Siguen las manifestaciones preparando la seguidilla de convocatorias de marzo que harán salir hasta a los muertos de sus tumbas
En el medio la espantada de gente que corre a refugiarse detrás de los árboles, de todas partes salen primera línea: llevan piedras, palos, escudos de cartón y lata, y van a detener un camión blindado. Son los que van a recibir los palos, pero no les importa. Todos quieren estar allí, adelante. “Con todo, si no, ¿pa’ qué?”, muestra un escudo en letras rojas. En la parte de atrás, en letras chiquitas, tiene escrito “Resiste”.
“No tenemos miedo”, dicen cuando les pregunto. Una tarde estaba todo el mundo disfrazado de superhéroe: uno llevaba un traje de dinosaurio y otro llevaba un casco estilo medieval. No sólo no tienen miedo a los carabineros, sino que, además, se ríen en su cara.
“Hasta que la dignidad se haga costumbre”, expresan los grafitis, en todas las calles de las ciudades por las que pasé en Chile.
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Hoy es lunes. Todos los días, a las cinco de la tarde, en los alrededores de la Plaza de la Dignidad empiezan a congregarse manifestantes y curiosos. Toman cerveza, arman tabaco, bailan. La mayoría de ellos sólo están sentados en los cordones de las veredas. En la zona no quedan semáforos ni señales; el tránsito lo dirigen inspectores en horas pico y cualquiera que se calce un chaleco amarillo a cambio de unas monedas el resto del tiempo.
Lo que era la entrada del metro de Baquedano, incendiado durante las protestas masivas de octubre, es ahora un lugar de peregrinación para turistas y manifestantes. Exhibe obras de arte callejero y una muestra sobre femicidio. “Los lunes son tranquilos; los complicados son los viernes”, señala un chico de unos 20 años, sentado sobre la barandilla. “Yo vengo todos los días, después de trabajar. No estoy en primera línea, pero vengo y me siento aquí para apoyarlos.”
Un chico sin camisa y con una máscara de Anonymous activa un extintor en medio de la calle, envolviendo la esquina en una nube amarillenta y espesa. Cuando se le termina, lo deposita en una hilera en la rotonda de la plaza, a modo de barricada, cortando el tránsito. Varios chicos caminan entre los autos levantando extintores vacíos. Un ómnibus frena y les pasa uno nuevo por la ventanilla.
Sobre la avenida Vicuña Mackenna prenden una barricada con ramas, tablas y botellas de plástico. “Dejamos pasar sólo ambulancias, bomberos y autos que lleven niños o ancianos”, dice un primera línea. Tiene la cara tapada, pero como el calor es agobiante y no lleva camiseta, deja al descubierto sus tatuajes en la espalda. Se lo digo y se ríe. “No necesitan pruebas para llevarte. Si te agarran, te acusarán sin pruebas, estés o no estés en la barricada. Pero tienen que agarrarme.”
A las cinco de la tarde, puntuales, llegan los carabineros a despejar la zona. Si hay miles o si hay pocos, si hay barricadas o no hay barricadas, lanzan gases, agua, y se posicionan en las esquinas formando una hilera con los escudos delante.
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Llega el viernes. Miles bajan por la Alameda. Por toda la avenida golpean ollas y sartenes, lanzan piedras contra las chapas de los comercios, adoquines contra el zinc de las paradas de ómnibus. Cuando la tensión sube, el repiqueteo se hace más rápido, ensordecedor. Hay cuatro blindados rodeando la plaza, dos en el puente que cruza el río Mapocho, dos a media cuadra, en Ramón Corvalán y la Alameda, dos bajando por el Parque Forestal y otros dos se divisan inmóviles por la avenida Vicuña Mackenna. Impresionan tantos juntos.
Un griterío recorre la multitud en el Parque Forestal, y todos corren hacia el puente que cruza el río Mapocho. “¡Un molo! ¡Ha sido un molo!”, se escucha que gritan los manifestantes. Una columna ligera de humo se eleva entre los árboles, un fuego azulado arde un momento sobre el capó de un blindado y se apaga. Un molotov dio en el blanco. Al instante suenan las sirenas. Los capuchas corren como gacelas entre los árboles. “¡Encerrona! ¡Encerrona!” La gente empieza a correr en todas direcciones. Los que ofrecen cigarrillos cubren sus cajas con nailon y levantan vuelo. Una señora que vende agua y refrescos aprieta el carrito contra su cuerpo y se queda inmóvil. Los rescatistas forman una fila contra la pared con sus escudos delante.
