Un argumento que no puede desarrollarse aquí pero que tiene todo que ver es la diferencia entre la Teología de la Liberación y la Teología del Pueblo, que se remonta a los años setenta y que opone liberación social a una noción de lo popular ligada estrictamente a la pobreza. Uno de sus teóricos, Juan Carlos Scanonne, dice que una de las características de la Teología del Pueblo que hoy continúa Francisco es «la crítica a las ideologías, tanto de cuño liberal como marxista, y su búsqueda de categorías hermenéuticas a partir de la realidad histórica latinoamericana, sobre todo, de los pobres» («El papa Francisco y la teología del pueblo», Razón y Fe, t. 271, núm. 1395,  2014, pp. 31-50). También hay que distinguir entre los «curas villeros» (nodales en la estructura de Bergoglio) y la doctrina que se formó en los años ochenta denominada «opción preferencial por los pobres» (OPP).
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autodeterminación de las mujeres, el propio derecho a decidir sobre el cuerpo, es una cuestión neoliberal. Desconocen y falsean tanto las luchas históricas por el aborto como la actualidad del movimiento feminista donde esta demanda está asociada a un reclamo de vida digna y contra el ajuste neoliberal, y en cuya amalgama se hicieron pañuelazos en muchos barrios y villas. Por otro lado, en su pretensión de mostrarse como los únicos antiliberales, los voceros de la Iglesia refieren esta argumentación especialmente a las «mujeres pobres», a quienes ellos consideran que deben conducir especialmente, a quienes quitan la capacidad de decisión en nombre de su condición social, a quienes visibilizan sólo como resistentes si son madres. De este modo, la trampa que tienden parece reivindicarse «de clase», pero en verdad es justamente lo contrario: intentan trazar una distinción clasista que justificaría que a las mujeres pobres no les queda más opción que ser católicas y conservadoras porque sólo tienen como opción su maternidad. De este modo, abortar (es decir, decidir sobre el deseo, la maternidad y la propia vida) intenta ser reducido a un gesto excéntrico de la clase media y alta (que, claro está, puede poner en juego recursos económicos diferentes). El argumento «clasista», que por supuesto existe en términos de posibilidades diferenciadas para acceder a un aborto seguro, se invierte: pasa a funcionar como justificación de la clandestinidad. El derecho a decidir, para la Iglesia, debe permanecer así alejado de los barrios populares. Esta cruzada por infantilizar a las mujeres «pobres» es la punta de lanza porque si se desarma, la Iglesia misma se queda sin «fieles». Lo más brutal es el modo en que, para sostener esto, tienen que hacer oídos sordos —desconocer y negar— lo que dicen las propias mujeres de las villas y las organizaciones que trabajan en ellas. Aun cuando ellas insisten en todos lados con la consigna «dejen de hablar por nosotras». Queda claro que la Iglesia, a través de sus voceros varones, no quiere dejar de legislar sobre el cuerpo de las mujeres y que encuentra en el movimiento 
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feminista una amenaza directa a su poder, edificado sobre el control de los cuerpos y las espiritualidades feminizadas. Porque es el control de la vida y de los modos de vida (toda una guerra se despliega sobre el propio vocablo «vida») lo que está en juego para hacer de la espiritualidad un sinónimo de obediencia y de renovadas formas de tutelaje. Volvamos al argumento que se renueva y refuerza: la asociación de feminismo y neoliberalismo. El aborto como sinónimo de «cultura del descarte» que enarbola la Iglesia tiene este propósito. Pero es justamente un feminismo antineoliberal lo que se ha venido fortaleciendo en los últimos años y que pone en jaque esta falaz argumentación de la institución eclesial.
Dos. La contraofensiva moral y económica
Estamos hablando de que hay una disputa por la definición de neoliberalismo y, en particular, de qué sería un antineoliberalismo. Y aún más: qué prácticas implica lo popular en su capacidad estratégica de construir antineoliberalismo. Ahí está el corazón del debate. La ideología de género propone que hay que combatir al neoliberalismo a través de un retorno a la familia, al trabajo disciplinado como único proveedor de dignidad, y a la maternidad obligatoria como reaseguro del lugar de la mujer. El neoliberalismo, así, queda definido como una política y un modo de subjetivación de la pura disgregación del orden familiar y laboral, es decir, patriarcal. Que ese orden sea patriarcal por supuesto no queda problematizado. Llegamos a una suerte de contradicción lógica: ¿puede el antineoliberalismo sustentarse en un orden patriarcal, cuya estructura biologicista y colonial es indisimulable? Esto es justamente lo que han dejado claro los feminismos en su radicalización masiva: no hay capitalismo neoliberal sin orden patriarcal y colonial.
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El argumento que intenta instalar la doctrina de Francisco es que la «ideología de género» es «colonial» y «liberal». Parece paradójico que la institución que debe sus cimientos en nuestro continente a la colonización más cruenta enarbole un discurso «anticolonial». Parece paradójico que en un momento donde la jerarquía de la Iglesia católica se ve impugnada por las denuncias de abuso sexual a menores por parte de sus integrantes, surja por arriba la bandera de un antineoliberalismo de corte miserabilista y patriarcal para señalar al feminismo como enemigo interno. Parece paradójico que en un momento donde el «inconsciente-colonial» como le llama Suely Rolnik o las «prácticas descolonizadoras» de las que habla Silvia Rivera Cusicanqui tengan en los feminismos un enorme espacio de problematización y resonancia, sea la Iglesia apostólica católica romana la que quiere presentarse como anticolonial. Veamos cómo se articula la contraofensiva eclesial con la contraofensiva económica. El ajuste económico de los últimos años, que se traduce en inflación y aumento de tarifas básicas, en despidos y en recortes de servicios públicos, tiene especial impacto sobre las mujeres y, de modo más general, sobre las economías feminizadas. Varias mujeres de organizaciones sociales ya cuentan que no cenan como modo de autoajuste frente a la comida escasa y para lograr repartirla mejor entre l*s hij*s. Técnicamente se llama «inseguridad alimentaria». Políticamente, evidencia cómo las mujeres ponen de manera diferencial el cuerpo, también así, ante la crisis. Esto se ve reforzado por la bancarización de los alimentos a través de las tarjetas «alimentarias» (parte de la bancarización compulsiva de las ayudas sociales de la última década) que se canjean sólo en ciertos comercios y que están «atadas» a la especulación de algunos supermercados a la hora de fijar precios. El fantasma del «saqueo» a los comercios de alimentos se agita con una amenaza de represión, incentivando la persecución de las protestas en nombre de la «seguridad».
