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La rebelión de los de abajo en Oriente Medio

Ecuador Today :: 06.01.20

A pesar de la tímida mejora de la calidad de vida que la reforma iraní puede brindar a las clases populares, la situación económica de la mayoría de la población aún es precaria. Mientras las sanciones han logrado reducir al mínimo la habilidad de Teherán de vender petróleo, su principal fuente de riqueza, y han entorpecido sus relaciones comerciales y financieras con el exterior, la población sufre las consecuencias de la subida de precios y de la carestía de ciertos bienes de importación

Fundido a negro

 

por Lluís Miquel Hurtado

Ecuador Today

Mediante un apagón de Internet, la República Islámica buscó desarticular la reciente revuelta contra la suba del combustible y minimizar la cobertura de su represión, que, según Amnistía Internacional, dejó más de trescientos muertos. Con la economía asfixiada por las sanciones estadounidenses, los iraníes temen que el autoritarismo del régimen se intensifique.

 

La ausencia de remitente en aquel sms inquietó todavía más a Sara. “Se te ha visto participando en una de las protestas”, rezaba el mensaje, “si vuelve a ocurrir, se tomarán medidas judiciales en tu contra”. “Y eso pese a que ni siquiera salí a la calle durante aquellos días”, explica a Brecha esta joven iraní de vestir piadoso –se cubre con un largo chador negro, de forma que sólo su rostro sobresale entre telas– en una cafetería de Teherán, mientras las aguas comienzan a recuperar la calma tras lo ocurrido el 15 de noviembre.

O al menos en apariencia. Porque, más de un mes después, los agentes antidisturbios se han replegado del centro de las principales ciudades, las calles se han limpiado de cascotes y sólo el esqueleto de algunos edificios atacados por los furiosos manifestantes, en algunas localidades del este y sur del país, recuerdan el mayor desafío popular a la República Islámica de Irán en una década. Pero dentro del corazón de la mayoría de los iraníes, incluso de aquellos que prefirieron no protestar, se ha instalado la congoja y un cierto resquemor por lo sucedido.

SIN CONEXIÓN.

Una razón de esa preocupación son los más de diez días que los iraníes pasaron sin conexión a Internet. Con cada vez más tesón, gobiernos de todo el mundo recurren al cierre de servicios web, al control del flujo de telecomunicaciones y, en ocasiones, incluso al cierre total de Internet con la intención expresa de combatir un crimen. Esta práctica la ejecutan mayormente poderes autoritarios, pero cada vez con mayor frecuencia ejecutivos nominalmente democráticos también se sienten tentados a obstaculizar la red. El problema, alertan los expertos, es que cada país interpreta a su manera qué es un acto criminal que justifica echar el candado.

Estos apagones permiten suprimir revueltas, pues eliminan la posibilidad de que sus participantes puedan contactar entre ellos y organizarse; de forma similar, activistas alertan que estos cortes, que ciegan a la opinión pública, facilitan la comisión de violaciones de derechos humanos sin que ello tenga consecuencias sociales o políticas. Meenakshi Ganguly, investigadora de Human Rights Watch, subraya que sus efectos humanitarios son perversos: “Las restricciones de Internet han hecho extremadamente difícil para periodistas y defensores de derechos humanos hacer su trabajo”.

Durante el blackout, numerosas organizaciones pro derechos humanos manifestaron públicamente su temor a que este sirviera para cometer múltiples violaciones de derechos humanos en Irán con el mundo a ciegas. “Al poder le preocupa que las comunicaciones basadas en Internet o en las redes sociales puedan incitar a la violencia. Pero la respuesta de las autoridades no debería ser cortar el acceso, sino proporcionar información clara”, zanja Ganguly. Información es justo lo que faltó en el mundo durante aquellos días.

“Estábamos en la oficina cargando algunos archivos en Instagram cuando, de golpe, ¡la conexión empeoró y se fue del todo durante días!”, recuerda Zohreh, una publicista teheraní cuyos anuncios para redes sociales copan gran parte de su negocio. Desconectados de la red de redes, no había trabajo: “Tuve que decir a los empleados que se fueran a casa y no regresaran hasta que todo volviese a la normalidad. Los clientes empezaron a protestar. Perdimos diez días de ganancias”, lamenta la joven.