Por la calle avanza un “zorrino”, el blindado que tira gas lacrimógeno por los laterales. Todo queda envuelto en una nube grisácea. Arriba, atravesando la Alameda, un pasacalles dice: “Por el derecho a respirar en paz”. De un móvil bajan los carabineros y avanzan, despacio, en línea recta.
“Tú, quieta aquí –me tira una mano detrás de una columna–, o quedarás en la línea de combate. Corre cuando yo te diga.” Una lluvia de insultos, escupitajos y pedradas cae sobre los carabineros. “¡Paco perkin! ¡Paco jalero! (1) ¡Violadores, asesinos! ¡Tu esposa te está cagando!”, (2) gritan los manifestantes. Desde el blindado una lluvia de gases lacrimógenos corta la vía de escape. Detrás de la columna nos apilamos diez o 15 personas, a salvo de piedras y balines, pero no de los gases. La gente tose y se retuerce asfixiada. “¡No se muevan, no se muevan!”, ordena alguien. En la calle suenan las estampidas de las bombas lacrimógenas y las piedras que rebotan contra el cemento.
Los carabineros empiezan a correr detrás de los encapuchados, con pasos torpes debajo de sus trajes, blandiendo cachiporras y escopetas de perdigones, pero los capuchas ya están muy lejos, mezclados con la multitud en la Alameda. Esta vez, se salvaron. Un señor, con dos perritos pekineses, sale de un edificio, con una mascarilla antigás en la boca. Pasa delante del blindado con gesto indiferente y sigue de largo.
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Frustrados, los carabineros destrozan –una vez más– el memorial de Mauricio Fredes y se llevan un escudo del Capitán América como trofeo. Mauricio Fredes falleció durante la represión con un carro lanzaagua el viernes 27 de diciembre del año pasado. Según el parte médico, falleció por inmersión al caer dentro de un pozo abierto en la vereda. El lugar se ha convertido en un centro de peregrinación para los manifestantes, que exhiben allí los proyectiles que les tiran los carabineros. “Cae uno, nos levantamos todos”, se lee en la pared.
Por un momento la manifestación parece estar en paz. Un grupo de danza hace una performance bailando con trajes típicos, y una banda con tambores y trompetas atraviesa la Alameda tocando música. Una niña vestida con un mono de calavera salta junto a su padre: “El que no salta es paco”. A lo largo de la Alameda, sentados en fila, serenos pero alertas, todos empapados, los primera línea comen lentejas en platos de plástico. Sonríen para la foto. La comida, que cocinan con donaciones, la distribuyen colectivos como Lenteja Combativa.
El griterío y las sirenas anuncian que en la primera línea se reanuda la represión. Vuelve el “guanaco” a despejar la calle en la que miles se manifiestan. A lo lejos veo girar como serpentinas las bombas lacrimógenas hacia la derecha, y luego hacia la izquierda, devueltas por los manifestantes. En la plaza la multitud festeja con vítores cada vez que un carro armado se ve obligado a retroceder ante la primera línea.
Cruzando la calle, un hombre de unos 50 años, a cara descubierta, vestido dejeans y camisa celeste, levanta un cascote de cemento sobre su cabeza y lo lanza jadeante sobre el cordón de la vereda. El cascote rebota, pero queda intacto. El hombre lo levanta una y otra vez, hasta que el pecho de la camisa se le empapa de sudor. El cascote se rompe en mil pedazos, el cordón de la vereda se agrieta, y un chico de unos 20 años, con una remera amarilla envuelta en la cabeza, arranca los fragmentos haciendo cuña con un trozo de hierro. Varias chicas juntan los fragmentos y los meten en mochilas y bolsas.
Bajo lo que fue un portal de un edificio antiguo, un grupo de chicos y chicas vestidos de negro, con capucha y guantes, hacen pared, mientras otros tantos mezclan sustancias de varios bidones en botellas pequeñas y las apilan con cuidado contra la fachada. Son los matapacos, los que tiran los molotovs.