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Encierro, deuda y biología
Con la contraofensiva económica vemos un rasgo fundamental del neoliberalismo actual: la profundización de la crisis de reproducción social es sostenida por un incremento del trabajo feminizado que reemplaza las infraestructuras públicas y queda implicado en dinámicas de superexplotación. La privatización de servicios públicos o la restricción de su alcance se traduce en que esas tareas (salud, cuidado, alimentación, etc.) deben ser suplidas por las mujeres y los cuerpos feminizados como tarea no remunerada y obligatoria. Varias autoras han destacado el aprovechamiento moralizador que hace enjambre con esta misma crisis reproductiva. Acá surge una clave fundamental: las bases de convergencia entre neoliberalismo y conservadurismo. Como sostiene Melinda Cooper (2017: 22), necesitamos situar a partir de cuándo el neoliberalismo, para justificar sus políticas de ajuste, revive la tradición de la responsabilidad familiar privada y lo hace en el idioma de… ¡la «deuda doméstica»! Endeudar a los hogares es parte del llamado neoliberal a la responsabilización, pero al mismo tiempo condensa el propósito conservador de plegar sobre los confines del hogar cis-heteropatriarcal la reproducción social. Encierro, deuda y biología es la fórmula de la alianza neoliberal-conservadora. La reinvención estratégica de la responsabilidad familiar frente al despojo de infraestructura pública permite esta convergencia muy profunda entre neoliberales y conservadores. Esto lo vemos claramente en cómo la contraofensiva económica es también contraofensiva moralizadora y saca su fuerza del empobrecimiento acelerado, que tiene como espacio de expansión la financiarización de las economías familiares que hace que los sectores más pobres (y ahora ya no sólo esos sectores) deban endeudarse para pagar alimentos y medicamentos y para financiar en cuotas con intereses descomunales el pago de servicios 
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básicos. Si la subsistencia cotidiana por sí misma genera deuda, lo que vemos es una forma intensiva y extensiva de explotación que, como analizamos en el capítulo cuatro, encuentra su laboratorio en las economías populares feminizadas. Pero la torsión conservadora es un aspecto fundamental que intenta reforzar, por un lado, la obligación de contraprestación de la ayuda social con exigencias familiaristas como lógica de cuidado y responsabilidad; y por otro, hace que las iglesias sean hoy canales privilegiados para la redistribución de recursos. Vemos consolidarse así una estructura de obediencia sobre el día a día y sobre el tiempo por venir que obliga a asumir de manera individual y privada los costes del ajuste y a recibir condicionamientos morales a cambio de los recursos escasos. Caracterizamos así a la contraofensiva económica como terror financiero (Cavallero y Gago, 2019) porque se despliega como «contrarrevolución» cotidiana en dos sentidos: porque nos quiere hacer desear la estabilidad a cualquier costo y porque opera sobre el tejido del día a día, el mismo que los feminismos ponen en cuestión porque es allí donde se estructura micropolíticamente toda forma de obediencia. No es casual entonces que militancias políticas cercanas al Vaticano quieran construir un falso antagonismo: feminismo vs. hambre. De nuevo la operación es la de infantilizar el feminismo como política trivial, de clase media, frente a la urgencia popular del hambre. Pero no hay oposición entre la urgencia del hambre a la que nos somete la crisis y la política feminista. Es el movimiento feminista en toda su diversidad el que ha politizado de manera nueva y radical la crisis de la reproducción social como crisis a la vez civilizatoria y de la estructura patriarcal de la sociedad. A eso se contrapone una asistencia social focalizada (forma predilecta de la intervención estatal neoliberal) que busca reforzar una jerarquía de acceso a recursos en relación con las obligaciones de las mujeres según sus roles en la familia patriarcal: tener hijos, cuidarlos, escolarizarlos, vacunarlos.
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Lo que la contraofensiva religiosa no soporta es que enfrentando el hambre se desafíe también el mandato patriarcal de la reproducción de la norma familiar, del confinamiento doméstico y de la obligación a parir. Lo que la contraofensiva religiosa busca en la contraofensiva económica es una oportunidad para reponer una imagen de lo popular como conservador y de lo conservador como genuino porque, de nuevo, trae una idea de lo «antineoliberal» que no hace más que ocultar la alianza entre neoliberalismo y conservadurismo que vemos hoy en el giro neofascista regional y global. El movimiento feminista crece dentro de organizaciones diversas y por ello está presente en las luchas más desafiantes del presente ya que desde ahí realiza los diagnósticos no fascistas de la crisis de reproducción social. El hambre no es una definición biologicista. Las jefas de hogar sacan las ollas a la calle y le ponen el cuerpo a la denuncia del ajuste, la inflación y la deuda. Las pibas en situación de calle discuten qué son las violencias de las economías ilegales. Las presas denuncian la máquina carcelaria como lugar privilegiado de humillación. Pero es necesario desconocer estos potentes lugares de enunciación para poder sostener el falso antagonismo hambre vs. feminismo. Pero demos una vuelta más al vínculo actual entre neoliberalismo y conservadurismo. ¿Por qué se amalgaman en economías de la obediencia impulsadas desde la moral religiosa y desde la moral financiera? ¿Por qué encuentra en las economías ilegales (como ya desarrollé en el cuarto capítulo) un flujo paralelo y a la vez explotable de armas y dinero? Podemos ir a una pregunta anterior que hemos desarrollado para hacer una lectura feminista de la deuda y citábamos al comienzo (Cavallero y Gago, 2019): ¿qué pasa cuando la moralidad de l*s trabajador*s no se produce en la fábrica y a través de sus hábitos de disciplina adheridos a un trabajo mecánico repetitivo? ¿Qué tipo de dispositivo de moralización es la deuda en reemplazo de esa disciplina fabril? ¿Cómo opera la moralización sobre una fuerza de trabajo flexible, precarizada y, desde 
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cierto punto de vista, indisciplinada? ¿Qué tiene que ver la deuda como economía de obediencia con la crisis de la familia heteropatriarcal? ¿Qué tipo de educación moral es necesaria para l*s jóvenes endeudad*s y precarizad*s? 