“¡Fue terrorífico!”, exclama una editora. “Pasamos una semana de brazos cruzados en casa, sin saber qué pasaba. Sólo podíamos informarnos a través de la televisión por satélite”, recuerda un periodista. “Fue lo más raro que vi en mi vida. ¡Literalmente no podía hacer nada!”, se queja una arquitecta. Una estudiante de tesis de medicina denuncia: “Al no poder actualizar nuestros servidores, los datos de bioinformática estuvieron en peligro. Hubo colegas que no pudieron enviar sus artículos de investigación a tiempo”.

Al igual que Sara, ninguno de ellos creyó que la decisión súbita del gobierno de doblar el precio de la gasolina de uso común, y racionarla a 60 litros por vehículo y por mes con la nueva tarifa estándar –a partir de entonces el precio se disparaba–, merecía una reacción furibunda en las calles. Pero la respuesta del poder, que cortó Internet en casi todo el país alegando razones de seguridad, les perjudicó de una forma tal que la indignación por lo sucedido se ha extendido por casi todas las clases sociales.

“Fue un desastre… y lo peor es que volverá a ocurrir”, ha escuchado este periodista más de una vez en las últimas semanas, de boca de iraníes de clase media. Personas que, de no haberse puesto el candado a la red –lo que las aisló de sus familiares en el exterior y dañó sus negocios–, se habrían mantenido completamente ajenas a las decenas de miles de personas de clase obrera –denostada habitualmente por el tradicional clasismo capitalino– que tomaron las calles de ciudades de provincia y extrarradios como forma de protesta.

LA CACERÍA.

“Tomaron las calles y protestaron porque están desesperados. No tienen nada que comer”, se queja un vecino de Mahshahr, una villa costera del sur del país y uno de los sitios donde la respuesta de las fuerzas del orden fue más feroz. Según algunos relatos –una de las peores consecuencias del corte de comunicaciones ha sido la enorme dificultad de verificar los hechos–, habitantes exaltados se atrincheraron en la población y pergeñaron barricadas. Como respuesta, paramilitares voluntarios a las órdenes del gobierno abrieron fuego contra los manifestantes y mataron a docenas que, tras huir y esconderse en los cultivos, fueron acorralados ahí por las fuerzas del orden.

Naciones Unidas ha acusado a Irán de emplear munición real para frenar las protestas. “Estamos profundamente preocupados por las denuncias de violaciones a las normas y estándares internacionales sobre el uso de la fuerza, incluido el disparo de munición real contra manifestantes”, dijo el 19 de noviembre Rupert Colville, portavoz de la oficina del alto comisionado de la Onu para los Derechos Humanos. “[La balacera] sugeriría que [lo que está en juego] no es simplemente el desencadenante inmediato de la protesta, que fue un aumento en los precios del combustible, sino problemas mucho más profundos que persisten en el país”, remachó.

Escenas de disparos, con poblaciones convertidas en auténticos campos de batalla, se prodigaron a lo largo de toda la geografía iraní. A partir del 15 de noviembre, más de ochenta localidades fueron escenario de turbas enfurecidas, que proyectaban su enfado en el bloqueo de calles y carreteras o en el ataque a edificios e instalaciones energéticas. De acuerdo con recuentos gubernamentales, 731 bancos fueron atacados, así como 140 sedes del gobierno, más de cincuenta cuarteles y 70 gasolineras. Pero no existe un balance oficial de víctimas mortales. Amnistía Internacional contabilizó más de trescientas y más de un millar de arrestados, aunque Teherán rechaza tales cifras.

Las detenciones se sucedieron incluso 40 días después del inicio de las manifestaciones, cuando la conmemoración de las muertes ocurridas congregó a un número inferior de manifestantes cerca de camposantos y en el centro de algunas ciudades. “El testimonio desgarrador de testigos presenciales sugiere que, casi inmediatamente después de que las autoridades iraníes masacraran a cientos de personas que participaban en las protestas a nivel nacional, continuaron orquestando una represión a gran escala diseñada para infundir miedo y evitar que alguien hablara sobre lo que sucedió”, dijo el 16 de diciembre Philip Luther, director de investigación de Oriente Medio y África del Norte en Amnistía Internacional.