Delante, van los escuderos. Detrás, los que tiran piedras, bombas de tinta, hondas y molotovs. Más atrás está la segunda, los que apagan los gases lacrimógenos, y luego los que ayudan rociando espray con agua de laurel o bicarbonato para contrarrestar el efecto de los gases, los que llevan ropa extra para que los que están empapados puedan cambiarse, los que reparten comida, los que tocan música.
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Por hacer, portar o tirar un molotov, se arriesgan a penas de hasta diez años de cárcel. Pero la ley es lo de menos.
—El miedo no es la cárcel –dice R, un primera línea que ha estado aquí desde octubre–, lo que pasa aquí es que puedes desaparecer. Hay cabros a los que se llevaron y no sabemos dónde están.
—¿Cómo que no saben dónde están?
Se encoge de hombros. No saben dónde están y listo. Es alto y flaco, tendrá 25 o 30 años. Viene todas las tardes después del trabajo. Se cambia de ropa, se viste de negro y se cubre la cara con una máscara. En su trabajo nadie lo sabe, podrían echarlo.
—No estoy aquí por mí, estoy aquí por todos. Para que podamos estudiar todos, para que podamos tener una jubilación digna todos. Esto no es de ahora, siempre ha sido así. Aquí la dictadura nunca terminó. Pero ya basta de tener miedo.
Si los carabineros agarran a uno, lo apalean hasta cansarse. No importa si estaba en la manifestación o sólo iba de su casa al trabajo. Apaleado se queda. Eso corre para todos: manifestantes, transeúntes, periodistas, voluntarios médicos o rescatistas.
Sólo en el contexto de la revuelta social iniciada en octubre, el Instituto Nacional de Derechos Humanos de Chile registra 158 querellas por violencia sexual, cuatro de ellas, violaciones, y 770 querellas por torturas y tratos crueles. Hay al menos 405 personas con pérdidas oculares, y más de 2 mil heridos por disparos.
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Los heridos serían muchos más y más graves si no fuera por los voluntarios que prestan servicios médicos y por los rescatistas que se quedan cerca de la zona de combate para sacar a los heridos. Hay 15 o 20 grupos que prestan asistencia; muchos son médicos, o estudiantes, enfermeros, dentistas.
“Somos neutros –dice R, de la Fundación Cruz Azul–. Atendemos a manifestantes o a carabineros indistintamente, a quienes estén heridos.” Pese a esta neutralidad, los carabineros los amenazan, los golpean y gasean como si fueran el enemigo. Mientras espero para hablar con ellos, el “guanaco” nos rocía a todos, desde lejos. “Atendemos a gente intoxicada por el gas, con quebraduras o golpes por el chorro del ‘guanaco’, cortes, heridas por perdigones, de todo. Hay momentos en que disparan más perdigones, y hemos atendido a personas con pérdidas oculares o heridas profundas. En otros momentos les han agregado diferentes químicos al agua y a los gases lacrimógenos, y hay personas con la piel quemada.”
Pese a que la evidencia de abusos es clara, el gobierno no ha tomado en cuenta el testimonio de decenas de voluntarios. No sólo eso: muchos están allí de forma muy discreta, porque les han dicho en sus trabajos que sería mejor que no participaran de la revuelta de ninguna manera. Para el gobierno, la revuelta no existe, es invisible.
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Dos niños, de 12 o 13 años, agitan el fuego en una barricada. Tienen máscaras antigás como las que se usan en la construcción, pero más chiquitas.
—¿De dónde sacaron las máscaras profesionales?
—Nos las hizo su padre, que trabaja en la construcción.
Les pregunto con quién vinieron.
—Solos –responden encantados–. Venimos siempre que podemos. Cuando se arma la guerra, todos somos amigos de todos.
Los volví a ver como a las 11 de la noche, ya sin máscaras, en la entrada de mi edificio. Escapaban de una encerrona nocturna en el parque Bustamante. Una vecina les daba agua y les decía que volvieran ya a sus casas.