No nos parece casual que se quiera impulsar una educación financiera en las escuelas al mismo tiempo que se rechaza la implementación de la Educación Sexual Integral (ESI), lo cual se traduce en recortes presupuestarios, en su tercerización en ONGs religiosas y en su restricción a una normativa preventiva. La ESI es limitada y redireccionada para coartar su capacidad de abrir imaginarios y legitimar prácticas de otros vínculos y deseos, más allá de la familia heteronormativa. Combatirla en nombre del #ConMisHijosNoTeMetas es una «cruzada» por la remoralización de l*s jóvenes, mientras se la quiere complementar con una «educación financiera» temprana. (Cavallero y Gago, 2019)
La respuesta eclesiástica a la contraofensiva económica es reposición familiarista de la reproducción, apuntalamiento de la obediencia a cambio de recursos, despolitización de las redes feministas de enfrentar el hambre y la desestructuración de las familias como norma, e intento de remoralizar el deseo. La respuesta económica a la contraofensiva religiosa es unificar la moralidad deudora con la moralidad familiarista.
Tres. La contraofensiva militar
El asesinato de lideresas territoriales, la criminalización de las luchas de las comunidades indígenas y la persecución judicial así como formas de represión selectivas en las manifestaciones se han incrementado en los últimos años. El asesinato de Marielle Franco en 2018 condensa el de muchas y en particular apunta a las mujeres negras y a las disidencias como nuevo «enemigo» y enemigo «principal».
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Hay otro dato que debe ser conectado a lo anterior: el aumento de personal de las fuerzas de seguridad en los femicidios. Lo que se constata es justamente el cruce de violencias femicida, estatal e institucional, pero también sus ramificaciones en dinámicas represivas paraestatales que manejan armas obtenidas del Estado. Como explica la CORREPI en su informe de 2018: 
El notable incremento de los casos de femicidio y femicidio relacionado cometidos por miembros de las fuerzas de seguridad, especialmente en los últimos años, nos llevó a comparar nuestros datos con las estadísticas generales de femicidios. Estimamos, tomando como base los registros existentes a nivel nacional que, hasta fin de 2018, una de cada cinco mujeres asesinadas en un contexto de violencia de género es a la vez víctima de la violencia estatal, encarnada generalmente en el arma reglamentaria. Pero en 2019 ese 20 % creció a casi el 30 %, ya que de los primeros 15 femicidios del mes de enero, cuatro fueron cometidos por integrantes del aparato represivo estatal. Ello da cuenta de cómo se potencian, cuando se cruzan, la violencia represiva estatal con la violencia machista y patriarcal. 
Desregulación de armas y combate a la ideología de género (dos de los primeros anuncios por ejemplo de Bolsonaro) completan el cuadro de disciplinamiento que va de la mano del terror financiero. Entonces, ¿cómo explicar la alianza actual entre neoliberalismo y neofascismos? El fascismo actual es una política que construye un enemigo «interno». Ese enemigo interno está encarnado por quienes históricamente han sido considerad*s extranjer*s en el ámbito «público» de la política. Hoy el enemigo interno al que apunta el fascismo es el movimiento feminista en toda su diversidad y l*s migrantes, como sujetos también feminizados. El fascismo actual lee nuestra fuerza de movimiento feminista, antirracista, antibiologicista, antineoliberal y, por lo tanto, antipatriarcal.
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La agresividad del fascismo actual, sin embargo, no tiene que hacernos perder de vista algo fundamental: expresa un intento de estabilizar la continua crisis de legitimidad política del neoliberalismo. Tal crisis está siendo producida como despliegue de fuerzas por el movimiento feminista internacionalista, plurinacional, que actualmente inventa una política de masas radical justamente por su capacidad de tramar alianzas insólitas que ponen en práctica, de manera concreta, su carácter anticapitalista, anticolonial y antipatriarcal. Las alianzas, como tejido político construido pacientemente en temporalidades y espacios que no suelen ser reconocidos como estratégicos, formulan una nueva estrategia de insurrección entre l*s históricamente considerad*s no-ciudadanos del mundo. Quisiera terminar con una pregunta recientemente lanzada por Judith Butler (2019), porque nos permite situar aún con mayor precisión la investigación que nos queda por delante: «Entonces podemos preguntarnos ahora si el movimiento de la ideología antigénero es parte del fascismo, o si podemos decir que comparten algunos atributos que contribuyen a los fascismos emergentes, o que es en algún sentido sintomático del nuevo fascismo».

