Hemos sido testigos de cómo se ha parado esa maquinaria que, aparentemente, no se podía parar, hemos visto como lo que parecía realmente importante para vivir no lo era tanto y estamos comprobando a diario qué es imprescindible para sostener la vida.
María Montesino
Socióloga y ganadera agroecológica. Forma parte de La Ortiga Colectiva.
https://lavoragine.net/habitando-entreparentesis-el-campo/
“Las razones de una vivencia son fibras que se entrelazan en una trama. El dibujo de la trama es la mera superficie. Para comprender la trama, para comprender por qué pasó lo que pasó, hay que seguir la fibra, no el dibujo. Tampoco acepto la mecánica de seguir cada fibra, una por una, se perdería el dibujo.”
Mario Muchnik
Este texto surge de conversaciones y reflexiones compartidas con algunas de las personas que forman parte de mi vida cotidiana, de lecturas y experiencias con-vividas. Nace también del tiempo que dedico a diario al cuidado de mis animales. No es más que una fibra dentro de una trama, una voluntad de compartir algunas de las cuestiones que me inquietan.
Hace unos días, cuando comenzó la cuarentena, recordé el comienzo del libro de Jaroslav Seifert Toda la belleza del mundo, cuya primera parte “Todo lo que ha quedado cubierto de nieve” comienza así:
“En la calma de la memoria, y sobre todo cuando cierro fuertemente los ojos, en el momento que quiero, veo los rostros de muchas bellas personas que he conocido en la vida y de algunas de las cuales fui amigo; entonces me vienen los recuerdos, uno tras otro, cada vez más hermosos. Y me parece que fue ayer cuando hablé con toda aquella gente. Aún siento el calor de las manos que estreché.”
Desde la calma de estos días pienso mucho en las manos de las personas que quiero, esas manos que cuidan, que alimentan, que cobijan, que animan, la mano como apéndice último del cuerpo, la mano y con ella el tacto, un tacto ahora sometido al paréntesis, a la ruptura, a la herida, al espectro, al vacío.
Hemos sido testigos de cómo se ha parado esa maquinaria que, aparentemente, no se podía parar, hemos visto como lo que parecía realmente importante para vivir no lo era tanto y estamos comprobando a diario qué es imprescindible para sostener la vida.
La crisis sistémica del capitalismo y sus neuras se viene pronosticando y debatiendo desde hace algún tiempo. Hablaba el otro día con un amigo del colapso energético, sobre cómo este sistema tenía que resquebrajarse por algún lado porque es insostenible para la vida ¿qué planeta soporta esta aceleración, el extractivismo, la turistificación global, la producción intensiva de alimentos?. Hemos visto cómo se gestan guerras por el petróleo, cómo viven confinados migrantes refugiados en esta Europa de los tratados, cómo se les deja morir en la mar, cómo se explotan comunidades y tierras por todo el planeta, cómo este modelo extractivista impera… pero como eso pasaba en un allí que no nos perturbaba en exceso, no nos sentíamos especialmente apelados. Sabíamos que este sistema genera discursos (en lo simbólico) y prácticas (en lo material) violentas, arranca la carne de los cuerpos vulnerables para recluirlos, invisibilizarlos o extinguirlos, sometiendo todo lo vivo al poder y al valor de cambio. Es paradójico que un microorganismo que no podemos ver a simple vista es el que está visibilizando algunos de los colectivos más vulnerables.
Lo que no es nombrado, no se ve en esta lógica capitalista panóptica, por eso es siempre interesante atender al proceso de construcción del discurso a través del uso de palabras y expresiones que van conformando una narrativa de “la crisis del coronavirus”. Ahora que “el enemigo” está aquí, ahora que se está construyendo socialmente y normalizando un discurso médico-bélico-punitivo sobre todo este proceso, donde ya todo parece ser nombrado bajo esa lógica de poder estructural y excluyente: los contagiados, los inmunes, los asintomáticos, luchar contra el virus…. se reabren debates sobre las biopolíticas y necropolíticas que ponen sobre la mesa las violencias estructurales del capitalismo, una geografía donde la vida está sobre-expuesta a la muerte.