Al día siguiente, por la Alameda, escapando de la represión con chorros de agua, casi tropiezo con otro niño que no tendría más de 8 o 10 años de edad. Corría junto a otros tres o cuatro chicos, vestidos con shorts y camisetas de un equipo de fútbol.
—¿Dónde vives? –le preguntó una mujer, intentando agarrarlo.
—En una casa con puertas y ventanas, como todo el mundo –responde el niño, desafiante.
—No te enfades, sólo queremos cuidarte –insiste la mujer–. ¿Dónde están tus padres?
—Están en casa, como todos los padres –vuelve a espetar el niño, y corre junto a sus amigos al grito de “¡Paco culiao! ¡Renuncia, Piñera!”.
Es posible que fueran del Sename, el desprestigiado Servicio Nacional de Menores. Un rumor no confirmado dice que muchos de los que pelean en primera línea son “chicos del Sename” y que por eso no tienen nada que perder. La mayoría de las personas que vi allí no lo eran, y sí tenían mucho que perder.
Un informe de 2017 de la Policía de Investigaciones, publicado por Ciper, concluyó que en el 100 por ciento de los centros que administra el Sename y en el 88 por ciento de los gestionados por particulares se constataron abusos (Ciper, 2-VII-19). En los muros de Santiago se lee, por todas partes, “No + Sename”, y su reforma es una de las reivindicaciones de los manifestantes. Hay al menos 100 presos de la revuelta que son menores de edad, algunos de ellos derivados al Sename.
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En el barrio Yungay, la Coordinadora por la Libertad de lxs Prisionerxs Políticxs18 de Octubre organiza un conversatorio. El salón está repleto, y decenas de personas quedan de pie casi hasta la puerta de entrada. Muchos de los detenidos durante la revuelta –se estima que más de 2.500 personas han sido arrestadas, pero no hay una cifra exacta– nunca antes habían participado en una manifestación, y sus familias están desconcertadas. De a uno se ponen de pie y hacen sus consultas. ¿Qué hacer si los cambian de lugar sin avisar? ¿Cómo agilizar los procedimientos? ¿A quién denunciar los abusos dentro de las cárceles?
La madre de M llora desconsolada en el hombro de otra mujer. Su hijo, de 29 años, está en prisión, acusado de tirar un molotov. Desde ese día, su vida gira en torno a consultar con abogados, averiguar los derechos de su hijo, intentar visitarlo, descubrir las violaciones a los derechos humanos que existen en las cárceles, las mafias que operan dentro y el absoluto desamparo legal en el que se encuentra. “Uno no piensa en lo que ocurre en las cárceles hasta que le toca de cerca”, dice después de que se calma.
La coordinadora también tiene un punto de acopio, donde reciben donaciones para los presos y sus familias. Organizan rifas y eventos para conseguir financiamiento, porque tanto psicológica como económicamente las familias están muy afectadas. El objetivo es que la situación de los presos sea pública, que se los considere lo que son, presos políticos, y poder tomar acciones todos juntos.
“Ser antisistema es fácil fuera de la cárcel. Adentro, no”, testimonia un chico que estuvo preso dos meses y fue liberado. “Las autoridades quieren invisibilizarte, quebrarte. Utilizan lo que tienen a su alcance, sobornan a otros presos a cambio de cigarros o droga para acosarte. Ahí adentro no nos defiende nadie, salvo nosotros mismos. Tenemos que estar unidos, saber quiénes somos. Otros presos me preguntaban: ‘¿Por qué hiciste eso si no ganabas dinero? ¿De qué te sirve?’ No lo entienden.”
R está preso por desorden público. Su madre siempre supo que participaba en la revuelta y lo apoya. “Mi hijo me pregunta si sigue la revuelta, y yo le cuento que sí. Está completamente aislado y no sabe nada de lo que está pasando, pero me dice que si afuera están resistiendo, puede resistir él también
.”
Notas
1) A partir de la difusión de imágenes en las que los carabineros consumen cocaína antes de salir a reprimir, algo que el gobierno desmintió alegando que se trataba de mentholatum para contrarrestar los efectos del gas lacrimógeno que ellos mismos tiran a los manifestantes.
2) Debido a un video viral por el que se descubre que la esposa de un carabinero le es infiel con otro carabinero.