 

8. Ocho tesis sobre la revolución feminista

«Tiemblan los Chicago Boys. Aguanta el movimiento feminista» (Grafiti en la Universidad Católica de Chile, 2018)
¿En qué sentido el movimiento feminista actual —desde la multiplicidad de luchas que hoy protagoniza— expresa una dinámica antineoliberal desde abajo? ¿Cómo inaugura formas políticas novedosas a la vez inscritas en genealogías de temporalidades discontinuas? Quisiera plantear algunas tesis que materializan su novedad.
1. Con la herramienta de la huelga feminista se mapean nuevas formas de explotación de los cuerpos y los territorios desde una perspectiva simultánea de visibilización e insubordinación. La huelga revela la composición heterogénea del trabajo en clave feminista, reconociendo labores históricamente despreciadas, mostrando su actual engranaje con la precarización general y apropiándose de una tradicional herramienta de lucha para desbordarla y reinventarla. El paro internacional abrió una perspectiva feminista sobre el trabajo. Porque la perspectiva feminista reconoce el trabajo territorial, doméstico, reproductivo y migrante, ampliando desde abajo la noción 
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misma de clase trabajadora. Porque parte de asumir que el 40 % de l*s trabajador*s de nuestro país están en diversas modalidades de la economía llamada informal y reivindicada como popular. Porque vuelve visible y valora el trabajo históricamente desconocido y desvalorizado; por eso, logramos afirmar que #TrabajadorasSomosTodas. Aun de modo más radical: la huelga feminista nos pone en estado de investigación práctica. ¿A qué llamamos trabajo desde la experiencia vital y laboral de mujeres, lesbianas, trans y travestis? Al ritmo de qué significa parar, vamos mapeando de modo práctico la multiplicidad de tareas y jornadas intensivas y extensivas que no son pagadas, que son mal pagadas, o que son remuneradas bajo una estricta jerarquía. Algunas de esas tareas casi ni eran nombradas, otras, dichas con nombres que las menospreciaban. La huelga feminista además se hace fuerte desde la imposibilidad: las que no pueden parar pero desean hacerlo; las que no pueden dejar de trabajar ni un día y quieren rebelarse a ese agotamiento; las que creían que sin la autorización de la jerarquía del sindicato no había manera y llamaron al paro; las que se imaginaron que la huelga podía hacerse contra los agrotóxicos y las finanzas. Todas y cada una empujamos las fronteras de la huelga. De la conjunción entre imposibilidad y deseo, surge una imaginación radical sobre la forma múltiple de parar feminista que lleva la huelga a lugares insospechados, que la desplaza en su capacidad de inclusión de experiencias vitales, que la reinventa desde los cuerpos desobedientes a lo que es reconocido como trabajo. Con la huelga construimos una economía de la visibilidad para el diferencial de explotación que caracteriza al trabajo feminizado, es decir, para la subordinación específica que implica el trabajo comunitario, barrial, migrante, reproductivo, y entendimos en el día a día cómo se relaciona su subordinación con todas las formas de trabajo. También señalamos que hay un lugar concreto de inicio de ese diferencial: la reproducción de la vida, desde su organización minuciosa y permanente 
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que es explotada por el capital a costa de su obligatoriedad, gratuidad o mal pago. Pero fuimos más allá: desde la reproducción —históricamente negada, subordinada y ligada a procesos de domestificación y colonización—, construimos las categorías para repensar los trabajos asalariados, sindicalizados o no, atravesados por niveles cada vez mayores de precarización. Con esta forma de entrelazar todos los modos de producción de valor (y de su explotación y extracción), mapeamos también la imbricación concreta entre las violencias patriarcales, coloniales y capitalistas. Con esto se evidencia, una vez más, que el movimiento feminista no es exterior a la cuestión de clase, aun si muchas veces se lo intenta presentar así. Tampoco a la cuestión de raza. No hay posibilidad de «aislar» el feminismo de esas tramas donde se sitúa el combate a las formas renovadas de explotación, extracción, opresión y dominio. El feminismo como movimiento exhibe a la clase en su carácter histórico marcado por las exclusiones sistemáticas de tod*s aquell*s no considerados trabajadores asalariados blancos. Y por lo tanto no hay clase sin pensar su racialización inscrita en una división internacional y sexual del trabajo. De esta manera se evidencia hasta qué punto su narrativa y sus fórmulas organizativas fueron modos de subordinación sistemático del trabajo feminizado y migrante y, como tal, piedra angular de la división del trabajo capitalista, patriarcal y colonial.
2. Con la huelga produjimos una nueva comprensión de la violencia: salimos del gueto de la violencia doméstica para conectarla con la violencia económica, laboral, institucional, policial, racista y colonial. De este modo queda en evidencia la relación orgánica de la violencia machista y femicida con la actual forma de acumulación de capital. De establecer y difundir esta comprensión de manera práctica proviene el carácter anticapitalista, anticolonial y antipatriarcal del movimiento feminista en su momento de masificación.
