Un encapuchado entra un domingo al bar del pueblo y mata de dos balazos en el pecho a un bebedor solitario en su propia mesa. Otro día, en un pueblo fronterizo hondureño, padre e hijo son asesinados a balazos en una emboscada cuando se movían en una moto. En otro poblado rural de Nicaragua, un funcionario de la alcaldía local es cazado a balazos cuando después de la jornada de trabajo se dirigía a su casa. Otro campesino es atacado en su rancho por un grupo de hombres armados. Su cuerpo queda con cuatro balazos.

Estas muertes son parte de una lista más grande que registra la experta en temas de seguridad pública, Elvira Cuadra, con la información de los medios de comunicación. Desde octubre, cuando entra el encapuchado al bar, hasta este mes, cuando asesinan a otro campesino que se refugiaba en Honduras, Cuadra cuenta 29 asesinatos en una pequeña región rural del país. En la mayoría observa un patrón que la lleva a concluir que se tratan de ejecuciones sumarias y selectivas.

 

Estas ejecuciones están a cargo de células paramilitares y a criterio de la experta, marcan una nueva etapa en la represión que sostiene el régimen de Daniel Ortega en Nicaragua desde abril de 2018.

Hasta noviembre del año pasado, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos registró 325 personas muertas como resultado, principalmente, de la violenta represión con que el régimen de Daniel Ortega enfrentó las protestas ciudadanas. Hay, sin embargo, organismos nacionales que calculan en más de 500 los asesinatos.

La mayoría de los asesinatos se produjeron cuando Daniel Ortega ordenó las llamadas “operaciones limpieza” que ejecutaron caravanas de paramilitares dotados de armas de guerra contra los ciudadanos que se defendían en tranques o barricadas con morteros artesanales en ciudades y carreteras.

 

La cantidad de muertos de esta etapa podría ser mayor. “No todas las familias de los asesinados hicieron uso de su derecho de denunciar para demandar justicia. Calculo que solo lo hizo una tercera parte“, dice el abogado Gonzalo Carrión, un funcionario del Centro Nicaragüense de Derechos Humanos (CENIDH) que huyó al exilio perseguido por el régimen.
Los asesinados en los últimos meses no están en ninguna lista. El patrón que sigue la mayoría de los asesinatos, lleva a concluir a la socióloga Elvira Cuadra que se trata una nueva etapa de la ola represiva.

De los 29 asesinatos analizados, dice Cuadra que en nueve casos las víctimas “tienen un claro vinculo político con un partido opositor o con el movimiento cívico de protestas”. Varios son funcionarios de alcaldías no sandinistas que apoyaron los tranques. En otros 12 casos, la forma en que se produjeron los asesinatos lleva a sospechar que fueron ejecutados por elementos paramilitares. “Tenemos 21 casos que tienen una motivación política”, dice. “Los otros pueden ser delitos comunes”.

Óscar Noel Herrera, asesinado en la mesa del bar, era asesor legal de la Alcaldía de Wiwilí (Jinotega) y miembro del Partido Liberal Constitucionalista.

Edgard Montenegro Centeno y su hijo Yalmar Montenegro Olivas, eran originarios de Jinotega y se habían refugiado en Honduras desde hace casi un año, porque eran perseguidos después de participar en la protestas.

 

Montenegro Centeno había pertenecido a la guerrilla contrarrevolucionaria que combatió al gobierno sandinista en los años 80. A ambos los mataron el 27 de junio pasado en el municipio fronterizo hondureño de Trojes, donde se refugiaban.

Hoy los asesinos sandinistas celebran que terminaron con la vida de mi padre y mi hermanito mayor. Los héroes de mi vida; pero lo que dan es lástima, porque lo único que ganaron es el pasaje al infierno por tantas vidas que llevan ya en su lista“, expuso en Facebook una hija y hermana de los asesinados.

Francisco Sobalvarro, otro excontra originario del departamento de Jinotega, fue asesinado el 13 de julio pasado en el mismo municipio hondureño de Trojes, donde se había refugiado.

Néstor Uriel Aráuz Moncada era director del área de Servicios Municipales de la Alcaldía de Wiwilí. La misma donde trabajaba Oscar Noel Herrera. Araúz fue asesinado a balazos el 21 de febrero cuando regresaba en moto a su casa después del trabajo.

 

Además del vínculo político en la mayoría de los casos, Cuadra menciona otros elementos que la llevan a identificar un patrón. “La mayoría de los asesinatos están localizados en cierta zona geográfica, Wiwilí, San José de Bocay y el Cuá; se usan armas de fuego y de guerra. En los años 90, solo entre el 50 y el 55 por ciento de los asesinatos se producían con armas de fuego”, dice.

Señala también que los asesinatos son ejecutados por grupos de tres personas. “O sea, son grupos, pequeños, pero organizados, que están usando armas de fuego“.

Aunque 29 muertos pueden parecer pocos en nueve meses, Cuadra asegura que la cantidad es “inusual” para la región geográfica en que se producen.

No solo es un asunto de números, sino de nivel de violencia. Se ha incrementado el nivel de saña y de organización“, señala.

 

La respuesta de la Policía a estos asesinatos ha sido pobre. “La Policía llega, levanta expediente y no se sabe qué pasa con eso. O tarda en llegar o no llega”, dice.

“Indudablemente el incremento de la violencia y la inseguridad son una consecuencia directa de la crisis por varias razones: porque la Policía ha dejado de atender sus funciones y misiones ordinarias para dedicarse a las acciones de represión; porque el gobierno ha alentado y facilitado la conformación, actuación y la impunidad de los grupos paramilitares integrados por simpatizantes fanatizados, y porque hay una clara política de criminalización, persecución, vigilancia y agresiones a líderes sociales, especialmente prisioneros políticos excarcelados y aquellos que están en las zonas rurales“, concluye Cuadra.