Las protestas se concentraron en las provincias del sur y del oeste de Irán, como Kermanshah y Juzestán, zonas habitadas por iraníes de las minorías étnicas kurda y árabe. Coinciden, además, con las áreas más empobrecidas del país. No es casualidad, por lo tanto, que los ímpetus separatistas hayan tenido un tradicional arraigo entre sus poblaciones. Teherán ha culpado a sus enemigos políticos regionales e internacionales, principalmente a Arabia Saudita, Estados Unidos e Israel, de espolear el descontento a través de las redes sociales –otro argumento para los cortes de Internet– y poner a la población en contra de la República Islámica. Y peor, de facilitar armamento y apoyo logístico a células amadas para actuar en favor de sus intereses.

Tras el último brote de protestas, Irán volvió a arremeter contra sus enemigos extranjeros. El líder supremo de Irán, Alí Jameneí, la figura que tiene la última palabra en todas las cuestiones de Estado, culpó del mayor levantamiento social desde las protestas poselectorales de 2009 –entonces capitalizadas por la clase media y por razones puramente políticas– a una “profunda, vasta y muy peligrosa conspiración” orquestada desde el exterior. “El pueblo la ha derrotado”, añadió cuando la situación volvió a su cauce, e hizo hincapié en el papel adoptado por sus fuerzas leales.

Aunque Jameneí insistió en retratar al grueso de los manifestantes como “alborotadores” y “hooligans”, finalmente también dedicó minutos a reconocer las razones de la indignación. En un discurso posterior a las protestas, llamó a las autoridades judiciales, directamente dependientes de él, a mostrar “piedad islámica” con los manifestantes, y distinguir entre quienes se manifestaron por la subida del precio de la gasolina y quienes incurrieron en actos de pillaje y destruyeron la propiedad pública. Abrió la puerta incluso a reconocer como “mártires” a algunos de los muertos, parte de ellos agentes del orden agredidos por algunos manifestantes armados. Irán concurrirá en unas elecciones parlamentarias el próximo 21 de febrero, y los partidos rigoristas –próximos a Jameneí– buscan ganar cuotas de poder en el Maylés a costa, en parte, del paulatino embrutecimiento de la imagen del gobierno centrista del presidente Hasan Rouhani, que ha alcanzado nuevas cotas negativas en esta última crisis.

LA REBELIÓN DE LOS MOSTAZAFAN.

Más allá de Jameneí, un debate agrio se abrió en Irán en torno a las razones que sacaron a la calle a tantos vecinos. Mientras la cúpula del poder justificó la virulenta respuesta y señaló mayormente al exterior, diputados y líderes sociales reformistas, e incluso clérigos de escalafones intermedios, han dado también la voz de alarma acerca de cómo la reciente eliminación de subsidios a la gasolina, razón del último estallido de protestas, podría aumentar el número de ciudadanos que viven bajo el umbral de pobreza.

Irán, tercer país del mundo por reservas de petróleo probadas, es también una de las naciones con un mayor consumo de combustible per cápita. Es, asimismo, uno de los lugares del planeta donde la gasolina es más barata, pese a que su infraestructura petroquímica es vetusta y precaria debido a años de sanciones y mantenimiento deficiente.

La gasolina a precios populares fue una medida introducida tras la violenta guerra entre Irak e Irán de la década de los ochenta. El gobierno trató entonces de reactivar la economía en línea con una de las líneas directoras de la revolución del 79 que depuso al sha: la defensa de los oprimidos, los llamados mostazafan en persa. Un soporte económico prolongado a los más necesitados era, a la postre, una garantía de conservar del lado del establishment a aquellas capas de la población más susceptibles a eventuales revueltas.

Con el tiempo, las clases humildes, que conforman el grueso de la población y tienden al conservadurismo, se han convertido en soporte crucial de la República Islámica. De ahí la inquietud que la última oleada de manifestaciones ha provocado en el seno del poder. Los réditos de la venta de crudo sirvieron para financiar toda una serie de planes de subsidio a bienes básicos de consumo, entre ellos la gasolina, con todas sus implicancias medioambientales. Su primera consecuencia fue alumbrar una sociedad fuertemente dependiente del vehículo privado, ajena al desarrollo del transporte público; la segunda, crear un sistema vulnerable a un método de sanción recurrente en manos de la comunidad internacional: el veto a importar crudo.