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Con la huelga se produce un punto de vista simultáneo de la resistencia a la expropiación, de la insubordinación al trabajo y de la desobediencia financiera. Esto nos permite investigar el vínculo entre los conflictos en los territorios frente a las iniciativas neoextractivistas y la violencia sexual; el nexo entre acoso y relaciones de poder en los ámbitos laborales; también el modo en el que se combina la explotación del trabajo migrante y feminizado con la extracción de valor a cargo de las finanzas; el despojo de infraestructura pública en los barrios y la especulación inmobiliaria (formal e informal); la clandestinidad del aborto y la criminalización de las comunidades indígenas y negras. Todas estas formas de violencia toman el cuerpo de las mujeres y los cuerpos feminizados como botín de guerra. Esta conexión entre las violencias de los despojos y de los abusos no es sólo analítica: se practica como elaboración colectiva para entender las relaciones de poder en las que los femicidios se hacen inteligibles y para diagramar una estrategia de organización y autodefensa. En este sentido, el movimiento feminista practica una pedagogía popular con este diagnóstico que intersecta violencias y opresiones y lo hace desde la iniciativa de su desacato. En este punto, el corrimiento de la victimización como narrativa totalizadora permite que el diagnóstico sobre las violencias no se traduzca en un lenguaje de pacificación ni de puro duelo y lamento. También repele las respuestas institucionales que refuerzan el gueto y que pretenden aislar y resolver el problema con una secretaría o un programa. Estos instrumentos no dejan de ser importantes, siempre y cuando no sean parte de un tutelaje que codifica la victimización y encierra a la violencia como únicamente doméstica. El diagnóstico de interseccionalidad de las violencias se ha hecho posible a través de la huelga, que es desde donde se construye y amplifica otro lugar de enunciación y otro horizonte organizativo de movimiento. El mapeo amplio que esto nos ha permitido ensancha nuestra mirada y va a las raíces de la conexión entre patriarcado, capitalismo y colonialismo, traduciéndola como construcción de un sentido común compartido.
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3. El movimiento feminista actual se caracteriza por dos dinámicas singulares: la conjunción de masividad y radicalidad. Esto lo logra porque construye proximidad entre luchas muy diferentes. De esta manera inventa y cultiva un modo de transversalidad política. El feminismo actual explicita algo que no parece obvio: nadie carece de territorio; desmiente así la ilusión metafísica del individuo aislado. Tod*s estamos situad*s y, en ese sentido también, el cuerpo empieza a percibirse como un cuerpo-territorio. El feminismo, en tanto movimiento, dejó de ser una exterioridad que se relaciona con «otr*s», para ser tomado como clave para leer el conflicto en cada territorio (doméstico, afectivo, laboral, migrante, artístico, campesino, urbano, feriante, comunitario, etc.). Esto hace que se despliegue un feminismo de masas e intergeneracional, porque es apropiado desde los más diversos espacios y experiencias. ¿Cómo se produce esta composición que se caracteriza por ser transversal? A partir de la conexión entre luchas. Pero la trama construida entre luchas diversas no es espontánea ni natural. Más bien al contrario, durante mucho tiempo, el feminismo fue entendido en su variante institucional y/o académica pero históricamente disociado de procesos de confluencia popular. Hay líneas genealógicas fundamentales que han hecho posible esta expansión actual. Hemos marcado cuatro en Argentina: la historia de lucha de los derechos humanos desde los años setenta protagonizada por Madres y Abuelas de Plaza de Mayo; las más de tres décadas del Encuentro Nacional de Mujeres (ahora plurinacional de mujeres, lesbianas, trans y travestis); la irrupción del movimiento piquetero, de un protagonismo también feminizado a la hora de enfrentar la crisis social de comienzo de siglo; y una larga historia del movimiento de disidencias sexuales que va de la herencia del FLH (Frente de Liberación Homosexual) de los años setenta a la militancia lésbica por el acceso autónomo al aborto y el activismo trans, travesti, intersexual y transgénero que revolucionó los cuerpos y las subjetividades del feminismo contra los límites biologicistas.
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La transversalidad lograda a partir de la organización de la huelga actualiza esas líneas históricas y las proyecta en un feminismo de masas, arraigado en las luchas concretas de las trabajadoras de la economía popular, en las migrantes, en las cooperativistas, en las defensoras de territorio, en las precarizadas, en las nuevas generaciones de disidencias sexuales, en las amas de casa que reniegan del encierro, en la lucha por el derecho al aborto que es la lucha ampliada por la autonomía del cuerpo, en las estudiantes movilizadas, en las que denuncian los agrotóxicos, en las trabajadoras sexuales. Pone un horizonte en común en términos organizativos que funciona como catalizador práctico. Lo poderoso es que al integrar esta multiplicidad de conflictos se redefine la dimensión de masas desde prácticas y luchas que han sido históricamente definidas como «minoritarias». Con esto, la oposición entre minoritario y mayoritario se desplaza: lo minoritario toma escala de masas como vector de radicalización dentro de una composición que no para de expandirse. Se desafía así la maquinaria neoliberal de reconocimiento de minorías y de pacificación de la diferencia. Esta transversalidad política se nutre desde los diversos territorios en conflicto y construye una afectación común para problemas que tienden a vivirse como individuales y un diagnóstico político para las violencias que tienden a ser encapsuladas como domésticas. Esto complejiza cierta idea de solidaridad que supone un grado de exterioridad que ratifica la distancia respecto de otr*s. La transversalidad prioriza una política de construcción de proximidad y alianzas sin desconocer las diferencias de intensidad en los conflictos.
4. El movimiento feminista despliega una nueva crítica a la economía política. Incluye una denuncia radical a las condiciones contemporáneas de valorización del capital y, por lo tanto, actualiza la noción de explotación. Pero lo hace ampliando lo que se entiende usualmente por economía.