Resulta que el abismo también estaba aquí, en nuestras propias casas, dentro de nuestros salones y cocinas. Un abismo mostrado en lo cotidiano donde el cuerpo ha tomado protagonismo, un cuerpo vivo, encarnado, un cuerpo en tantas ocasiones olvidado como materialidad dotada de significados, hasta que se le ha puesto en cuarentena y, de pronto, se ha acuerpado la existencia, se ha hecho palpable. También se han visibilizado muchos cuerpos excluidos y otras situaciones que los afectan. Familias que apenas se veían conviviendo juntas durante todo el día, parejas que pasan separadas la cuarentena (otras que se están separando y la pasan en la misma vivienda), la soledad de muchas personas mayores… ¿cuántas mujeres estarán conviviendo con sus maltratadores durante estos días?, ¿cómo se vive la cuarentena en las cárceles? Este paréntesis quizás nos ha hecho conscientes de que también somos animales, con cuerpos que pueden ser contagiados y transmitir enfermedades, nuestros cuerpos puestos en cuarentena, al igual que se hace con el ganado, para cortar la transmisión de una enfermedad. Esta mirada nuestra tan occidental y moderna ni imaginaba que una pandemia iba a irrumpir en nuestras vidas cotidianas, eso de los contagios era para otros colectivos siempre alejados del “nosotros normalizado”.
Cuerpos que, para muchos, se vuelven insufribles una vez que entran en reposo, saliéndose de la lógica de la aceleración, ¿no os llama la atención la hiperactividad que se está generando estos días? hay programas para todo: relájate y haz yoga, come sano y elabora recetas para reforzar el sistema inmunológico, mantente activo y haz estiramientos en tu salón, aprovecha y visita museos, toca música, haz aerobic, escribe un diario, aplaude desde tu balcón, ¡es agotador! Si bien, desde que nos han metido en casa, sentimos esa pulsión de estar junto a los demás de forma muy evidente, soy bastante escéptica respecto a muchos de esos momentos de efervescencia colectiva en balcones, habituales ante desgracias y catástrofes y que, una vez cerrado el paréntesis, se suelen convertir en más de lo mismo, en otra vuelta de tuerca a la rutina de sistema, una nueva oportunidad para gestionarlo, para volver a la normalidad (¿era deseable esa normalidad?) y para que el estado saque músculo salvaguardando sus intereses reproductivos y generando propaganda para legitimar sus decisiones. Es como si se quisiera buscar un tono monocolor, una sola melodía, evocar esa imagen poderosa del moderno estado-nación con sus identidades fuertes y maciza racionalidad a la que poder aferrarse.
Himnos y aplausos que forman parte de una sociedad del espectáculo que se caracteriza por una relación social mediatizada por imágenes que ahora son un hecho imperativo y cotidiano. La imagen, el ritmo, la conexión, la energía, las opiniones de los expertos y de los intelectuales, la angustia emitida 24 horas en los medios de comunicación, “no bajemos el nivel de tensión”, “no bajemos la guardia”, “el enemigo sigue aquí”. Vecinos y vecinas que se controlan, que sospechan, la construcción social del otro como chivo expiatorio “el que sale varias veces a comprar”, “el que viene al pueblo”, “los chinos”, “los de Madrid”, recordad las instrucciones: “todos somos soldados”. Toda una dialéctica y un bricolage social que ya estaba aquí, pero que ahora es percibido por muchos como algo necesario, incluso seductor.
Me parece interesante distinguir entre la responsabilidad y solidaridad necesarias para afrontar una pandemia desde la (in)acción personal (lo personal es político, ponerse en la piel del otro/a) y la sociedad del individualismo, donde parece que solo se entiende el mensaje si es a través de leyes y estados de excepción. Nos explica Patricia Manrique en su libro Lo común sentido como sentido común (1) (oxígeno para pensar sobre lo que estamos viviendo actualmente) sobre “domestizar lo político”. Esa “domestización” pasaría, entre otras cosas, por poner en valor político el ámbito doméstico, por dotar de caracteres domésticos atentos a la sostenibilidad de la vida y las relaciones, a la esfera política, el compromiso o el activismo. Si hubiera un sentido de cuidados del común, una responsabilidad colectiva de cuidarnos, de cuidar a las personas más vulnerables, probablemente no estaríamos esperando a que ningún estado nos diera órdenes, sino que tendríamos una responsabilidad social compartida y nos hubiéramos autoconfinado (en la medida de lo posible) desde el primer momento.
