Caminar hacia una articulación política de los balcones. Inmersos en lo que Pasolini hubiese llamado apocalipsis latente, transitamos hacia una política de lo común que lo muestra como abierto e incompleto, deseablemente imposible. Somos vulnerables, precarias, frágiles. Somos todo ello y, en consecuencia, somos comunidad.
Politólogo, jurista y estudiante de Humanidades en la Universidad Carlos III de Madrid @corrooch
El 11 de septiembre de 2001 marcó un antes y un después en muchos aspectos. Entre otros, lo que evidenció la serie de atentados efectuados por Al Qaeda en suelo estadounidense es la fragilidad de lo humano y lo precario de nuestros vínculos. Judith Butler habló de este momento histórico —así como de la violencia de la guerra desatada tras ellos— como el punto de quiebre en el que la crudeza del proceso de descomposición social quedó revelada: décadas de devaluación de los lazos sociales y dinámicas de disgregación que sobrecogen sin previo aviso.
La crisis del coronavirus, además de evidenciar el sesgo criminal de recortar en servicios públicos, nos abre los ojos a otra realidad: la noción de autosuficiencia es una mierda. Una absoluta mierda y, además, una mierda peligrosa. El neoliberalismo nos conmina a deshacernos de cualquier apego a nuestra vulnerabilidad —y a la de aquellos que nos rodean— para imponer el paradigma de la autarquía privada y construir sobre este todo un sistema de relaciones sociales, económicas, laborales o familiares. Las redes de cuidados y afectos, el estrechamiento de los lazos vecinales o comunitarios, el reconocimiento devoto y del personal sanitario o la nueva toma de conciencia de la desventaja estructural de las clases populares que han protagonizado los últimos días vienen a desafiar esta idea neoliberal de autosuficiencia.
La salida al balcón para aplaudir en reconocimiento de los sanitarios y en apoyo a la sanidad pública representa aquello que trasciende pese a todo
Debemos trabajar por reconocer en cada ventana una resistencia y una esperanza. La salida al balcón para aplaudir en reconocimiento de los sanitarios y en apoyo a la sanidad pública representa aquello que trasciende pese a todo. Se trata de un acto de solemnidad con una carga política avasalladora: terrazas y ventanales en Arganzuela, Lavapiés o Usera; en capitales y en pueblos de la España Vaciada. Así, asumiendo con Hannah Arendt que la imaginación es política, no debemos renunciar a poner a trabajar nuestra creatividad para imaginar nuevos escenarios en los que lo común ejerza de eje y lo público se revalorice.
El estado de alerta global provocado por el covid19 nos acerca a un escenario similar, de cuya gestión del mensaje depende que produzca efectos transformadores en el imaginario colectivo. Si algo ha grabado a fuego la crisis del coronavirus es la constatación de nuestras fragilidades y, por ende, de nuestra interdependencia. Si podemos luchar por un halo de luz en medio de una lucha que se obceca en traducirse en términos sanitarios, esa batalla tiene que estar centrada en revaluar y abrazar dicha precariedad constitutiva. La simbología de esta contienda está llena de balcones y aplausos, de hilos invisibles que unen fachadas y estrechan el sentido de comunidad.
Cambiar la primera persona del singular por la primera del plural es otro de los efectos cruciales que debería irrumpir tras la finalización del estado de alarma
En ese sentido, la situación de pandemia global ha echado por tierra cualquier intención, por remota que fuera, de ahondar en la noción autónoma del yo, frente a la revalorización que deberíamos encarar hacia una visión relacional de nosotros mismos. Cambiar la primera persona del singular por la primera del plural es otro de los efectos cruciales que debería irrumpir tras la finalización del estado de alarma. Se trataría, de alguna forma, de transformar lo excepcional del estado de excepción —el sentido constante de comunidad— en lo normal del estado de normalidad.
Siguiendo a Butler, no podemos olvidar que el Otro constituye nuestra propia identidad y la carnalidad más cotidiana de nuestro ser. La ceremoniosa salida a los balcones parte de esto y termina por constatar que no existe vida posible sin los Otros. No hay posibilidad de supervivencia sin sentirse comunidad, desde el sentido más fisiológico al plano más simbólico.
Es también por ellos, por las víctimas de una fría estadística que crece a diario, que debemos caminar hacia una articulación política de los balcones
Quizá sería iluso creer que el paradigma neoliberal de una individualidad exonerada de cualquier responsabilidad, instaurado en la ontología popular desde hace décadas, fuese a quedar liquidado por la intervención de un virus mundial, pero sería también pecar de ingenuidad el no visualizar las brechas, grietas y fisuras que estos días de comunión colectiva han producido en esa intentona sistémica de aislarnos y recluirnos. Más allá de los efectos que estas jornadas de excepcionalidad puedan producir en repensar el papel del Estado del Bienestar y de las políticas neokeynesianas, la incidencia del coronavirus en remover conciencias y estrechar lazos depende de las acciones políticas y las narrativas colectivas que se articulen a posteriori.
Además del drama de multitud de familias afectadas por los estragos más letales del covid19 en nuestro país, la (super)vivencia colectiva de una preocupación social y sanitaria de semejante calibre puede iluminar caminos en los que la vulnerabilidad se abra paso como un carácter a reclamar. Es también por ellos, por las víctimas de una fría estadística que crece a diario, que debemos caminar hacia una articulación política de los balcones. Inmersos en lo que Pasolini hubiese llamado apocalipsis latente, transitamos hacia una política de lo común que lo muestra como abierto e incompleto, deseablemente imposible. Somos vulnerables, precarias, frágiles. Somos todo ello y, en consecuencia, somos comunidad.