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En Argentina, en particular, hay un cruce que da cauce a una nueva crítica de la economía política. Y esto se debe al encuentro práctico entre economías populares y economía feminista. Las economías populares como tramas reproductivas y productivas expresan un acumulado de luchas que abrió la imaginación de la huelga feminista. Por eso es que en Argentina la huelga feminista logra desplegar, problematizar y valorizar una multiplicidad de labores desde un mapeo del trabajo en clave feminista en la medida en que se vincula con la genealogía piquetera y su problematización del trabajo asalariado y sus formas de «inclusión». Son estas experiencias las que están en el origen de las economías populares y las que persisten como elemento insurrecto que es nuevamente convocado desde los feminismos populares. Con la dinámica de organización de las huelgas feministas, en las economías populares suceden dos procesos. Por un lado, la politización de los ámbitos reproductivos más allá de los hogares funciona como espacio concreto para elaborar la ampliación de los trabajos que la huelga valoriza. Por otro, la perspectiva feminista sobre estas tareas permite evidenciar el conjunto de mandatos patriarcales y coloniales que las naturalizan y, por lo tanto, que habilitan las lógicas de explotación y extracción sobre ellas. La huelga feminista, al poner en marcha una lectura desde el desacato a la inscripción de las labores reproductivas en términos familiaristas, desafía el suplemento moral permanente que imprimen los subsidios sociales y provee un cruce entre economía feminista y economía popular que radicaliza ambas experiencias. A partir de la huelga, además, el movimiento feminista produce figuras de subjetivación (trayectorias, formas de cooperación, modos de vida) que escapan del binarismo neoliberal que opone víctimas y «empresarias de sí» (incluso en el pseudolenguaje de género del «empoderamiento» emprendedor). En este sentido, los feminismos son antineoliberales porque se hacen cargo del problema de la organización colectiva contra el sufrimiento individual y denuncian la política sistemática de despojo.
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El movimiento feminista actual empuja a una caracterización precisa del neoliberalismo y, por lo tanto, abre el horizonte de a qué le llamamos política antineoliberal. Por el tipo de conflictividad que mapea, visibiliza y moviliza, se despliega una noción compleja de neoliberalismo que no se reduce al binomio de Estado vs. mercado. Por el contrario, se señala desde las luchas la conexión entre la lógica extractiva del capital y su imbricación con las políticas estatales, determinando por qué se explota y extrae valor de determinados cuerpos-territorios. La perspectiva de economía feminista que surge de aquí es entonces anticapitalista.
5. El movimiento feminista toma las calles y construye en asambleas, teje poder en los territorios y elabora diagnósticos de coyuntura: produce un contrapoder que articula una dinámica de conquista de derechos con un horizonte de radicalidad. Desarma el binarismo «reforma o revolución». Dijimos que con la huelga el movimiento feminista construye una fuerza común contra la precarización, el ajuste y los despidos, y las violencias que implican, remarcando su sentido antineoliberal (es decir, que impugna la racionalidad empresarial como orden del mundo), afirmando su naturaleza de clase (es decir, que no naturaliza ni minimiza la cuestión de la explotación) y anticolonial y antipatriarcal (porque denuncia y desacata la explotación específica del capitalismo contra las mujeres y cuerpos feminizados y racializados). Esta dinámica es clave: produce un cruce práctico entre género, raza y clase y genera otra racionalidad para leer la coyuntura. Tanto en los debates parlamentarios (afirmando que no hay derecho ni fuerza de ley que no se formule primero en la protesta social) como en la radicalización de la organización popular, los feminismos resisten ser reducidos a un «cupo» o a una «tematización». Esta dinámica del movimiento es doble: construye institucionalidad propia (redes autónomas) y al mismo tiempo interpela a la institucionalidad existente. Crea a su vez una temporalidad estratégica que actúa 
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en el presente simultáneamente con lo que existe, y con lo que existe pero aun como virtualidad, como posibilidad todavía abierta y no realizada. El movimiento feminista no agota sus demandas ni sus luchas en un horizonte estatal, aun si no desconoce ese marco de acción, pero decididamente no proyecta al Estado como instancia de resolución de las violencias. La dimensión utópica tiene una eficacia en el presente y no en la postergación de un objetivo final, futuro y lejano. Por eso también la dimensión utópica logra trabajar en las contradicciones existentes sin esperar a la aparición de sujet*s absolutamente liberad*s ni en condiciones ideales de las luchas ni confiando en un único espacio que totalice la transformación social. En ese sentido, apela a la potencia de ruptura de cada acción y no limita la ruptura a un momento final espectacular de una acumulación estrictamente evolutiva. Esto, de nuevo, se conecta con la potencia de la transversalidad, que crece por el hecho de que el activismo feminista se ha convertido en una fuerza disponible que se pone en juego en diferentes espacios de lucha y de vida. Esta es una manera que va contra la «sectorización» de la llamada agenda de género y contra la infantilización de sus prácticas políticas. O sea, la transversalidad no es sólo una forma de coordinación, sino también una capacidad de hacer del feminismo una fuerza propia en cada lugar y de no limitarse a una lógica de demandas puntuales. Sostenerla no es fácil porque implica un trabajo cotidiano de tejido, de conversación, de traducciones y ampliación de discusiones, de ensayos y de errores. Pero lo más potente es que hoy esa transversalidad se siente como necesidad y como deseo para abrir una temporalidad aquí y ahora de la revolución. 
6. El feminismo actual teje un nuevo internacionalismo. No se trata de una estructura que abstraiga y vuelva homogéneas las luchas para llevarlas a un plano «superior». Se lo percibe, por el contrario, como fuerza concreta en cada lugar. Impulsa una dinámica que se hace transnacional desde los 
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cuerpos y las trayectorias situadas. Por eso, el movimiento feminista se expresa como fuerza coordinada de desestabilización global cuya potencia está arraigada y emerge de manera notable desde el Sur. Se trata de un internacionalismo desde los territorios en lucha. Por eso se hace más complejo y polifónico en su construcción al incluir cada vez más territorios y lenguas. No tiene el marco del Estado-nación, por eso el nombre «internacionalismo» ya ha quedado desbordado. El internacionalismo es más bien transnacional y plurinacional. Porque reconoce otras geografías y traza otros mapas de alianza, encuentro y convergencia. Porque incluye una crítica radical al encierro nacional con el que se quiere delimitar a las luchas, porque se conecta a partir de las trayectorias migrantes y porque acerca paisajes que recombinan lo urbano, lo suburbano, lo campesino, lo indígena, lo villero, lo comunitario y, por lo tanto, se hojaldra con temporalidades múltiples. El transnacionalismo feminista envuelve una crítica a las avanzadas neocoloniales contra los cuerpos-territorios. Denuncia los extractivismos y exhibe su conexión con el aumento de las violencias machistas y las formas de explotación laboral que tienen en la maquila una escena fundante en nuestro continente. La huelga feminista construye una trama transnacional imparable porque mapea a contrapelo el mercado mundial que organiza la acumulación de capital. Y, sin embargo, este enlace transnacional no se organiza siguiendo el calendario de los encuentros de los grandes organismos al servicio del capital. A partir de la huelga feminista, el movimiento adopta forma de coordinadora en un lado, de comisión en otra, de encuentro de luchas más acá: son todas iniciativas que rompen fronteras. Se trata de un transnacionalismo que empujó la consigna global de la huelga y así forjó una coordinación de nuevo tipo: «si nosotras paramos, se para el mundo».