Por eso, cuando el presidente estadounidense, Donald Trump, se retiró del acuerdo nuclear firmado por su predecesor, Barack Obama, en 2018, y reimpuso un régimen de sanciones leonino, las arcas iraníes sufrieron un fuerte varapalo. Con los primeros compases de las sanciones, el rial perdió un 70 por ciento de su valor. El Fondo Monetario Internacional previó que la economía iraní se contraería un 9,5 por ciento en 2019, con una caída del 4,9 por ciento acumulada del ejercicio anterior. La inflación se ha disparado desde el adiós de Trump al pacto atómico, hasta situarse en torno al 40 por ciento.

Casi ninguna de las recetas del Ejecutivo para paliar las consecuencias de tamaño golpe, que ha dañado primeramente a los más vulnerables, ha resultado exitosa. Todo ello en una economía compleja, dominada por un gran sector semiprivado controlado por agentes del líder supremo, y donde el 50 por ciento del Pbi es dominado por grandes fundaciones religiosas que no pagan impuestos.

Numerosos economistas han alertado reiteradamente de los peligros de tal sistema y han propuesto reformas. Una de ellas era, justamente, el controvertido recorte de subsidios a la gasolina, que con la medida anunciada el 15 de noviembre pasado pasó a valer el doble de la noche a la mañana y a costar 1,35 dólares el galón, mientras se impuso un límite de 15,85 galones mensuales por vehículo privado. Desde el primer momento, la intención del gobierno era hacer de esta una medida que impactara en el bolsillo de las clases pudientes. Pero la creciente disonancia entre las elites políticas y la población, la falta de cobertura mediática y la rápida respuesta represiva ensombrecieron la medida compensatoria propuesta: parte de las ganancias obtenidas con la venta de gasolina al nuevo precio se transferirían directamente a los bolsillos de las familias más vulnerables.

Según medios iraníes, dos tercios de los 80 millones de ciudadanos del país se beneficiarán de estos subsidios directos, que ya han comenzado a enviarse. El economista iraní residente en Estados Unidos Djavad Salehi-Isfahani se muestra partidario de esta fórmula. “Las nuevas transferencias pueden marcar la diferencia alrededor del umbral de pobreza, recortándola 3,4 puntos porcentuales”, señaló en un reciente análisis en su blog. Según sus cálculos, 2,8 millones de iraníes, especialmente aquellos residentes en zonas rurales, podrían abandonar la pobreza gracias a la reforma en el precio del carburante.

GASOLINA AL FUEGO.

A pesar de la tímida mejora de la calidad de vida que la reforma iraní puede brindar a las clases populares, la situación económica de la mayoría de la población aún es precaria. Mientras las sanciones han logrado reducir al mínimo la habilidad de Teherán de vender petróleo, su principal fuente de riqueza, y han entorpecido sus relaciones comerciales y financieras con el exterior, la población sufre las consecuencias de la subida de precios y de la carestía de ciertos bienes de importación. Uno de los principales es la medicina, razón por la que ya se registran muertes por cánceres que no han podido ser tratados de la mejor forma, debido a la falta de recursos médicos y económicos.

El gobierno ha definido la situación como “guerra económica”. Y aunque la mayor parte de la población atribuye el estado aciago de las cosas a la corrupción y a la mala gestión política, la estrategia de “presión total” declarada por Washington hace estragos en la conciencia de los iraníes, que se ven atrapados en una disputa entre dos frentes. Son conscientes de que la presión externa no hace más que elevar la presión interna. El mismo presidente Rouhani reconoció en los últimos compases del año que parte de sus promesas de campaña electoral, como mejorar la calidad de vida y garantizar más derechos y libertades (véase “El equilibrista Rouhani reelecto”, Brecha, 25-V-17), no han sido cumplidas. “Hicimos aquellas promesas en tiempo de paz, no de guerra; no lo escogimos”, se ha escudado el dirigente, cada vez más cuestionado por su propios votantes. Entretanto, la tensión regional no deja de crecer. Es la consecuencia directa de una política con la que la Casa Blanca dijo que aplacaría a Irán, pero que, un año después, sólo ha logrado elevar la temperatura en todo Oriente Medio hasta el borde de una guerra catastrófica, cargar de razones y reforzar políticamente a la línea dura dentro de Irán, partidaria de más porra y securización física y digital del país, y empobrecer todavía más a la resignada población. Trump ha logrado justo lo contrario que su criticado Obama.


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