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Ecuador: Espacios culturales autogestionados: saberes activos por una vida digna

Paola de la Vega V. :: 12.02.20

En los últimos años, Quito ha visto emerger, clausurar y cerrar por agotamiento, decenas de espacios culturales autogestionados. Algunos de los que se mantienen están agrupados actualmente en la Red Comuna Kitu, son de carácter polifuncional, responden a tipologías y estructuras organizativas diversas -legalmente constituidas o no- y se articulan en antiguas casas comunales barriales, casas okupa, familiares, comodatos o espacios arrendados. En todos los casos, posibilitan no solo la experimentación creativa sino también política; esta última se expresa en lo que esta Red ha conceptualizado como un “ethos de trabajo colaborativo”. Ahí está, precisamente, su inmenso valor: formas asamblearias, trabajo en red, metodologías pedagógicas en colaboración, desarrollo de modos de gestión basados en economías feministas y comunitarias.
Están aprendiendo a trabajar sin partidos políticos, con lo que contribuyen a la creación de nuevos sujetos sociales en la medida de su mayor o menor arraigo en su barrio o comunidad (no mayor o mejor capacidad de propaganda).

Espacios culturales autogestionados: saberes activos por una vida digna

 
 

En los últimos años, Quito ha visto emerger, clausurar y cerrar por agotamiento, decenas de espacios culturales autogestionados. Algunos de los que se mantienen están agrupados actualmente en la Red Comuna Kitu, son de carácter polifuncional, responden a tipologías y estructuras organizativas diversas -legalmente constituidas o no- y se articulan en antiguas casas comunales barriales, casas okupa, familiares, comodatos o espacios arrendados. En todos los casos, posibilitan no solo la experimentación creativa sino también política; esta última se expresa en lo que esta Red ha conceptualizado como un “ethos de trabajo colaborativo”. Ahí está, precisamente, su inmenso valor: formas asamblearias, trabajo en red, metodologías pedagógicas en colaboración, desarrollo de modos de gestión basados en economías feministas y comunitarias.

Por Paola de la Vega V.

Jóvenes “empíricos” o formados en artes y campos afines se juntan en estos proyectos inclasificables y desectorizados. Se sitúan en las fisuras de las políticas institucionales, no temen hablar de mercado y trabajo -de hecho, varios autogestionan ferias, cafés, salas de artes escénicas, estudios de grabación, tiendas de productos diseñados por miembros de sus colectivos, fiestas y eventos-, es decir, reconocen al mercado como un modo de intercambio-; sin embargo, rechazan ser encasillados en definiciones rígidas emprendedoras neoliberales que ponen en riesgo sus procesos de experimentación colectiva y autónoma. Consideran que la cultura, en su sentido antropológico, amplio y abarcativo, transforma relaciones sociales, las formas de vivir juntas y de convivir en diferencia; pero sus convicciones no son suficientes: la preocupación por la sostenibilidad, las tensiones internas, el cansancio propio de las labores más ingratas de la gestión, las amenazas constantes de cierre a causa de un Estado débil y la consecuente vulneración de sus derechos culturales son su campo diario de batalla.

La experimentación política que permea sus formas de gestionar lo cultural se constituye de prácticas y saberes que no se nombran ni contemplan como válidos en la racionalidad técnica instrumental de la política pública. De estas prácticas, algunas apuntan al reconocimiento estatal que facilite sus condiciones de trabajo, y otras son modos de hacer que no se dejan incorporar ni institucionalizar. En esta línea, me interesa destacar las políticas domésticas, saberes cotidianos “no profesionales” y estrategias colectivas como parte del trabajo de base y de sus formas de resistencia y desobediencia. Las prácticas de gestión feministas y comunitarias, con las que estos espacios se identifican, desestabilizan la racionalidad estadocéntrica que administra la cultura, y a su vez alteran -como dice Marina Garcés – el mapa de lo político que nos encarcela en unas posibilidades de ser y de ver el mundo. Lo comunitario es capaz de recuperar los saberes con los que históricamente en el espacio doméstico, en el espacio de lo vincular, hemos salido de las crisis -afirma Silvia Rivera-. Esta es una de las características de la autogestión cultural que desafía lógicas institucionalizadas, que cuida la vida colectiva, y es el punto de partida para comprender el accionar de “las casas culturales” durante las movilizaciones de octubre pasado.