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La fuerza de desestabilización es global entonces porque primero existe en cada casa, en cada relación, en cada territorio, en cada asamblea, en cada universidad, en cada fábrica, en cada feria. En este sentido es inverso a una larga tradición internacionalista que organiza desde arriba unificando y dando «coherencia» a las luchas a partir de su adscripción a un programa. La dimensión transnacional compone lo colectivo como investigación: se presenta a la vez como autoformación y como deseo de articulación con experiencias que en principio no están próximas. Esto es bien diferente a tomar la coordinación colectiva como un a priori moral o una exigencia abstracta. El feminismo en los barrios, en las camas y en las casas no es menos internacionalista que el feminismo en las calles o en los encuentros regionales y esa es su potente política de lugar. Su no disyunción, su manera de hacer transnacionalismo como política de arraigo y como apertura de los territorios a sus conexiones inesperadas, mundialmente extensas.
7. La respuesta global a la fuerza transnacional feminista se organiza como triple contraofensiva: militar, económica y religiosa. Esto explica por qué hoy el neoliberalismo necesita de políticas conservadoras para estabilizar su modo de gobierno. El fascismo en ensamblaje con el neoliberalismo que estamos viendo como escenario regional y global es una lectura reaccionaria: una respuesta a la fuerza desplegada por el movimiento feminista transnacional. Los feminismos que tomaron las calles en los últimos años y que se extendieron de forma capilar como fuerza concreta en todos los ámbitos y relaciones sociales pusieron en cuestión la subordinación del trabajo reproductivo y feminizado, la persecución de las economías migrantes, la naturalización de los abusos sexuales como disciplinamiento de la fuerza de trabajo precarizada, la heteronorma familiar como refugio ante esa misma precariedad, el confinamiento 
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doméstico como lugar de sumisión e invisibilidad, la criminalización del aborto y de las prácticas de soberanía sobre los cuerpos, el envenenamiento y despojo de comunidades a manos de corporaciones empresariales en connivencia con los Estados. Cada una de estas prácticas hizo temblar la normalidad de la obediencia, su reproducción cotidiana y rutinaria. La huelga feminista tejida como proceso político abrió una temporalidad de revuelta. Se expandió como deseo revolucionario. No dejó lugar intacto por la marea de insubordinación y cuestionamiento al devenir movilización de larga duración. El neoliberalismo necesita ahora aliarse con fuerzas conservadoras retrógradas porque la desestabilización de las autoridades patriarcales pone en riesgo la propia acumulación de capital. Diríamos así: el capital es extremadamente consciente de su articulación orgánica con el colonialismo y el patriarcado para reproducirse como relación de obediencia. Una vez que la fábrica y la familia heteropatriarcal no logran sostener disciplinas y una vez que el control securitario es desafiado por formas feministas de gestionar la interdependencia en épocas de precariedad existencial, la contraofensiva se redobla. Y vemos muy claramente por qué neoliberalismo y conservadurismo comparten objetivos estratégicos de normalización. Porque el movimiento feminista politiza de manera nueva y radical la crisis de la reproducción social como crisis a la vez civilizatoria y de la estructura patriarcal de la sociedad, el impulso fascista que se pone en marcha para contrarrestarlo propone economías de la obediencia para canalizar la crisis. Sea por el lado de los fundamentalismos religiosos o por el lado de la construcción paranoica de un nuevo enemigo interno, lo que constatamos es el intento de aterrorizar a las fuerzas de desestabilización arraigadas en un feminismo que ha traspasado las fronteras y es capaz de producir código común entre luchas diversas.