¿Os acordáis cómo se comenzó a narrar todo esto? precisamente bajo una óptica individualista y productivista: “el virus solo afecta a personas mayores y/o con patologías previas”. Entonces ¿qué hacemos?, ¿les dejamos enfermar?, ¿quién y cuándo las ha desechado como personas con derecho a la vida, a una buena vida?, ¿dónde está nuestro sentido común y responsabilidad hacia los colectivos vulnerables? ¿de verdad solo somos capaces de hacer frente a este proceso asumiendo órdenes?, si no produces, no te necesitamos, eso nos dice el sistema.
Cuando se piensa y se practica la vida desde el común, brotan iniciativas de ayudas mutuas, es el caso de algunas que están surgiendo a raíz de la cuarentena, donde se ofrecen voluntarios para comprar medicamentos o comida a otras personas que no pueden realizar estas tareas cotidianas, otras se ofrecen para cuidar a niños si los padres tienen que salir a trabajar.
“El inicio mismo de estar en el mundo pasa ineludiblemente por la corporalidad de la subjetividad, porque vivir es sentir desde y con el cuerpo, con lo que todo sentido arrastra ya el modo en que ese mundo se ha experimentado a través de los sentidos que imbrican el cuerpo con el mundo”
Ignacio Mendiola
No soy capaz de pensar lo sistémico sin pensar lo local, recuerdo las clases de teoría sociológica en la facultad, aquello de no caer en “el universalismo abstracto ni el localismo exacerbado”. Si habitamos escenarios, contextos, procesos, espacios glocalizados, donde el aquí y el allí se difuminan en muchos aspectos de la vida, creo que las experiencias locales pueden ser muy nutritivas en estos momentos para hacer pie, no en el sentido de encontrar certezas balsámicas, sino en el sentido de (re)apropiarnos de algunos aspectos de nuestra propia existencia compartida.
En mi núcleo familiar seguimos saliendo a trabajar al campo para atender a nuestros animales, tenemos una pequeña ganadería extensiva en alta montaña. No todo es teletrabajo, no todo puede ser trabajar a distancia. En muchos casos, la presencia es necesaria. Las vacas están comenzando a parir en estos días, hay que cambiarlas de prados de forma habitual, sacarlas a beber y vigilar que los terneros mamen en los primeros momentos de vida. También soltamos ganado a pastos comunales, terrenos gestionados por las Juntas Vecinales y los Concejos ganaderos. En este pueblo hay hazas y pastizales, que se reparten aún hoy entre los vecinos y vecinas para su aprovechamiento, antiguamente se utilizaban para sembrar patatas, ahora se hace hierba seca y se pacen en la época de “derrotas”, cuando se reabren los pastizales después de la siega. La memoria del suelo en estas pequeñas parcelas sigue viva, hicieron posible la supervivencia de muchas familias gracias a estas tierras comunales.
Las comunidades funcionaban y subsistían, no porque todos fueran amigos y se llevaran estupendamente (no seré yo quien (re)invente la comunidad imaginada, la arcadia feliz), sino porque había un sentido de pertenencia común que, más allá de lo identitario o de una visión folklorizada de la existencia, actuaba como premisa necesaria para sobrevivir como unidad. Lejos de la comodidad individual, habitar el común requiere integrar el conflicto en la vida cotidiana, problematizar juntos la vida.
¡Que no me hablen de visiones románticas del medio rural! de esas postales fijas y miradas paternalistas, como si esto fuera una vida de retiro, una oportunidad de negocio o de autocomplacencia. El medio rural es la otra cara de la moneda de lo urbano y sus procesos, hace poco me decía un vecino que los pueblos se parecen, cada vez más, a urbanizaciones con gallinas. A pesar de todo, en el campo de la alimentación, hemos aprendido, desde algunas experiencias en la producción de alimentos en lo rural local, que es posible organizarse de manera colaborativa. Hay muchas iniciativas que trabajan en red, a través de pequeñas cooperativas, grupos de consumo, colectivos formales e informales para comercializar alimentos a precios justos. ¿No podría ser este un modelo sistémico?.
Si sabemos que la alimentación es fundamental para la vida, ¿por qué no atender a sus procesos y a sus problemáticas?, ¿para cuándo pensar desde el decrecimiento en el campo?, ¿para cuándo alimentar sin química a toda la población?, ¿para cuándo recuperar terrenos comunales que permitan una vida económicamente y ecológicamente viable en las labores agrícolas y ganaderas?, ¿para cuándo dejar de producir carne de forma intensiva, cruel y absolutamente desproporcionada?, ¿para cuándo dejar de hormonar y dar antibióticos a los animales? No son debates nuevos, pero ahora nos pesan más, también la sobrerregulación a la que se expone a los pequeños productores para que sigan beneficiándose los intermediarios, ¿eso no es sistémico?, ¿acaso no es una cuestión sistémica las mareas de gente arrasando hipermercados ante el pánico-virus?, si hubiese un problema de desabastecimiento, ¿nos acordaríamos de los pequeños productores condenados actualmente a las dictaduras de los sellos de calidad, las subvenciones, los intermediarios y los precios que fija la industria?