El informe emitido por Geografía Crítica define a los espacios de la Red Comuna Kitu como “expresiones de una ‘geografía de resistencia’ basada en la solidaridad, colaboración y auto-organización, que hicieron posible cubrir el abastecimiento de alimento, ropa, medicinas, implementos de limpieza personal, pero sobre todo de contención para los y las indígenas que participaban en las manifestaciones, y para la gran cantidad de jóvenes de Quito que participaron en las primeras filas de la resistencia al ataque policial.” En medio de discursos racistas y de una campaña de desprestigio de la solidaridad, gestores y artistas activaron comunidades de cuidados desde estos espacios utilizando estos “modos de gestionar no institucionalizados”; pusieron como centro a la materialidad de los cuerpos vulnerados y al cuidado de la vida como única agenda política. Está por demás decir que el cuidado feminista se despoja de nociones asistenciales que infantilizan los otros cuerpos mirándolos como “necesitados”. La situación de crisis más bien ayuda a evidenciar que no somos sujetos abstractos, somos cuerpos, codependientes y vulnerables, todos. Por otra parte, el cuidado ha implicado también ocuparse de las tareas abyectas, las domésticas -en el campo de las artes, muchas de ellas realizadas por gestores culturales-, las infravaloradas, las inútiles, aquellas que nos sostienen y contienen -en las movilizaciones: cocinar, lavar platos, atender niños y enfermos, armar redes logísticas, escuchar, contener…. La autogestión comunitaria las conoce de sobra.

Durante la crisis de las movilizaciones de octubre, cuerpos vulnerables y vulnerados ocuparon a “la casa cultural” como un espacio común que disputó sentidos de lo político, rompiendo los límites de la agenda artística-gremial o del mandato patriarcal de partido. En clave feminista, la condición precaria de esos cuerpos que se encuentran en esos espacios – como señala Butler- no los hace iguales, sino que los hace colectivo en la acción: la precariedad es la condición que los expone a los demás y los hace dependientes de ellos; la vulnerabilidad compartida abre, justamente, posibilidades de experimentación. No olvidemos -comenta Butler- que las decisiones políticas y ciertas prácticas sociales contextualizadas han hecho que se cuiden unas vidas y otras no. En Ecuador, las comunidades indígenas y los sectores populares que protagonizaron las protestas pertenecen a aquellos “cuidadores” a quienes les hemos negado históricamente el derecho a ser cuidados. ¿No es entonces esta forma de gestionar la vida, de cuidar estos cuerpos, un gesto político de resistencia y de interpelación al poder instituido, de parte de artistas y gestores articulados en estos espacios, durante las manifestaciones? Recordemos: “Salvar la vida” fue una de sus consignas. “No más muertos” gritaban en las calles los miembros pertenecientes a estos colectivos culturales autogestivos que acompañaron la marcha de las mujeres, el sábado 12 de octubre de 2019. “Esto es por una paz, pero no una paz simplista, sino una paz con dignidad” – comentó uno de los artistas durante la marcha-.

Los espacios culturales se autoorganizaron a partir de vínculos: grupos y organizaciones que trabajan por afinidades y cercanía afectiva. Las redes de confianza, como tejido presente que apoya su trabajo cotidiano, fueron centrales en la gestión colectiva de la crisis. En la contingencia surgieron las mingas y otros “modos de hacer” de saberes residuales y comunitarios que se activaron en el presente y que se usaron como tecnologías sociales colectivas, no solo en el espacio doméstico sino también en la calle: jóvenes artistas y gestores se dividían entre la cocinas, la gestión de donaciones, la entrega de alimentos preparados, el cuidado de guaguas y mujeres, el registro documental y la protesta. Otras herramientas claves del trabajo colectivo fueron también telegram y whatsapp.

Queda aún pendiente una autoreflexión común más profunda y un levantamiento de datos sobre la participación de estos espacios en el sostenimiento de la vida y la defensa de los derechos humanos. No dudo que estas acciones colectivas y feministas sean el semillero de otras formas de pensar lo político sin las cuales hoy resulta imposible clarificar otros escenarios de la acción cultural. Lo sucedido es una experiencia inacabada, una potencia para pensar la gestión colectiva y comunitaria, para reconocernos en esas prácticas que persiguen y son dignidad.

 


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