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8. El movimiento feminista hoy enfrenta la imagen más abstracta del capital: el capital financiero, justamente esa forma de dominio que parece hacer imposible el antagonismo. El movimiento feminista al confrontar la financiarización de la vida, eso que sucede cuando el hecho mismo de vivir «produce» deuda, despliega una disputa con las nuevas formas de explotación y extracción de valor. En el endeudamiento aparece una imagen «invertida» de la productividad misma de nuestra fuerza de trabajo, de nuestra potencia vital y de la politización (valorización) de las tareas reproductivas. La huelga feminista que grita «¡libres, vivas y desendeudadas nos queremos!» logra visibilizar las finanzas en términos de conflictividad y, por lo tanto, de autodefensa de nuestras autonomías. Es necesario comprender el endeudamiento masivo aterrizado en las economías populares feminizadas y en las economías domésticas como una «contrarrevolución» cotidiana. Como una operación en el terreno mismo en el que los feminismos han conmocionado todo. El movimiento feminista, tomando las finanzas como un terreno de lucha contra el empobrecimiento generalizado, practica una contrapedagogía respecto de su violencia y sus fórmulas abstractas de explotación de los cuerpos y los territorios. Agregar la dimensión financiera a nuestras luchas nos permite mapear los flujos de deuda y completar el mapa de la explotación en sus formas más dinámicas, versátiles y aparentemente «invisibles». Entender cómo la deuda extrae valor de las economías domésticas, de las economías no asalariadas, de las economías consideradas históricamente no productivas, permite captar los dispositivos financieros como verdaderos mecanismos de colonización de la reproducción de la vida. Y un punto más: captarlos como dispositivos privilegiados de blanqueamiento de flujos ilícitos y, por lo tanto, en la conexión entre economías legales e ilegales, como una manera de aumentar la violencia directa contra los territorios. Lo que se busca es justamente una «economía de la obediencia» que sirve a 
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los sectores más concentrados del capital y a la caridad como despolitización del acceso a recursos. Todo esto nos da, otra vez, una posibilidad más amplia y compleja de entender lo que diagnosticamos como las violencias que toman a los cuerpos feminizados como nuevos territorios de conquista. Por eso es necesario un gesto feminista sobre la maquinaria de la deuda, porque es también contra la maquinaria de la culpabilización, sostenida por la moral heteropatriarcal y por la explotación de nuestras fuerzas vitales

AGRADECIMIENTOS

A Iván, el cómplice audaz de todos los devenires. A Natalia Fontana, mi hermana. A Luci Cavallero por el amor en revolución permanente y por la inteligencia más despiadada. A Marta Dillon y Cecilia Palmeiro por un viaje que aun continúa. A Virginia Giannoni por la amistad filosa. A mis compañeras del colectivo NiUnaMenos con quienes cultivamos una amistad política. A Silvia Federici y a Raquel Gutiérrez Aguilar, por oficiar de brujas mayores, por sus consejos y por su fuerza. A Silvia Rivera Cusicanqui, maestra de la irreverencia y el pensamiento complejo. A Suely Rolnik, por el esquizoanálisis a distancia y en cercanía. A Marta Malo, por la complicidad apasionada a lo largo de tantas épocas. A Alida Díaz por construirnos casa en todos lados. A Rita Segato por la conversación de continuo. A Dora Barrancos por la confianza. A Marie Bardet por su pensar-con-mover. A Liz Mason-Deese por el paciente trabajo de traducción, que es amistad, compromiso y reescritura. A mi mamá y a mis amigas-compañeras de tantísimos años: Andrea Barberi, Clarisa Gambera, Charo Golder, Cecilia Abdo Ferez, Mariela Denegris, Alejandra Rodríguez, María Medrano, Lili Cabrera, Delia Colque, Maisa Bascuas, Susana Draper, Neka Jara, Maba Jara, Silvio Lang y Ana Julia Bustos.
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Agradecimientos
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A Sandro Mezzadra por la interlocución inteligente y generosa. A la estimulante invitación de Natalia Brizuela, Judith Butler y Wendy Brown. A la constelación de compañeras de Bolivia, Perú, Uruguay, Brasil, Ecuador, Chile, México, Colombia, Paraguay, Guatemala, Estados Unidos, Francia, Alemania, Italia y España con quienes, en distintos momentos y recorridos, he conversado, discutido y compartido preguntas que nutren este libro. Y en particular a Gladys Tzul, Ita del Cielo, Dunia Mokrani, Claudia López, Carmen Arriaga, Eli Qu, Lopo Gutiérrez, Mariana Menéndez, Betty Ruth Lozano, Anahí Durand, Camila Rojas, Daniela López, Pierina Feretti, Cristina Vega, Cristina Cielo, Helena Silvestre, Graciela Rodríguez, Analba Texeira, Josy Panão, Florence Oppen, Nazaret Castro, Beatriz García, Eva García, Lotta Meri Pirita Tenhunen, Alejandra Estigarribia, Pilar García, Inés Gutiérrez, Alioscia Castronovo, Marina Montanelli, Giuliana Visco, Tatiana Montella, Isabell Lorey, Caro Kim, Mila Ivanovic, Begoña Santa Cecilia, Rafaela Pimentel, Pastora Filigrana y Sara Buraya. A las lecturas delicadas de partes del manuscrito: Gaby Mendoza, Florencia Lance, Mariana Dopazo y Amador Savater; y, muy especialmente, a los comentarios y correcciones en detalle de Diego Picotto y Josefina Payró que empujaron todo el proceso. A mi papá y mis hermanos por la red de cuidados. Y, una vez más, a l*s imprescindibles para que este libro sea posible: mis compañer*s de Tinta Limón. En especial a Andrés Bracony e Ignacio Gago que trabajan la edición como artesanía política.

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Arruzza, Cinzia (2015), Las sin parte: matrimonios y divorcios entre feminismo y marxismo, Barcelona, Editorial Sylone. Acosta, Alberto y Ulrich Brand (2017), Salidas del laberinto capitalista. Decrecimiento y postextractivismo, Buenos Aires, Tinta Limón / Fundación Rosa Luxemburgo. Agamben, Giorgio (1995), Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida, Buenos Aires, Pre-Textos. Ahmed, Sara (2017), Living a feminist life, Durham (NC), Duke University Press [ed. cast.: Vivir una vida feminista, Barcelona, Bellaterra, 2018]. Balibar, Étienne (2013), «Politics of the Debt», Postmodern Culture, núm. 23 (3). Bárcena, Alicia (2013), Panorama económico y social de América Latina y el Caribe, Santiago de Chile, CEPAL. Bardet, Marie y Verónica Gago (2019), «Insurrecciones impuras y espirtualidad política», LoboSuelto!; disponible online: http://lobosuelto.com/insurreccio-nes-impuras-y-espiritualidad-politica-marie-bardet-y-veronica-gago/ Barragán, R. y Silvia Rivera Cusicanqui (comps.) (1998), Debates Post Coloniales. Una introducción a los Estudios de la Subalternidad, La Paz, Sephis-Aruwiyiri. Barrancos, Dora (2008), Mujeres, entre la casa y la plaza, Buenos Aires, Sudamericana.
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