La evidencia objetiva de lo acontecido en Bolivia está al alcance de cualquier persona en el mundo, en la red Internet. Los tiempos que corren ya no dan cabida a mentiras y falsas verdades.
Se han fabricado, en ciertos países de Latinoamérica, y ahora más allá de la región, versiones política e ideológicamente contaminadas. Se propaló, interesadamente, la idea de que Evo Morales huyó del país a raíz de una revuelta racista o una asonada militar que ponía en riesgo su vida. En la última semana un publicitado estudio académico ha descartado el fraude registrado en el informe de la OEA.
Determinar si en Bolivia hubo o no un golpe no es algo que corresponde hacer a AMLO, en México, a Nicolás Maduro, en Venezuela, o al kirchnerismo argentino. Tampoco a ningún activista oficiosamente traído de otro país, y mucho menos a la maquinaria propagandística activada sobre todo en redes sociales.
La verdad histórica de lo sucedido en Bolivia es algo que únicamente pueden dilucidar los bolivianos, auténticos testigos y vívidos protagonistas de los acontecimientos de octubre y noviembre de 2019.
Morales renunció ni bien se hizo público el informe de auditoría electoral de la OEA, que confirmó y documentó innumerables adulteraciones, falsificaciones y manipulaciones en el resultado electoral.
Se fue cuando el fraude ya era inocultable, luego de tres semanas de un paro nacional y una movilización ciudadana sin precedentes en la historia reciente.
Quienes insisten en la teoría del golpe pueden fácilmente absolver sus dudas repasando las 50 horas de vacío total de poder que vivió el país, entre las 17:00 del domingo 10 de noviembre, momento en que renuncian el presidente y el vicepresidente, y las 18:50 del martes 12 de noviembre, cuando Jeanine Áñez asume el mando del país.
Fueron dos días en que todas las condiciones para cualquier tentación o aventura golpista estaban dadas.
Además de Morales y García Linera, habían renunciado los presidentes de las cámaras de Senadores y Diputados. La Asamblea Legislativa no sesionaba y daba largas para hacerlo. El centro político y todos los símbolos del poder estaban totalmente expuestos y desguarnecidos.
Pero lo peor nunca pasó. Se impuso la convicción y la madurez democrática. Los actores políticos y las propias Fuerzas Armadas obraron con responsabilidad institucional y observando las formas constitucionales.
Si alguien esperaba que efectivamente se consumara un golpe, para luego retornar al rescate de la democracia, falló en su cálculo.
Los militares solo salieron de sus cuarteles para contribuir a la restauración del orden y la seguridad interna del país. Y lo hicieron a pedido de la Policía, cuando esta fue rebasada por los grupos violentos y vandálicos que incendiaban, saqueaban y sembraban el pánico en las calles alteñas y paceñas y en otras ciudades del país.
Áñez asumió el mando del país en virtud del mecanismo de sucesión por renuncia y abandono del país de los dos mandatarios. Lo hizo no sin antes respaldarse en una interpretación del Tribunal Constitucional.
El mismísimo Morales, al renunciar, dijo que lo hacía “escuchando a (…) la Conalcam, la COB (y) la Iglesia católica”.
Evo tuvo la oportunidad de cambiar el curso del conflicto cuando los observadores electorales de la OEA le sugirieron allanarse a una segunda vuelta. Hizo todo lo contrario: se apresuró en proclamarse ganador en primera vuelta y asumió una actitud desafiante hacia la población movilizada. Entre sus planes no cabía la posibilidad de dejar el poder.
Podía, también, facilitar una sucesión ordenada del mando. Pero no. Optó por irse rápidamente del país, dando paso a esas 50 horas de vacío de poder que, de prolongarse por más tiempo, habrían derivado en un verdadero desastre. ¿O acaso era ese el plan de quienes luego intentaron incendiar el país?
Ni Gonzalo Sánchez de Lozada, en octubre de 2003 y en condiciones aún más críticas que las de Morales, abandonó el territorio nacional sin que antes fuese leída y aceptada su renuncia en el Congreso Nacional, para posibilitar así la activación inmediata del procedimiento sucesorio.
Repetir machaconamente la teoría del golpe, y ahora negar el fraude, constituye un abierto despropósito con los esfuerzos para pacificar y dar certidumbre al país. Y agrede, además, el sentimiento democrático de la población que se movilizó en legítima defensa de su voto.