Decía John Berger que los animales nos ofrecen, con su vida paralela, una compañía que no tiene nada que ver con aquella que puede ofrecer otra persona, nada que ver, puesto que es una compañía que responde a la soledad del ser humano como especie. También hay un silencio propio del tiempo compartido con animales. Diferente al de leer o pasear en solitario. Hay una especie de rotundidad de sus cuerpos y del nuestro propio cuando se está junto a ellos. Olores y texturas y algunos sonidos como el de los campanos que se naturalizan con el tiempo. Crines espesas, grasa, sudor en los caballos; hierba fermentada y leche espumosa en las vacas.
¿Quién iba a querer estar entre animales en un mundo cada vez más aséptico?, los animales huelen, el olor de los partos cuando nacen las crías, el olor de los excrementos, de los animales enfermos y ese olor característico de la muerte. Todo en los animales nos recuerda que la vida es finita y que todos y todas somos prescindibles. Nos enfrentan a nuestra propia inmunidad y vulnerabilidad como seres vivos.
¡Con qué disimulo se ha camuflado el discurso del capitalismo verde!, todo es “natural”, todo es sostenible, todo es ecológico, todo vale para generar confianza en el consumidor, valor añadido y sensación de estar haciendo lo correcto. Una realidad que no nos convence y que nos está condenando a un modelo basado en los monocultivos, la alimentación homogénea intensiva (también la vegetariana-vegana), en las ganaderías industriales que producen carne a base de piensos compuestos y hormonas.
Hacer la compra es un acto político, ¿no es este paréntesis un buen momento para plantearse cómo llenamos la nevera y visualizar que detrás de lo que comemos hay personas (¡cuántas explotadas!) que trabajan la tierra para que sigamos teniendo alimentos?, un tiempo para pensar también que no todo el mundo puede decidir sobre cómo se alimenta, ni consumir alimentos ecológicos, veganos o sin gluten (por ejemplo), hay cuestiones culturales, sociales, económicas y políticas detrás. Esa libertad de elección de balda del super nos hace olvidarnos muy a menudo de que el hecho de alimentarse, de poder alimentarse, no es un capricho, es algo relacionado directamente con la vida, con la política, con la economía, con la cultura, con el bien común. La vía campesina ha demostrado (en distintas épocas y latitudes) que hay maneras de sobrevivir en este planeta sin asfixiarlo, cultivando y criando con criterios de respeto a la biodiversidad, eliminado intermediarios especulativos para tener precios justos a ambos lados de la cadena.
En estos momentos, tengo algunas ideas que se podrían amasar, no porque sean demasiado complejas, sino porque todo en ellas es peso, es densidad, es cuerpo, es fermento, es materia viva. Una encarnadura de pensamientos, una exposición común a pensar la vida compartida. Un alimento para el ser en común.
Recuerdo “las panaderas”, esas canciones que tocaban las mujeres mientras hacían pan en los pueblos, haciendo percusión con las manos sobre la mesa. Alimentar el cuerpo (también) con alegría y con belleza. Pienso en esa radicalidad-festiva de las fiestas populares campesinas, de los antruidos, de las coplas irreverentes y de los “lereles”. Una actitud desde la que se pueda cantar a la alegría de vivir, sin olvidar la denuncia de las injusticias y las brechas que nos distancian. Son tiempos para desarrollar un humor ingobernable, que no se ponga en cuarentena.
Hoy hemos acabado la labor pronto, caminamos por un sendero de barro que nos lleva a la dehesa de robles y hayas donde tenemos las tudancas. Me voy fijando en cómo brotan las florecillas a ambos lados del camino, junto al musgo húmedo y las raíces de los árboles, hace tiempo que vimos los primeros “lirones” (narcisos) que nos anuncian la primavera. Habitamos en la frontera de este paisaje cultural, combinando el teletrabajo cuando es posible y los cuidados que, lejos de ser una moda, en nuestro caso, son una manera de estar en el mundo. La vida sigue, a pesar de todo.